Bendiciones en casos especiales

Por: Felipe Cardenal Arizmendi Esquivel
Obispo Emérito de SCLC

Foto de Jon Tyson en Unsplash

MIRAR

Gran revuelo ha causado la Declaración Fiducia supplicans del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, aprobada por el Papa Francisco, sobre la posibilidad de impartir una bendición a personas en situaciones llamadas irregulares (porque no viven según la regla católica inspirada en la Biblia). Son quienes viven en unión libre sin sacramento del matrimonio, los divorciados vueltos a casar y, en particular, las parejas del mismo sexo que conviven maritalmente. Se explican las razones para estas bendiciones y las condiciones para darla. ¡No sé por qué tanto ruido, si eso se ha hecho muchas veces!

Tengo unos sobrinos que se casaron por la Iglesia (yo presidí su boda), pero luego se separaron de su pareja y ahora viven con otra mujer. Con frecuencia me piden una bendición y nunca he tenido problema de conciencia para concedérsela. No están pidiendo una convalidación de su nueva unión, no les doy la comunión sacramental, sino que sólo les encomiendo a Dios para que les libre del mal y les vaya bien. Ellos y todas las personas saben que no estamos celebrando un nuevo sacramento matrimonial, sino pidiendo a Dios que les conceda su favor. ¡Esto lo he hecho siempre! Nunca les niego el bautismo de sus hijos. Aún más, al final de ese sacramento, como está indicado en el Ritual del Bautismo de Niños, con la fórmula litúrgica que indica el mismo ceremonial de la Iglesia desde hace muchos años, doy la bendición a la mamá, al papá y a los presentes. Esta bendición litúrgica no es equivalente al sacramento del matrimonio, y todos están conscientes de ello. Lo mismo hacemos con personas que viven en unión libre. Si es posible, les exhortamos a que formalicen sacramentalmente su unión, pero nadie entiende que, por bautizar a sus hijos y dar la bendición a sus padres, eso sea equivalente al sacramento matrimonial.

La cosa se complica con parejas del mismo sexo que conviven maritalmente. La Declaración del Dicasterio es muy clara cuando afirma en varias ocasiones que bendecirles no es un sacramento, no es una aprobación de su situación, no es bendecir el pecado en que jurídicamente están, sino sólo una súplica hecha en forma espontánea, no litúrgica, para que Dios les ayude, les libre del mal y les acompañe. Esto a nadie se puede negar. Aunque no es equiparable el caso, bendecimos a borrachitos, a drogadictos, incluso a narcos, y no por ello aprobamos su vida. Bendecimos animalitos, casas, vehículos, comercios, etc., y las personas valen mucho más. Hace tiempo, pidieron a un sacerdote que bendijera un local comercial; lo hizo sin problema; pero luego se enteró de que era un prostíbulo… ¿Se puede borrar la bendición? No se bendice la práctica de la prostitución; ojalá que la bendición ayude a quienes viven de ello a que se arrepientan y cambien de vida.

Un sacerdote muy amigo tiene un sobrino nieto que vive en Francia. Hace poco vino a visitar a sus padres y a la familia, pero es gay y trajo a su pareja, de la misma tendencia,  con quien convive. Aunque la familia y el sacerdote no aprueban esa unión, no lo pueden rechazar, pues es su hijo o sobrino. Cuando regresó a Francia, le pidieron a Dios que le vaya bien. Esto no es legitimar esa unión, sino sólo suplicar la misericordia de Dios.

DISCERNIR

Comparto algunas frases del documento citado, ratificadas en una posterior nota de prensa: “La presente Declaración se mantiene firme en la doctrina tradicional de la Iglesia sobre el matrimonio, no permitiendo ningún tipo de rito litúrgico o bendición similar a un rito litúrgico que pueda causar confusión. Y es precisamente en este contexto en el que se puede entender la posibilidad de bendecir a las parejas en situaciones irregulares y a las parejas del mismo sexo, sin convalidar oficialmente su status ni alterar en modo alguno la enseñanza perenne de la Iglesia sobre el Matrimonio  (Presentación).

“Son inadmisibles ritos y oraciones que puedan crear confusión entre lo que es constitutivo del matrimonio, como «unión exclusiva, estable e indisoluble entre un varón y una mujer, naturalmente abierta a engendrar hijos», y lo que lo contradice. Esta convicción está fundada sobre la perenne doctrina católica del matrimonio. Solo en este contexto las relaciones sexuales encuentran su sentido natural, adecuado y plenamente humano. La doctrina de la Iglesia sobre este punto se mantiene firme” (4).

“Dado que la Iglesia siempre ha considerado moralmente lícitas sólo las relaciones sexuales que se viven dentro del matrimonio, no tiene potestad para conferir su bendición litúrgica cuando ésta, de alguna manera, puede ofrecer una forma de legitimidad moral a una unión que presume de ser un matrimonio o a una práctica sexual extramatrimonial” (11).

En su misterio de amor, a través de Cristo, Dios comunica a su Iglesia el poder de bendecir. Concedida por Dios al ser humano y otorgada por estos al prójimo, la bendición se transforma en inclusión, solidaridad y pacificación. Es un mensaje positivo de consuelo, atención y aliento. La bendición expresa el abrazo misericordioso de Dios y la maternidad de la Iglesia que invita al fiel a tener los mismos sentimientos de Dios hacia sus propios hermanos y hermanas (19).

Quien pide una bendición se muestra necesitado de la presencia salvífica de Dios en su historia, y quien pide una bendición a la Iglesia reconoce a esta última como sacramento de la salvación que Dios ofrece. Buscar la bendición en la Iglesia es admitir que la vida eclesial brota de las entrañas de la misericordia de Dios y nos ayuda a seguir adelante, a vivir mejor, a responder a la voluntad del Señor(20).

Es Dios que bendice...  Nosotros para Dios somos más importantes que todos los pecados que nosotros podamos hacer, porque Él es padre, es madre, es amor puro, Él nos ha bendecido para siempre. Y no dejará nunca de bendecirnos(27).

ACTUAR

Tengamos un corazón como el de Dios. Nos bendice siempre, pues somos sus hijos, aunque no aprueba ni bendice nuestros pecados. Jesús es cercano y misericordioso con los pecadores, pero siempre nos invita a convertirnos, a dejar de pecar, para vivir como hijas e hijos del Padre Dios. El evangelista Marcos dice que la primera predicación de Jesús es: “Conviértanse y crean en el Evangelio” (Mc 1,15). Que el Espíritu Santo y la Virgen María nos ayuden.

Libro sobre el cardenal Pironio

“Pironio, profeta de esperanza” es una publicación que retrata el testimonio y enseñanzas del purpurado, conocido como el obispo ‘Servidor de la patria grande’, vinculado a los orígenes del Celam y, de modo particular, a la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano celebrada en Medellín (Colombia), en 1968, que propició la recepción del Concilio Vaticano II en el continente.

Monseñor Lizardo Estrada, obispo auxiliar del Cusco (Perú) y secretario general del Celam, señaló que hay personas que “son un verdadero regalo de Dios y el cardenal Pironio, profeta de la esperanza, es una de ellas”. Resaltó que Pironio, siendo muy joven, testimonió la Iglesia pascual – alegre y esperanzada – en medio de los dolores de Latinoamérica. Las almas que viven en Dios – decía – son serenas, optimistas y alegres.

Pironio fue secretario general del Celam en el periodo 1968 a 1972, luego se convierte en presidente de este organismo de 1972 a 1974. Esta publicación podrá descargarse gratis y podrá ser reproducida en todo y en parte citando la fuente, sin autorización del Celam.

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Sínodo de la Sinodalidad: Una experiencia de vida y esperanza

–Presencia en el Sínodo de la Sinodalidad–
Quiero compartir la experiencia vivida desde el 30 de septiembre hasta el 29 de octubre de 2023, como delegada invitada al Sínodo de la Sinodalidad. Una experiencia que considero un tiempo de esperanza, de conversión. 

Por: Hna Dolores Palencia, hsj *
Fotos: Synod.va

1. La preparación: oración, aportes y búsqueda
El papa Francisco dijo al inicio de la preparación del Sínodo de la Sinodalidad y lo repitió varias veces: «Sin oración no habrá Sínodo» y esta convicción marcó el camino de construir sinodalidad, fraternidad, comunión, diálogo y escucha.

Todos fuimos convocados a orar por el Sínodo y a implicarnos en la preparación de los temas prioritarios para esta Asamblea, desde nuestra oración, reflexión y participación, en nuestros lugares, grupos, iglesias, desde nuestra vocación específica, y sobre todo desde nuestra conciencia de bautizados y bautizadas que nos hace responsables de participar en igualdad y activamente en el camino eclesial.

En los diversos continentes, en grupos locales, diocesanos, nacionales, se compartieron encuestas y se recogieron los frutos y la colaboración de todos los niveles; a través de las Conferencias Episcopales se redactaron las síntesis que se enviaron a los organismos eclesiales como el CELAM, y desde ahí, a la secretaría del Sínodo. La secretaría sintetizó estos primeros aportes y reenvió el documento de la etapa continental. Nuevamente se devolvió de diversas maneras al pueblo de Dios y en el caso de América Latina y El Caribe se hicieron cuatro asambleas regionales: CAMEX, CARIBE, BOLIVARIANOS Y CONO SUR, en las cuales, en grupos internacionales, con delegados enviados por cada país, siguiendo el método de la conversación espiritual, buscamos consensos y disensos de prioridades, puntos a profundizar y propuestas o intuiciones.

El CELAM recogió la síntesis del continente, junto con varios aportes de teólogos, pastoralistas y participantes, y se unió a las otras síntesis: África y Madagascar, Asia, Europa, América del Norte, Oceanía, Oriente Medio –Iglesias Orientales– y el aporte del Sínodo Digital. Toda esta consulta y participación dio origen al Documento de Trabajo (Instrumentum Laboris), que fue publicado en la página del Sínodo para que estuviera al alcance de toda persona. La sinodalidad, es decir, hacer juntos el camino, empezó desde la preparación, donde se invitó a la mayor participación posible del pueblo santo de Dios.

2. Preparación espiritual: oración ecuménica y retiro de tres días
Los participantes sentimos fuertemente el llamado a orar y la responsabilidad de poner nuestra vida, capacidades, límites y todo lo que vivimos cada día, ante Dios nuestro Padre-Madre, en seguimiento de Jesús y pidiendo la luz, la fortaleza y la guía de su Espíritu al servicio de su Reino como Iglesia.
La cita era el 30 de septiembre en la plaza de la basílica de San Pedro para una velada ecuménica, en la que participaron varios representantes de diferentes confesiones cristianas, de las Iglesias orientales, de otras religiones y el Papa. Asistieron también muchos peregrinos venidos a Roma para confirmar y acompañar con su oración esta Asamblea, que desde el principio fue vista por varias personas como un Kairos, un tiempo de gracia para todo el pueblo fiel a Dios.

Había en la plaza varios grupos de jóvenes con camisetas alusivas y con frases significativas: «una Iglesia de todos, todos, todos…». Un deseo profundo y una urgencia para que sea posible ese camino de un yo, a un tú, a un nosotros, ampliando el espacio de nuestra tienda, de nuestros corazones, sin prejuicios, con amor y reconciliación.

Esta vigilia orante fue el primer momento de encuentro con los diferentes participantes: cardenales, obispos, miembros de dicasterios o de comisiones, delegados elegidos, invitados, delegados fraternos (re-presentantes de otras confesiones cristianas); oramos juntos por el Sínodo y también por la paz y por la unidad de los cristianos. Pedimos para todos la presencia y la guía del Espíritu y la apertura y disponibilidad de cada uno de los participantes para dejarnos llevar y salir de nuestro confort e ir al encuentro del otro y en especial de quienes están en las periferias existenciales.

Terminada la vigilia, esa misma noche fuimos a las afueras de Roma para comenzar el retiro espiritual de tres días. Los responsables de animar este retiro y de acompañar espiritualmente durante todo el mes a la asamblea, fueron el padre Timothy Radcliffe, op, y la hermana María Ignacia G. Angelini, osb. Cada mañana, sus aportes nos orientaban para la oración personal y para entrar en las temáticas propias que el documento de trabajo del Sínodo nos había presentado. Las comidas nos permitían socializar, conocernos, acercarnos unos a otros, esforzándonos con los idiomas para darnos a entender, para hacer sentir a los demás nuestro deseo de comprensión y escucha.

Durante las tardes empezamos con ayuda de las y los facilitadores a practicar el método de la «conversación espiritual» en grupos pequeños. Un primer momento para conocernos, saber nuestros orígenes, de dónde veníamos, nuestra vocación y ministerio, cómo deseamos que nos nombraran. Situar a cada persona y nombrarla con respeto y cercanía, fue un primer paso fundamental, un camino sencillo de empatía, para romper el hielo y acercarnos.

En pequeños grupos compartíamos lo central de nuestra oración a partir de una pregunta sencilla; no era importante dar ideas, teorías ni clases, sino compartir el paso de Dios que reconocíamos en los sentimientos, movimientos, intuiciones e inquietudes que nos habitaban… Se fue dando la escucha atenta y respetuosa, con cierto límite de tiempo para permitir que todos se expresaran y un tiempo de silencio al terminar de escuchar, para acoger y sentir, cómo Dios, desde la palabra de los otros, toca nuestra vida, nuestros puntos de vista y suscita preguntas.
En un segundo momento –no en debate para convencer a otros– compartimos aquello que aparece como nuevo, lo que nos transforma, nos confirma y nos enriquece; lo que nos inquieta o es difícil comprender o aceptar. Al terminar esta ronda, nuevamente hicimos silencio para recoger lo que el Espíritu nos dice. Finalmente, tratamos de hacer entre todos, con la ayuda de un secretario y del facilitador, una pequeña síntesis de los consensos, los puntos divergentes o las diferencias, así como las inquietudes.

Cerramos cada día con la eucaristía. Tuvimos también la oportunidad de vivir, si lo deseábamos, el sacramento de la reconciliación. Deseábamos ser vasijas nuevas, para vino nuevo.

Esta metodología de la «conversación espiritual», que estuvo presente desde las asambleas regionales en América Latina y El Caribe, fue la manera de trabajar los temas del Sínodo; fue un camino de discernimiento, de conversión que implica salir de uno mismo, de libertad interior, de pasar del «yo» de mis posiciones y puntos de vista, para encontrarme con un «tú», con el pensamiento y la visión del otro con su experiencia de Dios, para caminar juntos y guiados por el Espíritu hacia un «nosotros».

3. Primera etapa: comunión, participación y misión
El 3 de octubre por la noche regresamos a Roma y nos prepa-ramos para vivir al día siguiente la eucaristía inaugural del Sínodo en la Plaza de San Pedro, presidi-da por el papa Francisco. Una experiencia marcada por la celebración de san Francisco de Asís. La plaza estaba adornada con flores y plantas, recordando nuestra responsabilidad y convivencia en la Casa Común con toda la creación, la urgencia de defenderla y cuidarla. Presenciamos el anuncio de la Laudate Deum, la continuidad de la Laudato si´. Fue un hermoso día para poner en manos de Dios nuestro camino eclesial. El Sínodo de la Sinodalidad, tiene tres temas importantes: comunión, participación y misión.

La experiencia diaria de la Asamblea estuvo marcada por la oración. Al inicio del día, algunos Salmos del Oficio, acompañados por tres hermanos de Taizé que habían hecho la propuesta; al término de la mañana casi siempre el Ángelus a María. En ocasiones, al iniciar la tarde, realizábamos la oración compuesta especialmente para el Sínodo, Adsumus Sancte Spiritus, o alguna otra, dependiendo del ritmo de trabajo. Algunos días, nos desplazamos juntos para participar en el rezo del rosario por la paz, o para la oración por los migrantes ante el monumento que los hace presentes, o para acompañar a los peregrinos de la plaza. El Papa también nos invitó en dos ocasiones a vivir, junto con todos los cristianos, el ayuno por la paz.

Desde el 4 octubre, con la presencia del Papa en el Aula Paulo VI, comenzamos a trabajar en grupos, los temas recogidos a través de las síntesis de las Asambleas continentales en el Instrumentum Laboris o Documento de trabajo. Se realizaron 35 mesas redondas con 12 personas cada una. En cada mesa había una persona que era facilitadora, así que el resto éramos delegados con voz y voto. Estos grupos cambiaban cada vez que empezaba un nuevo tema, así participamos en cuatro mesas diferentes.

El arreglo de esta aula, conocida por muchos obispos y cardenales, fue la primera sorpresa y un símbolo de un cambio importante. No había lugares de jerarquía, todos nos sentamos alrededor de la mesa, con los mismos materiales: tableta electrónica, micrófono, audífonos de traducción, libro para las oraciones, cuatro pantallas centrales para seguir de cerca a las personas que tomaban la palabra y una gran pantalla al fondo en la que podía verse todo lo que sucedía. Alrededor de las mesas estaban los expertos, teólogos o canonistas, los ayudantes de secretaría, los tecnólogos y los aparatos de traducción.

Las mesas tenían número y había mesas de italiano, inglés, español, francés y portugués. Las personas que necesitaban traducción al alemán podían recibirlo, aunque estuvieran en otro grupo de idioma. El cardenal Czerny diría al final del Sínodo, en una entrevista, que las mesas redondas eran el ícono del Sínodo de la fraternidad.

Todo estaba preparado de la mejor manera para dialogar, para escucharnos, para facilitar una comunicación profunda y verdadera; escuchar juntos lo que el Espíritu quería decir al pueblo fiel de Dios, a su Iglesia.

Al iniciar cada tema, recibíamos una orientación espiritual muy valiosa por parte del padre Timothy Radcliffe, y de la hermana María Ignacia G. Angelini, así como los aportes de algún experto o experta en teología o en otro campo y los testimonios de personas que, por su compromiso y claridad, iluminaron nuestra reflexión desde su experiencia.

Cada tema se trabajó en los círculos menores (los grupos de cada mesa). Al terminar los tres momentos de la conversación espiritual, se entregaba a la secretaría general el aporte votado por el grupo, con los consensos o no consensos y las propuestas. Cada persona quedaba en libertad de presentar su propio aporte y entregarlo firmado. Los aportes de los círculos se leían en lo que llamábamos «congregación general», de manera que, con la traducción simultánea, todos los participantes pudimos seguir el aporte de todas las mesas.

Al término de esta relatoría, se abría un espacio para compartir con libertad un aporte individual a toda la asamblea, inscribiéndonos para pedir la palabra, que se iba dando por turno, de preferencia a las personas que no habían hablado antes. Todo esto se pudo organizar gracias a una tecnología muy avanzada.

El Papa no estaba todos los días presente, tenía otros asuntos y encuentros, pero casi siempre estaba al inicio del tema y al final cuando se presentaban en la Congregación General todos los aportes. Llegaba temprano para saludar, permanecía como todos en una mesa redonda, junto a quienes conducían la asamblea. Alguna vez hizo una aportación que de acuerdo al tema le pareció pertinente.

Finalmente, se llevó todo a la comisión de redacción, cuyos miembros fueron propuestos previamente por cada asamblea continental y a la que el papa Francisco añadió tres personas más, entre ellos, a una mujer.

Se presentó a la asamblea sinodal el texto de la Carta al Pueblo de Dios y se recibieron todas las propuestas de correcciones y modificaciones, que produjeron un nuevo y hermoso documento, que podemos orar y reflexionar como un envío (el texto está a disposición en el sitio del sínodo: www.synod.va).

La redacción de la síntesis de todos los temas y propuestas que surgieron requirió mucho más trabajo y tiempo. Pero el 28 de octubre se pudo votar párrafo por párrafo, de manera individual y secreta, la síntesis del trabajo de esta asamblea. Consta de una introducción y tres partes; en total 20 números, y en todos ellos el mismo formato: «convergencias», «cuestiones que afrontar» y «propuestas» (el texto se encuentra en varios idiomas en el sitio del Sínodo).

4. El camino para todos los bautizados y bautizadas
Tenemos que leer, profundizar y dialogar sobre estos temas de la Síntesis; toca varios temas importantes: el rostro sinodal de la Iglesia, hacia una Iglesia que escucha y acompaña, la Iglesia es misión; ser discípulos misioneros, la centralidad de los pobres, las Iglesias orientales y latinas, el rol de la mujer en la Iglesia, la vida consagrada y los movimientos laicales; el rol del obispo y del Obispo de Roma, la misión digital, el clericalismo, la renovación en la formación en seminarios y las primeras etapas de vida consagrada, las estructuras de participación y varios temas más.

Ahora corresponde compartir ampliamente estos textos al pueblo de Dios, vivir en salida y al encuentro. Acercar la experiencia sinodal a las periferias para que su voz se escuche directamente, a quienes se han alejado de la Iglesia y a los jóvenes; favorecer que las voces no escuchadas y sus grandes cuestionamientos lleguen a la segunda etapa del Sínodo y, nuevamente, aportar desde la oración, desde la conversión personal, pastoral, ecológica, y desde el discernimiento.

Toca también practicar la conversación espiritual, como un medio para profundizar los temas, para dialogar las diferencias y diversidades, para la toma de decisiones; debemos ampliar el espacio de nuestras tiendas, desde la escucha y el acompañamiento mutuo, y dar nuestros aportes y reflexiones; en las «propuestas», ver si algo puede intentarse o empezarse a vivir. No importa que nos equivoquemos o nos ensuciemos, dice el Papa, hay que intentarlo con audacia y discernimiento, con compromiso y pasión por el Reino.

Durante toda esta etapa del Sínodo, el Concilio Vaticano II fue muy recordado y citado, se volvió a sus textos, a su manantial, como un llamado todavía vigente en muchos aspectos; pero no para hacer una memoria del pasado, sino para iluminar el presente, que nos impulse a vivir el futuro con confianza en el amor (texto del Papa sobre santa Teresa del Niño Jesús: «C’est la Confiance», Es la Confianza, su camino espiritual). Jesús nos acompaña siempre, sea en el camino de la oscuridad y confusión como a los discípulos de Emaús, y sea como a las mujeres del alba en la resurrección.

A todos nos corresponde escudriñar la aurora y, con pasión y valentía, salir al encuentro, anunciar la esperanza y participar activamente en el camino sinodal de la Iglesia, para que el Reino de Dios, la vida en abundancia, vaya siendo una realidad para toda la humanidad y la Casa Común.

Esquila Misional, enero 2024, pp. 21-28

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* La hermana María de los Dolores Palencia es religiosa mexicana de la congregación de las Hermanas de San José de Lyon. Es la responsable del Albergue Decanal Guadalupano, para migrantes en paso, ubicado en Tierra Blanca, Veracruz. Fue una de las presidentas delegadas del Sínodo de la Sinodalidad que tuvo lugar en Roma en octubre pasado. 

Oración del Papa a María en la Jornada Mundial de la Paz

En un video el papa Francisco expresa el deseo para el nuevo año dirigido a la Reina de la Paz: cesar la guerra “viaje sin rumbo” que destruye todo, que cancela el futuro, la dignidad, la belleza, la fraternidad. En este día, solemnidad de María Madre de Dios, la oración del Papa se eleva a Ella: abre destellos de luz en la noche de los conflictos.

María, Reina de la Paz
sufre con nosotros y por nosotros
viendo a tantos de sus hijos desgarrados por los conflictos,
angustiados por las guerras que desgarran el mundo.
Esta es una hora oscura. Esta es una hora oscura, Madre.
Pero, Madre, fuiste valiente en tus pruebas,
confiaste en Dios.
Vuelve tu mirada de misericordia sobre la familia humana,
que ha preferido a Caín antes que a Abel.
Intercede por nuestro mundo en peligro y confusión.
Enséñanos a acoger y a cuidar la vida, ¡cada vida humana!
y a repudiar la locura de la guerra,
que siembra muerte y borra el futuro.
Madre, solos no podemos hacerlo.
Madre, abre destellos de luz en la noche de los conflictos.
Madre, Tú, Reina de la Paz,
vierte en los corazones la armonía de Dios.

Vatican News

Un Niño nos ha nacido

Homilía del papa Francisco en la misa de Nochebuena del 2020

En esta noche se cumple la gran profecía de Isaías:
«Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado» (Is 9,5)

Un hijo se nos ha dado. A menudo se oye decir que la mayor alegría de la vida es el nacimiento de un hijo. Es algo extraordinario, que lo cambia todo, que pone en movimiento energías impensables y nos hace superar la fatiga, la incomodidad y las noches de insomnio, porque trae una felicidad grande, ante la cual ya nada parece que pese. La Navidad es así: el nacimiento de Jesús es la novedad que cada año nos permite nacer interiormente de nuevo y encontrar en Él la fuerza para afrontar cada prueba. Sí, porque su nacimiento es para nosotros: para mí, para ti, para todos nosotros. Para es la palabra que se repite en esta noche santa: “Un hijo se nos ha dado para nosotros”, ha profetizado Isaías; “hoy ha nacido para nosotros el Salvador”, hemos repetido en el Salmo; Jesús “se entregó por y para nosotros” (cf. Tt 2,14), ha proclamado san Pablo; y el ángel en el Evangelio ha anunciado: “Ha nacido para vosotros un Salvador” (cf. Lc 2,11). Para mí, para vosotros.

¿Pero qué significa este para nosotros? Que el Hijo de Dios, el bendito por naturaleza, viene a hacernos hijos bendecidos por gracia. Sí, Dios viene al mundo como hijo para hacernos hijos de Dios. ¡Qué regalo tan maravilloso! Hoy Dios nos asombra y nos dice a cada uno: “Tú eres una maravilla”. Hermana, hermano, no te desanimes. ¿Estás tentado de sentirte fuera de lugar? Dios te dice: “No, ¡tú eres mi hijo!”. ¿Tienes la sensación de no lograrlo, miedo de no estar a la altura, temor de no salir del túnel de la prueba? Dios te dice: “Ten valor, yo estoy contigo”. No te lo dice con palabras, sino haciéndote hijo como tú y por ti, para recordarte cuál es el punto de partida para que empieces de nuevo: reconocerte como hijo de Dios, como hija de Dios. Este es el punto de partida para cualquier nuevo nacimiento. Este es el corazón indestructible de nuestra esperanza, el núcleo candente que sostiene la existencia: más allá de nuestras cualidades y de nuestros defectos, más fuerte que las heridas y los fracasos del pasado, que los miedos y la preocupación por el futuro, se encuentra esta verdad: somos hijos amados. Y el amor de Dios por nosotros no depende y no dependerá nunca de nosotros: es amor gratuito. Esta noche no tiene otra explicación: sólo la gracia. Todo es gracia. El don es gratuito, sin ningún mérito de nuestra parte, pura gracia. Esta noche, san Pablo nos ha dicho: «Ha aparecido la gracia de Dios» (Tt 2,11). Nada es más valioso.

Un hijo se nos ha dado. El Padre no nos ha dado algo, sino a su mismo Hijo unigénito, que es toda su alegría. Y, sin embargo, si miramos la ingratitud del hombre hacia Dios y la injusticia hacia tantos de nuestros hermanos, surge una duda: ¿Ha hecho bien el Señor en darnos tanto, hace bien en seguir confiando en nosotros? ¿No nos sobrevalora? Sí, nos sobrevalora, y lo hace porque nos ama hasta el extremo. No es capaz de dejarnos de amar. Él es así, tan diferente a nosotros. Siempre nos ama, más de lo que nosotros mismos seríamos capaces de amarnos. Ese es su secreto para entrar en nuestros corazones. Dios sabe que la única manera de salvarnos, de sanarnos interiormente, es amarnos: no hay otro modo. Sabe que nosotros mejoramos sólo aceptando su amor incansable, que no cambia, sino que nos cambia. Sólo el amor de Jesús transforma la vida, sana las heridas más profundas y nos libera de los círculos viciosos de la insatisfacción, de la ira y de la lamentación.

Un hijo se nos ha dado. En el pobre pesebre de un oscuro establo está, en efecto, el Hijo de Dios. Surge otra pregunta: ¿Por qué nació en la noche, sin alojamiento digno, en la pobreza y el rechazo, cuando merecía nacer como el rey más grande en el más hermoso de los palacios?

¿Por qué? Para hacernos entender hasta qué punto ama nuestra condición humana: hasta el punto de tocar con su amor concreto nuestra peor miseria. El Hijo de Dios nació descartado para decirnos que toda persona descartada es un hijo de Dios. Vino al mundo como un niño viene al mundo, débil y frágil, para que podamos acoger nuestras fragilidades con ternura. Y para descubrir algo importante: como en Belén, también con nosotros Dios quiere hacer grandes cosas a través de nuestra pobreza. Puso toda nuestra salvación en el pesebre de un establo y no tiene miedo a nuestra pobreza. ¡Dejemos que su misericordia transforme nuestras miserias!

Esto es lo que significa que un hijo ha nacido para nosotros. Pero queda todavía otro para, el que el ángel indica a los pastores: «Esta será la señal para vosotros: encontréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,12). Este signo, el Niño en el pesebre, es también para nosotros, para guiarnos en la vida. En Belén, que significa “Casa del Pan”, Dios está en un pesebre, recordándonos que lo necesitamos para vivir, como el pan para comer. Necesitamos dejarnos atravesar por su amor gratuito, incansable, concreto. Cuántas veces en cambio, hambrientos de entretenimiento, éxito y mundanidad, alimentamos nuestras vidas con comidas que no sacian y dejan un vacío dentro. El Señor, por boca del profeta Isaías, se lamenta de que mientras el buey y el asno conocen su pesebre, nosotros, su pueblo, no lo conocemos a Él, fuente de nuestra vida (cf. Is 1,2-3). Es verdad: insaciables de poseer, nos lanzamos a tantos pesebres de vanidad, olvidando el pesebre de Belén. Ese pesebre, pobre en todo y rico de amor, nos enseña que el alimento de la vida es dejarse amar por Dios y amar a los demás. Jesús nos da el ejemplo: Él, el Verbo de Dios, es un infante; no habla, pero da la vida. Nosotros, en cambio, hablamos mucho, pero a menudo somos analfabetos de bondad.

Un hijo se nos ha dado. Quien tiene un niño pequeño sabe cuánto amor y paciencia se necesitan. Es necesario alimentarlo, atenderlo, limpiarlo, cuidar su fragilidad y sus necesidades, que con frecuencia son difíciles de comprender. Un niño nos hace sentir amados, pero también nos enseña a amar. Dios nació niño para alentarnos a cuidar de los demás. Su llanto tierno nos hace comprender lo inútiles que son nuestros muchos caprichos, y de esos tenemos tantos. Su amor indefenso, que nos desarma, nos recuerda que el tiempo que tenemos no es para autocompadecernos, sino para consolar las lágrimas de los que sufren. Dios viene a habitar entre nosotros, pobre y necesitado, para decirnos que sirviendo a los pobres lo amaremos. Desde esta noche, como escribió una poetisa, «la residencia de Dios está junto a mí. La decoración es el amor» (E. Dickinson, Poems, XVII).

Un hijo se nos ha dado. Eres tú, Jesús, el Hijo que me hace hijo. Me amas como soy, no como yo me creo que soy; yo lo sé. Al abrazarte, Niño del pesebre, abrazo de nuevo mi vida. Acogiéndote, Pan de vida, también yo quiero entregar mi vida. Tú que me salvas, enséñame a servir. Tú que no me dejas solo, ayúdame a consolar a tus hermanos, porque —Tú sabes— desde esta noche todos son mis hermanos.

Vatican.va

La misión de cuidar y cultivar la tierra…

Somos “un pedazo de tierra” en el mundo

Por: Hno. Joel Cruz. ECOPAX

Si abres tu biblia y buscas el capítulo 2 del libro del Génesis y te detienes en el versículo 7, te vas a dar cuenta que el ser humano, o sea tú, eres “tierra” moldeada por los dedos de Dios. Un “territorio” pensado por el Creador como un jardín y no como un desierto sin vida.

Pensarnos como un “pedazo de tierra” al que Dios mismo, con toda su dedicación personal, lo transforma en un cuerpo en el que no solamente infundió su aliento sino que en él plasmó su propia imagen, debería bastarnos para cuidar este “territorio” al que llamamos “YO” de tal manera que nunca deje de ser un jardín lleno de flores y frutos con semillas que producen vida en todas sus formas.

Si lees todo el relato de la creación (Capítulos 1 y 2 del Génesis), te encontrarás con la misión que tiene este ser humano creado por Dios: “LLENAR DE VIDA LA TIERRA”. Es decir, el ser humano recibió el encargo de parte de su Creador de “CULTIVAR Y CUSTODIAR” la vida en esa “tierra”.

En otras palabras, la misión que tenemos es “CUIDAR LA VIDA”
en este “pedazo de tierra” que llamamos YO.
Si caemos en el descuido, la vida que hay en esa tierra
se irá marchitando hasta secarse,
hasta que ese territorio que lleva nuestro nombre se vuelva estéril,
incapaz de generar vida y termine poseído por la muerte.

 Cultivar y custodiar la vida en nuestra persona implica considerar todas las posibilidades para que la muerte no pueda entrar en nuestro pensamiento, en nuestro espíritu, en nuestro cuerpo… que la negatividad no llegue a poseer nuestra conciencia y nuestra visión, no descuidar nuestra salud física, mental y espiritual, porque si lo hacemos, la enfermedad abrirá el camino a la muerte en este “pedazo de tierra” donde Dios quiere que solo haya vida.

Pero ¿Para qué cultivar y custodiar la vida en nosotros? Para COLABORAR CON DIOS, es decir, para TRABAJAR JUNTO CON ÉL PARA QUE HAYA VIDA EN ABUNDANCIA para todos. Es decir, Dios quiere que seamos portadores de vida donde quiera que vayamos, dondequiera que estemos, no quiere que seamos portadores o sembradores de muerte, de esos ya hay muchos.

Dios nos quiere vivos para que podamos infundir vida ahí donde vivimos y convivimos, en ese lugar que llamamos “SOCIEDAD”, que también es un “TERRITORIO”. Cuando la vida es abundante en nuestro territorio que llamamos “YO”, entonces podemos compartirla, darla, donarla… la vitalidad es tanta que por eso somos capaces de ser fraternos, solidarios, comunitarios, participativos… nos convertimos en promotores de espacios de comunión y participación para que otros puedan aportar vida para muchos.

Quien descuida su vida, poco a poco, el desánimo, el desaliento, la desesperanza, la negatividad… comienzan a poseer su cuerpo, su mente y su espíritu. Por eso deja de colaborar, de participar, de solidarizarse con los demás, de unirse a causas comunes que mejoren las condiciones de vida para todos. La debilidad física, mental y espiritual lo derrumba y lo arrincona al sinsentido de la existencia, al lugar del dolor y el sufrimiento, de la tristeza y la soledad.

 Ser conscientes de que somos hechos de tierra debe hacernos tomar conciencia de nuestra fragilidad humana, que en cualquier momento, si no nos cuidamos, nos podemos romper, hacer pedazos… ser conscientes de que somos “vasijas de barro” que contienen el Espíritu de Dios, debería ser suficiente para cuidar esta “vasija” que llamo “cuerpo”. Descuidarla sería PECADO.

 

Dios dice que NO ES BUENO QUE EL SER HUMANO ESTÉ SOLO, porque cuando alguien está contigo, te ayuda a mirar aquello que no ves, a valorar aquello que no valoras, a cuidar aquello que no cuidas… te ayuda a cuidar la vida que hay en ti, a salvarla, a fortalecerla… Por eso, cuidar la vida que hay en nosotros, implica buscar a los demás para acompañarlos o para sentirnos acompañados, eso nos ayuda a vivir, a querer vivir y vivir mejor.

 Nuestra dignidad como seres humanos y nuestra misión recibida de parte de Dios es muy grande. No hace falta mucha ciencia para comprender esto cuando leemos los relatos de la creación en la Biblia.

Es una dignidad y misión grande y exigente
porque tiene que ver con el cultivo
y el cuidado de la vida para luego compartirla con todos
hasta llenar de vida la tierra.
Tierra que comienza en ese pequeño lugar
que lleva mi nombre y apellido,
porque si ahí no se cultiva y no se cuida la vida,
esta misión nunca se realizará.

 A veces, acostumbramos decir que “hacemos con nuestra vida lo que nos dé la gana”, que es “nuestra vida” y por eso nadie debe decirnos cómo vivirla y cómo manejarla, por eso no dejamos que alguien “se meta” en ella. ¿Pero quién nos dijo que la vida es nuestra? Somos testigos que en cualquier momento, en contra de nuestra voluntad, se nos escapa, se nos quita. Experimentamos la impotencia frente a la enfermedad, ante todo aquello que nos quita la vida, ante la muerte… La realidad nos dice que LA VIDA NO ES NUESTRA.

 

Con frecuencia se nos olvida que ese pedazo de tierra moldeado por los dedos de Dios que llamamos CUERPO, no tiene vida propia, la vida que habita en él no es suya. Dios fue quien infundió su vida en esa materia frágil soplando en sus narices de barro. Esta conciencia debería ayudarnos a aceptar que la vida que llevamos en nuestro cuerpo ES DE DIOS, no es nuestra. Se nos fue dada para cultivarla y cuidarla, para hacerla producir frutos y compartirla con muchos.

 Dios nos dio su vida para compartirla no para desperdiciarla o dejarla secar sin producir ningún fruto. Por eso no podemos hacer con ella lo que nos venga en gana, por eso no podemos descuidarla de ninguna manera. Literalmente es “UN TESORO QUE NO ES NUESTRO Y QUE LO LLEVAMOS EN UNA VASIJA DE BARRO” que es nuestra persona. Si esta vasija se deteriora, se puede romper y el tesoro se perderá.

 Si la vasija se rompe y tira el tesoro de Dios (la vida), cuando estemos frente a Él, nos pedirá cuentas de ese tesoro que puso en nosotros. Nos preguntará ¿qué hicimos con la vida que nos dio? ¿Cómo la cultivamos y la cuidamos? ¿Qué frutos produjo? ¿Cómo la compartimos con los demás? Si la descuidamos, si no la valoramos, si la dejamos marchitar y secar… veremos el rostro decepcionado y entristecido de nuestro Padre Dios, así como te desilusionas tú de la persona que más quieres y eso, duele mucho, tú lo sabes.