II Domingo de Cuaresma. Año C
Del Rostro a los rostros
Año C – Cuaresma – 2º domingo
Lucas 9,28-36: “¡Qué bien estamos aquí!”
Nuestro camino cuaresmal prevé varias etapas, seis para ser exactos, tantas como los domingos de la Santa Cuaresma.
Cada año, la Cuaresma nos presenta en el primer domingo el pasaje de las Tentaciones y en el segundo el de la Transfiguración. Estos dos evangelios son fundamentales en el camino cuaresmal, casi como un recordatorio de que la vida cristiana no existe sin tentación, pero tampoco sin momentos de luz y transfiguración.
Este año leemos a San Lucas. La versión de la Transfiguración de Jesús en el Evangelio de Lucas (9,28-36) presenta algunas características peculiares en comparación con los relatos paralelos de Mateo (17,1-8) y Marcos (9,2-8). Tres son las principales peculiaridades del relato de Lucas:
- El contexto de la oración. Lucas subraya que la Transfiguración ocurre durante la oración: “Jesús tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago y subió al monte a orar. Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió” (Lc 9,28-29). Este es un tema característico de Lucas, quien frecuentemente presenta a Jesús en oración antes de eventos importantes.
- El tema del diálogo. Solo Lucas especifica el contenido de la conversación entre Jesús, Moisés y Elías: “Hablaban de su éxodo, que iba a cumplirse en Jerusalén” (Lc 9,31). El uso del término “éxodo” es muy significativo: evoca la liberación de Israel de Egipto y prefigura la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús como una nueva liberación.
- El sueño de los discípulos. Solo Lucas menciona que Pedro, Juan y Santiago se duermen: “Pedro y sus compañeros estaban rendidos de sueño, pero al despertar vieron su gloria” (Lc 9,32). Este episodio anticipa su sueño en el Huerto de los Olivos (Lc 22,45), creando un paralelo entre la Transfiguración y la Pasión.
Una experiencia de belleza y luz
Hemos escuchado en el evangelio el relato de lo sucedido en la montaña. Se trata de una experiencia exaltante de belleza y de luz; una epifanía trinitaria (Jesús, la Voz del Padre y la Nube y la Sombra, símbolos del Espíritu Santo); un encuentro entre lo humano y lo divino; un diálogo entre la Palabra (Cristo), la Torá (Moisés) y los Profetas (Elías); un temor sagrado al entrar en la nube luminosa; una escucha de la Voz que proclama: “Este es mi Hijo, el Elegido; escuchadle”. Aquí se nos ofrece un anticipo de la experiencia de la resurrección de Jesús y de nuestra bienaventuranza.
La fuente de esta luz y belleza es el rostro de Cristo. “El aspecto de su rostro cambió”, dice Lucas. “Su rostro resplandecía como el sol”, dice Mateo (17,2). Todos buscamos ese rostro, como dice el salmista: “Tu rostro, Señor, buscaré” (Salmo 26,8). Ese rostro nos revela nuestra identidad más profunda, nuestro verdadero rostro, oculto detrás de tantas máscaras y disfraces. Del encuentro con Cristo salimos transfigurados, con un rostro radiante, como Moisés cuando salía de la presencia de Dios (Éxodo 34,35).
Solo quien ha contemplado la belleza de ese Rostro puede también reconocerlo en el “Ecce Homo” y en todos los rostros marcados por el sufrimiento y la injusticia.
Espejo de la gloria del Señor
La Transfiguración no es solo el misterio de la metamorfosis de Jesús, sino también de nuestra propia transformación y de toda la realidad que nos rodea. Todo lo que es iluminado por su luz responde revelando su belleza interior y su profunda armonía. La vida cristiana en sí misma es una experiencia de transfiguración continua hasta la transfiguración final de la resurrección, como nos anuncia Pablo en la segunda lectura de hoy: “El Señor Jesucristo… transformará nuestro humilde cuerpo para conformarlo a su cuerpo glorioso” (Filipenses 3,20).
El verbo griego utilizado aquí para ‘transfiguración’ o ‘metamorfosis’, metamorphein, es muy raro en el Nuevo Testamento. Solo aparece aquí, en el relato evangélico de la Transfiguración (Mateo 17,2; Marcos 9,2), y dos veces en los escritos de Pablo (Romanos 12,1-2; 2 Corintios 3,18), siempre en forma pasiva.
Especialmente interesante es la afirmación del apóstol Pablo en 2 Corintios 3,18: “Y todos nosotros, con el rostro descubierto, reflejamos como en un espejo la gloria del Señor y nos vamos transformando en su misma imagen, de gloria en gloria, según la acción del Espíritu del Señor”. Es un texto bellísimo, digno de ser guardado en la memoria del corazón. Aquí es el rostro del cristiano el que es iluminado por la luz del rostro de Cristo y refleja su gloria como un espejo. Esta luz no es un acontecimiento transitorio, sino que opera en nosotros una metamorfosis. Nos convertimos en lo que contemplamos. Si alimentamos nuestra mirada, nuestra imaginación y nuestra alma con imágenes de una belleza superficial y efímera, nos descubriremos desnudos e incluso desfigurados. Si alimentamos el corazón con la verdadera belleza, la reflejaremos en nosotros mismos.
El misterio del Rostro y de los rostros
La montaña de la Transfiguración tiene dos vertientes: la de la subida a la montaña, para contemplar al Señor (experiencias luminosas de oración), y la del descenso al valle, a nuestra vida cotidiana con su monotonía y sus fealdades. Son los dos rostros de la vida, que estamos llamados a reconciliar. El rostro de Cristo, “El más hermoso de los hijos de los hombres” (Salmo 45,3), es el de la Transfiguración y el del Resucitado, pero también el del Siervo de Yahvé que “no tenía apariencia ni belleza para atraer nuestras miradas, ni esplendor para que nos agradara” (Isaías 53,2).
Es fácil decir con Pedro: “¡Señor, qué bien estamos aquí!”. Más difícil es llegar a decir, como el escritor católico británico G.K. Chesterton, al lado de un amigo moribundo, contemplando su rostro pálido por la muerte: “¡Fue hermoso para mí estar allí!”.
Recuerdo un episodio contado por mi compañero, el P. Alex Zanotelli, ocurrido en el barrio marginal de Korogocho, en Nairobi. Cuando preguntó a una joven que estaba muriendo de sida quién era Dios para ella, tras un momento de silencio, le respondió: “¡Dios soy yo!”.
Esta es la meta y la misión del cristiano: reconocer y dar testimonio de la Belleza de Dios en las realidades, incluso en las más dramáticas, de la vida.
Para la reflexión personal de la semana: reflexionar sobre cómo cultivar momentos de exposición a la luz del rostro de Cristo.
P. Manuel João Pereira Correia, mccj
Se transfiguró
P. Enrique Sánchez González, mccj
”En aquel tiempo, Jesús se hizo acompañar de Pedro, Santiago y Juan, y subió a un monte para hacer oración. Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se hicieron blancas y relampagueantes. De pronto aparecieron conversando con él dos personajes, rodeados de esplendor: eran Moisés y Elías. Y hablaban de la muerte que le esperaba en Jerusalén.
Pedro y sus compañeros estaban rendidos de sueño; pero, despertándose, vieron la gloria de Jesús y de los que estaban con él. Cuando éstos se retiraban , Pedro le dijo a Jesús: “Maestro, sería bueno que nos quedáramos aquí y que hiciéramos tres chozas: una para ti, una para Moisés y otra para Elías”, sin saber lo que decía.
No había terminado de hablar, cuando se formó una nube que los cubrió; y ellos al verse envueltos por la nube se llenaron de miedo. De la nube salió una voz que decía: “Este es mi Hijo, mi escogido; escúchenlo”. Cuando cesó la voz, se quedó Jesús solo. Los discípulos guardaron silencio y por entonces no dijeron a nadie nada de lo que habían visto”. ( Lucas 9, 28-36)
Hace sólo una semana el Evangelio nos presentaba a Jesús en el desierto haciendo la experiencia de las tentaciones. Esas tentaciones nos permitían ver que Jesús había asumido completamente nuestra condición humana. Jesús se hizo hombre y vivió su condición humana en todo, hasta en la fragilidad y en la pobreza que todos experimentamos cuando nos confrontamos con nuestras necesidades básicas como son el comer, el ser reconocidos y apreciados, el querer ocupar un lugar en nuestra sociedad y el tener que reconocer a Dios como la presencia que nos hace vivir.
Jesús, venciendo las tentaciones, nos introduce en el camino cuaresmal ayudándonos a entender que lo muy humano que llevamos con nosotros es punto de partida para entender que la plenitud de nuestra existencia la lograremos sólo cuando entendamos que es la presencia de Dios en nosotros lo que nos da una identidad.
No vivimos de lo que llena el vientre y nuestra seguridad no está en lo que podamos acumular o atesorar en este mundo; lo que nos da seguridad o autoridad no son la apariencia o el poder , sino la capacidad de amar y de servir.
Somos verdaderamente humanos cuando, con humildad y sencillez, aceptamos que vivimos de la Palabra, de la presencia de Dios en nuestros corazones. Y Jesús se pone delante de nosotros en este tiempo para indicarnos el camino a seguir.
El camino hacia la Pascua es para todos, para quienes nos vamos identificando con la persona de Jesús y poco a poco nos esforzamos por hacer nuestro su estilo de vida, su experiencia humana y divina. Avanzando en el camino cuaresmal nos iremos introduciendo en el misterio de la pasión, de la muerte y de la resurrección del Señor para reconocer en él el don de Dios que se entrega por amor.
El Evangelio de este segundo domingo de cuaresma nos presenta a Jesús en todo el esplendor de su divinidad. La presencia de Moisés y de Elías nos recuerdan que Dios se había manifestado en el tiempo a través de la Ley que le había sido sido confiada a Moisés y por todo el ministerio de los profetas a quienes representa Elías que había sido llevado al cielo reconociéndole su labor profética.
Pero ahora aparece ante la mirada de los apóstoles Jesús a quien están llamados a reconocer como aquel en quien la Ley y todo lo que habían anunciado los profetas llega a su cumplimiento. Jesús es reconocido y presentado por su Padre, como su Hijo escogido, el predilecto, dirá en otro pasaje del evangelio.
Es en Jesús en quien se realiza el plan de Dios y el que llevará a cabo todo lo que el Padre soñó como proyecto de amor por la humanidad. A Jesús es a quien se tiene que escuchar y seguir ahora como al único que nos revela que Dios ha querido entregarse a nosotros por el grande amor que nos tiene.
El Jesús totalmente hombre, el de las tentaciones, y el Jesús plenamente Dios es quien se pone en camino hacia Jerusalén para entregarse, para dejarse maltratar y humillar, para hacer de su vida una ofrenda sobre la cruz. Es él el que resucitará al tercer día después de su muerte para enseñar que todo le fue sometido y entregado por su Padre, para poder manifestar cuánto amor ha tenido Dios por toda la humanidad.
Eso que llamamos el misterio de la redención, los discípulos que habían acompañado a Jesús hasta aquel monte no acababan por entenderlo. ¿Cómo era posible que Dios se entregara de esa manera? ¿Por qué Jesús tendría que pasar por el camino de la cruz? ¿Cómo un Dios tan grande y ten bondadoso podía terminar clavado en una cruz, en la más humillante de las muertes a la que podía ser condenado un ser humano?
Los discípulos que no lograban entender nada de ese misterio iban a necesitar hacer un largo camino que exigiría silencio y contemplación. Exigiría seguimiento y cambio de mentalidad. Obligaría a la fidelidad y a la perseverancia, al abandono y a la confianza total. Y todo ese no se lograría con explicaciones claras y con catequesis profundas. Se necesitaría hacer el mismo camino y pasar por las mismas circunstancias del maestro. Se les exigiría aprender a perder la vida, a renunciar a ellos mismos para ofrecer la propia vida a los demás, en un gesto gratuito de generosidad, pero, sobre todo, de amor.
En el monte de la transfiguración los discípulos entendieron que estaban siendo testigos del amor más grande que ha existido y que existirá en la historia de la humanidad. Dios mismo, en la persona de Jesús se ponía en camino para demostrarnos cuánto amor nos ha tenido. Nos amó tanto que se entregó por nosotros en la sangre que derramó Jesús sobre la cruz. Ahí es en donde se entiende que Dios es amor.
La transfiguración es el segundo momento en el cual el Padre da testimonio de Jesús reconociéndolo como su hijo muy amado que entrega por nosotros. La primera vez fue cuando Jesús se pone en la línea de los pecadores para identificarse con la humanidad frágil y pecadora que necesita del amor redentor que Jesús nos trae. En estos dos momentos el Padre invita a todos los que serán discípulos de Jesús a escucharlo y a seguirlo. Y sabemos que no ha habido otro camino que nos lleve al corazón mismo de Dios.
Al final del evangelio habrá alguien más que tomara la voz de toda la humanidad para reconocer, en una expresión de fe profunda, que efectivamente Jesús es el Hijo de Dios. Aquel centurión que viendo morir a Jesús con el corazón abierto, fue él quien tomó la palabra para decir algo que nos toca actualizar y pronunciar con nuestras humildes palabras.
El silencio que se apoderó de Pedro, Santiago y de Juan, es la experiencia que estamos invitados a vivir también hoy en el camino que nos toca recorrer con el anhelo de vivir la experiencia de la conversión personal y comunitaria. También hoy, cada uno de nosotros estamos invitados a reconocer cómo Jesús se transfigura ante nosotros para que nos demos cuenta que este es el tiempo adecuado para ponernos en camino. Es el mejor tiempo para liberarnos de todo aquello que nos tiene atorados en nuestras dudas y en nuestros miedos. Es tiempo para reconocer a Jesús como Dios que nos tiende la mano y nos invita a confiar en él.
De lo profundo de nuestras nubes el Señor nos llama a escuchar a su Hijo, a dejar que su Palabra se vaya convirtiendo en cimiento de todo lo que vamos construyendo como proyectos de vida. Escúchenlo, nos dice el Padre, porque sólo él es quien puede abrir caminos de auténtica felicidad, sólo él es quien nos puede hacer libres, sólo él es quien nos puede sacar de nuestras tinieblas y de todo aquello que nos tiene paralizados por tantos miedos que no nos dejan vivir en auténtica fraternidad.
Escúchenlo, para que haciendo caso a sus palabras no se pierdan en los laberintos y en las trampas de este mundo que trata de llevarnos por caminos que no son los de Dios.
Pidamos al Señor la gracia de la docilidad y de la disponibilidad para ponernos en camino con el corazón lleno de la certeza de que Jesús nos llevará siempre por un camino seguro y que nunca nos defraudará. Que el ejemplo del silencio de los apóstoles nos ayude a crear en nosotros un clima de recogimiento y de oración para que acojamos con gratitud la Palabra que el Señor irá sembrando en nuestros corazones durante nuestro peregrinar cuaresmal.
El rostro del Transfigurado no quiere rostros desfigurados
Romeo Ballan, mccj
¡Contemplar el rostro! La antífona de entrada nos brinda una clave de lectura del Evangelio de la Transfiguración y de otros textos bíblicos y litúrgicos de este domingo: “Busquen mi rostro. Tu rostro buscaré, Señor; no me escondas tu rostro”. Una respuesta a tan insistente súplica llega desde un monte, donde Jesús se transfiguró ante tres discípulos escogidos: “el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos” (v. 29). La Transfiguración que los tres evangelistas sinópticos nos narran es un pasaje misterioso, difícil de interpretar, porque presenta una experiencia en el límite entre lo humano y lo divino; usa un lenguaje simbólico, frecuente en la Biblia, toda vez que se habla de manifestaciones de Dios: monte, nube, luz, voz… Para los tres discípulos fue una experiencia fuerte, entusiasmante: Es bueno estarnos aquí, exclama Pedro.
Los evangelistas insisten sobre el resplandor luminoso que manifiesta al exterior la identidad de Jesús; en efecto, la luz es signo del mundo de Dios, del gozo, de la fiesta. Aquí la luz no viene de afuera, sino que mana desde dentro de la persona de Jesús. Con razón, Lucas subraya que Jesús “subió a lo alto de la montaña, paraorar, y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió” (v. 28-29). De la relación con su Padre, Jesús sale dinámicamente transformado: la plena identificación con el Padre resplandece en su rostro. La oración transforma, te cambia la vida, te ayuda a mirar la realidad de manera diferente, con los ojos de la fe. En esa experiencia sobre el monte los discípulos intuyen que el rostro de Jesús revela el rostro de Dios, que ese hombre Jesús es realmente el Mesías. Lo entenderán plenamente cuando Él resucite (cfr. Mt 17,9), y también los discípulos serán radicalmente transformados: entonces lo comprenderán y lo anunciarán a toda criatura (cfr. Mc 16,15).
El camino de transformación interior es el mismo para Jesús que para el discípulo y el apóstol: la oración, vivida como escucha-diálogo de fe y de humilde abandono en Dios, tiene la capacidad de transformar la vida del cristiano y del misionero. En efecto, la oración es la experiencia fundante de la misión. Esta fue también la experiencia de Pedro, muy convencido de no haber seguido “fábulas ingeniosas”, habiendo sido “testigo ocular… estando con Él en el monte santo” (2P 1,16.18). Entre la confusión y el susto (v. 33.34), Pedro hubiera querido evitar ese misterioso éxodo -esa extraña salida que se iba a consumar en Jerusalén- del que hablaban Moisés y Elías con Jesús (v. 31); hubiera querido detener en el tiempo esa hermosa visión del Reino (v. 33) como una perenne fiesta de las Tiendas (Zac 14,16-18). “¡Escúchenlo!” dijo la voz desde la nube (v. 36). Escuchar, contemplar, en silencio… Es esta la primera actitud necesaria en presencia de lo sagrado: de Dios, de la Eucaristía, de los santos…
Pedro ha tenido que salir de sus esquemas mentales -meramente humanos- para entrar en la manera de pensar de Dios (Mt 16,23). Lo mismo ocurrió con Abrahán (I lectura), del cual el segundo domingo de Cuaresma nos suele presentar unos aspectos de la vida (la llamada, el hijo Isaac, la alianza). A Él
-anciano, sin tierra y sin hijos- Dios promete una tierra y una descendencia, pero le pide a cambio la absoluta adhesión del corazón, la fidelidad a la alianza (v. 18). Abrahán aprende que el hecho de creer no es una acción periférica, marginal, sino el desplazamiento del eje de gravedad de la vida sobre Dios. Por la fe, como explica S. Pablo (II lectura), tenemos la fuerza de permanecer firmes en el Señor (v. 4,1) aun en medio de las pruebas, no “como enemigos de la cruz de Cristo” (v. 18), sino como amigos que lo esperan como Salvador (v. 20).
El rostro transfigurado y fascinante de Jesús es un preludio de su realidad post-pascual y definitiva; la misma que se nos ha prometido a nosotros. En esta vocación a la vida y a la gloria se funda la dignidad de cada persona humana, que por ningún motivo ha de sufrir desfiguraciones. Lamentablemente, también hoy, en todos los países, el rostro de Jesús es a menudo desfigurado en muchos rostros humanos, como afirman los Obispos latinoamericanos en el documento de Puebla (México, 1979): rostros de niños enfermos, abandonados, explotados; rostros de jóvenes desorientados y frustrados; rostros de indígenas y de afroamericanos marginados; rostros de campesinos relegados y explotados; rostros de obreros mal retribuidos, desempleados, despedidos; rostros de ancianos marginados de la sociedad familiar y civil (n. 31-43). La lista podría ampliarse con las situaciones que cada cual conoce en su ambiente. Se trata de llamadas apremiantes a la conciencia de los responsables de las naciones y a los misioneros del Evangelio. Misión es devolver y garantizar la dignidad y la sonrisa a los rostros afeados y desfigurados.
ESCUCHAR A JESÚS
José A. Pagola
Los cristianos de todos los tiempos se han sentido atraídos por la escena llamada tradicionalmente “La transfiguración del Señor”. Sin embargo, a los que pertenecemos a la cultura moderna no se nos hace fácil penetrar en el significado de un relato redactado con imágenes y recursos literarios, propios de una “teofanía” o revelación de Dios.
Sin embargo, el evangelista Lucas ha introducido detalles que nos permiten descubrir con más realismo el mensaje de un episodio que a muchos les resulta hoy extraño e inverosímil. Desde el comienzo nos indica que Jesús sube con sus discípulos más cercanos a lo alto de una montaña sencillamente “para orar”, no para contemplar una transfiguración.
Todo sucede durante la oración de Jesús: “mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió”. Jesús, recogido profundamente, acoge la presencia de su Padre, y su rostro cambia. Los discípulos perciben algo de su identidad más profunda y escondida. Algo que no pueden captar en la vida ordinaria de cada día.
En la vida de los seguidores de Jesús no faltan momentos de claridad y certeza, de alegría y de luz. Ignoramos lo que sucedió en lo alto de aquella montaña, pero sabemos que en la oración y el silencio es posible vislumbrar, desde la fe, algo de la identidad oculta de Jesús. Esta oración es fuente de un conocimiento que no es posible obtener de los libros.
Lucas dice que los discípulos apenas se enteran de nada, pues “se caían de sueño” y solo “al espabilarse”, captaron algo. Pedro solo sabe que allí se está muy bien y que esa experiencia no debería terminar nunca. Lucas dice que “no sabía lo que decía”.
Por eso, la escena culmina con una voz y un mandato solemne. Los discípulos se ven envueltos en una nube. Se asustan pues todo aquello los sobrepasa. Sin embargo, de aquella nube sale una voz: “Este es mi Hijo, el escogido. Escuchadle”. La escucha ha de ser la primera actitud de los discípulos.
Los cristianos de hoy necesitamos urgentemente “interiorizar” nuestra religión si queremos reavivar nuestra fe. No basta oír el Evangelio de manera distraída, rutinaria y gastada, sin deseo alguno de escuchar. No basta tampoco una escucha inteligente preocupada solo de entender.
Necesitamos escuchar a Jesús vivo en lo más íntimo de nuestro ser. Todos, predicadores y pueblo fiel, teólogos y lectores, necesitamos escuchar su Buena Noticia de Dios, no desde fuera sino desde dentro. Dejar que sus palabras desciendan de nuestras cabezas hasta el corazón. Nuestra fe sería más fuerte, más gozosa, más contagiosa.
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Comentario sobre el evangelio de la Transfiguración
Mauricio Zundel
La Cruz revela un camino
El comentario más hermoso del Evangelio de la Transfiguración es la frase de una niñita el día de su primera comunión: “¡Él me eclipsa!”¡ Qué profunda experiencia en esa frase! Representa una confidencia tan auténtica y admirable. “A mí ¡Él me eclipsa!”¡ Qué mayor beneficio que ése! ¡Qué gracia más grande, qué realización más profunda para llevar al universo su luz y su alegría!
La Cruz es símbolo de la gracia. Es la señal del cristiano, pero es el aspecto de la Nueva Alianza. La Cruz manifiesta un don infinito de amor que revela la grandeza de Dios y la nuestra. Justamente, lo que la Transfiguración nos muestra es que la Cruz no es el fin sino el camino. Ella revela la libertad infinita de nuestra vida. Es la plenitud, el infinito dentro de nosotros, en cada uno, como un evangelio que debemos llevar y realizar en todo el universo.
El mundo tiene necesidad de un espacio infinito
La ciencia concibió un cerebro electrónico más poderoso que el nuestro. Nos introduce en un universo de robots, en que el hombre se vuelve inútil, en que se puede imaginar una ciencia organizada por autómatas. Y tal mundo es ´legítimo en sí, en la medida en que ofrece a la libertad instrumentos perfectos, pero sin libertad, sin amor, todo eso es caricatura de la vida, todo eso hace imposible el despliegue de energías que hay en nosotros, todo eso no corresponde a los sueños que llevamos en el corazón.
Ese mundo necesita ahora un espacio infinito e ilimitado que sólo nosotros podemos crear. Porque existe un mundo verdadero que aún no existe, pero que será en la medida en que lo querremos. Toda nuestra capacidad de sufrir, todos los desgarres que pueden hacer de nuestra vida un valle de lágrimas, no son sino la revelación en negativo de nuestra capacidad de alegría, de grandeza y de transfiguración. Si el hombre puede sufrir, es que está llamado a una grandeza infinita. Si nos pueden desgarrar, es que tenemos una vocación de bien infinito.
El mundo debe llegar a ser realmente transfigurado
Y ¿Cómo realizar esta vocación de vida? ¿Cómo ser capaz de poseer una libertad cada vez más amplia y más universal? ¿Cuál es el secreto de nuestra grandeza? ¿Cómo será el mundo verdaderamente un mundo transfigurado, ese sol, esa luz, sino por ese Amor del que la niñita decía: “Él me eclipsa” ? la luz solo puede nacer de la distancia de nosotros a nosotros mismos, de la liberación del universo, en el movimiento oblativo de una desapropiación radical. A eso nos invita Cristo, a la alegría, a la apertura del alma, pero justamente por el vacío que se debe realizar en nosotros a fin de dar el espacio en que la grandeza pueda manifestarse y comuni¬carse. ¡Qué de sufrimientos hay en el mundo! ¡Cuánta desesperanza! Pero todo eso puede ser iluminado, todo eso puede convertirse en capacidad creadora en la medida en que el amor de Dios nos anima, en la medida en que lo dejemos comunicar en el silencio del alma, a través de nosotros.
La Cruz es el camino abierto para el advenimiento de un universo transfigurado
¡Ah, cuánta necesidad tiene Dios de nosotros! ¡Y cómo suspira por él la humanidad! Toda nuestra potencia técnica necesita ser equilibrada por el don de un amor sin retorno, y de ese amor solo podemos tomar conciencia y solo podemos ver a Dios en el universo que puede nacer de cada latido de nuestro corazón.
La Cruz no es el fin. El fin es la alegría. El sufrimiento solo puede ser instrumento de nuestra grandeza y, finalmente, nuestra grandeza está en ser espacio de luz y amor, en hacer de nuestra existencia una realidad oblativa y hacer de todo nuestro ser una relación de amor con el Dios que es el eterno Amor. La Cruz no es dolorismo. Es el camino abierto para una libertad creadora y en fin para el advenimiento de un universo transfigurado. “¡Amigo mío, sube más arriba!”
“Él me eclipsa.” Entremos en ese misterio por una desapropiación cada vez más profunda de nosotros mismos. Él es el sol que hace cantar los vitrales. De eso se trata, ¡de que seamos el vitral donde pueda brillar el sol divino! Pidamos a Cristo pidámosle al Señor que nos sane de nosotros mismos y que haga de nosotros un vitral donde transparente el sol divino escondido en nuestros corazones y confiado a la generosidad de nuestro amor.
Homilía en el Cairo, en 1966. Inédita.
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LA ANTICIPACIÓN DEL TRIUNFO DE JESÚS Y DE NUESTRO TRIUNFO
José Luis Sicre
El domingo 1º de Cuaresma se dedica siempre a las tentaciones de Jesús, y el 2º a la transfiguración. El motivo es fácil de entender: la Cuaresma es etapa de preparación a la Pascua; no sólo a la Semana Santa, entendida como recuerdo de la muerte de Jesús, sino también a su resurrección. Este episodio, que anticipa su triunfo final nos ayuda a enfocar adecuadamente estas semanas.
El contexto: la promesa
Jesús ha anunciado que debe padecer mucho, ser rechazado, morir y resucitar. Y ha avisado que quienes quieran seguirle deberán negarse a sí mismos y cargar con la cruz. Pero tendrán su recompensa cuando él vuelva triunfante. Y añade: «Os aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán antes de ver el reinado de Dios». ¿Se cumplirá esa extraña promesa?
El cumplimiento: la transfiguración
Seis después tiene lugar este extraño episodio. El relato de Lucas, el que leemos este domingo, podemos dividirlo en dos partes: la subida a la montaña y la visión. Desde un punto de vista literario es una teofanía, una manifestación de Dios, y los evangelistas utilizan los mismos elementos que empleaban los autores del Antiguo Testamento para describirlas. Por eso, antes de analizar cada una de las partes, conviene recordar algunos datos de la famosa teofanía del Sinaí, cuando Dios se revela a Moisés.
La teofanía del Sinaí
Dios no se manifiesta en un espacio cualquiera, sino en un sitio especial, la montaña, a la que no tiene acceso todo el pueblo, sino sólo Moisés, al que a veces acompaña su hermano Aarón (Ex 19,24), o Aarón, Nadab y Abihú junto con los setenta dirigentes de Israel (Ex 24,1). La presencia de Dios se expresa mediante la imagen de una densa nube, desde la que habla (Ex 19,9). Es también frecuente que se mencione en este contexto el fuego, el humo y el temblor de la montaña, como símbolo de la gloria y el poder de Dios que se acerca a la tierra. Estos elementos demuestran que los evangelistas no pretenden ofrecer un informe objetivo, “histórico”, de lo ocurrido, sino crear un clima semejante al de las teofanías del Antiguo Testamento.
La subida a la montaña
Jesús sólo elige a tres discípulos, Pedro, Santiago y Juan. Este dato no debemos interpretarlo solo como un privilegio; la idea principal es que va a ocurrir algo tan grande que no puede ser presenciado por todos.
Lucas introduce aquí un cambio pequeño, pero importante. Marcos y Mateo dicen que subieron “a una montaña alta y apartada”; Lucas, que “subieron a la montaña para rezar”. La altura y aislamiento del monte no le interesa, lo importante es que Jesús reza en todas las ocasiones trascendentales de su vida.
La visión
En ella hay cuatro elementos que la hacen avanzar hasta su plenitud. El primero es la transformación del rostro y las vestiduras de Jesús. El segundo, la aparición de Moisés y Elías. El tercero, la aparición de una nube luminosa que cubre a los presentes. El cuarto, la voz que se escucha desde el cielo.
1. La transformación de Jesús la expresaba Marcos con estas palabras: «En su presencia se transfiguró y sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no es capaz de blanquearlos ningún batanero del mundo» (Mc 9,3). La fuerza recae en la blancura del vestido de Jesús. Lucas, sin embargo, destaca que el cambio se produce mientras Jesús oraba, y se centra en el cambio de su rostro, no en el de sus vestidos: “Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos.” Lucas nos invita a contemplar una escena a cámara lenta, centrada en el primer plano del rostro de Jesús. Es un anticipo de las apariciones de Cristo resucitado, cuando su rostro es difícil de identificar para María Magdalena, los dos de Emaús y los discípulos en el lago.
2. La aparición de Moisés y Elías. Moisés es el gran mediador entre Dios y su pueblo, el profeta con el que Dios hablaba cara a cara. Según la tradición bíblica, sin Moisés no habrían existido el pueblo de Israel ni su religión. Elías es el profeta que salva a esa religión en su mayor momento de crisis, hacia el siglo IX a.C., cuando está a punto de sucumbir por el influjo de la religión cananea. Sin Elías habría caído por tierra toda la obra de Moisés. Por eso los judíos concedían especial importancia a estos dos personajes. El hecho de que se aparezcan ahora a los discípulos (no a Jesús) es una manera de garantizarles la importancia del personaje al que están siguiendo. No es un hereje ni un loco, no está destruyendo la labor religiosa de siglos, se encuentra en la línea de los antiguos profetas, llevando su obra a plenitud.
En este contexto, las palabras de Pedro proponiendo hacer tres chozas suenan a simple despropósito. Pero son consecuencia de lo que ha dicho antes: «qué bien se está aquí». Es preferible quedarse en lo alto del monte a cargar con la cruz y seguir a Jesús hasta la muerte.
3. Como en el Sinaí, el monte queda cubierto por una nube.
4. Las palabras de Dios reproducen exactamente las que se escucharon en el momento del bautismo, cuando Dios presentaba a Jesús como su siervo. Pero aquí se añade un imperativo: “¡Escuchadle!” La orden se relaciona directamente con las anteriores palabras de Jesús, sobre su propio destino y sobre el seguimiento y la cruz de sus discípulos.
Resumen
Este episodio no está contado en beneficio de Jesús, sino como experiencia positiva para los apóstoles. Después de haber escuchado a Jesús hablar de su pasión y muerte, de las duras condiciones que impone a sus seguidores, tienen tres experiencias complementarias: 1) ven a Jesús transfigurado de forma gloriosa; 2) se les aparecen Moisés y Elías; 3) escuchan la voz del cielo.
Esto supone una enseñanza creciente: 1) al ver transformados su rostro y sus vestidos tienen la experiencia de que su destino final no es el fracaso, sino la gloria; 2) la aparición de Moisés y Elías confirma que Jesús es el culmen de la historia religiosa de Israel y de la revelación de Dios; 3) la voz del cielo les enseña que seguir a Jesús no es una locura, sino lo más conforme al plan de Dios.
La anticipación de nuestro triunfo (Filipenses 3,17-4,1)
A la comunidad de Filipos, igual que a otras fundadas por Pablo, llegaron misioneros cristianos, pero de tendencia radical, judaizante; convencidos de salvarse por observar una serie de normas alimentarias (“su Dios es el vientre”) y por la circuncisión (“se glorían de sus vergüenzas”). En consecuencia, aunque no lo reconozcan, para salvarse no es preciso que Jesús muera por nosotros, y “se comportan como enemigos de la cruz de Cristo”.
Frente a esta postura, los filipenses, seguidores de Pablo, no aspiran a cosas terrenas sino que aguardan a un salvador, Jesús, que transformará nuestro cuerpo humilde a semejanza del suyo glorioso. Esta promesa de la transformación de nuestro cuerpo es la que ha movido a elegir esta lectura, en paralelo con la del evangelio: la transfiguración de Jesús no solo anticipa su gloria sino también la nuestra.
La teofanía a Abrahán (Gn 15, 5-12. 17-18)
Abrahán, presentado como un pastor seminómada, recibe las dos mayores promesas que puede desear: una descendencia numerosa y una tierra donde asentarse. El texto podemos dividirlo en tres partes: la primera promete una descendencia numerosa como las estrellas; la segunda, la tierra (sin concretar de qué tierra se trata, se supone que la de Canaán); la tercera une los dos temas: la descendencia de Abrahán heredará la tierra (en este caso se le atribuye una extensión fabulosa).
No consigo entender por qué se ha elegido esta lectura. Probablemente porque la sección central hace referencia a una teofanía, y se la ha visto en paralelo con la transfiguración de Jesús. Pero cualquier parecido entre ambos relatos es pura coincidencia.
LAS MISTERIOSAS RAZONES DEL CORAZÓN
Fernando Armellni
Introducción
“Perder la cabeza por alguien” significa, en lenguaje popular, enamorarse. El impulso de amar no niega lo racional, lo sobrepasa, abre horizontes, remonta el vuelo hacia un mundo de insospechadas emociones.
La fe es una elección ponderada. Jesús lo advierte a aquellos que quieren convertirse en discípulos suyos: “Si uno de ustedes pretende construir una torre, ¿no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? (Lc 14,28). Pero es también un fiarse completa e incondicionalmente de Dios, un impulso de entrega hacia Él que requiere, por consiguiente, despojarse de este mundo y de su lógica. Es un perder la cabeza.
Francisco de Asís, presentándose desarmado al Sultán de Egipto durante la Cruzada, fue objeto de burla y tomado por loco por los cruzados. No estaba loco; simplemente seguía una lógica distinta; estaba enamorado de Cristo y creía verdaderamente en el Evangelio.
En lenguaje del Antiguo Testamento, para referir a este “perder la cabeza” se emplea la imagen del duermevela o del sueño. Durante “el sueño” de Adán es creada la mujer (cf. Gén 2,21); cuando “la modorra” se apodera de Abrahán, el Señor establece un pacto con él (primera lectura de hoy); en el monte de la Transfiguración, los tres discípulos contemplan la gloria del Señor cuando “son vencidos por el sueño” (evangelio de hoy). Parece como si el debilitarse u ofuscarse de las facultades del hombre es premisa necesaria para las revelaciones e intervenciones de Dios.
Es verdad: Solo quien pierde la cabeza por Cristo puede creer que, muriendo por amor, se llega a la Vida.
Evangelio: Lucas 9,28b-36
Este pasaje ha sido interpretado por algunos como una breve anticipación de la experiencia del paraíso, concedida por Jesús a un número restringido de amigos para prepararlos a soportar la dura prueba de su Pasión y muerte. Hay que estar siempre muy atentos cuando nos acercamos a un texto evangélico porque lo que a primera vista parece una crónica del acontecimiento puede revelarse, después de un examen más detenido, como un texto denso de teología redactado según los cánones del lenguaje bíblico. El relato de la Transfiguración, referido de manera casi idéntica por Mateo, Marcos y Lucas, es un ejemplo esclarecedor.
Hoy nos detendremos sobre algunos detalles significativos que solamente se encuentran en la versión de Lucas. Solo este evangelista especifica la razón por la que Jesús sube a la montaña: para orar (v. 28). Jesús solía dedicar mucho tiempo a la oración. No sabía desde el principio cómo se desarrollaría su vida, no conocía el destino que le esperaba; lo fue descubriendo gradualmente a través de las iluminaciones que recibía durante la oración.
Es en uno de esos momentos particularmente intensos que Jesús se da cuenta de que ha sido llamado a salvar a los hombres no a través del triunfo sino de la derrota. Hacia la mitad de su evangelio, Lucas comienza a revelar las primeras señales de fracaso: las multitudes, primero entusiastas, abandonan a Jesús; hay quienes lo toman por un exaltado, como un subversivo; sus enemigos comienzan a tramar su muerte. Es comprensible, pues, que él se interrogue sobre el camino que el Padre quiere que recorra. Por esto “subió a una montaña para orar”.
Durante la oración su rostro “cambió de aspecto” (v. 29). Este esplendor es signo de la gloria que envuelve a quien está unido a Dios. También el rostro de Moisés resplandecía cuando entraba en diálogo con el Señor (cf. Éx 34,29-35).
Todo auténtico encuentro con Dios deja alguna huella visible en el rostro humano. Después de una celebración de la Palabra vivida intensamente, todos regresamos a casa más felices, más serenos, más buenos, más sonrientes, más dispuestos a ser tolerantes, comprensivos, generosos; salimos con caras más relajadas que parecen reflejar una luz interior. La luz sobre el rostro de Jesús indica que, durante la oración, ha comprendido y hecho suyo el proyecto del Padre; ha comprendido que su sacrificio no terminaría con la derrota sino con la gloria de la Resurrección.
Durante la experiencia espiritual de Jesús, aparecen dos personajes: Moisés y Elías (vv. 30-31). Son el símbolo de la Ley y de los profetas y representan al Antiguo Testamento. Todos los libros sagrados de Israel tienen como objetivo conducirnos a dialogar con Jesús, están orientados hacia Él. Sin Jesús, el Antiguo Testamento es incomprensible, pero también Jesús, sin el Antiguo Testamento, permanece en un misterio. En el día de Pascua, para hacer comprender a sus discípulos el significado de su muerte y Resurrección, Jesús recurrirá al Antiguo Testamento: “Comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que en toda la Escritura se refería a él” (Lc 24,27).
También Marcos y Mateo introducen a Moisés y Elías, pero solamente Lucas recuerda el tema de su diálogo con Jesús: hablaban de su éxodo, es decir del paso de este mundo al Padre. La luz que le ha desvelado a Jesús su misión ha venido de la Palabra de Dios contenida en el Antiguo Testamento. Es allí que Él ha descubierto que el Mesías no estaba destinado al triunfo sino a la derrota; que tenía que sufrir mucho, ser humillado, rechazado por los hombres, como se dice del Siervo del Señor (cf. Is 53).
Los tres discípulos, Pedro Santiago y Juan, no comprenden nada de lo que está sucediendo (vv. 32-33). Son invadidos por el sueño. Es difícil pensar, aunque alguno así lo haya hecho, que los discípulos se adormecieran por la subida fatigosa a la montaña o porque la escena se desarrollara de noche (v. 37). No lo pide el contexto.
Caigamos en la cuenta de un detalle: en los pasajes del Evangelio que hacen alguna referencia a la Pasión y muerte de Jesús, estos tres discípulos son siempre víctimas del sueño. También en el huerto de los Olivos se dejan vencer por el sueño (cf. Mc 14,32-42; Lc 22,45). Es extraño que siempre en los momentos cruciales sientan esa irresistible necesidad de dormitar.
El sueño es frecuentemente usado por los autores bíblicos en sentido simbólico. Pablo, por ejemplo, escribe a los romanos: “Ya es hora de despertar del sueño… la noche está avanzada, el día se acerca” (Rom 13,11-12). Con esta llamada urgente, el Apóstol quiere sacudir a los cristianos del sopor espiritual, invitándolos a abrir la mente para comprender y asimilar la propuesta moral del Evangelio.
En nuestro relato, el sueño indica la incapacidad de los discípulos de entender y aceptar que el Mesías de Dios deba pasar a través de la muerte para entrar en su gloria. Cuando Jesús realiza prodigios, cuando la multitud lo aclama, los tres apóstoles se muestran bien despiertos; pero cuando Jesús comienza a hablar del don de la vida, de la necesidad de ocupar el último puesto, de convertirse en siervos, no quieren entender, lentamente cierran los ojos y se quedan dormidos… para continuar soñando con aplausos y triunfos.
Las tres tiendas son el detalle más difícil de explicar (incluso el evangelista anota que ni siquiera Pedro, que es el que ha hablado, sabía lo que estaba diciendo). Quien construye una tienda o cabaña en un lugar lo hace con la intención de quedarse allí, al menos por un tiempo. Jesús, por el contrario, está siempre de camino: debe realizar un ‘éxodo’ –dice el evangelio de hoy– y los discípulos son invitados a seguirlo. Las tres tiendas quizás indiquen el deseo de Pedro de quedarse para perpetuar la alegría experimentada en un momento de intensa oración con el Maestro.
Para comprenderlo mejor, podemos recurrir a nuestra experiencia: después de haber dialogado largamente con el Señor, nos cuesta regresar a la vida ordinaria. Los problemas y dramas concretos que debemos afrontar nos asustan. Sabemos, sin embargo, que la escucha de la palabra de Dios no lo es todo. No se puede uno pasar toda la vida en la iglesia o en la casa de retiros espirituales; es necesario salir para encontrarse y servir a los hermanos, ayudar a quien sufre, acercarnos a quienes tienen necesidad de amor. Después de haber descubierto en la oración la senda a recorrer, hay que ponerse a caminar con Jesús que sube a Jerusalén para dar la vida.
La nube (v. 34), especialmente cuando se posa sobre la cima de un monte, indica, según el lenguaje bíblico, la presencia invisible de Dios. La referencia a la nube es frecuente en el Antiguo Testamento, sobre todo en el Éxodo: Moisés entra en la nube que cubre el monte (cf. Éx 24,15-18), la nube desciende sobre la Tienda del Encuentro y Moisés no puede entrar porque en ella está presente el Señor (cf. Éx 40,34). Pedro, Santiago y Juan son introducidos en el mundo de Dios y allí reciben la iluminación que les hará comprender el camino del Maestro: el conflicto con el poder religioso, la persecución, la Pasión y la muerte. Intuyen al mismo tiempo que ese será también su destino… y tienen miedo.
De la nube sale una voz (v. 35): es la interpretación de Dios de todo lo que le ocurrirá a Jesús. Para los hombres será un derrotado, para el Padre será el Elegido, el Siervo Fiel en quien se complace. Agradable al Señor es quien sigue las huellas de este Siervo Fiel. Escúchenlo –dice la voz del cielo– aun cuando parezca proponer caminos demasiado difíciles, sendas demasiado estrechas, elecciones paradójicas y humanamente absurdas.
Al término del episodio (v. 36), Jesús se queda solo. Moisés y Elías desaparecen. Este detalle indica la función del Antiguo Testamento: llevar a Jesús, hacer comprender a Jesús. Al final, todos los ojos deben fijarse solo en Él.
No es fácil creer en la revelación de Jesús y aceptar su propuesta de vida. No es fácil seguirlo en su “éxodo”. Fiarse de Él es muy arriesgado: es verdad que promete una gloria futura, pero lo que el hombre experimenta aquí y ahora es la renuncia, el don gratuito de sí mismo. La semilla arrojada en tierra está destinada a producir mucho fruto; pero, hoy, lo que le espera es la muerte. ¿Cuándo y cómo podrá ser asimilada esta sabiduría de Dios tan contraria a la lógica del hombre?
La respuesta viene dada en el detalle, aparentemente superfluo, con que se inicia el evangelio de hoy. Lucas sitúa el episodio de la Transfiguración ocho días después de que Jesús hubiera hecho el dramático anuncio de su Pasión, muerte y Resurrección, ocho días después de haber presentado las condiciones para quien quiera seguirlo: “niéguese a sí mismo, cargue con su cruz cada día” (Lc 9,22-27).
El octavo día tiene para los cristianos un significado preciso: es el día después del sábado, el «Día del Señor», el día en que la comunidad se reúne para escuchar la Palabra y partir el Pan (cf. Lc 24,13).
Y esto es lo que quiere decir Lucas con la referencia al octavo día: cada Domingo los discípulos que se reúnen para celebrar la Eucaristía suben “a la montaña”, ven el rostro transfigurado del Señor, es decir, Resucitado, comprenden en la fe que su “éxodo” no ha concluido con la muerte y oyen de nuevo la voz del cielo que les dirige la invitación: “¡Escúchenlo!”. Pedro, Santiago y Juan, después de bajar de la montaña, “guardaron silencio y, por entonces, no contaron a nadie lo que habían visto” (v. 27). No podían hablar de lo que no habían comprendido: el éxodo de Jesús no se había cumplido todavía.
Nosotros hoy, saliendo de nuestras iglesias, podemos, por el contrario, anunciar a todos lo que la fe nos ha hecho comprender: quien da la vida por amor entra en la gloria de Dios.