Martas y Marías

Por: Mons. Jesús Ruíz Molina, mccj
Desde Mbaïki, República Centroafricana

Betania fue para Jesús un lugar de reposo, un oasis donde cargar pilas humana y espiritualmente. La casa de Lázaro y sus hermanas, Marta y María, sabía a hogar, a amistad profunda, a lugar donde solazar el corazón. ¿Qué habría sido de Jesús y sus discípulos si Marta no se hubiera afanado en acogerles, darles una buena comida y proporcionales un lugar para descansar? ¿Dónde se habría explayado el corazón de Jesús si María no hubiera sabido escuchar y acoger los secretos del Maestro? Y ese Lázaro amigo, al que Jesús tanto quería. Marta y María, dos caras de una misma realidad que no siempre es fácil conjugar. Marta, la ama de casa que supo arranca a Jesús palabras de vida eterna: «Yo soy la resurrección y la vida, el que crea en mí, aunque haya muerto, vivirá». María, que a los pies del Maestro aprende los secretos que esconde su corazón: «María ha escogido la mejor parte y no se la arrebatarán».

Me vienen a la memoria estas reflexiones sobre la vida de Jesús mientras escribo en mi diario todo lo que voy viviendo junto al pueblo centroafricano de la diócesis de Mbaiki, que me ha sido encomendada como obispo. Tal vez me equivoque, pero tengo la sensación de que desde hace un buen tiempo, en la Iglesia hemos inclinado la balanza del lado de María en detrimento de Marta. El hecho de que el papa Francisco se haya ido a vivir a la Casa de Santa Marta es todo un símbolo que pudiera equilibrar esa realidad del discípulo que tiene que nadar entre dos aguas, la acción y la contemplación, dos alas de un mismo pájaro. No es cuestión de escoger una en detrimento de la otra, las dos juntas nos permiten volar hacia las alturas del Reino.

Este difícil equilibrio debe existir también dentro de la vida religiosa y misionera. En estos últimos tiempos me enfrento a una situación que genera conflicto entre las dos alas de la vida del discípulo. En la diócesis trabajan 40 religiosas de una docena de congregaciones, entre las que apenas hay cinco Martas con las que puedo contar incondicionalmente para cualquier misión. El resto no necesariamente son Marías. Estas cinco Martas de las que hablo son mujeres preparadas, activas, dispuestas a afrontar nuevos retos, a romper moldes, a mezclarse con el pueblo pigmeo aka, a curar enfermos que nadie se atreve a tocar, a emprender caminos inexplorados por una religiosa antes, a vivir un liderazgo femenino en la Iglesia…, pero lo que descubro es que el hecho de actuar como Martas, mujeres del Evangelio en el servicio diocesano, las pone en serio conflicto con sus congregaciones. Varias superioras provinciales han venido a quejarse: que si siempre están fuera de la comunidad, que si viajan demasiado, que si duermen en los poblados con la gente, que si abandonan la comunidad de la que son a veces las superioras, que si privilegian los compromisos diocesanos antes que los congregacionales… Esto está haciendo sufrir a tres de ellas.

En algunos casos, el conflicto es latente con sus congregaciones y les lleva a acentuar su identidad y pertenencia a una Iglesia diocesana, pero otras veces el conflicto me huele a celos escondidos, como si hubiera infidelidad a la congregación cuando hay gran donación a la pastoral diocesana. Y me digo: si el carisma de la congregación no está al servicio de una Iglesia particular, entonces hay riesgo de «capillismo». Pero, también, si el carisma se edulcora suprimiendo la comunidad, entonces la Iglesia se empobrece. ¡Qué difícil ese equilibrio entre esa Marta y esa María que cada institución, cada congregación, cada discípulo, lleva dentro! La Iglesia, durante siglos ha idealizado a María y ha encerrado a las religiosas en los conventos sin apenas percatarnos de que Marta es imprescindible para las cosas de Jesús.

Sufro viendo el conflicto de las cinco religiosas con sus congregaciones, que les recriminan su alejamiento. Intento no meterme en asuntos internos, pero qué difícil me resulta cuando lo que está en juego es un estilo de Misión, un estilo de Iglesia. Sufro porque presiento las amenazas que acechan a algunas de ellas y que sean cambiadas de comunidad. Una de las superioras me dijo que había dado un ultimátum a una. Le dije: «Sé qué tenéis la sartén por el mango, pero os pido también que reviséis vuestro carisma fundacional. Estoy seguro de que vuestra fundadora fue una mujer que rompió esquemas, que franqueó no pocas fronteras eclesiales y sociales. Ah, y por favor, diga a sus superioras de Roma que el obispo está muy agradecido de vuestra preciosa presencia en la diócesis, y sobre todo de la ­hermana N…». ¡Qué difícil equilibrio!

Más tarde, hablando con una de las Martas, sabiendo la espada de Damocles que tiene sobre su destino, le he pedido que no rompa con su congregación, que cree puentes, que intente ejercitar el ala de las Marías que su orden le reclama. No quisiera perderla.

Acción y contemplación, Marta y María. La una sin la otra no generan vida de Dios.