XXIX Domingo ordinario. Año B

Marcos 10,35-45: “¡Pero entre ustedes no debe ser así!”
Descender e inmersión: la vocación cristiana

El Evangelio de este XXIX domingo nos invita a reflexionar sobre otro aspecto fundamental de nuestra vida personal y social. Después de haber abordado los temas del matrimonio y la riqueza, hoy se trata del poder. Estos tres temas — afectos, bienes y relaciones — forman una tríada que, de alguna manera, abarca toda nuestra existencia.

Las tres cuestiones son abordadas en la parte central del evangelio de Marcos (capítulos 8-10). Son tres catequesis de Jesús, dirigidas principalmente a los Doce, sobre la especificidad de la conducta del discípulo.

El contexto de estas enseñanzas es particularmente significativo: tres veces, Jesús anuncia su pasión, muerte y resurrección. Sin embargo, cada vez, los discípulos reaccionan con incomprensión, adoptando actitudes que contrastan profundamente con el mensaje que Jesús intenta transmitir. El episodio de la petición de Santiago y Juan, narrado en el Evangelio de hoy — es decir, sentarse uno a la derecha y el otro a la izquierda de Jesús — es emblemático en este sentido. Tal vez por respeto a estas dos “columnas” de la Iglesia, Lucas omite el relato, mientras que Mateo atribuye dicha solicitud a su madre (20,20-24).

El momento en que ocurre el episodio es muy particular. El grupo estaba subiendo a Jerusalén. “Jesús caminaba delante de ellos, y ellos estaban asombrados; los que lo seguían tenían miedo”. Y, una vez más, por tercera vez, Jesús anuncia con más detalles lo que le va a suceder en Jerusalén. Usa siete verbos, pesados como piedras: será entregado (a las autoridades judías), condenado, entregado (a los paganos), ridiculizado, escupido, azotado, asesinado… Pero al tercer día resucitará (Marcos 10,32-34).

En este contexto dramático, Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, a quienes Jesús llama “Boanerges” (hijos del trueno), se acercan para hacer una solicitud: “Maestro, queremos que hagas por nosotros lo que te vamos a pedir”. No piden un favor, sino que hacen una exigencia. “Concédenos que nos sentemos, en tu gloria, uno a tu derecha y otro a tu izquierda”. Una solicitud realizada con audacia delante de todo el grupo, que revela sus expectativas de un mesianismo terrenal. Mientras caminan, ya piensan en sentarse. Mientras Jesús habla de sufrimiento y muerte, ellos piensan en la gloria. Podemos intuir las motivaciones de su exigencia: estaban entre los primeros en ser llamados, formaban parte del grupo privilegiado (Pedro, Santiago y Juan) y, tal vez, también eran primos de Jesús, hijos de Salomé, probablemente hermana de María. Jesús les responde con tristeza: “¡No saben lo que están pidiendo!”.

Entonces Jesús continúa, con un toque de ironía: “¿Pueden beber la copa que yo bebo, o ser bautizados con el bautismo con que yo soy bautizado?” Es decir, ¿están listos para compartir mi destino de sufrimiento? Ellos responden decididos: “Podemos”. En parte, su solicitud será concedida. Santiago será el primer apóstol en ser martirizado, en el año 44, y según algunas tradiciones, Juan también morirá mártir. Pero en cuanto a sentarse a la derecha e izquierda de su “trono de gloria” (¡que será la cruz!), ese lugar ya estaba reservado para otros: los dos malhechores que serían crucificados con Jesús.

Los demás discípulos, al oír todo esto, se indignan. Es comprensible, dado que algún tiempo antes habían discutido sobre quién era el más grande entre ellos. En ese momento, Jesús los llama y, con paciencia, les da una catequesis sobre el poder: “El que quiera ser grande entre ustedes, que sea su servidor (diakonos), y el que quiera ser el primero, que sea esclavo (doulos) de todos. Porque el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida como rescate por muchos”. Jesús, el ‘Hijo del Hombre’, revela un rostro y un nombre de Dios inéditos y desconcertantes: ¡el Siervo! Aquel que se despojará y se arrodillará ante cada uno de nosotros para lavarnos los pies.

Reflexiones

¡Todos somos hijos de Zebedeo!
En cada uno de nosotros hay un deseo de ser el primero. Sed de poder, ambición en la sociedad, afán de carrera en la Iglesia: ¿quién puede afirmar estar inmune? Pero el Señor no nos pide ocupar el último lugar absoluto — ese lugar lo reservó para sí mismo — sino asumir un papel de servicio, en la familia, en el trabajo o en la Iglesia, con humildad y gratuidad, sin exigencias. En este servicio, encontraremos a Jesús como compañero, y esto realmente nos hará “reinar” con Él. A veces, esta elección nos llevará a ser también “crucificados”, pero en esos momentos comenzaremos a conocer cuál es “la anchura, la longitud, la altura y la profundidad… del amor de Cristo” (Efesios 3,18-19).

Descender e inmersión.
Cada palabra de Jesús nos pone ante una elección. Como dijo el Papa Francisco: “Estamos ante dos lógicas opuestas: los discípulos quieren sobresalir, Jesús quiere sumergirse”. A la lógica mundana, “Jesús opone la suya: en lugar de elevarse por encima de los demás, bajar del pedestal para servirlos; en lugar de sobresalir por encima de los demás, sumergirse en la vida de los demás”. (Ángelus 17.10.2021). Con el bautismo, elegimos esta lógica de servicio. Estamos llamados a descender de una posición de cómoda posición para sumergirnos en la vida del mundo, en las situaciones de injusticia, sufrimiento y pobreza. Si la sociedad se está alejando de Dios, nuestra misión es salir e ir hacia los “cruces de caminos” para llevar a todos la invitación del Rey, como nos recuerda el Papa en el mensaje para la Jornada Mundial de las Misiones que celebramos hoy.

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


Mientras suben a Jerusalén, Jesús va anunciando a sus discípulos el destino doloroso que le espera en la capital. Los discípulos no le entienden. Andan disputando entre ellos por los primeros puestos. Santiago y Juan, discípulos de primera hora, se acercan a él para pedirle directamente sentarse un día “el uno a tu derecha y el otro a tu izquierda”.
No es el poder, sino el servicio

Comentario a Mc 10, 35-45

Con la ayuda de Marcos, seguimos a Jesús ya casi llegando a Jerusalén. En el camino, haciendo parte del grupo de los discípulos, nos metemos de lleno en el diálogo de Jesús con los hijos del Zebedeo y su madre sobre la autoridad y el servicio. Hoy, por otra parte, se celebra en la Iglesia la Jornada Misionera Mundial, lo que da a nuestro breve comentario evangélico un ángulo especial de lectura, es decir, el servicio misionero que todos los discípulos de Jesús estamos llamados a realizar en el mundo. Me parece que los hijos del Zebedeo nos ayudan a hacer algunas reflexiones significativas:

– Quieren ocupar los puestos importantes en el proyecto de Jesús. ¿Y quién no? Todos nosotros buscamos ser importantes; a todos nosotros nos gusta que nos consideren para puestos de relevancia, que nos elogien, que nos elijan para ejercer alguna autoridad. Y a mí me parece que eso no está mal, forma parte de nuestra naturaleza y, seguramente, una cierta ambición es positiva para nosotros mismos y para la comunidad. Lo que tenemos que hacer es convertir esa necesidad de ser importantes en una fuerza positiva para nosotros y para los demás.

– Parecen ser bastante inconscientes de lo que piden. Por una parte, no conocen el proyecto de Jesús, que consiste en dar la vida, y, por otra, no son conscientes de los sacrificios que su mismo deseo de protagonismo comporta.

– Jesús aprovecha de su petición para hacerles progresar en el discipulado. A partir de su petición, Jesús dialoga con ellos y les va abriendo los ojos: No se trata de ocupar los primeros puestos, sino de “beber el cáliz”, es decir, de asumir un servicio con todas sus consecuencias: el servicio puede tener sus compensaciones y su gloria, pero implica, antes que nada, asumir una responsabilidad, aceptar las críticas, emplear el propio tiempo y las propias energías. Jesús pide capacidad de estar “a alas duras y a las maduras”. Cuando nos piden un servicio, debemos hacer las cuentas con nuestra capacidad de “beber el cáliz” que tal servicio comporta. Puede que eso nos traiga agradecimientos y elogios, pero también sacrificio y quizá humillación.

– En todo caso, ellos y los demás discípulos aprenden que e en proyecto de Jesús se manda de otra manera. El servicio de la autoridad (en la familia o en la comunidad) no se ejerce como una imposición, sino como un servicio entre hermanos. El político que manda una ciudad o un país no es más que los ciudadanos a los que él sirve. Y eso vale para los que mandan en la Iglesia o en la familia. ¿Quién debe mandar en un determinado ámbito de la vida? El que sirve mejor. Y en ese servicio está la calidad de su autoridad.

Todos nosotros tenemos algún ámbito en el que ejercemos la autoridad. Al leer la Palabra como discípulos/as recordamos que queremos hacerlo al estilo de Jesús: sirviendo. Y en eso consiste precisamente la vocación misionera de la Iglesia: servir a la humanidad con la Palabra de verdad y el gesto de amor hecho escuela, centro de salud, lugar de encuentro, comunidad de vida y fraternidad. Al celebrar la Eucaristía, pedimos que el Espíritu Santo nos haga ser servidores de nuestros esposos, familiares, miembros de nuestra comunidad, especialmente de los más necesitados.
P. Antonio Villarino, MCCJ


Misión es servir y contagiar de esperanza a todos los pueblos

Isaías 53,10-11; Salmo 32; Hebreos 4,14-16; Marcos 10,35-45

Reflexiones
En la cercanía del DOMUND (Domingo Mundial de las Misiones) – el próximo domingo – se nos propone el ejemplo de Jesús (Evangelio), que “no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos” (v. 45). Él es el mayor; sin embargo, se hizo nuestro servidor; es el primero, y se hizo último, el esclavo de todos (v. 44). Jesús que lava los pies a los discípulos, su agonía en el huerto, el Crucifijo… son hechos que nos convencen de la palabra del Evangelio de hoy. Jesús ha bebido hasta el fondo – ¡y con amor! – el cáliz de la pasión, ha recibido el bautismo de la muerte y de la resurrección (v. 38). Así Él, verdadero Siervo del Señor, ha dado cumplimiento a la profecía de Isaías (I lectura): ha entregado su vida como expiación, cargando con nuestros crímenes, con la certeza de que vería una descendencia numerosa (v. 10-11). Ya que Él, sumo y gran sacerdote (II lectura), sabe compadecerse de nuestras debilidades; todos los pueblos están invitados a acercarse con seguridad a Él, “para alcanzar misericordia y encontrar gracia para ser socorridos en el tiempo oportuno” (v. 16).

Beber el cáliz – recibir el bautismo” son expresiones de Jesús que indican su itinerario de muerte y de resurrección, para que todos tengan vida en abundancia (Jn 10,10). Jesús quiere involucrar a todos los discípulos en su obra de salvación: los que están bautizados en su nombre y los que Él llama para una vocación de especial consagración (sacerdotes, religiosas, religiosos, misioneros, laicos). De esta identificación sacramental con Cristo nace para todos el don y el compromiso por la Misión, es decir, el compromiso de anunciar el Evangelio a los pueblos que aún no lo conocen.

A la pregunta del Maestro: “¿son capaces de beber el cáliz…?” los discípulos Santiago y Juan responden: “Lo somos” (v. 38). En esta respuesta hay una buena dosis de presunción, pero también de generosidad y de audacia. Cuando venga el Pentecostés del Espíritu, ellos tendrán efectivamente la fuerza de dar el supremo testimonio. También hoy, frente a las múltiples exigencias del compromiso misionero de la Iglesia en el mundo entero, todos los cristianos están llamados a dar respuestas concretas, generosas y creativas, según la situación de cada uno. Algunos están llamados para un servicio misionero de por vida, incluso en regiones alejadas y peligrosas; otros se entregan hasta el sacrificio de su vida… A todos se les pide que colaboren con la oración, el compromiso evangelizador y el compartir solidario con los necesitados(*)

En sintonía con el Evangelio misionero de hoy, el Papa Benedicto XVI afirmaba: «Los discípulos de Cristo dispersos por todo el mundo trabajan, se esfuerzan, gimen bajo el peso de los sufrimientos y donan la vida… La Iglesia no actúa para extender su poder o afirmar su dominio, sino para llevar a todos a Cristo, salvación del mundo. Nosotros no pedimos sino el ponernos al servicio de la humanidad, especialmente de la más sufriente y marginalizada».

El mes de octubre nos ofrece numerosos ejemplos de santos misioneros que han entregado su vida para anunciar el Evangelio. S. Teresa del Niño Jesús (1 de octubre) ofreció oraciones y sacrificios en el monasterio de Lisieux, S. Francisco de Asís (4 oct.) inauguró el método del diálogo incluso con los musulmanes, San Daniel Comboni (10 oct.) escogió “hacer causa común” con los pueblos africanos, entregándose por completo para ellos. Los santos mártires canadienses Juan de Brébeuf y compañeros (19 oct.) y los dos catequistas ugandeses, los beatos David y Gildo (20 oct.) encontraron el martirio en su servicio como catequistas; y así muchos otros sacerdotes, religiosas y laicos. Son ejemplos que nos ayudan a vivir la fe como don para acoger, profundizar, transmitir. Nos lo recuerda repetidas veces el Papa Francisco: «En el inmenso campo de la acción misionera de la Iglesia, todo bautizado está llamado a vivir lo mejor posible su compromiso, según su situación personal».

Palabra del Papa
(*) «Al igual que los apóstoles y los primeros cristianos, también nosotros decimos con todas nuestras fuerzas: “No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído” (Hch 4,20). Todo lo que hemos recibido, todo lo que el Señor nos ha ido concediendo, nos lo ha regalado para que lo pongamos en juego y se lo regalemos gratuitamente a los demás. Como los apóstoles que han visto, oído y tocado la salvación de Jesús (cf. 1 Jn 1,1-4), así nosotros hoy podemos palpar la carne sufriente y gloriosa de Cristo en la historia de cada día y animarnos a compartir con todos un destino de esperanza, esa nota indiscutible que nace de sabernos acompañados por el Señor. Los cristianos no podemos reservar al Señor para nosotros mismos: la misión evangelizadora de la Iglesia expresa su implicación total y pública en la transformación del mundo y en la custodia de la creación».
Papa Francisco
Mensaje para el DOMUND 2021


NADA DE ESO ENTRE NOSOTROS

Marcos 10, 35-45
José Antonio Pagola

Mientras suben a Jerusalén, Jesús va anunciando a sus discípulos el destino doloroso que le espera en la capital. Los discípulos no le entienden. Andan disputando entre ellos por los primeros puestos. Santiago y Juan, discípulos de primera hora, se acercan a él para pedirle directamente sentarse un día “el uno a tu derecha y el otro a tu izquierda”.

A Jesús se le ve desalentado: “No sabéis lo que pedís”. Nadie en el grupo parece entender que seguirlo de cerca colaborando en su proyecto, siempre será un camino no de poder y grandezas, sino de sacrificio y cruz. Mientras tanto, al enterarse del atrevimiento de Santiago y Juan, los otros diez se indignan. El grupo está más agitado que nunca. La ambición los está dividiendo. Jesús los reúne a todos para dejar claro su pensamiento.

Antes que nada, les expone lo que sucede en los pueblos del Imperio romano. Todos conocen los abusos de Antipas y las familias herodianas en Galilea. Jesús lo resume así: Los que son reconocidos como jefes utilizan su poder para “tiranizar” a los pueblos, y los grandes no hacen sino “oprimir” a sus súbditos. Jesús no puede ser más tajante: “Vosotros, nada de eso”.

No quiere ver entre los suyos nada parecido: “El que quiera ser grande entre vosotros que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros que sea esclavo de todos”. En su comunidad no habrá lugar para el poder que oprime, solo para el servicio que ayuda. Jesús no quiere jefes sentados a su derecha e izquierda, sino servidores como él, que dan su vida por los demás.

Jesús deja las cosas claras. Su Iglesia no se construye desde la imposición de los de arriba, sino desde el servicio de los que se colocan abajo. No cabe en ella jerarquía alguna en clave de honor o dominación. Tampoco métodos y estrategias de poder. Es el servicio el que construye la Iglesia de Jesús.

Jesús da tanta importancia a lo que está diciendo que se pone a sí mismo como ejemplo, pues no ha venido al mundo para exigir que le sirvan, sino “para servir y dar su vida en rescate por todos”. Jesús no enseña a nadie a triunfar en la Iglesia, sino a servir al proyecto del reino de Dios desviviéndonos por los más débiles y necesitados.

La enseñanza de Jesús no es solo para los dirigentes. Desde tareas y responsabilidades diferentes, hemos de comprometernos todos a vivir con más entrega al servicio de su proyecto. No necesitamos en la Iglesia imitadores de Santiago y Juan, sino seguidores fieles de Jesús. Los que quieran ser importantes, que se pongan a trabajar y colaborar.
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XXVIII Domingo ordinario. Año B

Marcos 10,17-30: ¡Una sola cosa te falta!
”El Evangelio de las miradas”

El evangelio de este domingo narra el episodio del llamado joven rico, que todos conocemos bien. Después del tema del matrimonio, la Palabra de Dios hoy nos invita a abordar otro tema delicado: el de las riquezas.

El pasaje está estructurado en tres momentos. En primer lugar, el encuentro de Jesús con un hombre rico que le pregunta: “Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?”. Luego, el famoso comentario de Jesús sobre el peligro del apego a las riquezas: “Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de Dios”, justo después de que, ante la propuesta de Jesús, el joven “se oscureció el rostro y se fue triste”. “Porque tenía muchos bienes”, añade el evangelista. Finalmente, la promesa del ciento por uno a quienes dejen todo “por causa de Él y del Evangelio”.

Tres miradas de Jesús marcan este evangelio: la mirada de simpatía y amor hacia el joven rico; la mirada triste y reflexiva hacia los que lo rodean, tras la partida del joven; y, finalmente, la mirada profunda y tranquilizadora hacia sus más cercanos, los doce. Hoy, la mirada de Jesús está dirigida hacia nosotros. Escuchar este evangelio debe hacerse con los ojos del corazón.

El texto comienza con el relato del encuentro de Jesús con “un hombre”, sin nombre, adinerado, un joven, según Mateo (19,16-29), y un jefe, según Lucas (18,18-30). Esta persona podría ser cualquiera de nosotros. Todos somos ricos, porque el Señor “siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para que nos hiciéramos ricos por medio de su pobreza” (2 Corintios 8,9). Al mismo tiempo, todos somos pobres, pobres de amor, de generosidad, de coraje. Este evangelio revela nuestra realidad profunda, poniendo al descubierto nuestras falsas riquezas y seguridades. “Tú dices: Soy rico, me he enriquecido, no necesito nada. Pero no sabes que eres un desdichado, miserable, pobre, ciego y desnudo” (Apocalipsis 3,17).

Jesús lo miró con cariño y lo amó”. Esta es sin duda la mirada más hermosa, profunda y singular de Jesús. Sin embargo, encontramos muchas referencias a la mirada de Jesús en los evangelios. Su mirada nunca es indiferente, apática o fría. Es una mirada clara, luminosa y cálida, que interactúa con la realidad y las personas. Es una mirada curiosa que se mueve, observa e interroga. Una mirada que revela los sentimientos profundos de su corazón. Una mirada que siente compasión por las multitudes y percibe sus necesidades. Una mirada atenta a cada persona que encuentra en su camino. Una mirada que suscita milagros, como en el caso de la viuda de Naín. Una mirada que nutre profundos sentimientos de amistad y ternura, hasta hacerlo llorar por su amigo Lázaro y por la ciudad santa de Jerusalén, la niña de los ojos de todo israelita.

Su mirada es también penetrante, como su palabra, “más cortante que una espada de doble filo”. “Todo está desnudo y descubierto” a sus ojos, como dice la segunda lectura (Hebreos 4,12-13). Su mirada es también una mirada llameante (Apocalipsis 2,18), que se enfurece ante la dureza de corazón, la negligencia hacia los pequeños y la injusticia hacia los pobres.

Los ojos de Jesús son protagonistas, los precursores de su palabra y de su acción. Nosotros, en general, consideramos el evangelio como un relato de las palabras y acciones de Jesús. Sin embargo, podríamos decir que también hay un evangelio de las miradas de Jesús. Son sobre todo los artistas quienes lo cuentan.

La pintura más famosa que representa la mirada de Jesús dirigida al joven rico es probablemente la de “Cristo y el joven gobernante rico” del pintor alemán Heinrich Hofmann (1889). La mirada profunda e intensa de Jesús está dirigida hacia el joven, mientras sus manos están extendidas hacia la mirada triste y lánguida de los pobres. El joven tiene una mirada perdida, incierta y esquiva, dirigida hacia abajo, hacia la tierra. Es una representación icónica de la vocación fallida del “decimotercer apóstol”, podríamos decir. En contraste, la pintura ilustra bien la vocación del cristiano: acoger la mirada de Cristo para luego dirigirla hacia los pobres. Sin la unificación de esta doble mirada, no hay fe, solo religiosidad alienante.

¡Una sola cosa te falta!”. ¿Cuál? Aceptar la mirada de Jesús sobre ti, sea cual sea, dejar que penetre en lo más profundo de tu corazón y lo transforme. Y entonces descubriremos, con asombro, alegría y gratitud, que realmente “¡todo es posible para Dios!”

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?

“Mientras Jesús iba de camino, un hombre corrió hacia él, se arrodilló y le preguntó: “Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”. Jesús le respondió: “¿por qué me llamas “bueno”? ¡Solo Dios es bueno! Ya conoces los mandamientos: No mates, no cometas adulterio, no robes, no des falso testimonio, no estafes, honra a tu padre y a tu madre”.

“Maestro -le contestó él-, todo esto lo cumplo desde mi juventud”. Jesús lo miró con amor y le dijo: “Una cosa te falta: anda, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo. Luego ven y sígueme”. Pero, afligido por estas palabras, aquel hombre se fue triste, porque tenía muchos bienes.

Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: “¡Qué difícil será para los que tienen riquezas entrar en el Reino de Dios!” … (Marcos, 10, 17-31)

Todos llevamos en lo profundo de nuestro ser el deseo de ver nuestra existencia prolongarse más allá de los límites del tiempo y del espacio que ocupamos en este mundo. La vida eterna representa de alguna manera la convicción de que nuestra vida no puede terminar al final de unos cuantos años, aunque éstos hayan sido vividos intensamente.

La vida eterna a la que aspiramos quiere responder a la verdad que llevamos inscrita en nuestro corazón y que nos recuerda que, habiendo sido queridos por Dios, nuestra plena realización como seres humanos será cuando podamos volver a él reconociéndonos como obra de sus manos, hijos queridos por él.

El hombre que se acercó a Jesús en el relato del Evangelio, podemos creer que se trata de alguien que verdaderamente buscaba esa plenitud de vida que sólo Dios podía otorgar y no esconde el anhelo de poder alcanzar esa meta como una bendición de Dios que se le acercaba en la persona de Jesús.

¿En qué consistía la vida eterna que andaba buscando? Jesús le ofrece una respuesta que no tiene complicaciones y que estaba al alcance de cualquier persona que practicara mínimamente su fe en Dios.

La vida eterna, dice Jesús, consiste fundamentalmente en darle un orden a la vida personal y comunitaria, de tal manera que lo que a la acción corresponda sea el deseo de hacer el bien, de vivir en la justicia y en el respeto de los demás. Se trata de vivir responsable y honestamente buscando el bien de los demás.

La vida eterna es empezar a vivir como tendremos que hacerlo durante toda la eternidad, amando como Dios nos ama y practicando el bien a nuestro alrededor siempre.

Con la respuesta de Jesús parece quedar claro que la vida eterna no es algo que tenemos que imaginarnos que sucederá en un futuro lejano y que se nos otorgará como premio por habernos portado bien.

No, la vida eterna empieza aquí y se prolongará en la eternidad si somos capaces de poner en práctica los valores de Evangelio, si somos capaces de crear relaciones sanas, buenas y santas con nuestros hermanos, y no sólo eso.

El hombre del Evangelio parece que había avanzado bastante en esa experiencia y dice con profunda convicción que desde joven había vivido de esa manera. Había, posiblemente, observado todas las leyes y mandamientos de su tiempo. Había sido un buen practicante de sus convicciones religiosas. Pero algo le faltaba y eso es lo que va a buscar en la persona de Jesús.

Dice el Evangelio que Jesús lo miró con amor y eso puede significar un reconocimiento y una empatía que acercaba sus corazones. Jesús siente aprecio y admira las buenas disposiciones de esta persona, pero al mismo tiempo lo invita a ir más lejos.

Si quieres gozar plenamente de la vida eterna, dice Jesús, ve vende todo lo que tienes dáselo a los pobres y sígueme.

En ese momento la vida eterna que andaba buscando aquel hombre se convirtió de pronto en una exigencia que lo obligaba a darse cuenta de que lo que más importaba a los ojos de Jesús no eran los grandes sacrificios que pudo haber hecho esa persona para merecer entrar en el Reino, sino que lo más importante sería la entrega de sí mismo, el abandono y la confianza en Dios que lo haría libre para ir a cualquier parte como discípulo de Jesús.

Lo más importante sería convertirse en un hombre libre de toda atadura y totalmente disponible para convertirse en discípulo y seguidor del Señor. Y la vida eterna se convertiría en una vida de entrega y donación, de servicio y de amor a los más pobres.

A partir de esa respuesta el entusiasmo y la gran disponibilidad de aquel hombre se convirtió en rostro sombrío y en pesada tristeza, el apego a las riquezas acabó por apoderarse del corazón, haciendo que la vida eterna quedara en espera para algún otro momento en donde no hubiera tales exigencias.

Y Jesús concluye diciendo que será muy difícil para quienes tienen riquezas entrar en el Reino de los cielos. Ciertamente no porque las riquezas sean malvadas, sobre todo cuando han sido adquiridas con el esfuerzo de grandes trabajos y sacrificios durante la vida.

Las riquezas serán un obstáculo cuando se conviertan en la gran preocupación y en el centro de interés de la vida. Cuando impidan ir al encuentro libremente de los demás y cuando no permitan crear lazos de fraternidad y de comunión.

Será muy difícil entender la vida eterna si, encandilados por la seguridad que pueden dar las riquezas, nos olvidamos de que Dios nos ha querido y pensado para que sólo en él encontráramos nuestra felicidad. Y las riquezas se convertirán en un obstáculo cada vez que les entreguemos nuestro corazón.

Al final, nos daremos cuenta de que la vida eterna a la que nuestro corazón anhela se encuentra únicamente en la medida en que vayamos creciendo en la conciencia de que sólo en Dios encontraremos la bondad que nos hace felices y esa bondad se nos ofrece a diario como un don maravilloso que Dios ha puesto a nuestro alcance en la persona de Jesús y en el amor que podemos ejercer reconociendo a los demás como nuestros hermanos.

¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna? Ciertamente no se trata de mucho quehacer, ni de muchos compromisos y propósitos personales; es cuestión más bien de abrir el corazón para dejarnos invadir por el amor de Dios y de aceptar vivir en la libertad que nos ofrece para vivir amando y olvidándonos, poco a poco, de nosotros mismos.

P. Enrique Sánchez G. Mccj

La santidad de Comboni

“Nuestra vida, la vida, la vida del Misionero, es una mezcla de dolor y gozo, de preocupaciones y esperanza, de sufrimientos y alivios. Se trabaja con las manos y con la cabeza, se viaja a pie y en piragua, se estudia, se suda, se sufre, se goza: esto es cuanto quiere de nosotros la Providencia”.
(Escritos 414)

Nos encontramos a veintiuno años del aniversario de la canonización de San Daniel Comboni, nuestro padre y fundador, de quien hemos heredado el carisma que nos permite hoy compartir su vida, su obra, su vocación y la pasión por los más pobres y abandonados.

Se trata de una fecha que nos recuerda la gracia de la santidad comboniana vivida en primer lugar por Comboni y después por tantos misioneros combonianos, combonianas, seculares, laicos que han seguido sus huellas y viven hoy la misión como lugar en donde se realiza el deseo de Dios que quiere que todos seamos santos, como él es santo.

Creo que sea también una buena ocasión para detenernos un momento para agradecer el don de la santidad de Comboni, que en estos años ha ido conquistando a muchas personas que descubren en él un modelo y una inspiración para vivir la espiritualidad y la belleza de la vocación misionera.

Y para quienes hemos hecho de su carisma la opción de nuestras vidas, es un momento especial para preguntarnos hasta qué punto su santidad se ha convertido en nuestro itinerario personal de santidad y cómo su santidad ha transformado nuestras vidas, haciendo de cada uno de nosotros auténticos hombres y mujeres de Dios, consagrados enteramente a la misión.

Seguramente es un momento de gratitud porque somos testigos y podemos afirmar con sencillez que Comboni sigue siendo hoy no sólo un gran misionero que inspira y atrae a muchas personas involucrándolas en la misión, sino también un itinerario probado de santidad que puede llevar al encuentro con el Señor a través de la consagración personal al servicio del anuncio del evangelio.

El Papa Francisco nos ha recordado no hace mucho tiempo que los pastores deben estar impregnados del olor de las ovejas. Sería bueno, en esta hora de festejos, preguntarnos ¿cuánto huelen nuestras vidas al perfume de la santidad de Comboni? ¿Cuánto nuestros intereses están centrados en la misión, cuánto y de qué manera hemos visto trasformadas nuestras vidas y mejorado nuestro compromiso misionero?

¿Qué celebramos en este aniversario?

Queremos celebrar la santidad misionera de un hombre que ha sabido abrir su corazón al proyecto de Dios en su vida, dejándose transformar en un incansable trabajador en la construcción del Reino en medio de aquellas personas que se convirtieron en la pasión de su vida.

Celebramos la santidad expresada y concretizada a través de la disponibilidad a la voluntad de Dios, manifestada en la llamada específica a consagrar toda su vida a la misión. ” si abandono la idea de consagrarme a las misiones extranjeras, soy mártir para toda la vida de un deseo que nació en mi alma hace más de catorce años, y que fue siempre creciendo a medida que conocí la sublimidad del apostolado.

Si abrazo la idea de las misiones, hago mártires a dos pobres padres…Pero en medio de esta lucha universal de mis ideas, encuentro oportuno el proyecto de hacer los ejercicios, de consultar a la Religión y a Dios; y El, que es justo y todo lo gobierna, sabrá sacarme e este atolladero, arreglarlo todo y consolar a mis padres, si me llama a dar la vida bajo la bandera de la Cruz en África; o bien, si no me llama, sabrá poner tales obstáculos que me sea imposible la realización de mis planes”. (Escritos 7-9)

Damos gracias por la santidad que es disponibilidad y fidelidad a un proyecto que no responde a exigencias personales, sino que acepta entrar en el mundo de Dios, convirtiéndose en familiar suyo, aprendiendo a leer la historia humana con los ojos de Dios para amarla como sólo Dios puede hacerlo, con un corazón lleno de misericordia y compasión.

Recordamos la santidad de Comboni que se realizará sólo cuando la totalidad de su persona será entregada y consagrada a quienes ha considerado por siempre los únicos destinatarios de su amor: “Yo vuelvo entre vosotros para ya nunca volver dejar de ser vuestro, y totalmente consagrado para siempre a vuestro mayor bien… Quiero hacer causa común con cada uno de vosotros, y el día más feliz de mi existencia será aquel en que por vosotros pueda dar la vida” (Escritos 3156-3164 homilía de Jartum).

Reconocemos la santidad de Comboni como santidad que se proyecta y se refleja en el rostro de los más abandonados en quienes se descubre la presencia del Señor que nos precede y nos espera en aquellos a quienes somos enviados como misioneros. Es la santidad del evangelizador que santifica a través del anuncio y se evangeliza y santifica a sí mismo en el encuentro con las personas en donde Dios lo precede y espera para revelarle su rostro.

Agradecemos hoy la santidad de Comboni que ha sabido, entendido y aceptado que, como misioneros, sólo podemos alcanzar la santidad cuando se hace causa común con las personas a quienes somos enviados; cuando no rechazamos el dolor y el sufrimiento de todos aquellos que no cuentan o simplemente no son considerados por los parámetros de nuestras sociedades contemporáneas. Cuando con sencillez y humildad nos comprometemos en la construcción de una humanidad más justa y respetuosa de los derechos de cada persona.

Es la santidad que se transforma en compromiso y que se paga de persona aceptando estar en donde otros no aceptan permanecer porque se pone a riesgo la propia vida. Es santidad que nos obliga salir de nosotros mismos, como primera experiencia misionera que implica partir, dejar lo seguro, lo gratificante y placentero; jugarnos la vida ofreciéndola totalmente para que otros puedan acceder a la vida que sólo Dios puede dar.

 Es la santidad que implica el sacrificio de dejarlo todo, hasta lo amado y a lo que, de algún modo, tendríamos derecho, sin lamentarse y sin hacer mucho ruido para que los demás se enteren.

Deseamos celebrar la santidad misionera marcada por la cruz y el sacrificio, recordando que las obras de Dios, en la experiencia de Comboni, nacen y crecen a los pies de la cruz y que la vida del misionero no tiene nada qué ver con el confort, el prestigio o la comodidad que aparecen hoy como los objetivos de la existencia de tantos en nuestro mundo enfermo de protagonismo y de auto referencialidad.

Santidad que nos recuerda que somos llamados a convertirnos en piedras escondidas en los cimientos del edificio, alejados de la tentación de la apariencia, de los primeros lugares, de los potentes reflectores o de los titulares de los periódicos. “Ya veo y comprendo que la cruz me es tan amiga, y la tengo siempre tan cerca, que desde hace tiempo la he elegido por Esposa inseparable y eterna. Y con la cruz como amada compañera y maestra sapientísima de prudencia y sagacidad, con María como mi madre queridísima, y con Jesús todo mío, no temo, Emmo. Príncipe, ni las tormentas de Roma, ni las tempestades de Egipto, ni los torbellinos de Verona, ni los nubarrones de Lyon y París; y ciertamente, con paso lento y seguro, andando sobre las espinas, llegaré a iniciar establemente e implantar la ideada Obra de la Regeneración de la Nigricia central, que tantos han abandonado, y que es la obra más difícil y fatigosa del apostolado católico”. (Escritos 1710)

En una palabra, la santidad de Comboni nos desafía y nos provoca para que no nos dejemos atrapar por las tentaciones de nuestro tiempo que pretenden presentarnos una misión “light” en la que se filtra un estilo de vida burgués y refractario a todo aquello que implica radicalidad, sacrificio y entrega sin condiciones.   

Contemplando a Comboni descubrimos en él al santo que ha sabido orientar todo su corazón a una sola pasión: la misión y ha vivido esa pasión en una relación profunda con el Señor a través de una experiencia de oración continua en donde experimentaba la conciencia de estar en las manos de Dios lo que le permitió confiar siempre y en toda circunstancia. 

Deseamos celebrar la santidad que nace y crece en el encuentro personal, perseverante, cotidiano con el Señor que nos invita a compartir su misión, a vivir su experiencia de constructor del Reino, a hacer nuestro su estilo de vida que se convierte en testimonio de la presencia del Padre en nuestras vidas.

Santidad misionera

Con San Daniel Comboni queremos celebrar la santidad misionera caracterizada por el compromiso total con el anuncio del Evangelio a todas las personas de nuestro tiempo y de manera particular a los más pobres y abandonados en cuanto primeros destinatarios del Evangelio.

Deseamos celebrar la santidad que nos habla de fiesta y de alegría, de esperanza y de confianza, de sencillez y de espontaneidad, de acogida y de amor sin límites, como frutos de la Palabra sembrada con generosidad en el corazón humano.

Es santidad que nos recuerda que, como misioneros, somos hombres y mujeres destinados a convertirnos en testigos que anuncian un futuro que no puede ser sombrío o amenazador porque es el mañana que Dios nos tiene preparado.

Es santidad que nos invita a leer la historia, a todos los niveles, con una mirada de fe que no nos concede alejarnos o ignorar los dramas que viven nuestros contemporáneos. Por lo tanto, es la santidad que se alcanza a través del compromiso solidario, de la coherencia de vida, de la espiritualidad sólida vivida en los pequeños detalles de la vida y en las grandes decisiones que definen nuestra existencia para siempre.

Con san Daniel Comboni, queremos vivir la santidad misionera como experiencia que implica una disponibilidad grande a la conversión continua que nos permita reconocer quién es el auténtico protagonista de la misión. Conversión que abre a la disponibilidad, a la generosidad, a la alegría de poder compartir lo que somos convirtiéndonos en hermanos, en padres y madres de las personas a quienes somos enviados.

Compartir la santidad de Comboni significa aceptar un itinerario que conduce por senderos marcados por la cruz que implica la renuncia a todo, el sacrificio, la soledad, el caminar contra corriente, el seguir una lógica que no es la del mundo. Se trata de entrar con humildad en la lógica de Dios que es gracia, ofrenda de sí, acogida siempre dispuesta, servicio sin distinciones; en una palabra, amor que se deja sacrificar sobre la cruz para vencer a la muerte y para que todos tengamos vida en él.

Comboni santo es capaz de formular toda esta experiencia diciendo, con la sencillez de las palabras, pero más aún con el silencio de su consagración a la misión, que: “las obras de Dios nacen y crecen a los pies de la cruz”.

La conclusión parece ser obvia, no hay santidad misionera comboniana que no pase por el camino de la cruz.

Como hijos e hijas de san Daniel Comboni nos sabemos llamados a trabajar con entusiasmo para que el Evangelio, la Palabra de Vida que se ha hecho uno de nosotros en la persona de Jesús, encuentre un espacio en el corazón de los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

Viviendo o intentando cada día hacer nuestra la santidad de Comboni, deseamos continuar con su obra evangelizadora consagrando todas nuestras energías, nuestras capacidades, la vida entera, con la esperanza de poder hacer un día nuestra la experiencia que le permitió decir sin titubeos: “África o Muerte” expresando así su abandono total a la voluntad de Dios en su vida.

Santidad misionera que nos obliga a desaparecer a nosotros mismos para permitir que sea el Señor quien se manifieste a través de nuestras vidas convirtiéndonos en testigos que anuncian la llegada del Reino, más con sus vidas que con sus predicaciones, discursos y palabras. Es la santidad que se vive en la alegría de poder ofrecer lo único que poseemos: la vida entera.

Casi veinte años después

¿Qué hemos hecho de la santidad de Comboni que la Iglesia ha querido poner como modelo a toda la Iglesia recordando que la misión, vivida como él lo ha hecho, es camino seguro de santificación?

Me alegra y me anima poder decir que, gracias a Dios, la santidad de Comboni ha rebasado los límites de nuestros institutos y hoy, andando por el mundo, nos encontramos cada día más con personas que viven la santidad de Comboni reconociéndolo como un modelo de discípulo, como gran misionero y como ejemplo extraordinario para descubrir al Señor en los caminos de la misión.

Espero y deseo que la celebración de este aniversario pueda ser para todos nosotros mucho más que un momento de festejo que pasa y se diluye en lo habitual de nuestras vidas y que se transforme en un tiempo de gracia para abrirnos al don de la santidad que tenemos en casa.

P. Enrique Sánchez G. Mccj

Carta del Papa a los católicos de Medio Oriente

7 de octubre de 2024

Queridos hermanos y hermanas,

Pienso en vosotros y rezo por vosotros. Deseo unirme a vosotros en este triste día. Hace un año, la mecha del odio prendió; no se apagó, sino que deflagró en una espiral de violencia, ante la vergonzosa incapacidad de la comunidad internacional y de los países más poderosos para silenciar las armas y poner fin a la tragedia de la guerra. La sangre corre, las lágrimas también; la ira aumenta, junto con el deseo de venganza, mientras parece que pocos se preocupan por lo que más se necesita y lo que la gente desea: el diálogo, la paz. 

No me canso de repetir que la guerra es una derrota, que las armas no construyen el futuro, sino que lo destruyen, que la violencia nunca trae la paz. La Historia lo demuestra y, sin embargo, años y años de conflictos parecen no habernos enseñado nada. Y vosotros, hermanos y hermanas en Cristo que habitáis en los Lugares de los que más hablan las Escrituras, sois un pequeño rebaño desamparado, sediento de paz. 

Gracias por ser quienes sois, gracias por querer permanecer en vuestras tierras, gracias por saber rezar y amar a pesar de todo. Sois una semilla amada por Dios. Y así como una semilla, aparentemente sofocada por la tierra que la cubre, sabe siempre encontrar el camino hacia arriba, hacia la luz, para dar fruto y vida, así vosotros no os dejáis tragar por las tinieblas que os rodean, sino que, plantados en vuestras tierras sagradas, os convertís en brotes de esperanza, porque la luz de la fe os lleva a dar testimonio del amor mientras se habla de odio, del encuentro mientras cunde el enfrentamiento, de la unidad mientras todo se vuelve oposición.

Con corazón de padre me dirijo a vosotros, pueblo santo de Dios; a vosotros, hijos de vuestras antiguas Iglesias, hoy «mártires»; a vosotros, semillas de paz en el invierno de la guerra; a vosotros que creéis en Jesús «manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29) y en Él os convertís en testigos de la fuerza de una paz sin armas.

La gente hoy no sabe cómo encontrar la paz, y los cristianos no debemos cansarnos de pedírsela a Dios. Por eso hoy he invitado a todos a vivir una jornada de oración y ayuno. La oración y el ayuno son las armas del amor que cambian la historia, las armas que derrotan a nuestro único y verdadero enemigo: el espíritu del mal que fomenta la guerra, porque es «homicida desde el principio», «mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8, 44). Por favor, dediquemos tiempo a la oración y redescubramos el poder salvador del ayuno.

Tengo una cosa en el corazón que quiero deciros, hermanos y hermanas, pero también a todos los hombres y mujeres de toda confesión y religión que en Oriente Medio sufren la locura de la guerra: Estoy cerca de vosotros, estoy con vosotros. Estoy con vosotros, habitantes de Gaza, maltratados y agotados, que estáis cada día en mi pensamiento y en mis oraciones. Estoy con vosotros, obligados a dejar vuestros hogares, a abandonar la escuela y el trabajo, a vagar en busca de un destino para escapar de las bombas. Estoy con vosotros, madres que derramáis lágrimas mirando a vuestros hijos muertos o heridos, como María viendo a Jesús; con vosotros, pequeños que habitáis las grandes tierras de Oriente Medio, donde las conspiraciones de los poderosos os arrebatan el derecho a jugar. Estoy con vosotros, que tenéis miedo de mirar hacia arriba, porque llueve fuego del cielo. Estoy con vosotros, que no tenéis voz, porque se habla mucho de planes y estrategias, pero poco de la situación concreta de los que sufren la guerra, que los poderosos hacen hacer a los demás; sobre ellos, sin embargo, pende la inquebrantable escrutación de Dios (cf. Sb 6,8). Estoy con vosotros, sedientos de paz y de justicia, que no os rendís a la lógica del mal y, en nombre de Jesús, «amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen» (Mt 5, 44).

Gracias, hijos de la paz, por consolar el corazón de Dios, herido por la maldad del hombre. Y gracias a todos los que en todo el mundo os ayudan; a ellos, que cuidan del hambriento, del enfermo, del forastero, del abandonado, del pobre y del necesitado Cristo en vosotros, os pido que sigáis haciéndolo con generosidad. Y gracias, hermanos obispos y sacerdotes, que lleváis el consuelo de Dios a las soledades humanas. Por favor, mirad al pueblo santo al que estáis llamados a servir y dejad que vuestro corazón se conmueva, dejando atrás, por el bien de vuestros fieles, toda división y ambición.

Hermanos y hermanas en Jesús, os bendigo y os abrazo con afecto, de corazón. Que Nuestra Señora, Reina de la Paz, os guarde. Que San José, Patrono de la Iglesia, os proteja.

Fraternalmente vuestro, FRANCISCO

Roma, San Juan de Letrán, 7 de octubre de 2024.


Oración del Santo Padre Papa Francisco por la Paz

Basílica de Santa María la Mayor
Domingo, 6 de octubre de 2024

Oh María, Madre nuestra, estamos de nuevo aquí ante ti. Tú conoces los dolores y las fatigas que en esta hora abruman nuestro corazón. Nosotros elevamos la mirada hacia ti, nos sumergimos en tus ojos y nos encomendamos a tu corazón.

También a ti, oh Madre, la vida te reservó difíciles pruebas y humanos temores, pero fuiste valiente y audaz; confiaste todo a Dios, le respondiste con amor, te ofreciste incondicionalmente. Como intrépida Mujer de la caridad, fuiste rápidamente a ayudar a Isabel; con prontitud percibiste la necesidad de los esposos durante las bodas de Caná; con fortaleza interior en el Calvario iluminaste de esperanza pascual la noche del dolor. Por último, con ternura de Madre animaste a los discípulos temerosos en el Cenáculo y, con ellos, acogiste el don del Espíritu.

Ahora te suplicamos, ¡escucha nuestro clamor! Necesitamos tu mirada, tu mirada amorosa que nos invita a confiar en tu Hijo Jesús. Tú que estás dispuesta a acoger nuestros dolores, ven a socorrernos en este tiempo en que estamos oprimidos por las injusticias y devastados por las guerras; enjuga las lágrimas sobre los rostros sufridos de cuantos lloran la muerte de sus seres queridos, de sus propios hijos; despiértanos del letargo que ha oscurecido nuestro camino y despoja nuestros corazones de las armas de la violencia, para que se cumpla pronto la profecía de Isaías: «Con sus espadas forjarán arados y podaderas con sus lanzas. No levantará la espada una nación contra otra ni se adiestrarán más para la guerra» (Is 2,4).

Madre, dirigetu mirada maternal a la familia humana, que ha perdido el gozo de la paz y ha extraviado el sentido de la fraternidad. Madre, intercede por nuestro mundo en peligro, para que custodie la vida y rechace la guerra; para que cuide a los que sufren, a los pobres, a los indefensos, a los enfermos y a los afligidos, y proteja nuestra casa común.

A ti imploramos, Madre, la misericordia de Dios, a ti que eres Reina de la paz. Convierte los corazones de quienes alimentan el odio, silencia el ruido de las armas que provocan la muerte, apaga la violencia que habita en el interior del hombre e inspira proyectos de paz en las decisiones de quienes gobiernan las naciones. 

María, Reina del santo Rosario, desata los nudos del egoísmo y disipa las nubes oscuras del mal. A nosotros tus hijos llénanos con tu ternura, levántanos con tu mano bondadosa y danos tu caricia de Madre, que nos hace esperar el advenimiento de una nueva humanidad donde «el desierto será un vergel y el vergel parecerá un bosque. En el desierto habitará el derecho y la justicia morará en el vergel. La obra de la justicia será la paz» (Is 32,15-17).

Oh Madre, Salus Populi Romani, ¡ruega por nosotros!

Domingo XXVII ordinario. Año B

El matrimonio cristiano ¿Una contracultura?

XXVII Domingo del Tiempo Ordinario (B)
Marcos 10,2-16 (10,2-12): “Que el hombre no separe lo que Dios ha unido”

El tema que emerge de las lecturas de este XXVII domingo es el matrimonio. Los fariseos, para poner a prueba a Jesús, le preguntan “si es lícito que un hombre repudie a su mujer”. Incluso la Ley de Moisés (Torá) lo permitía, por iniciativa del esposo, “si sucede que ella no halla gracia a sus ojos” (Deuteronomio 24,1-4). La ley mosaica, sin embargo, pretendía de alguna manera proteger a la mujer, obligando al hombre a escribir un acta de repudio, es decir, un certificado de divorcio, para permitirle a la mujer casarse con otro.

En cuanto a las motivaciones para el divorcio, en ese tiempo había dos escuelas rabínicas con opiniones muy diferentes. La escuela de Hillel interpretaba la ley de manera flexible, permitiendo al hombre repudiar a su esposa por cualquier motivo. La escuela de Shammai, más estricta, solo lo permitía en caso de adulterio. Jesús no toma partido en la disputa rabínica. Él considera que Moisés hizo esta concesión debido a la dureza del corazón humano. Sin embargo, el plan original de Dios para la pareja era otro. Dios los creó varón y mujer, y los dos al unirse se convierten en una sola carne. Y Jesús concluye diciendo: “Así que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió, que no lo separe el hombre”.

En casa, los discípulos vuelven a interrogar al Maestro sobre este tema. Jesús reafirma la indisolubilidad del matrimonio, igualando la responsabilidad entre hombre y mujer. En el texto paralelo de Mateo, los apóstoles reaccionan con asombro a esta afirmación de Jesús, diciendo: “Si tal es la situación del hombre con respecto a su mujer, no conviene casarse” (Mateo 19,10). ¡La convivencia matrimonial nunca ha sido fácil!

Puntos de reflexión

1. Un cambio de época. Desde hace algunas décadas estamos siendo testigos de un profundo cambio en la visión de la sexualidad, la identidad de género y la orientación sexual, poniendo en crisis la institución social de la familia. En este contexto se hace muy difícil hablar de la pareja y de la unión matrimonial, entre dos posiciones extremas: la tradicional, anclada en la cultura patriarcal, y la ideología de género. Entre ambas posiciones hay un amplio campo de debate que, para un cristiano, no puede ser de crítica y juicio, sino de respeto y misericordia.

La visión cristiana de la pareja natural parte del dato bíblico de que la humanidad fue creada a imagen de Dios, según Génesis 1,27: “Dios creó al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó: varón y mujer los creó”. Es, por tanto, el “sacramento primordial de la creación” (Juan Pablo II). El sacramento del matrimonio se fundamenta más específicamente en este texto de Jesús sobre el plan original de Dios: la unión indisoluble de la pareja hombre y mujer. Esta visión se enriquece aún más con el texto de San Pablo en Efesios 5, que desarrolla el concepto veterotestamentario de la alianza esponsal entre Dios y su pueblo, presentando a la pareja cristiana como un “sacramento” de la unión entre Cristo y su esposa, la Iglesia. A menudo, lamentablemente, del texto se enfatiza el elemento cultural cambiante (“las esposas deben someterse a sus maridos en todo”), oscureciendo el elemento bíblico perenne: “¡Este misterio es grande: yo lo digo respecto a Cristo y la Iglesia!” (Efesios 5,32).

El matrimonio cristiano es una verdadera vocación, un memorial de la unión esponsal entre Cristo y su Iglesia, así como la vida consagrada, con el voto de virginidad, lo es de nuestra condición escatológica. La crisis actual del “matrimonio en la iglesia” puede convertirse en una oportunidad de gracia para devolver el sacramento a su esencia. Naturalmente, esta situación requerirá de la Iglesia una capacidad cada vez mayor de creatividad para encontrar líneas pastorales de acogida a otros tipos de uniones, en la línea de la misericordia, teniendo en cuenta que nuestra humanidad es frágil y herida.

2. El matrimonio cristiano será cada vez más una contracultura, en contraste con la mentalidad dominante. Esto también puede ser un servicio a la sociedad, para contrarrestar la deriva subjetivista de una sexualidad una sexualidad “a gusto de cada uno” y un tipo de unión “usar y tirar”.

¡El cristiano no “lo hace a su gusto”! No renuncia a tener el horizonte ideal evangélico como meta de su vida. No baja el listón para evitar el esfuerzo. No se conforma con un estilo de vida a la baja, al “mínimo denominador común”. Y todo esto a pesar de la conciencia de su propia debilidad, que se convierte en una espina en la carne, pero que le lleva a confiar únicamente en la gracia de Dios.

¡El cristiano no “usa y tira” en sus relaciones personales y, aún menos, en la relación matrimonial! Por eso se convierte en un experto en “reparaciones”. ¡No tira, sino que repara! Otro nombre del cristiano podría ser “reparador de brechas” (Isaías 58,12). Solo así el discípulo/a de Cristo será sal de la tierra y luz del mundo.

3. ¿Cómo aspirar a un ideal de amor tan alto, sin condiciones? Tal vez también en este caso Jesús nos responda: “¡Imposible para los hombres, pero no para Dios! Porque todo es posible para Dios” (Marcos 10,27). La vocación matrimonial es realmente un desafío que pone a prueba la fe del cristiano. Por ello, el matrimonio cristiano solo puede vivirse… a tres, es decir, poniendo a Cristo en el centro. También aquí se cumple, de manera particular, la palabra del Señor: “Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18,20).

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


Los fariseos plantean a Jesús una pregunta para ponerlo a prueba. Esta vez no es una cuestión sin importancia, sino un hecho que hace sufrir mucho a las mujeres de Galilea y es motivo de vivas discusiones entre los seguidores de diversas escuelas rabínicas: “¿Le es lícito al varón divorciarse de su mujer?”.
Una humanidad que cree en el amor fiel

Un comentario a Mc 10, 2-13

La lectura bíblica que hacemos hoy pasa por alto el primer versículo del capítulo 10, en el que se dice que Jesús pasó “al otro lado del Jordán”. A muchos les parece que esta indicación geográfica es una referencia menor o incluso equivocada (un despiste de Lucas). Sin embargo, a mí, que no soy experto, sino solo lector habitual de los evangelios, me huele que detrás de esa nota geográfica se esconde una intención interesante, que me atrevo a compartir aquí.

El río Jordán tiene un valor profético muy importante para el pueblo de Israel, comparable quizá al Mar Rojo. Si éste fue el límite primero entre la esclavitud de Egipto y el camino hacia la tierra prometida, el Jordán fue el que tuvieron que atravesar para entrar precisamente en esa tierra de Dios. Por eso atravesar el Jordán puede tener mucho que ver con “volver a entrar” en la tierra prometida, regenerar profundamente la vida querida por Dios, perdida entre tantas traiciones y claudicaciones. Por eso el Bautista fue a bautizar al Jordán invitando a la gente a la conversión, es decir, a dejar atrás el hombre viejo y empezar de cero, con una nueva fidelidad al proyecto de Dios.

Jesús se inserta plenamente en esta propuesta de regeneración. Y por eso me suena que, después de atravesar el Jordán, se le plantea a Jesús una cuestión de gran importancia, que nos afecta a todos: el plan de Dios para el matrimonio, realidad primera y más significativa de la vida humana y de la alianza “matrimonial” de Dios con su pueblo.

Me parece que la respuesta de Jesús no tiene que ver con una casuística de derecho matrimonial, sino con una propuesta de renovación profunda; parte importantísima de esa renovación profunda es volver a los orígenes, volver a la fidelidad a Dios, tanto en el matrimonio mismo como en la vida social.

En todo caso, repito que este texto no se puede entender como una actitud moralista o canonista, un enredarse en cuestiones de hasta dónde puedo separarme y hasta donde soy libre para hacer lo que quiero. El texto es el llamado a una regeneración total de la vida, en la que el matrimonio se vuelve “sacramento”, signo y realidad de la vida entendida como amor y fidelidad.

Por eso podemos decir que la imagen más fiel de la Iglesia es una pareja que se aman y son ante el mundo imagen del amor original y definitivo de Dios, un amor fiel y definitivo. Algunos entenderán esto, otros dirán que eso es una ingenuidad. Yo he tenido la suerte de conocer parejas jóvenes y maduras que entienden esto y su experiencia de vida es una belleza. Estas parejas representan lo mejor de la humanidad y de la Iglesia. Pueden ser pocas o muchas, pero son una semilla clara del Reino, sin que eso implique desconocer las dificultades reales de la convivencia entre personas. En ese sentido, la vida en pareja es un laboratorio de la humanidad con sus caídas y fracasos, pero el modelo que Jesús propone es el de una humanidad reconciliada que cree en el amor fiel.
P. Antonio Villarino
Bogotá


Contra el poder del varón

José Antonio Pagola

Los fariseos plantean a Jesús una pregunta para ponerlo a prueba. Esta vez no es una cuestión sin importancia, sino un hecho que hace sufrir mucho a las mujeres de Galilea y es motivo de vivas discusiones entre los seguidores de diversas escuelas rabínicas: “¿Le es lícito al varón divorciarse de su mujer?”.

No se trata del divorcio moderno que conocemos hoy, sino de la situación en que vivía la mujer judía dentro del matrimonio, controlado absolutamente por el varón. Según la ley de Moisés, el marido podía romper el contrato matrimonial y expulsar de casa a su esposa. La mujer, por el contrario, sometida en todo al varón, no podía hacer lo mismo.

La respuesta de Jesús sorprende a todos. No entra en las discusiones de los rabinos. Invita a descubrir el proyecto original de Dios, que está por encima de leyes y normas. Esta ley “machista”, en concreto, se ha impuesto en el pueblo judío por la “dureza de corazón” de los varones que controlan a las mujeres y las someten a su voluntad. Jesús ahonda en el misterio original del ser humano. Dios “los creo varón y mujer”. Los dos han sido creados en igualdad. Dios no ha creado al varón con poder sobre la mujer. No ha creado a la mujer sometida al varón. Entre varones y mujeres no ha de haber dominación por parte de nadie.

Desde esta estructura original del ser humano, Jesús ofrece una visión del matrimonio que va más allá de todo lo establecido por la Ley. Mujeres y varones se unirán para “ser una sola carne” e iniciar una vida compartida en la mutua entrega sin imposición ni sumisión.

Este proyecto matrimonial es para Jesús la suprema expresión del amor humano. El varón no tiene derecho alguno a controlar a la mujer como si fuera su dueño. La mujer no ha de aceptar vivir sometida al varón. Es Dios mismo quien los atrae a vivir unidos por un amor libre y gratuito. Jesús concluye de manera rotunda: “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el varón”. Con esta posición, Jesús esta destruyendo de raíz el fundamento del patriarcado bajo todas sus formas de control, sometimiento e imposición del varón sobre la mujer. No solo en el matrimonio sino en cualquier institución civil o religiosa.

Hemos de escuchar el mensaje de Jesús. No es posible abrir caminos al reino de Dios y su justicia sin luchar activamente contra el patriarcado. ¿Cuándo reaccionaremos en la Iglesia con energía evangélica contra tanto abuso, violencia y agresión del varón sobre la mujer? ¿Cuándo defenderemos a la mujer de la “dureza de corazón” de los varones?
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Misión es no avergonzarse de llamarlos hermanos

Génesis  2,18-24; Salmo  127; Hebreos  2,9-11; Marcos  10,2-16

Reflexiones
Con lenguaje poético y mítico, la Palabra de Dios nos revela luminosas verdades sobre el ser humano – hombre y mujer – sobre la familia y el cosmos. La primera verdad es que Adán no se creó a sí mismo: es Dios quien lo creó (I lectura). La palabra Adán, en este caso, quiere decir varón y mujer. Este Adán (el hombre y la mujer) vive en soledad, a la que Dios mismo pone remedio: «No está bien que el hombre esté solo: voy a hacerle alguien como él que le ayude» (v. 18). En última instancia, según el texto bíblico, se podría decir que ni siquiera Dios es suficiente para satisfacer a Adán en su soledad. Para su existencia histórica, Adán necesita también de cosas, de animales, plantas… que el Creador le provee con creces en el encanto del universo, otorgándole incluso la potestad de imponer el nombre a los seres vivientes, es decir, el poder de tenerlos bajo su custodia (v. 19). Según la teología bíblica, la potestad de dominio sobre las cosas creadas corresponde, naturalmente, al ser humano en su globalidad de hombre y mujer, con igual dignidad. Dominio-custodia significa uso, no abuso.

Dios, que ha llamado a Adán a la vida, lo llama ahora a la comunión, a una vida de encuentros y relaciones aptos para llevar a la persona humana al crecimiento, a la plenitud, a la madurez. A Adán, en efecto, no le basta el dominio sobre las cosas: busca alguien como él que lo ayude (v. 20), en plena alteridad e igualdad. Dios mismo presenta al varón esa ayuda, la mujer, Eva, a la cual el hombre siente que no le puede imponer un nombre, esto es, apropiársela, dominarla, porque la reconoce igual a él, parte de sí mismo: “hueso de mis huesos y carne de mi carne” (v. 23). Ambos son iguales en dignidad, llamados a una plena comunión de vida. El primigenio proyecto del Creador era maravilloso, pero el pecado humano vino a romper el equilibrio de las relaciones entre iguales: el respeto cede el paso a la voluntad de dominio, a la violencia de un cónyuge sobre el otro, con las consecuencias dolorosas que todos conocen. Jesús (Evangelio), tras reprochar a su gente “por su terquedad” (v. 5), trató de hacerles volver al proyecto inicial de Dios. Lamentablemente, con escasos resultados, tanto entonces como hoy.

El Concilio Vaticano II tiene palabras que sustentan la dignidad y la santidad del matrimonio y de la familia: “Fundada por el Creador y en posesión de sus propias leyes, la íntima comunidad conyugal de vida y amor se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e irrevocable. Así, del acto humano por el cual los esposos se entregan y se reciben mutuamente, nace, aun ante la sociedad, una institución confirmada por la ley divina. Este vínculo sagrado, en atención al bien tanto de los esposos y de la prole como de la sociedad, no depende de la decisión humana. Pues es el mismo Dios el autor del matrimonio, al cual ha dotado con bienes y fines varios, todo lo cual es de suma importancia para la continuación del género humano, para el provecho personal de cada miembro de la familia y su suerte eterna, para la dignidad, estabilidad, paz y prosperidad de la misma familia y de toda la sociedad humana” (Gaudium et Spes, 48). Por eso la oración de la Iglesia se hace insistente, “para que el hombre y la mujer sean una sola vida, principio de la armonía libre y necesaria que se realiza en el amor” (oración colecta). La vida compartida entre el hombre y la mujer en el matrimonio contribuye al bien de la pareja, pero, a la vez, tiene una irradiación misionera sobre los hijos, sobre el ambiente social y eclesial.

Tras hablar de la familia, Jesús se dirige enseguida a los niños y, en general, a los débiles y a los pobres, a los excluidos y descartados de la sociedad, brindándoles afecto, protección, estima, bendiciones (v. 13-16). Jesús ha entrado plenamente en el engranaje y en los recovecos de la historia de los hombres, haciéndose solidario con ellos, compartiendo su origen y sufrimientos. Hasta tal punto que el autor de la carta a los Hebreos (II lectura), con palabras conmovedoras, afirma que Cristo, “no se avergüenza de llamarlos hermanos” (v. 11). Cristo no excluye a nadie de esa amorosa relación fraterna. ¡Aunque sea la persona más reprobable y lejana! Por eso Él es siempre el modelo más radical para cada misionero. He aquí un fuerte llamado para todos en el mes misionero. (*)

Palabra del Papa

(*) «La historia de la evangelización comienza con una búsqueda apasionada del Señor que llama y quiere entablar con cada persona, allí donde se encuentra, un diálogo de amistad (cfr. Jn 15,12-17). Los apóstoles son los primeros en dar cuenta de eso, hasta recuerdan el día y la hora en que fueron encontrados: “Era alrededor de las cuatro de la tarde” (Jn 1,39). La amistad con el Señor, verlo curar a los enfermos, comer con los pecadores, alimentar a los hambrientos, acercarse a los excluidos, tocar a los impuros, identificarse con los necesitados, invitar a las bienaventuranzas, enseñar de una manera nueva y llena de autoridad, deja una huella imborrable, capaz de suscitar el asombro, y una alegría expansiva y gratuita que no se puede contener…. El amor siempre está en movimiento y nos pone en movimiento para compartir el anuncio más hermoso y esperanzador: “Hemos encontrado al Mesías” (Jn 1,41)».
Papa Francisco
Mensaje para el DOMUND (Domingo Mundial de las Misiones) 2021

P. Romeo Ballán, mccj

Teresa de Lisieux, la flor que cuenta su historia

Por: P. Manuel João Pereira Correia, mccj

«Éste, precisamente éste es el misterio de mi vocación, de toda mi vida,
y en particular el misterio de los privilegios de Jesús sobre mi alma.
Jesús no llama a los que son dignos, sino a los que lo quieren,
o, como dice san Pablo: «Dios tiene misericordia de los que lo quieren,
y tiene misericordia de los que lo quieren.
Por tanto, no es obra de los que quieren ni de los que se apresuran,
sino de Dios que tiene misericordia» (Rom. 9,15-16).
Teresa de Lisieux, autobiografía


Escritura autobiográfica A
dirigida a la madre Inés de Jésus (hermana Pauline)
J.M.J.T. Jésus, enero de 1895

Historia primaveral de una pequeña florecilla blanca
escrita por ella misma
y dedicada a la reverenda Madre Inés de Jesús

1 – A ti, mi querida Madre, a ti que eres dos veces mi madre, te confío la historia de mi alma… Cuando me pediste que hiciera esto, pensé: el corazón se disipará, ocupándose de sí mismo; pero luego Jesús me hizo sentir que, obedeciendo con sencillez, le agradaría; además, sólo hago una cosa: empiezo a cantar lo que eternamente debo repetir: «¡Las misericordias del Señor!

2 – Antes de tomar la pluma, me arrodillé ante la estatua de María (la que nos ha dado tantas pruebas del maternal cuidado de la Reina del Cielo hacia nuestra familia), le rogué que guiara mi mano: ¡ni una sola línea quiero escribir que no le agrade! Entonces abrí el Evangelio, y mi mirada se posó en unas palabras: «Jesús subió a un monte y llamó a sí a los que quería; y vinieron a él» (San Marcos, cap. III, v. 13).

3 – Este es, precisamente, el misterio de mi vocación, de toda mi vida, y en particular el misterio de los privilegios de Jesús sobre mi alma. Jesús no llama a los que son dignos, sino a los que quiere, o, como dice San Pablo: «Dios tiene misericordia de quien quiere, y usa de misericordia con quien quiere». No es, pues, obra de quien quiere ni de quien corre, sino de Dios que usa la misericordia’ (Ep. a los Rom., cap. IX, vv. 15-16).

4 – Durante mucho tiempo me pregunté por qué Dios tiene preferencias, por qué no todas las almas reciben las gracias en igual grado, me preguntaba por qué prodiga favores extraordinarios a santos que le han ofendido, como san Pablo, san Agustín, y por qué, casi diría, les obliga a recibir su don; luego, al leer la vida de los santos a quienes Nuestro Señor acarició desde la cuna hasta la tumba, sin dejar en su camino un solo obstáculo que les impidiera elevarse hasta él, y previniendo sus almas con tales favores que les fue casi imposible manchar el esplendor inmaculado de sus vestiduras bautismales, me pregunté ¿por qué los pobres salvajes, por ejemplo, mueren tantos y tantos antes de haber oído el nombre de Dios?

5 – Pero Jesús me instruyó sobre este misterio. Puso ante mis ojos el libro de la naturaleza, y comprendí que todas las flores de la creación son bellas, las rosas magníficas y los lirios blanquísimos no roban el perfume a la violeta, ni la sencillez encantadora a la margarita… Si todas las florecillas quisieran ser rosas, la naturaleza perdería su vestido de primavera, los campos ya no estarían esmaltados de inflorescencias. Así sucede en el mundo de las almas, que es el jardín de Jesús. Dios quiso crear a los grandes Santos, que pueden compararse a los lirios y a las rosas; pero creó también a los más pequeños, y éstos deben contentarse con ser margaritas o violetas, destinadas a alegrar la mirada del Señor cuando se digne bajarla. La perfección consiste en hacer su voluntad, en ser como Él quiere.

6 – También comprendí otra cosa: El amor de Nuestro Señor se revela lo mismo en el alma más sencilla, que no resiste en absoluto a la gracia, que en el alma más sublime; en efecto, es propio del amor humillarse, y si todas las almas se parecieran a los santos Doctores, que iluminaron a la Iglesia con la luz de su doctrina, parecería que el Dios misericordioso no descendiera lo suficiente para alcanzarlas; Pero ha creado al niño que no sabe nada y sólo se expresa con débiles chillidos; ha creado al salvaje que, en su miseria absoluta, sólo posee la ley natural para regularse; ¡y Dios desciende hasta ellos! De hecho, son estas flores silvestres las que le cautivan por su sencillez.

7 – Al descender hasta este punto, Dios se muestra infinitamente grande. De la misma manera que el sol ilumina los grandes cedros y las florecillas como si cada uno fuera único en el mundo, así Nuestro Señor cuida de cada alma con tanto amor, como si fuera la única que existe; y así como en la naturaleza las estaciones están todas reguladas de tal manera que hacen florecer la más humilde alondra en el día señalado, así todo responde al bien de cada alma.

8 – Seguramente, querida Madre, te preguntarás a dónde voy con esto, porque hasta ahora no he dicho ni una palabra que se parezca a la historia de mi vida, pero me has pedido que escriba libremente lo que se me ocurra, así que no voy a contar mi vida propiamente dicha, sino más bien mis pensamientos sobre las gracias que Dios me ha concedido. Me encuentro en un momento de mi existencia desde el que puedo mirar al pasado; mi alma ha madurado en medio de pruebas externas e internas, ahora, como un capullo fortalecido por la tormenta, me levanto, y veo las palabras del Salmo XXII «el Señor es mi Pastor, nada puede fallarme. Él me hace descansar en los pastos frescos y ricos. Me guía suavemente por el río. Él conduce mi alma sin cansarla… Y cuando descienda al sombrío valle de la muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo, Señor».

9 – Siempre el Señor ha estado lleno de compasión para conmigo, y de mansedumbre… ¡Lento para castigar y abundante en misericordias! (Salmo CII, v. 8). Así, Madre mía, me alegra cantar cerca de ti la misericordia del Señor. Sólo para Ella escribiré la historia de la humilde flor que Jesús arrancó, y hablaré abandonándome, sin preocuparme del estilo, ni de las muchas digresiones que haré. El corazón de una madre siempre comprende a su hijo, aunque sólo tartamudee, y por eso estoy segura de que soy comprendida, adivinada por ella: ¡es ella quien formó mi corazón, y se lo ofreció a Jesús!

10 – Me parece que si una florecilla pudiera hablar, diría, con gran sencillez, lo que el Señor ha hecho por ella y no trataría de ocultar los beneficios divinos. Por falsa modestia, no diría: «Soy desgarbada, no tengo perfume, el sol me ha quitado el esplendor, la tempestad ha destrozado mi tallo», cuando reconocería en sí misma todo lo contrario.

11 – La flor que cuenta aquí su historia se alegra porque va a dar a conocer los cuidados omnisapientes de Jesús; no tiene nada -y lo sabe bien- que pueda atraer la mirada de Dios, y sabe también que sólo la misericordia divina ha hecho todo el bien en él. Le hizo nacer en tierra santa, y casi impregnado de un perfume virginal. Hizo que le precedieran ocho lirios resplandecientes de blancura. En su amor, quiso preservar la humilde flor del aliento venenoso del mundo; los pétalos estaban a punto de abrirse, y el Salvador la trasplantó en el monte del Carmelo, donde ya olían dos lirios: los dos mismos que la habían envuelto y acunado suavemente cuando brotó por primera vez… Siete años han pasado desde que la flor echó raíces en el jardín del Esposo de las vírgenes, y ahora tres fragantes corolas ondean cerca de ella; no muy lejos, otra se abre a la mirada de Jesús, y los dos benditos tallos que las produjeron se reúnen para siempre en la Patria divina. Allí han encontrado los cuatro lirios que la tierra no ha visto florecer. Oh, que Jesús no deje mucho tiempo en la orilla extranjera a los que se han quedado en el destierro: ¡que todo el blanco penacho se complete pronto en el Cielo!

12 – Madre mía, he resumido en pocas palabras lo que el Señor ha hecho por mí, ahora me adentraré en mi vida de niña; sé que allí, donde cualquiera no vería más que una aburrida perorata, su corazón de madre encontrará un encanto. Y entonces, los recuerdos que evocaré serán también los suyos, porque mi infancia transcurrió cerca de la suya, y tengo la suerte de pertenecer a los incomparables padres que nos envolvieron en los mismos cuidados y ternura. ¡Que bendigan a la menor de sus hijas y la ayuden a cantar las misericordias de Dios!