V Domingo de Pascua. Año C

Un mandamiento nuevo
En camino a Pentecostés
P. Enrique Sánchez G., mccj

“Cuando Judas salió del cenáculo, Jesús dijo: Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado con Él. Si Dios ha sido glorificado en Él, también Dios lo glorificará en s{i mismo y pronto lo glorificará.
Hijitos, todavía estaré un poco con ustedes. Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros, como yo los he amado; y por este amor reconocerán todos que ustedes son mis discípulos”. (Juan 13, 31-33.34-35)

El libro del Apocalipsis, casi como conclusión en el penúltimo capítulo dice, a través de quien estaba sentado en el trono: “Ahora yo voy a hacer nuevas todas las cosas”. Y en los Hechos de los apóstoles, a través del ministerio de Pablo y Bernabé que recorrían entusiastas todas las ciudades lejanas de Jerusalén, vemos surgir comunidades jóvenes, alegres y abiertas al Evangelio.

Efectivamente, Dios, a través de la acción del Espíritu Santo iba haciendo surgir un mundo nuevo, una humanidad nueva que acabó por transformar el mundo por medio de la predicación y el testimonio de tantos cristianos que no dudaron en reconocer a Jesús como el Mesías, el Salvador que se nos ha dado para que podamos glorificar a Dios.

La salida de Judas del cenáculo, de la que nos habla el Evangelio, podríamos leerla como el fin de un tiempo que se lleva consigo la incapacidad de abrirse a Dios, de reconocerlo en el don de Jesús.
Es el fin de un tiempo que queda atrapado en sus tradiciones y en sus costumbres religiosas incapaces de generar vida y de responder a la necesidad de encontrarse con Dios como única respuesta a nuestra necesidad de plenitud en esta vida.

Judas es lo que representa en el mundo y en nuestras historias personales y comunitarias el rechazo a la propuesta o a la súplica de Dios que toca continuamente a nuestra puerta solicitando que lo dejemos entrar. Que no lo ignoremos, que no lo marginemos considerándolo superfluo o innecesario en nuestras vidas.

Judas es, de alguna manera, quien personifica nuestra resistencia a dejar que Dios nos cambie la vida y nos abra a la novedad de una vida que nos sorprende a cada paso, justamente porque Dios va haciendo nuevas todas las cosas, también en nuestras historias, tan humanas y ordinarias.

Podríamos decir que era necesario que sucediera de esa manera para que la gloria de Dios se pudiese manifestar y para que, cumpliendo su misión, Jesús fuera glorificado, reconocido y presentado a nosotros como el Dios que nos participa de su glorificación redimiendo nuestra humanidad. Esa humanidad que ahora está llamada a convertirse en la gloria de Dios por el cumplimiento del mandamiento del amor.

Les doy un mandamiento nuevo, dice Jesús, pero en realidad no se trata de algo distinto de lo que Dios ha dado a su pueblo desde siempre.

Hay que decirlo con voz fuerte, Dios siempre nos ha amado y nos ha tenido una gran paciencia. Él ha esperado y sigue esperando nuestros tiempos y no se cansa de seguir sembrando en nuestro caminar innumerables signos de su amor, confiando en que un día seremos capaces de corresponderle.

Amar ha sido, desde todos los tiempos, el secreto de la vida que nos hace pasar por encima de todas las experiencias de dolor y de muerte en las que nos enfrascamos cuando nos olvidamos que hemos sido creados para amar.

Hoy, basta abrir cualquier ventana de nuestro mundo para darnos cuenta de los desastres que somos capaces de construir cuando dejamos que en nuestro corazón se instale el odio y el rencor.

Ahí están, como botón de muestra, los dramas de las guerras, la inseguridad y la violencia en nuestros pueblos, la corrupción de personas e instituciones, la ambición de la riqueza desmedida, el hedonismo desordenado de una sociedad que vive sin Dios, que vive sin amor.

Quien no ama vive como víctima de todo aquello que lo humilla, lo entristece, lo destruye y lo sumerge en el espiral del odio, del rencor, de la envidia.

Quien se niega a sí mismo la experiencia de amar, se condena a hacer de su vida una tragedia que lo hunde en la soledad, en la amargura de sentirse insatisfecho de todo y enredado en las tinieblas de las sospechas y de las desconfianzas hacia los demás.

Cerrarse al amor es lo mismo que negar la propia identidad porque, como hijos de Dios, hemos nacido del amor y llevamos en lo profundo de nuestro ser la huella de quien nos ha llamado a la existencia compartiéndonos lo que le es propio, es decir, el amor.

La novedad del mandamiento se presenta a nosotros a través de la experiencia que Jesús ha hecho y del testimonio que nos ha dejado subiendo a la cruz, para decirnos con hechos lo que significa amar. Para hacernos entender hasta dónde nos puede llevar el amor si lo tomamos en serio.

El mandamiento nuevo consiste en que nos amemos los unos a los otros, como Jesús nos ha amado. Él es el ejemplo y la mediad, él es el camino a seguir.

Y amar como él nos ha amado significa vivir con los sentimientos que movieron su corazón, con las actitudes que lo llevaron a involucrarse en los dramas de sus contemporáneos, con la alegría de entregar la propia vida en el servicio y en todo aquello que permita promover a mejor vida a quienes tenía a su lado.

Amar, como Jesús amó, es tener la valentía de ensuciarse las manos para ayudar a quien está pasando por momentos de dificultad, es gastar tiempo con quien vive sufriendo en soledad, es ser solidarios con quienes no han tenido las mismas oportunidades para triunfar o simplemente alcanzar una calidad de vida digna en nuestra sociedad.

Para Jesús amar no fue otra cosa sino realizar el plan y el sueño de su Padre, el sueño de ver felices a todos sus hijos, de verlos en paz, de contemplarlos construyendo un mundo fraterno en donde no puede haber lugar para la violencia, para el miedo, para el terror, ni para la muerte.

Así nos ha amado Jesús, y así nos invita a hacer de su mandamiento nuestra regla de vida. Se trata pues, de buscar todo aquello que nos permita amarnos los unos a los otros, construyendo puentes que faciliten los encuentros y creando espacios en donde podamos convivir ayudándonos y respetándonos.
Conviene preguntarnos ¿cómo está siendo mi experiencia de amar y de dejarme amar? ¿Cómo soy expresión del amor de Jesús que llena mi corazón? ¿Quiénes son los destinatarios de mi amor? ¿Me reconocen como cristiano por el amor que soy capaz de expresar con mis palabras y mis acciones hacia los demás?

Que el Señor nos conceda permanecer siempre despiertos y activos en el cumplimiento de los mandamientos y especialmente, que nos conceda ser alegres testigos de su amor.


NO PERDER LA IDENTIDAD
José A. Pagola

Como yo os he amado.

Jesús se está despidiendo de sus discípulos. Dentro de muy poco, ya no lo tendrán con ellos. Jesús les habla con ternura especial: «Hijitos míos, me queda poco de estar con vosotros». La comunidad es pequeña y frágil. Acaba de nacer. Los discípulos son como niños pequeños. ¿Qué será de ellos si se quedan sin el Maestro?

Jesús les hace un regalo: «Os doy un mandato nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado». Si se quieren mutuamente con el amor con que Jesús los ha querido, no dejarán de sentirlo vivo en medio de ellos. El amor que han recibido de Jesús seguirá difundiéndose entre los suyos.

Por eso, Jesús añade: «La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros». Lo que permitirá descubrir que una comunidad que se dice cristiana es realmente de Jesús, no será la confesión de una doctrina, ni la observancia de unos ritos, ni el cumplimiento de una disciplina, sino el amor vivido con el espíritu de Jesús. En ese amor está su identidad.

Vivimos en una sociedad donde se ha ido imponiendo la “cultura del intercambio”. Las personas se intercambian objetos, servicios y prestaciones. Con frecuencia, se intercambian además sentimientos, cuerpos y hasta amistad. Eric Fromm llegó a decir que “el amor es un fenómeno marginal en la sociedad contemporánea”. La gente capaz de amar es una excepción.
Probablemente sea un análisis excesivamente pesimista, pero lo cierto es que, para vivir hoy el amor cristiano, es necesario resistirse a la atmósfera que envuelve a la sociedad actual. No es posible vivir un amor inspirado por Jesús sin distanciarse del estilo de relaciones e intercambios interesados que predomina con frecuencia entre nosotros.
Si la Iglesia “se está diluyendo” en medio de la sociedad contemporánea no es sólo por la crisis profunda de las instituciones religiosas. En el caso del cristianismo es, también, porque muchas veces no es fácil ver en nuestras comunidades discípulos y discípulas de Jesús que se distingan por su capacidad de amar como amaba él. Nos falta el distintivo cristiano.
Los cristianos hemos hablado mucho del amor. Sin embargo, no siempre hemos acertado o nos hemos atrevido a darle su verdadero contenido a partir del espíritu y de las actitudes concretas de Jesús. Nos falta aprender que él vivió el amor como un comportamiento activo y creador que lo llevaba a una actitud de servicio y de lucha contra todo lo que deshumaniza y hace sufrir el ser hum

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¿QUÉ IMAGEN NOS IDENTIFICA COMO CRISTIANOS?
Maria Guadalupe Labrador

Vivimos en la época de la imagen. Nos preocupa e interesa la imagen que damos, la que tienen de nosotros y la que vemos en los demás. Hacemos fotos que difundimos por internet; se hacen virales ciertas imágenes en muy poco tiempo y ellas configuran las conversaciones, las ideas, los gustos y… ¡cuántas veces las opciones de muchos de nosotros!

Muchas veces, la señal de pertenencia a un grupo o el modo de participar en un evento es llevar la “misma” camiseta, pañuelo, distintivo… ¡Qué cómodos nos sentimos unidos de este modo a un grupo grande, amparados y arropados por otros, fácilmente reconocibles como “de los nuestros”!

En este contexto, y partiendo del evangelio de este domingo, podemos preguntarnos, ¿cuál es la imagen que damos los cristianos? ¿Qué imagen nos identifica? ¿Qué imagen difundimos?…

Los primeros cristianos tenían muy claro, en una época en que lo virtual no existía, que había una señal por la que se les reconocía. Su vida, desde que eran seguidores de Jesús, era tan distinta que no pasaba desapercibida. El evangelio de Juan pone en boca de Jesús: “La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros”

Jesús no está en esta cultura de la imagen, de lo externo, de lo que brilla superficialmente… Y nos habla del amor. Pero del amor con estilo propio: “Como yo os he amado”.

La señal de “los suyos” no es algo que se “pone encima”, no consiste en teñir todo de un determinado color, repetir unas determinadas fórmulas o practicar unas mismas costumbres incluso piadosas…

La señal de los cristianos es algo que sale de lo profundo de la persona y compromete toda la vida. Es, a la vez, un regalo y un mandato: lo hemos recibido como don, porque no podemos amar como Jesús, si el Espíritu no cambia nuestro corazón, y a la vez tenemos que vivirlo cada día como ardua tarea.

El signo distintivo de los cristianos no es cualquier amor, es amar como Jesús nos ama a cada uno de nosotros. Y para descubrir más plenamente cómo nos ama, rebobinamos y recordamos su vida y su muerte.

Leemos las primeras frases de este evangelio a la luz del amor que Jesús tiene a sus discípulos. Y las leemos en el contexto que nos marca el evangelio de hoy: en la última cena, cuando Jesús siente que son los últimos momentos que pasará con ellos, cuando Judas sale del cenáculo.

Juan afirma que Judas salió, y esta salida pone en marcha toda la trama de la traición. Judas ha estado mucho tiempo con Jesús, le ha escuchado, pero ahora se “escapa” se autoexcluye del grupo, de la comunidad de Jesús.

Es una decisión que, en un momento o en otro, todos tenemos que tomar. Porque cada uno de nosotros tenemos la posibilidad de “salir” del cenáculo o de quedarnos con Jesús y con la comunidad. ¿Nos animamos a poner nombres y a confesarnos a nosotros mismos las veces que “hemos salido” dejando a Jesús con los otros discípulos?

Pero si nos quedamos, si apostamos por permanecer en la comunidad de sus seguidores, tantas veces defectuosos y hasta difíciles, escucharemos y podremos comprender y compartir el camino del seguimiento.

Escucharemos a Jesús que, en los últimos momentos de su vida, nos dice lo realmente importante, como hacemos todos cuando vemos que la vida y el tiempo se nos acaban. Y nos lo dice en tono cariñoso, de confidencia, llamándonos “hijos míos”:

– Llega el momento del triunfo de Dios, aunque me veáis en la cruz, despreciado, abandonado, traicionado… Tenéis que ver a través de ello la gloria del Padre, la que yo comparto con Él.

– Y solo una encomienda, un deseo, un mandato: amaos y hacedlo de forma que este amor os defina, os distinga y caracterice. Amaos como yo os he amado.

Con la luz del Espíritu y la fuerza de la comunidad podremos celebrar el triunfo del resucitado, que pasa por la muerte en cruz; podremos empeñarnos en amar sin condiciones, a los que nos aman y a los que nos traicionan o abandonan, a los que son de los nuestros y a los que se consideran de otros grupos…

Si estamos dispuestos, si nos dejamos conquistar por este amor, lo intentaremos una y otra vez. Si confiamos en que la fuerza de este amor que se nos regala nos irá cambiando… ¡permanecemos con Jesús en el cenáculo! En ese espacio donde se come y bebe, se comparte la vida en profundidad y se escucha al amigo en comunidad. Y esto, nos identifica y llena nuestra vida.

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EL QUE ESTÁ EN CRISTO ES UNA NUEVA CRIATURA
Fernando Armellini

Introducción

Los días de la Iglesia están contados –dicen algunos– porque es anticuada, no sabe cómo renovarse a sí misma, repite viejas fórmulas en lugar de responder a las nuevas preguntas, tercamente reitera rituales obsoletos y dogmas ininteligibles mientras que las personas de hoy están buscando un nuevo equilibrio, un nuevo sentido de la vida, un Dios menos lejano.

Existe un creciente deseo de espiritualidad. Es cada vez mayor la adhesión a nuevas creencias esotéricas, como las llamadas reiki (energía curativa no física), canalización (vinculación con niveles más elevados de energía o de conciencia como espíritus, extraterrestres, etc.), cristal-terapia o dianética(influencia de la mente sobre el cuerpo). La religión del «Hazlo-tú-mismo» –en la que frecuentemente se mezclan técnicas orientales con interpretaciones esotéricas de Cristo–, una religión que desprecia dogmas e iglesias, crece por doquier. Se equipara la meditación de la Palabra de Dios en un monasterio a la emoción experimentada en las profundidades de un bosque mientras se está en coloquio (en abierta ‘canalización’) con el propio ángel-guía. Expresión de esta búsqueda de lo nuevo es la New Age (Nueva Era) que propone la visión utópica de una era de paz, armonía y progreso.

En este contexto, uno de los equívocos más perniciosos en el que la Iglesia puede caer es confundir la fidelidad a la Tradición (con mayúscula) con el replegarse sobre lo que está viejo y gastado o con el cerrarse al Espíritu, «que renueva la faz de la tierra». La acusación de falta de modernización (quizás injusta e injustificada) nos debe hacer pensar…

La Iglesia es la depositaria del Anuncio de «cielos nuevos y tierra nueva», de la propuesta del «hombre nuevo», del «mandamiento nuevo», de «un cántico nuevo». Quien sueña con un mundo nuevo debería sentirse instintivamente atraído por la Iglesia…

Evangelio: Juan 13,31-33a.34-35

Para nosotros, herederos del pensamiento griego, la glorificación es lograr la aprobación y el elogio de la gente; equivale a la fama de quien alcanza una posición de prestigio. Todos la desean, anhelan y luchan para alcanzarla y por esto se alejan de Dios. Los judíos, que “viven pendientes del honor que se dan unos a otros en lugar de buscar el honor que solo viene de Dios” (Jn 5,44), que “prefieren la gloria de los hombres a la gloria de Dios” (Jn 12:43), no pueden creer en Jesús porque en Él no se manifiesta la ‘gloria’ que seduce a los hombres y atrae sus miradas …

En Él, la gloria de Dios se hace visible desde su primera aparición en el mundo: “Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros; y hemos visto su gloria” (Jn 1,14). Dios es glorificado cuando despliega su fuerza y ​​realiza obras de Salvación; cuando muestra su Amor al hombre. En el Antiguo Testamento, su gloria se manifiesta cuando libera a su pueblo de la esclavitud: “Mi gente verá la gloria del Señor… ahí está su Dios; viene en persona a salvarlos” (Is 35,2.4).

En los primeros versículos del evangelio de hoy (vv. 31-32), el verbo glorificar aparece cinco veces: “Ahora ha sido glorificado el Hijo del Hombre y Dios ha sido glorificado por él. Si Dios ha sido glorificado por él, también Dios lo glorificará por sí, y lo hará pronto”. El evangelista quiere dejar claro el mensaje aun siendo redundante y puntilloso, expresándose con una solemnidad que parece casi excesiva. Pero lo pide el contexto: estamos en el Cenáculo y faltan solo unas horas para que Jesús sea capturado y condenado a muerte.

Quien no sabe de antemano cómo se han desarrollado los hechos, pensaría que Dios está a punto de asombrar a todos con un prodigio, con una demostración de su poder humillando a sus enemigos. Nada de eso. Jesús es glorificado porque Judas pacta un acuerdo con los sumos sacerdotes sobre cómo detener al Maestro (v. 31). Es algo insólito, escandaloso e incomprensible para los hombres: la ‘gloria’ de Dios se manifiesta en ese Jesús que camina hacia la Pasión y la muerte, que se entrega en manos de los verdugos y que es clavado en la cruz…

Unos días antes, Él mismo deja claro en qué consiste su gloria: “Ha llegado la hora en que el Hijo del Hombre sea glorificado… Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere, producirá mucho fruto” (Jn 12,23-24). La gloria que le espera es el momento en que, dando su vida, revelará al mundo cuán grande es el Amor de Dios hacia el hombre. Es ésta también la única gloria que Él promete a sus discípulos. El pasaje continúa con la presentación del Mandamiento Nuevo, precedido de una frase sorprendente: Hijitos… (v. 33). Los discípulos no son niños sino hermanos de Jesús. ¿Por qué los llama así?

Para entender el significado de sus palabras, hay que tener presente el momento en que son pronunciadas. En la Última Cena, Jesús sabía muy bien que le quedaban unas pocas horas de vida y se siente en el deber de dictar su testamento. Así como los hijos consideran sagradas las palabras pronunciadas por el padre en su lecho de muerte, así Jesús quiere que sus discípulos impriman en su mente y su corazón lo que va a decir.

Éste es su testamento: “Les doy un mandamiento nuevo: Ámense unos a otros como yo los he amado” (v. 34). Para subrayar su importancia, lo repetirá otras dos veces más antes de encaminarse hacia Getsemaní: “Este es mi mandamiento: que se amen los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 15,12). “Este es mi mandamiento: ámense unos a los otros como yo los he amado” (Jn 15,17). Habla como quien quiere dejar algo en herencia: Les doy, dice (v. 34). Si hubiéramos tenido que elegir un don entre los muchos que Jesús poseía, todos seguramente hubiéramos elegido el don de hacer milagros. Él, en cambio, nos ofreció un Nuevo Mandamiento.

Mandamiento para nosotros equivale a imposición, a compromiso gravoso que hay que cumplir, a un peso que hay que soportar. Algunos creen que la felicidad la alcanzan solo los astutos, es decir, los que disfrutan de la vida esquivando las ‘diez palabras’ de Dios. Por eso muchos están convencidos de que los que logran observar los Diez Mandamientos merecen el paraíso mientras que quienes los quebrantan deben ser castigados severamente. Esta es una convicción todavía muy extendida que debe corregirse con urgencia por ser extremadamente perniciosa. Es fruto de una imagen adulterada de Dios.

Un ejemplo banal: Si un médico insiste en que su paciente deje de fumar, no lo hace para restringir su libertad, para privarlo de un placer, para ponerlo a prueba, sino porque quiere su bien. A escondidas, tratando de no llamar la atención, el paciente puede seguir fumando y encontrarse después con los pulmones arruinados. El médico no lo castiga por esto (el fumador no le ha hecho daño al médico sino a sí mismo). El médico procurará siempre que se recupere. Y Dios, dicho sea de paso, es un buen médico, cura todas las enfermedades (cf. Sal 103,3). Dándonos su Mandamiento, Jesús se muestra como un Amigo sin igual. Él nos ha mostrado, no con palabras sino con el don de la Vida, la forma de realizar la plenitud de nuestra existencia en este mundo.

Se trata de un Mandamiento Nuevo. ¿En qué sentido? ¿No está ya escrito en el Antiguo Testamento: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lev 19:18)? Veamos dónde está la novedad. Respecto a lo que recomienda el Antiguo Testamento, la segunda parte es ciertamente nueva: “ámense como yo los he amado”(v. 34). La medida del Amor que nos propone Jesús no es la que usamos con nosotros mismos sino la que Él ha usado con nosotros.

El amor hacia nosotros mismos no puede ser medida de amor a los demás porque, en realidad, nos amamos muy poco a nosotros mismos: no soportamos nuestras limitaciones, fallos y miserias; si hacemos el ridículo o nos llenamos de vergüenza por un error cometido… si hacemos algo de que reprocharnos, llegamos incluso hasta el autocastigo.

Además, el Mandamiento es nuevo porque no es “natural” amar a quien no se lo merece o no puede correspondernos. No es normal hacer el bien a los propios enemigos.

Jesús revela un nuevo Amor: ha amado a quienes necesitaban su Amor para ser feliz. Ha amado a los pobres, a los enfermos, a los marginados, a los malvados, a los corruptos, a sus mismos verdugos porque solamente amándolos podía librarlos de su mezquindad, miseria y pecado.

Es el Amor gratuito y sin condiciones del cual Dios ha dado pruebas en el Antiguo Testamento cuando eligió a su pueblo: “Si el Señor –dice Moisés a los israelitas– se enamoró de ustedes y los eligió no fue por ser ustedes más numerosos que los demás, porque son el pueblo más pequeño, sino por puro amor a ustedes” (Deut 7,7-8). Por eso Juan dice: “no les escribo un mandamiento nuevo, sino el que tenían desde el principio… recuerda uno viejo… quien ama a su hermano permanece en la luz” (1 Jn 2,7.10).

Pero la gran novedad de este Mandamiento es otra: nunca nadie antes de Jesús ha intentado construir una sociedad basada en un Amor como el suyo. La comunidad cristiana se convierte así en sociedad alternativa, en propuesta nueva frente a todas las sociedades viejas del mundo, a las basadas en la competencia, la meritocracia, el dinero y el poder. Es este Amor el que debe ‘glorificar’ a los discípulos de Cristo.

Dios anunció por boca de Jeremías: “Llega el día en que haré una nueva alianza con Israel” (Jer 31,31). La Antigua Alianza fue estipulada sobre la base de los Diez Mandamientos. La Nueva Alianza está ligada al cumplimiento de un único Mandamiento nuevo: Amar al hermano, como lo hizo Jesús.

Jesús concluye su ‘testamento’ diciendo: “En esto conocerán todos que son mis discípulos, si se aman los unos a los otros” (v. 35). Sabemos que los frutos no son los que dan vida al árbol. Sin embargo, son señales de que el árbol está vivo. No son las buenas obras las que hacen ‘cristianas’ a nuestras comunidades, pero son estas obras las que prueban que nuestras comunidades están animadas por el Espíritu del Resucitado.

Los cristianos no son personas diferentes a los demás; no llevan distintivos, no viven fuera del mundo. Lo que los caracteriza es la lógica del Amor gratuito, la lógica de Jesús, la lógica del Padre.

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El amor fraterno: fuerza explosiva, contagiosa, misionera
Romeo Ballan, mccj

Traición y glorificación: el Evangelio presenta dos momentos contrastantes, humanamente irreconciliables. Durante la última Cena, Judas sale del Cenáculo llevando dentro su misterio: en esa trágica noche (v. 30) consuma la traición. Sin embargo, Jesús habla con insistencia de su ‘glorificación’: la menciona cinco veces (v. 31-32). El contraste es paradójico: faltan tan solo pocas horas para su captura y muerte en la cruz; sin embargo, Jesús se obstina en hablar de glorificación. Su gloria es el momento mismo de su muerte-resurrección, como el grano de trigo que cae en tierra y muere para dar mucho fruto (cf Jn 12,24.20-21). Ser esegrano de trigo es su carta de identidad. ¡Extraña gloria que se expresa en la locura humillante de la cruz! Con su muerte-resurrección Jesús revela la grandeza del amor de Dios que salva a todos.

A la luz de este amor divino que sobrepasa toda medida, se percibe la grandeza del mandamiento nuevo (v. 34), que Jesús deja a sus ‘hijos-discípulos’ como credencial de reconocimiento: “como yo los he amado, ámense también unos a otros”. En eso conocerán todos que son discípulos míos” (v. 34-35). Jesús insiste sobre el amor mutuo -lo repite tres veces en dos versículos- lo da como su testamento espiritual, es un mandamiento que Él con toda razón, llama “nuevo”. Es el proyecto de vida, que Jesús deja a los discípulos; su única señal de reconocimiento.

El Antiguo Testamento decía: “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lv 19,18). Jesús va más allá.

1. Ante todo, su medida ya no es tan solo “como a ti mismo”, con las incógnitas y los errores propios del egoísmo, sino “como yo los he amado”; es decir, la certeza y la medida sin medida del amor divino.

Amar “como”, a la manera de Jesús: esta es la novedad, la originalidad del cristiano. Jesús no dice cuánto debemos amar, sino que nos propone su estilo, la manera como Él ha amado: su amor es servicio, misericordia, ternura, perdón… De tales ejemplos están llenos los Evangelios.

2. El amor que Jesús propone es nuevo, porque es completamente gratuito: no busca motivos para amar; ama al que no lo merece o al que no puede corresponder; ama también al que le hace daño.

3. Es nuevo, porque Jesús no dice solo “ámense”, sino “ámense unos a otros”. Para Jesús el amor es relación, reciprocidad; el amor no es solo dar, sino también saber recibir, escuchar, dejarse amar.

4. Es un mandamiento nuevo, porque “antes de Jesús, nadie jamás ha intentado construir una sociedad basada sobre un amor como el suyo. La comunidad cristiana se coloca así como una alternativa, como una propuesta nueva ante todas las sociedades viejas del mundo, ante aquellas que se basan sobre la competitividad, sobre la meritocracia, el dinero, el poder. Este es el amor que debe ‘glorificar’ a los discípulos de Cristo” (F. Armellini). Es un nuevo criterio de asociación, una fuerza especial de agregación, “la señal por la que conocerán todos que son discípulos míos…” (v. 35). Jesús no ha dicho llevar un uniforme especial o una señal de distinción; ha dicho simplemente: los reconocerán por la manera como se aman. El amor mutuo y gratuito tiene una irresistible, contagiosa y explosiva fuerza de irradiación misionera. El amor mutuo se alimenta en el perdón, reconciliación, suportación, entrega de sí, opción por los últimos, rechazo de la violencia, compromiso por la paz… De los primeros cristianos la gente decía: “¡Mira cómo se quieren!”

Tan solo el amor es capaz de inspirar y tejer relaciones nuevas y vitalizantes entre las personas; tan solo la revolución del amor es capaz de transformar a las personas y, por tanto, las instituciones. Lo enseñaba también Raoul Follereau, ‘apóstol de los leprosos y vagabundo de la caridad’: “El mundo tiene solo dos opciones: amarse o desaparecer. Nosotros hemos optado por el amor. No un amor que se conforma con lloriquear sobre los males ajenos, sino un amor combativo, creativo. Para que llegue y pueda reinar, nosotros lucharemos sin pausa ni desmayo. Hay que ayudar al día a amanecer”. Este es el sentido profundo de una vida entregada como sacerdotes, religiosos, misioneros.

Todo el que asume este desafío acepta la utopía de “un cielo nuevo y una tierra nueva” (II lectura), entra en la nueva “morada de Dios con los hombres” (v. 3), donde ya no habrá lágrimas, ni muerte, ni dolor (v. 4), por la fe en Aquel que afirma: “todo lo hago nuevo” (v. 5). Incluida una sociedad nueva que se basa y tiene como objetivo la civilización del amor. También el viaje misionero de Pablo y Bernabé (I lectura) perseguía este objetivo: abrir “a los paganos la puerta de la fe” (v. 27), exhortar a los discípulos a permanecer firmes en la fe, porque debemos entrar en el reino de Dios pasando por muchas tribulaciones (v. 22). Este viaje (Hechos 13-14) es una página intensa y estimulante de metodología misionera: por la manera que la comunidad cristiana de Antioquía escoge a los misioneros que envía, por el valor (parresía) de Pablo y Bernabé en dar el primer anuncio del Evangelio de Jesús a judíos y a paganos, por la institución de nuevas comunidades eclesiales y la designación de presbíteros que las guíen, por las nuevas fronteras geográficas de evangelización más allá de los territorios acostumbrados del Antiguo Testamento y de los Evangelios, por el intercambio con la comunidad de Antioquía a su regreso…En una palabra ¡un modelo de praxis misionera!