Lugar de nacimiento: Zamora / México
Votos temporales: 
Votos perpetuos: 
Fecha de ordenación: 
Fecha de fallecimiento: 21/05/1975
Lugar de fallecimiento: Usila (México)

En la mañana del 21 de abril de 1975, llegó un lacónico telegrama desde Ciudad de México: “El novicio José Luis Cortés ha muerto en un accidente”. Al cabo de unos diez días, llegó una breve noticia: ¡se había ahogado! Los novicios habían comenzado su segundo período de noviciado, la experiencia misionera, que debía tener lugar en la zona donde nuestros hermanos trabajan entre los “indios chinantecos”. Acababan de llegar y, divididos en pequeños grupos, vivían en las pequeñas aldeas entre las misiones de Ojitlán y Usila. Tres de ellos, incluido José Luis, se habían establecido en Paso Limón. Dado el clima tan caluroso y húmedo, pensaron en ir a tomar un poco de alivio en el río “Santa Clara”, que fluye no muy lejos del pueblo. En un momento dado, dos de ellos no volvieron a ver a José Luis y, pensando que había vuelto a su cabaña, se dirigieron hacia el pequeño pueblo. Al no encontrarse con él y haber pasado un tiempo sin que apareciera, sospecharon y volvieron al río. Lo buscaron y lo encontraron ya muerto. Tenía en mi cajón una carta suya, que había llegado tres semanas antes. Volví a leerlo como un mensaje que me había dejado. Me impresionaron sus últimas palabras: “Creo que este primer periodo fue útil para mí, porque tuve la oportunidad de encontrarme en diferentes situaciones, en las que comprendí muchas cosas que me habían enseñado antes, pero de las que no tenía experiencia personal. Tengo que agradecer al Señor Jesús todas las gracias que me ha dado y los momentos de alegría y tristeza, y muchas otras cosas que se presentaron y seguirán presentándose”.

José Luis tenía muchas cualidades: inteligente, alegre, entusiasta y sobre todo sincero: lo que tenía que decirte, te lo decía claramente; por eso nos habíamos hecho amigos y esta amistad se demostraba con una correspondencia frecuente. Estuve con él en la Semana Santa de 1973 en Jalapa de Díaz, entre los ‘indios mazatecos’ y me impresionó mucho verlo ocupado en aprender la lengua de esa gente. Sabía tocar bien la guitarra y tenía un carácter jovial; por eso siempre estaba rodeado de mucha gente joven, sobre todo niños, y les hacía repetir las palabras, que luego aprendía de memoria, y las más difíciles las anotaba en un pequeño cuaderno; así, en poco tiempo, ya podía saludar a la gente “en su idioma”. Amaba su vocación misionera: había hecho la elección de Dios y quería darle una prueba de amor dejando su patria para ir a anunciar el Evangelio. En su última carta escribió: “Confío en que el Señor, que me ha llamado, me siga inspirando, animando y confortando para servirle mejor en los demás, especialmente entre los más abandonados del mundo, ¡pero no por Él! Por las cartas que me escribía desde el noviciado de Cuernavaca, me di cuenta de los avances en su formación: en los primeros meses, sentía la necesidad de trabajar en el apostolado entre las familias del barrio donde se encontraba el noviciado, pero últimamente me señalaba que, sin dejar de realizar estas actividades, había comprendido que su primera ocupación debía ser la oración: en el contacto con Dios podía encontrar lo que quería comunicar a los demás. El primer período de su noviciado fue su encuentro definitivo con el Señor, al que había buscado conocer a través del estudio amoroso de la Palabra de Dios.

Una vez más, la provincia mexicana se puso a prueba con la Cruz. En el espacio de un año, cinco de sus miembros han dejado este mundo: el P. Agustín Pelayo, el P. Manuel Vázquez, el P. Franco Priori, el P. Norbiato y ahora este novicio, que presentaba fundadas esperanzas de éxito. La presencia de la Cruz, según la enseñanza de nuestro Fundador, es un signo de que se está verdaderamente en el Plan de Dios. Él quiere salvar al mundo más que por nuestras obras, por nuestro testimonio de plena disponibilidad a su voluntad paterna. 

P. Giorgio Canestrari

(Del Boletín nº 109, junio de 1975, p. 70-71)


Testimonio del P. Rafael González Ponce

Han pasado 49 años desde el fallecimiento de mi compañero José Luis Cortés y todavía me conmuevo. Yo fui quien lo saqué del río con la ayuda de unos señores. El lugar exacto donde falleció fue Santa Flora.

La forma cómo lo descubrimos fue porque vinieron corriendo a avisarnos unos niños (ellos hablaban su idioma pero la gente que estaba conmigo entendió y corrimos a ver qué sucedía).

Era Domingo de Ramos. Habíamos acordado que Ismael Silva Pérez iba a ocuparse de los jóvenes (en ese momento estaban jugando basket ball). José Luis iba a ocuparse de los niños. Y yo estaba dando una charla a los adultos al interior de la capilla.

Todo aconteció en un instante. Parece que los niños (expertos en el río) jalaban a José Luis tratando de jugar, pero él no sabia nadar, aunque era muy deportista. Otras personas hablaban de insolación. La verdad nunca se supo. Traté de reanimarlo en la orilla pero todo fue inútil.

Lo que siguió sería largo describirlo. Cargarlo durante toda la noche en una hamaca cruzando montes y veredas pedregosas y matorrales espinosas… Ojitlan, Tuxtepec, casi sin ningún recurso médico… el viaje a la Ciudad de México y luego a Zamora… Contarle a sus padres y hermanos…. Y volver de nuevo a Santa Flora, donde creyeron que éramos fantasmas pues nunca pensaron que íbamos a regresar…

En fin un paso insospechado de Dios que hasta ahora nos ha marcado… Ciertamente José Luis sigue vivo en muchos corazones… desde entonces misioneros.

Fue muy duro. Pocos minutos antes de mi ordenación sacerdotal, entró su mamá en la sacristía de la catedral de Guadalajara con un ornamento nuevo que había comprado para mi pensando en su hijo. Ese ornamento lo dejé a propósito en Filipinas.

P. Rafael González Ponce