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Cuerpo y Sangre de Cristo

  • Génesis 14,18-20
  • Salmo 109
  • 1Corintios 11,23-26
  • Lucas 9,11-17

“En aquel tiempo, Jesús habló del Reino de Dios a la multitud y curó a los enfermos. Cuando caía la tarde, los doce apóstoles se acercaron a decirle: “Despide a la gente para que vayan a los pueblos y caseríos a buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en un lugar solitario”. Él les contestó: “Denles ustedes de comer”. Pero ellos le replicaron: “No tenemos más que cinco panes y dos pescados; a no ser que vayamos nosotros mismos a comprar víveres para toda esta gente”. Eran como cinco mil varones. Entonces Jesús dijo a sus discípulos: “Hagan que se sienten en grupos como de cincuenta”. Así lo hicieron, y todos se sentaron. Después Jesús tomó en sus manos los cinco panes y los dos pescados, y levantando su mirada al cielo, pronunció sobre ellos una oración de acción de gracias, los partió y los fue dando a los discípulos, para que ellos los distribuyeran entre la gente. Comieron todos y se saciaron, y de lo que sobró se llenaron doce canastos.” (Lucas 9, 11b-17)

Corpus Christi
P. Enrique Sánchez, mccj

Las lecturas de este domingo nos invitan a centrar nuestra atención en el don de la Eucaristía, en la cual tenemos la dicha de recibir al Señor y reconocerlo presente en el pan y en el vino que se convierten en su cuerpo y en su sangre.

El pan y el vino desde el antiguo testamento son considerados una bendición y algo que nos recuerda que para vivir necesitamos nutrirnos. Pero, al mismo tiempo se nos ayuda a entender que para vivir no es suficiente llenar el vientre; también es necesario descubrir que lo que realmente nos brinda la vida es lo que recibimos de la mano de Dios, como don y bendición suya. Melquisedec, el sacerdote que va al encuentro de Abrán, ofrece pan y vino como sı́mbolos de la vida que pasa a través de él y une a esos dones la bendición de Dios quien es el poseedor de la vida.

En la segunda lectura San Pablo en su primera carta a los Corintios nos deja el testimonio más antiguo de lo que fue la institución de la Eucaristía, recordando el día en que Jesús, antes de iniciar el camino de su pasión, había reunido a los apóstoles en el cenáculo para entregarles el pan y el vino que se convertirían, a partir de aquel día, en su cuerpo y en su sangre.

Y así ha sido, cada vez que nos reunimos como comunidad para celebrar el memorial de la muerte y del la resurrección del Señor un pequeño trozo de pan y un poco de vino se convierten para nosotros en su cuerpo y en su sangre. En ese pan y en ese vino reconocemos la presencia actual del Señor que sigue estando entre nosotros y que nos recuerda que sólo en él tendremos vida.

Cristo sabia bien que sus discípulos necesitarían ser sostenidos y mantenidos en su fe y esa necesidad sólo podía ser garantizada por su presencia en medio de ellos. La promesa del Señor fue siempre que él estaría con ellos hasta el final del mundo. Pero Jesús sabia también que necesitarían nutrir y sostener la pequeña experiencia de fe que iba naciendo en sus corazones y para eso, al parecer, las palabras no eran suficientes. Para hacerles entender sus promesas Jesús sabia que no eran suficientes las promesas, hacia falta también algo que pudieran ver y tocar.

El pan y el vino fueron esos signos que no era necesario explicar para que todas las personas pudiesen comprender. Así como el pan y el vino satisfacen la necesidades más fundaméntales de sus vidas, ası́ será mi cuerpo y mi sangre para que sientan en ustedes la presencia de la vida de Dios que los hará vivir verdaderamente.

La celebración de la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo es la fiesta de la Eucaristía, de la acción de gracias por ese sacramento que nos permite tener siempre al Señor con nosotros y que nos ayuda a entrar en una manera nueva de concebir nuestra existencia. En la Eucaristı́a Cristo se ofrece, se entrega, se dona él mismo.

Ya no ofrece victimas y sacrificios, como hacían los sacerdotes de su tiempo; es él mismo quien se presenta a su Padre como la victima que se entrega para que aquellos que le fueron dados, a los que el Padre lo envió, pudieran tener vida. Entregando su cuerpo y su sangre sobre el altar del sacrificio, Jesús nos enseña que lo importante está en el don, en la entrega. Ahí nos enseña que la verdadera vida se alcanza cuando, como él, seremos capaces de entregarnos a los demás como dones, como bendiciones para los hermanos que Dios va poniendo en nuestro camino.

Esto que nos puede parecer un poquito difícil de entender se hace muy claro cuando escuchamos el evangelio de este domingo que nos cuenta la multiplicación de los panes y de los peces con los que Jesús dio de comer a una multitud.

Con ese milagro Jesús ayuda a sus discípulos a cambiar de mentalidad y a abrirse a la novedad de Dios que nos sorprende a diario con tantas bendiciones. Ante el mandato de Jesús de dar de comer a la multitud, ellos pretendían resolver una necesidad con sus criterios calculadores; pero Jesús invitándoles a dar ellos mismos de comer hace que entiendan que con la bendición de Dios ellos pueden ser el don de vida para los demás. La novedad está en que no se trata de dar algo que puede satisfacer temporalmente una necesidad, sino de darse ellos mismos como depositarios de una vida que es bendición de Dios.

Esto nos ayuda también a nosotros a entender que participando nosotros en la Eucaristía vivimos ese mismo misterio. Muchas veces vamos con la idea de recibir algo de Dios que nos dé respuestas a nuestras necesidades de vida, de paz, de reconciliación, de seguridad y cuántas más. En realidad lo que recibimos es el don de Dios que nos transforma en bendición para los demás porque celebrando la Eucaristía es el cuerpo y la sangre del Señor que hace de nosotros personas nuevas que se convierten en don para los demás.

En las palabras de Jesús a sus discípulos diciéndoles : “denles ustedes de comer,” el Señor nos recuerda el compromiso que asumimos cuando nos nutrimos de su cuerpo y de su sangre. Porque no es posible que celebremos la Eucaristía e ignoremos la realidad de tantos hermanos que sufren a nuestro alrededor. No podemos recibir el cuerpo y la sangre del Señor y pasar indiferentes ante el dolor del cuerpo de Cristo que padece en tantos hermanos que viven en el margen de nuestra sociedad.

No podemos beber la sangre del Señor cuando vemos que esa misma sangre está siendo derramada en tantas victimas inocentes que son sacrificadas por la violencia y lo absurdo de tantas guerras o la intolerancia de quienes tienen el poder en sus manos.

Con la multiplicación de los panes en el Evangelio Jesús nos invita a entrar en su lógica que mueve a la comunión, a crear solidaridad que se traduzca en fraternidad. Nos invita a romper con un modo de pensar en donde cada uno tiene que aprender a arreglárselas para su propio bien y sus propios intereses.

Celebrando la Eucaristía nos hacemos conscientes de que todos estamos llamados a ser una solo cuerpo, en el cuerpo de Cristo, y que ese cuerpo que se parte para ser compartido, nos obliga a vivir entregándonos a los demás para poder ser uno en Cristo.

Participar a la fracción del cuerpo y de la sangre del Señor, y este fue su último mandamiento, seguramente nos llena de alegría, pero al mismo tiempo se convierte en compromiso que nos lleva a vivir pendientes de las necesidades de los demás.

De esta manera la Eucaristía no será una simple devoción con la que cumplimos semanalmente, sino una experiencia de vida que nos permitirá sentir en nosotros el cuerpo y la sangre del Señor como la bendición más grande que nos permite avanzar en nuestra experiencia de fe y en la alegría de poder ser presencia de Dios en la vida de los demás.

Qué la comunión al cuerpo y a la sangre de Cristo nos guarden para la vida eterna.


Eucaristía, escuela de bendición y de compartir
Papa Francisco

La Palabra de Dios nos ayuda hoy a redescubrir dos verbos sencillos, dos verbos esenciales para la vida de cada día: decir dar.

Decir. En la primera lectura, Melquisedec dice: «Bendito sea Abrán por el Dios altísimo […]; bendito sea el Dios altísimo» (Gn 14,19-20). El decir de Melquisedec es bendecir. Él bendice a Abraham, en quien todas las familias de la tierra serán bendecidas (cf. Gn 12,3; Ga 3,8). Todo comienza desde la bendición: las palabras de bien engendran una historia de bien. Lo mismo sucede en el Evangelio: antes de multiplicar los panes, Jesús los bendice: «tomando él los cinco panes y los dos peces y alzando la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los iba dando a los discípulos» (Lc 9,16). La bendición hace que cinco panes sean alimento para una multitud: hace brotar una cascada de bien.

¿Por qué bendecir hace bien? Porque es la transformación de la palabra en don. Cuando se bendice, no se hace algo para sí mismo, sino para los demás. Bendecir no es decir palabras bonitas, no es usar palabras de circunstancia: no; es decir bien, decir con amor. Así lo hizo Melquisedec, diciendo espontáneamente bien de Abraham, sin que él hubiera dicho ni hecho nada por él. Esto es lo que hizo Jesús, mostrando el significado de la bendición con la distribución gratuita de los panes. Cuántas veces también nosotros hemos sido bendecidos, en la iglesia o en nuestras casas, cuántas veces hemos escuchado palabras que nos han hecho bien, o una señal de la cruz en la frente… Nos hemos convertido en bendecidos el día del Bautismo, y al final de cada misa somos bendecidos. La Eucaristía es una escuela de bendición. Dios dice bien de nosotros, sus hijos amados, y así nos anima a seguir adelante. Y nosotros bendecimos a Dios en nuestras asambleas (cf. Sal 68,27), recuperando el sabor de la alabanza, que libera y sana el corazón. Vamos a Misa con la certeza de ser bendecidos por el Señor, y salimos para bendecir nosotros a su vez, para ser canales de bien en el mundo.

También para nosotros: es importante que los pastores nos acordemos de bendecir al pueblo de Dios. Queridos sacerdotes, no tengáis miedo de bendecir, bendecir al pueblo de Dios. Queridos sacerdotes: Id adelante con la bendición: el Señor desea decir bien de su pueblo, está feliz de que sintamos su afecto por nosotros. Y solo en cuanto bendecidos podremos bendecir a los demás con la misma unción de amor. Es triste ver con qué facilidad hoy se hace lo contrario: se maldice, se desprecia, se insulta. Presos de un excesivo arrebato, no se consigue aguantar y se descarga la ira con cualquiera y por cualquier cosa. A menudo, por desgracia, el que grita más y con más fuerza, el que está más enfadado, parece que tiene razón y recibe la aprobación de los demás. Nosotros, que comemos el Pan que contiene en sí todo deleite, no nos dejemos contagiar por la arrogancia, no dejemos que la amargura nos llene. El pueblo de Dios ama la alabanza, no vive de quejas; está hecho para las bendiciones, no para las lamentaciones. Ante la Eucaristía, ante Jesús convertido en Pan, ante este Pan humilde que contiene todo el bien de la Iglesia, aprendamos a bendecir lo que tenemos, a alabar a Dios, a bendecir y no a maldecir nuestro pasado, a regalar palabras buenas a los demás.

El segundo verbo es dar. El “decir” va seguido del “dar”, como Abraham que, bendecido por Melquisedec, «le dio el diezmo de todo» (Gn 14,20). Como Jesús que, después de recitar la bendición, dio el pan para ser distribuido, revelando así el significado más hermoso: el pan no es solo un producto de consumo, sino también un modo de compartir. En efecto, sorprende que en la narración de la multiplicación de los panes nunca se habla de multiplicar. Por el contrario, los verbos utilizados son “partir, dar, distribuir” (cf. Lc 9,16). En resumen, no se destaca la multiplicación, sino el compartir. Es importante: Jesús no hace magia, no transforma los cinco panes en cinco mil y luego dice: “Ahora, distribuidlos”. No. Jesús reza, bendice esos cinco panes y comienza a partirlos, confiando en el Padre. Y esos cinco panes no se acaban. Esto no es magia, es confianza en Dios y en su providencia.

En el mundo siempre se busca aumentar las ganancias, incrementar la facturación… Sí, pero, ¿cuál es el propósito? ¿Es dar o tener? ¿Compartir o acumular? La “economía” del Evangelio multiplica compartiendo, nutre distribuyendo, no satisface la voracidad de unos pocos, sino que da vida al mundo (cf. Jn 6,33). El verbo de Jesús no es tener, sino dar.

La petición que él hace a los discípulos es perentoria: «Dadles vosotros de comer» (Lc 9,13). Tratemos de imaginar el razonamiento que habrán hecho los discípulos: “¿No tenemos pan para nosotros y debemos pensar en los demás? ¿Por qué deberíamos darles nosotros de comer, si a lo que han venido es a escuchar a nuestro Maestro? Si no han traído comida, que vuelvan a casa, es su problema, o que nos den dinero y lo compraremos”. No son razonamientos equivocados, pero no son los de Jesús, que no escucha otras razones: Dadles vosotros de comer. Lo que tenemos da fruto si lo damos —esto es lo que Jesús quiere decirnos—; y no importa si es poco o mucho. El Señor hace cosas grandes con nuestra pequeñez, como hizo con los cinco panes. No realiza milagros con acciones espectaculares, no tiene la varita mágica, sino que actúa con gestos humildes. La omnipotencia de Dios es humilde, hecha sólo de amor. Y el amor hace obras grandes con lo pequeño. La Eucaristía nos los enseña: allí está Dios encerrado en un pedacito de pan. Sencillo y esencial, Pan partido y compartido, la Eucaristía que recibimos nos transmite la mentalidad de Dios. Y nos lleva a entregarnos a los demás. Es antídoto contra el “lo siento, pero no me concierne”, contra el “no tengo tiempo, no puedo, no es asunto mío”; contra el mirar desde la otra orilla.

En nuestra ciudad, hambrienta de amor y atención, que sufre la degradación y el  abandono, frente a tantas personas ancianas y solas, familias en dificultad, jóvenes que luchan con dificultad para ganarse el pan y alimentar sus sueños, el Señor te dice: “Tú mismo, dales de comer”. Y tú puedes responder: “Tengo poco, no soy capaz para estas cosas”. No es verdad, lo poco que tienes es mucho a los ojos de Jesús si no lo guardas para ti mismo, si lo arriesgas. También tú, arriesga. Y no estás solo: tienes la Eucaristía, el Pan del camino, el Pan de Jesús. También esta tarde nos nutriremos de su Cuerpo entregado. Si lo recibimos con el corazón, este Pan desatará en nosotros la fuerza del amor: nos sentiremos bendecidos y amados, y querremos bendecir y amar, comenzando desde aquí, desde nuestra ciudad, desde las calles que recorreremos esta tarde. El Señor viene a nuestras calles para decir-bien, decir bien de nosotros y para darnos ánimo, darnos ánimo a nosotros. También nos pide que seamos don y bendición.

Domingo, 23 de junio de 2019


HACER MEMORIA DE JESÚS
José A. Pagola

Comieron todos.

Al narrar la última Cena de Jesús con sus discípulos, las primeras generaciones cristianas recordaban el deseo expresado de manera solemne por su Maestro: «Haced esto en memoria mía». Así lo recogen el evangelista Lucas y Pablo, el evangelizador de los gentiles.

Desde su origen, la Cena del Señor ha sido celebrada por los cristianos para hacer memoria de Jesús, actualizar su presencia viva en medio de nosotros y alimentar nuestra fe en él, en su mensaje y en su vida entregada por nosotros hasta la muerte. Recordemos cuatro momentos significativos en la estructura actual de la misa. Los hemos de vivir desde dentro y en comunidad.

La escucha del Evangelio.

Hacemos memoria de Jesús cuando escuchamos en los evangelios el relato de su vida y su mensaje. Los evangelios han sido escritos, precisamente, para guardar el recuerdo de Jesús alimentando así la fe y el seguimiento de sus discípulos.

Del relato evangélico no aprendemos doctrina sino, sobre todo, la manera de ser y de actuar de Jesús, que ha de inspirar y modelar nuestra vida. Por eso, lo hemos de escuchar en actitud de discípulos que quieren aprender a pensar, sentir, amar y vivir como él.

La memoria de la Cena.

Hacemos memoria de la acción salvadora de Jesús escuchando con fe sus palabras: «Esto es mi cuerpo. Vedme en estos trozos de pan entregándome por vosotros hasta la muerte… Este es el cáliz de mi sangre. La he derramado para el perdón de vuestros pecados. Así me recordaréis siempre. Os he amado hasta el extremo».

En este momento confesamos nuestra fe en Jesucristo haciendo una síntesis del misterio de nuestra salvación: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. Ven, Señor Jesús». Nos sentimos salvados por Cristo, nuestro Señor.

La oración de Jesús.

Antes de comulgar, pronunciamos la oración que nos enseñó Jesús. Primero, nos identificamos con los tres grandes deseos que llevaba en su corazón: el respeto absoluto a Dios, la venida de su reino de justicia y el cumplimiento de su voluntad de Padre. Luego, con sus cuatro peticiones al Padre: pan para todos, perdón y misericordia, superación de la tentación y liberación de todo mal.

La comunión con Jesús.

Nos acercamos como pobres, con la mano tendida; tomamos el Pan de la vida; comulgamos haciendo un acto de fe; acogemos en silencio a Jesús en nuestro corazón y en nuestra vida: «Señor, quiero comulgar contigo, seguir tus pasos, vivir animado con tu espíritu y colaborar en tu proyecto de hacer un mundo más humano».

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INVITADOS AL BANQUETE DE LA PALABRA Y EL PAN
Fernando Armellini

Introducción

Jesús no nos ha dejado una estatua suya, una fotografía, una reliquia. Ha querido seguir estando presente entre sus discípulos como alimento. El alimento no se coloca en la mesa para ser contemplado sino consumido. Los cristianos que van a misa, pero no se acercan a la Comunión deben tomar conciencia para participar plenamente en la celebración eucarística.

El alimento se convierte en parte de nosotros mismos. Comiendo el Cuerpo y bebiendo la Sangre de Cristo aceptamos su invitación a identificarnos con Él. Decimos a Dios y a la comunidad que intentamos formar con Cristo un solo Cuerpo, que deseamos asimilar su gesto de Amor y que queremos entregar nuestra vida a los hermanos, como Él ha hecho. Esta elección comprometida no la hacemos solos sino junto con toda la comunidad. La Eucaristía no es un alimento para consumirlo en soledad: es Pan partido y compartido entre hermanos. No es concebible que, por una parte, se realice en medio de la comunidad el gesto que indica unidad, compartir, igualdad, don mutuo y, por otra, se perpetúen los malentendidos, los odios, los celos, la acumulación de bienes, la opresión al interior de esa misma comunidad.

Una comunidad que celebra el rito de “partir el Pan” en estas condiciones indignas come y bebe, como dice Pablo, su propia condenación (1 Cor 11,28-29). Es una comunidad que hace del sacramento una mentira. Es como una joven que, sonriendo, acepta del novio el anillo, símbolo de la unión de un amor indisoluble y, al mismo tiempo, lo traiciona con otros amantes.

Evangelio

Hay muchos modos de explicar qué es la Eucaristía. Pablo selecciona uno: narra, como hemos visto, su institución durante la Última Cena. Lucas elige otro: toma un episodio de la vida de Jesús, el de la multiplicación de los panes, y lo relee desde una óptica eucarística. Es decir, lo utiliza para hacer comprender a los cristianos de sus comunidades qué significado tiene el gesto de partir el pan que ellos repiten regularmente, todas las semanas, en el día del Señor.

Si el pasaje del evangelio de hoy se lee como crónica detallada de un hecho, nos encontraremos con una serie de dificultades: no se comprende, en primer lugar, qué hacen cinco mil hombres en un lugar desierto (v. 12), ni sabemos de dónde pudo venir tanta gente (v. 14). Es asimismo extraño que también los peces sean despedazados (v. 16) o de dónde salieron las doce cestas para las sobras… ¿Las trajo vacías la gente? La comida, por otra parte, ha tenido lugar al caer de la tarde (v. 12) y uno se pregunta cómo se las arreglarían los Doce, en la oscuridad, para poner orden entre tanta gente y repartirles después los panes y los peces.

Evidentemente no estamos ante un reportaje y carece, por tanto, de sentido preguntarse cómo sucedieron exactamente los hechos porque es difícil establecerlo. El evangelista ha desarrollado una reflexión teológica tendiendo como trasfondo un acontecimiento de la vida de Jesús. A nosotros, más que saber lo que pasó, nos interesa captar el mensaje que quiere transmitirnos.

La primera clave de lectura que proponemos es el Antiguo Testamento. Los cristianos de las comunidades de Lucas estaban habituados al lenguaje bíblico y captaban inmediatamente las alusiones, que se nos escapan a nosotros, a hechos, textos, expresiones, personajes del Antiguo Testamento. El relato de la distribución de los panes evocaba en ellos:

El relato del maná, el alimento dado milagrosamente por Dios a su pueblo en el desierto (cf. Éx 16; Núm 11). También el Pan dado por Jesús viene del cielo.

La profecía hecha a Moisés: “El Señor tu Dios te suscitará un profeta como yo, lo hará surgir entre ustedes, de entre sus hermanos; y es a Él a quien escucharán (Deut 18,15). Jesús, que repite uno de los signos realizados por Moisés, es ese profeta esperado.

Las palabras de Isaías: “¿Por qué gastan el dinero en lo que no alimenta y el salario en lo que no deja satisfecho? Escúchenme atentos y comerán bien, se deleitarán con platos substanciosos. Busquen al Señor mientras se deje encontrar; llámenlo mientras está cerca” (Is 55,1-2.6).

La multiplicación de los panes realizada por Eliseo (cf. 2 Re 4,42-44). El milagro realizado por Jesús parece ser una fotocopia a gran escala del milagro de Eliseo.

Estas alusiones al Antiguo Testamento las subraya Lucas por su referencia a la celebración de la Eucaristía tal como se realizaba en sus comunidades. Comencemos por el primer versículo (v. 11) que, desafortunadamente, no viene completo en nuestro Leccionario. Retomemos la parte que falta: “Jesús los recibió (a la multitud) y les hablaba…”. Solo Lucas dice que, cuando la multitud llegó a Betsaida, “Jesús los recibió y les hablaba del reino de Dios”. Se ha retirado aparte con sus discípulos, buscando quizás un momento de quietud; pero la gente, necesitada de su palabra y de su ayuda, lo sigue hasta donde estaba y Él los recibe, les anuncia la Buena Noticia del reino de Dios y cura a los enfermos. Recibir significa prestar atención, dejarse envolver por las carencias de los demás, mostrar interés por sus necesidades materiales y espirituales.

En este primer versículo, la referencia a la celebración eucarística es evidente: la liturgia del día del Señor comienza siempre con el gesto del celebrante que recibe a la comunidad, le da la bienvenida, le desea paz y le anuncia el reino de Dios. Como Jesús, también el celebrante recibe a todos. Bienvenidos son los buenos y bienvenidos son los pecadores, los enfermos, los débiles, los excluidos, quienes buscan una palabra de esperanza y de perdón; a nadie se le cierra la puerta.

También Pablo, al concluir el capítulo sobre la Eucaristía del que se ha sacado el pasaje de la segunda lectura de hoy, recomienda esta bienvenida a los cristianos de Corinto: “Así, hermanos míos, cuando se reúnan para la cena, espérense unos a otros” (1 Cor 11,33). En el v.12 se indica la hora en la que Jesús distribuye su pan: caía la tarde.

‘Caía la tarde’ es una indicación preciosa y conmovedora al mismo tiempo. La encontramos también en el relato de los discípulos de Emaús: “Quédate con nosotros, dicen los discípulos al compañero de viaje, que se hace tarde y el día se acaba” (cf. Lc 24,29). Este detalle nos informa sobre la hora en que, el sábado por la tarde, se celebraba la Santa Cena en las comunidades de Lucas.

El lugar desierto (v. 12) tiene también un significado teológico: recuerda el camino del pueblo de Israel que, habiendo dejado la tierra de la esclavitud, se ha puesto en marcha hacia la tierra prometida siendo alimentado con el maná durante su travesía del desierto. La comunidad que celebra la Eucaristía está compuesta de caminantes que están realizando un éxodo. Han tenido el coraje de abandonar casas, ciudades, amigos, el estilo de vida que llevaban antes y están de camino para escuchar al Maestro y ser sanados por Él. Como Israel, se han adentrado en el desierto rumbo a la libertad. Otros, que también oyeron la voz del Señor, prefirieron quedarse donde estaban, no quisieron correr riesgos. Se privaron, desafortunadamente, del alimento que Jesús da a quien lo sigue.

Jesús ordena a los Doce dar de comer a la muchedumbre (vv. 12-14). La primera reacción de los Doce es de estupor, sorpresa, sensación de haber sido llamados para una tarea inmensa, absurda, imposible. Sugieren una propuesta que contradice el gesto de bienvenida con que Jesús ha recibido a la muchedumbre; los discípulos, en cambio, quieren deshacerse de la gente, enviarla a casa, alejarla, dispersarla…y que cada uno se las arregle como pueda.

No se dan cuenta del don que Jesús va a poner en sus manos: el Pan de la Palabra y el Pan de la Eucaristía. No comprenden que su bendición multiplicará al infinito este alimento que sacia todo hambre: el hambre de felicidad, de amor, de justicia, de paz, de descubrir el sentido de la vida, el ansia de un mundo nuevo. Se trata de carencias tan vitales e irrefrenables que, a veces, empujan a llenarse del alimento que no sacia, que incluso puede acentuar el hambre o provocar náusea. Por eso el Maestro insiste: el mundo está esperando alimento de ustedes: denles ustedes de comer.

Su Palabra es un pan que se multiplica milagrosamente: quien recibe el Evangelio alimentando con él la propia vida, quien asimila la Persona de Cristo comiendo Pan eucarístico, siente a su vez la necesidad de hacer participar a los demás del propio descubrimiento y de la propia alegría y de comenzar a distribuir, también ellos, el pan que ha saciado su hambre. Se inicia así un proceso imparable de compartir… y las doce cestas estarán siempre llenas y preparadas para recomenzar la distribución. Mientras más aumenten aquellos que se alimentan del Pan de la Palabra de Dios y de la Eucaristía, más se multiplica el pan distribuido a los hambrientos.

El v. 14 indica un detalle curioso: Jesús no quiere que su alimento sea consumido en solitario, cada uno por cuenta propia, como se hace en un auto-servicio. Tampoco hay que favorecer los grupos demasiado grandes porque las personas no se conocen entre sí, no pueden establecer relaciones de amistad, de ayuda mutua, de hermandad.

En tiempos de Lucas el número ideal de miembros de una comunidad era probablemente alrededor de cincuenta. Recordemos que, en los primeros siglos, la Eucaristía no se celebraba en iglesias (no se podían construir iglesias porque el cristianismo no estaba aún reconocido por el Imperio romano) sino en alguna sala grande (cf. Hech 2,46) de casas particulares, por lo que el número de participantes era necesariamente limitado. Podría ser que una de las razones de la pereza, frialdad, falta de iniciativa de algunas de nuestras comunidades cristianas de hoy sea precisamente el número elevado de participantes.

En el Nuevo Testamento solo Lucas usa, hasta cinco veces, el verbo griego kataklinein, “reclinarse a la mesa’” (v. 15). Señalaba la posición de los hombres libres cuando participaban de un banquete solemne. Los israelitas se reclinaban así alrededor de los alimentos de la cena pascual. Resulta impropio emplear este verbo en una situación como la descrita en el evangelio de hoy, es decir, referido a gente que se encuentra en el desierto, al aire libre y que habitualmente se sienta con las piernas cruzadas. Si Lucas emplea esta expresión, lo hace por un motivo teológico: para aludir a otra comida, a la de la comunidad cristiana sentada alrededor de la mesa eucarística conformada por personas libres.

La fórmula con que se describe la multiplicación de los panes nos es conocida: “Tomó los panes (y los pescados) alzó la vista al cielo, los bendijo, los partió y se los fue dando… (v. 16). Son estos también los gestos realizados por el sacerdote en la celebración de la Eucaristía (cf. Lc 22,19). Parece como si Lucas estuviera profanando un poco las palabras del acto sacramental, confundiendo las cosas de la tierra con las del cielo, las necesidades materiales con las del espíritu. ¿No es peligrosa para la fe esta ‘mezcolanza’ de materia y espíritu? Peligroso es justamente lo contrario: desligar la Eucaristía de la vida de los hombres, elevarla a las nubes. Son una mentira las Eucaristías que no celebran también el empeño concreto de toda una comunidad para que se multiplique el pan material, de modo que todos puedan comer y que aun sobre. La comunión de bienes está representada en la Eucaristía por el Ofertorio. Es éste el momento en que cada miembro de la comunidad presenta su oferta generosa para que sea distribuida entre los necesitados.

Nos preguntamos frecuentemente: ¿Qué ocurrió con los peces? Pues toda la atención parece concentrada en los panes. De hecho, también los peces son, extrañamente, ‘troceados’ y distribuidos juntamente con el pan (v. 16). En las comunidades del tiempo de Lucas el pez se había convertido en símbolo de Cristo. Las letras que componen la palabra griega ichthys (pez) se habían convertido en el acróstico «Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Salvador». El pez es Jesús mismo convertido en alimento en la Eucaristía.

http://www.bibleclaret.org


“Hambre de Dios: ¡Sí! – Hambre de pan: ¡No!”
Romeo Ballan, mccj

El misterio de Dios, en sus diferentes manifestaciones (Trinidad, Encarnación, Pascua, Eucaristía…), se nos da como don para contemplarlo, amarlo, vivirlo, anunciarlo. La Iglesia acoge tales dones, como lo subraya muy bien San Pablo con respecto a la Eucaristía (II lectura): él transmite a la comunidad de Corinto la “tradición que procede del Señor” sobre el sacramento del pan y del vino, instituido por el Señor Jesús “en la noche en que iban a entregarlo” (v. 23). La Eucaristía es oblación total de Cristo por la vida del mundo; es mensaje para proclamarlo a todos “hasta que Él vuelva” (v. 26); es presencia real de Cristo bajo el signo del pan y del vino, prefigurado en la ofrenda de Melquisedec (I lectura).

La Iglesia vive de la Eucaristía”. La Eucaristía hace la Iglesia y la Iglesia celebra la Eucaristía. Ya desde el día de Pentecostés, el Sacramento eucarístico marca los días de la Iglesia, “llenándolos de confiada esperanza”, afirma Juan Pablo II en la encíclica Ecclesia de Eucharistia (n. 1). La muchedumbre seguía a Jesús en el desierto (Evangelio); así hoy la gente tiene una necesidad insoslayable de satisfacer el hambre de pan que alimenta el cuerpo, e igualmente el hambre de la Palabra de Dios y del Pan eucarístico. En el proyecto de Dios no cabe separar un hambre de la otra: cada persona tiene necesidad y derecho a satisfacer ambas. De esta doble necesidad nace el imperativo de la misión global, entendida como servicio al hombre y como anuncio del Evangelio.

La Eucaristía es el don divino para que toda la familia humana tenga vida en abundancia; es el don nuevo y definitivo que Cristo confía a la Iglesia peregrina y misionera en el desierto del mundo. La Eucaristía estimula a vivir la comunión fraterna, el encuentro ecuménico, la actividad misionera con ardor generoso y creativo “para que una sola fe ilumine y una sola caridad reúna a la humanidad difusa en toda la tierra” (Prefacio). La persona y la comunidad que hacen la experiencia de Cristo en la Eucaristía se sienten motivadas a compartir con otros el don recibido: la misión nace de la Eucaristía y reconduce a ella. (A este respecto cabe recordar la ponencia del entonces arzobispo de Manila, el Card. Jaime L. Sin, en el Congreso Eucarístico Internacional de Sevilla -junio de 1993- sobre el tema: “La Eucaristía: convocatoria y estímulo, llamada y desafío a la evangelización. La Eucaristía como evento misionero”).

Recuerdo con emoción el encuentro de Juan Pablo II con un millón de pobres en Villa El Salvador, en la periferia de Lima (Perú) en la mañana del 5 de febrero de 1985. Durante su homilía sobre el Evangelio de la multiplicación de los panes, el Papa subrayócon fuerza las palabras de Jesús: “Denles ustedes de comer” (v. 13). Jesús no resuelve Él solo este milagro; lo abre a la corresponsabilidad de los discípulosAl final del encuentro, el Papa ofreció, improvisando, una síntesis del mensaje cristiano y de la misión de la Iglesia: “Hambre de Dios: ¡Sí! – Hambre de pan: ¡No! El deseo, el hambre y la sed de Dios han de ocupar siempre el primer lugar y es preciso cultivarlos. Pero en el nombre de este mismo Dios, se debe desterrar el hambre que mata a las personas. Lo mismo vale para cualquier otra hambre: de instrucción, salud, familia, trabajo, perdón, reconciliación, amor, incluido el amor conyugal. Este es el proyecto cristiano para la transformación del mundo. ¡Un verdadero proyecto ‘revolucionario!’ Este programa adquiere nuevo vigor si lo contemplamos delante del Corazón de Cristo, cuya fiesta celebraremos el próximo viernes.

Los 12 canastos que sobraron no dicen solo que todosse han saciado. Decir ‘12’ significa decir todos los pueblos. Significa pensaren un mundo donde a nadiele falta pan o dignidad. Pero los 12 canastossobradosindican también una mirada al futuro. Hablan del sentido de un proyecto sobre el mundo. No un mundo amerced de las emergencias, sino un mundo que prepara el futuro, prevé y crea las condiciones para que no haya disparidad, desigualdades, injusticias programadas” (R. Vinco).

Nuestra aldea global debe tenerun banquete global, en el que todos los pueblos tienen igual derecho a participar; una mesa de la cual nadie debe estar excluido o discriminado. Desde siempre, este es el proyecto del Padre común de toda la familia humana (cfr. Is 25,6-9). Es este el sueño que Él confía a la comunidad de los creyentes, los cuales tienen el ‘deber-derecho’ a celebrar la Eucaristía, haciendo memoria de la muerte y resurrección de Cristo. Este es el banquete al que están invitados todos los pueblos, animados por el único Espíritu.

Todos los miembros de la familia humana tienen derecho a comer hasta la saciedad, con dignidad, en fraternidad. Emblemáticamente, Jesús mandó que la gente “se sentarapor grupos” (v. 14-15). Porque solo los esclavos están condenados a comer de pie y de prisa. Hacer que se sienten, en cambio, significa tratar a todos como personas; como hijos en la casa, con la dignidad de gente libre. El acto de comer adquiere así su pleno valor como acto humano y humanizante, porque sentarse y comer en grupo es signo de comunión.

Domingo de la Santísima Trinidad


En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Aún tengo muchas cosas que decirles, pero todavía no las pueden comprender. Pero cuando venga el Espíritu de verdad, Él los irá guiando hasta la verdad plena, porque no hablará por su cuenta sino que dirá lo que haya oído y les anunciará las cosas que van a suceder. Él me glorificará, porque primero recibirá de mí lo que les vaya comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho que tomará de lo mío y se lo comunicará a ustedes”. (Juan 16, 12-15)

La Santísima Trinidad
P. Enrique Sánchez, mccj

Después de la celebración de la Pascua, con la Resurrección del Señor en el centro, de la fiesta de la Ascensión y de Pentecostés, con el reconocimiento del Espíritu Santo y su presencia a través de los dones con que ha enriquecido a la Iglesia; este domingo celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad.

Se trata de la celebración de lo más grande de nuestra fe cristiana, pues por el bautismo hemos sido iniciados al misterio de Dios que se manifiesta a través de tres personas distintas y que nosotros, por la fe, reconocemos como un solo Dios.

Hemos sido bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Esto es algo que por la fe aceptamos sin mucha dificultad, pues lo vivimos espontáneamente en nuestra experiencia de vida cristiana. Es vida y no tanto motivos de especulación o de búsquedas intelectuales.

En lo ordinario de nuestra vida sentimos y conocemos a Dios como Padre que vive siempre pendiente de nosotros. Reconocemos a Jesús como la presencia salvadora de Dios y por medio de él hemos sabido que Dios es amor, un amor tan grande que ha querido hacerse uno de nosotros. Y, desde lo profundo de nuestro ser, el Espíritu nos mueve a entrar en relación con Dios a través de impulsos y mociones que manifiestan el amor que nos habita.

Decimos que hoy no vamos solos por el camino de la vida, porque Dios, a través de Jesús, ha querido dejarnos su presencia y en la persona del Espíritu que nos acompaña día a día no deja de enriquecernos con sus dones.

Sabemos quién es la Santísima Trinidad, porque de muchas maneras vamos haciendo la experiencia de su presencia en nuestras vidas. Eso hace que podamos decir muchas cosas sobre Dios, que reconozcamos muchos de sus atributos, que nos acerquemos a su misterio, como recorriendo cortinas que nos permiten ir cada día más en profundidad.

La verdad de Dios, de lo que Él es, se nos manifiesta de muchas maneras; pero, más lo conocemos y más sentimos que nos falta mucho por conocer, pues a Dios jamás lo podremos atrapar en nuestras categorías y en nuestros criterios de conocimiento tan humanos.

San Agustín, hoy que está apareciendo como un referente para acercarnos Dios, afirma que cuando nos atrevemos a decir que algo es Dios, en ese momento lo que afirmamos es justamente lo que no es Dios. Porque Dios nunca se dejará atrapar en nuestros pequeños esquemas mentales. Pero se hace reconocible al corazón, porque a Dios se le conoce amándolo.

Sin querer hacer mucha filosofía, en realidad muchas veces nos damos cuenta de que lo que podemos reconocer con nuestras palabras e ideas, cuando hablamos de la Trinidad, es algo que nos acerca a lo maravilloso y extraordinario de Dios, pero nunca podremos decir ya lo tengo, ya entendí. Porque cuando entendemos algo del misterio de Dios es cuando nos damos cuenta que tenemos que dar un paso más lejos, tenemos que sumergirnos en lo infinito, en lo inalcanzable; pero al mismo tiempo tan sencillo y cercano que se deja tocar y se deja abrazar cuando nos acercamos a él movidos por la fe.

Creer en la Santísima Trinidad no se trata de querer hacer entrar a Dios en lo pequeño de nuestro entendimiento, sino vivir convencidos de que ese gran misterio se hace tan sencillo que lo podemos vivir a cada instante cuando nos detenemos a pensar lo que significa que tengamos a Dios por Padre.

Ahí se abre para nosotros todo un mundo en donde descubrimos a alguien que vive, usando nuestras pobres palabras, totalmente consagrado a nosotros. Alguien que no existe más que para brindarnos la oportunidad de ser dueños de nuestra historia, que se desvela y sueña para nosotros un mundo en donde podamos ser plenamente felices gratuitamente.

Pensar en la Trinidad es reconocer a Jesucristo como el don más grande que Dios nos ha hecho. El don de sí mismo. Cristo es el rostro, el corazón y la vida de Dios que se ha manifestado en la pobreza de nuestro ser humanos, para darnos la alegría de ser, también nosotros, hijos de su Padre.

Cristo es el amor del Padre que no ha conocido límites, que se entregó hasta derramar su sangre, para que en esa sangre pudiésemos ser salvados y llevados al lugar que nos ha ganado junto a su Padre.

Acercarnos a la Trinidad es descubrirnos invadidos por el Espíritu Santo que el Padre nos ha enviado y que Jesús nos ha dejado como abogado, mediador y compañero en nuestro peregrinar.

Con el Espíritu vivimos cobijados por sus dones y con ellos somos capaces de dar frutos que hacen que la vida sea el cumplimiento del sueño de Dios para toda la humanidad.

Finalmente, contemplar la Santísima Trinidad nos permite poner ante nosotros el modelo y el estilo de vida que se nos propone como garantía de felicidad.

En la Trinidad vemos una forma de amar que genera vida, que crea armonía y unidad, que mueve a la comunión, a la confianza y al abandono, que genera alegría.

¿Cómo tendría que inspirarnos la presencia de la Santísima Trinidad para ser también nosotros fermentos de unidad, de comunión en nuestras familias, en nuestros grupos de trabajo, en toda nuestra sociedad?

Habiendo sido introducidos por el bautismo en el misterio de la Trinidad, ¿De qué manera tendríamos que vivir para ser presencia de Dios entre nuestros hermanos? Pidamos para que la presencia del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en nuestras vidas nos ayude a sentir cada día más intenso el deseo de vivir en Dios y para Dios.


ABRIRNOS AL MISTERIO DE DIOS
José A. Pagola

Todo lo que tiene el Padre es mío.

A lo largo de los siglos, los teólogos han realizado un gran esfuerzo por acercarse al misterio de Dios formulando con diferentes construcciones conceptuales las relaciones que vinculan y diferencian a las personas divinas en el seno de la Trinidad. Esfuerzo, sin duda, legítimo, nacido del amor y el deseo de Dios.

Jesús, sin embargo, no sigue ese camino. Desde su propia experiencia de Dios, invita a sus seguidores a relacionarse de manera confiada con Dios Padre, a seguir fielmente sus pasos de Hijo de Dios encarnado, y a dejarnos guiar y alentar por el Espíritu Santo. Nos enseña así a abrirnos al misterio santo de Dios.

Antes que nada, Jesús invita a sus seguidores a vivir como hijos e hijas de un Dios cercano, bueno y entrañable, al que todos podemos invocar como Padre querido. Lo que caracteriza a este Padre no es su poder y su fuerza, sino su bondad y su compasión infinita. Nadie está solo. Todos tenemos un Dios Padre que nos comprende, nos quiere y nos perdona como nadie.

Jesús nos descubre que este Padre tiene un proyecto nacido de su corazón: construir con todos sus hijos e hijas un mundo más humano y fraterno, más justo y solidario. Jesús lo llama “reino de Dios” e invita a todos a entrar en ese proyecto del Padre buscando una vida más justa y digna para todos empezando por sus hijos más pobres, indefensos y necesitados.

Al mismo tiempo, Jesús invita a sus seguidores a que confíen también en él: “No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios; creed también en mí”. Él es el Hijo de Dios, imagen viva de su Padre. Sus palabras y sus gestos nos descubren cómo nos quiere el Padre de todos. Por eso, invita a todos a seguirlo. El nos enseñará a vivir con confianza y docilidad al servicio del proyecto del Padre.

Con su grupo de seguidores, Jesús quiere formar una familia nueva donde todos busquen “cumplir la voluntad del Padre”. Ésta es la herencia que quiere dejar en la tierra: un movimiento de hermanos y hermanas al servicio de los más pequeños y desvalidos. Esa familia será símbolo y germen del nuevo mundo querido por el Padre.

Para esto necesitan acoger al Espíritu que alienta al Padre y a su Hijo Jesús: “Vosotros recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros y así seréis mis testigos”. Éste Espíritu es el amor de Dios, el aliento que comparten el Padre y su Hijo Jesús, la fuerza, el impulso y la energía vital que hará de los seguidores de Jesús sus testigos y colaboradores al servicio del gran proyecto de la Trinidad santa.

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PARA NOSOTROS TRINIDAD ES UNA UNIDAD
Fray Marcos

De Dios no sabemos ni podemos saber nada, ni falta que nos hace. Tampoco necesitamos saber lo que es la vida fisiológica, para poder tener una salud de hierro. La necesidad de explicar a Dios es fruto del yo individual que se fortalece cuando se contrapone a todo bicho viviente, incluido Dios. Cuando el primer cristianismo se encontró de bruces con la filosofía griega, aquellos pensadores hicieron un esfuerzo para “explicar” el evangelio desde su filosofía. Ellos se quedaron tan anchos, pero el evangelio quedó hecho polvo.

El lenguaje teológico de los primeros concilios, hoy, no lo entiende nadie. Los conceptos metafísicos de “sustancia”, “naturaleza” “persona” etc. no dicen absolutamente nada al hombre de hoy. Es inútil seguir empleándolos para explicar lo que es Dios o cómo debemos entender el mensaje de Jesús. Tenemos que volver a la simplicidad del lenguaje evangélico y a utilizar la parábola, la alegoría, la comparación, el ejemplo sencillo, como hacía Jesús. Todos esos apuntes tienen que ir encaminados a la vivencia no a la razón.

Pero además, lo que la teología nos ha dicho de Dios Trino, se ha dejado entender por la gente sencilla de manera descabellada. Incluso en la teología más tradicional y escolástica, la distinción de las tres “personas”, se refiere a su relación interna (ab intra). Quiere decir que hay distinción entre ellas, solo cuando se relacionan entre sí. Cuando la relación es con la creación (ad extra), no hay distinción ninguna; actúan siempre como UNO. A nosotros solo llega la Trinidad, no cada una de las “personas” por separado. No estamos hablando de tres en uno sino de una única realidad que es relación.

Cuando se habla de la importancia que tiene la Trinidad en la vida cristiana, se está dando una idea falsa de Dios. Lo único que nos proporciona la explicación trinitaria de Dios es una serie de imágenes útiles para nuestra imaginación, pero nunca debemos olvidar que son imágenes. Mi relación personal con Dios siempre será como UNO. Debemos superar la idea de que crea el Padre, salva el Hijo y santifica el Espíritu. Esta manera de hablar es metafórica. Todo en nosotros es obra del único Dios.

Lo que experimentaron los primeros cristianos es que Dios podía ser a la vez: Dios que es origen, principio, (Padre); Dios que se hace uno de nosotros (Hijo); Dios que se identifica con cada uno de nosotros (Espíritu). Nos están hablando de Dios que no está encerrado en sí mismo, sino que se relaciona dándose totalmente a todos y a la vez permaneciendo Él mismo. Un Dios que está por encima de lo uno y de lo múltiple. El pueblo judío no era un pueblo filósofo, sino vitalista. Jesús nos enseñó que, para experimentar a Dios, el hombre tiene que mirar dentro de sí mismo (Espíritu), mirar a los demás (Hijo) y mirar a lo trascendente (Padre).

Lo importante en esta fiesta sería purificar nuestra idea de Dios y ajustarla a la idea que de Él nos transmitió Jesús. Aquí sí que tenemos tarea por hacer. Como cartesianos, intentamos una y otra vez acercarnos a Dios por vía intelectual. Creer que podemos encerrar a Dios en conceptos, es ridículo. A Dios no podemos comprenderle, no porque sea complicado, sino porque es absolutamente simple y nuestra manera de conocer es analizando y dividiendo la realidad. Toda la teología que se elaboró para explicar a Dios es absurda, porque Dios ni se puede ex-plicar, ni com-plicar o im-plicar. Dios no tiene partes que podemos analizar.    

Entender a Dios como Padre Todopoderoso nos conduce al poder de la omnipotencia y la capacidad de hacer lo que se le antoje. Los “poderosos” han tenido mucho interés en desplegar esa idea de Dios. Según esa idea, lo mejor que puede hacer un ser humano es parecerse a Él, es decir, intentar ser más, ser grande, tener poder. Pero ¿de qué sirve ese Dios a la inmensa mayoría de los mortales que se sienten insignificantes? ¿Cómo podemos proponerles que su objetivo es identificarse con Dios? Por fortuna Jesús nos dice todo lo contrario, y el AT también, pues Dios, empieza por estar al lado, no del faraón, sino del pueblo esclavo.

Un Dios que premia y castiga, es verdaderamente útil para mantener a raya a todos los que no se quieren doblegar a las normas establecidas. Machacando a los que no se amoldan, estoy imitando a Dios que hace lo mismo. Cuando en nombre de Dios prometo el cielo (toda clase de bienes) estoy pensando en un dios que es amigo de los que le obedecen. Cuando amenazo con el infierno (toda clase de males) estoy pensando en un dios que, como haría cualquier mortal, se venga de los que no se someten. 

Pensar que Dios utiliza con el ser humano el palo o la zanahoria como hacemos nosotros con los animales que queremos domesticar, es hacer a Dios a nuestra imagen y semejanza y ponernos a nosotros mismos al nivel de los animales. Pero resulta que el evangelio dice todo lo contrario. Dios es amor incondicional y para todos. No nos ama porque somos buenos sino porque Él es bueno. No nos ama cuando hacemos lo que Él quiere, sino siempre. Tampoco nos rechaza por muy malos que lleguemos a ser.

Un dios en el cielo puede hacer por nosotros algo de vez en cuando, si se lo pedimos con insistencia. Pero el resto del tiempo nos deja abandonados a nuestra suerte. El Dios de Jesús está identificado con nosotros. Siendo ágape no puede admitir intermediarios. Esto no es útil para ningún poder o institución. Pero ese es el Dios de Jesús. Ese es el Dios que, siendo Espíritu, tiene como único objetivo llevarnos a la plenitud de la verdad. Y aquí “Verdad” no es conocimiento sino Vida. El Espíritu nos empuja a ser auténticos.

Un Dios condicionado a lo que hagamos o dejemos de hacer, no es el Dios de Jesús. Esta idea, radicalmente contraria al evangelio ha provocado más sufrimiento y miedo que todas las guerras juntas. Sigue siendo la causa de las mayores ansiedades que no dejan a las personas ser ellas mismas. Cada vez que predico que Dios es amor incondicional, viene alguien a recordarme: pero es también justicia. ¿Cómo puede querer Dios a ese desgraciado pecador igual que a mí, que cumplo todo lo que Él mandó?

Lo que acabamos de leer del evangelio de Jn, no hay que entenderlo como una profecía de Jesús antes de morir. Se trata de la experiencia de los cristianos que llevaban setenta años viviendo esa realidad del Espíritu dentro de cada uno de ellos. Ellos saben que gracias al Espíritu tienen la misma Vida de Jesús. Es el Espíritu el que haciéndoles vivir, les enseña lo que es la Vida. Esa Vida es la que desenmascara toda clase de muerte (injusticia, odio, opresión). La experiencia pascual consistió en llegar a la misma vivencia interna de Dios que tuvo Jesús. Jesús intentó hacer partícipes, a sus seguidores, de esa vivencia.

S. Juan de la Cruz

Entreme donde no supe, / y quedeme no sabiendo.
Yo no supe donde entraba, / pero cuando allí me vi, /sin saber donde me estaba, /
grandes cosas entendí; / no diré lo que sentí, / que me quedé no sabiendo.
Estaba tan embebido, /tan absorto y agenado, / que se quedó mi sentido /
de todo sentir privado, /y mi espíritu dotado / de un entender no entendiendo.
El que allí llega de vero / de sí mismo desfallece; / cuanto sabía primero /
Mucho bajo le parece, / y su sciencia tanto crece, / que se queda no sabiendo.
Este saber no sabiendo / es de tan alto poder, / que los sabios arguyendo /
jamás lo podrán vencer, / que no llega su saber / ano entender entendiendo.
Y si lo queréis oír, / consiste esta suma sciencia / en un subido sentir /
De la divinal esencia; / es obra de su clemencia / hacer quedar no entendiendo, /
Toda sciencia trascendiendo.

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¿UN DIOS SOLITARIO O UN DIOS-COMUNIÓN?
Fernando Armellini

Introducción

¿Cuál es el carnet de identidad de los cristianos? ¿Qué característica los distingue de los creyentes de otras religiones? No el amor al prójimo; otras religiones, lo sabemos, hacen el bien a los demás. No la oración; también los musulmanes oran. No la fe en Dios; incluso los paganos la tienen. No basta creer en Dios. Lo importante es saber en qué Dios se cree. ¿Es una ´entidad´ o es ‘alguien’? ¿Es un padre que quiere comunicar su vida o un potentado que busca nuevos súbditos?

Los musulmanes dicen: Dios es el Absoluto. Es el Creador que habita allá arriba, que gobierna desde lo alto, no desciende nunca; es juez que espera la hora de pedir cuentas. Los hebreos, por el contrario, afirman que Dios camina con su pueblo, se manifiesta dentro de la historia, busca la alianza con el hombre. Los cristianos celebran hoy la característica específica de su fe: creen en un Dios Trinidad. Creen que Dios es el Padre que ha creado el universo y lo dirige con sabiduría y amor; creen que no se ha quedado en el cielo, sino que su Hijo, imagen suya, ha venido a hacerse uno de nosotros; creen que lleva a cumplimiento su proyecto de Amor con su fuerza, con su Espíritu.

Toda idea o expresión de Dios tiene una consecuencia inmediata sobre la identidad del hombre. En el rostro de todo cristiano debe reflejarse el rostro de Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Imagen visible de la Trinidad debe ser la Iglesia, que todo lo recibe de Dios y todo lo da gratuitamente, que se proyecta toda, como Jesús, hacia los hermanos y hermanas en una actitud de incondicional disponibilidad. En ella la diversidad no es eliminada en nombre de la unidad sino considerada como riqueza.

Se debe descubrir la huella de la Trinidad en las familias convertidas en signo de un auténtico diálogo de amor, de mutuo entendimiento y disponibilidad a abrir el corazón a quien tiene necesidad de sentirse amado.

Evangelio

Es la quinta vez que, en el evangelio de Juan, Jesús promete enviar al Espíritu y afirma que será éste el que lleve a cumplimiento el proyecto del Padre. Sin su acción, los hombres no podrían recibir la Salvación. El pasaje comienza con las palabras de Jesús: “Muchas cosas me quedan por decirles, pero ahora no pueden comprenderlas” (v. 12). Estas palabras sugerirían la idea de que Jesús, habiendo vivido con sus discípulos pocos años, no ha tenido la posibilidad de trasmitirles todo su mensaje; y así, para no dejar incompleta su misión, interrumpida bruscamente por la muerte, habría enviado al Espíritu Santo a anunciar lo que aún faltaba.

No es este el significado. Jesús les ha dicho claramente que no tiene otras revelaciones que hacer: “A ustedes… les he dado a conocer todo lo que escuché de mi Padre” (Jn 15,15). Y en el evangelio de hoy dice que el Espíritu no añadirá nada a lo que Él les ha dicho: “No hablará por su cuenta, sino que dirá lo que ha oído…y se lo explicará a ustedes (vv. 13-14). No tendrá la tarea de completar o ampliar el mensaje sino la de iluminar a los discípulos para hacerles comprender de manera correcta lo que el Maestro ha enseñado. Jesús no explica todo no por falta de tiempo sino por la incapacidad de sus discípulos de “soportar el peso” de su mensaje. ¿De qué se trata? ¿Cuál es este peso insoportable?

El peso de la cruz. Los razonamientos y explicaciones humanas nunca podrán llegar a entender que el proyecto de Salvación de Dios pasa por el fracaso, la derrota, la muerte de su Hijo a manos de los impíos; es imposible entender que la vida solo se logra pasando a través de la muerte, del don gratuito de sí. Esta es la ‘verdad total’, muy pesada, imposible de soportar sin la ayuda del Espíritu.

En la primera lectura hemos considerado el proyecto del Padre en la Creación; en la segunda, se nos ha explicado que este proyecto es realizado por el Hijo, pero no sabíamos todavía que el camino que lleva a la Salvación nos resultaría no solo extraño sino incluso absurdo. Es ésta la razón por la que es necesaria la obra del Espíritu. Solo su impulso puede producir nuestra adhesión al proyecto del Padre y a la obra del Hijo.

Les anunciará el futuro (v. 13). No se trata, como afirman los testigos de Jehová, de previsiones sobre el fin del mundo, sino de las implicaciones concretas del mensaje de Jesús. No basta leer lo que está escrito en el Evangelio, es necesario aplicarlo a las situaciones concretas del mundo de hoy. Los discípulos de Cristo no se engañarán nunca en estas interpretaciones si siguen los impulsos del Espíritu, porque Él es el encargado de guiar hacia “la verdad plena” (v. 13).

¿A quién se revela el Espíritu? Todos los discípulos de Cristo son instruidos y guiados por el Espíritu: “Ustedes conserven la unción que recibieron de Jesucristo y no tendrán necesidad de que nadie les enseñe…Lo que les enseñé consérvenlo” (1 Jn 2,27).

En los Hechos de los Apóstoles, un episodio muestra el modo y el contexto privilegiado en que el Espíritu ama manifestarse. En Antioquía, mientras los discípulos están reunidos para el culto del Señor, el Espíritu ‘habla’, revela sus proyectos, su voluntad, sus decisiones (cf. Hch 13,1-2). Oración, reflexión, meditación de la Palabra, diálogo fraterno, crean las condiciones que permiten al Espíritu revelarse. Él no hace llover milagrosamente del cielo las soluciones, no reserva sus iluminaciones a algún miembro privilegiado de la comunidad, no substituye al esfuerzo humano sino que acompaña la búsqueda apasionada de la voluntad del Señor que los discípulos realizan juntos. Esta es la razón por la que, en la Iglesia primitiva, cada uno era invitado a compartir con los hermanos lo que durante el encuentro comunitario el Espíritu le sugería para la edificación de todos (cf. 1 Cor 14).

Él me dará gloria (v. 14). Glorificar no quiere decir aplaudir, exaltar, incensar, magnificar. Jesús no tiene necesidad de estos honores. Es ‘glorificado’ cuando realiza el proyecto de Salvación del Padre: cuando el malvado se convierte en justo, el necesitado recibe ayuda, el que sufre encuentra alivio, el desesperado descubre la esperanza, el tullido se alza, el leproso queda limpio. Jesús ha glorificado al Padre porque ha llevado a cabo la obra de Salvación que le había encomendado.

El Espíritu a su vez glorifica a Jesús porque abre las mentes y los corazones de los hombres a su Evangelio, les da fuerza para amar incluso a los enemigos, renueva las relaciones entre las personas y crea una sociedad fundada sobre la Ley del Amor. He aquí la gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu: Un mundo en el que todos seamos sus hijos y vivamos felices.

http://www.bibleclaret.org


La misión nace de la Trinidad-Amor
Romeo Ballan, MCCJ

La fiesta de hoy es una provocación abierta sobre la realidad de Dios y nuestra percepción de Él. Hay una pregunta insistente en el corazón de los creyentes de todas las religiones: ¿Cómo es Dios por dentro? ¿Cómo vive, qué hace Dios? ¿Hasta qué punto tiene interés por el hombre? ¿Por qué los hombres se interesan por Dios?… Y así otras muchas preguntas. A menudo las respuestas son convergentes, otras veces son opuestas, dependiendo de las capacidades de la mente humana y de la experiencia de cada uno. El misterio de Dios es una realidad objetiva que habla por sí sola, y que el corazón humano no puede eludir, a pesar de algunas pretensiones del ateísmo. El misterio divino adquiere para nosotros una luz nueva y valores sorprendentes, desde que Jesús -Dios en carne humana- vino a revelarnos la identidad verdadera y total de nuestro Dios, que es comunión plena de Tres Personas.

Los manuales de catecismo sintetizan con facilidad el misterio divino diciendo que “hay un solo Dios en tres Personas”. Con esto ya se ha dicho todo, pero todo queda aún abierto para ser comprendido, acogido con amor y adorado en la contemplación. El tema tiene una importancia central para la actividad misionera. Con facilidad se afirma igualmente que todos los pueblos –incluidos los no cristianos- saben que Dios existe; por tanto, también los paganos creen en Dios. Esta verdad compartida –aun con diferencias y reservas- es la base que hace posible el diálogo entre las religiones, y en particular el diálogo entre cristianos y otros creyentes. Sobre la base de un Dios único común a todos, es posible tejer un entendimiento entre los pueblos para concertar acciones en favor de la paz, defensa de los derechos humanos, proyectos de desarrollo. Pero esta no es más que una parte de la tarea evangelizadora de la Iglesia, la cual ofrece al mundo un mensaje más novedoso y objetivos de mayor alcance.

Para un cristiano no es suficiente fundamentarse en el Dios único, y mucho menos lo es para un misionero, consciente de la extraordinaria revelación recibida por medio de Jesucristo, una revelación que abarca todo el misterio de Dios, en su unidad y trinidad. El Dios cristiano es uno, pero no solitario. El Evangelio que el misionero lleva al mundo, además de reforzar y perfeccionar la comprensión del monoteísmo, nos abre al inmenso, sorprendente misterio de Dios, que es comunión de Personas. La fiesta de la Trinidad es fiesta de la comunión: la comunión de Dios dentro de sí mismo, la comunión entre Dios y nosotros; la comunión que estamos llamados a vivir, anunciar, construir entre nosotros.

Trinidad no es un concepto que se explica, sino una experiencia que se vive. Tras haber escrito páginas hermosas sobre la Trinidad, San Agustín decía: “Si ves el amor, ves a la Trinidad”. Se puede experimentar sin poderlo explicar. Esto no significa renunciar a pensar. Todo lo contrario: significa pensar a partir de la vida. Como lo hace la Biblia, que nos brinda una clave para comprender la realidad divina, narrando hechos: no nos dice quién-cómo es Dios, pero nos narra lo que Él ha hecho por su pueblo. La liberación de Egipto (Éxodo) no es una idea abstracta, es un evento, una experiencia, el paso de la esclavitud a la libertad; del hecho se pasa a la comprensión de la realidad divina. Jesús nos habla del amor de Dios utilizando las imágenes familiares de padre, madre, hijos, amigos.

Las tres lecturas de esta fiesta nos hablan sucesivamente de las tres Personas de la Trinidad Santa. El Padre se presenta en el rol de creador del universo (I lectura): Dios no aparece solitario, sino compartiendo con Alguien más -una misteriosa Sabiduría- su proyecto de creación. Todo ha sido creado con amor; todo es hermoso, bueno; Dios se revela enamorado, celoso de su creación (v. 30-31). ¡Dichoso el que sabe reconocer la belleza de la obra de Dios! (salmo responsorial). Se encuentran aquí los fundamentos teológicos y antropológicos de la ecología y de la bioética. El Hijo (II lectura) ha venido a restablecer la paz con Dios (v. 1); y el Espíritu Santo derrama en nuestros corazones el amor de Dios (v. 5). El Dios cristiano es cercano a cada persona, habita en ella, actúa en su favor. Impulsa a la misión.

Para el cristiano la Trinidad es presencia amiga, compañía silenciosa pero reconfortante, como decía santa Teresa de Lisieux, misionera en su monasterio: “He encontrado mi cielo en la Santa Trinidad que mora en mi corazón”. El misterio de Dios es tan rico e inagotable que nos sobrepasa siempre. Los mismos apóstoles (Evangelio) eran incapaces de “cargar” con todo el misterio divino. Por eso, Jesús ha confiado al “Espíritu de la verdad” la tarea de guiarlos “hasta la verdad plena” y comunicarles “lo que está por venir” (v. 12-13). La ‘carga’ mayor del misterio de Dios es ciertamente la cruz: el dolor en el mundo, la muerte, el sufrimiento de los inocentes, la muerte misma del Hijo de Dios en la cruz… Sin embargo, gracias a la luz-amor-fuerza interior del Espíritu prometido por Jesús, este misterio adquiere sentido y valor. Hasta el punto que Pablo (II lectura) se gloriaba “en las tribulaciones” (v. 3); Francisco de Asís encontraba la “perfecta alegría” en las situaciones negativas y alababa a Dios por “la hermana muerte”; Daniel Comboni llegó a escribir al final de su vida: “Soy feliz en la cruz, que, llevada de buena gana por amor de Dios, genera el triunfo y la vida eterna”. ¡Tan solo Dios-Amor puede iluminar incluso la absurda locura de la cruz!

Dios-Amor sostiene a los mártires y a los misioneros del Evangelio. Porque la Iglesia misionera tiene su origen en el amor del Padre, fuente del amor, por medio del Hijo, con la fuerza del Espíritu, como afirma el Concilio Vaticano II (AG 2).De ahí el binomio inseparable de amor-misión.

No corromper el concepto “Pueblo”

+ Felipe Arizmendi Esquivel
Obispo Emérito de SCLC

foto: freepik

HECHOS

A pesar de que el 87% de los electores en México no participamos en las recientes elecciones del Poder Judicial, como una forma de expresar nuestra inconformidad con esa ocurrencia del sexenio anterior, se sigue proclamando que fue el pueblo quien eligió a los nuevos jueces y magistrados, y que el pueblo manda, y que todo con el pueblo y nada sin el pueblo, y que el pueblo decide… ¿Y los que decidimos no votar, no somos pueblo? ¿Nosotros no contamos? ¿Nuestra abstención no es expresión de la voluntad mayoritaria de un pueblo? ¿Nuestro silencio a la hora de votar no es una voz a los cuatro vientos? En vez de descalificar a las instancias internacionales que han criticado esa forma de elegir al poder judicial, habría que analizar, desapasionadamente, la expresión de un pueblo que decidió no votar, a pesar de tanta propaganda con que quisieron convencernos de hacerlo. Nuestra abstención ha sido una expresión mayoritariamente popular.

En mi pueblo, con 1,200 ciudadanos con derecho a votar, sólo acudieron 60; el 5% solamente. Y los que votaron, la mayoría fueron adultos mayores, a quienes el régimen tiene atados con la amenaza de que, si no lo hacen, pierden sus apoyos de los programas sociales. Algunos fueron a la casilla a anular su voto, por la misma razón. ¿Sólo se escucha a los adultos mayores que aplauden lo que el gobierno pide? ¿Ese es el pueblo del que tanto presumen? Y nosotros, los que no estamos atados por los programas sociales del gobierno, ¿no somos pueblo?

Hay diferentes maneras de tomar en cuenta al pueblo. Hay una forma de democracia, que es el poder del pueblo, que es representativa, cuando se eligen, por ejemplo, gobernantes o legisladores, a quienes el voto popular legitima. Hay otras democracias más participativas, como cuando se hace un referendum o un plebiscito, legalmente autorizado. No es un voto a mano alzada en un mitin de los propios seguidores. En los pueblos originarios que conservan la riqueza de su cultura, nadie se hace campaña, sino que el pueblo, en asamblea abierta, elige a quien considera más idóneo para los diversos cargos, aunque se resistan.

En nuestra Iglesia, que no es democrática, hay una forma de que el pueblo participe, por ejemplo, en los consejos pastorales, que están prescritos por nuestra legislación canónica, y en tantas otras formas de participación. La elección de los obispos no se hace por voto popular; pero hay un sistema de consultas para escuchar a diversos miembros del Pueblo de Dios. Se hace en forma muy reservada, pero muy efectiva. No se decide por voto mayoritario en un mitin, que puede estar sujeto a múltiples manipulaciones. Aún más, si alguien se hace campaña para ser obispo, por ese mismo hecho queda ya descalificado. El reciente Sínodo sobre la sinodalidad pide que se consulte más al pueblo para esta elección, pero la decisión no depende de la mayoría de votos. El Papa, habiendo analizado en oración las opiniones y propuestas que le llegan de todo el mundo, toma la decisión final. Jesucristo no nos estableció como democracia, pero sí como Pueblo de Dios con participación y comunión. En la elección del Papa todos participamos, no emitiendo un voto, sino orando al Espíritu Santo para que ilumine a los cardenales electores; y esta nuestra oración fue escuchada; todos participamos en su elección.

ILUMINACION

El Papa Francisco, en su encíclica Fratelli tutti, dice:“Hay líderes populares capaces de interpretar el sentir de un pueblo, su dinámica cultural y las grandes tendencias de una sociedad. El servicio que prestan, aglutinando y conduciendo, puede ser la base para un proyecto duradero de transformación y crecimiento, que implica también la capacidad de ceder lugar a otros en pos del bien común. Pero deriva en insano populismo cuando se convierte en la habilidad de alguien para cautivar en orden a instrumentalizar políticamente la cultura del pueblo, con cualquier signo ideológico, al servicio de su proyecto personal y de su perpetuación en el poder. Otras veces busca sumar popularidad exacerbando las inclinaciones más bajas y egoístas de algunos sectores de la población. Esto se agrava cuando se convierte, con formas groseras o sutiles, en un avasallamiento de las instituciones y de la legalidad.

Los grupos populistas cerrados desfiguran la palabra “pueblo”, puesto que en realidad no hablan de un verdadero pueblo. En efecto, la categoría de “pueblo” es abierta. Un pueblo vivo, dinámico y con futuro es el que está abierto permanentemente a nuevas síntesis incorporando al diferente. No lo hace negándose a sí mismo, pero sí con la disposición a ser movilizado, cuestionado, ampliado, enriquecido por otros, y de ese modo puede evolucionar.

Otra expresión de la degradación de un liderazgo popular es el inmediatismo. Se responde a exigencias populares en orden a garantizarse votos o aprobación, pero sin avanzar en una tarea ardua y constante que genere a las personas los recursos para su propio desarrollo, para que puedan sostener su vida con su esfuerzo y su creatividad. En esta línea dije claramente que estoy lejos de proponer un populismo irresponsable. Por una parte, la superación de la inequidad supone el desarrollo económico, aprovechando las posibilidades de cada región y asegurando así una equidad sustentable. Por otra parte, los planes asistenciales, que atienden ciertas urgencias, sólo deberían pensarse como respuestas pasajeras” (Nos. 159-161).

ACCIONES

Todos nosotros somos pueblo, como sociedad y como Iglesia. No esperemos que todo lo haga y decida el gobierno civil o eclesiástico. Aportemos nuestra palabra y nuestra acción, porque somos miembros vivos de un cuerpo vivo.

El comboniano P. Rafael Savoia, doctor honoris causa por la PUCE

El misionero comboniano P. Rafael Savoia acaba de ser galardonado con el título de doctor honoris causa por la Pontificia Universidad Católica de Ecuador, sede Esmeraldas, en reconocimiento a su gran labor en favor de los pueblos afroamericanos.

pastoralafrocali.org

El padre Rafael Savoia, misionero comboniano del norte de Italia, es sinónimo de historia viva, de compromiso sin pausa y de una vida tejida entre los rostros, las luchas y las esperanzas de los pueblos afrodescendientes de América Latina. Lleva más de cinco décadas en el corazón del continente, el pueblo ecuatoriano todavía lo busca en Bogotá y donde pueda encontrarlo. Fue en el país vecino donde hizo lo más profundo de su carrera.

La Pontificia Universidad Católica del Ecuador (PUCE), sede Esmeraldas, lo reconoció recientemente como Doctor Honoris Causa. Es un homenaje más que merecido: acompañó, defendió y caminó junto a sus comunidades afro como un hermano más.

Rafael Savoia llegó a Ecuador en los años 60, específicamente a Esmeraldas, la población más importante en las selvas de su costa norte. Hoy reside en Bogotá y todavía alza la voz por la dignidad, el derecho a la identidad y la justicia social. Fue uno de los grandes impulsores de la Pastoral Afro, una realidad eclesial nacida no en los escritorios, sino desde la vida misma, desde la convivencia con las comunidades negras. Entre ellas pensó, soñó, luchó y tejió una Pastoral con rostro propio, una teología negra que le puso cuerpo y alma a la resistencia y la espiritualidad de los afrodescendientes.

Su compromiso va más allá de lo pastoral y el acompañamiento espiritual. Él es, literalmente, una biblioteca andante. Conoce la historia, la cultura, los mitos, los cantos y las luchas de muchísimos pueblos afro de América y el Caribe. Es un sabio humilde, de esos que no necesitan títulos para que uno sepa que está frente a alguien que ha vivido mucho, ha escuchado mucho más, y lo ha atesorado todo para compartirlo con las lideranzas que más lo necesitan.

Recorrió de forma minuciosa los territorios afro de toda América Latina para entrevistar líderes y lideresas y comprarles sus libros. Su conocimiento y los frutos de sus andanzas son un acervo esencial para preservar la memoria de nuestros pueblos y evitar que se le borre o se silencie.

Ese esfuerzo continental de documentación se tradujo en obras que hoy son referencia obligada para quienes estudian la historia, la espiritualidad y la resistencia afroamericana.

Entre sus obras destacan:

El Negro en la historia, un análisis profundo de las raíces y aportes de las comunidades afrodescendientes que coordinó por grupos e países y después consolidó en América Latina.

Presencia Comboniana entre los Afroamericanos, que recoge 40 años de trabajo misionero de su congregación con los pueblos afro.

Historia de la Pastoral Afroamericana en la Iglesia, una obra esencial para comprender cómo se tejió, desde abajo, una propuesta pastoral con identidad propia.

Savoia también impulsó KatangaRevista de Teología Afrolatinoamericana; abierta al público desde sus inicio, expuso los avances en la reflexión eclesial desde diferentes formas de ver y vivir los territorios afro.

Su influencia es profunda en Colombia, donde ayudó a fortalecer la Pastoral Afrocolombiana y a fundar el Centro Afrocolombiano de Espiritualidad y Desarrollo Integral (CAEDI). O, como a él le gusta llamarlo, el Centro afro de Bogotá. Es un espacio de formación, encuentro y difusión de la cultura y la herencia africana en todos sus matices. Desde ahí impulsó la creación de una base de datos virtual con materiales educativos y culturales afro, Un recurso así de valioso para educadores, activistas y comunidades, debe reconocerse y preservarse, asegurar que cumpla su función a favor de los liderazgos afrodescendientes.

Lo más hermoso de todo es que, para Savoia, ser misionero no significa enseñar desde arriba, sino compartir desde el mismo suelo. Su manera de evangelizar se aleja de esquemas colonialistas y se convierte en ejercicio de escucha, diálogo y aprendizaje mutuo. La Pastoral Afro que él ayudó a soñar y construir, es un referente para  Esmeraldas, Imbabura, Carchi y Guayas, en Ecuador. Se une al trabajo de su congregación para darnos un modelo de crecimiento pastoral profundamente eclesial y crucial para la Patria Grande.

Hoy tiene 82 años bien vividos. Rafael Savoia, sacerdote misionero comboniano, recibió un título honorífico; apenas uno de los que el cariño, el respeto y el reconocimiento de generaciones enteras le entregarían con generosidad. Porque la sabiduría que hay en él es memoria, corazón y fe encarnada en la vida de los pueblos que quiso conocer, homenajear y preservar.

Germán Fernando Angulo Asprilla

LMC en la misión de Metlatónoc: un testimonio de fe y servicio

Los planes de Dios son perfectos, caminamos paso a paso, vivimos un proceso y esperamos llegar a la meta para continuar el camino que nos inspira al encontrarnos con el Pueblo que sigue buscándolo para experimentar su Amor y protección.

Durante nuestras visitas misioneras en Metlatónoc, hemos tenido la oportunidad de conocer a gente increíble y de visualizar proyectos que buscan responder a las necesidades básicas que las personas nos manifiestan, identificadas desde la luz del Evangelio. Hemos visto la resiliencia y la determinación de la comunidad para superar los desafíos y mejorar su entorno; hay retos en el pueblo que nos cuestionan profundamente para que nosotros como Laicos misioneros tengamos una presencia permanente entre ellos, para entender más su historia, su cultura y también sus problemas, donde podemos ser signos de esperanza y del Reino de Dios, pero también colaborar a partir de nuestra fe en los procesos de formación humana y cristiana.

La llave para entrar al corazón del pueblo es viviendo y anunciando el evangelio, Palabra que se encarna en la caridad con las personas más vulnerables, enfermos, niños desnutridos, personas analfabetas, mujeres maltratadas… un espacio donde con Amor y paciencia compartiremos la experiencia del encuentro de Dios reconociendo también los lugares Sagrados, costumbres de la religiosidad popular y rituales. Queremos vivir con la gente inculturando nuestra fe viva en el Verbo que se hizo persona que vive en cada lugar, respetando el lenguaje, el pensamiento, la libertad de cada individuo, de cada familia, cada pueblo y de cada cultura. Somos misioneros frágiles que se sienten llamados por Cristo Vivo dispuestos a superar lo que nos esclaviza sabiendo que todo lo podemos en Aquel que nos fortalece y nos ha elegido para realizar esta tarea especifica.

La misión no es tarea de una persona o de un grupo específico, la misión es primeramente de Dios, es obra del Espíritu, pero el Señor Jesús nos llama a todos a ser testigos de su evangelio, la obra misionera es Trinitaria es decir que se hace en comunidad. Como Laicos Misioneros Combonianos (LMC), sabemos que nuestra labor evangelizadora es en comunión con los sacerdotes y demás agentes pastorales y con el pueblo. Inspirados en San Daniel Comboni “salvar África con África” valorizamos la inclusión de las personas del lugar para evangelizar ya que ellos son los dueños de su historia, de su lengua y de sus costumbres, de otra manera no sería posible inculturar el Evangelio. Es esto lo que hace bella la misión, es esto lo que da esperanza y es esto lo que nos fortalece para cargar también las cruces de nuestro caminar como testigos de la Verdad.

Para concluir te invito para que tú, tu familia y tu comunidad se unan al proyecto misionero en Metlatónoc. ¿Qué vas a hacer para apoyar esta misión? Por favor reza por nosotros ya que esa es la fuerza principal de la misión, Santa Teresita del Niño Jesús fue misionera desde su enfermedad (un dolor que salva), desde la oración. Pero también es importante tu colaboración económica, ya desde el principio del cristianismo los primeros misioneros, como San Pablo, necesitaron del apoyo económico de algunos bienhechores. Lo que se da con amor para los que anuncian el evangelio es Dios quien lo recompensa, decídete y súmate al proyecto comparte tu tiempo y habilidades en este servicio ya que “Todos Unidos por la Misión LMC en Metlatónoc: un testimonio de fe y servicio”.

Bety Maldonado, LMC

Domingo de Pentecostés

Los Cuatro Pentecostés

Año C – Tiempo Pascual – Domingo 8º – Pentecostés
Evangelio: Juan 20,19-23

Hoy la Iglesia celebra la gran solemnidad de Pentecostés, la fiesta de la venida del Espíritu Santo, cincuenta días después de la Pascua, según el relato de los Hechos de los Apóstoles (véase la primera lectura). Pentecostés, que significa “quincuagésimo (día)” en griego, era una fiesta judía, una de las tres grandes peregrinaciones al Templo de Jerusalén: la Pascua, Pentecostés y la Fiesta de las Tiendas (la fiesta de la cosecha en otoño). Era una celebración agrícola de acción de gracias por los primeros frutos de la cosecha, celebrada el día 50 después de la Pascua. También se la llamaba “Fiesta de las Semanas”, ya que tenía lugar siete semanas después de la Pascua. Esta fiesta agrícola fue asociada más tarde al recuerdo de la entrega de la Ley o Torá por parte de Moisés en el monte Sinaí.

El Pentecostés cristiano es el cumplimiento y la conclusión del tiempo pascual. Es nuestra Pascua, el paso a una nueva condición, ya no bajo el dominio de la Ley, sino guiados por el Espíritu. Es la fiesta del nacimiento de la Iglesia y el comienzo de la Misión.

Las lecturas de la fiesta nos presentan, en realidad, cuatro venidas del Espíritu Santo, o cuatro modos distintos pero complementarios de su presencia. Podríamos decir que hay cuatro “Pentecostés”.

1. El Pentecostés de la Iglesia

La primera lectura (Hechos 2,1-11) nos muestra una venida del Espíritu sorprendente, impetuosa y luminosa:
“Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente, vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa donde estaban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego, que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse.”
Es una venida que provoca asombro y admiración, entusiasmo y euforia, consuelo y valentía. Es totalmente gratuita, impredecible y nunca programable. Son casos excepcionales. Algunos están recogidos en el libro de los Hechos, y ha habido otros a lo largo de la historia de la Iglesia, quizá menos espectaculares, pero siempre profundamente fecundos. De hecho, Pentecostés siempre viene seguido de una primavera eclesial. ¡Y Dios sabe cuánto la necesitamos en este invierno eclesial que vivimos en Occidente! Solo la oración constante de la Iglesia, la humilde paciencia del sembrador y la docilidad al Espíritu pueden alcanzar tal gracia.

2. El Pentecostés del mundo

La efusión del Espíritu se extiende a toda la creación. Él es “el que da la vida y santifica el universo” (Plegaria Eucarística III). Es Él quien “lleva el polen de la primavera al corazón de la historia y de todas las cosas” (Ermes Ronchi). Por eso, con el salmista, invocamos el Pentecostés sobre toda la tierra: “Envía tu Espíritu, Señor, y renueva la faz de la tierra.” (Salmo 103/104)
Esta debería ser una oración típica y habitual del cristiano: invocar el Pentecostés sobre el mundo, sobre las dinámicas que rigen nuestra vida social, sobre los acontecimientos de la historia. Todos se quejan de “cómo está el mundo”, del “mal espíritu” que lo mueve… pero ¿cuántos de nosotros invocamos realmente al Espíritu sobre las personas, las situaciones y los hechos de nuestra vida diaria?

3. El Pentecostés de los carismas o del servicio

El apóstol Pablo, en la segunda lectura (1 Corintios 12), nos llama la atención sobre otra manifestación del Espíritu: los carismas.
“Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu… A cada uno se le concede la manifestación del Espíritu para el bien común…”
Hoy se habla mucho de los carismas y del reparto de los servicios eclesiales, pero hay una creciente y preocupante desafección entre las generaciones más jóvenes. El sacramento de la confirmación —el “Pentecostés personal”, que debería ser el paso hacia una participación plena en la vida de la Iglesia— es, tristemente, a menudo el momento del abandono. Es un signo claro de que hemos fallado en el objetivo de la iniciación cristiana. ¿Qué hacer entonces? La Iglesia debe dotarse de un oído extremadamente fino y reforzar sus antenas para captar la Voz del Espíritu en este momento concreto de su historia. Me atrevo a decir que el problema más grave es la mediocridad espiritual de nuestras comunidades. Preocupadas por mantener la ortodoxia y el orden litúrgico, hemos perdido de vista lo esencial: la experiencia de la fe.

4. El Pentecostés del domingo

La liturgia nos vuelve a proponer el evangelio de la aparición de Jesús resucitado en la tarde del Domingo de Pascua (Juan 20,19-23), un evangelio cargado de resonancias pascuales:
“Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos por miedo a los judíos, llegó Jesús, se puso en medio y les dijo: ‘La paz esté con vosotros.’ Y diciendo esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: ‘La paz esté con vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.’ Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: ‘Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.’”
Este evangelio es conocido como el “pequeño Pentecostés” del evangelio de san Juan, porque aquí Pascua y Pentecostés coinciden. El Resucitado entrega el Espíritu la misma tarde de Pascua. Todo este contexto evoca la asamblea dominical y la Eucaristía. Es ahí donde el Espíritu “aleteaba sobre las aguas” (Génesis 1,2) del caos y del miedo a la muerte, y aporta paz, armonía y alegría de vivir. El papel central del Espíritu debe ser redescubierto. Este es su tiempo. Sin Él, no podemos proclamar que “Jesús es el Señor” (1 Corintios 12,3), ni clamar “¡Abbá, Padre!” (Gálatas 4,6). No hay Eucaristía sin la acción del Espíritu. Por eso, entremos en la Eucaristía suplicando desde el corazón:
¡Ven, ven, Espíritu Santo!

Para concluir: ¿cómo navegas tú en el mar de la vida, a remo o a vela?
Respiramos al Espíritu Santo. Él es el oxígeno del cristiano. Sin Él, la vida cristiana es ley y deber, es remar constantemente con esfuerzo y cansancio. Con Él, es la alegría de vivir y amar, es la ligereza de navegar con el viento en popa. Ahora que, tras el tiempo pascual, volvemos al tiempo ordinario y a la rutina de la vida, ¿cómo te preparas para navegar: con la fuerza de tus brazos o dejándote llevar por el Viento que sopla en la vela desplegada de tu corazón?

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


Reciban el Espíritu Santo
P. Enrique Sánchez G., mccj

Al anochecer del día de la resurrección, estando cerradas las puertas de la casa donde se hallaban los discípulos, por miedo a los judíos, se presento Jesús en medio de ellos y les dijo: “la paz esté con ustedes”. Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Cuando los discípulos vieron al Señor, se llenaron de alegría. De nuevo les dijo Jesús: “La Paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo”. Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Reciban al Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar”.
(Juan 20, 19-23)

El atardecer de aquel día, nadie lo pudo olvidar y seguramente no fue por el espectáculo del sol que coloreaba el horizonte y el paisaje de los alrededores de Jerusalén. No lo era, tampoco, por la vida que reprendía su ritmo después de los trágicos acontecimientos que habían sucedido y que habían dejado consternados a muchos de los que habían andado acompañando a Jesús durante los últimos tres años de su ministerio.

Muchos se preguntaban todavía, cómo había podido suceder y cómo, la ceguera y la exaltación absurda de una multitud fuera de control, había podido dar muerte a alguien que había transcurrido su vida pasando por todas partes haciendo el bien. El miedo y la amenaza se respiraban aún en el ambiente y la prudencia o el temor habían hecho que los discípulos más cercanos de Jesús se encerraran bajo llave, esperando tiempos mejores o simplemente tratando de entender lo que la razón no se explicaba.

Todo parecía haberse derrumbado de un golpe, habían bastado pocas horas, unos juicios sumarios, unas acusaciones sin fundamento, una falta de voluntad para reconocer la verdad y la manipulación de una turba incontrolada para llevar a la cruz a quien no había buscado otra cosa sino hacer entender que Dios nos ama.

El pecado, lo que destruye y divide, lo que humilla al ser humano, lo que encandila y engaña, lo que enaltece la soberbia y obstruye el sano fluir de lo que nos hace hermanos. El pecado, se levantaba queriendo imponer su voz de victoria y con el temor enredaba los corazones de quienes parecían condenados a vivir hundidos en la desesperanza, en la esclavitud, en la violencia y en el dolor que hacen de la vida un peregrinar de tristeza y desconsuelo, de lágrimas y de tragos amargos.

Ahí, en donde los corazones no encontraban los consuelos humanos capaces de despejarles los horizontes oscurecidos por la incertidumbre de un futuro aparentemente condenado al fracaso y a la desilusión; ahí apareció Jesús con sus palabras de consuelo y con el don de la paz.

Que nada los ofusque, que sus ojos paren de llorar, que sus rostros se deshagan de las expresiones de tristeza, que sus corazones vuelvan a latir al ritmo del entusiasmo y del optimismo. Que la paz esté con ustedes.

Esa paz que nadie se las podrá arrebatar, porque es el don de Dios para sus vidas. La paz que permite ver el futuro con confianza, porque su Padre Dios sigue creyendo y sigue apostando por ustedes. Porque no existe nada ni nadie que pueda separarles del amor del Padre, porque no hay pecado que sea más fuerte que la misericordia que Dios no se cansa de derramar sobre sus corazones.

Sí, aquella tarde fue inolvidable, porque la presencia de Jesús entre los suyos había venido a recordar que la muerte, que su muerte, no había sido más que la exigencia del amor que se demuestra verdadero sólo cuando va hasta las últimas consecuencias.

Jesús había muerto, pero la muerte no había podido cantar victoria, pues con su entrega total había hecho que se demostrara que la vida de Dios estará siempre por encima de todas las muertes. Nadie se permitiría jamás olvidar el caer de aquel día que, mientras las tinieblas de la noche anunciaban su llegada, la luz del resucitado hacía resplandecer con su presencia. Presencia que se convertiría en la alegría de quienes se habían resistido a creer que todo había terminado y que Jesús había sido una bella fantasía.

Ahora sí les parecía estar soñando, cuando de la boca de Jesús salieron aquellas palabras que anunciaban el don del Espíritu Santo. Reciban al Espíritu Santo. Esa fue la palabra más bella que habían oído en aquella tarde y que permanecería en sus corazones por el resto de sus vidas.

Aquel anuncio había resonado en lo más profundo de cada uno de ellos como si hubiesen escuchado las palabras de un albacea que les informaba la fortuna que habían recibido en una herencia inesperada. Reciban al Espíritu Santo, a aquel que el mismo Jesús había presentado como el consolador, el abogado, el dador de todos los dones de Dios.

Se trataba del Espírito que todos sabían que era la presencia del amor del Padre; el Dios mismo que desde aquel momento se quedaría en medio de ellos y de todos los que vendrían después y que sabrían poner en él su confianza y su esperanza. Era el Espíritu, a través del cual Dios seguiría manifestando su ternura y su búsqueda incansable de cada ser humano, con el único anhelo de encontrar un rinconcito en donde habitar en esta humanidad, aunque tuviese que esperar una eternidad.

Como el Padre me envió, así los envío yo a ustedes. Sí vayan y sean testigo del Espíritu que los habita. Vayan y no se cansen de decir al mundo que Dios sigue presente y que no ha cambiado sus planes de amor para con esta humanidad, a veces tan enredada en su miserias y en sus pobrezas. Vayan y digan con sus vidas que Dios no se ha casado de ser misericordioso y que no existe mal que no haya sido vencido.

Vayan y anuncien la presencia del Espíritu Santo que hace todas las cosas nuevas, que llena de amor las existencias, que hace resplandecer la alegría en los rostros de quienes saben abrir el corazón a su presencia, que llena de vida a quienes con humildad saben invocarlo diciendo: Ven Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende el fuego de tu amor. Ven consolador que cambia nuestros lutos en fiesta, que sana las heridas de la debilidad y del pecado. Ven tú que eres dador de los dones que sólo el Padre dispone. Ven tú que eres la vida de Dios que nuestros corazones anhelan. Simplemente ven.


NECESITADOS DE SALVACIÓN
José A. Pagola

El Espíritu Santo de Dios no es propiedad de la Iglesia. No pertenece en exclusiva a las religiones. Hemos de invocar su venida al mundo entero tan necesitado de salvación.

Ven Espíritu creador de Dios. En tu mundo no hay paz. Tus hijos e hijas se matan de manera ciega y cruel. No sabemos resolver nuestros conflictos sin acudir a la fuerza destructora de las armas. Nos hemos acostumbrado a vivir en un mundo ensangrentado por las guerras. Despierta en nosotros el respeto a todo ser humano. Haznos constructores de paz. No nos abandones al poder del mal.

Ven Espíritu liberador de Dios. Muchos de tus hijos e hijas vivimos esclavos del dinero. Atrapados por un sistema que nos impide caminar juntos hacia un mundo más humano. Los poderosos son cada vez más ricos, los débiles cada vez más pobres. Libera en nosotros la fuerza para trabajar por un mundo más justo. Haznos más responsables y solidarios. No nos dejes en manos de nuestro egoísmo.

Ven Espíritu renovador de Dios. La humanidad está rota y fragmentada. Una minoría de tus hijos e hijas disfrutamos de un bienestar que nos está deshumanizando cada vez más. Una mayoría inmensa muere de hambre, miseria y desnutrición. Entre nosotros crece la desigualdad y la exclusión social. Despierta en nosotros la compasión que lucha por la justicia. Enséñanos a defender siempre a los últimos. No nos dejes vivir con un corazón enfermo.

Ven Espíritu consolador de Dios. Muchos de tus hijos e hijas viven sin conocer el amor, el hogar o la amistad. Otros caminan perdidos y sin esperanza. No conocen una vida digna, solo la incertidumbre, el miedo o la depresión. Reaviva en nosotros la atención a los que viven sufriendo. Enséñanos a estar más cerca de quienes están más solos. Cúranos de la indiferencia.

Ven Espíritu bueno de Dios. Muchos de tus hijos e hijas no conocen tu amor ni tu misericordia. Se alejan de Ti porque te tienen miedo. Nuestros jóvenes ya no saben hablar contigo. Tu nombre se va borrando en las conciencias. Despierta en nosotros la fe y la confianza en Ti Haznos portadores de tu Buena Noticia. No nos dejes huérfanos.

Ven Espíritu vivificador de Dios. Tus hijos e hijas no sabemos cuidar la vida. No acertamos a progresar sin destruir, no sabemos crecer sin acaparar. Estamos haciendo de tu mundo un lugar cada vez más inseguro y peligroso. En muchos va creciendo el miedo y se va apagando la esperanza. No sabemos hacia dónde nos dirigimos. Infunde en nosotros tu aliento creador. Haznos caminar hacia una vida más sana. No nos dejes solos. ¡Sálvanos!

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DONES DEL ESPÍRITU Y DIGNIDAD HUMANA
José-Román Flecha Andrés

Con motivo de la fiesta de Pentecostés en muchos ambientes existe la costumbre de regalar a los demás una estampa, una imagen o una tablilla que recuerda uno u otro de los dones del Espíritu Santo. A muchos puede parecerles un gesto infantil, superfluo y anticuado. Y eso por varias razones.

En primer lugar porque la misma palabra ha caído en desuso. Hoy no se habla de dones, sino de regalos. Y aun esa palabra resulta sospechosa. En este mundo, tan marcado por el signo del interés, es muy difícil que alguien regale algo a una persona con el tono de la más exquisita gratuidad. La experiencia ha generado aquel refrán que dice: “El que regala bien vende, si el que lo recibe lo entiende”.

Y si esto pasa en las relaciones humanas, más difícil aún es la reflexión sobre los dones divinos. Hoy hemos caído en la tentación de la autosuficiencia. Pensamos que no necesitamos los dones de Dios, porque nos bastamos a nosotros mismos. Creemos que nuestra astucia, nuestro ingenio o nuestra experiencia nos ayudarán a prevenir los peligros, a evitarlos, a superarlos en el momento oportuno.

No es verdad. Accidentes de trabajo o de tráfico, enfermedades imprevistas, abandono de las personas que amábamos, desprecios inexplicables por parte de nuestros colegas y amigos. Todo debería llevarnos a recordar nuestra finitud, por decirlo con una palabra que nos recuerda el pensamiento de Paul Ricoeur.

Pues bien, la fiesta de Pentecostés trae a nuestra memoria y a nuestras celebraciones cristianas la presencia del Espíritu, el verdadero don de Dios, y el regalo de su dones. No nos vendría mal recordar el texto del profeta Isaías en el que se anuncian los dones que enriquecerán la vida del Mesías.

Aquel elenco de los dones mesiánicos nos ayuda a comprender que toda nuestra vida es una espléndida cadena de dones de Dios. El Espíritu se hace presente con sus dones en cada uno de los momentos de nuestra vida. Bastaría dejar de caminar distraídos para quedar maravillados.

A los cincuenta años de la canonización de san Juan de Ávila, podemos recordar la belleza y profundidad de un sermón que él predicó en la fiesta de Pentecostés:

“¡Oh mercedes grandes de Dios! ¡Oh maravillas grandes de Dios! ¡Quién os pudiese dar a entender lo que perdéis y también os diese a entender cuán presto lo podríades ganar! Gran mal y pérdida es no conocer tal pérdida, y muy mayor pudiéndola remediar, no la remediar. Quiérete Dios bien. Quiérete hacer mercedes, quiérete enviar su Espíritu Santo. Quiere henchirte de sus dones y gracias, y no sé por qué pierdes tal Huésped. ¿Por qué consientes tal? ¿Por qué lo dejas pasar? ¿Por qué no te quejas? ¿Por qué no das voces?”

Esta fiesta del Espíritu Santo nos ayuda a descubrir con alegría y gratitud que reconocer, aceptar y agradecer los dones de Dios no disminuye nuestra dignidad, sino que la revela,  la sostiene y la manifiesta.

todo lo que somos y tenemos es fruto del Espíritu, porque es la forma en que Jesús resucitado sigue presente entre nosotros.

¿Cómo comenzó la historia? Dos versiones muy distintas.

Si a un cristiano con mediana formación religiosa le preguntan cómo y cuándo vino por vez primera el Espíritu Santo, lo más probable es que haga referencia al día de Pentecostés. Y si tiene cierta cultura artística, recordará el cuadro de El Greco, aunque quizá no haya advertido que, junto a la Virgen, está María Magdalena, representando al resto de la comunidad cristiana (ciento veinte personas según Lucas).

Pero hay otra versión muy distinta: la del evangelio de Juan.

La versión de Lucas (Hechos de los apóstoles 2,1-11)

Lucas es un entusiasta del Espíritu Santo. Ha estudiado la difusión del cristianismo desde Jerusalén hasta Roma, pasando por Siria, la actual Turquía y Grecia. Conoce los sacrificios y esfuerzos de los misioneros, que se han expuesto a bandidos, animales feroces, viajes interminables, naufragios, enemistades de los judíos y de los paganos, para propagar el evangelio. ¿De dónde han sacado fuerza y luz?  ¿Quién les ha enseñado a expresarse en lenguas tan diversas? Para Lucas, la respuesta es clara: todo eso es don del Espíritu.

Por eso, cuando escribe el libro de los Hechos, desea inculcar que su venida no es solo una experiencia personal y privada, sino de toda la comunidad. Algo que se prepara con un largo período (¡cincuenta días!) de oración, y que acontecerá en un momento solemne, en la segunda de las tres grandes fiestas judías: Pentecostés. Lo curioso es que esta fiesta se celebra para dar gracias a Dios por la cosecha del trigo, inculcando al mismo tiempo la obligación de compartir los frutos de la tierra con los más débiles (esclavos, esclavas, levitas, emigrantes, huérfanos y viudas).

En este caso, quien empieza a compartir es Dios, que envía el mayor regalo posible: su Espíritu. El relato de Lucas contiene dos escenas (dentro y fuera de la casa), relacionadas por el ruido de una especie de viento impetuoso.

Dentro de la casa, el ruido va acompañado de la aparición de unas lenguas de fuego que se sitúan sobre cada uno de los presentes. Sigue la venida del Espíritu y el don de hablar en distintas lenguas. ¿Qué dicen? Lo sabremos al final.

Fuera de la casa, el ruido (o la voz de la comunidad) hace que se congregue una multitud de judíos de todas partes del mundo. Aunque Lucas no lo dice expresamente, se supone que la comunidad ha salido de la casa y todos los oyen hablar en su propia lengua. Desde un punto de vista histórico, la escena es irreal. ¿Cómo puede saber un elamita que un parto o un medo está escuchando cada uno su idioma? Pero la escena simboliza una realidad histórica: el evangelio se ha extendido por regiones tan distintas como Mesopotamia, Judea, Capadocia, Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto, Libia y Cirene, y sus habitantes han escuchado su proclamación en su propia lengua. Este “milagro” lo han repetido miles de misioneros a lo largo de siglos, también con la ayuda del Espíritu. Porque él no viene solo a cohesionar a la comunidad internamente, también la lanza hacia fuera para que proclame «las maravillas de Dios».

La versión de Juan 20, 19-23

Muy distinta es la versión que ofrece el cuarto evangelio. En este breve pasaje podemos distinguir cuatro momentos: el saludo, la confirmación de que es Jesús quien se aparece, el envío y el don del Espíritu.

El saludo es el habitual entre los judíos: “La paz esté con vosotros”. Pero en este caso no se trata de pura fórmula, porque los discípulos, muertos de miedo a los judíos, están muy necesitados de paz.

Esa paz se la concede la presencia de Jesús, algo que parece imposible, porque las puertas están cerradas. Al mostrarles las manos y los pies, confirma que es realmente él. Los signos del sufrimiento y la muerte, los pies y manos atravesados por los clavos, se convierten en signo de salvación, y los discípulos se llenan de alegría.

Todo podría haber terminado aquí, con la paz y la alegría que sustituyen al miedo. Sin embargo, en los relatos de apariciones nunca falta un elemento esencial: la misión. Una misión que culmina el plan de Dios: el Padre envió a Jesús, Jesús envía a los apóstoles. [Dada la escasez actual de vocaciones sacerdotales y religiosas, no es mal momento para recordar otro pasaje de Juan, donde Jesús dice: “Rogad al Señor de la mies que  envíe operarios a su mies”].

El final lo constituye una acción sorprendente: Jesús sopla sobre los discípulos. No dice el evangelistas si lo hace sobre todos en conjunto o lo hace uno a uno. Ese detalle carece de importancia. Lo importante es el simbolismo. En hebreo, la palabra ruaj puede significar “viento” y “espíritu”. Jesús, al soplar (que recuerda al viento) infunde el Espíritu Santo. Este don está estrechamente vinculado con la misión que acaban de encomendarles. A lo largo de su actividad, los apóstoles entrarán en contacto con numerosas personas; entre las que deseen hacerse cristianas habrá que distinguir entre quiénes pueden aceptadas en la comunidad (perdonándoles los pecados) y quiénes no, al menos temporalmente (reteniéndoles los pecados).

Resumen

Estas breves ideas dejan clara la importancia esencial del Espíritu en la vida de cada cristiano y de la Iglesia. El lenguaje posterior de la teología, con el deseo de profundizar en el misterio, ha contribuido a alejar al pueblo cristiano de esta experiencia fundamental. En cambio, la preciosa Secuencia de la misa ayuda a rescatarla. Hoy es buen momento para pensar en lo que hemos recibido del Espíritu y lo que podemos pedirle que más necesitemos.

http://www.feadulta.com


EL ESPÍRITU: ESPERANZA DE UN MUNDO NUEVO
Fernando Armellini

Estamos en la Última Cena y los discípulos se han dado cuenta ya de que Jesús está a punto de dejarlos. Sus corazones están turbados y se preguntan tristemente qué sentido podrá tener vivir sin Él. Jesús los tranquiliza asegurándoles, ante todo, mantenerse fieles a su propuesta de vida (v. 15). El Amor será la señal de que están en sintonía con Él. Después, les promete que no los dejará solos, sin protección y sin guía. Rezará al Padre y éste les enviará “otro defensor que esté siempre con ustedes” (v. 16).

Es la promesa del don del Espíritu Santo que Jesús posee ya en plenitud (cf. Lc 4,1.14.18) y que será derramado sobre los discípulos. El Espíritu es llamado Consolador, pero esta palabra no es una muy buena traducción del griego parákletos. Paracleto es un término tomado del lenguaje forense e indica “aquel que es llamado al lado del acusado”, el defensor, el ´socorredor´ de quien se encuentra en dificultad. En este sentido, también Jesús es paráclito, como nos recuerda Juan en su primera Carta: “Hijos míos, les escribo esto para que no pequen. Pero si alguien peca, tenemos un abogado (paráclito) ante el Padre, Jesucristo, el Justo” (1 Jn 2,1).

Jesús es paráclito en cuanto abogado nuestro ante el Padre, no porque nos defiende de la ira de Dios –el Padre nunca está en contra nuestra sino siempre a nuestro favor– sino porque nos protege de nuestro acusador, de nuestro adversario: el pecado. El enemigo es el pecado y Jesús sabe cómo reducirlo a la impotencia. Ahora promete otro paráclito que no tiene la tarea de substituirlo a Él sino la de llevar a cumplimiento su misma misión. El Espíritu es paráclito porque viene en auxilio de los discípulos en su lucha contra el mundo, es decir, contra las fuerzas del mal (cf. Jn 16,7-11).

En este punto surge una pregunta: si el Paráclito es un defensor tan potente, ¿por qué sigue prevaleciendo el mal sobre el bien? ¿Por qué nos domina el pecado tan frecuentemente? También los cristianos del Asia Menor, a finales del siglo I, se preguntaban por qué el mundo nuevo no se imponía inmediatamente y de modo prodigioso. A estas dudas e incertidumbres Jesús contesta: “Si alguien me ama cumplirá mi palabra, mi Padre lo amará, vendremos a él y habitaremos en él” (v. 23).

Jesús quiere manifestarse, juntamente con el Padre, no a través de milagros, sino viniendo a morar entre sus discípulos. Los israelitas entendían que el lugar de la presencia de Dios era el templo de Jerusalén. Sin embargo, ya en tiempos del rey Salomón había surgido la duda de que una casa construida por manos humanas pudiera contener al Señor del universo (cf. 2 Re 8,27). Dios había prometido por boca de los profetas que vendría a habitar en medio de su pueblo: “Festeja y aclama, joven Sion, que yo vengo a habitar en ti” (Zac 2,14). No se refería a un santuario material. Es en el Hombre-Jesús en quien Dios ha realizado la Promesa y se ha hecho presente (cf. Jn 1,1-14). Ahora, asegura Jesús, Dios establece su morada y se hace visible en aquel que ama como Él ha amado. Por esto no es difícil reconocer si y cuándo está presente en un hombre el maligno y cuándo, por el contrario, están presenten y actúan Jesús y el Padre.

En el último versículo, Jesús promete el Espíritu Santo, el Paráclito “que les enseñará todo y les recordará todo lo que yo les he dicho” (v. 26). Jesús ha dicho todo, no se ha olvidado de nada; sin embargo, es necesario que el Espíritu continúe enseñando porque el Señor no ha podido explicitar todas las consecuencias y las aplicaciones concretas de su mensaje. En la historia del mundo, Él lo sabía, los discípulos se encontrarían con situaciones e interrogantes siempre nuevos a los que tendrían que responder de acuerdo con el Evangelio. Jesús asegura: Si se mantienen en sintonía con los impulsos del Espíritu presente en ustedes, encontrarán siempre la respuesta conforme a su enseñanza.

El Espíritu pedirá frecuentemente cambios de rumbo, tan inesperados como radicales, pero no conducirá por caminos diferentes a los indicados por Jesús. A la luz de la Escritura, el verbo enseñar tiene, sin embargo, un sentido más profundo. El Espíritu no enseña como el profesor cuando imparte sus lecciones en clase. Él enseña de manera dinámica, se convierte en impulso interior, conduce de modo irresistible hacia la dirección justa, estimula al bien, induce a tomar decisiones de acuerdo con el Evangelio.

“El Espíritu… los guiará hasta la verdad plena” (Jn 16,13), afirma Jesús una vez más durante la Última Cena. Y en su primera Carta, Juan explica: “Conserven la unción que recibieron de Jesucristo y no tendrán necesidad de que nadie les enseñe; porque su unción, que es verdadera e infalible, los instruirá acerca de todo. Ahora, hijitos, permanezcan con él” (1 Jn 2,27).

La segunda tarea del Espíritu es la de recordar. Hay muchas palabras de Jesús que, aun encontrándose en los evangelios, corren el riesgo de pasar desapercibidas u olvidadas. Eso ocurre, sobre todo, con aquellas propuestas que no son fáciles de asimilar porque contradicen el ‘sentido común’ del mundo. Son éstas las que tienen necesidad de ser recordadas continuamente.

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El Espíritu relanza constantemente la Misión
Romeo Ballan, MCCJ

La fiesta judía de Pentecostés – siete semanas, o sea, 50 días después de Pascua – en un principio era la fiesta de la siega del trigo (cfr Ex 23,16; 34,22). Más tarde, se asoció a ella el recuerdo de la promulgación de la Ley en el Sinaí. De fiesta agrícola, Pentecostés pasó a ser progresivamente una fiesta histórica: un memorial de los grandes momentos de la alianza de Dios con su pueblo (ver Noé, Abrahán, Moisés; Jeremías 31,31-34; Ezequiel 36,24-27). Además de un cambio en el calendario, es importante notar la nueva perspectiva con respecto a la Ley y al modo de entender y vivir la alianza. La ley era un don del que Israel estaba orgulloso, pero se trataba de una etapa transitoria, insuficiente.

Era preciso avanzar hacia la interiorización de la ley, un camino que alcanza su cumbre en el don del Espíritu Santo, que se nos ha dado, en lugar de la ley, como verdadero y definitivo principio de vida nueva. El Pentecostés cristiano celebra el don del Espíritu, “que es Señor y dador de vida” (Credo). Alrededor de la Ley, Israel se formó como pueblo. En la nueva familia de Dios, la cohesión ya no viene de un ordenamiento exterior, por excelente que este sea, sino desde dentro, desde el corazón, en virtud del amor que el Espíritu nos da, “porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo” (Rom 5,5). Gracias a Él (II lectura) “somos hijos de Dios” y exclamamos: “¡Abá, Padre!”. Somos el pueblo de la nueva alianza, llamados a vivir una vida nueva, en virtud del Espíritu, que nos hace familia de Dios, con la dignidad de hijos y herederos (v. 14-17). A esta dignidad debe corresponder un estilo de vida coherente. San Pablo describe dos estilos de vida opuestos, según la opción de cada uno: la vida según la carne y la vida según el Espíritu (v. 8-13).

El Espíritu hace caminar a las personas y a los grupos humanos, renovándolos y transformándolos desde dentro. El Espíritu abre los corazones, los purifica, los sana y los reconcilia, hace superar las fronteras, lleva a la comunión. Es Espíritu de unidad-fe-amor, en la pluralidad de carismas y de culturas, como se ve en el evento de Pentecostés (I lectura), en el cual se armonizan la unidad y la pluralidad, ambos dones del mismo Espíritu. Pueblos diversos entienden un único lenguaje: el mapa de las naciones debe convertirse en casa común para “hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua” (v. 11). S. Pablo atribuye claramente al Espíritu la capacidad de hacer que la Iglesia sea una y plural en la diversidad de carismas, ministerios y servicios (cfr 1 Cor 12,4-6). La Iglesia tiene que afrontar el desafío permanente de ser católica y misionera: ayudar a la familia humana a pasar de Babel a Pentecostés, de gueto a campo abierto, por el dinamismo del Espíritu.

El Espíritu, que se manifiesta como viento, fuego, don de lenguas, es el Espíritu de la misión universal. Él es el protagonista de la misión (cfr RMi cap. III; EN 75s), que Jesús confía a sus apóstoles y a sus sucesores. Para llevar a cabo esta misión, el Espíritu está siempre cercano y activo, como asegura Jesús en cinco ocasiones durante el largo discurso después de la Cena (Jn 14,16-17; 14,26; 15,26; 16,7-11; 16,13-15). Es el Espíritu Consolador (Evangelio) que permanece con nosotros siempre, que mora en el que ama (v. 16.23); es el Maestro que lo enseña todo y nos va recordando todo lo que Jesús nos ha dicho (v. 26). En Pentecostés los apóstoles entendieron, por fin, las palabras de Jesús que los ha enviado: vayan al mundo entero, hagan de todos los pueblos una sola familia.

Un profeta moderno de la misión y de la unidad de los cristianos ha sido ciertamente Atenágoras, Patriarca de Estambul, hombre lleno del Espíritu, como se ve también en estas afirmaciones:

«Sin el Espíritu Santo Dios está lejos – Cristo queda en el pasado – el Evangelio es letra muerta – la Iglesia es simple organización – la autoridad es dominio – el culto es evocación arcaica – la conducta cristiana es moral de esclavos – la misión es propaganda…

«Con el Espíritu Santoel cosmos está involucrado en la generación del Reino – Cristo resucitado está presente – el Evangelio es fuerza y vida – la Iglesia es signo de la comunión trinitaria – la autoridad es servicio – la liturgia es memorial y primicia – la conducta humana se deifica – la misión es un Pentecostés».