Domingo XXIII ordinario. Año B

Jesús sana nuestra comunicación

23ª Domingo del Tiempo Ordinario (B)
Marcos 7,31-37: “¡Hace oír a los sordos y hablar a los mudos!”
JESÚS SANA NUESTRA COMUNICACIÓN

El episodio de la curación del sordomudo narrado en el evangelio de hoy se encuentra solo en San Marcos. Está situado fuera de los límites de Palestina, en la Decápolis, en territorio pagano. La anotación geográfica es un poco extraña porque Jesús, para descender hacia el lago de Genesaret, primero se desplaza hacia el norte (de Tiro a Sidón, en el actual Líbano) y luego desciende por la vertiente oriental del Jordán, en territorio de la Decápolis (en la actual Jordania). Jesús es un “traspasador de fronteras” y a menudo no sigue el camino recto, porque quiere alcanzar a todos en nuestros caminos tortuosos y llevar el evangelio a los vastos territorios paganos de nuestra vida.

El texto dice que el sordomudo fue “llevado” a Jesús por otras personas que “le rogaron que le impusiera las manos”. Encontramos otros casos en los evangelios en los que la iniciativa para pedir la curación de alguien es tomada por otros. Esto ocurre especialmente cuando el enfermo está imposibilitado de acudir a Jesús (véase el paralítico de Cafarnaúm: Marcos 2,1-12; y el ciego de Betsaida: Marcos 8,22-26). Pero todos necesitamos ser “llevados” por los hermanos y la comunidad. Jesús entonces “lo toma aparte, lejos de la multitud”, no solo para evitar la publicidad, sino para favorecer un encuentro personal con este hombre.

La modalidad de curación es bastante inusual: Jesús “le puso los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua; luego, mirando al cielo, suspiró y le dijo: ‘Effatá’, es decir: ‘¡Ábrete!'”. Por lo general, basta un gesto o una palabra de Jesús para operar la curación. Aquí el evangelista quizá quiera subrayar nuestra resistencia, por un lado, y el involucramiento de Jesús en nuestra situación, por otro. Este relato nos recuerda la curación del ciego de Betsaida, en territorio de Galilea, que ocurrirá más tarde (Marcos 8,22-26). Paganos o creyentes, todos necesitamos ser sanados en nuestros sentidos espirituales para tener una relación nueva con Dios y con los hermanos. Así se cumple lo que Isaías había profetizado en la primera lectura: “Entonces se abrirán los ojos de los ciegos y se destaparán los oídos de los sordos. Entonces el cojo saltará como un ciervo, gritará de alegría la lengua del mudo”.

Puntos de reflexión

1. Todo comienza con la escucha.

En la Sagrada Escritura, el sentido privilegiado en la relación con Dios es el oído. Encontramos 1.159 veces el verbo escuchar en el Primer Testamento, a menudo teniendo a Dios como sujeto (biblista F. Armellini). Por eso el primer mandamiento es Shemá Israel, Escucha Israel (Dt 6,4). Ser sordo era una patología grave, un castigo (véase Juan 9,2), porque imposibilitaba la escucha de la Torá. Por eso los profetas anunciaban para los tiempos mesiánicos: “Oirán en aquel día los sordos las palabras del libro” (Isaías 29,18). En realidad, el camino del creyente es una apertura progresiva y una sensibilidad hacia la escucha: “Cada mañana hace atento mi oído para que escuche como los discípulos. El Señor Dios me ha abierto el oído y yo no he opuesto resistencia” (Isaías 50,4-5).

Vivimos en una sociedad acústicamente contaminada, con el riesgo de una “otosclerosis”, el endurecimiento de nuestro oído, por habituación o por defensa. Esta “sordera física” puede repercutirse en la esfera espiritual. La voz de Dios se convierte en una entre tantas y, incluso, superada por otras voces amplificadas por los medios. El creyente tiene una extrema necesidad de ser continuamente sanado de la sordera del corazón.

2. De la escucha nace la palabra.

De la escucha nace la palabra verdadera, la comunicación auténtica. La sanación de la lengua es consecuente a la del oído: “Se le abrieron los oídos, se desató el nudo de su lengua y hablaba correctamente”.

En un mundo hiperconectado crece la Babel de la incomunicabilidad, que se manifiesta en el lenguaje falso y manipulador, en el acoso y la opresión. La palabra se banaliza, se mortifica y se vuelve insignificante, generando un bloqueo comunicativo, la soledad y el mutismo. Esta situación se refleja tanto en el ámbito familiar y en las relaciones interpersonales como en la sociedad y en la Iglesia.

Debería preocuparnos especialmente la afonía de la Iglesia y del cristiano. Un cristiano afónico difícilmente puede comunicar la buena nueva del evangelio. La afonía de la Iglesia corroe la dimensión profética de la fe, con el riesgo de hacerla cómplice de la injusticia que se propaga en el mundo.

¿Qué hacer para “hablar correctamente” como el hombre del evangelio? ¿Cómo recuperar la voz profética de “quien clama en el desierto”, para hacer resonar la Palabra en los numerosos desiertos del mundo de hoy?

Tal vez nos falte esa media hora de silencio de la que habla el Apocalipsis: “Cuando el Cordero abrió el séptimo sello, hubo silencio en el cielo como por media hora.” (8,1). Tal vez en la Iglesia estamos demasiado acostumbrados a subir a la cátedra y menos a callar y hacer silencio. Sin silencio: no hay discernimiento para captar la “gravedad” del momento que vivimos; no hay sensibilidad para abrirse al asombro de la intervención divina; no hay palabra iluminada para leer el presente. Como el profeta Elías, necesitamos frecuentar el Horeb de nuestra fe, la cruz de Cristo, para captar la nueva modalidad de la presencia de Dios en la “voz del silencio” (1 Reyes 19,12).

Tal vez nos falta la higiene matutina del alma. Todos los días lavamos cuidadosamente los oídos y la boca, pero a menudo descuidamos el lavado de los oídos y de la boca del corazón. Habría que recordar, cada mañana, el evento de nuestro bautismo y, sumergiendo en esas aguas nuestras manos, repetir interiormente, en oración, el Effatá bautismal: “¡El Señor Jesús, que hizo oír a los sordos y hablar a los mudos, me conceda escuchar hoy su palabra y profesar mi fe, para alabanza y gloria de Dios Padre!”

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


Otros comentarios

Domingo XXII ordinario. Año B

Este pueblo me honra con los labios

Año B – Tiempo Ordinario – 22º domingo
Marcos 7,1-23: Del corazón salen los propósitos de mal

“Los fariseos y algunos maestros de la Ley llegados de Jerusalén se reunieron con Jesús y observaron que algunos de sus discípulos comían los alimentos con las manos impuras, es decir, sin lavárselas. Es que los fariseos, y los judíos en general, no comen sin antes lavarse cuidadosamente las manos, aferrándose a la tradición de los antepasados, ni comen lo que traen del mercado sin antes purificarlo. Y también se aferran por tradición a otras muchas costumbres como la purificación de vasos, jarros y ollas.

Por esto los fariseos y maestros de la Ley preguntaron a Jesús: “¿Por qué tus discípulos no siguen la tradición de los antepasados y comen los alimentos sin purificarse las manos?” Jesús les respondió: “Bien profetizó Isaías de ustedes, hipócritas, tal como afirman las Escrituras: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me dan culto, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos. Dejan de lado el mandamiento de Dios por aferrarse a la tradición de los hombres”.

Escúchenme todos y entiendan. No hay nada afuera del hombre que, al entrar en él, pueda hacerlo impuro; lo que lo hace impuro es lo que sale de él… Porque del interior, del corazón de los hombres, salen las malas intenciones, lujuria, robos, asesinatos, adulterios, codicias, maldades, engaño, desenfreno, envidia, blasfemia, arrogancia, insensatez. Todas esas maldades salen del interior del hombre y lo hacen impuro”. (Marcos 7, 1-8, 14-15, 21-23)

Los escribas y fariseos de Jerusalén eran seguramente considerados los más importantes y los que ocupaban los principales lugares en la comunidad religiosa judía. En contra de ellos Jesús había puesto en evidencia las contradicciones en que vivían y el mal ejemplo que daban. En lugar de ser pastores buenos que guiaran a la comunidad al encuentro con Dios a través de la observancia de la Ley, ellos habían creado toda una serie de normas y de costumbres imposibles de cumplir para poder vivir una verdadera relación con Dios.

El gran reproche de Jesús contra estos grupos encargados del Templo de Jerusalén era la vida doble que habían adoptado dando un mal ejemplo y en muchos casos siendo motivo de escándalo para quienes querían vivir auténticamente su fe.

El malestar que producía el comportamiento de los escribas y fariseos procedía de la incoherencia en que vivían y presentaban su experiencia religiosa. Dicen honrar a Dios con la boca, pero tienen el corazón lejos de él.

Por esta razón, Jesús les echa en cara su hipocresía pues eran muy hábiles, muy listos, para pronunciar bellos discursos y hablar en nombre de Dios, pero luego su estilo de vida no era para nada coherente con lo que predicaban. Siendo los calificados conocedores de la Ley habían acabado sustituyéndola con sus tradiciones. No les importaba cumplir la voluntad de Dios y buscaban sus intereses personales.

En ese contexto, los escribas y fariseos venidos desde Jerusalén pretendían poner a prueba a Jesús y a sus discípulos reprochándoles el no observar las normas de purificación para poder acercarse a las cosas de Dios. Para ellos lo exterior y lo superficial se había convertido en lo principal y prioritario.

El problema era poder marcar los límites entre lo puro y lo impuro, lo permitido y lo prohibido, lo aceptable y lo inaceptable en lo que se refería a la práctica religiosa.

Les importaba establecer claramente sus normas y costumbres y ya no tanto lo que estaba escrito en la Ley que Dios les había dado a través de Moisés.

El culto y sus celebraciones se habían convertido en algo puramente ritual, vacío de contenido en donde lo importante era lo aparente y no lo profundo, lo esencial. Lo importante eran los sacrificios y las ofrendas puestas sobre el altar, sin que eso tuviera un efecto inmediato en sus vidas.

Jesús explica con claridad que lo importante en la relación con Dios no está tanto en lo que se pueda o no hacer o lo que se pueda ofrecer. Lo importante es lo que brota del corazón, lo que lleva a la entrega personal, a la donación de sí mismos.

De nada sirve llegar hasta el altar con bellas ofrendas si el corazón está cargado de experiencias y realidades que manifiestan lejanía del camino propuesto por el Señor.

De nada sirve vivir apostándole a la apariencia, el cumplir con todas las normas, tradiciones y costumbres si el corazón se mantiene alejado del amor verdadero que implica entrega y sacrificio de nosotros mismos.

Jesús recuerda, y nos recuerda también a nosotros, que no hay nada en este mundo que pueda llevarnos a vivir alejados de él. No es lo que nos llega de fuera lo que nos puede bloquear el camino hacia la santidad.

Es lo que sale de nuestro corazón, lo que, por nuestra falta de fe, de entrega, de confianza y de abandono en el Señor dejamos que se convierta en guía para nuestros pasos y acabamos apostándole a lo que nos esclaviza y nos impide vivir en plenitud.

Muchas veces, con cierta facilidad, consideramos que Dios es el autor de los males y del sufrimiento que vemos tan cerca de nosotros y nos preguntamos ¿en dónde está Dios y por qué permite tanto dolor y sufrimiento?

Descargamos fácilmente la responsabilidad que nos corresponde en el mal que provocamos cuando dejamos que de nuestro corazón desordenadamente intenta crear un mundo en donde Dios no está presente o en donde lo queremos ausente y nos negamos la posibilidad de vivir una sana relación con él y con los demás.

Este pequeño texto del Evangelio nos lleva sabiamente a entender mejor que lo importante en nuestras vidas no está en ser impecables observantes de las leyes que nos rigen en la comunidad, sino lo importante está en cultivar dentro de nosotros un corazón en donde brote la bondad, la caridad, la fe y todos los valores que Jesús nos ha enseñado con el ejemplo de su vida.

Se trata de una palabra que nos invita a la coherencia y a la honestidad con nosotros mismos, aceptando vivir haciendo el esfuerzo para que nuestras palabras y nuestras obras correspondan y nos permitan vivir en la verdad.

Es una palabra que nos cuestiona y nos ayuda a entender que no es suficiente vivir nuestra práctica religiosa como algo que cumplimos, por costumbre, porque así hemos hecho toda la vida.

Es una invitación que nos provoca para que no nos quedemos atrapados en nuestras viejas tradiciones y que nos demos cuenta de que la fe es ante todo un compromiso que nos mueve a dar razón de nuestras creencias a través de los ejemplos de vida que podemos dar.

No se trata de rechazar nuestras sanas tradiciones, sino de ubicarnos en ellas recuperando los muchos valores que nos han heredado tantos hermanos nuestros que han vivido como auténticos cristianos llevando una vida fiel al evangelio vivido en los detalles más ordinarios del caminar cotidiano. Pidamos al Señor la gracia de honrarlo más con el corazón y menos con los labios.

P. Enrique Sánchez G., mccj


La ecología del corazón

Después de cinco domingos en los que hemos leído el capítulo sexto del evangelio de San Juan, hoy retomamos el recorrido de San Marcos, desde el capítulo séptimo en adelante. El pasaje del evangelio ha sido un poco fragmentado para hacerlo más breve. Sería conveniente tener en cuenta el texto completo (7,1-23).

Podríamos decir que el tema central que emerge de las lecturas es la Palabra de Dios. Esta Palabra nos ha generado, ha sido plantada en nosotros y, acogida con docilidad, está destinada a dar fruto, dice Santiago en la segunda lectura (St 1). Pero, ¿qué relación hay entre la Palabra y las “leyes y normas” de las que habla Moisés en la primera lectura (Dt 4), y las tradiciones de las que los fariseos y escribas se hacen defensores? Jesús responde a esta cuestión en el pasaje del evangelio de hoy.

Una delegación de fariseos y escribas había sido enviada desde Jerusalén para controlar la ortodoxia de este Jesús Nazareno, que se había hecho famoso y que muchos consideraban un profeta (Mc 6,14-15). Estos ven que algunos de sus discípulos comen con “manos impuras”, es decir, no lavadas, se escandalizan e interrogan a Jesús al respecto. Jesús los reprende llamándolos hipócritas, citando al profeta Isaías: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”. Cuidan lo exterior, pero descuidan lo interior. Sí, tienen las manos puras, pero el corazón impuro. Jesús concluye su denuncia profética afirmando: “Anulan la palabra de Dios con su tradición” (v. 13).

Puntos de reflexión:

1. La conversión de la mirada. La cuestión de la pureza ritual era muy sentida en el tiempo de Jesús. Grupos “puritanos” habían adoptado ciertas normas que solo concernían a los sacerdotes. En sí, la intención era hacer presente a Dios en cada mínima acción cotidiana. Pero, en la raíz de esta mentalidad, había una visión distorsionada de la realidad, dividida entre personas y cosas puras e impuras, entre sagrado y profano, dos mundos incomunicables.
Jesús vino a derribar este muro de separación. Él restaura la mirada de Dios sobre la creación: “Y Dios vio que era bueno” (Gn 1). Esta mentalidad de dividir el mundo en dos no ha desaparecido. Es más, se podría decir que está muy vigente. Se manifiesta en nuestro lenguaje (“nosotros” y “ellos”), en la división entre buenos y malos, en la desconfianza hacia lo diferente, en las barreras que erigimos en nuestras relaciones, en las fronteras entre los pueblos… El Señor nos invita a la conversión de nuestra mirada para reconocer lo bello y lo bueno sembrado en todas partes por su Espíritu.

2. La Palabra viva se encarna en la palabra transitoria. ¿Qué relación hay entre la Palabra de Dios y las “leyes y normas” de las que habla Moisés en la primera lectura, a las que no se debe “añadir ni quitar nada”? Se trata de una cuestión siempre actual: la relación entre Palabra y tradición, entre lo que es esencial y lo que es secundario, entre lo que es perenne y lo que es transitorio. “La Palabra del Señor permanece para siempre” (1P 1,25). La Palabra divina es inmutable, pero también es una realidad viva (Hb 4,12) que se encarna en una palabra humana pasajera. La escritura es un modo de captar la palabra humana, efímera, y darle cierta estabilidad, poniéndola por escrito, para no perderla. Se trata de una operación que en informática se dice “guardar” (to save).
Pero la cultura, la mentalidad, la sensibilidad y el lenguaje cambian, según los tiempos, los espacios y las culturas. Para hacerla accesible, legible y comprensible, es decir, actual, hay que “convertirla” (to convert) en una forma y lenguaje actualizados. ¿Cómo hacerlo y con qué criterios? “La caridad es el único criterio según el cual todo debe hacerse o no hacerse, cambiarse o no cambiarse”, dice el beato Isaac de la Estrella (abad cisterciense del siglo XII).

3. La ecología del corazón. Jesús nos invita a cuidar el corazón, es decir, nuestra interioridad, de donde provienen todas las impurezas. Jesús enumera doce, un número simbólico para indicar la totalidad. Si el corazón está contaminado, deseos, pensamientos, palabras y acciones resultarán contaminados. Hoy somos particularmente sensibles a la contaminación del ambiente y a la polución del planeta. Se necesitaría una atención similar a nuestro “planeta” interior.
La ecología del corazón, es decir, el cuidar de nuestro mundo interior, implica, antes que nada, cultivar la conciencia para reconocer las ideas y emociones tóxicas que pueden contaminar nuestro corazón, como el orgullo, la ira, la envidia, los celos… Sin la debida atención, nuestro corazón puede convertirse en un “vertedero de impurezas”, nuestras y ajenas. El recurso regular al sacramento de la penitencia nos ayuda a liberarnos de estas impurezas. Pero no basta con despejar el corazón. Hay que convertirlo en un jardín. El Jardinero es el Espíritu que, especialmente en la escucha de la Palabra y en la oración, siembra y hace germinar en nosotros las semillas de todo bien. Solo así podemos tener las “manos inocentes y corazón puro” de los que habla el salmista (Sal 24,4).

P. Manuel João Pereira Correia, mccj

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Domingo XXI ordinario. Año B

¿También ustedes quieren irse?

Año B – Tiempo Ordinario – 21º domingo
Juan 6,60-69: “¿También ustedes quieren irse?”

“Muchos discípulos de Jesús que lo habían oído decían: “¡Es dura esta enseñanza! ¿Quién puede aceptarla?”. Dándose cuenta de que sus discípulos murmuraban, Jesús les preguntó: “¿Esto los escandaliza? Entonces, ¿qué sucederá cuando vean al Hijo del Hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es el que da vida la carne de nada ayuda. Las palabras que les he dicho son espíritu y vida. Pero hay algunos entre ustedes que se niegan a creer”. Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba a entregar. Y añadió: ”Por esto les he dicho que nadie puede venir a mí si no se lo concede el Padre”.

Desde ese momento, muchos de sus discípulos lo abandonaron y no andaban más con él. Entonces Jesús preguntó a los Doce: “¿También ustedes quieren irse?”. Simón Pedro le contestó: “Señor, ¿a quién iremos? ¡Tú tienes palabras de vida eterna! Nosotros hemos creído y reconocido que tú eres el Santo de Dios”.

Parece que la historia de nuestra relación con Dios se repite siempre. En el Antiguo Testamento Josue interpeló al pueblo de Israel llamándolo a dar una respuesta a la pregunta si querían estar con el Señor o preferían irse a adorar a los ídolos que iban encontrando en su camino a la tierra prometida.

En aquella ocasión la respuesta fue el reconocimiento de Dios como el Señor de Israel, quien los había sacado de la esclavitud y les había permitido tomar posesión de la tierra que hacía de ellos un pueblo, el pueblo de Dios.

En el texto del Evangelio, muchos discípulos se fueron alejando de Jesús, porque les parecía que su propuesta era demasiado exigente. Era una dura enseñanza que seguramente implicaba un estilo de vida distinto a lo que estaban acostumbrados.

Quienes empezaban a conocer a Jesús de cerca se iban dando cuenta de que su enseñanza no era una simple adaptación de la ley o la atenuación o relajamiento de algunas de las costumbres y tradiciones que se habían consolidado en la experiencia religiosa de su tiempo.

El anuncio de la llegada del Reino, como la novedad traída por Jesús, implicaba un cambio radical de vida en donde lo más importante no era agradar y complacer a Dios, sino vivir de Dios poniéndolo en el centro de la vida.

La enseñanza de Jesús se iba haciendo clara, sobre todo, a través del ejemplo de su vida, de la coherencia entre lo que decía y lo que vivía, del amor por su Padre que se traducía en amor por los hermanos.

Jesús hablaba con su vida y actuaba en fidelidad y consecuencia a cada una de sus palabras.

Jesús era una persona sin doblez en la cual se manifestaba, sin necesidad de muchas explicaciones, la presencia de Dios en él. Y su testimonio se convertía en invitación a seguir sus pasos para compartir con él la vida.

Hoy, esa historia se convierte en nuestra historia y Jesús nos hace la misma pregunta que hizo a sus discípulos. ¿También ustedes quieren irse? ¿También a ustedes les parece demasiado dura esta enseñanza?

Para muchos de nuestros contemporáneos parece que la respuesta es afirmativa.

Vemos a muchas personas que iniciaron su vida como discípulos de Jesús, pero poco a poco se han ido enfriando y han ido dejando que su corazón se apoderara o se llenara de otros intereses.

Jesús empezó a ser incómodo porque nos pide tiempo para estar con él, porque nos invita a organizar nuestra vida poniendo como cimientos los valores del evangelio, porque nos pone el ejemplo con su entrega y dedicación a los más necesitados, porque no se echa para atrás ante el sacrificio y la donación de sí mismo, de su vida, para que otros tengan vida.

Hay muchas personas que se alejan de la Iglesia y de Jesús porque les parece que se les exige vivir una moral y una coherencia de vida que desentona con lo que propone nuestra sociedad actual. Es demasiado y ¿por qué habría que renunciar a la comodidad y al confort que hemos logrado?

Por otra parte, es triste ver cuántos jóvenes hoy, después de haber cumplido con los sacramentos de la iniciación, se quedan a la entrada de su experiencia de fe porque en las universidades les cambiaron el chip y les hicieron creer que la fe es algo que ha quedado en el pasado.

Hay muchos cristianos, y entre ellos seguramente también algunos de nosotros, que en el momento de dar prueba de nuestra confianza en el Señor nos hemos acobardado y preferimos ser discípulos desde la retaguardia, en donde no estemos muy expuestos y en donde no se nos pidan muchos sacrificios.

Preferimos ser los discípulos que aparecen sólo en las grandes ocasiones o que marcar presencia en bodas, quince años o en algunos funerales.

Hay discípulos que están, sin estar verdaderamente, que se han acercado al Señor, pero que no se han atrevido a quedarse porque resulta más confortable acomodarse a un mundo en donde cada uno va creando y respondiendo a sus necesidades.

Son los discípulos que se van sin hacer mucho ruido, porque en realidad nunca han entrado.

¿También ustedes quieren irse? Esta es la pregunta de Jesús a cada uno de nosotros, pero, tal vez, lo que necesitamos interrogarnos es ¿por qué queremos quedarnos?

¿Qué es lo que encontramos en Jesús que nos impide abandonarlo? ¿Qué nos ofrece que no podamos encontrar en otra parte?

Pedro se nos adelantó dando una respuesta que no está cargada de explicaciones ni de grandes motivaciones. Simplemente dejó que su corazón hablara para mostrar que en Jesús había encontrado lo que más profundamente anhelaba.

Deseaba vivir plenamente, deseaba descubrirse como hijo de Dios; soñaba encontrar una palabra que respondiera a la necesidad de otra Palabra, de aquella Palabra que se había hecho carne para ser presencia de Dios entre nosotros.

¿A quién más se podría ir, cuando a través de muchos signos y prodigios, pero sobre todo, a través de una presencia cercana, de una vida compartida, Jesús se  había manifestado como el Mesías, el único capaz de terminar con los miedos y desconfianzas?

Jesús era y sigue siendo la Palabra que nos comunica la vida eterna, que nos hace salir de nuestros mundos estrechos y nos abre al amor verdadero y solidario con todos nuestros hermanos.

¿A quién iremos Señor? Es la pregunta que no deberíamos eludir. ¿A quién iremos si queremos respuestas que nos abran espacios de vida? ¿A quién iremos si buscamos vivir como discípulos tuyos?

¿A quién iremos si sólo tú tienes palabras de vida eterna?

Enrique Sánchez G. Mccj 082524


21º Domingo del Tiempo Ordinario (B)
Juan 6,60-69: “Señor, ¿a quién iremos?”
¡EL DÍA DEL GRAN ESCÁNDALO!

Hemos llegado al final del capítulo 6 del evangelio de Juan, que hemos escuchado durante cinco domingos, interrumpiendo la lectura del evangelio de Marcos, prevista por el calendario litúrgico de este año. El pasaje de hoy nos presenta la reacción de los discípulos de Jesús al discurso que él acababa de concluir en la sinagoga de Cafarnaúm, al día siguiente del milagro de la multiplicación de los cinco panes y dos peces. Ya no se habla de la multitud o de los judíos, sino del grupo de discípulos que toman posición frente a la afirmación de Jesús de ser el Pan/Palabra y el Pan/comida y bebida descendido del cielo.

El pasaje se divide en dos partes. En la primera, encontramos al grupo de sus seguidores que murmura: “¡Este lenguaje es duro! ¿Quién puede escucharlo?”. Estos discípulos se escandalizan y deciden marcharse. En la segunda parte del texto, Jesús interpela al grupo de los Doce, preguntándoles: “¿También vosotros queréis iros?”. San Pedro se convierte en el portavoz del grupo y responde: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna y nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Santo de Dios”.

Este es un momento dramático de crisis en el ministerio de Jesús, que corresponde al de su fracaso en Nazaret, reportado por los tres evangelios sinópticos. Allí Jesús había reaccionado con asombro, aquí con amargura. ¡No creamos que Jesús fuera indiferente o insensible a las reacciones de sus oyentes! Él también experimentó todos nuestros sentimientos. En este caso, podemos pensar que sintió tristeza, frustración y amargura por la cerrazón de corazón de los oyentes.

¿Qué decir de los Doce? Es la primera vez que aparece el grupo en el evangelio de Juan. Quizás ni siquiera ellos entendieron mucho y una mezcla de pensamientos y sentimientos llenó de confusión sus mentes y sus corazones. Pedro habla aquí por primera vez y con su profesión de fe ayuda al grupo a recuperar la cohesión. Pero nada será como antes. Además de la incredulidad y el abandono de muchos, ahora flota sobre el grupo la negra nube del anuncio de una traición.

Puntos de reflexión

1. “¡Elegid hoy a quién servir!” Hay momentos en que estamos obligados a tomar una decisión y a jugar nuestra vida. “¡Elegid hoy a quién servir!”, dice Josué a las doce tribus reunidas en Siquem (Josué 24, primera lectura). “¿También vosotros queréis iros?”, pregunta Jesús a los Doce. Nosotros, lamentablemente, a veces tendemos a posponer nuestras decisiones y a avanzar con un pie en dos zapatos, tratando de mantener abiertas todas las posibilidades. ¡Pero quien quiera salvar su vida, la perderá!

2. “¡Aunque todos te abandonen, yo nunca te abandonaré!” Llama la atención el hecho de que Jesús esté dispuesto a dejar ir incluso al grupo de los Doce y a retomar la misión solo. Solo, pero sólido. En el momento supremo dirá: “Me dejaréis solo; pero no estoy solo, porque el Padre está conmigo” (Juan 16,32).
En este momento histórico en que la fe cristiana ya no goza del consenso social, cuando se cumple, una vez más, la palabra del evangelio: “Muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él”, necesitamos cristianos sinceros y generosos como Pedro. Dios quiera que, a pesar de la aguda conciencia de nuestra fragilidad, podamos decir como él, en un arranque de confianza simple como la de un niño: “¡Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré!” (Mateo 26,33).

P. Manuel João Pereira Correia, mccj

Para la reflexión completa: comboni2000.org

15 de Agosto: Asunción de María

Bendita eres tú entre las mujeres.

“En esos días, María partió y se fue rapidamente a la región montañosa, a una ciudad de Judá, entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Cuando Isabel oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno, Isabel quedó llena del Espíritu Santo y, exclamando con voz fuerte, dijo: “¡Bendita eres tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre! ¿Cómo es que viene a mí la madre de mi Señor?” (Lucas 1, 39-56)

Celebramos hoy la Asunción de María a los cielos y festejamos llenos de alegría esta gran solemnidad, pues nos unimos a toda la Iglesia que reconoce a María como madre única y extraordinaria en quien hemos recibido el don más bello que se nos haya concedido.

María es la madre del Señor y es madre nuestra, pues, a los pies de la cruz, Jesús mismo nos la ha entregado como herencia, como lo más valioso que podía dejarnos para que pudiésemos seguir en el camino de nuestro peregrinar terreno en buena compañía como discípulos suyos.

Ella, que había sido elegida desde la eternidad para ser la madre del Verbo de Dios hecho carne como uno de nosotros.

Ella, que abrió su corazón al misterio de Dios, convirtiéndose en la primera creyente y discípula de su hijo. Se convierte ahora en maestra de los que deseamos seguir a Jesús como aprendices de discípulos y misioneros de su presencia en nuestro mundo.

Ella, que lo acompañó discreta, pero fielmente hasta el sepulcro. Desde su sencillez nos enseña a amar a su Hijo más con los hechos que con las palabras.

Ella, la primera que se presentó como testigo de la resurrección. Con su silencio nos enseña el lenguaje de la esperanza, de la confianza y del amor.

Ella es y será siempre la mejor madre que pudimos haber recibido como don de Dios. Ella es la que nos transmite la vida de su Hijo llevándonos de la mano a través de la experiencia de la fe que nos reta a vivir confiando.

El evangelio de este día nos la presenta en camino, presurosa, seguramente llena de alegría porque va llena del Espíritu Santo y no puede contener la felicidad que lleva en su vientre y en su corazón.

Va de prisa porque la misión, la tarea de compartir con otros la Buena Noticia ha sido y sigue siendo algo urgente que no puede esperar.

Ser la madre del Salvador es algo que se tiene que gritar hasta los rincones del universo, no porque se trata de un privilegio, sino porque ha sido lo más bello que pudo haber hecho nuestro Padre Dios para ocupar un lugar entre nosotros.

María, habiendo dado su respuesta y luego de haber aceptado el plan de Dios en su vida, sale de su tierra y sale de ella misma convirtiéndose en anunciadora y en discípula del Señor que llena toda su vida.

Así es siempre, cuando el Espíritu de Dios llena los corazones, ya no hay lugar para quedarse tranquilos; ya no se puede vivir encerrados en sí mismos, ya no se puede contener la alegría que se lleva dentro.

La madre del Señor corre por las montañas de Judea y va al encuentro de quien más la necesita. Va a ponerse al servicio de los demás, va a contagiar la felicidad que lleva consigo; va a compartir la vida con quienes más lo necesitan.

Y así, sin muchas palabras, María vive su rol de madre. Así, custodia la vida que lleva en su seno y se entrega para que otros tengan la misma oportunidad de vivir en plenitud.

Ella es la madre que se entrega a través de un servicio que permanece discreto, que no busca protagonismos, que produce júbilo en el corazón de los demás.

Dichosa tú entre todas las mujeres, son las palabras de Isabel, pero son también las palabras de todos aquellos que nos sentimos felices de tener a María como madre.

Nos sentimos dichosos con ella porque teniéndola por madre compartimos con ella el don de su vocación y el ejemplo de su respuesta de fe generosa. Nos sentimos honrrados por compartir su compañía y su cercanía a cada paso de nuestro peregrinar por este mundo.

Nos sentimos dichosos por saberla ahí, tan cercana y tan solidaria en los momentos de obscuridad, de dificultad y de cansancio. Nos regocija el alma cuando podemos compartir con ella nuestros logros y nuestras metas.

Ella  está siempre ahí, como buena y santa madre, como madre de Dios y madre nuestra.

Creo que también a nosotros nos nace espontáneamente decir:  “¡Bendita eres tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre! “ porque sólo podemos decir cosas buenas de María. Sólo podemos reconocer lo favorecida que ha sido por Dios, quien supo escogerse la mejor de las madres.

Viéndola subir a los cielos reconocemos que ahí es en donde merece estar, en cuerpo y alma, porque nos ha enseñado cómo tendríamos que entregar nuestro corazón para que Dios pueda realizar en nosotros todos sus proyectos; porque, como a María, también a nosotros nos llama y nos ama.

María es llevada al cielo, pero tenemos la certeza de que no nos abandona. Su presencia es aún más cercana y su protección más sentida.

Que la Asunción de María nos recuerde siempre que tenemos una madre que nos cuida y nos protege, nos guía por senderos seguros de vida y vela por cada uno de nosotros, pues, como buena madre nunca agotará su amor por los hijos que esperamos un día poder gozar de su compañía por toda la eternidad en donde Dios la ha colocado al final de sus días.

Gracias, María, por ser madre y señora, por ser presencia amable de Dios, quien por tu medio ha querido quedarse entre nosotros.

P. Enrique Sánchez G. Mccj

Domingo XIX ordinario. Año B

¡Levántate, come y camina!

Año B – Tiempo Ordinario – 19º domingo
Juan 6,41-51: “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo”

Estamos en el tercer domingo de la lectura del capítulo sexto del evangelio de Juan, sobre el discurso de Jesús sobre el pan de la vida, después de la multiplicación de los panes. Después de hablar del pan misterioso dado por el Padre, Jesús ahora revela que ese pan es él mismo. Tal vez nos resulte un poco difícil seguir la reflexión que San Juan pone en boca de Jesús. No se trata de un relato lineal, como hacen los otros evangelistas. Da la impresión de que el evangelista repite las mismas cosas. En realidad, Juan avanza en espiral, retomando conceptos e ideas para profundizar en el discurso. En este “progreso en espiral” podemos notar tres cambios en el pasaje de hoy.

1. Cambio de interlocutores

El domingo pasado fue la MULTITUD la que dialogaba con Jesús, acerca del signo del Pan. A pesar de la dificultad para ir más allá del interés por el pan material, la gente mostró cierta disposición a dialogar con Jesús, pidiendo explicaciones y formulando una oración a su manera: “Señor, danos siempre este pan”, a la que Jesús respondió: “¡Yo soy el pan de la vida!”

MURMURADORES. Hoy ya no se trata de la multitud, sino de los JUDÍOS. ¿Quiénes son estos “judíos”, ya que estamos en Cafarnaún, en Galilea, y ellos conocen los orígenes de Jesús? Juan, en su evangelio, cuando habla de “judíos” no se refiere a los habitantes de Judea, sino a los adversarios de Jesús, especialmente a los líderes religiosos, aquellos que rechazan su mensaje y lo condenarán a muerte. Estos “judíos” no dialogan con Jesús, sino que murmuran entre ellos contra él. El evangelista introduce aquí el tema de la murmuración del pueblo de Israel en el desierto, contra Dios y contra Moisés.

Juan nos hace reflexionar sobre los “judíos” que existen dentro de la comunidad eclesial (y en nosotros mismos) que, desde el rechazo de la Palabra, pasan a la murmuración, que es una velada justificación de su propia “cardioesclerosis”. Si la murmuración de los chismes es dañina, la murmuración “espiritual” es mucho más peligrosa, porque nos encerramos en nuestro propio pensamiento y mentalidad, impermeables a cualquier novedad. Desafortunadamente, estos “murmuradores” abundan y son muy activos en la Iglesia de hoy. Antes de juzgar a los demás, sin embargo, busquemos desenmascarar al “murmurador” que hay en cada uno/a de nosotros.

2. El origen de Jesús

Un nuevo tema de discusión es introducido por los judíos, el de los orígenes de Jesús: “Los judíos comenzaron a murmurar contra Jesús porque había dicho: ‘Yo soy el pan bajado del cielo’. Y decían: ‘¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo puede decir: “He bajado del cielo”?'”. Para ellos, “el pan bajado del cielo” es la Torá, transmitida por Dios a través de Moisés. No pueden concebir que la Palabra pueda “hacerse carne” en un hombre, en “Jesús, hijo de José”. ¿Cómo es posible? se preguntan entre ellos. Nos encontramos ante el misterio de la encarnación, que es el “evangelio” del cristiano, pero siempre ha sido una piedra de tropiezo para el hombre “religioso” y un escándalo para las “religiones del Libro”, judíos y musulmanes.

¿CÓMO ES POSIBLE? A esta pregunta de los judíos de ayer y de hoy, Jesús responde de una manera que nos desconcierta: “¡Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado!” ¡Pero entonces la fe en Jesús es pura gracia, dada a algunos y negada a otros! No puede ser así, porque “Dios no hace acepción de personas” (Hechos 10,34). La gracia es ofrecida a todos, pero debe ser pedida y recibida humildemente. Es un don, no una conquista nuestra.

Esta pregunta “¿Cómo es posible?” es una exclamación frecuente para manifestar sorpresa y asombro, pero también duda e incredulidad. Incluso en el ámbito de la fe nos hacemos esa pregunta respecto a eventos que parecen poner en tela de juicio la presencia de Dios en nuestra vida y en nuestro mundo. Jesús nos dice: “No murmuren entre ustedes”, pero no nos impide hacernos preguntas y pedir explicaciones. Una fe que no se cuestiona fácilmente puede convertirse en un fundamentalismo que lleva a una mentalidad de atrincheramiento y psicosis de persecución. Un sano cuestionamiento (no estamos hablando de la duda sistemática de la desconfianza) nos pone en diálogo con todos, como compañeros de camino de cada hombre y mujer. Pero, ¿cómo conjugar esto con la fe? La Virgen María, con la pregunta dirigida al ángel: “¿Cómo es posible?”, nos dice que esa pregunta es legítima si se hace para hacer más consciente nuestro “sí”, nuestro “fiat”. ¡También se puede “dudar en plena certeza”! (Cristina Simonelli).

3. Comer el pan, comer su carne

Hasta ahora, Jesús se ha limitado a hablar de sí mismo como el pan bajado del cielo. Ahora introduce el verbo comer: “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si alguien come de este pan vivirá para siempre, y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (v. 51). Este versículo, que se retomará el próximo domingo, nos introducirá finalmente en el discurso sobre la eucaristía. Comer el pan que es su persona, su palabra y su carne se convierte en la condición para tener en nosotros la vida eterna.

¡LEVÁNTATE, COME Y CAMINA! La primera lectura y el evangelio giran en torno al “comer” y nos invitan a preguntarnos de qué alimentamos nuestra vida. Se habla de tres tipos de pan: el pan del maná que alimenta por un día, el pan de Elías que alimenta por cuarenta días y el pan que es Jesús, que alimenta para siempre. La primera lectura (1Reyes 19,4-8), que nos relata la crisis del profeta Elías, perseguido a muerte por la reina Jezabel, es de una belleza extraordinaria. Por un lado, nos muestra la debilidad del gran profeta que había desafiado solo a los 400 profetas de Baal, una debilidad que lo hace similar y cercano a nosotros. Por otro lado, nos muestra la ternura de Dios, que no reprocha a su profeta, sino que le envía a su ángel, dos veces, para reanimarlo y ponerlo nuevamente en camino hacia el monte Sinaí, donde el Señor lo espera. Este es nuestro Dios, que se acerca a cada uno/a de nosotros en los momentos de prueba, de crisis y de desánimo para reanimarnos: “¡Levántate, come, porque el camino es demasiado largo para ti!”

P. Manuel João Pereira Correia, mccj
Verona, 8 de agosto de 2024


Yo soy el pan que bajó del cielo

“Los judíos murmuraban porque había dicho: “Yo soy el pan que bajó del cielo”. Y decían: “¿No es este Jesús, el hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: “He bajado del cielo?”… Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre, que me envió, y yo lo resucitaré en el último día… No es que alguien haya visto al Padre; el único que lo ha visto es aquel que viene de Dios. Les aseguro que el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de vida…Este es el pan que baja del cielo para que quien lo coma no muera. El que coma de este pan vivirá para siempre, y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”. (Juan 6, 41-51)

Escuchando estas palabras del Evangelio nos dan ganas de decir: ¡ah, más de lo mismo!, puesto que durante los últimos domingos se nos ha estado presentando el discurso de Jesús sobre el pan que da la vida.

En esta última parte del capítulo 6 de san Juan escuchamos cómo Jesús insiste en la necesidad de que sus discípulos lo lleguen a entender y a aceptar como el enviado del Padre, el único en quien se puede tener vida plena.

Los judíos murmuraban y consideraban inaceptables las palabras de Jesús, aunque habían visto grandes signos, especialmente cuando había multiplicado los panes y había dado de comer a multitudes.

Ellos seguían en su mundo, en sus tradiciones y en sus costumbres; en aquello que representaba una seguridad y, en cierto modo, una comodidad, en lo conocido y aceptado por todos desde hacía mucho tiempo.

La manera más fácil de proteger sus convicciones aparece en esta lectura en la incapacidad de abrirse a la novedad que representa Jesús con sus palabras y con su ejemplo de vida. Era más fácil decir que él era uno más, uno entre muchos de los mortales, que no molestan y dejan, aparentemente, vivir en paz.

Por una parte dicen conocer a Jesús y están seguros de poder identificar sus orígenes, pero en realidad no lo han reconocido en su verdadera identidad como Hijo de Dios, como el Mesías, como aquel en quien Dios se da a conocer.

Si realmente lo conocieran, deberían haberse dado cuenta de que Jesús era el Hijo de Dios, quien, acercándose a ellos, les permitía conocer al Padre.

Pero aparecen ante Jesús como personas que tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen, el entendimiento lo tienen lleno de tinieblas y el corazón endurecido en su incapacidad de abrirse a la novedad de Dios.

Es la misma situación de muchos de nosotros que vivimos aturdidos por nuestros pequeños problemas, por nuestras necesidades pasajeras, por nuestras incapacidades de salir de nosotros mismos, por nuestras visiones estrechas de la realidad, por nuestras exigencias egoístas de confort y de seguridad.

Por su parte Jesús no condena, simplemente pone en evidencia la falta de fe y  recuerda que acercarse a Dios no es algo que se alcanza con los esfuerzos y propósitos personales. El camino que lleva al Señor empieza siempre en sentido contrario al nuestro, es él quien nos busca. Es él quien se pone en marcha par venir a nuestro encuentro.

Se trata de un don que se recibe gratuitamente por medio del reconocimiento de Jesús como enviado de Dios, como el Mesías.

Esta es la experiencia de fe que también hoy nosotros estamos llamados a vivir y no siempre nos resulta fácil, aunque hayamos nacido en un ambiente en donde creer podría parecernos algo normal y espontáneo.

Y este es uno de los retos más grandes con los que muchos de nuestros contemporáneos se confrontan, pues creer en Jesús hoy para muchas personas es algo que está completamente fuera de sus intereses.

Reconocer a Jesús como Hijo de Dios y como camino y posibilidad de encontrarnos con ese Dios que nos ha amado, pensado y llamado, para muchas personas hoy no tiene sentido, porque han sacado a Dios de sus vidas.

Jesús es un personaje, al menos para los que tienen la oportunidad de oír hablar de él, que se pierde entre la multitud de tantas figuras que aparecen y desaparecen en nuestra sociedad.

Con nuestras palabras, y más todavía con nuestras actitudes, acabamos por decir que Jesús es el hijo del carpintero y que no hay nada de extraordinario en él, pues al fin y al cabo se ha presentado como uno de nosotros.

De ahí la importancia de pedir cada día el don de la fe, la gracia de ser capaces de creer, pues sólo con esa bendición Jesús se convierte en alguien importante y especial en nuestras vidas.

Jesús es quien nos ayuda a reconocer la presencia de Dios en cada acontecimiento y en cada momento de nuestra existencia. Es él quien nos permite sentir como estamos en el corazón de nuestro Padre.

Y tener a Jesús, como garantía de la presencia de Dios en nosotros, significa darnos la posibilidad de estar en este mundo gozando de una calidad de vida que nos permite disfrutar de cada momento, de cada presencia, de todo lo que nos rodea, como dones gratuitos que no merecemos.

De alguna manera, eso es lo que significa tener vida eterna. No es la vida que hay que esperar que empiece luego del último latido de nuestro corazón. Es la vida plena que Dios nos ofrece, ya desde aquí y ahora, es la vida vivida como nos gusta decir ahora, disfrutada con sencillez y en los pequeños detalles de cada día.

Es la vida que nos viene al encuentro y no aquella tras la cual corremos desesperadamente, pretendiendo hacerla a nuestra medida y según nuestras exigencias.

Seguramente, estas palabras del Evangelio sí son más de lo mismo, porque Jesús nunca se cansará de venir a nuestro encuentro, nunca se enfadará ante nuestras indiferencias y apatías, nunca renunciará a la misión que nuestro Padre Dios le ha confiado. Y cada día estará ahí, sobre el altar, en cada eucaristía, para ofrecerse él mismo como pan que genera vida eterna en quienes abrimos nuestro corazón para recibirlo.

Él seguirá recordándonos que es pan, el único pan, que baja del cielo para convertirse en alimento de quienes van por este mundo tratando de encontrarse con el Padre.

Finalmente, reconocer a Jesús como el pan que contiene la vida eterna, puede ser una oportunidad para que empecemos a tomar conciencia del don de la vida que se nos va dando cada día.

Tal vez, será una ocasión para compartir lo que somos con quienes tenemos cerca, mientras los tenemos.

Podría ser un momento en el que, para decirlo con pocas palabras, abramos nuestro corazón al Señor para reconocerlo como el único que nos abre a la vida de Dios y a su amor eterno.

Ojalá que nunca nos cansemos de recibirlo en cada eucaristía como pan que se convierte en su carne para que nutridos de él tengamos vida eterna.

Enrique Sánchez G. Mccj

Domingo XVIII ordinario. Año B

El Pan de Vida

Año B – Tiempo Ordinario – 18º domingo

“...Les aseguro que ustedes me buscan no porque vieron signos, sino porque comieron pan hasta saciarse. No obren por el alimento que perece, sino por el alimento que permanece para vida eterna, el que el Hijo del hombre les dará…Yo soy el pan de vida. El que viene a mí nunca tendrá hambre, y el que cree en mí nunca tendrá sed”. (Juan 6, 24-35)

El texto que nos regala la liturgia en el evangelio de san Juan este domingo es la parte central del capítulo 6 en donde Jesús enseña a sus discípulos con las palabras que se refieren a él como pan de Vida.

El pan representa lo necesario para responder a una de las exigencias fundamentales de la vida de todo ser humano. Comer y nutrirse no es un lujo o algo de lo que podamos hacer a menos. Quien no come se debilita, se enferma y termina por morir.

Eso lo sabía muy bien la gente que seguía a Jesús y estaban contentos porque habían encontrado a alguien que, de manera extraordinaria, había dado respuesta a sus necesidades de alimento. Habían recibido el pan para cada día y más todavía, habían saciado el vacío de sus estómagos y reforzado la fragilidad de sus cuerpos.

Y, como dice el dicho popular: “¿a quién le dan pan que llore? En su primer encuentro con Jesús se habían quedado en lo superficial, en lo inmediato y pasajero.

Habían comido, pero volverían a tener hambre. Como la mujer samaritana, había encontrado a alguien que le prometía el agua necesaria para mantenerse viva cada día, pero no había entendido que estaba ante alguien que podía resolver  la necesidad de beber para siempre.

También aquella multitud de personas no habían dudado en recorrer grandes distancias esperando que Jesús volviera a hacer el milagro de multiplicar panes y pescados y qué bueno sería si todo aquello sucediera sin necesidad de hacer ningún esfuerzo.

Jesús que conoce las intenciones del corazón humano no se deja confundir y, con paciencia, va a ayudar a estas personas a darse cuenta que lo que los hace vivir no es lo que llena el estómago.

Hay algo más importante que consiste en entender que, así como necesitamos nutrir el cuerpo, no podemos descuidar el espíritu. Y el espíritu no se nutre con rebanadas de pan o pedazos de carne.

El ser humano no existe para responder a lo inmediato y a cada paso siente en lo profundo de su ser la necesidad de responder a su vocación de eternidad. Llenar el estómago satisface por un momento, pero el corazón nos exige siempre algo más que nos recuerda que hemos sido creados para vivir en plenitud.

Dios siempre ha sido generoso, providente y nunca ha descuidado a su pueblo. Lo nutrió en el desierto con el maná y carne para cada día, como nos lo recuerda el libro del éxodo, lo hizo entrar en una tierra que manaba leche y miel, lo bendijo siempre con abundancia.

Dios nunca se ha dejado ganar en generosidad y lo sigue haciendo con nosotros de muchas maneras.

Dios nos bendice con salud, con trabajo, con la presencia de personas que nos hacen sentir bien, que nos cobijan con su ternura y con su cariño, que nos toleran y nos aceptan con nuestros límites y debilidades; que nos ayudan a entender que no sólo vivimos de pan.

Jesús nos invita igualmente a trabajar no sólo por lo efímero y pasajero, sino que abramos nuestro horizonte, que salgamos de lo inmediato de nuestras vidas y de nuestras preocupaciones.

Nos invita a trabajar en la obra de Dios, creciendo en nuestra experiencia de fe, reconociendo a Jesús como el enviado del Padre, como la respuesta que se nos da a todas nuestras necesidades.

Jesús, el único pan verdadero, es él quien puede satisfacer el hambre de plenitud y de vida que nace de lo profundo de nuestro corazón. Él es el pan de vida que hace que nunca volvamos a tener hambre porque sólo él puede llenar el espacio vacío de nuestro anhelo de vida eterna.

Jesús es el pan que dura para siempre, que no perece como los panes en el desierto.

Él es el pan que se transforma en su cuerpo y en su sangre cada vez que celebramos la eucaristía. Es el alimento que nutre el alma, que conforta el espíritu, que llena de esperanza y de confianza nuestra mente, que empapa de alegría nuestro caminar de cada día.

Si tomamos conciencia de que en Jesús se nos otorga la necesario para tener vida plena, tal vez vamos a empezar un camino distinto que nos lleve a buscarlo no porque necesitamos resolver nuestras urgencias y nuestras dificultades.

Tal vez nos vamos a acercar a él porque puede darnos la fuerza para vencer nuestras debilidades. Nos puede liberar de nuestros miedos e inseguridades. Sin duda, nos hará sentir tranquilos y confiados ante las adversidades. Nos cambiará el corazón para no vivir esclavos de nuestro orgullo y de aquello que reconocemos como esclavitudes y pecados.

Tal vez nos acercaremos a él porque habremos entendido que estar con él es lo más bello que nos puede pasar y que es un gusto compartir lo que somos con alguien que sigue dando su vida para que no nos ahoguemos en nuestras necesidades.

P. Enrique Sánchez G. Mccj