Testigos privilegiados de la misión
Por: P. Ismael Piñón
Desde Zapopan, Jalisco
Cuando la enfermedad o la vejez llaman a la puerta, no es fácil encontrarle sentido a nuestras vidas. La incapacidad o las limitaciones que con el paso de los años nos impiden hacer aquello que quisiéramos pueden hacernos caer en el desánimo, la depresión o el pesimismo de pensar que ya no servimos para nada. Pero también pueden ser una ocasión para hacer memoria de todo lo que el Señor nos ha dado a lo largo de los años vividos y transformar así una situación de sufrimiento en una oportunidad para ver nuestra existencia como un don que hemos recibido y que podemos seguir ofreciendo como sacrificio de alabanza y de intercesión. Este es, al menos, el sentimiento que he podido percibir en la mayoría de los misioneros combonianos que se encuentran en el Oasis, la casa de atención a enfermos y ancianos que los Misioneros Combonianos tienen en Guadalajara, Jalisco.
El 18 de diciembre de 2021, el hermano Arsenio Ferrari cumplió 100 años. De origen italiano, es el único sobreviviente del primer grupo de combonianos que llegaron a México, concretamente a Baja California Sur, en 1948. Dedicó su vida a la evangelización de aquellas tierras, especialmente de niños y jóvenes, usando el deporte como principal medio de atracción. Hoy, postrado en su cama o sentado en su silla de ruedas, es totalmente dependiente. Hay que darle de comer, vestirlo y bañarlo. Ya no habla y, aunque parece que no oye ni ve, de alguna manera es consciente de lo que pasa a su alrededor; al menos eso percibimos los que le cantamos las mañanitas el día de su cumpleaños. Cuando oyó las voces y sintió las caricias en su espalda, esbozó una sonrisa y comenzó a mover los labios como queriendo añadirse a la fiesta. Como dijo el padre Enrique Sánchez, provincial de los combonianos de México, en la misa de acción de gracias por su centenaria vida, «el hermano Arsenio fue y sigue siendo una bendición para la misión y para el instituto de los combonianos. Su sola presencia en medio de nosotros es un motivo de agradecimiento y un testimonio por tantos años entregado a los demás». A pesar de su «invalidez», sigue siendo un testigo de la misión.
Mi visita al Oasis para asistir a la fiesta del hermano me permitió encontrar a los misioneros que residen ahí, algunos por motivos de salud, otros porque su avanzada edad ya no les permite realizar muchas actividades, y alguno que otro esperando recuperarse de una operación para poder regresar a la misión. Pasaron momentos muy duros en enero del año pasado, cuando el Covid-19 invadió la residencia y se llevó a siete de ellos. Dos fallecieron en el hospital, el resto en la comunidad. Alguno se preguntaba «¿quién será el próximo?, ¿seré yo?». Los que sobrevivieron dan gracias a Dios por haberlos librado de la enfermedad y poderlo contar hoy.
El tiempo no me permitió hablar con todos, pero percibí en ellos el mismo sentimiento: un agradecimiento enorme a los que se ocupan de su bienestar y un deseo de seguir viviendo la vocación misionera a pesar de la enfermedad o la vejez.
«Hay que ofrecer este sufrimiento»
El hermano José Menegotto, de 94 años, es uno de ellos. También italiano, como el hermano Arsenio, llegó dos años después que él, en 1950. Fue miembro del Consejo General de los Misioneros Combonianos entre 1986 y 1991; el resto de su vida misionera la ha pasado en México. Como consejero general tuvo la oportunidad de visitar varios países de África y en algunos de ellos le impresionó la actitud de muchos misioneros que, en situaciones difíciles de guerra decían «aquí nos quedamos hasta el final». Ahora que a él le toca vivir una situación difícil, no de guerra, pero sí de incapacidad, dice, recordando a aquellos misioneros, «aquí estoy, y aquí sigo siendo misionero, hasta el final. ¿Que me cuesta? ¡Ah, caramba, claro que me cuesta! Si pudiera irme, me iría, pero mientras estoy aquí tengo que seguir siendo misionero. Hay que ofrecer este sufrimiento igual que Teresita del Niño Jesús, que es la patrona de las misiones y no vio las misiones ni en película». A pesar de su edad, sobrevivió al Covid-19, que lo tuvo varias semanas enfermo. Está convencido de que la vejez o la enfermedad, ofrecidas por las misiones, son también una manera de ser misionero, aunque cueste estar en una casa de reposo en lugar de estar «en el campo de batalla». Cuando le pregunté que dónde encuentra la fuerza para seguir manteniendo viva la llama misionera, me señaló un hermoso crucifijo que tiene colgado en la pared de su cuarto y me dijo sencillamente «ahí, ahí es donde está el sentido de todo, no hay otra, fuera de ahí no hay fuerza ni hay nada».
«Rezar por los demás»
El hermano José Godínez es un poco más joven y uno de los primeros combonianos mexicanos. Tiene 87 años y es de San Sebastián, Guanajuato. En sus primeros años de consagración trabajó en las misiones de Baja California Sur como instructor y acompañante de muchos jóvenes en la Ciudad de los Niños de La Paz, capital de dicho estado. Ha vivido más de 30 años como misionero en Kenia, donde trabajó en la pastoral y en la construcción de escuelas y hospitales. Lo encuentro preparando la maleta porque se va a casa de su hermana, que está gravemente enferma del corazón (falleció a los pocos días, mientras estaba escribiendo este reportaje). Aun así aceptó darme unos minutos para contarme algo de su vida y su estancia en el Oasis, donde reside desde hace ya varios años. Me dice que su actividad misionera consiste ahora en rezar por los demás, por los que todavía están trabajando en la misión, por los enfermos, por los que sufren… y se dedica a arreglar pequeñas cosas en la casa, como puertas o ventanas que se atoran o paredes que se van carcomiendo. No le gusta estar inactivo. De hecho, me cuenta que durante los años que vivió en Kenia recorrió más de 200 mil kilómetros en moto para visitar las comunidades o las familias, además de visitarlas por su trabajo como constructor. Ahora ya no sale, pero sigue viviendo su vocación misionera a su manera, con la oración y los pequeños servicios a su comunidad.
«Conversando con los demás y rezando»
El padre Aurelio Cervantes, originario de La Luz, Michoacán, cumple este mes 81 años. Su extensa vida misionera se desarrolló en varios países de África como Kenia, Mozambique, Sudáfrica y Uganda. Lleva cuatro años en el Oasis, pero como él dice «ya no sé qué me tienen haciendo aquí, yo no me siento enfermo. Es verdad que me caí muerto de un infarto y desde entonces aquí estoy, pero yo no me siento enfermo, y de morirme aquí o morirme donde pueda hacer algo, pues mejor donde pueda hacer algo». Cuando le pregunto cómo hace para sentirse misionero estando en el Oasis, me responde convencido: «No es cuestión de sentirse o no sentirse, es cuestión de vida, de formar parte de un institutoque ama la misión, y uno ama la misión en cualquier situación en la que se encuentre. Aquí no estamos como deshechos de la humanidad, aquí la gente nos cuida, nos ama mucho». Me cuenta lo a gusto que se siente con su comunidad y con la gente que los cuida y que pasa mucho tiempo «conversando con los demás y rezando por la misión, ahora que no podemos estar en ella. Es una vocación de Dios, y Dios no se equivoca».
«Doy muchos consejos»
El hermano Carlos Cárdenas nació en San Diego, Jalisco, hace 77 años. Tras casi 20 de vida misionera en Ecuador y unos cinco en Perú, lleva poco tiempo en el Oasis. A causa de un desgraciado accidente de trabajo se rompió la espina dorsal y tiene medio cuerpo paralizado. En un primer momento me confesaba que, en su estado actual, le cuesta sentirse misionero, pero a medida que vamos conversando, me doy cuenta que esa impresión es más bien fruto de su situación actual y que no obedece a la realidad. «Doy muchos consejos a la gente que me viene a visitar, a los enfermeros… incluso a la psicóloga que vino a ayudarme; a veces –me dice sonriendo– tenía la impresión que era yo quien le hacía la «psicología a ella»». El hecho de compartir sus conocimientos y su experiencia misionera con aquellos que se acercan a él es ahora su nueva forma de anunciar el Evangelio. «El muchacho que viene a hacerme la terapia en los pies –me dice– parece que no ha sido nunca cristiano, por todo lo que me pregunta, y luego me dice que ha aprendido mucho de mí, de las cosas que le cuento; ha sido como hacerle la instrucción religiosa». A través de las conversaciones que va teniendo con unos y otros, siente que está ayudando a los empleados de la casa, a las cocineras, los enfermeros… «cuando uno les da chance de platicar, te cuentan su vida», dice contento, y termina reconociendo que «desde ese punto de vista, sí seguimos siendo misioneros».
«Bombero apagafuegos»
El padre Gustavo Guerrero se autodefine como una especie de «bombero apagafuegos». Tras varios años de misión en España y Ecuador, los superiores le pidieron quedarse en México para apoyar a varias comunidades que tenían problemas de personal, como Guadalajara o Cuernavaca. Finalmente fue destinado a la comunidad del Oasis, no como enfermo, sino para ayudar en la gestión y el funcionamiento de la casa, dando una mano en la pastoral y ayudando en el cuidado de los enfermos. Su vida cambió cuando en una asamblea provincial en la Ciudad de México sufrió un infarto. Desde ese momento se convirtió en uno más de los residentes del Oasis. Un amago de un nuevo infarto, una operación de hernia de hiato que se complicó y lo llevó a estar incluso una semana en coma inducido, tras la cual le diagnosticaron tuberculosis, y una operación de próstata, fueron minando poco a poco su salud, pero no su entusiasmo ni su disponibilidad. Tampoco se libró del Covid-19, aunque a él no le afectó tanto como a varios de sus hermanos de comunidad y se pudo recuperar sin demasiados problemas a pesar de su salud siempre delicada, lo que no quita que haya sufrido al ver cómo sus compañeros se iban muriendo uno tras otro. Hoy vive su vocación misionera dando ánimo a los demás, estando siempre dispuesto para cualquier cosa, visitando a los otros enfermos y ayudando en el servicio pastoral siempre que su salud se lo permite. «Ya que tienes las enfermedades –dice convencido– pues no te dejes dominar por ellas, dale gracias a Dios y ofrécelas por los demás. Yo aquí ayudo, colaboro, visito a los demás enfermos, hago lo que puedo en la pastoral… y así es como me siento plenamente misionero».
«Animar a los demás visitándolos»
El padre Estanislao Olivares es de Usila, Oaxaca. Ahí conoció a los combonianos y descubrió su vocación misionera, convirtiéndose en el primer comboniano de origen chinanteco. Sus primeros años de misión los pasó en su Chinantla natal, aunque pronto fue destinado a Perú, concretamente a Cerro de Pasco, una de las ciudades más altas del mundo, a casi 5 mil metros de altitud. Ahí estuvo hasta que, tras la muerte de su madre, sufrió una depresión y tuvo que cambiar de misión. Continuó en Perú y los últimos años de misión los pasó en Chile. Cuando su depresión se agravó, tuvo que regresar a México para curarse. Estuvo en varias comunidades, recuperándose y ayudando en las actividades que podía, hasta que en 2019 sufrió una fuerte infección estomacal que le afectó seriamente. Desde entonces vive en la comunidad del Oasis tratando de recuperarse del todo. Estuvo más de un mes hospitalizado por el Covid-19, al que sobrevivió a pesar de sus bajas defensas, razón por la que aún no ha podido vacunarse. Ahora vive su vocación tratando de animar a los demás visitándolos y, sobre todo, rezando y «pidiendo por los hermanos que están en la misión y por las necesidades del mundo, también sirviendo aquí en la casa en lo que puedo, lavando la loza o limpiando el comedor. También me ayuda el hecho de acompañar al padre Óscar cuando va a los pueblos cercanos para la animación misionera, porque me gusta estar en contacto con la gente».
«Nueva etapa para estar más cerca de Jesucristo»
El padre Armando Máximo es uno de los más jóvenes y el último en llegar al Oasis. Originario del estado de Puebla, trabajó más de 12 años en Chad. Le descubrieron un tumor cancerígeno en un riñón cuando se encontraba prestando su servicio misionero en la comunidad de Comalapa, Veracruz. Aunque el tumor estaba encapsulado y al parecer no había más órganos afectados, el riñón tuvo que ser extirpado. Poco a poco se va reponiendo de la operación y no pierde la esperanza de regresar algún día a la misión. «Aquí como que Dios me presenta una nueva etapa de la vida misionera –me dice–, como que me está diciendo “ahora cálmate tantito en tus actividades y refúgiate en mí”. Ahora mi trabajo misionero es darle gracias a Dios por esta nueva etapa que me invita a estar más cerca de Jesucristo, que es quien te da la fortaleza para continuar. Para los que somos muy activos como yo, ese equilibrio que los misioneros debemos tener entre acción y contemplación se hace realidad en estos momentos, cuando debemos saber estar más cerca de Dios. Soy consciente de que las comunidades por las que pasé: la de Comalapa, la de Sahuayo, la de Chad, mi familia… están rezando por mí. Ves que vas dejando huella y que la gente se acuerda de ti. Para mí es una ocasión de darle gracias a Dios». Termina afirmando que «en esta situación lo que haces es orar, dar gracias, y eso también es misión». Me cuenta el detalle de una pareja de amigos suyos que vinieron de Sahuayo para visitarlo y que, al conocer la realidad del Oasis, se quedaron impresionados al ver tantos misioneros que pasaron buena parte de su vida sirviendo a los demás y que ahora siguen haciéndolo, pero de otro modo.
Misioneros hasta el final
Estos son sólo algunos testimonios. Además de ellos están los padres Vittorio Moretto, Cristóbal Conde, Héctor Villalva, José Francisco Gómez y Anastacio Martínez, y los hermanos Antonio Muñoz y José Antonio Coto, sin contar los miembros de la comunidad que aseguran el funcionamiento de la casa –al frente de la cual está el padre Luis Arellano, misionero y médico– y el trabajo de animación misionera.
Según el ritual católico del matrimonio, los novios se comprometen a amarse y respetarse «en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte los separe». Ello bien se puede aplicar a la vocación misionera. Como decía el padre Aurelio, es una cuestión de vida. Uno es misionero hasta el final, porque los misioneros hacen de la misión y del servicio a los demás su propia esposa, a la que aman y sirven hasta el último de sus días.