Compartir la vida de la gente

Por: Hna. Soledad Sáenz, mc
Desde Mamelodi West, Sudáfrica

Soy María Soledad Sáenz Rico, misionera comboniana mexicana. Desde hace más de un año vivo y sirvo en la zona semiurbana de Mamelodi West, cerca de Pretoria, Sudáfrica.

Mamelodi es un municipio de la ciudad de Twane, al noreste de Pretoria, en la provincia de Gauteng. Este pueblo se creó durante la época del apartheid, que suponía la segregación racial y era una zona exclusiva para negros. Por esta razón, fue marginada y abandonada durante décadas, y aún sigue siéndolo hoy.

Nuestra presencia misionera abarca una gran extensión de territorio y una densa población, cuya mayoría vive en asentamientos informales o en pequeñas habitaciones alquiladas. Las condiciones de vida son de gran marginación. Faltan servicios básicos como agua, electricidad y letrinas; hay mucha pobreza, altos índices de inseguridad, vandalismo, drogas, violencia y, sobre todo, segregación racial.

La población está formada principalmente por inmigrantes de distintas provincias de Sudáfrica y de otros países africanos. La gran diversidad de culturas y etnias provoca fragmentación social y añade xenofobia, rechazo y violencia contra los inmigrantes. Además, Sudáfrica es el país con la tasa de desempleo más alta del mundo y las consecuencias son desastrosas en esta región.

Mi día inicia temprano. Me levanto a las cuatro y media de la mañana para hacer mi oración personal. A continuación participamos en la eucaristía y en la oración comunitaria con los misioneros combonianos en la parroquia, después tomamos un rápido desayuno.
Los lunes y miércoles acompaño a un grupo de mujeres que siguen un curso de corte y confección en la parroquia. Iniciamos las actividades con ellas a las 10 de la mañana con una oración y una pequeña reflexión. Luego trabajamos hasta la una y media de la tarde. Los martes, jueves y viernes visito a familias y enfermos, aprovechando que no hay actividades parroquiales debido a que la mayoría de la gente trabaja durante toda la semana y no pueden venir a la parroquia. Los fines de semana tengo encuentros con algunos grupos que acompaño y con los que participo en la celebración de la eucaristía con la comunidad.

Un día, llegó una señora muy preocupada y angustiada. Habló inmediatamente al grupo diciendo: «Hermana, por favor hagamos una fuerte oración, pues ayer desapareció la hija de mi vecina que tiene 12 años y no se sabe qué pasó». Estaba tan preocupada que todas dejamos lo que estábamos haciendo e inmediatamente nos pusimos a rezar.

Alguna sugirió rezar una decena de Ave María a la Virgen para pedir su intercesión, y otra, la oración a los Ángeles Custodios. Cuando estábamos terminando de rezar, sonó el celular de la señora, era su vecina para decirle que su hija ya había aparecido; gracias a Dios, la habían encontrado sana y salva. Nuestra alegría fue grande y muchas de las señoras descubrieron que la potencia de la oración es nuestra fuerza. La clase se convirtió en una fiesta de gozo, con cantos y danzas de todas las que estábamos ahí.

Vivimos y compartimos los gozos y esperanzas de esta gente, a la vez que los sufrimientos y preocupaciones de todas las personas con quienes convivimos sin importar raza, edad o religión. Siempre con el deseo de salir adelante y transformar nuestras vidas para hacer de esta sociedad y de este mundo, un lugar más justo y humano donde reine la paz.