IV Domingo de Cuaresma. Año C

”En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores para escucharlo. Por lo cual los fariseos y los escribas murmuraban entre sí : “Este recibe a los pecadores y come con ellos”. Jesús les dijo entonces esta parábola : “Un hombre tenía dos hijos, y el menor de ellos le dijo a su padre: Padre, dame la parte de la herencia que me toca. Y él les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se fue a un país lejano y allá derrochó su fortuna, viviendo de una manera disoluta.

Después de malgastarlo todo, sobrevino en aquella región una gran hambre y él empezó a padecer necesidad. Entonces fue a pedirle trabajo a un habitante de aquel país, el cual lo mandó a sus campos a cuidar cerdos. Tenía ganas de hartarse con las bellotas que comían los cerdos, pero no lo dejaban que se las comiera. Se puso entonces a reflexionar y se dijo: ¡Cuántos trabajadores en casa de mi padre tienen pan de sobra, y yo, aquí, me estoy muriendo de hambre! Me levantaré, volveré a mi padre y le diré : Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Recíbeme como a uno de tus trabajadores.

Enseguida se puso en camino hacia la casa de su padre. Estaba todavía lejos, cuando su padre lo vio y se enterneció profundamente. Corrió hacia él, y echándole los brazos al cuello, lo cubrió de besos. El muchacho le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”. Pero el padre les dijo a sus criados: ¡pronto!, traigan la túnica más rica y vístansela; pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies; traigan el becerro gordo y mátenlo. Comamos y hagamos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado. Y empezó el banquete.

El hijo mayor estaba en el campo y al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y los cantos. Entonces llamó a uno de los criados y le preguntó qué pasaba. Este le contestó: Tu hermano ha regresado y tu padre mandó matar el becerro gordo, por haberlo recobrado sano y salvo. El hermano mayor se enojó y no quería entrar. Salió entonces el padre y le rogó que entrara; pero él le replicó: ¡Hace tanto tiempo que te sirvo, sin desobedecer jamás una orden tuya, y tú no me has dado nunca ni un cabrito para comérmelo con mis amigos! pero eso sí, viene ese hijo tuyo, que despilfarró tus bienes con malas mujeres y tú mandas matar el becerro gordo. El padre replicó : Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo. Pero era necesario hacer fiesta y regocijarnos porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado”. (Lucas 15,1-3. 11-32)


Palabras para la cuaresma
Tocando fondo
Cuando la Misericordia se convierte en fiesta
P. Enrique Sánchez González, mccj

Creo que todos estaremos de acuerdo en afirmar que Jesús es un buen acompañante y un maestro extraordinario, cuando se trata de llevarnos al encuentro con su Padre. Sus palabras sencillas no nos dejan indiferentes y sus parábolas, como fotografías que reflejan nuestras propias historias, nos conducen a lo profundo de la experiencia de encontrarnos con Dios que se nos revela como un padre que nos ama entrañablemente.

Un padre que juzga amando y que acoge perdonando. Un padre que no exige cuentas antes de habernos hecho sentir su ternura y su compasión. Un padre que se alegra por tenernos cerca de él; sin importarle los desvíos en que nos podamos haber entretenido antes de llegar hasta él. Un padre que hace fiesta cuando cualquiera de sus hijos tiene la valentía de volver a él reconociendo que lejos de él no hay vida.

La parábola que Lucas nos presenta en esos cuantos versículos del capítulo 15 de su evangelio, nos obliga a contemplar cómo se encuentran dos caminos que buscan llegar a un mismo destino. Al abrazo entrañable del Padre a su hijo.

La parábola nos habla, por una parte, de un padre misericordioso, lleno de ternura, que sale, sin prejuicios, todos los días, seguramente, a la espera y al encuentro de su hijo. Es Dios que nos busca hasta tenernos bajo el cobijo de sus brazos.

Y, por otra parte, nos da los detalles del regreso de un hijo que finalmente se pone en camino para volver al lugar de donde jamás debería haberse ido. Es el camino que lleva a la fiesta del encuentro de un corazón que sólo existe para amar y de un corazón que, en su fragilidad y en su pobreza, sólo siente la necesidad de ser amado.

La parábola se concluye con la alegría del padre que ha recuperado lo que, de alguna manera, se le había perdido y con un gesto y una actitud de acogida que no excluye a nadie y que recuerda que siempre ha estado ahí, aunque su presencia haya pasado desapercibida o simplemente no reconocida.

Leyendo la parábola en nuestros días, los tres personajes principales nos brindan la oportunidad de reflexionar y darnos cuenta de que se trata de una historia que se sigue repitiendo y nos invita a una revisión de vida. Es la historia siempre actual de nuestro Padre Dios que nos busca y nos espera con la esperanza de tenernos para siempre con él.

El hijo menor nos cuestiona y puede ser que hasta nos indigne porque sus actitudes y las opciones de vida que asume nos pueden parecer inaceptables.

Nos puede molestar ver el derroche, el despilfarro y el desorden que se convierte en estilo de vida. Seguramente, es algo intolerable y que contrasta con los auténticos valores que hemos recibido. Pero puede ser reproche intolerable porque son actitudes que, de algún modo, descubrimos en los pliegues de nuestras vidas.

Sí, se trata de algo inaceptable pero, tal vez, lo más grave que se esconde detrás de las decisiones del hijo menor está la voluntad de querer organizar la propia vida lejos de su padre, manifestando un rechazo y la soberbia de querer ser el único patrón de sus propias decisiones. Es esa tentación contemporánea de querer sacar a Dios de nuestras vidas.

Y la aventura funciona hasta que duran los bienes que había recibido como herencia, algo extraño, porque las herencias se deberían de recibir cuando los padres ya no están presentes, pero aquí sería un punto a favor del padre que no se deja ganar en generosidad.

Cuando ya no queda nada, cuando se da cuenta de que no puede ir adelante con sus propias fuerzas, cuando caen por tierra todas sus pretensiones de autosuficiencia, cuando no queda más remedio que aceptar las propias flaquezas y miserias; cuando se llega a tocar fondo y se termina por aceptar con humildad la propia pobreza, ahí nace la posibilidad de una conversión que lleva al reconocimiento de lo que verdaderamente es cada persona en este planeta.

Poniéndonos en los zapatos del hijo menor, creo que no sería muy difícil reconocer que también muchas veces vamos por la vida reclamándole a Dios nuestra herencia y él no se cansa de bendecirnos con una infinidad de dones.

Pero muy pronto olvidamos de dónde vienen y pretendemos organizar nuestras vidas como mejor nos parece. Nos confundimos y pensamos que podemos vivir sin él.

También nosotros tomamos caminos que nos alejan de Dios, nos llenamos de compromisos que ocupan todo nuestro tiempo y una hora a la semana para ir a la iglesia se convierte en algo imposible y lo consideramos innecesario. Los gustos de nuestras vidas se convierten en prioridades que nos obligan a ponernos en el centro. Nos interesan nuestras comodidades, nuestros espacios de confort, los lujos y caprichos que nos hacen consumidores compulsivos.

Vivimos en lo exterior y en lo superficial de la vida, contentándonos con satisfacciones pasajeras que no exigen ni comprometen en nada. Vivimos super preocupados de nosotros mismos y pasamos indiferentes ante el sufrimiento y el dolor de quienes tenemos a un lado.

Todo eso sucede hasta que un día la vida se encarga de ponernos ante la verdad, en nuestro lugar y basta una crisis financiera, una enfermedad inesperada o un mal cálculo en nuestros proyectos tan humanos, para que caigamos en la cuenta de que sin Dios en nuestras vidas no vamos muy lejos y no contamos mucho. Ese día es, en el mejor de los casos, cuando decimos: Señor, ten compasión y apiádate de nosotros porque te habíamos abandonado.

La figura del Padre que nos aparece como segundo protagonista, pero que en realidad es el personaje principal, es sencillamente la buena noticia que nos quiere transmitir esta página del evangelio. El padre se presenta como alguien extraordinariamente generoso, él da sin medida y en toda confianza. El es Padre que respeta la libertad de cada persona y que corre el riesgo de dejarnos ir, aunque algunas de nuestras decisiones le partan el alma.Es Padre que espera siempre y que está atento para acoger enternecido, es decir, con el corazón abierto. Es el padre que abraza con compasión y misericordia, antes de pedir cuentas. Es Padre que perdona y se regocija cuando puede recuperar al hijo que se le había perdido. Es el padre que reviste de dignidad devolviendo con generosidad lo que se había perdido. 

Encontrarnos con un padre así como lo presenta la parábola no puede ser motivo más que de gratitud y de alegría. En este tiempo que estamos viviendo podemos estar seguros que nuestro Padre Dios sale cada día a nuestro encuentro, nos espera con la ilusión de vernos aparecer en el horizonte, qué importa si venimos con los vestidos deshechos y los rostros abatidos.

Qué importa si traemos sobre las espaldas el peso de tantas historias que nos han abatido y entristecido. El Padre nuestro está siempre dispuesto a organizar una fiesta para nosotros, cuando con humildad y sencillez nos acercamos a él con un corazón arrepentido. Él quiere darle a nuestro corazón los auténticos motivos para que vivamos felices y nos quiere sacar de donde pudimos andar perdidos.

El tercer personaje, el hermano mayor, creo que podríamos reconocerlo en algunos de nosotros que consideramos estar con Dios, de tener a Dios en nuestras vidas, pero que en realidad nuestro corazón está lejos de él. Si no somos capaces de sentir la presencia de Dios en nuestras vidas, puede ser que estemos haciendo muchas cosas por él, pero todavía no hemos dejado que Él se convierta en el centro de nuestra vida.

Si no somos capaces de alegrarnos por la conversión, por los cambios y los esfuerzos de ser mejores, de quienes tenemos a un lado, será muy difícil reconocer que es el Espíritu de Dios el que le va dando sentido a lo que somos y a lo que hacemos buscando darle sentido a nuestras vidas.

Si todavía no nos hemos dado cuenta que Dios nos lleva en lo más profundo de su corazón, nos sentiremos con derecho a reclamarle por todo lo que no nos va cuadrando en la vida y continuaremos echándole la culpa de todas nuestras frustraciones y de todas las insatisfacciones que vamos cosechando cada día.Seremos incapaces de compartir su alegría que es el secreto de nuestra felicidad.

Ojalá todos nos sintamos invitados a la fiesta de la reconciliación y que no dudemos de entrar por el camino de la conversión para que podamos hacer la experiencia del Padre bueno que nos está esperando y que sale a nuestro encuentro para abrazarnos al cuello y mostrarnos la alegría que brota de su corazón sólo porque nos hemos dejado amar desprendiéndonos de todos nuestros miedos.


El abrazo del Padre misericordioso
regenera a personas y sociedades
P. Romeo Ballan, mccj

Josué 5,9a.10-12; Salmo 33; 2Corintios 5,17-21; Lucas 15,1-3.11-32

Reflexiones
¡Buena noticia! “La fiesta en la casa del Padre acaba de empezar… ¡Vengan todos!” Es esta la invitación de Jesús (Evangelio), para explicar el amor sin límites de Dios padre-madre, por medio del pasaje evangélico conocido como la “parábola del hijo pródigo”. Un título parcial, en cuanto no menciona al padre, da cuenta solo del hijo menor e ignora al mayor, el cual merece de igual manera, y aún más, ser reprochado. El título más acertado es: ‘parábola del padre misericordioso’, ya que es él el protagonista: su amor está en el centro de toda la narración. El libro de Lucas ya es conocido como el ‘Evangelio de la misericordia’, pero el capítulo 15 (con las tres parábolas) es ‘un evangelio en el Evangelio’. ¡La noticia más bella! En sintonía también con este domingo en ‘Laetare-alégrate’.

De esta parábola, tan conocida y comentada, basta con resaltar algunos aspectos. Muy oportunamente, el pasaje evangélico escogido para la lectura litúrgica de hoy incluye los primeros versículos de Lucas 15, donde se ve el contexto de la parábola: Jesús acoge a publicanos y pecadores y come con ellos; aparecen también los destinatarios de la parábola: los fariseos y los escribas que murmuran (v. 1-3). Los mismos que aparecerán nuevamente al final en el personaje del hermano mayor.

Cabe subrayar los cinco verbos con los que Lucas describe el amor efusivo del padre a su hijo que regresa a casa: “lo vio (de lejos) y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo” (v. 20). Vienen después las cinco órdenes del padre para confirmar la plena rehabilitación del hijo: el mejor traje (signo de la dignidad recuperada dentro de la familia), el anillo en la mano (el poder), las sandalias (signo del hombre libre). Y a continuación, el ternero cebado (para las ocasiones solemnes) y la gran fiesta para todos (v. 22-23). La fiesta es lo que más molestó al hijo mayor que volvía del campo (v. 25.29.30). El padre sale para hacerle comprender el porqué de tanta alegría: ¡ha vuelto tu hermanoDebemos alegrarnos (v. 32).

En cada uno de nosotros conviven los dos hermanos, el menor y el mayor, ambos con actitudes reprochables e igualmente necesitados de conversión. Para Jesús, el ideal al que hay que convertirse es el Padre misericordioso: acoge a todos sin limitaciones, perdona con gratuidad, quiere que todos vivan en su casa. Acerca de este itinerario de conversión, Henri J. M. Nouwen ha escrito un estupendo libro de meditaciones – El regreso del hijo pródigo –  partiendo del famoso cuadro de Rembrandt. He aquí uno de sus mensajes más profundos: “Estoy destinado a entrar en el lugar del Padre y ofrecer a otros la misma compasión que Él me brinda. El regreso al Padre es el reto a convertirse en el Padre”.

La parábola de Jesús queda abierta: no sabemos si, al final, el hermano mayor participó en la fiesta, ni si el menor dejó de cometer despropósitos. Pero ahora sabemos con certeza que en esa casa hay lugar para todos y que existen aún muchos lugares por llenar. Ahora todos saben que en su casa el Padre quiere que haya hijos, no esclavos; personas que comparten su proyecto de amor, no solo fríos y ‘observantes’ ejecutores de los trabajos a realizar (v. 31). La parábola concluye sin el abrazo entre los dos hermanos; esto queda como tarea nuestra en la vida diaria: dar y recibir ese abrazo.

En la casa de ese buen padre se ha estrenado un nuevo modo de vivir: no ya como esclavos sino como hijos. Una experiencia semejante a la del pueblo de Israel (I lectura), el cual, tras 40 años de desierto, toma posesión de la tierra prometida, donde ya no comerá en la precariedad del extranjero, sino que se alimentará de los frutos de su tierra y de su cosecha (v. 12). S. Pablo enseña que toda buena experiencia es para compartirla con otros (II lectura). El que ha experimentado la bondad misericordiosa de Dios y ahora vive con Él una relación nueva como hijo y amigo (v. 17), descubre que los demás son sus hermanos-hermanas y siente el deseo de involucrarlos en la misma experiencia de vida y de reconciliación (v. 18-19).

En esto consiste la misión: ¡compartir dicha experiencia y ayudar a otros a acoger en su vida el amor misericordioso y regenerador de Dios, que es Padre y Madre! Misión es anunciar la misericordia del Padre y trabajar para que el «amor misericordioso» llegue a ser el tejido de relaciones nuevas entre las personas, entre los pueblos y con la creación, como afirman el Papa Francisco y Juan Pablo II: “El mundo de los hombres puede hacerse cada vez más humano, únicamente si introducimos en el ámbito pluriforme de las relaciones humanas y sociales, junto con la justicia, el «amor misericordioso» que constituye el mensaje mesiánico del Evangelio” (Dives in Misericordia, n. 14). Este es un servicio misionero de excelencia para el crecimiento de una humanidad nueva.

Palabra del Papa
«Pido a Dios que prepare nuestros corazones al encuentro con los hermanos más allá de las diferencias de ideas, lengua, cultura, religión; que unja todo nuestro ser con el aceite de la misericordia que cura las heridas de los errores, de las incomprensiones, de las controversias; la gracia de enviarnos, con humildad y mansedumbre, a los caminos, arriesgados pero fecundos, de la búsqueda de la paz».
Papa Francisco
Encíclica “Fratelli Tutti” (3-10-2020) n. 254


Donde hay misericordia, ahí está Dios
Un comentario a Lc 15, 1-32
P. Antonio Villarino, mccj

Leemos hoy el capítulo 15 de Lucas, que es el centro de este evangelio y una obra literaria majestuosa, con enseñanzas de gran valor para la convivencia humana. Con tres parábolas maravillosas (la moneda perdida, la oveja descarriada, el hijo pródigo) Jesús responde a los que le criticaban por comer con pecadores y publicanos, mostrando que el gran signo mesiánico (el signo de la presencia de Dios en el mundo) es la cercanía de los pecadores a Dios. Al leer estas parábolas surge espontánea la pregunta:

¿Dónde me coloco yo? ¿Entre los necesitados de misericordia o entre los que se sienten con derecho a juzgar y condenar?

Podemos decir que Jesús es la expresión histórica de la misericordia divina, porque, como dice San Pablo, “en él habita corporalmente la misericordia de Dios”. En efecto, donde hay misericordia, ahí está Dios. Esa es la demostración más clara de que en Jesús está Dios, porque en él está la misericordia, que se hace palabra acogedora, gesto de bendición y sanación, esperanza para la pecadora, amistad para Zaqueo…

La Iglesia es cuerpo de Cristo (presencia de Cristo en la historia humana) en la medida en la que vive y ejerce la misericordia para con los ancianos y los niños, los pobres y los indefensos, así como para con los pecadores que se sienten abrumados por el peso de sus pecados. En este sentido, somos cristianos y misioneros en la medida que experimentamos la misericordia y la testimoniamos hacia otros, de cerca y de lejos.

¿Cómo son nuestras relaciones familiares, por ejemplo? ¿Duras, condenadoras? ¿Sabemos mirar con ojos de misericordia a los que nos rodean? ¿Acepto la misericordia de otros hacia mí o me creo perfecto e intachable?

Pero, ¡atención!, misericordia no es indiferencia ante el mal, la injusticia, la mentira, el atropello, el abuso y el pecado en general. Misericordia es creer en la conversión del pecador. Misericordia no es irresponsabilidad, sino creer en la posibilidad de re-comenzar siempre de nuevo, creer que el amor puede vencer al odio, el perdón al rencor, la verdad a la mentira. La misericordia no juzga, no condena; perdona, da la posibilidad de comenzar de nuevo

Para ser misericordiosos se requiere un corazón que no se endurezca, un “yo” que no se hace “dios”, con derecho a juzgar y condenar. El juicio, la condena, la acumulación obsesiva de bienes, el resentimiento…  son armas de defensa del “yo”, ensoberbecido y auto-divinizado, que teme perder su falsa supremacía. Por eso sólo quien acepta a Dios como Señor de su vida es capaz de “desarmarse”, no necesita defensa y se vuelve generoso y misericordioso con los demás.

Para concluir, les dejo con una breve reflexión de Juan Pablo II sobre la parábola del Hijo pródigo:

“El Padre ama visceralmente a su hijo perdido, hasta el punto de sentir la pasión humana más profunda. Hemos encontrado el mismo verbo en el desarrollo de la parábola del buen samaritano: “Sintió compasión” (Lc 10, 33; 15, 20). La compasión del samaritano por el moribundo es la misma del padre por su hijo perdido. Sin compasión es imposible correr al encuentro del hijo, echarse a su cuello y reintegrarlo en la dignidad perdida (Cfr Dive sin misericordia, capitulo cuarto”.


Con los brazos siempre abiertos
Lucas 15,11-32
José A. Pagola

Para no pocos, Dios es cualquier cosa menos alguien capaz de poner alegría en su vida. Pensar en él les trae malos recuerdos: en su interior se despierta la idea de un ser amenazador y exigente, que hace la vida más fastidiosa, incómoda y peligrosa. Poco a poco han prescindido de él. La fe ha quedado “reprimida” en su interior. Hoy no saben si creen o no creen. Se han quedado sin caminos hacia Dios. Algunos recuerdan todavía “la parábola del hijo pródigo”, pero nunca la han escuchado en su corazón.

El verdadero protagonista de esa parábola es el padre. Por dos veces repite el mismo grito de alegría: “Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y lo hemos encontrado”. Este grito revela lo que hay en su corazón de padre. A este padre no le preocupa su honor, sus intereses, ni el trato que le dan sus hijos. No emplea nunca un lenguaje moral. Solo piensa en la vida de su hijo: que no quede destruido, que no siga muerto, que no viva perdido sin conocer la alegría de la vida.

El relato describe con todo detalle el encuentro sorprendente del padre con el hijo que abandonó el hogar. Estando todavía lejos, el padre “lo vio” venir hambriento y humillado, y “se conmovió” hasta las entrañas. Esta mirada buena, llena de bondad y compasión es la que nos salva. Solo Dios nos mira así.

Enseguida “echa a correr”. No es el hijo quien vuelve a casa. Es el padre el que sale corriendo y busca el abrazo con más ardor que su mismo hijo. “Se le echó al cuello y se puso a besarlo”. Así está siempre Dios. Corriendo con los brazos abiertos hacia quienes vuelven a él. El hijo comienza su confesión: la ha preparado largamente en su interior. El padre le interrumpe para ahorrarle más humillaciones. No le impone castigo alguno, no le exige ningún rito de expiación; no le pone condición alguna para acogerlo en casa. Sólo Dios acoge y protege así a los pecadores.

El padre solo piensa en la dignidad de su hijo. Hay que actuar de prisa. Manda traer el mejor vestido, el anillo de hijo y las sandalias para entrar en casa. Así será recibido en un banquete que se celebra en su honor. El hijo ha de conocer junto a su padre la vida digna y dichosa que no ha podido disfrutar lejos de él.

Quien oiga esta parábola desde fuera, no entenderá nada. Seguirá caminando por la vida sin Dios. Quien la escuche en su corazón, tal vez llorará de alegría y agradecimiento. Sentirá por vez primera que el misterio último de la vida es Alguien que nos acoge y nos perdona porque solo quiere nuestra alegría.

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Cuatro historias de padres e hijos
José Luis Sicre

El domingo pasado, a propósito de la conversión, Jesús contaba cómo un viñador intenta salvar a la higuera infructuosa pidiendo un año de plazo al propietario. Nosotros debíamos identificarnos con la higuera y agradecer los esfuerzos del viñador por impedir que nos cortasen. El evangelio de este domingo sigue centrado en la conversión, pero con un enfoque muy distinto: el propietario se convierte en padre, y no tiene una higuera sino dos hijos. Conociendo la historia de la parábola y teniendo en cuenta la lectura de la carta de Pablo podemos hablar de cuatro padres y distintos hijos.

1. El hijo rebelde y el padre irascible que perdona (Oseas)

La idea de presentar las relaciones entre Dios y el pueblo de Israel como las de un padre con su hijo se le ocurrió por vez primera, que sepamos, al profeta Oseas en el siglo VIII a.C. En uno de sus poemas presenta a Dios como un padre totalmente entregado a su hijo: le enseña a andar, lo lleva en brazos, se inclina para darle de comer; pasando de la metáfora a la realidad, cuando era niño lo liberó de la esclavitud de Egipto. Pero la reacción de Israel, el hijo, no es la que cabía esperar: cuanto más lo llama su padre, más se aleja de él; prefiere la compañía de los dioses cananeos, los baales. De acuerdo con la ley, un hijo rebelde, que no respeta a su padre ni a su madre, debe ser juzgado y apedreado. Dios se plantea castigar a su hijo de otro modo: devolviéndolo a Egipto, a la esclavitud. Pero no puede. “¿Cómo podré dejarte, Efraín, entregarte a ti, Israel? Me da un vuelco el corazón, se me conmueven las entrañas. No ejecutaré mi condena, no te volveré a destruir, que soy Dios y no hombre, el Santo en medio de ti y no enemigo devastador” (Oseas 11,1-9).

El hijo que presenta Oseas se parece bastante al de la parábola de Lucas: los dos se alejan de su padre, aunque por motivos muy distintos: el de Oseas para practicar cultos paganos, el de Lucas para vivir como un libertino.

Mayor diferencia hay entre los padres. El de Oseas reacciona dejándose llevar por la indignación y el deseo de castigar, como le ocurriría a la mayoría de los padres. Si no lo hace es “porque soy Dios, y no hombre”, y lo típico de Dios es perdonar. Lucas no dice qué siente el padre cuando el hijo le comunica que ha decidido irse de casa y le pide su parte de la herencia; se la da sin poner objeción, ni siquiera le dirige un discurso lleno de buenos consejos.

2. El hijo arrepentido y el padre que lo acoge (Jeremías)

La gran diferencia entre Oseas y Lucas radica en el final de la historia: Oseas no dice cómo termina, aunque se supone que bien. Lucas se detiene en contar el cambio de fortuna del hijo: arruinado y malviviendo de porquerizo, se le ocurre una solución: volver a su padre, pedirle perdón y trabajo. En cambio, no sabemos qué pasa por la mente del padre durante esos años. Lucas se centra en su reacción final: lo divisó a lo lejos, se enterneció, corrió, se le echó al cuello, lo besó. Cuando el hijo confiesa su pecado, no le impone penitencia ni le da buenos consejos. Parece que ni siquiera le escucha, preocupado por dar órdenes a los criados para que organicen un gran banquete y una fiesta.

¿Cómo se le ocurrió a Lucas hablar de la conversión del hijo? Oseas no dice nada de ello, pero sí lo dice Jeremías. A este profeta de finales del siglo VII a.C. le gustaban mucho los poemas de Oseas y a veces los adaptaba en su predicación. Para entonces, el Reino Norte ha sufrido el terrible castigo de los asirios. El pueblo piensa que el perdón anunciado por Oseas no se ha cumplido, pero no por culpa de Dios, sino por culpa de sus pecados. Y le pide: “Vuélveme y me volveré, que tú eres mi Señor, mi Dios; si me alejé, después me arrepentí, y al comprenderlo me di golpes de pecho; me sentía corrido y avergonzado de soportar el oprobio de mi juventud”. Y Dios responde: “Si es mi hijo querido Efraín, mi niño, mi encanto. Cada vez que le reprendo me acuerdo de ello, se me conmueven las entrañas y cedo a la compasión” (Jeremías 31,18-28). En estas palabras, que reflejan el arrepentimiento del pueblo y su confesión de los pecados, se basa la reacción del hijo en Lucas.

3. El padre con dos hijos muy distintos (evangelio)

Sin embargo, cuando leemos lo que precede a la parábola, advertimos que el problema no es de Dios sino de ciertos hombres. A Dios no le cuesta perdonar, pero hay personas que no quieren que perdone. Condenan a Jesús porque trata con recaudadores de impuestos y prostitutas y come con ellos.

Entonces Lucas saca un as de la manga y depara la mayor sorpresa. Introduce en la parábola un nuevo personaje que no estaba en Oseas ni Jeremías: un hermano mayor, que nunca ha abandonado a su padre y ha sido modelo de buena conducta. Representa a los escribas y fariseos, a los buenos. Y se permite dirigirse a su padre como ellos se dirigen a Jesús: con insolencia, reprochándole su conducta.

El padre responde con suavidad, haciéndole caer en la cuenta de que ese a quien condena es hermano suyo. “Estaba muerto y ha revivido. Estaba perdido y ha sido encontrado”.

¿Sirve de algo esta instrucción? La mayoría de los escribas y fariseos responderían: “Bien muerto estaba, ¡qué pena que haya vuelto!” Y no podríamos condenar su reacción porque sería la de la mayoría de nosotros ante las personas que no se comportan como nosotros consideramos adecuado. El mundo sería mucho mejor sin ladrones, asesinos, terroristas, adúlteros, abortistas, gays, lesbianas, transexuales, bisexuales, banqueros, políticos… y cada cual puede completar la lista según sus gustos e ideología.

La diferencia entre el padre y el hermano mayor es que el hermano mayor solo se fija en la conducta de su hermano pequeño: “se ha comido tu fortuna con prostitutas”. En cambio, el padre se fija en lo profundo: “este hermano tuyo”. Cuando Jesús come con publicanos y pecadores no los ve como personas de mala conducta, los ve como hijos de Dios y hermanos suyos. Pero esto es muy difícil. Para llegar ahí hace falta mucha fe y mucho amor.

4. El padre con un hijo y multitud de adoptados (2ª lectura)

Lo que dice Pablo a los corintios permite proponer una historia en línea con lo anterior. Este padre tiene un hijo y una multitud de adoptados que dejan mucho que desear. Pero no se queda en la casa esperando que vuelvan. Les manda a su hijo para que intente traerlos de vuelta. No debe portarse como el hermano mayor de la parábola, no debe reprocharles nada ni “pedirles cuenta de sus pecados”. Sin embargo, para conseguir convencerlos, deberá morir, cosa que acepta gustoso. ¿Cómo termina la historia? “En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios”. De nosotros depende. Podemos seguir lejos o volver a nuestro padre.

Nota sobre la 1ª lectura

La primera lectura de los domingos de Cuaresma recoge momentos capitales de la Historia de la Salvación. Después de Abraham (2º domingo) y Moisés (3º), se recuerda el momento en que el pueblo celebra por primera vez la Pascua desde que salió de Egipto y goza de los frutos de la Tierra Prometida.

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¿Pecado? Un infierno que nos libera el amor del Padre
Fernando Armellini

Introducción

Jesús nos ha revelado que Dios es amigo de publicanos y pecadores (cf. Lc 7,34; Mt 9,12-13). Pero ¿hasta cuándo lo será? ¿No llegará el día en que cambie de actitud hacia ellos?

Algunos responden a esta pregunta afirmando que los pecadores tienen tiempo hasta el final de sus vidas para convertirse, y eso es todo. Cuando llegue el ajuste de cuentas, Dios dejará de ser bueno para convertirse en juez justo.

Este cambio de sentimientos por parte de Dios (admitido que esto suceda) no puede menos que dejarnos sorprendidos y desconcertados. Aquí en la tierra, Jesús acepta invitaciones de publicanos y pecadores, frecuenta sus hogares, toma parte en sus celebraciones, come con ellos y, después, en el cielo, les niega un lugar en su banquete y los arroja fuera de su vista.

Otros opinan que no será Dios quien lo condene; será el mismo pecador que se castiga a sí mismo. Aparte del hecho de que el pecador ya se ha castigado bastante a sí mismo en la tierra haciendo el mal (cf. Pr 8,36), ¿cómo se puede admitir que el encuentro con el Señor, en vez de iluminar y purificar al pecador, lo vuelva más recalcitrante en la infelicidad que se ha buscado? ¿Quién puede creer que llegará el momento en que Cristo se resigne a perder un amigo? ¿Quién puede ni siquiera imaginar que pueda llegar un momento en que el mal triunfe (¡eternamente!) sobre el amor omnipotente de Dios?

Evangelio: Lucas 15,1-3.11-32

Estamos ante la más bella de todas las parábolas de los evangelios. Desde los primeros tiempos de la Iglesia se ha estudiado y comentado y ha inspirado a grandes escritores, pintores, músicos, filósofos, psicólogos. Se la conoce como la “Parábola del hijo pródigo”, pero este título no es exacto porque hace referencia solamente a uno de los tres personajes de la parábola. No tiene en cuenta al hermano mayor, a quien le dedica toda la segunda parte de la historia y, sobre todo, se ignora al verdadero protagonista, el padre. Es más correcto, pues, hablar de la “Parábola del amor del Padre” o la “Parábola del padre misericordioso”.

Se utilizada con mucha frecuencia en las celebraciones penitenciales con el objetivo de tocar el corazón de los pecadores más obstinados. Presentada en este contexto, sin embargo, la segunda parte de la historia crea un poco de malestar, que puede perturbar el clima de emoción y el recogimiento que se crea. Más de una vez nos habremos preguntado: ¿Por qué Jesús no ha concluido la parábola con el final feliz del abrazo del padre al hijo pródigo y el comienzo de la fiesta?

Los que se hacen esta pregunta no han prestado atención a los versos que introducen la parábola; no han caído en la cuenta de los destinatarios de la misma, es decir: a quiénes y por qué razón Jesús la cuenta. No está dirigida a los pecadores, sino a los justos: “Todos los recaudadores de impuestos y los pecadores se acercaban a escuchar. Los fariseos y los doctores murmuraban: «Éste recibe a pecadores y come con ellos.»Entonces Jesús les dirigió esta parábola” (vv. 1-3).

Ellos son los fariseos y los escribas, los intachables, que están corriendo un grave riesgo espiritual. Ellosson los que están en peligro por haber falseado completamente la relación con Dios; no han comprendido que Dios ama a todos gratuitamente y, ante Él, no hay méritos que valgan. En el capítulo precedente Jesús es presentado comiendo con uno de los principales fariseos (Lc 14,1). Ahora ha cambiado decididamente de compañía: se encuentra entre publicanos y pecadores; es más, parece que ha sido el mismo Jesús quien los ha invitado a su casa. He aquí un hecho totalmente escandaloso que provoca la indignación de los justos, quienes inmediatamente sacan la conclusión: con amigos semejantes, este hombre no puede venir de Dios.

Para justificar su comportamiento Jesús cuenta la parábola. Es, pues, en la segunda parte de la historia donde se encuentra el mensaje principal. Es en la segunda parte que entra en escena el hermano mayor que representa claramente a los fariseos, los que observan cabalmente los mandamientos y los preceptos de la Ley. Son éstos los que tienen que cambiar su forma de pensar si no quieren quedar excluidos del banquete del reino anunciado por los profetas (cf. Is 25,6-8).

Después de esta introducción comencemos con la parábola. Un día, el hijo menor de un rico terrateniente viene a su padre y le pide su parte de la herencia. El sabio Ben Sirá no recomienda este tipo de petición y, refiriéndose a los padres, les aconseja: “Mejor es que tus hijos te supliquen que estar tú dependiendo de ellos. Sé dueño de todos tus asuntos… Cuando se cumpla el número de tus breves días, el día de la muerte, repartirás tu herencia” (Eclo 33,22-24). Pero el padre de la parábola no opone ninguna resistencia. Divide en silencio su riqueza entre sus dos hijos de acuerdo con lo que establece la Ley.

El comportamiento de este padre indica el respeto que tiene Dios a las decisiones del hombre. Él exhorta, educa, informa, acompaña, pero siempre deja a sus hijos en libertad, incluso sabiendo que pueden cometer errores.

¿Por qué tiene tanta prisa el hijo menor de dejar la familia? La primera razón es que posiblemente ve en su padre una especie de tirano que impone su voluntad y no le permite hacer lo que quiere. Los años de la juventud son pocos, pasan como un soplo y se corre el peligro de perder las mejores oportunidades y el tiempo más precioso para disfrutar de la vida. Es el razonamiento de los insensatos: “Nuestra vida es el paso de una sombra, y nuestro fin, no puede ser retrasado; está aplicado el sello, no hay retorno. Por eso, a disfrutar de los bienes presentes, a gozar de las cosas con ansia juvenil; a llenarnos del mejor vino y de perfumes, que no se nos escape la flor primaveral. Coronémonos con capullos de rosas antes de que se marchiten; que no quede pradera sin probar nuestra orgía; dejemos en todas partes huellas de nuestra alegría, porque ésta es nuestra suerte y nuestra fortuna” (Sab 2,5-9).

Sin embargo, tal vez sea injusto echarle toda la culpa a este joven atolondrado. Pronto vamos a conocer a su hermano y qué tipo de persona es, cómo piensa, cómo razona, cuán orgulloso está de su perfección, de su integridad moral; lo intolerante que es con quien no comparte sus convicciones, deberes, el ritmo frenético de su trabajo… Está claro que vivir con semejante persona no es para nada fácil ni agradable.

La meta del joven es “un país lejano”. Rompe con su familia, su gente, las tradiciones religiosas de su tierra natal y va a establecerse entre paganos criadores de cerdos, animales impuros por excelencia (cf. Lev 11,7). Es la imagen de la separación de Dios, del rechazo a todos los principios morales, de la elección de una vida disoluta y desinhibida.

Lejos de la casa del Padre, sin embargo, no hay alegría ni paz. La búsqueda del placer, las drogas, los falsos amigos, las aberraciones sexuales terminan por producirle náuseas. Las aventuras no sacian; la persona tiene necesidad de un equilibrio interior; de lo contrario se siente un “muerto de hambre”. La escena del joven obligado a ponerse al servicio de un pagano y guardar sus cerdos representa muy eficazmente la condición desesperada, la degradación a la que llega quien se aleja de Dios. Los rabinos decían: “Maldito el hombre que cría cerdos”.

La experiencia de profunda decepción es providencial: se da cuenta de que ha tocado fondo. Los rabinos también decían: “Cuando los israelitas se ven obligados a comer algarroba, se convierten”. Pero este joven ¿se había convertido o no?

La respuesta a esta pregunta es de suma importancia para la comprensión de la parábola. Si leemos cuidadosamente los versos 17-19, observaremos que la angustia del hijo menor no se debe al dolor causado a su padre sino al hambre. Otra cosa hubiera sido si, dándose cuenta de haber tocado fondo, hubiera exclamado: “¡No he podido caer más bajo! ¡Soy un desgraciado! He arruinado mi vida, pero antes de morir quiero pedir perdón a mi padre, quiero abrazarlo…y desaparecer después sin aceptar ni siquiera un café, pues ni eso merezco”.

Si éstos hubieran sido sus sentimientos, entonces sí hubiera dado señales de arrepentimiento. Sin embargo, no encontramos en el joven ni la mínima mención al dolor causado a su padre. Su única preocupación es saciar el hambre. Incluso el pequeño discurso que ha preparado con la intención de recitarlo ante su padre no tiene otro fin que conmoverlo para que le dé de comer.

La conclusión que se impone solo puede ser ésta: no hay evidencia de que se trate de verdadero arrepentimiento. El joven regresa, de todos modos, con la intención de recitarle detalladamente a su padre el plan preparado en su largo soliloquio (v. 20). En este punto, entra de nuevo el padre a escena. No dice nada, pero su reacción ante el hijo que regresa viene descrita con cinco verbos que, por sí solos, son suficientes para considerar este versículo como uno de los más bellos de toda la Biblia.

  • Lo reconoció desde lejos. Fue el primero en verlo porque siempre lo ha estado esperando.
  • Se le conmovieron las entrañas. El verbo griego splagknizomai indica una emoción tan intensa y tan profunda que se siente hasta físicamente, en las ‘entrañas’. Es la sensación que experimenta una madre hacia el hijo que lleva dentro. No se puede imaginar emoción más íntima y más fuerte. En el Nuevo Testamento este verbo aparece solo en los evangelios (doce veces) y siempre hace referencia a Dios o a Jesús, como queriendo decir que solo Dios es capaz de sentir esta forma de amor.
  • Salió corriendo. Un gesto instintivo, pero difícil para un anciano e indigno también para una persona de su rango. Ciertamente la emoción le hizo perder la cabeza y solo escuchó a su corazón.
  • Se le echó al cuello. Literalmente se desplomó sobre su cuello, que es mucho más que abrazar. Encontramos esta expresión solo una vez más en el Nuevo Testamento para expresar los sentimientos de los ancianos de Éfeso cuando se despiden de Pablo, sabiendo que ya no lo volverían a ver más: “Lo abrazaban y lo besaban afectuosamente” (Hch 20,37).
  • No dejaba de besarlo. No es el tradicional beso de cortesía, de saludo al huésped, sino señal de bienvenida, expresión de alegría y perdón. El padre no permite que su hijo se arrodille.

Ante la reacción del padre, el hijo pródigo –cuyo arrepentimiento ya hemos expresado con reservas– toma la palabra y comienza a “recitar” su confesión. No logra terminarla. Cuando está a punto de añadir “trátame entonces como uno de tus jornaleros”, el padre lo interrumpe y comienza a dar órdenes (vv. 21-22). Sus disposiciones a los siervos tienen todas significados y referencias simbólicas.

  • Una vestidura larga para el hijo, la mejor, la que solo se usa para las fiestas, la que solamente se ofrece a los huéspedes más respetables, la misma que, según el vidente del Apocalipsis, visten los elegidos del cielo “que están de pie delante del trono y del Cordero” (Ap 7,9). Dios reintegra en su familia, con todos los honores, al que regresa.
  • Un anillo al dedo. No es anillo de matrimonio sino el que lleva el sello de la autoridad. Al joven se le devuelve la autoridad sobre los siervos y el poder sobre los bienes del padre. Toda la herencia del desdichado sigue intacta, como si nada hubiera sido dilapidado. Todavía puede disponer de toda ella que parece (y es) inagotable.
  • Sandalias para sus pies. Son la señal de un hombre libre. Los esclavos iban descalzos.

Dios no quiere esclavos en su casa sino personas libres (cf. Jn 15,15). Para ello –notemos el detalle– el padre interrumpe la confesión del hijo antes de que declare su voluntad de convertirse en un jornalero e inmediatamente ordena que se le dé el vestido largo, no el corto utilizado por los servidores los días de trabajo. Finalmente, las sandalias: no se presenta uno descalzo ante de Dios, como los sirvientes domésticos quienes, temblorosos, esperan siempre recibir órdenes o reprimendas. Dios no es un cacique; quiere ser amado, no temido o servido.

  • Una fiesta concluye el camino hacia la casa del Padre.

En el judaísmo se enseñaba que Dios concedía su perdón a los que se arrepentían sinceramente y expresaban su voluntad de convertirse a través de ayunos, penitencias, postraciones, vestir ropa andrajosa.

La primera parte de la parábola termina de forma escandalosa y los fariseos que están escuchando empiezan a entender. El Dios anunciado por Jesús es muy diferente del que ellos se imaginan: organiza un banquete para quienes no se lo merecen, introduce en sus fiestas a pecadores sin comprobar si están arrepentidos y sinceramente decididos a cambiar su vida y, para colmo, los abraza sin mediar palabra alguna.

Era éste el punto de fricción entre Jesús y los líderes espirituales de Israel. Si diera la bienvenida a pecadores arrepentidos no provocaría ninguna reacción. Incluso los escribas y fariseos perdonaban a los que reconocían su error y prometían enmendarse. Su irritación se debe al hecho de que Jesús es amigo de publicanos que siguen haciendo su trabajo, de que frecuenta las casas de los pecadores que no se han convertido. En el modo de comportarse de Jesús, Dios revela sus sentimientos: no solo ama a los justos y a los pecadores y arrepentidos, sino que ama a todos, siempre y sin condiciones.

Y esto es lo que el Señor nos pide a los creyentes: “amar incluso a aquellos que nos hacen daño”. No nos dice que amemos a nuestros enemigos que se arrepientan y se disculpen, sino que los tratemos bien incluso si siguen persiguiéndonos. Exige este comportamiento porque el Padre del cielo nos da el ejemplo: hace salir el Sol sobre justos e injustos (no sobre los malvados arrepentidos [cf. Mt 5,44-48]). Si Dios mismo erigiera muros de separación entre buenos y malos, si amara a unos y odiara a otros, ¿cómo podría exigirnos a nosotros amar sin condiciones?

Es inevitable que, ante este amor gratuito de Dios, surja una pregunta: si Dios ama también a los malvados ¿por qué esforzarse en portarse bien? Es para responder a esta pregunta que Jesús, en la segunda parte de la parábola (vv. 25-32), introduce al hijo mayor. Vamos a ver qué tipo de persona es y a quienes representa.

Regresa del campo, agotado, tal vez tenso y preocupado. Él es el que siempre tiene que resolver todos los problemas… y, de pronto, se encuentra con una sorpresa: un banquete, música, baile…y él no solo no ha sido invitado sino que ni siquiera le han informado. Llama a uno de los criados y le pregunta qué está sucediendo. En el texto original el verbo está en imperfecto (estaba siendo informado) lo cual indica una acción prolongada. Está tan conmocionado y sorprendido que, incluso después de las repetidas explicaciones del criado, sigue sin entender; está indignado y su ira está más que justificada: es la reacción lógica del hombre fiel e irreprensible ante una evidente injusticia.

Al padre que sale a suplicarle (de nuevo, el verbo en el imperfecto: continuaba suplicándole con insistencia) pidiéndole que entre al banquete, le responde con una lista de sus méritos: no he dejado de cumplir ninguna de tus órdenes, te he servido siempre fielmente…. Es el perfecto retrato del fariseo observante y escrupuloso que se atreve a decir al Señor en el templo: “no soy como el resto de los hombres, ladrones, injustos, adúlteros… Ayuno dos veces a la semana y pago diezmo de todo lo que poseo” (Lc 18,1-12).

Son palabras irritantes, es cierto, pero todas justas. ¿Quién de nosotros no las compartiría? Era así como razonaban los escribas y fariseos del tiempo de Jesús y así es como razonan muchos creyentes hoy en día. En teoría se admite que Dios tiene derecho a hacer lo que quiera (cf. Mt 20,15), se reconoce que de él se recibe todo de forma gratuita pero, en el fondo, se sigue pensando que Dios está en deuda con los buenos y que el cielo tiene que ser ganado a pulso y que solo debe entrar el que se lo merezca… y los demás: ¡a la calle!

Esperar con impaciencia que los malos sean castigados nace de una tendencia muy extendida y muy poco confesada: la de envidiar a los pecadores a quienes secretamente consideramos como tipos avispados, astutos, desinhibidos, sin escrúpulos, que se lo pasan bien, gozando a tope de todo; suscitan envidias, despiertan celos… y al mismo tiempo absurdos deseos de venganza por no poder ser como ellos. Pensar que un día Dios los perdone sin más es absurdo e injusto tanto para los antiguos como para los modernos fariseos. En realidad, no nos damos cuenta de que la vida del pecador es una gran tragedia. La búsqueda desenfrenada del placer lleva a la desesperación, no a la alegría. El hijo pródigo, asqueado por las aberraciones sexuales y el libertinaje, concluye: “Me muero de hambre”.

Este irreprensible hermano mayor no entiende que el padre no quiere siervos en su casa sino hijos. En la parábola, el hijo más joven utiliza cinco veces la palabra «padre» porque sabe que su padre es verdaderamente «padre». Es consciente de no tener ningún mérito, de haberlo recibido todo gratuitamente, de no merecer nada. En los labios del hijo mayor, sin embargo, nunca aparece la palabra padre. Da la impresión de que no sea hijo suyo sino un sirviente; el padre para él es solo el patrón.

Su fría relación con su padre se refleja en el desprecio hacia el hermano menor, a quien llama: “este hijo tuyo” (v. 30). Inmediatamente, sin embargo, el padre, con gran finura, lo corrige: “tu hermano…”. (v. 32). Dada la disposición interior de este hermano mayor, es fácil imaginar lo que hubiera sucedido si el hijo pródigo se hubiera encontrado, al regresar a casa, con el hermano mayor y no con el padre.

La parábola no concluye aquí. Queda por saber si el hijo mayor se unió a la fiesta o si el menor sentó por fin cabeza o si a los pocos días, volvió a las andadas como un imbécil.

La parábola narra nuestra propia historia: Todos llevamos dentro de nosotros a los “dos hijos”. De todas formas, no es difícil imaginar lo que ocurriría. El hijo mayor seguramente acabaría entrando a la fiesta. Alguien como él no puede quedarse afuera: está demasiado acostumbrado a obedecer. Es incapaz de oponerse a los deseos de su padre, a pesar de que en su corazón alberga la secreta esperanza de que pronto todo vuelva a ser como antes. Vive en tensión porque, por un lado, intuye que, a pesar de haber vivido muchos años junto a su padre, no lo conoce de verdad; y por otro, no logra aceptar la novedad, no puede renunciar a sus ideas, sus creencias, a complacerse en sus méritos… Continuará yendo a la iglesia, no se perderá ninguna misa, pero criticará siempre con dureza a aquellos predicadores que hablan del amor gratuito de Dios, de la Salvación de todos, del infierno vacío…

¿Y el hijo más joven? Un día estará dentro y otro día fuera de la fiesta, siempre mirado con desprecio y autosuficiencia por su hermano mayor, pero siempre recibido con ternura por su padre. Comenzó la fiesta, dice el texto (v. 24). Solo ha comenzado, porque cada vez que uno de los hijos sale afuera, la fiesta se detiene. Será definitiva solo cuando la puerta se cierre y todos los hijos y las hijas estén adentro.

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