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La Comisión Justicia y Paz de Haití y la Hermana Gladys Montesinos, Premios Pax Christi de la Paz 2024

Pax Christi Internacional ha otorgado su premio de la Paz 2024 a la Comisión Justicia y Paz de Haití (JILAP) y la Hermana Gladys Montesinos, misionera carmelita peruana dedicada a la Comunidad indígena amazónica Tsimanes de Bolivia. La ceremonia de entrega tuvo lugar en Cali, Colombia, el 28 de octubre de 2024, durante la COP 16 sobre la Biodiversidad.

Según el comunicado, hecho público el pasado mes de julio cuando se otorgó el premio, este galardón “honra las notables contribuciones de JILAP y la Hermana Gladys Montesinos a la paz y la justicia, celebrando sus incansables esfuerzos y profundo impacto en sus comunidades”.

La Comisión Justicia y Paz de Haití (JILAP) es una organización de la pastoral social de la Iglesia católica en Haití, comprometida con la promoción de la dignidad y los derechos humanos. Creado como un grupo informal en los años 70 bajo la influencia del Concilio Vaticano II, JILAP estableció una secretaría permanente en 1986. A lo largo de las décadas, ha ampliado su alcance a todas las diócesis de Haití, operando tanto en créole, como en francés.

La impactante labor de JILAP incluye el monitoreo de las violaciones a los derechos humanos, la formación ciudadana, la construcción de la paz a través de la transformación no violenta de conflictos y el apoyo a las víctimas. Aborda cuestiones cruciales como la ecología, la equidad de género y el fomento de la paz. JILAP es también miembro fundador de la Concertación por los Derechos Humanos en Haití y participa activamente en iniciativas como «Collectif mines» y ECC (Juntos contra la Corrupción).

La organización aboga incansablemente por reformas en los sistemas judicial y penitenciario de Haití y reta periódicamente al gobierno y a los líderes políticos a reducir la violencia de las bandas armadas, esforzándose por mejorar el Estado de Derecho en Haití. Actualmente está presente en 320 parroquias de todo el país con grupos locales comprometidos. Como una de las organizaciones de la sociedad civil más importantes de Haití, JILAP es miembro asociado de Pax Christi Internacional desde hace mucho tiempo, y ha participado activamente en el Programa Regional de PCI sobre Justicia Restaurativa y No violencia Activa.

La Junta Directiva Global de Pax Christi reconoce la inmensa contribución de JILAP a la paz y a la transformación no violenta de conflictos en Haití. Sus esfuerzos en la promoción de la asistencia humanitaria y del diálogo por la paz y el imperio de la ley sin corrupción son cruciales para el futuro de Haití, basado en la reconciliación y la paz justa.

La hermana Gladys Montesinos, la otra galardonada, ha dedicado más de seis años a apoyar a diversas poblaciones indígenas de la Amazonía boliviana. Desde 2018, se ha centrado por completo en los pueblos indígenas Tsimanes del departamento amazónico de Beni (Bolivia), abarcando regiones como San Borja, San Ignacio de Moxos, Rurrenabaque y Santa Ana de Yacuma.

La comunidad Tsimán, que reside en pequeñas aldeas de 20 a 30 familias, se enfrenta a violaciones sistemáticas de sus derechos, como la falta de reconocimiento territorial, la discriminación y el despojo por parte de asociaciones y empresas privadas. La hermana Gladys, deseosa de acompañarles en sus luchas, pidió permiso a su congregación religiosa para vivir y aprender de los Tsimanes, compartiendo sus experiencias, esperanzas y necesidades.

Lamentablemente, su inquebrantable compromiso la ha expuesto a amenazas contra su seguridad por parte de quienes pretenden explotar el territorio Tsimán. A pesar de estos desafíos, la hermana Gladys se mantiene firme en su misión de apoyar y defender los derechos y la justicia autónoma del pueblo Tsimán.

La Junta Directiva Global de Pax Christi reconoce la dedicación y valentía de la Hermana Gladys en la defensa de los derechos de la comunidad indígena Tsiman a la tierra y la cultura. Apoyada por Cáritas Bolivia y su congregación, su trabajo ejemplifica la llamada del Papa Francisco a la conversión ecológica y el rol de la Iglesia en acompañar, proteger y prevenir a comunidades vulneradas en sus derechos. Este premio honra las luchas de los pueblos indígenas de América Latina y el Caribe, destacando la interconexión entre sus creencias ancestrales en el cuidado de la Creación y su relación con la Madre Tierra, o Pacha Mama.

Establecido en 1988, el Premio Internacional de la Paz de Pax Christi está financiado por el Fondo de Paz Cardenal Bernardus Alfrink y honra a personas y organizaciones contemporáneas que defienden la paz, la justicia y la no violencia en diferentes partes del mundo.

Con información de Pax Christi Internacional

XXX Domingo ordinario (B)

Marcos 10,46-52: “¡Rabbuní, que recobre la vista!”
Mendigos de luz

La curación del ciego de Jericó es el último milagro narrado en el Evangelio de Marcos. Este relato sigue los tres anuncios de Jesús sobre su pasión, muerte y resurrección, acompañados por las catequesis dirigidas a los discípulos, que constituyen la columna vertebral de la parte central del Evangelio de Marcos.

Nos encontramos en Jericó, la última etapa para los peregrinos galileos que recorrían el camino a lo largo del Jordán, dirigidos hacia Jerusalén para la Pascua. La distancia entre Jericó y Jerusalén es de unos 27 kilómetros. El recorrido atraviesa un territorio desértico y montañoso, con un desnivel significativo: Jericó se encuentra a unos 258 metros bajo el nivel del mar, mientras que Jerusalén está situada a unos 750 metros sobre el nivel del mar. El camino, por lo tanto, es cuesta arriba y bastante fatigoso, un detalle relevante en el contexto del viaje de Jesús hacia Jerusalén, como lo describe Marcos.

El evangelista presta especial atención a la figura de Bartimeo, hijo de Timeu, probablemente una persona conocida en la comunidad primitiva. Además de mencionar el nombre de su padre, el evangelista describe cuidadosamente sus acciones: “Arrojó su manto, se levantó de un salto y fue hacia Jesús.” El manto, considerado la única posesión del pobre, también representaba la identidad de la persona. Por lo tanto, “arrojar el manto” simboliza despojarse de sí mismo. San Pablo, en la Carta a los Efesios (4,22), habla de “despojarse del hombre viejo”. Bartimeo es el único caso en el que se dice que la persona curada sigue a Jesús en el camino. Los Padres del Desierto veían en esto una alusión a la liturgia bautismal: antes de ser bautizado, el catecúmeno se despojaba de la vestidura, descendía desnudo a la piscina bautismal y, al ascender, era vestido con una túnica blanca.

Puntos de reflexión

1. Bartimeo, figura del discípulo: valor simbólico del milagro

La parte central del Evangelio de Marcos (capítulos 8-10), llamada “la sección del camino”, está enmarcada por dos curaciones de ciegos. Al principio de la sección encontramos la curación progresiva del ciego de Betsaida (8,22-26), que precede inmediatamente la profesión de fe de Pedro en Cesarea de Filipo. En ese caso, un ciego –sin nombre– es llevado a Jesús por algunos amigos que interceden por él. Al final de la sección, encontramos la curación de otro ciego, de nombre Bartimeo, que toma la iniciativa de pedir, gritando –a pesar de la oposición de la multitud– la gracia de recobrar la vista.

El relato tiene un gran valor simbólico: Bartimeo es el espejo del discípulo. En los últimos domingos, Marcos nos ha conducido a través del itinerario de los apóstoles. En este recorrido de formación y toma de conciencia de las exigencias del seguimiento, el discípulo descubre que es como ciego. Bartimeo es entonces el discípulo que se sienta al borde del camino, incapaz de continuar. Representa a cada uno de nosotros. Todos nosotros nos damos cuenta de que somos espiritualmente ciegos cuando se trata de seguir a Jesús por el camino de la cruz. Como Bartimeo, pedimos al Señor que nos cure de la ceguera que nos inmoviliza.

2. Bartimeo, nuestro hermano: “maestro” de oración

Bartimeo sabe exactamente qué pedir, a diferencia de Santiago y Juan, que “no sabían lo que pedían”. Él pide lo esencial a través de una oración simple y profunda: “¡Hijo de David, Jesús, ten piedad de mí!” En su súplica, Bartimeo expresa su fe en Jesús como Mesías, llamándolo “Hijo de David”, siendo la única persona en el Evangelio de Marcos en conferirle este título. Al mismo tiempo, manifiesta una relación de confianza, intimidad y ternura, llamando a Jesús por su nombre e invocándolo como “Rabbuní”, que significa “mi maestro”. Este título aparece solo dos veces en los Evangelios: aquí y en el relato de María Magdalena, en la mañana de Pascua (Jn 20,16).

La vida nace de la luz y se desarrolla gracias a la luz. Lo mismo sucede en la vida espiritual: sin la luz interior, nuestra vida espiritual es engullida por la oscuridad. A veces experimentamos la alegría de la luz, mientras que en otras ocasiones las tinieblas parecen invadir nuestra existencia. Problemas, sufrimientos, dificultades y debilidades oscurecen nuestra visión de la vida, haciéndonos incapaces de seguir al Señor. En esos momentos, la oración de Bartimeo viene en nuestra ayuda: “¡Rabbuní, que recobre la vista!” Bartimeo es un maestro de oración simple, esencial y confiada.

3. Compañeros de Bartimeo: mendigos de luz

En la Iglesia antigua, el bautismo se llamaba “iluminación”. Esta iluminación nos arranca de las tinieblas de la muerte, pero siempre está amenazada. Nos introduce en un camino de búsqueda continua de la luz. Como el girasol, el cristiano se vuelve diariamente hacia el Sol de Cristo. Cada mañana, mientras lavamos nuestros ojos físicos, con el alma en oración corremos a lavarnos en la piscina de Siloé de nuestro bautismo, como el ciego de nacimiento del que habla Juan en el capítulo 9 de su Evangelio. Y cuando nos encontramos ciegos, recordemos que existe el colirio de la Eucaristía. Con las manos que han recibido el Cuerpo luminoso de Cristo, podemos tocar nuestros ojos y nuestro rostro, recordando la experiencia de los dos discípulos de Emaús, a quienes se les abrieron los ojos al “partir el pan”. No solo nuestros ojos, sino también nuestro rostro está destinado a resplandecer, como el de Moisés (Ex 34,29). El rostro del cristiano refleja la gloria de Cristo (2Cor 3,18), convirtiéndose así en testigo de la Luz, puesta sobre el candelero del mundo.

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


Abandona el manto para poder ver mejor

Por: Fernando Armellini

Con esta lectura se cierra la parte central del evangelio de Marcos en la que Jesús dejaclaro cuál es la meta de su viaje y expone los requisitos morales que deben asumir los que quieren seguir sus pasos: el amor gratuito, sin condiciones y sin límites, la renuncia a los bienes y a toda ambición, el servicio desinteresado a los demás.

Jesús ya ha cubierto una buena parte de su viaje: partió de Galilea, pasó a lo largo del Jordán y ahora se encuentra en Jericó. Le faltan solo 27 km para llegar a la meta. Está a punto de comenzar el ascenso a la santa ciudad, y con él van los discípulos y una gran multitud (v. 46).

Desde el punto de vista histórico, la presencia de una gran multitud junto a Jesús es verosímil porque, con ocasión de la Pascua, hay muchas caravanas de peregrinos que van de camino a Jerusalén pero, desde el punto de vista teológico, es sorprendente. No se comprende que tantas personas todavía sigan a Jesús después de que, claramente, haya anunciado el destino que le espera, el cáliz amargo que tiene que beber, las aguas impetuosas del odio, de la persecución y del martirio en que debe sumergirse (cf. Mc 10,38)

Solo hay una explicación: Quienes lo acompañaban no han entendido o no han querido entender el significado de sus palabras. Ni siquiera los discípulos se han liberado todavía de la idea distorsionada que tienen sobre el Mesías. En sus corazones, continúan engañándose a sí mismos con la esperanza de que las predicciones hechas por Jesús hayan sido pronunciadas en un momento de amargura y decepción, y están convencidos de que al final todo va a terminar con un triunfo.

Su condición espiritual es similar a la de los ciegos, tienen ojos impenetrables a cualquier rayo de luz, insensibles a los colores más intensos. El Maestro los ha reprendido antes, pero fue en vano: “¿Todavía no entienden ni comprenden? ¿Tienen ojos y no ven?”(Mc 8,17-18) Y, a continuación, ha comenzado a curar su ceguera, con dificultad, interviniendo en varias ocasiones, como lo hizo con el ciego de Betsaida (cf. Mc 8,22-26). La parte central del evangelio de Marcos está dedicada por completo a estos intentos. Ahora está en Jericó y, antes de iniciar el ascenso a Jerusalén, hace un último signo: cura a otro ciego.

Con motivo de la Pascua, los judíos se mostraban particularmente generosos en sus limosnas: se sentían obligados a hacer participar a las personas desfavorecidas de la alegría de la fiesta. Para los mendigos, la salida de la ciudad de Jericó, donde el camino comienza a subir hacia Jerusalén, era el lugar ideal para colocarse y pedir ayuda a los peregrinos biendispuestos.

En el momento del paso de Jesús con el grupo de discípulos, entre estos mendigos sentados al borde del camino se encontraba un ciego identificado por su apellido, Bartimeo.El relato de su encuentro con Jesús lo narran los tres sinópticos y va más allá que una página de crónica. En la intención del evangelista Marcos es también una parábola, una alegoría del hombre iluminado por Cristo. Bartimeo es la imagen del discípulo que finalmente abre los ojos a la luz del Maestro y decide seguirlo a lo largo del camino. Consideremos las etapas que lo conducen a la curación.

La primera escena nos lo muestra sentado en el camino (v. 46) Vivir es moverse, proyectarse, construir, cultivar ideales. Bartimeo en cambio, más que vivir sobrevive, está inmóvil como un robot repitiendo los mismos gestos y las mismas palabras, se hace acompañar todos los días a los mismos ambientes; parece resignado a la condiciónlamentable que un nefasto destino le ha asignado. Representa a la persona que aún no ha sido iluminada por el Evangelio y por la luz de la Pascua: no camina hacia una meta; va a tientas, envuelto en el perenne y misterioso sucederse de nacer, vivir y morir.

Pide limosna (v. 46). No es autosuficiente, debe mendigar todo, incluso el afecto;depende de los demás, de las cosas, de los acontecimientos. El primer paso hacia la recuperación es tomar conciencia de su situación (v. 47). Solo aquel que se da cuenta de que está llevando una vida sin sentido, inaceptable, decide buscar una salida. Hay quienes se adaptan a su condición, se apegan a la enfermedad que le permite vivir de limosna sin hacer nada; se complacen en su situación. Bartimeo no se resigna a la oscuridad en la que está inmerso.

Un día se da cuenta de que algo está a punto de cambiar. Oye hablar de Jesús (vv. 47-48) e intuye que se le va a presentar la oportunidad de su vida: puede encontrar al “Hijo de David”, escuchar su voz curativa, abrir los ojos. Supera sus dudas y temores, la vergüenza y el qué dirán. Grita, pide ayuda, ya no quiere quedarse en su estado actual. También la curación de la ceguera espiritual comienza a partir de una profunda inquietud interior, por rechazo auna vida carente de valores e ideales. Surge de una insatisfacción íntima que estimula a buscar propuestas alternativas, que nos pone en búsqueda de nuevas propuestas, demodelos de vida diferentes de los que la sociedad y la moral corriente proponen.

El encuentro con los que siguen al Maestro es el primer paso hacia la luz (v. 47). Antes de llegar a Cristo hay que encontrar a los discípulos y existen dificultades que hay que superar.El que reflexiona y comienza a preguntarse si lo que está haciendo tiene sentido, se da cuenta rápidamente de que está moviéndose contra corriente, se siente inmediatamente confrontado en su esfuerzo por alcanzar la luz del cielo. Colegas de juerga, socios en asuntos ambiguos e incluso amigos, tal vez de buena fe, le ponen trabas, lo invitan a callarse, a dejar a un lado los temas evanescentes de la fe; sonríen sobre los tormentos del alma; sostienen que estas preocupaciones corresponden a personas psicológicamente inestables.

Frente a esta oposición, el ciego no se desanima; continúa invocando la luz; no se avergüenza de su condición; no oculta su angustia; a gritos pide ayuda a quien puede abrirle los ojos. Incluso los que acompañan a Jesús pueden ser un impedimento para aquellos quebuscan acercarse a la luz del Evangelio. Parece imposible que quienes han seguido al Maestro de Galilea, quienes han escuchado su Palabra y pertenecen al grupo de los discípulos, puedan estar todavía espiritualmente ciegos (Mc 8,18) y ser un obstáculo para quien quiere encontrar a Cristo.

Sin embargo, esto es lo que sucedió en Jericó, donde muchos reprendieron a Bartimeo para que se callara. Lo mismo sigue ocurriendo hoy. Revisar y ver si estamos realmente iluminados por Cristo o si lo seguimos solo de palabra es bastante simple. Lo revela la sensibilidad que tenemos frente al grito del pobre que pide ayuda. Quien se molesta, finge ignorarlo o intenta silenciarlo, quien está ocupado en proyectos más importantes, más devotos, más sublimes y no tiene tiempo de echar una mano a quien se tambalea en tinieblas, el que cree que hay algo más importante que detenerse, escuchar, comprender yayudar a quien desea encontrarse con el Señor, éste, incluso si cumple a la perfección todas las prácticas religiosas, sigue estando ciego.

Jesús escucha el grito de Bartimeo (v. 49) y exige que se le traiga a su presencia. Su llamada no se dirige directamente al ciego sino a los que están encargados de transmitirla.Estos mediadores representan a los verdaderos seguidores de Cristo, sensibles al clamor dequienes buscan la luz. Son los que dedican gran parte de su tiempo a escuchar los problemas de los hermanos en dificultad, que siempre tienen palabras de aliento, que indican a los ciegos el camino que conduce al Maestro.

En las palabras que dirigen a aquellos que han pasado toda una vida en las tinieblas del error, no hay ningún reproche, sino solo invitaciones a la alegría y la esperanza: “¡Ánimo! Levántate, que te llama” (v. 49). Y así llegamos a la última etapa. El ciego salta, arroja su capa y corre al encuentro de quien le puede dar la vista (v. 50). Los gestos no son muy probables. No es así como se comporta normalmente un ciego. Sería más lógico esperar que se pusiera el manto sobre los hombros y se moviera con paso inseguro para hacerse acompañar hasta Jesús. En lugar de ello, tira todo, se pone de pie de un salto y corre presuroso.

Tal como se presenta, la escena solo puede tener un valor simbólico y un mensaje teológico que comunicar. En Israel, la capa era considerada la única pertenencia de los pobres: “…porque no tiene otro vestido para cubrir su cuerpo y para acostarse…” (Éx 22,26). Como todo mendigo, Bartimeo la coloca sobre sus rodillas y la utiliza para recoger limosnas. El gesto de abandonarla, junto con las pocas monedas que los transeúntes benevolentes le hayan dado, indica un total desapego, decidido, radical, de la condición en que ha vivido. La vida que ha llevado hasta ese momento no le interesa más.

Su gesto hace referencia a lo que los catecúmenos de las comunidades de Marcos estaban haciendo en el día de su bautismo: arrojaban el vestido viejo, se desprendían de todo lo que les impedía correr en pos del Maestro. Era el signo de su renuncia a la vida antigua, a hábitos y comportamientos incompatibles con las decisiones de quien ha sido iluminado por Cristo.

El relato termina con el diálogo entre Jesús y el ciego (vv. 51-52). El Maestro pide a todo aquel que busca la luz que haga su profesión de fe, que demuestre creer en aquel que puede abrirle los ojos. El encuentro con Cristo y con su luz coloca a la persona en una condición nada fácil.

Bartimeo antes estaba sentado, ahora tiene que comenzar a caminar; antes tenía su “profesión” que, para bien o para mal, le daba de comer; ahora tiene que inventarse una vida completamente nueva; antes tenía un lugar para vivir entre personas conocidas y amigas; ahora deber partir para una aventura que se presenta difícil y arriesgada.

Quien se acerca a Cristo no debe engañarse pensando que llega a una vida cómoda y sin problemas. La experiencia de Bartimeo enseña que es muy arduo el camino que le espera a quien ha recibido la luz; ésta obliga a revisar costumbres, comportamientos, amistades, exige que la vida, el tiempo, los bienes sean gestionados de una manera radicalmente nueva. Quién desea ser iluminado por Cristo tiene que elegir entre el manto viejo y la luz.

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Con ojos nuevos

Por: José Antonio Pagola

La curación del ciego Bartimeo está narrada por Marcos para urgir a las comunidades cristianas a salir de su ceguera y mediocridad. Solo así seguirán a Jesús por el camino del Evangelio. El relato es de una sorprendente actualidad para la Iglesia de nuestros días.

Bartimeo es “un mendigo ciego sentado al borde del camino”. En su vida siempre es de noche. Ha oído hablar de Jesús, pero no conoce su rostro. No puede seguirlo. Está junto al camino por el que marcha Jesús, pero está fuera. ¿No es esta nuestra situación? ¿Cristianos ciegos, sentados junto al camino, incapaces de seguir a Jesús?

Entre nosotros es de noche. Desconocemos a Jesús. Nos falta luz para seguir su camino. Ignoramos hacia dónde se encamina la Iglesia. No sabemos siquiera qué futuro queremos para ella. Instalados en una religión que no logra convertirnos en seguidores de Jesús, vivimos junto al Evangelio, pero fuera. ¿Qué podemos hacer?

A pesar de su ceguera, Bartimeo capta que Jesús está pasando cerca de él. No duda un instante. Algo le dice que en Jesús está su salvación: “¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!”. Este grito repetido con fe va a desencadenar su curación.

Hoy se oyen en la Iglesia quejas y lamentos, críticas, protestas y mutuas descalificaciones. No se escucha la oración humilde y confiada del ciego. Se nos ha olvidado que solo Jesús puede salvar a esta Iglesia. No percibimos su presencia cercana. Solo creemos en nosotros.

El ciego no ve, pero sabe escuchar la voz de Jesús que le llega a través de sus enviados: “¡Ánimo, levántate, que te llama!”. Este es el clima que necesitamos crear en la Iglesia. Animarnos mutuamente a reaccionar. No seguir instalados en una religión convencional. Volver a Jesús que nos está llamando. Este es el primer objetivo pastoral.

El ciego reacciona de forma admirable: suelta el manto que le impide levantarse, da un salto en medio de su oscuridad y se acerca a Jesús. De su corazón solo brota una petición: “Maestro, que recobre la vista”. Si sus ojos se abren, todo cambiará. El relato concluye diciendo que el ciego recobró la vista y “le seguía por el camino”.

Esta es la curación que necesitamos hoy los cristianos. El salto cualitativo que puede cambiar a la Iglesia. Si cambia nuestro modo de mirar a Jesús, si leemos su Evangelio con ojos nuevos, si captamos la originalidad de su mensaje y nos apasionamos con su proyecto de un mundo más humano, la fuerza de Jesús nos arrastrará. Nuestras comunidades conocerán la alegría de vivir siguiéndolo de cerca.

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El mendigo que no quería dinero

Por: José Luis Sicre

El evangelio de este domingo cuenta el ultimo milagro realizado por Jesús durante su vida pública. Pero no es uno más; el relato depara interesantes sorpresas.

El protagonismo de Bartimeo

En contra de lo que cabría esperar, el principal protagonista no es Jesús. Este se limita a ir por el camino y, cuando oye a uno que le grita repetidamente pidiéndole que se compadezca de él, ni siquiera se acerca para saber qué quiere. Lo manda llamar. Y cuando tiene lugar el milagro, no se lo atribuye; todo es mérito del ciego.

En cambio, a Bartimeo le concede el evangelista una atención especial. Aparte de indicarnos el nombre de su padre (detalle que no se da en otros casos) se describe con detalle todo lo que hace. Ha elegido un buen sitio para pedir limosna: el camino de Jericó a Jerusalén, uno de los más transitados. Y cuando se entera de que quien pasa es “Jesús el nazareno” comienza a gritar pidiéndole que se compadezca de él. En nuestras calles y en las entradas de las iglesias nunca faltan mendigos. En general se comportan de forma educada, a veces ni hablan, les basta un gesto. ¿Qué sentiríamos si uno de ellos se pusiera a gritar repitiendo: «Ten compasión de mí»? Reaccionaríamos igual que los que acompañan a Jesús: diciéndole que se calle. Pero Bartimeo insiste, grita cada vez más. Y cuando consigue que Jesús lo llame parece que ha dejado de ser ciego. De un salto, sin miedo a tropezar, deja tirado su manto y marcha hacia él. Entonces ocurre lo más sorprendente.

Tres finales posibles

Imaginemos lo que podría haber ocurrido para comprender mejor lo que ocurrió.

Primer final: Cuando Jesús le pregunta qué quiere de él, Bartimeo no lo duda: una buena limosna. Jesús encarga a Judas que se la dé, este lo hace a regañadientes, y Bartimeo duda si seguir pidiendo o marcharse a su casa a descansar.

Segundo final: Cuando Jesús le pregunta qué quiere de él, no lo duda: «Volver a ver». Jesús, apartándolo de los presentes (como hizo en otro caso parecido) le toca los ojos y le concede lo que pide. Bartimeo recoge su manto y vuelve a su casa. Cuando su mujer y sus amigos se recuperan de la sorpresa, le dicen: «Ya no tienes excusa para no trabajar». Bartimeo se arrepiente de haber pedido el milagro.

Tercer final: Cuando Jesús le pregunta qué quiere de él, no lo duda: «Volver a ver». Jesús no hace nada, pero Bartimeo recupera de inmediato la vista. Olvidando su manto, su familia, sus amigos, sigue a Jesús camino de Jerusalén.

Bartimeo, los discípulos y nosotros

Cuando leemos este relato en el conjunto del evangelio de Marcos nos damos cuenta de que tiene una importancia enorme.

Este episodio cierra una larga sección del evangelio en la que Jesús ha ido formando a sus discípulos sobre los temas más diversos: los peligros que corren (ambición, escándalo, despreocupación por los pequeños), las obligaciones que tienen (corrección fraterna, perdón) y el desconcierto que experimentan ante las ideas de Jesús a propósito del matrimonio, los niños y la riqueza. Después de todas esas enseñanzas, el discípulo, y cualquiera de nosotros, puede sentirse como ciego, incapaz de ver y pensar como Jesús.

En este contexto, la actitud de Bartimeo, gritando insistentemente a Jesús que se compadezca de él, es un símbolo de la actitud que debemos tener cuando no acabamos de entender, o no somos capaces de practicar lo que Jesús enseña. Pedirle que seamos capaces de ver y de seguirle incluso en los momentos más difíciles.

Otros detalles interesantes del relato.

1. Bartimeo llama a Jesús “hijo de David”. Es la única persona que le da este título en el evangelio de Mc. Puede tener dos sentidos: a) Jesús, como “hijo de David”, es el Mesías esperado, el rey de Israel; aunque inmediatamente antes haya hablado de su muerte, de que ha venido a servir, no a ser servido, el ciego confiesa su fe en la dignidad de Jesús y en su poder de curarlo. b) Jesús, como “hijo de David”, es igual que Salomón, al que las leyendas posteriores terminaron atribuyendo poder de curaciones. En este sentido se usa con más frecuencia en el evangelio de Mateo.

2. Es curioso que se cuente que “soltó el manto” antes de acercarse a Jesús. Parece un detalle innecesario. Sin embargo, recuerda lo que se ha dicho al comienzo del evangelio a propósito de los primeros discípulos, que “dejando las redes, lo siguieron” (Mc 1,18).

3. Aunque Bartimeo piensa que Jesús puede curarlo, Jesús le dice “tu fe te ha curado”, poniendo de relieve la importancia de la fe.

4. Este es el único caso en todo el evangelio en el que una persona, después de ser curada, sigue a Jesús por el camino. Aunque el texto no lo dice, lo sigue hacia Jerusalén, hacia la muerte y la resurrección. Una vez más, Bartimeo se convierte en modelo para nosotros.

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La fe calienta el corazón e ilumina los pasos del discípulo

Por: P. Romeo Ballan, mccj

Jericó: ciudad en el valle del río Jordán, a 10 km al norte del Mar Muerto, de clima templado, por debajo del nivel del mar, “ciudad de las palmeras” (Dt 34,3), está considerada la primera ciudad amurallada de la historia (8.000 años a.C.); sus murallas se derrumbaron de manera espectacular ante los ojos del pueblo de Israel (Jos 6). Jesús la conocía bien. En los alrededores de Jericó fue bautizado y vivió los 40 días de tentaciones; Él mismo habló del camino que bajaba de Jerusalén a Jericó (la ruta del Buen Samaritano). Aquí encontró al publicano Zaqueo y antes de subir a Jerusalén realizó el milagro del ciego Bartimeo (Evangelio), en un contexto significativo.

La curación de Bartimeo, el ciego de Jericó, marca un punto de llegada y una nueva partida, en la narración del Evangelio de Marcos. Es el último milagro de sanación realizado por Jesús, al concluir una serie de enseñanzas morales y el punto de partida hacia Jerusalén, donde Él ha de vivir los acontecimientos de su última semana terrena, la Semana Santa, desde el ingreso triunfal en la ciudad hasta la pasión y la resurrección.

Jesús ha dado importantes enseñanzas morales, que, si se llevan a la práctica, renuevan a las personas desde dentro, con un cambio de mentalidad y de conducta (metanoia). Las exigencias morales que Jesús presenta (ver los pasajes del Evangelio de Marcos en los domingos anteriores) llevan a la conversión del corazón, dando como resultado la libertad interior de la persona. Antes que de renuncias, es más justo decir que aquellas enseñanzas son un don de liberación-purificación del corazón, para descubrir y seguir a Jesús, que es el verdadero tesoro. Tenemos, por tanto, la liberación del egoísmo (negarse a sí mismo, cargar con la cruz: 8,32-38); libertad en los afectos (unidad e indisolubilidad del matrimonio, amor y respeto por los niños: 10,2-16); libertad frente a las riquezas (peligro de las riquezas: 10,17-31); libertad del poder (autoridad como servicio: 10,35-45); y otros.

En cada uno de estos ámbitos el discípulo vive la tensión permanente entre la mentalidad mundana dominante y la llamada de Jesús. A menudo esta tensión llega a un choque, unconflicto entre la oscuridad del mal y la luz del Evangelio. En este punto, antes de empezar la subida hacia Jerusalén, Marcos pone, emblemáticamente, la curación del ciego de Jericó (Evangelio), que narra como un hecho milagroso y, al mismo tiempo, rico de simbología.

El ciego “estaba sentado al borde del camino, pidiendo limosna” (v. 46): era inmóvil, mendigo y, por tanto, dependiente de los demás. Cuando Jesús se acerca, la vida del ciego cambia: le grita dos veces su situación implorando ayuda (v. 47-48). Tropieza con el grupo de los discípulos, que en un primer momento lo estorban y lo obstaculizan, pero después lo animan a ir hacia Jesús que lo llama (v. 49). El ciego suelta el manto – símbolo de su seguridad hasta ese momento – da un salto, se acerca a Jesús, recibe de Él la fe y la vista y lo sigue por el camino (v. 52). El encuentro con Jesús transforma la vida de Bartimeo, que empieza a seguirlo como discípulo. También para cada uno de nosotros, el seguimiento de Cristo ha nacido de nuestro encuentro con Él. El camino que sube a Jerusalén es duro, sobre todo por los acontecimientos que le esperan a Jesús en esa Semana; pero el discípulo, ahora iluminado, sabe que el Maestro lo precede y lo atrae en pos de sí por el camino de la humildad y del servicio, con amor y libertad interior.

Bartimeo es un símbolo del discípulo que por fin abre los ojos a la luz del Maestro y toma la decisión de seguirle por el camino… La llamada de Jesús no llega directamente al ciego; hay alguien encargado de comunicársela. Estos mediadores representan a los auténticos seguidores de Cristo, sensibles al grito de quien busca la luz. Son aquellos que consagran una buena parte de su tiempo a escuchar los problemas de los hermanos en dificultad, que tienen siempre palabras de aliento, que indican a los ciegos el camino que lleva al Maestro” (F. Armellini). Esta es la responsabilidad misionera de la comunidad de los creyentes: transformados por el amor de Dios, su tarea es evitar los tropiezos y facilitar, con el testimonio y la palabra, el camino para los que buscan la luz y la verdad de Jesús. (*)

En esta búsqueda del Señor, el Bautismo es un punto de llegada, pero, al mismo tiempo, es la base del compromiso misionero de cada cristiano: el ciego, iluminado y seducido por Cristo, declara ante todos el gozo de seguir sus huellas. El compromiso misionero de todo bautizado no tiene fronteras: empieza en las realidades cercanas y llega, con la oración y la solidaridad, hasta los confines del mundo.

Nueva encíclica del Papa sobre el Sagrado Corazón de Jesús

«Dilexit nos», la cuarta Encíclica de Francisco, retoma la tradición y actualidad del pensamiento «sobre el amor humano y divino del Corazón de Jesucristo», invitándonos a renovar su auténtica devoción para no olvidar la ternura de la fe, la alegría de ponerse al servicio y el fervor de la misión: porque el Corazón de Jesús nos impulsa a amar y nos envía a los hermanos.

Alessandro Di Bussolo – Vaticannews.va

«”Nos amó”, dice san Pablo refiriéndose a Cristo (Rm 8,37), para hacernos descubrir que de este amor nada “podrá separarnos” (Rm 8,39)». Así comienza la cuarta Encíclica del Papa Francisco, titulada a partir del incipit «Dilexit nos» y dedicada al amor humano y divino del Corazón de Jesucristo: «Su corazón abierto va delante de nosotros y nos espera sin condiciones, sin exigir ningún requisito previo para amarnos y ofrecernos su amistad: Él nos amó primero (cf. 1 Jn 4,10). Gracias a Jesús ‘hemos conocido y creído el amor que Dios nos tiene’ (1 Jn 4, 16)» (1).

El amor de Cristo representado en su Corazón santo

En una sociedad -escribe el Papa- que ve multiplicarse «diversas formas de religiosidad sin referencia a una relación personal con un Dios de amor» (87), mientras el cristianismo olvida a menudo «la ternura de la fe, la alegría de la entrega al servicio, el fervor de la misión de persona a persona» (88), el Papa Francisco propone una nueva profundización en el amor de Cristo representado en su santo Corazón y nos invita a renovar nuestra auténtica devoción recordando que en el Corazón de Cristo «podemos encontrar todo el Evangelio» (89): es en su Corazón donde «finalmente nos reconocemos y aprendemos a amar» (30).

El mundo parece haber perdido su corazón

Francisco explica que, encontrando el amor de Cristo, «nos hacemos capaces de tejer lazos fraternos, de reconocer la dignidad de todo ser humano y de cuidar juntos nuestra casa común», como nos invita a hacer en sus encíclicas sociales Laudato si ‘ y Fratelli tutti (217). Y ante el Corazón de Cristo, pide al Señor «que vuelva a tener compasión de esta tierra herida» y derrame sobre ella «los tesoros de su luz y de su amor», para que el mundo, «sobreviviendo entre guerras, desequilibrios socioeconómicos, consumismo y uso antihumano de la tecnología, recupere lo más importante y necesario: el corazón» (31). Al anunciar la preparación del documento al final de la audiencia general del 5 de junio, el Pontífice había dejado claro que ayudaría a meditar sobre los aspectos «del amor del Señor que pueden iluminar el camino de la renovación eclesial; pero también que pueden decir algo significativo a un mundo que parece haber perdido el corazón». Y ello mientras se celebran los 350 años de la primera manifestación del Sagrado Corazón de Jesús a Santa Margarita María Alacoque en 1673, que se clausurarán el 27 de junio de 2025.

La importancia de volver al corazón

Abierta por una breve introducción y dividida en cinco capítulos, la Encíclica sobre el culto al Sagrado Corazón de Jesús recoge, como se anunció en junio, «las preciosas reflexiones de anteriores textos magisteriales y de una larga historia que se remonta a las Sagradas Escrituras, para volver a proponer hoy, a toda la Iglesia, este culto cargado de belleza espiritual».

El primer capítulo, «La importancia del corazón», explica por qué es necesario «volver al corazón» en un mundo en el que estamos tentados de «convertirnos en consumistas insaciables y esclavos de los engranajes de un mercado» (2). Lo hace analizando lo que entendemos por «corazón»: la Biblia habla de él como un núcleo «que está detrás de todas las apariencias» (4), un lugar donde «no importa lo que se muestre por fuera ni lo que se oculte, ahí estamos nosotros mismos» (6). Al corazón conducen las preguntas que importan: qué sentido quiero que tengan mi vida, mis opciones o mis acciones, quién soy yo ante Dios (8). El Papa señala que la actual devaluación del corazón proviene del «racionalismo griego y precristiano, del idealismo postcristiano y del materialismo», de modo que en el gran pensamiento filosófico se han preferido conceptos como «razón, voluntad o libertad». Y al no encontrar lugar para el corazón, «ni siquiera se ha desarrollado ampliamente la idea de un centro personal» que pueda unificarlo todo, a saber, el amor (10). En cambio, para el Pontífice, hay que reconocer que «yo soy mi corazón, porque es lo que me distingue, me configura en mi identidad espiritual y me pone en comunión con los demás» (14).

El mundo puede cambiar a partir del corazón

Es el corazón «el que une los fragmentos» y hace posible «cualquier vínculo auténtico, porque una relación que no se construye con el corazón es incapaz de superar la fragmentación del individualismo» (17). La espiritualidad de santos como Ignacio de Loyola (aceptar la amistad del Señor es cosa del corazón) y san John Henry Newman (el Señor nos salva hablándonos al corazón desde su Sagrado Corazón) nos enseña, escribe el Papa Francisco, que «ante el Corazón de Jesús, vivo y presente, nuestra mente, iluminada por el Espíritu, comprende las palabras de Jesús» (27). Y esto tiene consecuencias sociales, porque el mundo puede cambiar «a partir del corazón» (28).

«Gestos y palabras de amor»

El segundo capítulo está dedicado a los gestos y palabras de amor de Cristo. Los gestos con los que nos trata como amigos y muestra que Dios «es cercanía, compasión y ternura» se ven en sus encuentros con la samaritana, con Nicodemo, con la prostituta, con la adúltera y con el ciego del camino (35). Su mirada, que «escruta lo más profundo de tu ser» (39), muestra que Jesús «presta toda su atención a las personas, a sus preocupaciones, a su sufrimiento» (40). De tal manera «que admira las cosas buenas que reconoce en nosotros», como en el centurión, aunque los demás las ignoren (41). Su palabra de amor más elocuente es estar «clavado en la Cruz», después de llorar por su amigo Lázaro y sufrir en el Huerto de los Olivos, consciente de su propia muerte violenta «a manos de aquellos a quienes tanto amaba» (46).

El misterio de un corazón que amó tanto

En el tercer capítulo, «Este es el Corazón que tanto amó», el Pontífice recuerda cómo la Iglesia reflexiona y ha reflexionado en el pasado «sobre el santo misterio del Corazón del Señor». Lo hace refiriéndose a la Encíclica Haurietis aquas, de Pío XII, sobre la devoción al Sagrado Corazón de Jesús (1956). Aclara que «la devoción al Corazón de Cristo no es la adoración de un órgano separado de la Persona de Jesús», porque adoramos «a Jesucristo entero, el Hijo de Dios hecho hombre, representado en una imagen suya en la que destaca su corazón» (48). La imagen del corazón de carne, subraya el Papa, nos ayuda a contemplar, en la devoción, que «el amor del Corazón de Jesucristo, no sólo incluye la caridad divina, sino que se extiende a los sentimientos del afecto humano» (61) Su Corazón, continúa Francisco citando a Benedicto XVI, contiene un «triple amor»: el amor sensible de su corazón físico «y su doble amor espiritual, el humano y el divino» (66), en el que encontramos «lo infinito en lo finito» (64).

El Sagrado Corazón de Jesús es una síntesis del Evangelio

Las visiones de algunos santos particularmente devotos del Corazón de Cristo – precisa Francisco – «son bellos estímulos que pueden motivar y hacer mucho bien», pero «no son algo que los creyentes estén obligados a creer como si fueran la Palabra de Dios». Así, el Papa recuerda a Pío XII que no se puede decir que este culto «deba su origen a revelaciones privadas». Al contrario, «la devoción al Corazón de Cristo es esencial a nuestra vida cristiana, en cuanto significa la plena apertura de la fe y de la adoración al misterio del amor divino y humano del Señor, hasta el punto de que podemos afirmar una vez más que el Sagrado Corazón es una síntesis del Evangelio» (83). A continuación, el Pontífice invita a renovar la devoción al Corazón de Cristo también para contrarrestar «las nuevas manifestaciones de una “espiritualidad sin carne” que se multiplican en la sociedad» (87). Es necesario volver a la «síntesis encarnada del Evangelio» (90) frente a «comunidades y pastores centrados sólo en actividades externas, reformas estructurales desprovistas de Evangelio, organizaciones obsesivas, proyectos mundanos, pensamiento secularizado, en diversas propuestas presentadas como exigencias que a veces se pretende imponer a todos» (88).

La experiencia de un amor «que da de beber»

En los dos últimos capítulos, el Papa Francisco destaca los dos aspectos que «la devoción al Sagrado Corazón debe mantener unidos para seguir alimentándonos y acercándonos al Evangelio: la experiencia espiritual personal y el compromiso comunitario y misionero» (91). En el cuarto, «El amor que da de beber», relee las Sagradas Escrituras y, con los primeros cristianos, reconoce a Cristo y su costado abierto en «aquel a quien traspasaron», al que Dios se refiere a sí mismo en la profecía del libro de Zacarías. Un manantial abierto para el pueblo, para saciar su sed del amor de Dios, «para lavar el pecado y la impureza» (95). Varios Padres de la Iglesia mencionaron «la llaga del costado de Jesús como fuente del agua del Espíritu», sobre todo san Agustín, que «abrió el camino a la devoción al Sagrado Corazón como lugar de encuentro personal con el Señor» (103). Poco a poco, este costado herido, recuerda el Papa, «llegó a asumir la figura del corazón» (109), y enumera varias santas mujeres que «contaron experiencias de su encuentro con Cristo, caracterizadas por el descanso en el Corazón del Señor» (110). Entre los devotos de los tiempos modernos, la Encíclica habla en primer lugar de san Francisco de Sales, que representa su propuesta de vida espiritual con «un corazón atravesado por dos flechas, encerrado en una corona de espinas» (118).

Las apariciones a santa Margarita María Alacoque

Bajo la influencia de esta espiritualidad, santa Margarita María Alacoque relata las apariciones de Jesús en Paray-le-Monial, entre finales de diciembre de 1673 y junio de 1675. El núcleo del mensaje que se nos transmite puede resumirse en aquellas palabras que oyó santa Margarita: «He aquí aquel Corazón que tanto amó a los hombres y que no escatimó nada hasta agotarse y consumirse para darles testimonio de su Amor» (121).

Teresa de Lisieux, Ignacio de Loyola y Faustina Kowalska

De Santa Teresa de Lisieux, el documento recuerda haber llamado a Jesús «Aquel cuyo corazón latía al unísono con el mío» (134) y sus cartas a su hermana Sor María, que ayudan a no centrar la devoción al Sagrado Corazón «en un aspecto doloroso», el de quienes entendían la reparación como «primacía de los sacrificios», sino en la confianza «como la mejor ofrenda, agradable al Corazón de Cristo» (138). El Pontífice jesuita dedica también algunos pasajes de la Encíclica al lugar del Sagrado Corazón en la historia de la Compañía de Jesús, subrayando que en sus Ejercicios Espirituales, San Ignacio de Loyola propone al ejercitante «entrar en el Corazón de Cristo» en un diálogo de corazón a corazón. En diciembre de 1871, el padre Beckx consagró la Compañía al Sagrado Corazón de Jesús, y el padre Arrupe volvió a hacerlo en 1972 (146). Las experiencias de santa Faustina Kowalska, se recuerda, vuelven a proponer la devoción «con un fuerte acento en la vida gloriosa del Resucitado y en la misericordia divina» y, motivado por ellas, san Juan Pablo II también «vinculó íntimamente su reflexión sobre la misericordia con la devoción al Corazón de Cristo» (149). Hablando de la «devoción de consolación», la Encíclica explica que ante los signos de la Pasión conservados por el Corazón del Resucitado, es inevitable «que el creyente desee responder» también «al dolor que Cristo aceptó soportar por tanto amor» (151). Y pide «que nadie se burle de las expresiones de fervor creyente del pueblo fiel de Dios, que en su piedad popular busca consolar a Cristo» (160). Para que entonces «deseosos de consolarlo, salgamos consolados» y «también nosotros podamos consolar a los que se encuentran en toda clase de aflicciones» (162).

La devoción al Corazón de Cristo nos envía a los hermanos

El quinto y último capítulo, «Amar por amor», profundiza en la dimensión comunitaria, social y misionera de toda auténtica devoción al Corazón de Cristo, que, al «llevarnos al Padre, nos envía a los hermanos» (163). De hecho, el amor a los hermanos es el «mayor gesto que podemos ofrecerle a Él a cambio de amor» (167). Mirando a la historia de la espiritualidad, el Pontífice recuerda que el compromiso misionero de san Carlos de Foucauld hizo de él un «hermano universal»: «dejándose modelar por el Corazón de Cristo, quiso acoger en su corazón fraterno a toda la humanidad sufriente» (179). Francisco habla luego de «reparación», como explicaba san Juan Pablo II: «ofreciéndonos juntos al Corazón de Cristo, «sobre las ruinas acumuladas por el odio y la violencia, se pueda construir la civilización del amor tan anhelada, el reino del Corazón de Cristo» (182).

La misión de enamorar al mundo

La Encíclica recuerda de nuevo con san Juan Pablo II que «la consagración al Corazón de Cristo «debe asimilarse a la acción misionera de la Iglesia misma, porque responde al deseo del Corazón de Jesús de propagar en el mundo, a través de los miembros de su Cuerpo, su entrega total al Reino». En consecuencia, a través de los cristianos, «se derramará el amor en el corazón de los hombres, para que se edifique el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia y se construya también una sociedad de justicia, paz y fraternidad» (206). Para evitar el gran riesgo, subrayado por san Pablo VI, de que en la misión «se digan muchas cosas y se hagan muchas cosas, pero no se pueda provocar el feliz encuentro con el amor de Cristo» (208), necesitamos «misioneros en el amor, que aún se dejen conquistar por Cristo» (209).

La oración de Francisco

El texto concluye con esta oración de Francisco: «Pido al Señor Jesús que de su santo Corazón broten para todos nosotros ríos de agua viva para curar las heridas que nos infligimos, para fortalecer nuestra capacidad de amar y de servir, para impulsarnos a aprender a caminar juntos hacia un mundo justo, solidario y fraterno. Esto hasta que celebremos juntos con alegría el banquete del reino celestial. Allí estará Cristo resucitado, que armonizará todas nuestras diferencias con la luz que brota sin cesar de su Corazón abierto. Bendito sea siempre!» (220).

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Fallece el teólogo dominico Gustavo Gutiérrez

Ayer, 22 de octubre falleció en Lima el gran teólogo peruano Gustavo Gutiérrez. Ordenado sacerdote en 1959 y dominico desde 2001, fue el padre y uno de los principales representantes de la corriente teológica denominada “teología latinoamericana de la liberación”, una de las más influyentes del siglo XX. Fue, asimismo, fundador del Instituto Bartolomé de las Casas con sede en Lima. Sus restos serán velados en la Sala capitular del Convento Santo Domingo de Lima (Foto: Dominican University).

Por: Fr. Miguel Ángel Gullón, OP.
dominicos.org

Gustavo Gutiérrez nació en Lima el 8 de junio de 1928 y pertenece a la etnia quechua. Siendo estudiante en el colegio de los maristas, manifestó una gran sensibilidad por la poesía y la mística. Estudió medicina con la intención de especializarse en psiquiatría. Su militancia en la Acción Católica despertó en él una gran inquietud social. A los 24 años tomó la decisión de hacerse sacerdote católico e ingresó en el seminario, recibiendo la ordenación presbiteral en 1959. Completó estudios de filosofía en la Universidad de Lovaina, y de Teología en la Facultad de Lyon y en la Universidad Gregoriana de Roma, donde conoció de cerca a algunas figuras muy destacadas por sus intervenciones en la gestación del concilio Vaticano II.

 Vuelto de nuevo a Perú enseñó en la Universidad Católica de Lima y, al mismo tiempo, se encargó de una parroquia en el barrio popular de Rímac, donde realizó una intensa labor pastoral, colaborando con estudiantes comprometidos políticamente. En esa época fue elegido consiliario nacional de la Unión de Estudiantes Católicos (UNEC).

En 1968, como consultor teológico del Episcopado Latinoamericano, participó activamente en la Asamblea de Medellín. En el contexto de este decisivo acontecimiento para la Iglesia Latinoamericana, escribió la más famosa e influyente de sus obras: Teología de la liberación. Perspectivas (1971). Tres años después puso en marcha el Instituto Bartolomé de Las Casas. Su labor intelectual, tanto teológica como humanista, ha sido reconocida por distintas Universidades, que le han otorgado el título de doctor «honoris causa», entre ellas están las Universidades de Nimega (1987), Tubinga (1985), Friburgo en Bresgovia (1990) y Yale (2009). En el 2003 fue galardonado en España con el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades. Según resaltó el jurado este premio se le otorgó principalmente «por su coincidente preocupación por los sectores más desfavorecidos y por su independencia frente a presiones de todo signo, que han tratado de tergiversar su mensaje».

Especial interés tiene su contacto con grandes maestros dominicos franceses –Chenu, Congar, Duquoc–, en cuyo magisterio bebió. Conociendo la teología de estos maestros, sobre todo la genial visión de Chenu, podemos apreciar la marca en la reflexión teológica de G. Gutiérrez:

«El estudio de la primera cuestión de la Suma de Santo Tomás, el aporte de Melchor Cano sobre los lugares teológicos, el clásico libro de Gardeil sobre estos asuntos me apasionaron. Devoré en unas vacaciones el artículo “Teología” de Y. Congar en el Diccionario de Teología Católica; su perspectiva histórica me sacó de un modo casi exclusivamente racional de enfocar el estudio teológico, abriéndome a otras orientaciones (la Escuela de Tubinga, por ejemplo). Más tarde la lectura de un libro, de discreta circulación, de M. D. Chenu, La Escuela de Le Saulchoir, me descubrió el alcance de la historia humana y la vida misma de la Iglesia como un lugar teológico […]. Este interés hizo que en los tratados de teología que estudié estuviese muy atento al aspecto metodológico y a la relación de la teología con las fuentes de la Revelación. A ello contribuyó de manera particular la insistencia de muchos de mis profesores de Lyon en la Sagrada Escritura».

En el año 2000, confirmando su profunda sintonía con el carisma dominicano, entró en la Orden de Predicadores. No fue una veleidad del momento, sino la profesión pública del carisma que Gustavo llevaba dentro, pues él mismo comenta:

«Mi relación con la Orden de Predicadores llega tan lejos como cuando conocí personalmente la obra teológica de Congar, Chenu y Schillebeeckx, todos teólogos dominicos. Me atrajo enseguida su profunda intuición de la íntima relación que debe existir entre la teología, la espiritualidad y la predicación del Evangelio. La teología de la liberación comparte esta misma convicción. Mis posteriores investigaciones sobre la vida de Bartolomé de Las Casas y su ardiente defensa de los pobres de su tiempo (los indígenas y los negros esclavos) ha jugado un papel importante en mi decisión: Mi larga amistad con muchos dominicos, junto a otras circunstancias, me han llevado finalmente a esta meta. Aprecio y agradezco mucho la forma tan fraterna con la que he sido acogido».

La pertenencia al pueblo quechua y la sintonía con la tradición dominicana dieron su fruto en el singular libro sobre Bartolomé de Las Casas, donde se unen historia, teología y espiritualidad, evocando el gesto profético de los dominicos en La Española del s. XVI.

Teología de la Liberación, obra principal de G. Gutiérrez, «padre de la teología de la liberación», apunta los senderos a recorrer en orden a la construcción de la dignidad de la persona. El concepto de «teología de la liberación» tiene su origen en la conferencia del mismo nombre que G. Gutiérrez dictó en 1968 en Chimbote, en el norte de Perú. Esta formulación sirve también de título a su libro, con el que esta magnífica obra se hizo mundialmente conocida. El autor, años más tarde, escribirá lo siguiente a este respecto:

«Hace pocos años me preguntó un periodista si yo escribiría hoy tal cual el libro Teología de la Liberación. Mi respuesta consistió en decirle que el libro en los años transcurridos seguía igual a sí mismo, pero yo estaba vivo y por consiguiente cambiando y avanzando gracias a experiencias, a observaciones recibidas, lecturas y discusiones. Ante su insistencia le pregunté si hoy escribiría él a su esposa una carta de amor en los mismos términos que veinte años atrás; me respondió que no, pero reconoció que su cariño permanecía… Mi libro es una carta de amor a Dios, a la Iglesia y al pueblo a los que pertenezco. El amor continúa vivo, pero se profundiza y varía la forma de expresarlo».

La idea de teología que plasma en este libro, germen de su pensamiento liberador, se expresa en los siguientes términos:

«Una teología como reflexión crítica de la praxis histórica, una teología liberadora, una teología de la transformación liberadora de la historia de la humanidad y, por ende, también de la porción de ella –reunida en ecclesia– que confiesa abiertamente a Cristo. Una teología que no se limita a pensar el mundo, sino que busca situarse como un momento del proceso a través del cual el mundo es transformado: abriéndose en la protesta ante la dignidad humana pisoteada, en la lucha contra el despojo de la inmensa mayoría de los hombres, en el amor que libera, en la construcción de una nueva sociedad, justa y fraternal, al don del reino de Dios».

Su obra teológica tiene numerosas referencias a esta nueva teología que está germinando en el continente americano:

«Un auténtico y profundo sentido de Dios no sólo no se opone a una sensibilidad al pobre y a su mundo social, sino que en última instancia ese sentido se vive únicamente en la solidaridad con ellos. Los hoy ausentes de la historia hacen suyo el don gratuito del amor del Padre creando nuevas relaciones sociales, relaciones de fraternidad. Ese es el punto de partida de lo que llamamos una teología desde el reverso de la historia».

En la misma línea abunda Jesús Espeja cuando afirma lo siguiente:

«Hace unos años en los pueblos pobres de América Latina, motivados por un justo anhelo de liberación, los teólogos evocaron las intervenciones gratuitas de Dios en la historia bíblica para liberar al pueblo pobre y oprimido bajo el poder del faraón en Egipto; ahí encontraron buena base para impulsar el proceso de los pueblos latinoamericanos para salir de su postración. Pero la modalidad de esta intervención liberadora de Dios se ha revelado en la conducta humana de Jesús, donde el poder y la justicia de la divinidad no funcionan con la lógica de la dominación y de venganza, sino con la lógica del amor que se entrega sin recibir nada a cambio».

A este propósito G. L. Müller comentará lo siguiente:

«A semejanza de Dietrich Bonhoeffer, que en el contexto europeo de la secularización descubrió al no creyente como el verdadero interlocutor de la teología cristiana al preguntar: ¿cómo hablar de Dios en un mundo que ha alcanzado la mayoría de edad?, Gustavo Gutiérrez pregunta con vistas a sus interlocutores en Latinoamérica, en su mayoría creyentes: “¿cómo hablar de Dios frente al sufrimiento de los pobres en Latinoamérica, frente a su muerte prematura y a la violación de su dignidad como persona?”».

Según el estudioso Juan Pablo García Maestro, estamos ante una teología distinta, que no puede incluirse dentro de las teologías del genitivo, pues el término liberación engloba todo lo que Dios quiere en la historia:

«Es decir, una salvación-liberación integral de la persona que tiene tres niveles: el político, es decir liberación de las estructuras sociales y económicas que nos esclavizan; el segundo nivel que sería la liberación individual, de problemas psicológicos, que no nos dejan ser libres… el tercer nivel sería la liberación del pecado, que es por otra parte el origen de todas las injusticias. Esta liberación es la que aporta Jesucristo a la humanidad».

Este mismo autor sigue abundando en el tema en los siguientes términos:

«La Teología de la liberación quiere ser una nueva inteligencia de la fe, abordando los grandes temas de la teología, pero desde la praxis histórica y teniendo en cuenta las mediaciones sociales y políticas con su propia racionalidad. Por eso es una teología de la salvación en las condiciones concretas, históricas y políticas de hoy».

Para muchas personas el nombre de G. Gutiérrez y de otros reconocidos teólogos de la liberación está ligado al conflicto y a la polémica con la Congregación para la Doctrina de la Fe. Salvo casos muy puntuales nada más lejos de la realidad; su reflexión teológica no es «algo revolucionario de contenido violento, teñido, por ejemplo, por la ideología del foquismo de los años 60, por la revolución cubana o por el sandinismo, etc. A Gustavo Gutiérrez le importa el anuncio del Dios de la vida de todos en dignidad según su filiación divina». Su pensamiento nace de su mismo origen humilde. Como afirma J. Sayer:

 «[G. Gutiérrez] no pertenece al estrato superior blanco de Lima, sino que lleva en sí también raíces indígenas, ha sido sensible al racismo presente en la sociedad peruana frente a la población indígena, sobre todo en la región andina y en la zona amazónica. Su marginación y la marginación de los pobres en los barrios bajos de los conglomerados urbanos fueron y siguen siendo su inquietud central: los pobres son los “insignificantes” –como Gutiérrez no se cansa de repetir–de una sociedad caracterizada por la economía neoliberal. No se los necesita para nada».

 Por las mismas razones con las que se sostiene que nada permanece de la misma forma a cómo fue concebido, ni tampoco tendrá un fin anticipado, el mismo G. Gutiérrez, a la pregunta sobre si ya no tiene sentido su reflexión, responde:

«La Teología de la Liberación no habrá muerto mientras haya hombres que se dejen incitar por el actuar liberador de Dios y hagan de la solidaridad con sus semejantes que sufren y cuya dignidad es degradada la medida de su fe y el impulso de la acción social. La Teología de la Liberación significa creer en Dios como Dios de la vida y como garante de una salvación del hombre entendida de manera integral, y ofrecer resistencia en los dioses que significan la muerte prematura, la pobreza, la depauperación y la degradación del hombre».

Vocación al amor: llamados a la vida

Iniciamos el mes de noviembre con dos celebraciones muy importantes: la de Todos los Santos y la de los Fieles Difuntos. Las dos tienen la finalidad de recordarnos que el Señor es el Dios de la vida y que nos invita a vivir con Él en el amor.

Por: P. Wédipo Paixão

La primera vocación a la que todos fuimos llamados es a la vida, en la cual el Creador puso en nuestro corazón una centella de su divino amor que nos empuja a buscarlo, como dijo san Agustín: «Nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón estará inquieto hasta que encuentre descanso en ti». Cada mañana, cada respirar y cada decisión responden al llamado que nos hace el Señor.

El Dios manifestado en la Escritura es un Dios Creador, quien, al llamar a las cosas a la existencia, hace triunfar el amor. Lo coloca en el origen mismo del ser. Revela así lo que verdaderamente es el poder de quien da la vida a los muertos y llama a las cosas que no son para que sean (Rom 4,17). Creando el mundo por su Palabra (cf 2Co 4,6), triunfó sobre los poderes del caos (Gen 1,2). Él continúa ejerciendo esta primera operación en sus criaturas: «En Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28).

Al preguntarnos: ¿qué es la vida, qué le da sentido?, las personas buscamos responder de distintas maneras, en especial, cuando se encara otro misterio: la muerte. Nacimos en un día que no elegimos, y de igual modo, moriremos sin elegir el día; son como dos puertas: la de entrada a esta realidad, y la otra hacia la eternidad.

Nuestra fe nos ilumina y nos dice que nadie nace por accidente ni es consecuencia de un error; cada ser humano es pensado, amado y querido por Dios. Ninguna persona fue creada para el sufrimiento o el dolor, mismo que experimen-tamos en diversas circunstancias o situaciones de crisis producidas por diversas causas.

Volviendo a la pregunta: ¿Qué es la vida? Digamos que es un tiempo que Dios nos da para aprender a amar, y así, estemos listos para la eternidad junto a Él, que es amor absoluto. Por ello, cada vocación es una cuestión de amor, y sólo éste da sentido a la existencia. Cuando amamos, entregamos nuestra vida como servicio a los demás; de eso se tratan todas las vocaciones, ya sea al sacerdocio o al matrimonio, a convertirse en médico, maestro…

Santa Teresa de Calcuta dijo una vez: «la verdadera pobreza es la falta de amor». El mundo es creado en virtud del amor, y éste es destruido por la violencia y el odio. La vida se desarrolla en esa tensión. Para que una persona asuma sin condiciones una actitud creativa y transformadora, desde que nace, es preciso que se sienta amada. Desde la familia, el niño se descubre ser humano y advierte que está con otros. La familia es para él como el corazón del mundo, donde recibe los primeros cuidados, cariños y sonrisas. Como dice el poeta clásico: «¡Ay del niño a quien sus padres no le han sonreído!».

Dios es amigo de la vida. Por ello, condena toda violencia. Lo hace teniendo en cuenta las diferentes épocas de su pueblo. Así, se pacta la ley del Talión (Ex 21,24), que representa un progreso considerable respecto a los tiempos de Lamec, que se venga sin medida (Gen 4,23-24). El Dios del Antiguo Testamento no es cruel, tiene entrañas de misericordia. Se pone de parte del pueblo oprimido en Egipto (Ex 3,9) y le exige una conducta semejante con el débil (Ex 23,9). Dios se constituye como defensa de las víctimas de la injusticia, en particular, del huérfano, la viuda y el pobre (Ex 22,20ss). A su vez, paulatinamente irá creando la figura del siervo de Dios, que renuncia a la violencia (cf Is 53,7).

El amor creador no nos exime que conozcamos la ciencia tanto de la naturaleza como de las estructuras sociales y, desde esta noción, ponernos al servicio de la humanidad. El amor no es un vago sentimiento ni se contenta con buenas intenciones. El amor creador no huye de la realidad, la asume y busca conocerla de la manera más objetiva posible.

La ciencia y la técnica sin amor deshumanizan a la sociedad; y ésta debe valerse del saber científico y técnico para desplegar su fuerza creadora. ¿Cuánto amor hay en nuestra vida? ¿Cómo hacer de nuestra existencia un don para los demás?

Termino la reflexión con versos del poema «Muere lentamente», cuya autoría está a debate:

  • «Muere lentamente quien se transforma en esclavo del hábito, repitiendo todos los días los mismos trayectos, quien no cambia de marca, no arriesga vestir un color nuevo y no le habla a quien no conoce.
  • Muere lentamente quien hace de la televisión su gurú, quien evita una pasión, quien prefiere el negro sobre blanco y los puntos sobre las “íes” a un remolino de emociones, justamente las que rescatan el brillo de los ojos, sonrisas de los bostezos, corazones a los tropiezos y sentimientos.
  • Muere lentamente quien no voltea la mesa cuando está infeliz en el trabajo, quien no arriesga lo cierto por lo incierto para ir detrás de un sueño, quien no se permite por lo menos una vez en la vida, huir de los consejos sensatos.
  • Muere lentamente quien no viaja, quien no lee, quien no oye música, quien no encuentra gracia en sí mismo.
  • Muere lentamente quien pasa los días quejándose de su mala suerte o de la lluvia incesante. Muere lentamente quien abandona un proyecto antes de iniciarlo, no preguntando de un asunto que desconoce o no respondiendo cuando le indagan sobre algo que sabe.
  • Evitemos la muerte en suaves cuotas, recordando siempre que estar vivo exige un esfuerzo mucho mayor que el simple hecho de respirar».

P. Fernando Uribe Mendoza, nuevo sacerdote comboniano

El pasado 19 de octubre la parroquia San Miguel Arcángel de Villa Progreso, en el municipio de Ezequiel Montes, estado de Querétaro, se volcó generosamente con uno de sus hijos, el comboniano Fernando Uribe Mendoza, para celebrar con alegría su ordenación sacerdotal. Hasta allí acudieron numerosos combonianos procedentes de varios lugares del país, así como los seminaristas combonianos y numerosos grupos de Sahuayo y San Francisco del Rincón, donde Fernando trabajó durante los últimos años de su formación y donde ejerció su ministerio diaconal, especialmente con jóvenes.

La celebración comenzó mucho antes del inicio de la misa, con una procesión en la que Fernando, acompañado por su familia y un buen grupo de amigos y fieles de la parroquia, se dirigió desde su casa hasta la explanada del templo parroquial donde sería ordenado sacerdote.

La misa fue presidida por Mons. Fidencio López Plaza, obispo de Querétaro. En la homilía hizo alusión al evangelio que el P. Fernando había escogido para la ocasión (Jn 15,9-17). Destacó cuatro ideas en cuatro frases del evangelio:

– Como el Padre me amó, así los amo yo, permanezcan en mi amor. Según expresó el obispo, Dios es amor, ama a todos; y nuestro gran reto es descubrir ese amor y permanecer en él.

– Ámense unos a otros como yo los he amado. Dios nos da la medida según la cual debemos amar: hemos de amar como Él nos amó.

– Ustedes son mis amigos, ya no los llamaré siervos. El amigo sabe escuchar y siempre busca esa relación de amistad.

– No me eligieron ustedes a mi, yo los elegí a ustedes. Es Dios quien nos elige y nos confía una misión. No somos nosotros los que decidimos dónde ir ni cuándo ir.

Con palabras sencillas pero muy profundas, Mons. Fidencio invitó al P. Fernando a vivir estas cuatro recomendaciones de Jesús durante toda su vida misionera y terminó su homilía invocando al Arcángel San Miguel y a la Virgen de Guadalupe para que lo acompañen en su nueva misión.

Al día siguiente, Domingo Mundial de las Misiones, el P. Fernando celebró su primera misa como nuevo sacerdote. De nuevo estuvo acompañado por varios de sus hermanos combonianos, por el párroco de Villa Progreso y por un gran número de amigos y familiares y de toda la comunidad parroquial. Al final de la misa y en un gesto muy emotivo, recibió la bendición de su mamá, que lo entrega con generosidad para el servicio a la misión. La bendición fue también para pedir a Dios que lo acompañe en su nueva misión en Sudáfrica, a donde ha sido destinado y donde ejercerá su ministerio sacerdotal y misionero los próximos años.


Vídeo de la ordenación


Vídeo de la primera misa