Category Comentarios dominicales

María Santísima Madre de Dios

Los Pilares del Año Nuevo

Lucas 2,16-21: “Y le pusieron por nombre Jesús”

El primer día del año civil, la Iglesia celebra la solemnidad de María Santísima Madre de Dios. Es también el último día de la Octava de Navidad, que recuerda el rito de la circuncisión de Jesús. Además, desde 1968, por voluntad del Papa Pablo VI, este día está dedicado a la oración por la paz.
La liturgia nos ofrece “la primera Palabra del año”, portadora de gracia y bendición. Meditémosla reflexionando sobre tres realidades: María, el nombre de Jesús y la Bendición de la Paz. Estos son los pilares sobre los cuales construir el edificio de nuestra vida en el nuevo año. Se nos entregan 365 ladrillos para hacerlo, y la Palabra nos proporciona el plano, el diseño.

¡MARÍA y el escándalo del pesebre!

“Todos los que oían se maravillaban de lo que les decían los pastores. María, por su parte, guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón.”

Entramos en el nuevo año bajo el amparo de María, la Madre de Dios. Durante este tiempo navideño, nuestra atención se centra naturalmente en el Niño. Sin embargo, hoy la Iglesia nos invita a elevar la mirada hacia la Madre. De ella aprendemos cómo contemplar, acoger y profundizar en el Misterio del nacimiento de Jesús.
Los pastores encuentran al Niño “acostado en el pesebre”, un hecho que los llena de alegría porque confirma la palabra del ángel y porque el Salvador nace en su entorno: es uno de ellos. Para todos, el testimonio de los pastores es motivo de asombro.
Pero, ¿para María? “Para María, la Santa Madre de Dios, no fue así. Ella tuvo que soportar ‘el escándalo del pesebre’” (Papa Francisco, 1 de enero de 2022).

Encontremos tiempo en estos días para detenernos frente a un icono de María o, mejor aún, para visitarla en una de sus numerosas “moradas”, los santuarios dedicados a ella, para pedirle su capacidad de meditar sobre los acontecimientos. No todos los 365 ladrillos del nuevo año serán bonitos, lisos, bien cortados y fáciles de encajar en el edificio de nuestra vida. ¡Ojalá fuera así! Algunos estarán deformados y serán difíciles de integrar. Sin duda, no faltarán los días problemáticos y difíciles. Estos son los “ladrillos” del desaliento, la tristeza o incluso del escándalo ante ciertos acontecimientos de la vida. Estaremos tentados a descartarlos como inútiles.
La mirada de María, que “guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón”, puede ayudarnos. Solo su “paciencia meditativa” nos permitirá integrar ciertos ladrillos en el rompecabezas de nuestra vida. Aquello que no entendemos y que estamos tentados a descartar debe ser conservado con mayor atención.

Entremos en el nuevo año con la mirada de María: a través de la Puerta de su corazón o la Ventana de sus ojos, aprendamos a guardar y meditar los acontecimientos, para encontrar sentido incluso en aquello que inicialmente nos resulta incomprensible.

¡JESÚS, el Nombre y los nombres!

“Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidarlo, le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de ser concebido en el vientre.”

Hoy, al octavo día de su nacimiento, el Niño es circuncidado y recibe un nombre: Jesús, que significa “El Señor salva”. Este nombre, designado por el Cielo a través del ángel, es la forma española del latín Jesus, que a su vez proviene del griego Iesoûs. El original arameo era Yeshua, una forma abreviada del hebreo Yehoshua. También Josué, el sucesor de Moisés, llevaba este nombre. Era un nombre muy común en la época.
En los Evangelios, el nombre de Jesús aparece 566 veces. Ya no es simplemente un nombre, sino que revela su identidad como Salvador. Pronunciarlo equivale a una profesión de fe para quienes lo invocan. Como afirma san Pedro: “No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres en el que podamos ser salvados” (Hechos de los Apóstoles 4,12).

Ahora Dios tiene un nombre: Jesús, “El Señor salva”. Podemos nombrarlo y establecer una relación personal con Él. ¡Qué hermoso sería si, durante este nuevo año, el nombre de Jesús fuera el más frecuente en nuestros labios y el más vivo en nuestro corazón! Esto nos invita a practicar un ejercicio espiritual: la llamada “Oración del Corazón”. Consiste en repetir continuamente el nombre de Jesús, al ritmo de nuestra respiración, como se repite el nombre de una persona amada. Una forma muy sencilla de oración, capaz de crear una comunión profunda con Él y con todos los que invocan su nombre.

BENDICIÓN: ¡bendecidos, bendigamos!

“Que el Señor te bendiga y te guarde. Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti y te conceda su gracia. Que el Señor vuelva su rostro hacia ti y te dé la paz.” (Números 6, 22-27, primera lectura)

Es particularmente consolador y estimulante tomar conciencia de que este nuevo año comienza bajo el signo de la bendición. La paz es tanto la fuente como el fruto de la bendición. Entramos en 2025 bendecidos, pero es fundamental permanecer en la Bendición. Para ello, es necesario: bendecir a Aquel que es el Bendito, fuente de toda bendición; bendecir la vida; bendecir nuestra historia. Sobre todo, debemos bendecir a las personas que encontramos a lo largo del día.
“¡Bendecid y no maldigáis!” (Romanos 12,14). Debemos reconocer que, a menudo, nos resulta más espontáneo maldecir: maldecir la vida, los políticos, los sacerdotes (¡ay, a veces con razón!), el jefe, los colegas, el autobús que llega tarde, el tráfico, o el vecino ruidoso… Y así corremos el riesgo de vivir una vida “maldita”.

Aquí está un tercer ejercicio para el nuevo año: salir de casa cada día con la conciencia de estar bendecidos y esparcir bendiciones por todas partes, ¡a derecha y a izquierda! La paz nos seguirá.

¡Feliz Año Nuevo! ¡Shalom!
P. Manuel João Pereira Correia, mccj


La Madre

José A. Pagola

María conservaba todas estas cosas.

A muchos puede extrañar que la Iglesia haga coincidir el primer día del nuevo año civil con la fiesta de Santa María Madre de Dios. Y sin embargo, es significativo que, desde el siglo IV, la Iglesia, después de celebrar solemnemente el nacimiento del Salvador, desee comenzar el año nuevo bajo la protección maternal de María, Madre del Salvador y Madre nuestra.

Los cristianos de hoy nos tenemos que preguntar qué hemos hecho de María estos últimos años, pues probablemente hemos empobrecido nuestra fe eliminándola demasiado de nuestra vida.

Movidos, sin duda, por una voluntad sincera de purificar nuestra vivencia religiosa y encontrar una fe más sólida, hemos abandonado excesos piadosos, devociones exageradas, costumbres superficiales y extraviadas.

Hemos tratado de superar una falsa mariolatría en la que, tal vez, sustituíamos a Cristo por María y veíamos en ella la salvación, el perdón y la redención que, en realidad, hemos de acoger desde su Hijo.

Si todo ha sido corregir desviaciones y colocar a María en el lugar auténtico que le corresponde como Madre de Jesucristo y Madre de la Iglesia, nos tendríamos que alegrar y reafirmar en nuestra postura.

Pero, ¿ha sido exactamente así? ¿No la hemos olvidado excesivamente? ¿No la hemos arrinconado en algún lugar oscuro del alma junto a las cosas que nos parecen de poca utilidad?

Un abandono de María, sin ahondar más en su misión y en el lugar que ha de ocupar en nuestra vida, no enriquecerá jamás nuestra vivencia cristiana sino que la empobrecerá. Probablemente hemos cometido excesos de mariolatría en el pasado, pero ahora corremos el riesgo de empobrecemos con su ausencia casi total en nuestras vidas.

María es la Madre de Cristo. Pero aquel Cristo que nació de su seno estaba destinado a crecer e incorporar a sí numerosos hermanos, hombres y mujeres que vivirían un día de su Palabra y de su gracia. Hoy María no es sólo Madre de Jesús. Es la Madre del Cristo total. Es la Madre de todos los creyentes.

Es bueno que, al comenzar un año nuevo, lo hagamos elevando nuestros ojos hacia María. Ella nos acompañará a lo largo de los días con cuidado y ternura de madre. Ella cuidará nuestra fe y nuestra esperanza. No la olvidemos a lo largo del año.

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Homilía del Papa Francisco

Las lecturas de la liturgia de hoy resaltan tres verbos, que se cumplen en la Madre de Dios: bendecir, nacer y encontrar.

Bendecir. En el Libro de los Números el Señor pide que los ministros sagrados bendigan a su pueblo: «Bendeciréis a los hijos de Israel: “El Señor te bendiga”» (6,23-24). No es una exhortación piadosa, sino una petición concreta. Y es importante que también hoy los sacerdotes bendigan al Pueblo de Dios, sin cansarse; y que además todos los fieles sean portadores de bendición, que bendigan. El Señor sabe que necesitamos ser bendecidos: lo primero que hizo después de la creación fue decir bien de cada cosa y decir muy bien de nosotros. Pero ahora, con el Hijo de Dios, no recibimos sólo palabras de bendición, sino la misma bendición: Jesús es la bendición del Padre. En Él el Padre, dice san Pablo, nos bendice «con toda clase de bendiciones» (Ef 1,3). Cada vez que abrimos el corazón a Jesús, la bendición de Dios entra en nuestra vida.

Hoy celebramos al Hijo de Dios, el Bendito por naturaleza, que viene a nosotros a través de la Madre, la bendita por gracia. María nos trae de ese modo la bendición de Dios. Donde está ella llega Jesús. Por eso necesitamos acogerla, como santa Isabel, que la hizo entrar en su casa, inmediatamente reconoció la bendición y dijo: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!» (Lc 1,42). Son las palabras que repetimos en el Avemaría. Acogiendo a María somos bendecidos, pero también aprendemos a bendecir. La Virgen, de hecho, enseña que la bendición se recibe para darla. Ella, la bendita, fue bendición para todos los que la encontraron: para Isabel, para los esposos de Caná, para los Apóstoles en el Cenáculo… También nosotros estamos llamados a bendecir, a decir bien en nombre de Dios. El mundo está gravemente contaminado por el decir mal y por el pensar mal de los demás, de la sociedad, de sí mismos. Pero la maldición corrompe, hace que todo degenere, mientras que la bendición regenera, da fuerza para comenzar de nuevo cada día. Pidamos a la Madre de Dios la gracia de ser para los demás portadores gozosos de la bendición de Dios, como ella lo es para nosotros.

El segundo verboes nacer. San Pablo remarca que el Hijo de Dios ha «nacido de una mujer» (Gal 4,4). En pocas palabras nos dice una cosa maravillosa: que el Señor nació como nosotros. No apareció ya adulto, sino niño; no vino al mundo él solo, sino de una mujer, después de nueve meses en el seno de la Madre, a quien dejó que formara su propia humanidad. El corazón del Señor comenzó a latir en María, el Dios de la vida tomó el oxígeno de ella. Desde entonces María nos une a Dios, porque en ella Dios se unió a nuestra carne para siempre. María —le gustaba decir a san Francisco— «ha convertido en hermano nuestro al Señor de la majestad» (San Buenaventura, Legenda major, 9,3). Ella no es sólo el puente entre Dios y nosotros, es más todavía: es el camino que Dios ha recorrido para llegar a nosotros y es la senda que debemos recorrer nosotros para llegar a Él. A través de María encontramos a Dios como Él quiere: en la ternura, en la intimidad, en la carne. Sí, porque Jesús no es una idea abstracta, es concreto, encarnado, nació de mujer y creció pacientemente. Las mujeres conocen esta concreción paciente, nosotros los hombres somos frecuentemente más abstractos y queremos las cosas inmediatamente; las mujeres son concretas y saben tejer con paciencia los hilos de la vida. Cuántas mujeres, cuántas madres de este modo hacen nacer y renacer la vida, dando un porvenir al mundo.

No estamos en el mundo para morir, sino para generar vida. La Santa Madre de Dios nos enseña que el primer paso para dar vida a lo que nos rodea es amarlo en nuestro interior. Ella, dice hoy el Evangelio, “conservaba todo en su corazón” (cf. Lc 2,19). Y es del corazón que nace el bien: qué importante es tener limpio el corazón, custodiar la vida interior, la oración. Qué importante es educar el corazón al cuidado, a valorar a las personas y las cosas. Todo comienza ahí, del hacerse cargo de los demás, del mundo, de la creación. No sirve conocer muchas personas y muchas cosas si no nos ocupamos de ellas. Este año, mientras esperamos una recuperación y nuevos tratamientos, no dejemos de lado el cuidado. Porque, además de la vacuna para el cuerpo se necesita la vacuna para el corazón: y esta vacuna es el cuidado. Será un buen año si cuidamos a los otros, como hace la Virgen con nosotros.

El tercer verbo es encontrar. El Evangelio nos dice que los pastores «encontraron a María y a José, y al Niño» (v. 16). No encontraron signos prodigiosos y espectaculares, sino una familia sencilla. Allí, sin embargo, encontraron verdaderamente a Dios, que es grandeza en lo pequeño, fortaleza en la ternura. Pero, ¿cómo hicieron los pastores para encontrar este signo tan poco llamativo? Fueron llamados por un ángel. Tampoco nosotros habríamos encontrado a Dios si no hubiésemos sido llamados por gracia. No podíamos imaginar un Dios semejante, que nace de una mujer y revoluciona la historia con la ternura, pero por gracia lo hemos encontrado. Y hemos descubierto que su perdón nos hace renacer, que su consuelo enciende la esperanza, y su presencia da una alegría incontenible. Lo hemos encontrado, pero no debemos perderlo de vista. El Señor, de hecho, no se encuentra una vez para siempre: sino que hemos de encontrarlo cada día. Por eso el Evangelio describe a los pastores siempre en búsqueda, en movimiento: “fueron corriendo, encontraron, contaron, se volvieron dando gloria y alabanza a Dios” (cf. vv. 16-17.20). No eran pasivos, porque para acoger la gracia es necesario mantenerse activos.

Y nosotros, ¿qué debemos encontrar al inicio de este año? Sería hermoso encontrar tiempo para alguien. El tiempo es una riqueza que todos tenemos, pero de la que somos celosos, porque queremos usarla sólo para nosotros. Hemos de pedir la gracia de encontrar tiempo: tiempo para Dios y para el prójimo: para el que está solo, para el que sufre, para el que necesita ser escuchado y cuidado. Si encontramos tiempo para regalar, nos sorprenderemos y seremos felices, como los pastores. Que la Virgen, que ha llevado a Dios en el tiempo, nos ayude a dar nuestro tiempo. Santa Madre de Dios, a ti te consagramos el nuevo año. Tú, que sabes custodiar en el corazón, cuídanos. Bendice nuestro tiempo y enséñanos a encontrar tiempo para Dios y para los demás. Nosotros con alegría y confianza te aclamamos: ¡Santa Madre de Dios! Y que así sea.

Francisco, 1 Enero 2021

Fiesta de la Sagrada Familia

Fiesta de la Sagrada Familia. Año C
Lucas 2, 41-52

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Para la fiesta de Pascua iban los padres de Jesús todos los años a Jerusalén. Cuando cumplió doce años, subieron a la fiesta según costumbre. Al terminar ésta, mientras ellos se volvían, el niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que sus padres lo supieran. Pensando que iba en la caravana, hicieron un día de camino y se pusieron a buscarlo entre los parientes y los conocidos. Al no encontrarlo, regresaron a buscarlo a Jerusalén. Luego de tres días lo encontraron en el templo, sentado en medio de los doctores de la ley, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Y todos los que lo oían estaban maravillados ante su inteligencia y sus respuestas. Al verlo, se quedaron desconcertados, y su madre le dijo: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados”. Él replicó: “¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debo estar en los asuntos de mi Padre?”. Ellos no entendieron lo que les dijo. Regresó con ellos, fue a Nazaret y siguió bajo su autoridad. Su madre guardaba todas estas cosas en su corazón. Jesús crecía en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres.

Una Familia diferente
José A. Pagola

Entre los católicos se defiende casi instintivamente el valor de la familia, pero no siempre nos detenemos a reflexionar el contenido concreto de un proyecto familiar, entendido y vivido desde el Evangelio. ¿Cómo sería una familia inspirada en Jesús?

La familia, según él, tiene su origen en el misterio del Creador, que atrae a la mujer y al varón a ser “una sola carne”, compartiendo su vida en una entrega mutua, animada por un amor libre y gratuito. Esto es lo primero y decisivo. Esta experiencia amorosa de los padres puede engendrar una familia sana.

Siguiendo la llamada profunda de su amor, los padres se convierten en fuente de vida nueva. Es su tarea más apasionante. La que puede dar una hondura y un horizonte nuevo a su amor. La que puede consolidar para siempre su obra creadora en el mundo.

Los hijos son un regalo y una responsabilidad. Un reto difícil y una satisfacción incomparable. La actuación de Jesús, defendiendo siempre a los pequeños y abrazando y bendiciendo a los niños, sugiere la actitud básica: cuidar la vida frágil de quienes comienzan la andadura por este mundo. Nadie les podrá ofrecer nada mejor.

Una familia cristiana trata de vivir una experiencia original en medio de la sociedad actual, indiferente y agnóstica: construir su hogar desde Jesús. “Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. Es Jesús quien alienta, sostiene y orienta la vida sana de la familia cristiana.

El hogar se convierte entonces en un espacio privilegiado para vivir las experiencias más básicas de la fe cristiana: la confianza en un Dios bueno, amigo del ser humano; la atracción por el estilo de vida de Jesús; el descubrimiento del proyecto de Dios, de construir un mundo más digno, justo y amable para todos. La lectura del Evangelio en familia es una experiencia decisiva.

En un hogar donde se vive a Jesús con fe sencilla, pero con pasión grande, crece una familia acogedora, sensible al sufrimiento de los más necesitados, donde se aprende a compartir y a comprometerse por un mundo más humano. Una familia que no se encierra solo en sus intereses sino que vive abierta a la familia humana.

Muchos padres viven hoy desbordados por diferentes problemas, y demasiado solos para enfrentarse a su tarea. ¿No podrían recibir una ayuda más concreta y eficaz desde las comunidades cristianas? A muchos padres creyentes les haría mucho bien encontrarse, compartir sus inquietudes y apoyarse mutuamente. No es evangélico exigirles tareas heroicas y desentendernos luego de sus luchas y desvelos.

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Asombro y angustia
Papa Francisco

Hoy celebramos la fiesta de la Sagrada Familia y la liturgia nos invita a reflexionar sobre la experiencia de María, José y Jesús, unidos por un inmenso amor y animados por una gran confianza en Dios. El pasaje del Evangelio de hoy (cf. Lucas 2, 41-52) narra el viaje de la familia de Nazaret a Jerusalén, para la fiesta de Pascua. Pero, en el viaje de regreso, los padres se dan cuenta de que el hijo de doce años no está en la caravana. Después de tres días de búsqueda y temor, lo encuentran en el templo, sentado entre los doctores, concentrado discutiendo con ellos. Al ver al Hijo, María y José «quedaron sorprendidos» (v. 48) y la Madre expresó su temor diciendo: «Tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando».

El asombro, ellos «quedaron sorprendidos», y la angustia, «tu padre y yo, angustiados», son los dos elementos sobre los que me gustaría llamar tu atención: asombro y angustia.

En la familia de Nazaret, el asombro nunca cesó, ni siquiera en un momento dramático como la pérdida de Jesús: es la capacidad de sorprenderse por la manifestación gradual del Hijo de Dios. Es el mismo asombro que también afecta a los doctores del templo, admirados «por su inteligencia y sus respuestas» (v.47). Pero, ¿qué es el asombro, qué es sorprenderse? Sorprenderse y maravillarse es lo contrario a dar todo por sentado, es lo contrario a interpretar la realidad que nos rodea y los acontecimientos de la historia solo de acuerdo con nuestros criterios. Y una persona que hace esto no sabe lo que es la maravilla, lo que es el asombro. Sorprenderse es abrirse a los demás, comprender las razones de los demás: esta actitud es importante para sanar las relaciones comprometidas entre las personas y también es indispensable para sanar heridas abiertas dentro de la familia. Cuando hay problemas en las familias, asumimos que tenemos razón y cerramos la puerta a los demás. En su lugar, uno debe pensar: «¿Qué tiene de bueno esta persona?» Y maravillarse con eso «bueno». Y esto ayuda a la unidad de la familia. Si tenéis problemas en la familia, pensad en las cosas buenas que tiene el familiar con el que tenéis problemas, y maravillaos con eso. Y esto ayudará a sanar las heridas familiares.

El segundo elemento que me gustaría comprender del Evangelio es la angustia que experimentaron María y José cuando no encontraban a Jesús. Esta angustia manifiesta la centralidad de Jesús en la Sagrada Familia. La Virgen y su esposo habían acogido a ese Hijo, lo custodiaron y lo vieron crecer en edad, sabiduría y gracia en medio de ellos, pero sobre todo creció en sus corazones; Y, poco a poco, su afecto y comprensión por él aumentaron. He aquí por lo que la familia de Nazaret es santa: porque estaba centrada en Jesús, todas las atenciones y cuidados de María y José estaban dirigidas a él.

La angustia que sintieron en los tres días de la pérdida de Jesús también debe ser nuestra angustia cuando estamos lejos de Él, cuando estamos lejos de Jesús. Debemos sentir angustia cuando nos olvidamos de Jesús durante más de tres días, sin rezar, sin leer el Evangelio, sin sentir la necesidad de su presencia y su amistad consoladora. Y muchas veces pasan los días sin que yo recuerde a Jesús. Pero esto es malo, esto es muy malo. Debemos sentir angustia cuando suceden estas cosas. María y José lo buscaron y lo encontraron en el templo mientras enseñaba: nosotros también, es sobre todo en la casa de Dios donde podemos encontrarnos con el divino Maestro y acoger su mensaje de salvación. En la celebración eucarística hacemos una experiencia viva de Cristo; Él nos habla, nos ofrece su Palabra, nos ilumina, ilumina nuestro viaje, nos da su Cuerpo en la Eucaristía, del cual obtenemos fuerzas para enfrentar las dificultades de cada día.

Y hoy volvemos a casa con estas dos palabras: asombro y angustia. ¿Sé experimentar el asombro cuando veo las cosas buenas de los demás, y así resuelvo los problemas familiares? ¿Me siento angustiado cuando me he apartado de Jesús?

Recemos por todas las familias del mundo, especialmente aquellas en las que, por diversas razones, hay una falta de paz y armonía. Y las confiamos a la protección de la Sagrada Familia de Nazaret.

Angelus 30/12/2018


Ni desvalorizada ni idolatrada
Fernando Armellini

“Los niños son un regalo de Dios para el mundo y son de todos”. Es ésta una frase que a veces provoca los celos de las madres, celos que son síntoma de un amor posesivo por su hijo, lo más probable hijo único, sobreprotegido, súper mimado, súper defendido.

La familia es el lugar privilegiado para la formación y la educación, pero no el único. Hay una comunidad en la que se debe integrar al niño para que en ella crezca, madure, se encuentre con los hermanos y hermanas, y aprenda a acoger la disponibilidad gratuita, la colaboración, la tolerancia, el perdón.

Restringir los horizontes, replegarse complacidos sobre el pequeño mundo de afectos e intereses, encerrarse en estrechas fronteras que ignoran la fraternidad universal, es una idolatría peligrosa para la institución familiar.

La familia querida por Dios es abierta, es una etapa hacia la meta final, es un trampolín desde el que proyectarse hacia la familia del Padre celestial.

El momento de la separación puede ser doloroso –es la experiencia que han hecho María y José cuando Jesús los abandonó– y puede interpretarse como un rechazo y exclusión. En realidad se trata de un salto hacia la vida.

Evangelio: Lucas 2,41-52

Modelo mejor que la familia de Nazaret es imposible proponer a nuestras familias; sin embargo, el hecho que nos narra el evangelio de hoy es un tanto desconcertante. María y José se olvidan del niño en Jerusalén y caminan tranquilamente durante un día entero sin preocuparse por su ausencia. Por otra parte, Jesús se aleja de sus padres sin permiso y, cuando la madre le pide una explicación de su comportamiento, parece que no le da una buena respuesta. María y José no entendieron sus palabras; solo al final se dice que Jesús volvió a Nazaret y, a partir de entonces, “siguió bajo su autoridad” (v. 51); buena decisión, pero ¿cómo se explica su ‘desobediencia’anterior?

Es cierto que, leído como un hecho de crónica, el relato presenta no pocas dificultades. ¿Cómo interpretarlo? Todos sabemos que un encuentro casual con una persona se cuenta de manera muy diferente si se trata de alguien a quien uno no vuelve a ver más o si la persona en cuestión se ha convertido en nuestro mejor amigo. Lucas no escribe su evangelio el día siguiente de que ocurrieran los hechos sino cincuenta años después de la Pascua, y en todas las páginas de su obra revela su fe en Cristo Resucitado.

La muerte y Resurrección de Jesús les ha hecho entender a él y a los cristianos de su comunidad lo que ni siquiera pudieron imaginar María y José setenta años antes. Ya en el niño de doce años, Lucas y los cristianos reconocen al Cristo, el Hijo de Dios, el Salvador, el que es obediente al Padre hasta el don de la vida.

Después de esta introducción vayamos al pasaje de hoy. La Ley de Israel prescribía (solo para hombres adultos) la peregrinación a Jerusalén tres veces al año durante los principales días festivos (cf. Éx 23,17; Deut 16,16). Para aquellos que vivían muy lejos, sin embargo, era prácticamente imposible observar este precepto. Muchos judíos se consideraban muy afortunados si podían hacer el viaje santo una sola vez en la vida. María y José viven en Nazaret, cerca de Jerusalén, a solo tres días de camino, y subían cada año a la ciudad santa para celebrar la Pascua.

Es con ocasión de una de estas peregrinaciones que sucede el hecho narrado en el evangelio de hoy. Jesús tiene doce años. Por lo tanto, tiene ya casi la edad requerida para la peregrinación (a los trece años en Israel los niños se convierten en adultos y deben cumplir con todos los preceptos de la Ley). El templo era un edificio inmenso y hermoso, rodeado de grandes pórticos en los que los rabinos y escribas explicaban las Sagradas Escrituras, recitaban salmos y daban consejos piadosos a los peregrinos. Jesús está ansioso por descubrir la voluntad del Padre y sabe dónde encontrarlo: en los libros sagrados de su pueblo, en la Biblia. Esa es la razón por la que se detiene en Jerusalén: quiere entender la Palabra de Dios.

Caminando por el templo durante la fiesta, tal vez queda impresionado por las explicaciones de algún maestro mejor preparado y más piadoso que otros y quiere oírlo, hacerle algunas preguntas, aclarar sus dudas. Los peregrinos que lo oyen conversar con los rabinos se quedan asombrados y admirados por su precoz y extraordinaria inteligencia. No es fácil encontrar un chico de su edad que muestre tanto amor por la Biblia y que sea capaz de plantear preguntas tan profundas.

El propósito del relato de Lucas no es hacer hincapié en la inteligencia de Jesús, sino preparar al lector para poder entender la respuesta que Jesús da a su madre, preocupada y sorprendida por su comportamiento. Estas son las primeras palabras que Jesús pronuncia en el evangelio de Lucas. De ahí que para el evangelista sean de especial importancia, casi programáticas de lo que será después su vida. La respuesta está formulada en dos preguntas: “¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debo estar en los asuntos de mi Padre?” (v. 49).

Los niños están acostumbrados a hacer un número infinito de preguntas a sus padres, como Jesús ciertamente lo habrá hecho con los suyos. Ésta sería, probablemente, la primera vez que ellos, María y José, se quedarían sin saber qué responder; de ahí su asombro. “Ellos no entendieron lo que les dijo” (v. 50). Se dan cuenta de que Jesús ha comenzado a distanciarse del limitado entorno familiar y se abre a un horizonte más amplio. Nació en su familia, pero no les pertenece. Es un ciudadano del mundo y, como todos los hijos, es un don de Dios para toda la humanidad.

En aparente contraste con lo que estamos diciendo, la última parte del evangelio de hoy (vv. 51-52) señala que Jesús regresa a Nazaret con sus padres y “siguió bajo su autoridad”. Al parecer, después de la aventura, Jesús vuelve a la vida normal. El significado de la afirmación, sin embargo, es diferente. En Israel hay un mandamiento que impone “honrar a los padres”. Esto implica eldeber de asistirlos en su vejez pero, sobre todo, de seguir fielmente su fe religiosa. Los padres tienen el encargo de informar a sus hijos de lo que el Señor ha hecho por su pueblo (cf. Deut 6,20-25). Obedecer a los padres quiere decir aceptar sus enseñanzas e imitar su lealtad a Dios. En este sentido, Jesús ha honrado a sus padres, ha asimilado su profunda fe en el Dios de Abrahán y el amor por la palabra de Dios a la que hará referencia constante a lo largo de su vida.

Podríamos terminar aquí, pero los eruditos bíblicos nos invitan a leer con más profundidad este pasaje. Están convencidos de que Lucas lo escribió para señalar de manera simbólica, ya al comienzo de su evangelio, los detalles que rodearon la muerte y Resurrección de Jesús. ¿Cuáles? Recordemos algunos.

En primer lugar, ambos acontecimientos (Jesús perdido en el templo y su muerte-Resurrección) tienen lugar en Jerusalén, en la fiesta de Pascua. Jesús sube a Jerusalén dos veces para cumplir la voluntad del Padre y en ambas ocasiones todos regresan a sus casas y lo dejan solo: María y José se van sin entender que Jesús debe ocuparse de las cosas de su Padre; los apóstoles lo abandonan y no entienden que el don de la vida es el que abre las puertas a la gloria de la Resurrección (cf. Lc 24,12).

Al igual que en el evangelio de hoy, en los relatos de Pascua Jesús debe cumplir la voluntad del Padre (cf. Lc 24,7.26.44). Las mujeres están desesperadas, no lo encuentran, y escuchan la misma pregunta: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?” (Lc 24,5). Jesús (resucitado) les sale al encuentro “al tercer día”; los discípulos (como María y José) no entienden ni el acontecimiento ni las palabras que les son dirigidas. El domingo de Pascua, Jesús se sienta como un Maestro y hace preguntas acerca de las Escrituras (cf. Lc 24:44), enseña la Palabra de Dios con el fin de “calentar los corazones” y cautivar a sus oyentes (cf. Lc 24:32), tal como lo hizo en el templo cuando era niño.

En el templo los rabinos hacen preguntas a Jesús. Ellos, que también conocen bien la Biblia, no alcanzan a comprender su sentido último. Solo hay una persona que puede iluminar la oscuridad de esos textos: Jesús. Es Él quien, después de la Resurrección, abre la mente de sus discípulos para que comprendan las Escrituras (cf. Lc 24,32). El Antiguo Testamento se hace comprensible solo a la luz de la muerte y Resurrección de Cristo.

Si estas referencias a los acontecimientos de Pascua son intencionales, como sostienen los eruditos bíblicos, entonces el propósito por el que Lucas ha incluido este episodio en su evangelio está claro: quiere que los cristianos de su comunidad no se desanimen si todavía no pueden entender ni acoger el plan del Padre. No es fácil aceptar la idea de que la vida pasa a través de la muerte. El evangelista los invita a no huir; quiere hacerlos regresar a Jerusalén donde, observando y escuchando al Maestro, irán poco a poco abriendo sus corazones a la voluntad del Padre.

Frente a acontecimientos a menudo inexplicables e incomprensibles, solo hay una actitud correcta: “guardar todas las cosas en nuestro corazón”, como lo ha hecho María, y meditarlas a la luz de la Palabra de Dios. Tampoco para ella fue fácil entender y aceptar la senda por la que Dios quiso que su hijo se encaminara.

Alberto Rossa (Pastoral Bible Foundation)


Entrar en el silencio de Dios,
lugar de la verdadera grandeza (Lc. 2, 42)
Maurice Zundel

María y José no comprendieron las palabras que él les dijo. Sus padres humanos no lo entienden. La Virgen lo sabía, pero la sorprendieron las palabras de Jesús, por lo mucho que ella se parecía a los demás. Esto nos permite encontrar una escala de valores auténticos y nos libera de lo maravilloso de los evangelios apócrifos. (Jesús hacía pajaritos de barro y los hacía vivir, etc.)

Lo que hacemos no es nada. Lo que somos es todo. El Evangelio tiene horror de lo maravilloso. Felices los que no vieron pero creyeron.

La grandeza cristiana es grandeza escondida. Tenemos que aprender eso cada día.

No buscar parecer sino ser. Existir como espectáculo de libertad y Amor; no hay trampa posible con la grandeza. No podemos camuflar el vacío que somos, ni impedir el brillo de la grandeza. Actuamos por lo que somos. Nos libera el que existe olvidándose a sí mismo para difundir la luz que lleva dentro.

Tenemos tentación de desanimarnos con los días vacíos, o de enorgullecernos de tal o cual cosa. Ambas cosas son falsas pues basta que vivamos en la luz para que nuestra acción sea universal. Inmensa escuela de esperanza y verdad. Toda una cadena de infidelidades condiciona nuestras vidas. Toda vida recibe su grandeza a través de la vida oculta de la Sagrada Familia, cuya única grandeza está en existir. También es ése su único apostolado. Nadie se convertirá jamás si nosotros no somos para él un espacio de luz y de Amor. Ante la autenticidad, nadie puede permanecer totalmente insensible.

Nietzsche pensaba que Zaratustra no moriría jamás; pero su vida no era transparente a la Presencia divina sin revestirla de palabras que dan náuseas.

El Evangelio de la Sagrada Familia representa una nueva escala de grandeza. Entrar en el silencio que es Dios, un momento cada día, para que los demás puedan descubrir el tesoro escondido que llevamos. Jesús oculto en el seno de la Familia, tanto que su madre se acostumbra y recibe un choque cuando el plano profundo y silencioso se manifiesta… Dios será eternamente un Dios escondido y silencioso.

Homilía inédita de Mauricio Zúndel, en el Cenáculo de Ginebra, en 1957.

http://www.mauricezundel.com

Fiesta de la Navidad

La cercanía, la pobreza y lo concreto.
Papa Francisco

¿Qué es lo que le sigue diciendo esta noche a nuestras vidas? Después de dos milenios del nacimiento de Jesús, después de muchas Navidades festejadas entre adornos y regalos, después de todo el consumismo que ha envuelto el misterio que celebramos, hay un riesgo: sabemos muchas cosas sobre la Navidad, pero nos olvidamos del significado. Y entonces, ¿cómo encontrar de nuevo el sentido de la Navidad? Y, sobre todo, ¿dónde buscarlo? El Evangelio del nacimiento de Jesús parece estar escrito precisamente para esto, para tomarnos de la mano y llevarnos allí donde Dios quiere. Sigamos el Evangelio.

De hecho, comienza con una situación parecida a la nuestra. Todos están ocupados, disponiendo la realización de un importante evento, el gran censo, que exigía muchos preparativos. En este sentido, el clima de entonces era semejante al que rodea hoy la Navidad. Pero la narración evangélica toma distancia de aquel escenario mundano; se separa de esa imagen para ir a encuadrar otra realidad, sobre la que insiste. Fija su atención en un pequeño objeto, aparentemente insignificante, que menciona tres veces y en el que convergen los protagonistas de la narración. En primer lugar, María, que coloca a Jesús «en un pesebre» (Lc 2,7); después los ángeles, que anuncian a los pastores «un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (v. 12); finalmente, los pastores, que encuentran «al recién nacido acostado en el pesebre» (v. 16). Para encontrar de nuevo el sentido de la Navidad hay que mirar allí, al pesebre. Pero, ¿por qué el pesebre es tan importante? Porque es el signo —no casual— con el que Cristo entra en la escena del mundo. Es el manifiesto con el que se presenta, el modo con el que Dios nace en la historia para hacer renacer la historia. Por lo tanto, ¿qué es lo que nos quiere decir a través del pesebre? Nos quiere decir al menos tres cosas: la cercanía, la pobreza y lo concreto.

1. La cercanía. El pesebre sirve para llevar la comida cerca de la boca y consumirla más rápido. Puede así simbolizar un aspecto de la humanidad: la voracidad en el consumir. Porque, mientras los animales en el establo consumen la comida, los hombres en el mundo, hambrientos de poder y de dinero, devoran de igual modo a sus vecinos, a sus hermanos. ¡Cuántas guerras! Y en tantos lugares, todavía hoy, la dignidad y la libertad se pisotean. Y las principales víctimas de la voracidad humana siempre son los frágiles, los débiles. En esta Navidad, como le sucedió a Jesús (cf. v. 7), una humanidad insaciable de dinero, insaciable de poder e insaciable de placer tampoco le hace sitio a los más pequeños, a tantos niños por nacer, a los pobres, a los olvidados. Pienso sobre todo en los niños devorados por las guerras, la pobreza y la injusticia. Pero Jesús llega precisamente allí, un niño en el pesebre del descarte y del rechazo. En Él, niño de Belén, está cada niño. Y está la invitación a mirar la vida, la política y la historia con los ojos de los niños.

En el pesebre del rechazo y de la incomodidad, Dios se acomoda, llega allí, porque allí está el problema de la humanidad, la indiferencia generada por la prisa voraz de poseer y consumir. Cristo nace allí y en ese pesebre lo descubrimos cercano. Llega donde se devora la comida para hacerse nuestro alimento. Dios no es un padre que devora a sus hijos, sino el Padre que en Jesús nos hace sus hijos y nos nutre de ternura. Llega para tocarnos el corazón y decirnos que la única fuerza que cambia el curso de la historia es el amor. No permanece distante, no permanece potente, sino que se hace próximo y humilde; Él, que estaba sentado en el cielo, se deja recostar en un pesebre.

Hermano, hermana, esta noche Dios se acerca a ti porque para Él eres importante. Desde el pesebre, como alimento para tu vida, te dice: “Si sientes que los acontecimientos te superan, si tu sentido de culpa y tu incapacidad te devoran, si tienes hambre de justicia, yo, Dios, estoy contigo. Sé lo que tú vives, lo he experimentado en el pesebre. Conozco tus miserias y tu historia. He nacido para decirte que estoy y estaré siempre cerca de ti”. El pesebre de la Navidad, primer mensaje de un Dios niño, nos dice que Él está con nosotros, nos ama, nos busca. Ánimo, no te dejes vencer por el miedo, por la resignación, por el desánimo. Dios nace en un pesebre para hacerte renacer precisamente allí, donde pensabas que habías tocado fondo. No hay mal, no hay pecado del que Jesús no quiera y no pueda salvarte. Navidad quiere decir que Dios es cercano. ¡Que renazca la confianza!

2. El pesebre de Belén, además de la cercanía, nos habla también de la pobreza. Alrededor del pesebre, de hecho, no hay muchas cosas: maleza y algún animal y poco más. La gente no estaba en el frío establo de una vivienda, sino resguardada en los albergues. Pero Jesús nace en el pesebre y allí nos recuerda que no tuvo a nadie alrededor, sino a aquellos que lo querían: María, José y los pastores; todos eran pobres, unidos por el afecto y el asombro; no por riquezas y grandes posibilidades. El humilde pesebre, por tanto, saca a relucir las verdaderas riquezas de la vida: no el dinero y el poder, sino las relaciones y las personas.

Y la primera persona, la primera riqueza, es precisamente Jesús. Pero, ¿queremos estar a su lado? ¿Nos acercamos a Él, amamos su pobreza, o preferimos quedarnos cómodos en nuestros intereses? Sobre todo, ¿lo visitamos donde Él se encuentra, es decir, en los pobres pesebres de nuestro mundo? Allí Él está presente. Y nosotros estamos llamados a ser una Iglesia que adora a Jesús pobre y sirve a Jesús en los pobres. Como dijo un obispo santo: «la Iglesia […] apoya y bendice los esfuerzos por transformar estas estructuras de injusticia y sólo pone una condición: que las transformaciones sociales, económicas y políticas redunden en verdadero beneficio de los pobres» (San Óscar Arnulfo Romero, «La Verdad, Fuerza de la Paz» Mensaje pastoral de Año Nuevo,1 enero 1980). Cierto, no es fácil dejar la tibia calidez de la mundanidad para abrazar la belleza agreste de la gruta de Belén, pero recordemos que no es verdaderamente Navidad sin los pobres. Sin ellos se festeja la Navidad, pero no la de Jesús. Hermanos, hermanas, en Navidad, Dios es pobre. ¡Que renazca la caridad!

3. Llegamos así al último punto: el pesebre nos habla de lo concreto. En efecto, un niño en un pesebre representa una escena que impacta, hasta el punto de ser cruda. Nos recuerda que Dios se ha hecho verdaderamente carne. De manera que, respecto a Él, no son suficientes las teorías, los pensamientos hermosos y los sentimientos piadosos. Jesús, que nace pobre, vivirá pobre y morirá pobre; no hizo muchos discursos sobre la pobreza, sino la vivió hasta las últimas consecuencias por nosotros. Desde el pesebre hasta la cruz, su amor por nosotros fue tangible, concreto: desde su nacimiento hasta su muerte, el hijo del carpintero abrazó la aspereza del leño, la rudeza de nuestra existencia. No nos amó con palabras, no nos amó en broma.

Y, por tanto, no se conforma con apariencias. Él, que se hizo carne, no quiere sólo buenos propósitos. Él, que nació en el pesebre, busca una fe concreta, hecha de adoración y de caridad, no de palabrería y exterioridad. Él, que se pone al desnudo en el pesebre y se pondrá al desnudo en la cruz, nos pide verdad, que vayamos a la verdad desnuda de las cosas, que depositemos a los pies del pesebre las excusas, las justificaciones y las hipocresías. Él, que fue envuelto con ternura en pañales por María, quiere que nos revistamos de amor. Dios no quiere apariencia, sino cosas concretas. No dejemos pasar esta Navidad, hermanos y hermanas, sin hacer algo de bueno. Ya que es su fiesta, su cumpleaños, hagámosle a Él regalos que le agraden. En Navidad Dios es concreto, en su nombre hagamos renacer un poco de esperanza a quien la ha perdido.

Jesús, te miramos, acurrucado en el pesebre. Te vemos tan cercano, que estás junto a nosotros por siempre. Gracias, Señor. Te contemplamos pobre, enseñándonos que la verdadera riqueza no está en las cosas, sino en las personas, sobre todo en los pobres. Perdónanos, si no te hemos reconocido y servido en ellos. Te vemos concreto, porque concreto es tu amor por nosotros, Jesús, ayúdanos a dar carne y vida a nuestra fe. Amén.

Navidad 2022


EL CORAZÓN DE LA NAVIDAD
Lucas 2,1-14

Os ha nacido un Salvador.

Poco a poco lo vamos consiguiendo. Ya hemos logrado celebrar unas fiestas entrañables, sin conocer exactamente su razón de ser. Nos felicitamos unos a otros y no sabemos por qué. Se anuncia la Navidad y se oculta su motivo. Muchos no recuerdan ya dónde está el corazón de estas fiestas. ¿Por qué no escuchar el «primer pregón» de Navidad? Lo compuso el evangelista Lucas hacia el año ochenta.
Según el relato, es noche cerrada. De pronto, una «claridad» envuelve con su resplandor a unos pastores. El evangelista dice que es la «gloria del Señor». La imagen es grandiosa: la noche queda iluminada. Sin embargo, los pastores «se llenan de temor». No tienen miedo a las tinieblas sino a la luz. Por eso, el anuncio empieza con estas palabras: «No temáis».
No nos hemos de extrañar. Preferimos vivir en tinieblas.
Nos da miedo la luz de Dios. No queremos vivir en la verdad. Quien no ponga estos días más luz y verdad en su vida, no celebrará la Navidad.
El mensajero continúa: «Os traigo la Buena Noticia, la gran alegría para todo el pueblo». La alegría de Navidad no es una más entre otras. No hay que confundirla con cualquier bienestar, satisfacción o disfrute. Es una alegría «grande», inconfundible, que viene de la «Buena Noticia» de Jesús. Por eso, es «para todo el pueblo» y ha de llegar, sobre todo, a los que sufren y viven tristes.
Si ya Jesús no es una «buena noticia»; si su evangelio no nos dice nada; si no conocemos la alegría que sólo nos puede llegar de Dios; si reducimos estas fiestas a disfrutar cada uno de su bienestar o a alimentar un gozo religioso egoísta, celebraremos cualquier cosa menos la Navidad.
La única razón para celebrarla es ésta: «Os ha nacido hoy el Salvador». Ese niño no les ha nacido a María y José. No es suyo. Es de todos. Es «el Salvador» del mundo. El único en el que podemos poner nuestra última esperanza. Este mundo que conocemos no es la verdad absoluta.Jesucristo es la esperanza de que la injusticia que hoy lo envuelve todo no prevalecerá para siempre.
Sin esta esperanza, no hay Navidad. Despertaremos nuestros mejores sentimientos, disfrutaremos del hogar y la amistad, nos regalaremos momentos de felicidad. Todo eso es bueno. Muy bueno. Todavía no es Navidad.

José Antonio Pagola
http://www.musicaliturgica.com


LA ENCARNACIÓN ES REALIDAD DENTRO DE TI,
COMO LO FUE DENTRO DE JESÚS
Juan 1,1-18

Anoche nos hablaban de un Niño, del pesebre, de pastores, de ángeles. En esta mañana nos habla del Verbo, Palabra preexistente, de Dios eterno y trascendente. Es una prueba más de que nos encontramos ante algo indecible. Curiosamente termina diciendo exactamente lo mismo: y la PALABRA se hace carne, Niño. Los dos relatos, como buenos subalternos, te colocan ante el misterio, pero el que tienes que torearlo eres tú. Sólo tú puedes adentrarte en la realidad que está en ti, “más dentro de ti mismo que lo más íntimo de ti mismo”. Pero está ahí, y sólo tú puedes descubrir ese tesoro y disfrutar de él.

La encarnación sólo tiene realidad dentro de ti, como sólo tuvo realidad dentro de Jesús, no fuera en acontecimientos o fenómenos externos. Sólo dentro de ti y dentro del otro. Buscarlo en otra parte es engañarte. Dice un cuento oriental: Un señor que pasaba por la calle, ve a su vecino que está buscando algo enfrente de su casa. ¿Qué es lo que has perdido? Le pregunta. La llave de mi casa. Yo te ayudaré a encontrarla. Pasa media hora y la llave no aparece. ¿Pero dónde la has perdido? Le pregunta el vecino. Dentro de casa. ¿Entonces por que la estás buscado aquí? Es que aquí hay más luz… Si no vivo lo que hay de Dios en mí, jamás lo descubriré ni en los acontecimientos, ni en los demás, ni en Jesús.

Aunque el domingo segundo de Navidad volvemos a leer este evangelio, voy a adelantar una frase: “et Deis erat Verbum”. La traducción puede ser: “y Dios era la Palabra”. También podría traducirse por “un ser divino era el proyecto”, puesto que en esta frase “Theos” no lleva artículo. En castellano también podemos traducir: “y la Palabra era Dios”. Pero debemos tener en cuenta que no se explica lo que es la Palabra por lo que es Dios, sino al revés. Se explica lo que es Dios por lo que es la Palabra. Dios es el que se hizo hombre, y si se hizo hombre en Jesús, es que se hace hombre en todos los seres humanos. Por el contrario, si es Jesús el que se hace Dios, nosotros quedaremos al margen de lo que allí pasó. El despiste está asegurado.

No creernos que Dios se ha hecho hombre, y hacemos decir al evangelio lo que nos interesa que diga. No es el hombre el que tiene que escalar las alturas del cielo para llegar a ser Dios, ha sido Dios el que se ha abajado y ha compartido su ser con el hombre. Eso es lo que significa la encarnación. Por medio de Jesús, podemos llegar a saber lo que es Dios. Pero un Dios que no está ya en la estratosfera, ni en los templos, ni en los ritos, sino en el hombre… Las consecuencias de esta verdad en nuestra vida religiosa serían tan demoledoras que nos asustan; por eso preferimos seguir pensando en un Jesús que es Dios, pero dejando bien claro que eso no nos afecta a nosotros.

Meditación-contemplación

Dios es encarnación y se está encarnando siempre.
Esa verdad teórica, tengo que hacerla vida en mí.
Dios se ha hecho carne en mi propia carne,
Pero no es mi carne, sino mi Espíritu.
…………..

Mi verdadero ser, lo que hay de mí más allá de lo biológico,
es el mismo Dios que fundamenta el resto de mi ser.
Si consigo olvidarme de “mí”, soy Dios.
Si me olvido de Dios, soy nada.
……………

Atrévete a atravesar el “desván” de tu falso yo.
No te importe el tiempo que tardes en conseguirlo.
No tienes prisa, es la tarea de toda tu vida.
Descubrirás la perla que vale más que todo lo imaginable.

Fray Marcos
https://www.feadulta.com


Navidad misionera:
Buena noticia para todos los pueblos
Romeo Ballan, mccj

Reflexiones – Apuntes

La Navidad, un tema familiar a todos, puede contemplarse desde diferentes ángulos y experiencias, siempre con la certeza de que el misterio no se agota; más bien, ofrece a cada uno -en toda época de la vida y de la historia- riquezas insospechadas, tesoros aún por descubrir. En el contexto de esta serie de comentarios bíblico-misioneros, prefiero, por esta vez, presentar algunas reflexiones sueltas, tomadas de diferentes contextos culturales y geográficos, que nos pueden ayudar a una contemplación misionera del misterio y darnos pistas para compartir con otros -cercanos o lejanos- el gozo por el nacimiento del Hijo de Dios en carne humana. Con esta apertura de horizontes, nuestra lectura misionera de la Navidad será más cercana al hecho histórico de Belén.

Dios en carne humana: para todos

Navidad es encarnación, significa Dios en carne humana. Caro salutis est cardo (la carne es fundamento de la salvación), como decían los primeros Padres de la Iglesia. Estamos ante un hecho histórico: la salvación pasa a través de la carne de Cristo, su nacimiento, pasión, muerte, resurrección, ascensión, Eucaristía… Es la carne de Dios, carne de María. No es apariencia de carne, como aseguraban los primeros herejos, los docetistas, sino carne concreta, componente esencial de la persona humana. La salvación de Dios nos viene, históricamente, a través de la carne de Cristo Redentor; pero, a la vez, pasa necesariamente por nuestra carne: carne redimida y carne por redimir. Es preciso hablar con lenguaje realista y crudo de nuestra carne en todas sus situaciones y etapas: -es la carne fuerte de los años jóvenes y adultos (trabajo, actividades, viajes…); -es la carne hermosa (búsqueda de belleza, modas, lujos, vanidades…); -es la carne frágil, débil, enferma, dolorida, moribunda, muerta…; -es la carne destinada a la resurrección, como decimos en el CredoSin distinición de colores: la salvación de Dios es la misma para todos. La liturgia canta en este tiempo: “toda carne (es decir, todo ser humano) verá la salvación de Dios”. Esta es la buena noticia, la gran alegría anunciada por los ángeles en Belén para todo el pueblo y para todos los pueblos (Lc 2,10).

De Belén al Calvario

En tiempos de Hitler, Edith Stein compuso El misterio de la Navidad, donde escribe: “Los misterios del cristianismo son un todo indivisible. El que profundiza en un misterio, acaba por tocar todos los otros. Así el camino que empieza en Belén procede imparablemente hacia el Calvario, va del pesebre a la cruz”. Ahí están las palabras de Simeón en el templo, la huida a Egipto, el asesinato de los niños inocentes… Sor Teresa Benedicta de la Cruz (E. Stein) consumó su holocausto en 1942 en Auschwitz. Los hechos se repiten, hoy como ayer. En Iraq, en Orissa (India), en Indonesia, en Nigeria, en Sudán, en Rep. Dem. de Congo, en China, en otras partes del mundo, continúa el martirio de los cristianos y de otros inocentes. Pero el Niño del pesebre es el Resucitado. Concluye Edith Stein: “Cada uno de nosotros, la humanidad entera llegará, junto con el Hijo del hombre, a través del sufrimiento y de la muerte, a la misma gloria”. Son las últimas palabras del Misterio de la Navidad, escrito por una mártir de nuestro tiempo.

Mensaje desde Belén

“Desde este lugar quisiera alcanzar a toda la humanidad, quisiera que llegue a todos el mensaje que nace de esta gruta desnuda: aun en las cosas más pequeñas de nuestra jornada, aun en las más escondidas y aparentemente insignificantes, aun en aquellas que nos hacen sufrir, está presente el misterio de Dios que con amor se dirige hacia nosotros. Regreso, como cada año, de la Misa de Navidad cerca de la gruta con ojos nuevos. La vista de la ciudad de Belén, con su desolación y su abandono por la escasez de peregrinos, nos brinda la oportunidad de esperar que un día todo esto deje el sitio a la alegría, al bienestar y a la paz”.

(Carta desde Belén, 2004, del card. Carlos M. Martini, arzobispo emérito de Milán).

Los ojos del pintor

Giotto, pintor florentino, creador de la pintura moderna, ha pintado en un fresco el nacimiento de Jesús en Belén, que se encuentra en la Capilla Scrovegni de Padua. El fresco pone en evidencia el momento de la primera mirada: María y el Niño se miran a los ojos. Se miran por primera vez. ¡Sorpresa, estupor, gratitud, gozo…! María descubre en el rostro del Niño su propio rostro, porque Jesús es solamente suyo. El Niño se refleja en el rostro de su Madre y dice gracias a su Padre-Dios. En esos ojos que se contemplan mutuamente, se descubre la nueva mirada de Dios sobre el hombre, y la nueva mirada del hombre sobre Dios y sobre sus hermanos. Mirada de misericordia, acogida, confianza. A partir de ese momento, las relaciones con Dios, entre los seres humanos y con la creación, están contagiadas benéficamente por ese intercambio de miradas, que marca el nuevo estilo, basado en el respeto, la misericordia, la fraternidad…

Tomado de: comboni2000.org

IV Domingo de Adviento. Año C

La Visitación y la cultura del encuentro

María se levantó y se fue de prisa…
Lucas 1,39-45

Hemos llegado al último domingo de Adviento. La Navidad del Señor está cerca y la espera de su venida crece en el corazón de cada cristiano. La antífona de entrada de la Eucaristía proclama: “Cielos, destilen rocío desde arriba, y que las nubes lluevan al Justo; ábrase la tierra y brote el Salvador” (cf. Is 45,8). Nuestra mirada se dirige al Cielo, en espera del don de Dios, y al mismo tiempo a la tierra, fecundada por el Cielo, para reconocer los signos del “retoño que brota del tronco de Jesé” (Isaías 11,1).

María es la figura central del cuarto domingo de Adviento. El Evangelio relata el episodio de la Visitación. Después de saber por el ángel que su pariente Isabel estaba embarazada de seis meses, María “se levantó y se fue de prisa a la región montañosa, a una ciudad de Judá”. La tradición identifica esta ciudad como Ain Karim, a unos 130 kilómetros de Nazaret.

¿Qué impulsó a María a “levantarse y marchar de prisa” hacia Isabel? Normalmente decimos que quería ayudar a su pariente mayor. O quizás deseaba compartir la alegría del embarazo de Isabel, aquella que “era llamada estéril” (Lc 1,36). También es probable que María sintiera la necesidad de confiar a Isabel el misterio de su maternidad. ¿Quién, mejor que Isabel, podría comprenderla?

Sin embargo, la intención de San Lucas va más allá de estas consideraciones. Recuerda la transferencia del Arca de la Alianza a Jerusalén (cf. 2 Samuel 6 y 1 Crónicas 16). María es presentada como el Arca de la Nueva Alianza, el Tabernáculo viviente que lleva en su seno al Hijo de Dios.

La escena de la Visitación evoca también una pequeña “pentecostés”. En efecto, “apenas oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno” (Lc 1,41). En ese momento se cumple la promesa del ángel a Zacarías: Juan “será lleno del Espíritu Santo desde el seno de su madre” (Lc 1,15).

Además, el Espíritu Santo, descendido sobre Isabel, ofrece a María una sorpresa inesperada. “Isabel se llenó del Espíritu Santo y exclamó a gran voz: ‘¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!’” (Lc 1,41-42). Antes de que María diga algo a Isabel, es esta última, movida por el Espíritu Santo, quien confirma el misterio que se cumple en ella. Ante esta revelación, María estalla en alegría, gratitud y alabanza en el cántico del Magnificat.

Puntos de reflexión

El relato de la Visitación es un cofre lleno de mensajes para recoger y meditar. Señalamos tres.

La Visitación, icono del encuentro
La relación con los demás es una dimensión esencial de la vida humana. El encuentro entre estas dos mujeres, una joven y otra mayor, revela la belleza de todo encuentro auténtico, abierto a la amistad y al compartir. Entre María e Isabel se da el abrazo de comunión entre la Nueva y la Primera Alianza. Es un encuentro fecundo, en el que ambas mujeres son enriquecidas.
Hoy, nos falta una verdadera cultura del encuentro. Lamentablemente, a menudo prevalece el conflicto, en el que el otro es demonizado. El cristiano contempla, en estas dos mujeres, su vocación de salir al encuentro de los demás con una actitud de apertura y empatía. Bendecidos por Dios, somos portadores de bendiciones. Si llevamos el Espíritu en el corazón, ni siquiera un simple saludo o una sonrisa son gestos triviales.

María embarazada, icono de la Iglesia y del cristiano
La mujer “embarazada, que gritaba con los dolores y angustias del parto” mencionada en el Apocalipsis (capítulo 12) es una representación de María, una imagen de la Iglesia y, en cierto modo, también del cristiano. Orígenes de Alejandría, que vivió en el siglo III, utiliza esta imagen de extraordinaria intensidad para describir la vocación del cristiano: la de una mujer embarazada.
“El cristiano pasa por el mundo embarazado de Dios, ferens Verbum (Orígenes), llevando otra vida dentro de su vida, aprendiendo a respirar con el aliento de Dios, a sentir con los sentimientos de Cristo, como si tuviera dos corazones: el suyo y otro con un latido más fuerte, que nunca dejará de latir. Aún ahora, Dios busca madres para encarnarse” (Ermes Ronchi).
¿Estamos realmente “embarazados de Cristo” por la escucha de su Palabra? Podría sucedernos lo que describe Isaías: “Hemos concebido, sentimos dolores como si fuéramos a dar a luz: sólo fue viento; no hemos traído salvación a la tierra y no nacieron habitantes en el mundo” (Isaías 26,18).

La Visitación, icono de la misión
Finalmente, la Visitación puede representar un icono elocuente de la misión. El misionero, o el cristiano, no es el verdadero precursor de Cristo en los lugares o ámbitos donde es enviado a evangelizar. El verdadero precursor es el Espíritu, que actúa desde siempre en el corazón de cada persona, de cada cultura y de cada pueblo. La misión no consiste solo en evangelizar, sino también en dejarse evangelizar a través del encuentro con el otro.
Christian De Chergé, prior de la Abadía de Tibhirine, asesinado junto con otros seis monjes trapenses en Argelia en mayo de 1996, expresaba esta idea de manera incisiva. En 1977 escribía: “En los últimos tiempos, estoy convencido de que el episodio de la Visitación es el verdadero lugar teológico escritural de la misión, en el respeto por el otro ya investido por el Espíritu”. Así, podríamos decir que Dios nos espera en el otro.

¡Como María, levantémonos y caminemos de prisa hacia el Señor que viene!

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


Saborear y anunciar la Navidad

Miqueas  5,1-4; Salmo  79; Hebreos  10,5-10; Lucas  1,39-45

Reflexiones
A las puertas de Navidad, la Palabra de Dios nos ofrece hoy tres claves de lectura para comprender, saborear y anunciar a otros el misterio que celebramos. Estas claves se llaman: María, la carne y la pequeñez.

1-   Ante todo, María, que el evangelista Lucas nos presenta durante la Visitación a su parienta Isabel (Evangelio). En un clima de fe y de intensa alegría, se produce el encuentro entre dos mujeres que han llegado a ser madres gestantes por una especial intervención de Dios: Isabel en su ancianidad, María en su virginidad. Ambas están llenas del Espíritu Santo (v. 41; Lc 1,35), atentas para acoger las señales de su presencia, prontas a alabarlo y a darle gracias por sus obras grandes (v. 42-48). Estos elementos hacen de la Visitación un misterio de fe, alegría, servicio, anuncio misionero. María, apresurada en el viaje (v. 39), llevando en su vientre a Jesús, es imagen de la Iglesia misionera, que lleva al mundo el anuncio del Salvador. (*)

Dichosa tú, que has creído”, exclama Isabel (v. 45). Esta es la primera bienaventuranza que aparece en los Evangelios. Por la fe María ha concebido en su corazón al Hijo de Dios aun antes de engendrarlo en la carne. Ha creído, es decir, se ha fiado, se ha abandonado a Dios. Las palabras de María: “heme aquí, soy la sierva, hágase…” (v. 38) están en sintonía con el ‘’ de Jesús, el cual, según el autor de la carta a los Hebreos (II lectura), al entrar en el mundo ha dicho: “aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad” (v. 7). Este es el único culto que agrada a Dios, el culto de los auténticos adoradores del Padre “en espíritu y verdad”, como el mismo Jesús lo revelará también a la mujer samaritana (Jn 4,23).

2-   La carne es la segunda clave del misterio de la Navidad. Desde hace mucho tiempo  -podemos decir desde siempre–  Dios no se deleita con el perfume del incienso o con el humo de las carnes de animales inmolados en el templo, como repite la carta a los Hebreos (v. 6.8). Él quiere habitar en un templo de carne, en el corazón de las personas, ser el centro de cada pensamiento y de toda aspiración, la razón de cada elección y decisión, la raíz de toda alegría. Solamente llegando a este nivel, se puede hablar de una auténtica conversión del corazón, una conversión que va mucho más allá de unos gestos externos meramente rituales, de prácticas superficiales o de fórmulas abstractas repetidas de memoria.

Jesús es el verdadero adorador del Padre: desde el primer instante de su ingreso en el mundo, no le ofrece animales o incienso (v. 5-6), sino se presenta a sí mismo, en su cuerpo, como ofrenda de amor para santificar a todos (v. 10), sin excluir a nadie, porque Él “no se avergüenza de llamarles hermanos” (Heb 2,11). Los Padres de la Iglesia en los primeros siglos, con gran sentido teológico y antropológico, solían repetir: “Caro salutis est cardo” (la carne es la base de la salvación). Así ponían en evidencia que Dios ha querido manifestar concretamente su salvación, haciéndola pasar a través de la carne humana del Hijo de Dios, que es hijo de María.

3-   Esta maravillosa obra de salvación se realiza en la pequeñez, por medio de signos pequeños y pobres, de personas y realidades humildes. Un ejemplo bíblico del día es Belén (I lectura), aldea chica, pero cuna de uno que “pastoreará con la fuerza del Señor”, dará tranquilidad y paz a su pueblo, “se mostrará grande hasta los confines de la tierra” (v. 3). Belén es un pueblecito insignificante, pero Dios lo escoge para que allí nazca el que es ‘la más Bella Noticia’ para todos los pueblos. En el origen de este acontecimiento está María; que exulta y canta, consciente de que Dios “ha puesto los ojos en la pequeñez de su esclava” (v. 48).

También hoy, Dios realiza sus grandes obras por medio de instrumentos pobres, gestos humildes, situaciones humanamente desesperadas. Y uno se pregunta: entonces, ¿quién se salva? Aquellos que, con corazón sincero y bien dispuesto, acogen el misterio de ese Niño, nacido en Belén hace más de 2000 años; aquellos que escuchan su mensaje, se convierten en constructores de paz, portadores de alegría, mensajeros de su misericordia, misioneros que lo anuncian. ¡Como María, como los pastores!

Palabra del Papa

(*)  “María nos enseña que, en el arte de la misión y de la esperanza, no son necesarias tantas palabras ni programas; su método es muy simple: caminó y cantó. María caminó. Así nos la presenta el evangelio después del anuncio del Ángel. Presurosa  -pero no ansiosa–  caminó hacia la casa de Isabel para acompañarla en la última etapa del embarazo; presurosa caminó hacia Jesús cuando faltó vino en la boda; y ya con los cabellos grises por el pasar de los años, caminó hasta el Gólgota para estar al pie de la cruz: en ese umbral de oscuridad y dolor, no se borró ni se fue, caminó para estar allí. Caminó al Tepeyac para acompañar a Juan Diego y sigue caminando… para decir: «¿No estoy aquí yo, que soy tu madre?»”
Papa Francisco
Homilía en la fiesta de Santa María de Guadalupe, 12 de diciembre de 2018

[P. Romeo Ballan, MCCJ]


MUJERES CREYENTES

Después de recibir la llamada de Dios, anunciándole que será madre del Mesías, María se pone en camino sola. Empieza para ella una vida nueva, al servicio de su Hijo Jesús. Marcha “deprisa”, con decisión. Siente necesidad de compartir con su prima Isabel su alegría y de ponerse cuanto antes a su servicio en los últimos meses de embarazo.

El encuentro de las dos madres es una escena insólita. No están presentes los varones. Solo dos mujeres sencillas, sin ningún título ni relevancia en la religión judía. María, que lleva consigo a todas partes a Jesús, e Isabel que, llena de espíritu profético, se atreve a bendecir a su prima en nombre de Dios.

María entra en casa de Zacarías, pero no se dirige a él. Va directamente a saludar a Isabel. Nada sabemos del contenido de su saludo. Solo que aquel saludo llena la casa de una alegría desbordante. Es la alegría que vive María desde que escuchó el saludo del Ángel: “Alégrate, llena de gracia”.

Isabel no puede contener su sorpresa y su alegría. En cuanto oye el saludo de María, siente los movimientos de la criatura que lleva en su seno, y los interpreta maternalmente  como “saltos de alegría”.  Enseguida, bendice a María “a voz en grito” diciendo: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”.

En ningún momento llama a María por su nombre. La contempla totalmente identificada con su misión: es la madre de su Señor. La ve como una mujer creyente en la que se irán cumpliendo los designios de Dios: “Dichosa porque has creído”.

Lo que más le sorprende es la actuación de María. No ha venido a mostrar su dignidad de madre del Mesías. No está allí para ser servida sino para servir. Isabel no sale de su asombro. “¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?”.

Son bastantes las mujeres que no viven con paz en el interior de la Iglesia. En algunas crece el desafecto y el malestar. Sufren al ver que, a pesar de ser las primeras colaboradoras en muchos campos, apenas se cuenta con ellas para pensar, decidir e impulsar la marcha de la Iglesia. Esta situación nos esta haciendo daño a todos.

El peso de una historia multisecular, controlada y dominada por el varón, nos impide tomar conciencia del empobrecimiento que significa para la Iglesia prescindir de una presencia más eficaz de la mujer. Nosotros no las escuchamos, pero Dios puede suscitar mujeres creyentes, llenas de espíritu profético, que nos contagien alegría y den a la Iglesia un rostro más humano. Serán una bendición. Nos enseñarán a seguir a Jesús con más pasión y fidelidad.

José Antonio Pagola

III Domingo de Adviento. Año C

Grita de felicidad

“¡Grita de felicidad, hija de Sión, regocíjate, Jerusalén! El Señor ha anulado la sentencia que pesaba sobre ti, ha expulsado a tus enemigos; el Señor es rey de Israel en medio de ti, no tendrás que temer ya ningún mal. Aquel día dirán a Jerusalén: «No tengas miedo, Sión, que tus manos no tiemblen; el Señor tu Dios está en medio de ti, él es un guerrero que salva. Dará saltos de alegría por ti, su amor te renovará, por tu causa bailará  y se alegrará, como en los días de fiesta». (Sofonías 3, 14-18)

El tercer domingo de Adviento es una invitación especial a la alegría, a la felicidad sin límites, a lo bello que hace explotar los corazones porque Dios está más cerca que nunca de nuestras vidas y tan cercano a todas nuestras historias, tan sencillas y tan ordinarias.

La llegada del Señor se hace cada día más inminente y la palabra de Dios, en particular el mensaje que leemos del profeta Sofonías, nos introduce en el ambiente de fiesta y de regocijo que envuelven nuestro tiempo y nos recuerda que el nacimiento de Jesús entre nosotros no es algo casual. Bien podríamos decir que es la realización del sueño más profundo, del anhelo más grande que existe en el corazón de Dios, el deseo de hacerse uno de nosotros y compartir con nosotros su divinidad.

La Navidad, en las palabras del profeta, se nos presenta como el tiempo en el cual no hay espacios para la tristeza, para la amargura o el dolor. Es tiempo para gritar de felicidad porque el Señor viene, es más, ya está entre nosotros como el único que puede cambiarnos la vida y puede otorgarnos la paz. 

Es tiempo para deshacernos de nuestros miedos y de todo aquello que nos puede tener paralizados en estilos de vida que nos impiden amar, como hemos sido amados en Jesús. Es tiempo para agradecer a Dios el estar siempre entre nosotros, de manera gratuita, como un don extraordinario que no merecemos.

Son días en los que contemplando el pesebre estamos llamados a descubrir a un Dios que ha escogido la sencillez y la humildad para ayudarnos a entender que su grandeza está en su pequeñez y que lo inmensamente grande y poderoso llega hasta nosotros a través de entrega y abandono. 

El gran anuncio que se nos hace en este domingo es la buena noticia de la presencia del Señor entre nosotros como el Dios que nos salva, que nos libera y nos recuerda que hemos sido llamados a vivir como hijos de un Padre que no se cansa de amar. La presencia de Jesús entre nosotros nos hace personas nuevas, capaces de vivir confiando en el futuro, entusiastas y comprometidos en la construcción de un mundo más fraterno, solidario y en paz.

Navidad tiene que ser, por lo tanto, momento en que reconocemos al Dios que nos ha querido tanto que ha hecho camino para mezclarse con nuestra pobreza, con nuestra fragilidad, con nuestra humanidad. Es el Dios que ha encontrado su felicidad compartiendo su divinidad y haciendo suya la historia de cada uno de nosotros, mendicantes de felicidad.

¿Qué tendremos que hacer para alcanzar esa felicidad?

El Evangelio de este tercer domingo de Adviento nos presenta a Juan el Bautista rodeado de una gran multitud que lo interroga haciéndole la pregunta: ¿Qué tenemos que hacer? Se podría entender, ¿qué hay que hacer para entrar en el mundo de Jesús al cual Juan anuncia como la buena noticia esperada desde siempre? ¿Qué tenemos que hacer hoy nosotros para reconocer a Jesús que pone su morada entre nosotros y nos invita a participar de su alegría y a compartir su felicidad? ¿En dónde lo podemos descubrir y reconocer?

Juan nos da una respuesta: “El que tenga dos túnicas, dé una al que no tiene, y el que tenga comida compártala con el que no la tiene… A Jesús lo vamos a reconocer en el hermano que sufre, en la persona que no ha tenido las mismas oportunidades que nosotros, en el marginado que nuestra sociedad ha condenado a vivir sin poder gozar de los derechos que tiene como hijo de Dios.

La felicidad plena en nuestras vidas la experimentaremos cuando, como discípulos de Jesús, seamos capaces de generar felicidad y alegría en el corazón y en la vida de los hermanos que Dios ha puesto a nuestro lado. 

Por lo tanto, lo que tendremos que hacer será, al menos intentar, generar vida a nuestro alrededor asumiendo actitudes de bondad, de cordialidad, de respeto, de cariño, de tolerancia… como Jesús nos enseñó a su paso entre nosotros.

Seguramente nuestra felicidad será plena, también esta Navidad, si somos capaces de entender lo que ha significado que Dios haya renunciado a sí mismo para hacerse semejante a nosotros. ¿A qué nos estará llamando el Señor a renunciar? 

Seremos felices si por un momento aceptamos dejar de pensar sólo en nosotros mismos, en nuestros intereses personales, si dejamos de considerar que nuestros puntos de vista son los mejores, por no decir los únicos, si humildemente aceptamos ponernos al final de línea, sintiéndonos llamados a servir y a ofrecer nuestras vidas, en lugar de buscar lugares de protagonismo que nos alejan de los demás.

Sin lugar a dudas, gritaremos de felicidad, cuando contemplando a Jesús en el pesebre entenderemos lo que significa un Dios que se ha hecho pobre, que no se ha asustado con las miserias de nuestra humanidad, que ha cargado con lo triste de nuestros pecados y que desde lo alto de la cruz nos gritará con fuerza que no hay mayor felicidad que la que se alcanza dando la vida por los demás.

Alegrémonos pues, como invitaba San Pablo a los filipenses, porque la llegada del Señor es inminente, porque el Señor, podríamos decir nosotros, está llegando a cada instante en nuestras vidas con una propuesta de vida plena, una vida vivida en el reconocimiento de Dios que camina entre nosotros, como un Padre que no vive más que para amarnos y que sueña con nuestra felicidad.

P. Enrique Sánchez G. Mccj


Adviento, la temporada de la alegría

Año C – Adviento – 3er Domingo
Lucas 3,10-18: “¿Y nosotros, qué debemos hacer?”

El tercer domingo de Adviento se llama “domingo Gaudete”, por la primera palabra que abre la celebración: “Alegraos siempre en el Señor; os lo repito: alegraos. ¡El Señor está cerca!” (antífona de entrada, cf. Flp 4,4-5). En el ambiente penitencial que caracteriza el tiempo de Adviento, este domingo nos trae una invitación especial a la alegría.

El camino del Adviento es un recorrido guiado. La liturgia nos propone tres guías: el profeta Isaías, Juan el Bautista y la Virgen María. Son tres “pedagogos” que se alternan a medida que nos acercamos a la Navidad. Isaías es el profeta mesiánico por excelencia porque anuncia la llegada del Mesías. Es quien alimenta la espera y la esperanza. Juan el Bautista, por su parte, nos llama a la conversión para prepararnos para la llegada del Mesías. Finalmente, la Virgen María nos enseña cómo acogerlo: concibiéndolo en nuestro corazón.

La liturgia coloca en el centro del segundo y tercer domingo de Adviento la figura de Juan el Bautista, según el relato de San Lucas, el evangelio que nos guiará durante este año litúrgico “C”. Juan hace resonar en el desierto el grito del profeta Isaías: “Voz de uno que clama en el desierto: ¡Preparad el camino del Señor!” (Lucas 3,1-6, segundo domingo). El pasaje del Evangelio de este tercer domingo nos presenta la reacción de las multitudes ante su predicación: “¿Qué debemos hacer?”

Quisiera desarrollar mi reflexión en torno a dos palabras que encierran el mensaje de este domingo: Alegría y Conversión. A primera vista, alegría y conversión pueden parecer distantes, pero, reflexionando, descubrimos que se armonizan perfectamente. La alegría surge de la conversión (como muestran las parábolas de la misericordia en Lucas 15) y, al mismo tiempo, la conversión nace de la alegría (como ocurre en la historia de Zaqueo, en Lucas 19,8).

¡LA ALEGRÍA que da sabor a la vida!

Este tercer domingo – como decíamos – se caracteriza por una invitación fuerte, convincente y decidida a alegrarse, porque el Señor está cerca.

En la primera lectura, el profeta Sofonías exhorta insistentemente al pueblo de Dios a alegrarse: “Grita de alegría, hija de Sión, aclama, Israel, alégrate y regocíjate de todo corazón, hija de Jerusalén… ¡No temas, Sión, no dejes caer los brazos! El Señor, tu Dios, está en medio de ti, como un salvador poderoso.”
Nosotros también tenemos una necesidad extrema de ser reconfortados, especialmente en un contexto marcado por un pesimismo generalizado respecto al futuro.

El Salmo responsorial retoma un texto de Isaías que nos invita a expresar la alegría con el canto: “Canta y alégrate, porque grande es en medio de ti el Santo de Israel.”
En la segunda lectura, San Pablo refuerza con fuerza la invitación a la alegría: “Hermanos, alegraos siempre en el Señor; os lo repito: alegraos… ¡El Señor está cerca!”

Si miramos a nuestro alrededor, hay muy poco de qué alegrarse, atrapados como estamos en una red cada vez más intrincada de problemas y amenazas a la vida.
¿Cuál es la alegría del cristiano? Ciertamente no es una alegría despreocupada o ruidosa. Este tipo de alegría es superficial y efímera, a menudo oculta un vacío interior y actúa como un sedante. La alegría del cristiano, en cambio, nace de una experiencia única: la cercanía de Dios, sentirse amado, saber que el Señor está en medio de nosotros. “Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios tiene para nosotros. Dios es amor” (1 Juan 4,16).

En conclusión, el Adviento es un tiempo propicio para redescubrir la fuente del agua fresca y abundante de la alegría que brota del corazón de Dios.

LA CONVERSIÓN que hace florecer la alegría

¿Pero qué decir de Juan el Bautista? ¿Podemos considerarlo un testigo de la alegría? La austeridad de su persona y la severidad de su mensaje no parecen asociarse inmediatamente con la imagen de un mensajero de alegría. Sin embargo, la figura de Juan no es en absoluto ajena a la alegría. ¡Al contrario! Él es un evangelizador, es decir, un portador de buenas y alegres noticias. San Lucas resume su predicación afirmando: “Juan evangelizaba al pueblo” (Lucas 3,18).

Juan fue el primer “evangelizado” por la llegada del Mesías, incluso en el vientre de su madre. Isabel, su madre, dice durante la visita de María: “Apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, el niño saltó de alegría en mi vientre” (Lucas 1,44). El mismo Juan declarará ser el amigo del esposo que “se llena de alegría al oír la voz del esposo”, y concluirá: “Esta alegría mía es ahora completa” (Juan 3,29).

La austeridad y franqueza de Juan hacen que su mensaje sea aún más creíble. De hecho, las multitudes, tocadas por su enseñanza, le preguntan: “¿Qué debemos hacer?”. Incluso los publicanos y soldados se acercan a él para ser bautizados, preguntando: “Y nosotros, ¿qué debemos hacer?”.

La respuesta del profeta nos sorprende por dos razones. En primer lugar, Juan no propone peticiones de carácter “religioso”, como ir al Templo, rezar u ofrecer sacrificios. En su lugar, invita a practicar acciones de justicia social, compartir y respetar a las personas. Además, sorprende porque no pide a los publicanos ni a los soldados que abandonen su oficio, sino que lo ejerzan con honestidad.

A menudo interpretamos la conversión al estilo de Pablo, como la famosa “caída del caballo”. El Señor, en cambio, se adapta a nuestro paso, camina a nuestro lado y, con paciencia, nos educa para un cambio en nuestros estilos de vida. No adopta (¡generalmente!) la estrategia del “todo o nada”. Él conoce bien nuestra fragilidad y nuestro miedo a las medidas drásticas. En el fondo, somos como pajarillos helados en un día de invierno, deseosos de un poco de consuelo y de una caricia, pero demasiado asustados para acoger la mano extendida de Dios hacia nosotros.

Ten cuidado, Señor, de no pedirnos demasiado, de no exigirnos demasiado, de no creer demasiado en nosotros… ¡Ten cuidado conmigo, Señor, sé tranquilo y dulce, ten paciencia conmigo y con mi corazón aún demasiado temeroso!” (Alessandro Deho’).

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


Por una Navidad de misericordia, compartida y misionera

Sofonías  3,14-17; Salmo  Is 12,2-6; Filipenses  4,4-7; Lucas  3,10-18

Reflexiones
A primera vista, estamos ante dos mensajes contrapuestos: la insistente invitación a la alegría (y II lectura), y el exigente llamado a un cambio de vida, a la conversión (Evangelio). El contraste es tan solo aparente, como se desprende de los textos de hoy. Es más, alegría y conversión van juntas, porque el Señor es la raíz de ambas: la conversión al Señor genera alegría y fraternidad.

El lenguaje de Juan el Bautista (Evangelio) es duro, parece obsoleto, inaceptable hoy en día: se atreve a amonestar a las fuerzas del orden, a los recaudadores de impuestos, a todos… Llama a toda categoría de personas a cambiar su manera de vivir. Juan se había mostrado en el desierto, a orillas del río Jordán, “predicando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados” (Lc 3,3). El evangelista Lucas da cuenta, sin tapujos, del lenguaje duro del Precursor, que sacude a sus oyentes, llamándolos “raza de víboras”: los invita a dar “dignos frutos de conversión”, buenos frutos, para no ser arrojados al fuego (Lc 3,7-9). Pero, ¿qué tipo de conversión? ¿Cuáles son sus frutos?

El domingo pasado la llamada a la conversión se refería, ante todo, al retorno a Dios (dimensión vertical de la conversión), disponiendo el corazón para acoger su salvación. Hoy Juan da indicaciones precisas y concretas para una conversión que atañe directamente a las relaciones con los demás (dimensión horizontal). Lucas da cuenta de tres grupos de personas que, alcanzadas por la furia profética del Precursor, le preguntan: “¿Qué hacemos?” (v. 10.12.14). Es una pregunta frecuente en los escritos misioneros de Lucas, cuando habla de conversiones: la muchedumbre el día de Pentecostés, el carcelero de Filipos, Pablo mismo en el camino de Damasco (cfr. Hch 2,37; 16,30; 22,10). La pregunta indica la disponibilidad para un cambio de vida: es la actitud básica en cualquier conversión y, al mismo tiempo, es una súplica para que otra persona nos ayude a responder a Dios. A esta persona la llamamos habitualmente acompañantemisionero en general, que puede ser sacerdote, laico, religiosa, maestro, catequista…

Los tres grupos de personas que se presentan ante el Bautista son: la gente (personas no siempre bien definidas), los publicanos (los recaudadores de impuestos, por tanto, los odiados colaboracionistas con el imperio extranjero), los soldados (personas acostumbradas a modales duros). Son categorías consideradas a menudo como irrecuperables… El Bautista no les tiene miedo, los acoge y les da respuestas pertinentes y concretas, que atañen a las relaciones con los demás, con el prójimo: compartir vestidos y alimentos (v. 11), justicia en las relaciones con los demás (v. 13), respeto y misericordia hacia todos (v. 14). Se trata de relaciones que se establecen sobre la base del quinto y séptimo mandamiento. La novedad cristiana consiste en mirar a los demás desde la postura del que les lava los pies, como Jesús; desde el compromiso preferencial en favor de los necesitados.

Juan va más allá de su predicación y de su persona, mirando a una intervención cualitativa del Espíritu Santo (v. 16), que se manifestará en Pentecostés como un bautismo de fuego (Hch 2). Entonces el Espíritu hará nuevas todas las cosas, renovará sobre todo el corazón de las personas y unirá pueblos diferentes en el único lenguaje del amor. Será entonces más fácil comprender que la conversión a Cristo exige justicia y compasión hacia todos, conlleva el compartir con el necesitado. Así Juan  -modelo para los misioneros de cualquier época-  “anunciaba al pueblo el Evangelio” (v. 18). Hoy el misionero, por fidelidad a Cristo, está llamado a anunciar misericordia, esperanza  solidaridad. Juan no solicita un cambio en el campo religioso (oraciones, ayunos…), sino en el campo ético: ser solidarios, justos, honestos, respetuosos y, además, humanos, amables.
La adhesión personal a Cristo y el anuncio de su Evangelio conllevan siempre la alegría, como se ve por las insistentes invitaciones de Sofonías y de San Pablo (y II lectura), y de otros textos litúrgicos. Ante todo, porque Dios goza y se complace en nosotros, nos renueva con su amor, hace fiesta con nosotros. Por eso el profeta grita: “No temas, no desfallezcan tus manos”, porque el Señor es para nosotros un salvador poderoso (v. 16-18). Pablo vuelve a insistir sobre la razón de la alegría del creyente: porque el Señor está cerca, está presente (v. 4-5). No hay motivos para angustiarse, porque podemos siempre recurrir a Él en la oración, que fortalece nuestra alegría (v. 5-7).

La alegría de la Navidad es auténtica solo si es compartida con gestos concretos en favor del que sufre. He aquí un ejemplo entre muchos otros. En un pueblo de campo, una familia de marroquíes (musulmanes) acaba de sufrir una doble desgracia (la muerte de la madre y de un niño). El párroco no ha dudado en organizar entre los feligreses una colecta en beneficio de esa familia (el papá y otros hijos huérfanos). Ha sido una iniciativa concreta, inmediata, eficaz, para una Navidad compartida, auténtica, misionera. Solamente así la Navidad es cristiana. En el corazón de los fieles que acogen iniciativas semejantes, Jesús nace de veras. ¡Solo así la fe se fortalece y se difunde! Celebrar la Navidad significa descubrir que el verbo necesario para renovar la humanidad es ‘dar’, compartir: no hay amor más grande que dar la vida…; hay más alegría en dar que en recibir… Son palabras del Niño Jesús que nace en Belén, don del Padre, que amó al mundo hasta dar a su Hijo… ¡Para que el mundo, salvado por la misericordia del Padre, tenga vida en abundancia!

P. Romeo Ballan, MCCJ


La receta del Bautista para cambiar la sociedad
Comentario a Lc 3, 10 18

Una figura clave del Adviento es Juan el Bautista, un profeta sin pelos en la lengua que apareció en la orilla del Jordán antes de que Jesús de Nazaret tomara el testigo y se lanzara a caminar por pueblos y campos anunciando el Reino de Dios. A diferencia del Bautista, Jesús fue más positivo en su vida y en su predicación. Él vivió y testimonió el “sueño de su Padre”, el sueño de una humanidad amada por Dios y fraterna, que confía en Dios y en sí misma, se deja iluminar por su Palabra-Sabiduría, cuida a los pequeños y enfermos, se sabe perdonada y sabe perdonar cuando alguien falla, se deja “gobernar” por el Dios de la Vida, del Amor y de la Paz. Ese es el sueño de Jesús, el “banquete” de la vida al que nos invita  a participar.

Pero Jesús no era un “buenista” ingenuo y romántico, que confunde los sueños con la realidad o las buenas palabras con las acciones que cambian las cosas. Él conocía al ser humano y sabía que en nuestro mundo hay injusticia y corrupción, falso ritualismo religioso, abuso y desprecio de los más débiles, sufrimiento injusto e intolerable. Por eso Jesús se unió al movimiento altamente crítico y profético del Bautista, que pedía cambios profundos en la manera de vivir de todos, si no queremos que nuestra vida y nuestra sociedad sea “quemada en el fuego que no se apaga”.

Hoy precisamente leemos un texto de Lucas en el que se nos recuerdan las respuestas del Bautista a una serie de personas que preguntaban qué tenían que hacer, en qué tenían que cambiar para que el “reino de Dios” fuera una realidad en sus vidas y en la sociedad. Miren y vean si sus respuestas no son muy actuales para hoy mismo:

– El que tenga demasiadas cosas, que comparta la mitad.  ¿Cómo podemos tolerar que algunos tengan muchísimo, sobrándoles abundantemente de todo, y otros carezcan de los más elemental? No podemos pedir que todos tengan lo mínimo para vivir con dignidad, sin salir de nuestra zona de confort, bien asegurada y protegida.

– El que sea funcionario público, que cumpla la ley, sin abusar de ella y sin aprovecharse para ganar más de lo que le corresponde. Hoy todos nos lamentamos y escandalizamos de la corrupción que corroe nuestras organizaciones políticas. Con razón. Pero el Bautista nos alerta: no seamos hipócritas; exijámonos a nosotros mismos lo que exigimos a los demás.

 El que tenga poder (militar o de otro tipo) no ejerza violencia ni caiga en la tentación de extorsionar a nadie. En muchos países la extorsión es una de las plagas que sufre la gente en los barrios periféricos de las grandes ciudades. Por otra parte, la mayoría de nosotros tiene algún tipo de poder sobre otros. ¿Abusamos de ese poder?

¿Basta con esto? No, dice el Bautista. Eso es solo el inicio, es como desbrozar el campo, limpiar la corrupción de nuestra vida y de la sociedad. Pero, después hay que dejarse “bautizar con Espíritu Santo y fuego”, es decir, dejar que el amor de Dios nos invada y haga de nosotros creaturas nuevas, hijos que viven con alegría su condición de hijos. Eso es lo que aporta Jesús de Nazaret, esa es su Buena Noticia, ese es el vino nuevo que nos alegra la vida. Eso es la Navidad, la alegría de ser hijos en el Hijo.

Que nuestra conversión y cambio (Adviento) nos prepare para recibir este don gratuito de sabernos hijos amados, capaces de amar sin fronteras (Navidad).

P. Antonio Villarino, MCCJ


¿QUÉ PODEMOS HACER?
Lucas 3, 10-18

La predicación del Bautista sacudió la conciencia de muchos. Aquel profeta del desierto les estaba diciendo en voz alta lo que ellos sentían en su corazón: era necesario cambiar, volver a Dios, prepararse para acoger al Mesías. Algunos se acercaron a él con esta pregunta: ¿Qué podemos hacer?

El Bautista tiene las ideas muy claras. No les propone añadir a su vida nuevas prácticas religiosas. No les pide que se queden en el desierto haciendo penitencia. No les habla de nuevos preceptos. Al Mesías hay que acogerlo mirando atentamente a los necesitados.

No se pierde en teorías sublimes ni en motivaciones profundas. De manera directa, en el más puro estilo profético, lo resume todo en una fórmula genial: “El que tenga dos túnicas, que las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida, que haga lo mismo”. Y nosotros, ¿qué podemos hacer para acoger a Cristo en medio de esta sociedad en crisis?

Antes que nada, esforzarnos mucho más en conocer lo que está pasando: la falta de información es la primera causa de nuestra pasividad. Por otra parte, no tolerar la mentira o el encubrimiento de la verdad. Tenemos que conocer, en toda su crudeza, el sufrimiento que se está generando de manera injusta entre nosotros.

No basta vivir a golpes de generosidad. Podemos dar pasos hacia una vida más sobria. Atrevernos a hacer la experiencia de “empobrecernos” poco a poco, recortando nuestro actual nivel de bienestar para compartir con los más necesitados tantas cosas que tenemos y no necesitamos para vivir.

Podemos estar especialmente atentos a quienes han caído en situaciones graves de exclusión social: desahuciados, privados de la debida atención sanitaria, sin ingresos ni recurso social alguno… Hemos de salir instintivamente en defensa de los que se están hundiendo en la impotencia y la falta de motivación para enfrentarse a su futuro.

Desde las comunidades cristianas podemos desarrollar iniciativas diversas para estar cerca de los casos más sangrantes de desamparo social: conocimiento concreto de situaciones, movilización de personas para no dejar solo a nadie, aportación de recursos materiales, gestión de posibles ayudas…

Para muchos son tiempos difíciles. A todos se nos va a ofrecer la oportunidad de humanizar nuestro consumismo alocado, hacernos más sensibles al sufrimiento de las víctimas, crecer en solidaridad práctica, contribuir a denunciar la falta de compasión en la gestión de la crisis… Será nuestra manera de acoger con más verdad a Cristo en nuestras vidas.
José A. Pagola
http://www.musicaliturgica.com


Compartir las lágrimas para poder compartir también la sonrisa
Papa Francisco

En el Evangelio de hoy hay una pregunta que se repite tres veces: «¿Qué cosa tenemos que hacer?» (Lc 3, 10.12.14). Se la dirigen a Juan el Bautista tres categorías de personas: primero, la multitud en general; segundo, los publicanos, es decir los cobradores de impuestos; y tercero, algunos soldados. Cada uno de estos grupos pregunta al profeta qué debe hacer para realizar la conversión que él está predicando. A la pregunta de la multitud Juan responde que compartan los bienes de primera necesidad. Al primer grupo, a la multitud, le dice que compartan los bienes de primera necesidad, y dice así: «El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo» (v. 11). Después, al segundo grupo, al de los cobradores de los impuestos les dice que no exijan nada más que la suma debida (cf. v. 13). ¿Qué quiere decir esto? No pedir sobornos. Es claro el Bautista. Y al tercer grupo, a los soldados les pide no extorsionar a nadie y de acontentarse con su salario (cf. v. 14). Son las respuestas a las tres preguntas de estos grupos. Tres respuestas para un idéntico camino de conversión que se manifiesta en compromisos concretos de justicia y de solidaridad. Es el camino que Jesús indica en toda su predicación: el camino del amor real en favor del prójimo.

De estas advertencias de Juan el Bautista entendemos cuáles eran las tendencias generales de quien en esa época tenía el poder, bajo las formas más diversas. Las cosas no han cambiado tanto. No obstante, ninguna categoría de personas está excluida de recorrer el camino de la conversión para obtener la salvación, ni tan siquiera los publicanos considerados pecadores por definición: tampoco ellos están excluidos de la salvación. Dios no excluye a nadie de la posibilidad de salvarse. Él está —se puede decir— ansioso por usar misericordia, usarla hacia todos, acoger a cada uno en el tierno abrazo de la reconciliación y el perdón.

Esta pregunta —¿qué tenemos que hacer?— la sentimos también nuestra. La liturgia de hoy nos repite, con las palabras de Juan, que es preciso convertirse, es necesario cambiar dirección de marcha y tomar el camino de la justicia, la solidaridad, la sobriedad: son los valores imprescindibles de una existencia plenamente humana y auténticamente cristiana. ¡Convertíos! Es la síntesis del mensaje del Bautista. Y la liturgia de este tercer domingo de Adviento nos ayuda a descubrir nuevamente una dimensión particular de la conversión: la alegría. Quien se convierte y se acerca al Señor experimenta la alegría. El profeta Sofonías nos dice hoy: «Alégrate hija de Sión», dirigido a Jerusalén (Sof 3, 14); y el apóstol Pablo exhorta así a los cristianos filipenses: «Alegraos siempre en el Señor» (Fil 4, 4). Hoy se necesita valentía para hablar de alegría, ¡se necesita sobre todo fe! El mundo se ve acosado por muchos problemas, el futuro gravado por incógnitas y temores. Y sin embargo el cristiano es una persona alegre, y su alegría no es algo superficial y efímero, sino profunda y estable, porque es un don del Señor que llena la vida. Nuestra alegría deriva de la certeza que «el Señor está cerca» (Fil 4, 5). Está cerca con su ternura, su misericordia, su perdón y su amor. Que la Virgen María nos ayude a fortalecer nuestra fe, para que sepamos acoger al Dios de la alegría, al Dios de la misericordia, que siempre quiere habitar entre sus hijos. Y que nuestra Madre nos enseñe a compartir las lágrimas con quien llora, para poder compartir también la sonrisa.
Angelus 13.12.2018

II Domingo de Adviento. Año C

Preparen el camino

“El año quince del reinado del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea… vino la Palabra de Dios sobre Juan el hijo de Zacarías en el desierto. Y fue por toda la región del Jordán predicando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías: Voz del que grita en el desierto: preparen el camino al Señor, nivelen sus senderos; todo barranco será llenado y toda montaña o colina será rebajada; los caminos torcidos se enderezarán y los desnivelados se rectificarán. Y todos verán la salvación de Dios”. (Lucas 3, 1-6)

Cada año la liturgia de Adviento y la Palabra de Dios que se nos regalan, nos invitan a asumir una actitud que nos disponga a acoger con alegría al Señor que viene a nuestro encuentro en la sencillez y en la inocencia del recién nacido en la gruta de Belén. 

Es importante tomar conciencia del extraordinario don que se nos concede a través de cuatro semanas en las cuales la palabra de Dios no se cansará de iluminar nuestras vidas para que nos abramos a Dios que viene. Es necesario también prepararnos para que la Navidad no se convierta en una fiesta más, sino que sea un momento único que nos permita abrir el corazón a quien es el único capaz de hacernos vivir en plenitud.

Es probable que, también nosotros, no nos sintamos demasiado sorprendidos por el misterio que estamos por celebrar, pues la costumbre y lo encandilante de los reclamos publicitarios distraen nuestra atención del acontecimiento que puede hacer de nosotros personas nuevas.

Vamos perdiendo la capacidad de sorprendernos.

Estamos en una sociedad que se descristianiza lentamente y en donde se trata, por muchos medios, de sacar a Dios de lo ordinario de la vida; en donde se insiste en ignorar la dimensión espiritual de las personas; en donde se busca recluir lo sagrado del ser humano en los rincones de las sacristías. 

Se trata de un mundo en donde hemos ido haciendo de Dios un desconocido y alguien a quien recurrimos sólo cuando nos sentimos perdidos, y eso si todavía nos queda un poquito de fe en los escondites de nuestro corazón.

Es una sociedad en donde se ha perdido el respeto, el reconocimiento y la necesidad de la presencia de Dios entre nosotros. No es extraño que el tiempo de Adviento y la celebración de Navidad se quieran reducir a una fiesta más, a algo que acaba en una cena fastuosa, en una desvelada agotadora y en unos regalos que representan una alegría que no durará.

Afortunadamente, la Palabra de Dios en este segundo domingo de Adviento viene a ayudarnos y nos invita a darnos una sacudida, a prepararnos para volver a descubrir lo esencial, lo prioritario y lo que realmente vale la pena en el caminar que día a día nos acerca más al encuentro con Aquel que nos ha llamado a la vida.

Preparen los caminos al Señor, ese es el grito que vuelve a resonar desde los desiertos de la región del Jordán y de todos los desiertos de nuestras vidas;  ahí en donde nos sentimos un poco solos y abandonados, confundidos y perdidos porque, a lo mejor sin darnos cuenta, nos hemos salido del camino. 

Hemos dejado que muchos intereses personales, ambiciones y egoísmos se fueran apoderando de lo que consideramos la razón de nuestro existir y nuestra atención se fue convirtiendo en miopía que no nos deja apreciar lo bello de Dios en nuestras vidas. Nos hemos contentado con la apariencia, con lo superficial y nos da miedo ir a lo profundo.

Un grito que nos llega de lejos.

Sí, también a nosotros nos grita Juan, el hijo de Zacarías, y nos invita a rectificar, a enderezar los caminos que nos lleven a Dios. Pero, tal vez más claro, Juan nos invita a tomar conciencia del camino que el Señor ya viene haciendo para llegar a nuestro encuentro porque él no renuncia a nosotros, él no se olvida de que somos lo más bello que ha salido de sus manos, él no cambia su corazón que vive sólo para amarnos, hasta el punto de hacerse uno de nosotros.

El Señor sueña con hacer de nosotros su nueva creación, como lo fue al principio, cuando todo estaba en paz, cuando existía armonía en todo lo que había hecho, cuando los seres humanos vivían en fraternidad y no sabían de envidias ni de esclavitudes, cuando el pecado de nuestras ambiciones y protagonismos no tenían valor.

Juan nos grita desde los desiertos de nuestros mundos egoístas en donde lo único que cuenta es el tener, y su invitación a convertirnos nos toca fuerte cuando en lo profundo de nuestro ser nos decimos que tiene razón. Cuando desde dentro escuchamos una voz que nos dice que lo bello de la vida está en vivir amando y sirviendo a los demás, porque hemos sido llamados a la existencia sólo para amar. 

Juan nos invita a salir de nuestros desiertos de soledad a la que nos condena una sociedad en la que sólo importa el consumir y el acumular. Y sus palabras resuenan como motivo de felicidad cuando hacemos la experiencia de crear comunión y fraternidad, porque eso es lo de Dios que descubrirnos como nuestra verdad.

Juan nos recuerda las palabras del profeta Isaías que nos invitan a la conversión, a darnos cuenta que Dios nos espera, nos perdona y se entrega por nosotros, por amor. Y convertirnos seguramente no significa llegar a la perfección , sino dejarnos reconciliar aceptando nuestra fragilidad y nuestra pobreza, sabiendo que a la misericordia de nuestro Padre nadie le puede ganar.

Hay que abrirle nuestro corazón al Señor

Hay que tener el coraje de enderezar lo torcido de nuestra arrogancia y de la prepotencia de creer que todo lo podemos, sin Dios. Hay que rebajar las colinas de nuestra indiferencia y de nuestra voluntad de protagonismo para darnos cuenta que vamos por este mundo guiados por la mano de Dios que no se equivoca jamás. Hay que nivelar los senderos creando espacios en nuestras vidas para que Dios entre y llene todo lo que somos, para que sea la presencia que nos anima, la fuerza que nos sostiene, la esperanza que nos impulsa a ir más lejos en lo que realmente nos llena de alegría.

Se trata, en este tiempo, de preparar el camino. De darnos la oportunidad de abrirnos a los valores del evangelio, a lo bello de fincar nuestro futuro sobre la experiencia de la fe que nos permite sentir a Dios caminando a nuestro lado. De trabajar en todo aquello que abra posibilidades a una convivencia más fraterna y solidaria. 

Se trata, con toda sencillez, de dejar que Dios haga su obra en nuestras vidas, sin ponerle resistencias, sino, al contrario, acogiéndolo como lo más extraordinario que pudo habernos sucedido en nuestro paso por este mundo. 

Qué sea para cada uno de nosotros tiempo para vivir la salvación de Dios que deja de ser promesa para convertirse en fuente de nuestra alegría. Ojalá que todos estemos preparados.

P. Enrique Sánchez G. Mccj


La Iglesia misionera grita hoy en el desierto del mundo

Baruc  5,1-9; Salmo  125; Filipenses  1,4-6.8-11; Lucas  3,1-6

Reflexiones
El evangelista Lucas empieza a lo grande, como historiador atento a los hechos (Evangelio): enmarca la aparición pública de Juan el Bautista y de Jesús de Nazaret dentro del contexto histórico-geográfico del tiempo. Con exactitud y sobriedad, cita siete personajes contemporáneos del acontecimiento (v. 1-2). También aquí el número siete tiene un significado simbólico: indica la totalidad. Al mencionar a las siete personas con su rol, Lucas quiere afirmar que toda la historia  -pagana y judía, profana y sagrada–  está involucrada en los acontecimientos que él está a punto de narrar. Son hechos que atañen a toda la familia humana con sus instituciones y estructuras religiosas y civiles. Lucas quiere subrayar que el Dios de Jesús es el Dios de la historia. El Dios que se hace cargo de la humanidad.

El acontecimiento es que “vino la Palabra de Dios sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto” (v. 2), a orillas del río Jordán, con un mensaje de “conversión para el perdón de los pecados” (v. 3). Lucas, con documentos en la mano, quiere garantizar a sus lectores que la salvación de Dios se realiza en un tiempo, en un lugar y con un programa bien definidos. Queda confirmada aquí la intención que el evangelista ya había expresado en su prólogo: investigarlo todo diligentemente para escribirlo en orden, a fin de que se conozca la solidez de las enseñanzas (Lc 1,3-4). El Evangelio de Jesús se funda sobre hechos ciertos, transmitidos por testigos oculares y creíbles; no queda espacio para inventos humanos o proyecciones ideológicas.

La salvación de Dios se realiza dentro de la historia humana, no fuera de ella; no se sobrepone a la historia, se inserta en ella, aunque la trasciende. Como la sal. Con la fuerza de la semilla y de la levadura. Como un fermento de vida nueva. Es exactamente lo que ha hecho Jesús y lo que los cristianos estamos llamados a hacer en el mundo (ver la Carta a Diogneto). Juan el Bautista lo preanuncia con las palabras de los profetas Isaías y Baruc (I lectura), que toman cuerpo en ese preciso contexto geográfico. Juan predica en el desierto, lugar bíblico, antes que geográfico; lugar y tiempo de fuertes experiencias espirituales (vocación y alianza, tentaciones y fidelidad…), que el pueblo elegido debe revivir continuamente. El Bautista predica a orillas del Jordán: el río que es preciso atravesar (rito del Bautismo) con un cambio de mentalidad y de vida (conversión), para entrar en la tierra prometida. No recorriendo caminos escabrosos y torcidos (símbolos bíblicos de soberbia, arrogancia, atropellos, injusticias…), sino un camino de conversión interior, allanado y recto (v. 4-5). Pablo añade una descripción de esa vida nueva en Cristo (II lectura): rebosante de amor, de integridad moral, de colaboración en la difusión del Evangelio (v. 5.9).

El Adviento nos ofrece la oportunidad de comprender que el “Dios que viene” es el Dios que a menudo se nos revela en el silencio, en el desierto. Que no son realidades vacías que se puedan rellenar con cosas, sonidos y palabras. El silencio nos pone en la condición de escuchar, lo cual es una nueva manera de comunicar. “Necesitamos un poco de desierto, para aprender a hacer silencio, escuchar, re-pensar todo lo que hacemos y decimos, cada día. En estas semanas la Palabra de Dios nos ofrece también un pequeño alfabeto de la esperanza. Virtud que se adquiere en la vida, en el ‘desierto de lo cotidiano’. A menudo la esperanza se hace palabra, gesto, sonrisa; así se manifiesta Dios. También hoy Dios escoge el camino de la periferia: entra en el mundo allí donde hay alguien que no cuenta nada, allí donde hay alguien que sufre” (don Roberto Vinco, Verona).

La salvación de Dios es para todos, insiste el Bautista, citando a Isaías: “Todos verán la salvación de Dios” (v. 6). Todo hombre, toda carne (dice el texto original), es decir, toda persona en su debilidad y fragilidad recibirá la salvación de Dios. Una salvación que Dios ofrece a todas las personas, sin exclusiones. Una salvación que el hombre no puede producir por sí mismo, sino que le llega de afuera: ¡solo de Dios! El escritor ruso Alexander Soljenitsyn describe así la incapacidad radical del hombre para su propia salvación: “Si alguien se está ahogando en un estanque, no se salva tirándose hacia arriba por sus cabellos”. Necesita de una mano de afuera: la mano de Dios. ¡Y necesita de la mano de los amigos de Dios! El tiempo de Adviento, tiempo de la espera de la humanidad, nos invita a pensar y actuar en favor de los numerosos pueblos que todavía no conocen al Salvador que viene.

La mano amiga de Dios se revela igualmente en la presencia maternal de María Inmaculada (8/12), tan cercana a Dios y a la familia humana, como se manifestó en las apariciones de Guadalupe (ver el calendario 12/12). Dios se manifiesta también en la mano amiga de personas de buen corazón, cristianos y no, mano tendida para ayudar a cualquier persona que tenga necesidades materiales o espirituales. Heredera de Juan el Bautista hoy es la Iglesia misionera, que grita en el desierto del mundo: “Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos” (v. 4). Anunciar a Cristo es tarea permanente de los cristianos,  porque Cristo y su Evangelio es el tesoro más precioso de los cristianos; un bien a compartir con toda la familia humana, como lo repite a menudo el Papa Francisco. Porque esta Buena Nueva no es solo una palabra; es ante todo una Persona, Cristo mismo, resucitado, viviente, que te cambia la vida, dándote el sentido pleno, verdadero y gozoso. En Adviento se emplea a menudo la palabra  maranatha, que en arameo significa: ven Señor. De esta manera se saludaban los primeros cristianos. Un saludo hermoso también para nosotros.

P. Romeo Ballan, MCCJ


Tiempo de cambiar

Comentario a Lc 3, 1-6

Leemos en este segundo domingo de adviento los primeros versículos del capítulo tercero de Lucas. Si miramos hacia atrás en este evangelio, podemos comprobar que los dos primeros capítulos están centrados en la infancia del Bautista y de Jesús.

Ahora Lucas da un salto y nos sitúa en otro tiempo de la historia, tanto civil (el tiempo del emperador Tiberio), como religiosa (el tiempo de Anás y Caifás), para anunciarnos un importante evento de salvación: “La Palabra de Dios – afirma el evangelista- descendió sobre el Bautista”. Esta “venida” de la Palabra se da con las siguientes características:

-Siete personajes históricos. Lucas cita a siete personajes, romanos y judíos: Tiberio, Pilato, Herodes, Filipo, Lisanio, Anás y Caifás. Como sabemos, el número siete significa en la Biblia “plenitud”. Lucas nos sugiere que lo que nos cuenta es un hecho de gran trascendencia histórica. No es la única vez que sucede. De vez en cuando la historia humana parece dar un salto cualitativo y hace “surgir” personajes que iluminan la humanidad y la hacen progresar decididamente. Juan el Bautista –nos dice Lucas- es uno de estos personajes. Al leerlo hoy, nosotros nos preguntamos: ¿Qué personaje histórico –del mundo, de la Iglesia, de mi familia- es hoy para mí alguien que me impulsa a un salto de calidad?

-En el desierto.  Esa venida de la Palabra no acontece en los palacios de los gobernantes, ni en los centros de estudios, sino en el desierto, un lugar vacío, donde el ser humano puede liberarse de todo lo accesorio, lo superfluo y banal para abrirse a la verdad de Dios sobre sí mismo y sobre el mundo. El desierto permite escuchar los susurros del Espíritu, darse cuenta de algo que el ruido del mundo habitado no nos deja percibir. Para nosotros hoy es importante encontrar lugares de desierto, de soledad, que nos permitan cuál es la voz de Dios para nosotros en este momento de nuestra vida y del mundo.

-La conversión. Esa es la llamada del Bautista, que Jesús confirmará más tarde, una llamada a cambiar de vida. No se trata de cambiar de religión, de cambiar un sistema de oraciones por otro, sino de un cambio de vida, sean cuales sean nuestros rituales religiosos. Lo importante es que cambie mi manera de vivir: en una relación sincera y honesta conmigo mismo, con los demás y con Dios.

-la salvación de Dios. El objetivo final no es que nos sintamos culpables, que nos volvamos arrugados y obsesivos de nuestros pecados, sino que experimentemos el perdón y la alegría de escuchar “la voz que suena en el desierto”. Jesús insistirá precisamente en esto: Dios no quiere condenar a nadie, sino salvar a todos.
Buen Adviento
P. Antonio Villarino, MCCJ


Lucas 3, 1-6
ABRIR CAMINOS NUEVOS

José A. Pagola

Los primeros cristianos vieron en la actuación del Bautista al profeta que preparó decisivamente el camino a Jesús. Por eso, a lo largo de los siglos, el Bautista se ha convertido en una llamada que nos sigue urgiendo a preparar caminos que nos permitan acoger a Jesús entre nosotros.

Lucas ha resumido su mensaje con este grito tomado del profeta Isaías: “Preparad el camino del Señor”. ¿Cómo escuchar ese grito en la Iglesia de hoy? ¿Cómo abrir caminos para que los hombres y mujeres de nuestro tiempo podamos encontrarnos con él? ¿Cómo acogerlo en nuestras comunidades?

Lo primero es tomar conciencia de que necesitamos un contacto mucho más vivo con su persona. No es posible alimentarnos solo de doctrina religiosa. No es posible seguir a un Jesús convertido en una sublime abstracción. Necesitamos sintonizar vitalmente con él, dejarnos atraer por su estilo de vida, contagiarnos de su pasión por Dios y por el ser humano.

En medio del “desierto espiritual” de la sociedad moderna, hemos de entender y configurar la comunidad cristiana como un lugar donde se acoge el Evangelio de Jesús. Vivir la experiencia de reunirnos creyentes, menos creyentes, poco creyentes e incluso no creyentes en torno al relato evangélico de Jesús. Darle a él la oportunidad de que penetre con su fuerza humanizadora en nuestros problemas, crisis, miedos y esperanzas.

No hemos de olvidarlo. En los evangelios no aprendemos doctrina académica sobre Jesús, destinada inevitablemente a envejecer a lo largo de los siglos. Aprendemos un estilo de vivir realizable en todos los tiempos y en todas las culturas: el estilo de vivir de Jesús. La doctrina no toca el corazón, no convierte ni enamora. Jesús sí.

La experiencia directa e inmediata con el relato evangélico nos hace nacer a una nueva fe, no por vía de “adoctrinamiento” o de “aprendizaje teórico”, sino por el contacto vital con Jesús. Él nos enseña a vivir la fe no por obligación, sino por atracción. Nos hace vivir la vida cristiana no como deber, sino como contagio. En contacto con el Evangelio recuperamos nuestra verdadera identidad de seguidores de Jesús.

Recorriendo los evangelios experimentamos que la presencia invisible y silenciosa del Resucitado adquiere rasgos humanos y recobra voz concreta. De pronto todo cambia: podemos vivir acompañados por alguien que pone sentido, verdad y esperanza en nuestra existencia. El secreto de toda evangelización consiste en ponernos en contacto directo e inmediato con Jesús. Sin él no es posible engendrar una fe nueva.