Las hermanas Ana Rosa Herrera y María Lourdes García (en el centro de la foto) son dos misioneras combonianas que acaban de hacer sus votos perpetuos, es decir, se acaban de consagrar de por vida para el servicio misionero siguiendo las huellas y el carisma de San Daniel Comboni. Ana Rosa ha sido destinada a Kenia, mientras que María Lourdes espera volver pronto a Palestina, donde lleva ya unos años trabajando con los pueblos beduínos. Las dos nos comparten su testimonio.
Hna. Ana Rosa Herrera Cisneros El Molino, Huajuapan de León, Oaxaca Enviada a Kenya
Qué significa para ti tu consagración perpetua para las misiones?
Tiene un sentido de amor, de pertenencia y de compromiso a predicar la Palabra de Dios en tierras lejanas; de ser su testigo para toda mi vida en medio de su pueblo. Significa acoger una llamada a la misión ad gentes y, al mismo tiempo, un compromiso con la Iglesia local y universal. Seguir el envio de Jesús: “vayan por todo el mundo y prediquen el evangelio”.
Qué te motiva regresar próximamente a la misión?
La alegría y la esperanza de compartir la fe en el Resucitado y seguir colaborando con el Reino de Dios con mi presencia y vida misionera. Encontrarme con nuevas personas y realidades, aprender una nueva lengua, conocer una cultura en una comunidad en Kenya; compartir mi fe con los pueblos que aún no conocen a Jesús y ser una mensajera del amor, el perdón, la reconciliación y la paz; saber que Jesús me espera y envía a una tierra nueva, donde me seguirá guiando y acompañando a vivir en plenitud la llamada -“ven y sígueme”- en medio de mis hermanos y hermanas en Kenya.
Hna. María de Lourdes García Grande Puebla Enviada a Israel-Palestina
¿Qué significa para ti tu consagración perpetua para las misiones?
para mí es una entrega total a Dios y a los pueblos donde Dios me quiere enviar. En realidad, ya la primera profesión fue para mi esa entrega total, aunque no tenía una experiencia profunda de lo que conlleva la misión. Ahora, con la consagración perpetua, acojo la misión con todo lo que conlleva: tanto alegrías como tristezas y dificultades y, sí, confirmo mi sí para toda la vida con la confianza de que no estoy sola, sino que es Dios quien me guía y va conmigo, con el apoyo de mi familia Comboniana.
¿Qué te motiva a regresar a tu misión?
El deseo de seguir compartiendo el rostro de Dios con estos pueblos desfavorecidos y decirles: ¡Hey! Dios no te ha abandonado, está aquí y se hace presente aún en tus sufrimientos y dificultades, Dios te ama. Yo no puedo evangelizar con palabras o cursos de pastoral, pero sí en el compartir del día a día con los beduinos (comunidades del desierto en Palestina). Me da mucha vida el compartir con mujeres y niños a través de jardines de infancia y cursos de empoderamiento. Además de eso, también ellos nos hacen partícipes de su vida cotidiana, sus situaciones difíciles o sus alegrías, cuando hay bodas o funerales, cuando los jóvenes obtienen algún logro o en el nacimiento de algún bebé. Son muchas vivencias que me hacen experimentar a un Dios vivo y amoroso que no pone barreras de lengua o religión.
María Cecilia Sierra es una Misionera Comboniana mexicana. Ha trabajado en varios países. Ahora vive en el mundo árabe oriental. Habla de sus experiencias. «’Gracias’ es la palabra que emana de lo más profundo de mí cuando contemplo su acción y me siento parte de su obra amorosa».
Todo es gracia. La gratuidad y la belleza divinas son valores que definen y guían mi vida y mi oración. “Gracias” es la palabra que emana de lo más profundo de mí cuando contemplo su acción y me siento parte de su amorosa obra.
Este sentido de gracia y gratuidad me sumerge, me conecta con lo divino y me prepara para descubrir sus huellas en el mundo. En verdad, Dios me ha prodigado con exceso de mansedumbre, misericordia, ternura, gracia y bondad.
Comencé a descubrir la belleza y la ternura de Dios desde muy temprana edad. Mi conciencia de su presencia empezó a surgir cuando tenía cinco años, con mi primera Comunión.
A los doce años era catequista, participando en actividades misioneras en pueblos indígenas. El rancho de mis padres, la tierra, los cultivos, los árboles y los animales emanaban lo divino para mí. Observé extasiada el amanecer y el atardecer. Las palabras de consuelo de Isaías en el Salmo 138 y la persona de Jesús en los Evangelios han sido fuentes dominantes de inspiración.
La gracia y el Espíritu de Dios han guiado mis pasos hacia espacios sagrados en Italia, Estados Unidos, Egipto, Sudán, Sudán del Sur y Guatemala. Como religiosa mexicana me siento privilegiada y enriquecida por el cariño que me han prodigado los corazones que me han acogido y por tanta diversidad cultural que me desafía y enriquece. Sé que fui abundantemente bendecida. Pero vivir en Tierra Santa es otro nivel.
Llevo unos meses viviendo entre Jerusalén y Jericó. El desierto se ha convertido para mí en un espacio sagrado. Mi ministerio como misionera comboniana se expresa en el trabajo en los campamentos beduinos en el desierto.
Visitamos a las familias diariamente y promovemos actividades de educación y desarrollo bajo un sol abrasador. Por eso me consuela detenerme al atardecer. Con la brisa del atardecer, el alma recupera la calma y se renueva. También por la noche –en el silencio de nuestra pequeña capilla– recuerdo los encuentros, los rostros y la acción de Dios favoreciendo la comunión.
Desde ese espacio, la oración me reconecta con las personas y sus historias, sueños y resiliencia; con las flores que florecen y resisten el intenso calor; con las piedras bellamente formadas que anhelan contar su historia antigua; con las cuevas y refugios, las cabras y los pastores.
Haber superado el desafío de recorrer caminos sinuosos, de caminar por senderos solitarios, tortuosos y estrechos en el desierto reconforta y eleva el espíritu.
El desierto –su inmensidad y belleza, dureza y aridez– me conecta con las ammas (mujeres sabias) del desierto. Portadoras del Espíritu, son iconos inspiradores en mi anhelo de unión y encuentro con lo divino. La belleza del desierto reclama el corazón: “La llevaré al desierto y hablaré a su corazón” (Oseas 2,16).
Sintiendo la constante llamada a la interioridad y al recogimiento, mi alma sonríe feliz y agradecida. Enamorado de tanta belleza y ante tanta gracia abundante, sólo logro suspirar profundamente y balbucear un “gracias” que brota de lo más profundo de mi alma.
Con ilusión vamos a comenzar una nueva Comunidad Intercongregacional Misionera (CIM) en Barahona, República Dominicana. Los desafíos son fuertes, pero confiamos una vez más en la oración de quienes nos acompañan en nuestro caminar misionero.
Por: Comunidad Intercongregacional Misionera
En julio pasado nos informaron que nuestra comunidad fue llamada a tener una «extensión» en República Dominicana. Las Misioneras Combonianas, las Maestras Católicas del Sagrado Corazón de Jesús y las Mercedarias Misioneras de Barcelona asumiríamos esta nueva CIM, abierta en todo momento a otras congregaciones que quieran integrarse a nuestra misión, ya sea en Haití o ahora en República Dominicana. El obispo, monseñor Andrés Napoleón, puso en nuestras manos tres urgencias que necesitan atenderse en Pueblo Nuevo, un barrio marginal y conflictivo de Barahona: 1.- Ser presencia de una mística católica en el único colegio parroquial que hay en un barrio en el que están proliferando las sectas protestantes. 2.- Atender un Centro de Día para personas mayores pobres y vulnerables y que, de no ser por este recurso, estarían sumidas en la soledad y el abandono. 3.- Acompañar en la pastoral parroquial a los diferentes grupos que ya están en marcha. El 20 de julio, Carmelita, Maninha y Clemencia fuimos a Barahona para conocer directamente en qué consistiría nuestra nueva misión. Compartimos dos días con las Hermanas Vicentinas, quienes después de 52 años de presencia en la zona se retiran del lugar. Con mucha sencillez y calor de hermanas nos explicaron en qué consistiría el relevo en sus actividades. La CIM ha estado presente en Haití y para nosotras es un gran desafío asumir esta nueva comunidad. Es exigente y asusta un poco, pero confiamos en que, con ayuda de Dios, saldremos adelante. Se nos garantiza casa para vivir y un pequeño sueldo para manutención, pues, aunque no se podrá asumir ningún trabajo subvencionado por el estado dominicano por ser todas extranjeras y sin residencia legal, hay un convenio entre instituciones católicas y el gobierno de República Dominicana al que el obispo nos da la posibilidad de acogernos. Creemos que en este barrio encontraremos también presencia de familias haitianas a quienes podremos acompañar y orientar. Sabemos que son muy duras las circunstancias que pesan sobre las personas de nacionalidad haitiana que han emigrado desde su país en búsqueda de nuevas oportunidades de vida y que se han encontrado actitudes racistas que las denigra y excluye. Si la CIM en Barahona es una extensión de la CIM de Haití, siempre tendrá en su orientación escuchar el clamor de quien es pisoteado y oprimido. Deseamos un buen inicio de misión a las hermanas destinadas allá: Rosa María del Socorro López Castañeda, María Pedro Gonçalves y Cynthia Cristina Jiménez López. Y en Haití permaneceremos: María del Carmen Santoyo González, Clemencia Rodríguez Hidalgo y Luigina Coccia. Tenemos la certeza de que tratamos siempre de actuar escuchando la voz de Dios en el clamor de las personas más pobres y vulnerables, pero somos frágiles y necesitamos la fuerza de la oración.
Por: P. Benjamín Rodríguez, mccj desde Kangole, Uganda
Les escribo desde Kangole, Uganda, en donde ya había estado hace nueve años. La misión se ubica al noreste del país, en la frontera con Kenia; aquí atendemos a los karamoyón.
Uno de los principales objetivos en Kangole es atender las tres escuelas que tenemos en la misión; son dos escuelas primarias y una secundaria. En Uganda, y en la mayoría de países africanos las escuelas son internados. Una primaria es para niños; la otra, para niñas; y la secundaria es para señoritas. ¡Cada una cuenta con una población de aproximadamente mil alumnos! Y a todos les ofrecemos educación y alimentos.
Las tres escuelas son atendidas por diferentes congregaciones religiosas. La primaria para niños está bajo el cuidado de las Hermanas de María; la de niñas es atendida por las Misioneras Combonianas; y la secundaria de las chicas, por las Hermanas del Sagrado Corazón. Desde hace 90 años se fundó esta primera misión católica en Karamoya, obra que siempre se ha caracterizado por dar prioridad a la educación.
Todos los días celebramos misa y los alumnos se van alternando porque es imposible tenerlos a todos juntos. Es importante resaltar que los karamoyón son pastores, por lo que tener a los niños en internados en las escuelas es un reto, pues los padres prefieren que sus hijos cuiden del ganado que la familia posee, en lugar de «perder el tiempo en la escuela». En el caso de las niñas, el reto es aún mayor, pues de acuerdo a su cultura, ellas deben hacer las labores de la casa y ayudar a su mamá con los hermanos menores. Y aunque los misioneros hemos sido muy cuidadosos en respetar su cultura, también hemos tratado de animar a la gente a cambiar su forma de pensar para que todos tengan acceso a la educación y a un desarrollo en todos los aspectos.
Personalmente me siento muy contento al ver la cara de felicidad de las niñas y niños que tienen la oportunidad de ir a la escuela. Gracias a la falta de celulares, estos niños no se distraen y permanecen muy atentos a las indicaciones de sus maestros y de sus mayores.
Nuestras escuelas no sólo son para los niños de familias católicas, también hay musulmanes y de otras denominaciones cristianas; debido al prestigio de nuestro colegio en toda la región, también vienen chicas y chicos de las tribus cercanas de Kenia y de otras zonas de Uganda.
Me gustaría terminar esta carta alentando a niños y jóvenes para que aprovechen la oportunidad de prepararse en la vida, en especial cuando nuestros padres entienden que es lo mejor que harán por nosotros. Aquí, aún hay que convencer a los papás para que dejen que sus hijos sean también los protagonistas de un cambio en sus vidas, sobre todo de la mano de Dios, pues como dijo san Daniel Comboni, queremos «salvar África con África».
Que Dios los bendiga, y me encomiendo a sus oraciones.
El padre Manuel João Pereira Correia, misionero comboniano portugués, vive con esclerosis lateral amiotrófica (ELA) desde hace 13 años, una enfermedad que trata de enfrentar con espíritu misionero, serenidad y con el “don de una sonrisa”. El Hno. Tomek Basinski, misionero comboniano polaco, le hizo una breve entrevista que publicamos a continuación.
¿Cómo nació tu vocación misionera?
Mi vocación misionera… ¡Nació conmigo! Desde niño he sentido el deseo de ser sacerdote, quizás por la influencia de mi mamá que, cuando era muy joven, durante la Santa Misa, me preguntó: “Manuelito, ¿no te gustaría ser sacerdote?”. Este deseo creció conmigo, tanto que cuando me preguntaron qué quería hacer cuando creciera, respondí con convicción: “¡Quiero ser sacerdote!”. Mis colegas y algunos miembros de la familia se rieron de mí, pero el sueño permaneció vivo.
Cuando tenía diez años, en la escuela primaria, vino un misionero comboniano y nos habló con entusiasmo sobre la vocación misionera. Finalmente, nos preguntó quién quería ir a África con él. Pero nadie levantó la mano. Yo tampoco, por timidez. El maestro, que tal vez sintió que podía ser un “candidato”, me llamó durante el descanso y me presentó a ese promotor vocacional. Unos meses más tarde, fui aceptado en el seminario. Y así nació mi vocación como sacerdote comboniano.
Debo subrayar que la decisión para dar mi “sí” definitivo al Señor no surgió de una aclaración de mis dudas, sino de una íntima convicción de que, incluso si el futuro revelaba que mi decisión había sido precipitada o incluso equivocada, el Señor daría sentido a mi historia. Esta convicción se ha convertido para mí en una “promesa de sentido”: “¡Siempre estaré contigo para dar sentido a tu vida!”. Esta promesa siempre me ha acompañado e iluminado los momentos difíciles de mi vida.
Unos días antes de mi ordenación (15 de agosto de 1978), mi padre me confió que, en el momento de mi concepción (soy el hijo primogénito), mis padres habían hecho una especie de oración o consagración: “¡Señor, si nuestro primer hijo es un niño, te lo ofrecemos como sacerdote!” Y agregó que no me lo había dicho antes para no condicionarme en mi elección. Otra confidencia, de mi madre (¡que me guardo para mí!), me conmovió profundamente. Me veo en la vocación de Jeremías, con sus dudas, sus miedos y su timidez, ¡pero llamado por Dios desde el vientre!
Trabajaste en diferentes comunidades y países hasta que, en 2010, sucedió algo que te obligó a regresar y quedarte en Europa. ¿Qué pasó?
Empecé a tener dificultades para caminar y me pregunté qué era. Al principio, pensé en que era falta de ejercicio. Por la noche, después de terminar mis actividades, comencé a andar en bicicleta. Cuando quedó claro que era otra cosa, acudí a un neurólogo, quien me aconsejó que volviera inmediatamente a mi país, Portugal, para hacerme pruebas y me entregó una carta en un sobre cerrado para presentarla a un especialista. Cuando llegué a casa, lo abrí y leí el veredicto. Diagnóstico probable: esclerosis lateral amiotrófica (ELA). En Lisboa, este diagnóstico me fue confirmado. Cuando le pregunté al médico cuál sería la evolución de la enfermedad, me respondió: “Muy sencillo, primero caminarás con muletas, luego en silla de ruedas, luego…”.
¡Le agradecí su franqueza y me fui! Regresé a África (Togo) para terminar los últimos meses de mi servicio como el responsable de los Combonianos en África Occidental (Togo, Ghana y Benín) y al final del año regresé a Europa.
¿Cómo reaccionaste cuando recibiste el diagnóstico del médico?
La primera noche lloré un poco, lo confieso, pero luego el Señor me dio una gracia que no esperaba: una gran serenidad, que siempre me ha acompañado. Por supuesto, al principio me pregunté por qué me había sucedido esta desgracia, pero inmediatamente me di la respuesta: “¿Y por qué no tenía que pasarte a ti? ¿Eres privilegiado?”
A menudo pensaba en cuándo estaría completamente atrapado en mi cuerpo, pero una certeza me dio paz: “¡No estaré solo, el Señor será un prisionero dentro de mí!” También pensé en la posibilidad de permanecer completamente aislado de la realidad externa, pero otra convicción creció en mí: “¡Siempre tendré la posibilidad de vivir en el mundo interior que habita en la catedral de mi corazón!”.
Tu ministerio ciertamente ha cambiado a medida que avanza tu enfermedad.
Sí, absolutamente. Al principio esperaba vivir, al máximo, unos pocos años. De hecho, he visto a amigos morir de la misma enfermedad. Como el Señor me ha dado algunos años más (¡han pasado más de doce años!), decidí hacer mi pequeña contribución en el campo de la formación permanente de los cohermanos, creando un blog y compartiendo con ellos material de formación. Mientras mi situación me lo permitiera, me ofrecí a colaborar con algunos grupos, dando mi testimonio y cultivando amistades.
Una vez dijiste que tu silla de ruedas se ha convertido en un púlpito para ti … ¿Cómo lo ves?
Sí, creo que mi silla de ruedas es el púlpito que el Señor me dio para proclamar la Palabra de Dios. Creo que nuestra cruz es el lugar más apropiado para proclamar la Palabra. Me veo a mí mismo como el profeta Jonás en el vientre de la ballena, guiándome a donde Dios quiere que vaya. Navego en el mar de la vida, entre sus dos orillas. Desde un ojo de la ballena miro la vida en esta orilla, desde el otro ojo vislumbro la otra orilla que nos espera, en la niebla de la fe y la esperanza.
Cada vez que te recuerdo, veo a un hombre sereno y sonriente. ¿De dónde viene esta alegría tuya?
La serenidad que me ha acompañado desde el comienzo de mi enfermedad es un don de Dios. Estoy seguro de ello, porque estaba bastante preocupado por los problemas de salud, que no me faltaron en la misión. Le pido al Señor una sonrisa todos los días.
Desde 2018 estás completamente quieto. ¿Cómo experimentas la dependencia de los demás?
Es mi manera de vivir mi voto de pobreza: ¡estar necesitado y tener que pedirlo todo! Pero también es una forma de cultivar la gratitud por cada pequeña cosa. Además de agradecer a Dios por todas las personas que generosamente me ayudan, siempre trato de corresponder con una sonrisa en mis labios y una bendición en mi corazón. Después de todo, ¡es muy fácil porque todos me aman y me abrazan!
¿Y cómo te comunicas con los demás, por ejemplo, conmigo ahora?
Me comunico principalmente con mis ojos, la única parte de mi cuerpo que todavía puedo mover. Con mis ojos escribo, gracias a una computadora con un software especial que “lee” los movimientos de mis ojos. ¡Una de las muchas maravillas de la tecnología!
¿Cómo vives tu vocación misionera?
¡Me encanta la vida y me gusta repetir que la vida es bella! Trato de transmitir esta sensación de asombro a las personas que me rodean. Sigo interesado y siguiendo la vida de nuestro mundo, la sociedad, la Iglesia y la misión. Lo hago por pasión y para actualizar continuamente mi blog (www.comboni2000.org).
A veces las personas que experimentan enfermedad y sufrimiento sienten dolor y enojo hacia Dios. ¿Cuál es tu relación con Dios hoy?
¡En la enfermedad descubrí la generosidad de Dios! Durante algunos años me impresionó que el Señor me visitara como un ladrón. Sentí que era una visita dolorosa. Espontáneamente, le pedí que no me visitara como ladrón, sino que viniera como amigo y llamara a mi puerta, incluso como un amigo inapropiado, ¡hasta que me vi obligado a abrirla, por amistad o por la fuerza! Cuando el Señor me visitó con una enfermedad, exclamé espontáneamente: “¡Señor, eres un ladrón!” Cada vez, me quitaba algo. Entonces, descubrí que es un ladrón muy especial: ¡nunca nos quita nada sin dejarnos algo más precioso!
¿Qué le dirías a las personas que han perdido la esperanza y son infelices en su sufrimiento y enfermedad?
¡Yo diría que la vida siempre es una oportunidad! Desde el comienzo de mi enfermedad, me acompañó una convicción: la vida nunca cierra una puerta sin abrir otra. Pero a menudo estamos tan obstinadamente apegados a esta puerta cerrada que no nos damos cuenta de que mientras tanto otra se está abriendo. Al principio, la enfermedad era para mí como un muro oscuro que me cortaba por completo todas las perspectivas del horizonte. La convicción de que la vida es siempre una oportunidad me llevó a mirar esta pared con otros ojos y a vislumbrar una puerta, hasta entonces invisible a mis ojos, que me ofrecía una nueva visión de la vida, más profunda, más amplia y más bella, me atrevo a decir. Por supuesto, la fe me ayudó en este proceso. Por supuesto, hay situaciones particularmente trágicas, difíciles de aceptar y manejar. Para el creyente es la hora de la esperanza y de la fe en el triunfo de la vida, de la cual la cruz y la muerte son la gestación. Al incrédulo, le diría que confíe en el instinto de la belleza de la vida. ¡Este también es un camino de esperanza que nos lleva, aunque inconscientemente, a la Vida!
Entrevista realizada por Hno. Tomek Basiński, mccj
La misionera comboniana Lilia Karina Navarrete Solís nació en San Pedro Tlaquepaque, Jalisco, tierra de alfareros. Cuando la hermana Lilia escucha la cita bíblica de Jeremías que habla del barro en manos del alfarero, recuerda su casa, la dedicación y el amor que emplean los alfareros para crear cada vasija. Del mismo modo que el barro en manos del alfarero, la hermana Lilia se ha dejado moldear y conducir por Dios durante toda su vida. Salió de México para trabajar en Brasil, Mozambique, Italia y España. Vive confiada a la acción del Señor que moldea su vida con manos amorosas. A continuación su testimonio misionero y vocacional.
Cuando era pequeña, mi madre y mi tía me llevaban con frecuencia a una capilla salesiana que estaba cerca de nuestra casa, y a una parroquia que estaba poco más lejana. Participaba en el coro, y en una ocasión vino una mujer para hablarnos de un país africano que en aquel momento estaba en guerra. Al escucharla yo pensaba: «A mí me gustaría ir a un lugar así, donde pueda dar sentido a mi vida y por el que valdría la pena dejarlo todo». Ese deseo de ir, estar y sanar las heridas de las personas que sufren se quedó en mi corazón. Al salir de la iglesia, aquella mujer me dio un folleto de las Misioneras Combonianas con una dirección detrás. Era muy pequeña y no tuve valor para preguntarle nada, pero me llevé aquel papel y lo conservé como un tesoro.
El tiempo pasó, comencé a estudiar Enfermería y a trabajar haciendo un poco de todo para colaborar con la economía familiar. Curiosamente, el trabajo me condujo hasta una parroquia donde una persona me entregó otro folleto de las Combonianas. No podía ser casualidad. Lo guardé y contacté con las misioneras. A partir de ese momento, comencé a participar una vez al mes en encuentros vocacionales y al finalizar mis estudios, pedí ingresar al Instituto. Mi madre no aceptaba mi opción de ser misionera, pero como la formación era en Guadalajara y no tenía que salir de Jalisco se conformó. Profundicé mi relación con Jesús y me identifiqué enseguida con los ideales de san Daniel Comboni.
Al terminar esta primera etapa me enviaron a Brasil para continuar mi formación. No era el África soñada, pero sí un primer paso para servir al Señor fuera de mi país. Al cabo de unos años regresé con mi familia y mis amigos para decir «sí» al Señor y consagrar mi vida para la misión. Mi alegría fue aún mayor cuando me destinaron a Mozambique. Y mientras mi corazón rebosaba de alegría, el de mi madre lo hacía de tristeza; a pesar de todo, ella me acompañó con el corazón roto, pero lleno de amor.
Un parto y una sorpresa
Pensaba que estaba preparada para la misión en Mozambique, pero me di cuenta de que la gente tenía que enseñarme a ser misionera. En Magunde, en la provincia de Sofala, tuve un encuentro que marcó mi vida. Una mujer había llegado a la maternidad donde yo prestaba mi servicio como enfermera y como no teníamos médicos la atendí en el parto. Mientras ella descansaba me incliné para examinar al bebé. Ella vio la cruz que llevaba en el pecho, la tomó y me preguntó: «¿Qué es eso?». No recuerdo mi respuesta, pero sí mi sorpresa al descubrir que no conocía a Jesucristo. Estuve junto a ella en el momento de dar a luz y sentí que estaba en el lugar indicado.
Durante la época de lluvias nuestra misión se llenaba de lodo y la circulación de vehículos se hacía casi imposible. A veces se agotaban los víveres y los medicamentos de nuestro centro de salud. En una de esas ocasiones en las que nos faltaba de todo y no teníamos espacio, llamó a nuestra puerta una señora muy enferma que había recorrido 40 kilómetros para llegar a nuestra casa. Recuerdo que cuando le explicamos que no podíamos atenderla porque estábamos sin comida ni medicamentos, me escuchó con mucha atención, y después de una pausa me dijo: «Mamá, vine aquí porque sé que me recibirían con las manos abiertas. Si no tienen nada para poder curarme, por lo menos déjenme morir en su compañía». Me quedé sin palabras. Comprendí que si la gente se acercaba a la misión no era por lo que hablábamos de Dios, sino por lo que éramos y hacíamos como mujeres consagradas al servicio de la gente.
En la comunidad de Jambe aprendí lo que significa adorar a Dios en espíritu y en verdad. Jambe está a tres kilómetros de nuestra misión y cuando podía, me gustaba participar en la celebración dominical de la Palabra. Sólo se podía llegar caminando, atravesando los campos y un pequeño río. Los cristianos se reunían a la sombra de un árbol donde habían colgado una cruz. Nunca había visto tanta sed de la Palabra de Dios. Lo que atraía a los cristianos era el encuentro con Dios, escuchar su Palabra y compartir la fe.
La misión del cuidado
Tuve que dejar Mozambique para continuar mi servicio como enfermera en Italia, acompañan-do a hermanas ancianas y enfer-mas. En la comunidad de Arco, provincia de Trento, también he vivido experiencias que han enriquecido mi vida misionera. Ahí encontré a hermanas que lo habían dejado todo para seguir el ideal misionero y dar su vida durante 50 o 60 años en muchos lugares del mundo. Cada una de ellas se había entregado hasta quedar sin fuerzas y sin salud. Cuando regresaban a Italia lo hacían con la tristeza de dejar la misión, pero con el corazón lleno de Dios, de nombres y de historias de las personas que habían llenado sus vidas.
En Italia, donde tuve que afrontar la pandemia, era la responsable de las enfermas en Arco, y aunque hicimos todo lo posible para evitar que el virus entrase en nuestra casa, se cobró la vida de algunas de nuestras hermanas que, a pesar de todo, hasta el último momento siguieron pensando y rezando por aquellos pueblos en los que vivieron y que no tenían los recursos ni las posibilidades de recibir los cuidados que ellas sí tenían.
Finalmente fui destinada a España para trabajar en la pastoral juvenil y en la animación misionera. Me agrada ver este destino como la continuación de la obra de Dios en mí. Lo que inicié como un simple deseo se ha vuelto una opción que da sentido a mi vida. El «sí» que pronuncié ante el Señor el día que me consagré como misionera comboniana ha valido la pena, porque he recibido más de lo que he podido dar.
A los jóvenes les puedo asegurar que aventurarse e iniciar el camino misionero vale la pena. No se necesitan certezas, ni grandes conocimientos, ni siquiera una fe infinita, pero sí el fuerte deseo de conocer a Dios, de estar con las personas y de compartir con ellas lo que somos. El secreto es dejarse moldear por la realidad, por las culturas y por los misterios de Dios que se esconden en la simplicidad de cada día. En verdad, ¡vale la pena arriesgarse!