Felipe de Jesús Vázquez Hernández, originario de Papantla, Veracruz realizó su profesión perpetua como Misionero Comboniano el pasado viernes 26 de julio y, al día siguiente, el obispo de Tlapa Mons. Dagoberto Sosa, le confirió el orden del diaconado en la parroquia de San Miguel Arcángel en Metlatónoc, Guerrero.
Texto y fotos: Hno. Raúl A. Cervantes Rendón
La parroquia de San Miguel Arcángel de Metlatónoc, en el interior de la zona mixteca del estado de Guerrero, fue testigo y partícipe de la profesión perpetua de Felipe de Jesús quien, con la presencia del Superior Provincial de México P. Rafael Güitrón, el párroco, P. Miguel Navarrete, la comunidad comboniana de Cochoapa el Grande, la feligresía y, acompañado por sus papás, decidió consagrarse con alegría y convicción como misionero comboniano para toda la vida. Durante la celebración, el P. Rafael animó a Felipe a perseverar y alimentar su vocación, a confiar en el Señor y a tomar como testimonio de fe su santo homónimo.
Al día siguiente se celebró la misa de la ordenación diaconal, que comenzó a las 10 de la mañana y fue presidida por Mons. Dagoberto Sosa. El obispo agradeció la presencia misionera en la diócesis y enfatizó la continua necesidad de ella en cualquier parte del mundo. En la misma línea le recordó a Felipe que su próximo servicio lo debe de sustentar en la fuerza que Dios le brinda para que su diaconado sea de entrega y disposición a la iglesia local y a su comunidad.
La parroquia recibió a una numerosa cantidad de feligreses, no sólo de la localidad de Metlatónoc, sino también de aquellas que son atendidas por los Combonianos. De esa manera, no fue una celebración ajena a su pueblo, ya que participaron activamente en ella a través de la liturgia, la música y la traducción a la lengua mixteca.
Posteriormente, tuvo lugar una convivencia donde la gente pudo estar más cerca del nuevo diácono, compartiendo su alegría de que Felipe seguirá acompañándolos en su pequeña región de la montaña mixteca.
El P. Kabasha nació en Ruanda en 1972. Ya de niño le entraron «ganas de ser sacerdote». Lo es desde hace más de 20 años, pero tal vez no como él había pensado. Las circunstancias de la vida le fueron llevando de aquí para allá, pero, a pesar de tanto vaivén, siempre se ha mantenido fiel a su vocación sacerdotal. Esto hace del P. Gaétan un testigo creíble, y por eso invito a leer su testimonio con ojos de fe.
Nací en una familia numerosa de nueve hijos, cinco chicos –de los que dos ya fallecieron– y cuatro chicas. Puede decirse que nuestro hogar era humilde, como la mayoría de la época en aquel rincón de Ruanda. Vivíamos rodeados de huertos y dependíamos muy poco del mercado ya que producíamos nuestra propia cosecha.
Llegado el momento, como todos los niños de mi edad, ingresé en la escuela primaria donde aprendí a leer y a escribir. Descubrí un universo completamente nuevo. Fue entonces cuando me entraron ganas de ser sacerdote sin que entendiera muy bien el por qué de esa llamada en un lugar muy alejado de la parroquia y donde nunca había visto a ningún sacerdote negro. Los caminos de Dios son muy complejos y, seguramente, el Señor se había fijado en mí más allá de mi pequeña capacidad de entender este enorme proyecto. Entré en el seminario menor con una voluntad férrea de aprovechar bien los estudios y cumplir con la disciplina de un internado. Nunca me sentí agobiado por los seis años de estudio, equiparables a la Secundaria y el Bachillerato en España.
Al finalizar, elegí de manera mucho más responsable seguir con mi formación en el seminario mayor, a pesar de muchas otras opciones atractivas que se me ofrecían. En aquel momento, mi idea era ser sacerdote diocesano en Ruanda. En ningún momento se me pasó por la cabeza ser misionero e irme lejos de los míos. Sin embargo, como dice la Escritura, «El hombre hace proyectos pero es el plan de Dios el que se realiza». En muy poco tiempo, toda mi vida tomó otro rumbo.
En 1994, cuando estaba en el seminario mayor y pensaba seguir el ritmo ordinario para convertirme en sacerdote de mi diócesis, Kigali, el país se sumergió en el apocalipsis del genocidio. Todo se convirtió en una pesadilla y tuve que salir del país hacia Zaire (en la actualidad, la República Democrática del Congo). Con 22 años me convertí en refugiado. Después de un largo viaje lleno de peripecias y de milagros, aterricé en la diócesis congoleña de Bondo, donde me acogieron como seminarista. A partir de ese momento, empecé a darme cuenta de que mi vocación se estaba convirtiendo en misionera. No dejé de ser diocesano porque estaba adscrito a Bondo, pero en la práctica vivía lejos de los míos, de mi cultura y de mi país. Un misionero es aquel que sale de su país para llevar el Evangelio a otros territorios, lejos de los suyos. En mi caso, fue una condición impuesta por las circunstancias.
De manera inesperada, la guerra estalló en Zaire (actual RDC) y cambié otra vez de diócesis. Me acogió la de Bangassou, (RCA). Después de dos años en el seminario de Bangui, me trasladé a España, donde pude terminar los estudios de Teología. Mi ordenación sacerdotal tuvo lugar en Bangassou en 2003. Después, ejercí mi ministerio sacerdotal en una parroquia rural de Bakouma durante ocho años. En la actualidad, soy sacerdote de la archidiócesis de Madrid y mi ministerio se desarrolla en la parroquia San José, en Las Matas. Junto a esto, enseño filosofía en la Universidad Eclesiástica San Dámaso.
Recorrido misionero
A través de mi itinerario vital, uno observa cómo el Señor me ha ido llevando de un lado a otro sin que yo realmente tuviese mucho control sobre el curso de los acontecimientos. Mi idea de estudiar en un seminario acabó siendo una experiencia en cuatro centros y cuatro países distintos. Eso me brindó la oportunidad de aprender a convivir con gentes de diferentes procedencias, razas, lenguas y costumbres. Queriéndolo o no, este hecho configura la vida y la personalidad de una persona. El encuentro con muchas visiones del mundo, vivido en un clima pacífico, es una riqueza y un patrimonio que solo se puede adquirir con este tipo de experiencias.
Los caminos de Dios son inescrutables, y valiéndose de los dramas humanos llegué a pertenecer a cuatro diócesis diferentes. Ruanda fue solamente un inicio de un largo camino de vida que me llevaría a España después de pasar por Bondo y Bangassou. ¿Y quién sabe lo que sucederá mañana? Este recorrido, sin dejar de ser diocesano, hizo de mí un misionero muy especial. En el fondo, un misionero muy a mi pesar. Sin haber pertenecido nunca a una congregación con este carisma, todo mi sacerdocio lo he ejercido lejos de los míos.
Navegar entre alegrías y penas
En el salmo 91 se dice que «El que habita al amparo del Altísimo se acoge a la sombra del Todopoderoso». Sería inapropiado valorar mi vida misionera, tanto en África como en Europa, sin tener en cuenta que todo es don y que depende de su voluntad. En mi vida misionera en África, pude experimentar momentos duros por caminos extenuantes, la precariedad de la vida, las enfermedades, las caídas de la moto, el miedo a los rebeldes, la incomprensión con culturas muy alejadas de la mía… Sin embargo, con la confianza en el Señor, siempre he sentido una alegría inmensa, consciente de hacer lo que le agradaba. El encuentro con la gente sencilla que te ofrece lo poco que tiene, compartir con los cristianos que ven en ti a un enviado sagrado en sus pueblos, ver crecer la fe con los sacramentos y tantos otros momentos inolvidables, hacen que la vida misionera sea algo difícil de describir. ¿Qué decir de la mirada limpia de la gente, de los llantos de los niños, de la alegría de entregar a Cristo a los hombres, tanto en los sacramentos como en la Palabra de Dios?
Muchos son los momentos que constituyen la fuente de la felicidad del misionero: visitar a un enfermo, rezar por alguien desorientado, aliviar de cualquier manera al que está agotado por las penas de la vida, compartir los dramas familiares y sociales, cantar con los que cantan, sentirse útil… Siempre que he aplicado aquello de «venid a mí los cansados y agobiados y yo os aliviaré», he observado cómo el Señor colma el corazón del que se identifica con Él.
Sin ninguna duda, diría que es Dios quien lleva al misionero en sus manos. Evidentemente, es importante que el misionero se deje llevar con docilidad, que confíe en el poder del Espíritu Santo, que acepte que a veces los fracasos son una enseñanza para recomenzar con más confianza en Dios todavía.
Después de más de 20 años de sacerdote, puedo afirmar que todo ha sido un regalo. Las penas nunca consiguieron doblegar a las alegrías. Aunque a veces, dependiendo de los lugares, uno no vea resultados inmediatos, la paz interior que se siente, y la convicción de que el reino de Dios está en marcha, hacen que uno diga: «Ha merecido la pena». Sigo pensando que mi vida no depende enteramente de mí, sino que alguien más fuerte y más sabio que yo me lleva por sus caminos y no puedo más que prestarle mis piernas. Soy un instrumento de su obra.
Decir que sí
En África, en general, las vocaciones siguen en auge, y esto da esperanza de un futuro prometedor para el continente y la Iglesia universal. Sin embargo, por diversos motivos, no se puede decir lo mismo de Europa. Me cuesta pensar que el Señor haya dejado de llamar a los jóvenes europeos a su viña. Creo, más bien, que el ruido ambiental difumina la voz de Dios y los afanes del mundo contemporáneo impiden un discernimiento pausado. Sin embargo, todos los jóvenes que responden a la llamada sacerdotal dan un testimonio de alegría por todas partes. Los sacerdotes que han dicho sí a la vocación no se arrepienten. Los misioneros que vuelven de vacaciones dan testimonios de las maravillas de Dios a pesar de las fatigas y las dificultades de la vida. Si eres joven, no tengas miedo. Igual te toca asumir el relevo y llevar el Evangelio al mundo. No esperes a que Dios te hable en medio de una zarza ardiente, puede que su llamada use otros canales para llegar hasta ti. A veces puede, incluso, que pase por un detalle insignificante de tu vida.
La Biblia nos cuenta la vocación de distintas personas, es decir, nos dice cómo Dios ha llamado a hombres y mujeres a lo largo de la historia para una misión especial. Desde la vocación de Moisés, pasando por los profetas, llegando a María y los discípulos, es posible percibir características comunes entre los llamados. Por eso, todo aquel que se siente invitado a una realización específica, debe hacer un discernimiento a la luz de la Palabra de Dios, pues aunque ésta es personal, forma parte de una historia de salvación que muchos santos también vivieron.
Por: P. Wédipo Paixão, mccj
Por ejemplo, el libro del Éxodo nos habla sobre la vocación y misión de Moisés; su nacimiento y cómo lo halla en el río la esposa del Faraón; su formación como «príncipe en Egipto» y cómo Dios lo encuentra en el desierto. Para quienes tienen fe, a pesar de todo lo que pudo haber pasado, esta historia personal sigue un designio misterioso del Padre.
Ante el lamento de los hijos de Israel oprimidos en Egipto, Dios se acordó de su alianza con Abrahán, Isaac y Jacob, y escogió a Moisés para liberar a su pueblo de la esclavitud. El Señor interviene de nuevo en la historia para ser fiel a su promesa. «Moisés pastoreaba el rebaño de Jetró, su suegro, sacerdote de Madián, (…) y ahí se le manifestó el ángel del Señor, bajo la apariencia de una llama que ardía en medio de un arbusto. Al fijarse, vio que la zarza estaba ardiendo, pero no se consumía. Entonces él se dijo: “Me acercaré para contemplar esta maravillosa visión y ver por qué no se consume la planta”. Cuando el Señor vio que se acercaba para mirar, lo llamó desde la zarza» (Ex 3,1-4).
La vocación de este personaje bíblico nos permite apreciar los elementos fundamentales hallados en toda invitación para asumir los planes de Dios: la iniciativa divina, la autorrevelación de Dios, la encomienda de una misión y la promesa del favor divino para llevarla a término.
Dios se abre camino de modo sorprendente, a la vez que se acomoda a su interlocutor: suscita su asombro ante la zarza incandescente para, a continuación, llamarlo por su nombre: ¡Moisés, Moisés! La repetición del nombre acentúa la importancia del acontecimiento y la certeza del llamado.
En toda vocación aparece esa conciencia de pertenecer a Dios y de estar en su mano que invita a la paz. Así lo expresa el profeta Isaías en un himno, cuando dice: «No temas, que te he redimido y te he llamado por tu nombre: tú eres mío».
Cuando Dios llama, el ser humano percibe que la vocación no es una quimera o el fruto de su imaginación. La vocación del libertador de los israelitas muestra este segundo aspecto de la invitación haciendo hincapié en cómo el Señor se presenta: «Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob», el mismo en el que han creído tus antepasados.
Toda llamada divina lleva consigo esta iniciativa de intimidad en la que el Señor se da a conocer. Sin embargo, podría sorprender la reacción de Moisés: a pesar de haber visto el prodigio de la zarza ardiente, a pesar de la certeza de lo que está sucediendo, se excusa: «¿Quién soy yo para ir con el faraón y sacar de Egipto a los israelitas?».
Él intenta evitar lo que el Señor le pide –la misión encomendada–, porque es consciente de su propia insuficiencia y de la dificultad del encargo. Su fe es aún débil, pero el miedo no lo aleja de la presencia de Dios. Dialoga con Él con sencillez, le dice sus objeciones, y permite que el Señor manifieste su poder y dé consistencia a su debilidad.
En ese proceso, Moisés experimenta en primera persona el poder de Dios, que empieza realizando en él algunos de los milagros que después efectuará ante el faraón. Así, toma conciencia de que sus limitaciones no importan, porque Él no lo abandonará; percibe que será el Señor quien liberará al pueblo de Egipto: lo único que le toca hacer es ser un buen instrumento. En cualquier llamada a una vida cristiana auténtica, Dios asegura al ser humano su favor y le muestra su cercanía: «Yo estaré contigo», estas palabras se repiten en todos aquellos que han recibido una tarea difícil a favor de la humanidad. Es también la promesa de Jesús a sus discípulos: «Yo estaré con ustedes todos los días hasta el final».
“Yo no he venido a ser servido sino a servir.” Recalcando este aspecto de Cristo ante sus discípulos y el pueblo, fuimos entrando en la celebración de una ordenación diaconal en la parroquia de la Medalla Milagrosa, en San José, Costa Rica. Decir: Jesús servidor es reafirmar a Jesús como el diácono, nos motivaba nuestro celebrante.
Esas palabras iniciales de Mons Vittorino Girardi, Comboniano, motivaron el inicio de la celebración de ordenación como diácono de Mynor Rolando Chávez Ixchacchal, joven comboniano guatemalteco, quien después de sus años de formación en Costa Rica, México y Sudáfrica, ve que el camino de su vocación misionera va culminando, pero al mismo tiempo es un continuo “siempre andar.” El sábado 15 de junio fue ordenado diácono, ante la presencia de sus papás y uno de sus hermanos, llegados desde Guatemala. De familia numerosa, Mynor agradeció la educación recibida en valores y en la fe, porque es a partir de la familia que se forjaron su vocación y llamado a la misión. Cada lugar y cada persona, han sido importantes en su vida, afirmó.
Y eso fue notable con la presencia de los Misioneros Combonianos y de familiares de los mismos en Costa Rica; de las Misioneras Combonianas y religiosas de las congregaciones religiosas que trabajan en el lugar, así como Seculares Combonianas y Laicos. El pueblo fiel de nuestra parroquia, los bienhechores, los servidores y amigos de la misión, todos, hicieron posible que la ceremonia fuera emotiva y solemne. Entre cantos vocacionales, entre sonrisas, abrazos y algunas lágrimas de alegría, nos llenamos de emoción, observando a quien, por primera vez, se colocaba a la derecha del Obispo, como diácono/servidor del altar, para ser también servidor del pueblo.
La Provincia de Centro América se alegra porque un joven más de nuestras tierras se consagra a la misión y se encamina al sacerdocio. Como dijo Mons Vittorino a Mynor, ya diácono: “que tu alegría contagie a otros jóvenes a la misión y a pensar que ese camino de entrega vale la pena.” Seguros de ello, sentimos que Cristo, quien nos llama a lanzar nuestras redes, nos sigue motivando a hacer lo mejor de nuestra vida en la misión y por el anuncio del Evangelio.
El sábado 11 de mayo, en una solemne ceremonia celebrada en el noviciado comboniano de Xochimilco (México), emitieron sus primeros votos siete novicios, de los cuales cinco son mexicanos, uno de Colombia y uno de Perú. Estuvieron acompañados por sus familiares y numerosos grupos de amigos venidos de todo México y del extranjero. (Arriba, en la foto, de izquierda a derecha: César Daniel, Luis Omar, Carlos Yonatan, Raúl Alfredo, Marco Antonio, Raúl Alexander y Jairo Manuel)
Después de dos años de formación y de tiempos fuertes de desierto y de experiencias comunitarias y de misión, siete novicios combonianos dieron su sí al Señor y consagraron sus vidas a la misión a través de los votos de pobreza, castidad y obediencia en el Instituto de los Misioneros Combonianos del Corazón de Jesús. Se trata de Raúl Alexander Prieto Gómez (de Colombia), Luis Omar Tasson Rodríguez (de Perú), Raúl Alfredo Cervantes Rendón, Jairo Manuel Navarrete García, Carlos Yonatan Patiño Cruz, César Daniel Pérez de León y Marco Antonio Calderón Granados (estos cinco últimos mexicanos).
De izquierda a derecha: Luis Omar Tasson Rodríguez (Perú); Carlos Yonatan Patiño Cruz (México); César Daniel Pérez de León (México); Jairo Manuel Navarrete García (México); Raúl Alexander Prieto Gómez (Colombia); Marco Antonio Calderón Granados (México); y Raúl Alfredo Cervantes Rendón (México).
La misa estuvo presidida por el P. David Costa Domingues, Vicario General, y concelebrada por numerosos combonianos, entre los que estaban los superiores provinciales y de delegación del continente americano, venidos para la ocasión, y que aprovecharon los días precedentes para tener un encuentro a nivel continental. También asistieron varios miembros de la Familia Comboniana: Misioneras Combonianas y Laicos Misioneros Combonianos. El P. Jorge Benavides, Superior de la Delegación de Colombia, fue el encargado de pronunciar la homilía, en la que recordó que es Dios quien nos ha escogido, tal y como se leyó en la primera lectura, tomada del libro de Jeremías. Haciendo referencia al evangelio, cuyo texto fue el de las bienaventuranzas, el P. Jorge invitó a los profesos a ser portadores de esperanza y de misericordia, estando siempre disponibles para servir a los más pobres. Recordó también la importancia de la vida de oración, sin la cual no hay misión y concluyó diciendo que el misionero debe ser siempre una persona alegre.
Los siete neoprofesos con el P. David Costa Domingues, Vicario General de los Misioneros Combonianos.
La alegría de la celebración estuvo marcada también por un sentimiento -mezcla de dolor y de esperanza en el Resucitado- al recordar al P. José Luis Valle y a la Hna. Bertha Peralta, dos misioneros combonianos fallecidos en estos días (el P. José Luis en México y la Hna. Bertha en Chad). El funeral del P. José Luis coincidió casualmente el mismo día y a la misma hora que la ceremonia de los votos. Unos se van, pero otros toman el relevo, Así son los caminos de Dios.
Durante la misa los nuevos profesos recibieron los tres símbolos que marcarán su nueva vida como religiosos combonianos: – La Regla de Vida, como receta de santidad en la entrega total en la vivencia de lo que han profesado, siendo custodios del carisma de San Daniel Comboni. – El Crucifijo, como signo de su consagración. Reciben la Cruz como su fiel y amada esposa, atendiendo a la invitación de nuestro fundador a mantener fija la mirada en el corazón traspasado de Jesucristo Buen Pastor. – El Código Deontológico, como signo de fidelidad en vivir sus tres votos evangélicos, conscientes de la responsabilidad que desde el día de su profesión libremente han aceptado.
Un momento de la fiesta después de la celebración.
Una vez terminada la ceremonia, llegó el momento de compartir una sencilla comida en un ambiente festivo en el que no faltaron ni la música ni el baile, bien característicos de toda fiesta mexicana.
Los nuevos profesos continuarán su formación en los siguientes destinos: César Daniel en Nairobi (Kenia); Carlos Yonatan en Chicago (USA); Marco Antonio en Casavatore (Italia); Jairo Manuel y Raúl Alexander en Kinshasa (Nairobi); Luis Omar en Lima (Perú) y Raúl Alfredo, Hermano Comboniano, irá al Centro de Animación Misionera de Ciudad de México (CAM), sede de las revistas Esquila Misional y Aguiluchos, para completar sus estudios de periodismo.
El P. Fugain Dreyfus Yepoussa es un joven comboniano de la República Centroafricana. Durante los últimos seis años ha realizado su trabajo misionero en Perú. Ahora se encuentra en España para apoyar en la formación de jóvenes misioneros en la comunidad de Granada.
Mi vocación a la vida sacerdotal nació muy temprano. Cuando terminé la escuela primaria, pedí a mis padres que me permitieran ingresar en el seminario menor de la archidiócesis de Bangui, la capital de mi país, República Centroafricana (RCA). Mis padres aceptaron, pero mi párroco no presentó la solicitud de ingreso, por lo que no pude entrar. En mi país, para que un joven ingrese en el seminario tiene que llevar una carta firmada por su párroco que avale ese ingreso. Lo volví a intentar cuando era estudiante de Secundaria y mi párroco se volvió a negar, alegando que mis padres no estaban casados por la Iglesia. Me sentí muy decepcionado y, aunque seguía sintiendo la llamada vocacional, se enfrió un poco mi deseo de ser sacerdote. Al terminar Secundaria comencé a estudiar Telecomunicaciones en el Instituto Superior de Tecnología de la Universidad de Bangui.
Todo cambió en tercero de carrera, cuando me encontré en el campus con un antiguo postulante comboniano de mi parroquia. Aunque había dejado el camino formativo, conversar con él suscitó en mí el deseo de convertirme en misionero comboniano. Hasta entonces yo quería ser sacerdote para trabajar en mi país, pero a partir de entonces surgió en mí la inquietud misionera. Me habló de san Daniel Comboni, de los Misioneros Combonianos y me ofreció el libro Salvar África a través de África. A medida que lo leía sentía que Dios me llamaba para ofrecer mi pequeña contribución para «salvar África». Me decidí a contactar con los combonianos de la parroquia Nuestra Señora de Fátima, en Bangui. Así comenzó mi camino de discernimiento y formación en la congregación. En 2006 ingresé en el postulantado San José de Bangui y al terminar la Filosofía me enviaron al noviciado de Cotonú (Benín).
Encuentro de fieles de la parroquia del Buen Pastor, de Arequipa. Fotografía: Hno. José Valverde
La etapa del desierto
Era la primera vez que salía de mi país y comenzaba a tener contacto con jóvenes de otros países. Éramos un grupo de novicios procedentes de RCA, RDC, Benín y Togo. El período del noviciado que llamamos «de desierto» me permitió confirmar, en diálogo con el padre maestro, que este era el camino que el Señor había trazado para mí, lo que me dio una cierta paz interior.
Todo en el noviciado tenía su razón de ser, sobre todo la oración, pero también el estudio de los escritos de nuestro fundador, el trabajo manual y el deporte. También hice una experiencia comunitaria y pastoral de seis meses en la parroquia Espíritu Santo de Tabligbo (Togo), y realicé mis primeros votos religiosos en 2011. Ya era oficialmente misionero comboniano.
Para los estudios de Teología fui destinado al escolasticado de Kinshasa (RDC). Los cuatro años de estudios en el Instituto San Eugenio de Mazenod fueron muy enriquecedores a nivel intelectual, comunitario y pastoral. La capital congoleña es una de las ciudades más pobladas de África y me sumergí en la realidad de su gente para confrontarla con los estudios. Quería establecer la relación entre la teoría y las realidades sobre el terreno. En 2015, al concluir la Teología, regresé a mi país para un tiempo de servicio misionero.
Cambio de continente
Mi ordenación sacerdotal tuvo lugar el día de San José de 2017. Poco después salí por primera vez de mi continente rumbo a Perú. Durante seis años he tenido una experiencia misionera en la parroquia Buen Pastor de Arequipa. Conocer otro pueblo, otra cultura, otro idioma y, sobre todo, otra forma de vivir la fe cristiana y católica me ha enriquecido; ha sido una gracia haber compartido mi fe con ellos.
Visitar a las familias de la parroquia me ayudó a conocer mejor la realidad pastoral peruana. Recuerdo con especial cariño los seis meses que dediqué al sector llamado Huarangal. Todas las tardes iba casa por casa para saludar y pasar tiempo con la gente. Estas visitas me permitieron entrar en contacto con la realidad de pobreza que se vive allí. Algunas familias preferían recibirme en la calle porque les daba vergüenza que viera que en su casa no tenían casi nada. Sin embargo, lo que más me impresionó fue la alegría de la gente sencilla. Esto me ayudó a comprender que la felicidad no depende de los bienes materiales.
Especialmente difíciles fueron los años de la pandemia, que en Perú se cobró muchas vidas. Mis compañeros en la parroquia, con más de 70 años, tenían que protegerse más del virus, mientras que yo era el sacerdote más joven, por lo que durante ese período tuve que hacer casi todo. Salía con frecuencia a dar la unción de enfermos a las personas afectadas por la COVID-19 y, desgraciadamente, también tuve que realizar muchos responsos porque los familiares de los fallecidos no querían enterrarlos sin una oración. Nuestro arzobispo nos pidió ofrecer este servicio y viví momentos duros, pero también inolvidables.
No todo en Perú fue de color de rosa. No faltaron los momentos de soledad al estar tan lejos de mi familia. Además, la vida en una cultura nueva y tan diferente a la propia no es fácil. Me sentí incomprendido algunas veces y me chocaban ciertas reacciones de la gente hacia mí por ser africano, pero entiendo muy bien que todo eso forma parte de los retos misioneros.
El P. Dreyfus con una comunidad durante su servicio misionero en Perú. Fotografía: Hno. José Valverde
La otra cara
Después de seis años en Perú puedo afirmar sin equivocarme que la vida misionera es el camino que el Señor ha trazado para mí. Vale la pena ser comboniano porque para mí no existe mayor alegría que compartir mi fe cristiana con los más pobres y abandonados. He comprobado muchas veces que mi simple presencia junto a las personas desanimadas o decepcionadas es fuente de esperanza para ellas. Como decía santa Teresa de Calcuta: «Hay enfermedades que no se curan con dinero, sino con amor». Puedo resumir mi vida misionera diciendo que soy testigo del amor de Cristo junto a los más pobres y abandonados.
Llegué a España el día de Nochebuena. Comienza para mí una nueva misión como formador en el escolasticado de Granada. Es una misión difícil y me asusta un poco. Soy joven y no tengo una larga experiencia, pero confío en Dios, que me eligió para esta misión. La Iglesia necesita sobre todo buenos sacerdotes que muestren a los hombres y mujeres de nuestro tiempo el camino de Cristo con sus palabras, sus gestos y su testimonio de vida. Estoy feliz de participar en la formación de futuros sacerdotes combonianos.
A los jóvenes que aún dudan de comprometerse en la vida misionera les digo que no teman. Hay una alegría inmensa en ser misionero y Cristo necesita de ellos para transmitir amor, alegría y esperanza a todo el mundo. Si se sienten llamados deben ponerse en camino sin miedo ni vacilación. Si hoy tuviera que volver a elegir una vocación, sin dudarlo elegiría la misma. Me doy cuenta de la necesidad de jóvenes entregados totalmente a la Misión. Por eso, los jóvenes que sientan la llamada del Señor deben responder con generosidad, no serán decepcionados.