Campamentos de verano en Cisjordania

Texto y fotos: Hna. Cecilia Sierra
Desde Jerusalén

“¿Vamos a ir al paseo?” Es la primera y crucial pregunta de los niños beduinos al comenzar el campo de verano. Bajo un sol abrasador que supera los 40 °C, un único árbol en el patio del kínder se convierte en oasis de juegos, risas y aprendizajes. Allí, los pequeños tejen recuerdos felices en medio de un desierto que es su hogar y que hoy corre el riesgo de serles arrebatado.

En los diez campamentos que tenemos planeados, las dinámicas se centran en la paz, la esperanza y la resiliencia. Son semillas que, aún en tierra árida, pueden florecer para sostener la dignidad y los sueños de estos niños y niñas palestinos que crecen en medio de la incertidumbre.

Hoy el tema era la esperanza. En el campamento beduino, el aire estaba lleno de risas. Risas que brotaban de niños cuyos ojos, a pesar de reflejar la dureza del desierto y la incertidumbre de su futuro, brillaban con una vitalidad desbordante. Su deseo de vivir, su creatividad, el gusto por la vida, las ansias de aprender y, sobre todo, de ser tomados en cuenta, se convirtieron en el mejor reflejo de lo que significa la esperanza en Cisjordania.

Viven en medio de la amenaza constante de que su hogar y su aldea —el único mundo que han conocido— puedan ser borrados del mapa para siempre. Sin embargo, ayer, sentados sobre el pasto sintético y polvorientas, bajo la sombra de un arbol, en medio del desierto, hablamos de algo poderoso: la actitud positiva ante la adversidad, la resiliencia, la fuerza de no rendirse incluso cuando todo alrededor parece invitarlos a hacerlo.

Khalil Gibran escribió: “La esperanza es la mitad de la felicidad.” Quizá por eso, cuando vi a esos pequeños lanzar globos al cielo —globos en los que habían escrito sus sueños, sus oraciones y lo que para ellos hace que la vida valga la pena— sentí que la esperanza tomaba forma entre sus dedos. Sabían que sus globos no eran de helio y que muchos caerían pronto, destrozándose contra las piedras ásperas del desierto. Y, en efecto, algunos cayeron demasiado rápido. Pero otros lograron elevarse, desafiando el aire caliente, hasta perderse en el azul infinito.

Así es la esperanza: no todas sobreviven intactas, pero basta con que una se eleve para recordarnos que un futuro digno es posible y merece ser protegido.

En este desierto árido y abrasador de Tierra Santa, estos niños nos muestran que la esperanza no es una ilusión frágil, sino una fuerza terca, tenaz, que brota incluso entre las rocas. Por eso estamos aquí: para unirnos a sus plegarias, para acompañarles en el cuidado de sus sueños, para decirles con nuestra presencia que no están solos.

Y cuántas más manos y corazones deberían sumarse… para que ningún viento, por más violento que sea, logre arrancar del cielo las esperanzas que a estos niños les pertenecen y tienen derecho.

Los subestimamos. Pensamos que, tras un año sin escuela, su atención sería fugaz, su interés limitado. Pero su activa y ferviente participacion superó nuestras expectativas. Niños beduinos, acostumbrados a la inmensidad del desierto y a la ausencia de reglas, espíritus libres que cada día nos enseñan lecciones de resiliencia. El autobús a Anata dejó de llegar; las distancias se volvieron imposibles. Perdieron clases, sí, pero no perdieron el hambre de aprender ni la alegría de vivir.

A las 7 de la mañana ya están allí, bajo el árbol del kinder, con corazones abiertos, ojos grandes, listos para jugar, reír, y absorber cada palabra, cada gesto. En este campamento de verano hablamos de respeto, esperanza, paz. Mientras tanto, ráfagas de aire cargado de arena barren el espacio arenoso. La aldea se llama Kasarat, “romper”, por la cantera cercana que quiebra piedra… y también pulmones. El sol abrasa, pero ellos no se detienen: corren, saltan, ríen. Aquí nadie queda fuera. Un niño con capacidades diferentes participa con entusiasmo y es acogido como el más ágil.

“¿Quieres que te lea una historia?”, me dice Rafig, con su vocecita aguda y una seguridad que desarma. Sujud, a su lado, se levanta para ofrecerme una silla, y luego un globo: “Para ti también”, dice con una sonrisa. Participativa, vivaz, servicial… Sujud contesta a todas las preguntas de la maestra. Tiene ocho años y hace pulseras de bisutería. Me regala una. Luego otra para las maestras.

“Gracias por su paciencia, por estar con nosotros estos días”, dice en nombre del grupo, con una madurez que sorprende. Recoge la basura, ayuda en todo, juega, se divierte. En sus ojos hay un fuego: un profundo deseo de vivir, de ser, de libertad… incluso en este desierto incandescente y cada día más ardiente.

La historia de Qais

Lo más hermoso de este día, dijo un niño beduino al evaluar el segundo día del campo de verano, “es que ayudamos a Qais y jugamos con él”.

Hace casi tres años conocimos a Qais, con sus grandes ojos llenos de vida pero sin poder moverse. Su mamá, dulce y fuerte, nos decía con preocupación: “No crece, no se mueve”. Hoy lo vimos lanzar la pelota lentamente y jugar con su hermano, sentarse en el círculo, reír y jugar a la lotería con los demás. Yo estaba extasiada, viendo cómo el amor y la inclusión abren caminos de esperanza.

En diciembre una amiga le consiguió una carriola doble para él y su hermanita mas pequeña, porque la mamá no podía cargar con los dos. Los niños lo cuidan, lo besan, le dan abrazos en medio de sus juegos y risas. Aquí juegan, aprenden, se apoyan. Hoy el valor que compartimos es la resiliencia, y eso es lo que Qais, estos niños y sus comunidades beduinas del desierto en  cisjordania encarnan cada día.

En un entorno marcado por una creciente violencia, evacuaciones forzadas y el sol abrasador del desierto, ellos nos enseñan que la resiliencia no es solo resistencia, sino también la capacidad de seguir jugando, riendo y soñando, vulnerables como son  en medio de la adversidad.

El segundo campamento

¿De dónde salieron estos niños? Llegaron muy temprano, con los pies llenos de polvo y el corazón rebosante de ilusión. Bajo la tienda improvisada de lonas y telas en medio del desierto, sus risas son más fuertes que el silencio árido que los rodea. Son pequeños, muy pequeños, pero saben esperar; este es apenas el segundo campamento de verano en sus cortas vidas, y lo esperan como se espera el agua en tierra sedienta.

A su alrededor, los asentamientos de colonos crecen como heridas abiertas en la tierra. Cercan, limitan, ahogan. Aquí no hay kinder. Nos lo han pedido tantas veces… pero aún no es posible. Primero deben reunirse los jefes de la aldea, decidir y preparar un lugar. Pero ¿dónde? Las casas, hechas de zinc y mantas, se apiñan unas contra otras, sin espacio para soñar. No pueden construir con cemento. No pueden ampliar el terreno. Hasta las ovejas viven pegadas a las casas, compartiendo ese pequeño y frágil rincón de existencia.

Y sin embargo, aquí están. Los niños juegan, aprenden, sueñan. Sus ojazos inmensos, llenos de gratitud, me atrapan y no me dejan mover. Hay calor, hay carencias, hay límites por todas partes… pero dentro de esta tienda late la vida. En medio del ardiente desierto de Cisjordania, los niños beduinos resisten jugando, aprendiendo, soñando. Porque mientras sueñen, hay futuro. Y mientras rían, hay esperanza.

Paciencia, Esperanza, Resiliencia y Alegría

Contra todo pronóstico, hemos logrado llevar a cabo ya  siete campamentos de verano en aldeas beduinas. Aún faltan tres, pero ya celebramos con gratitud lo que parecía imposible. La situación en estas comunidades es cada vez más compleja, y temíamos que este año los niños no pudieran tener un espacio para jugar, encontrarse, respirar.

A pesar del calor agobiante y las tensiones diarias, las risas de los niños han sido más fuertes que el miedo. Muchos de ellos nunca han ido a la escuela. Por eso, verlos jugar, aprender, expresarse… ha sido un regalo inmenso. Su alegría se ha convertido en nuestra fuerza.

Esta semana, en uno de los campamentos, un grupo de colonos israelíes llegó durante dos días consecutivos. Incluso entraron en una de las casas donde las mujeres trabajaban con dedicación en el bordado palestino. No quedó claro qué buscaban. “Me temblaban las piernas”, confesó la maestra cuando se marcharon. También los niños estaban asustados. Pero una vez que se fueron, volvieron a sonreír, refugiándose en esa ligereza que solo la infancia sabe preservar.

Nos sentimos profundamente agradecidas: siete aldeas han podido saborear, al menos por unos días, el gusto de la esperanza. Pero también seguimos preocupadas. El temor a evacuaciones forzadas sigue presente. Y en medio de tanta incertidumbre, seguimos apostando por la vida. Por estos pequeños que, incluso en el corazón del desierto, logran florecer con una resiliencia que nos toca lo más profundo del alma.

Hay esperanza, el desierto florece

Por: Hna. Cecilia Sierra, smc
desde Palestina

¿No te da miedo andar tu sola? Me preguntaron las mujeres el sábado pasado que visitaba sus aldeas. Siempre vamos las dos Combonianas y otras chicas voluntarias que se nos unen cada quince días. Pero este sábado hubo una emergencia y Lulu no pudo venir, ni las chicas.

Y sí, lo pensé. Andar sola, cruzando esos caminos del desierto. ¡Uy!, me estremecí. De hecho, pasé por un camino antiguo, que según la tradición fue el mismo que cruzó el hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones. Incluso rodeé el lugar donde se cree estuvo el albergue a donde el Buen Samaritano llevó al hombre después de curarle las heridas con vino y aceite y vendarlas. En aquella historia que cuenta Jesús en el evangelio hubo ladrones, pero también hubo un buen Samaritano.

Tres de las aldeas beduinas que visitamos cada sábado están a un lado del Buen Samaritano. Otra se llama Nabi Musa, cerca de uno de los lugares de peregrinación más importante para los Palestinos, desde donde en los días soleados se pueden observar las colinas de Moab y el Monte Nebo. Precisamente en ese mismo camino, hace unos meses, nos siguió una patrulla de soldados. Expedita manejaba y nos dimos cuenta que era a nosotras a quienes seguían cuando ella se desvió del camino y ellos también lo hicieron. Luego se detuvo y nos preguntaron que a dónde íbamos. Les dijimos que con los beduinos y a lo que vamos y nos dejaron continuar. Pero al siguiente día el camino a esa aldea fue bloqueado. Gracias a Dios ya lo abrieron de nuevo porque causó muchos inconvenientes y temor a los beduinos que viven en ella.

Los niños hacen fiesta cuando nos ven. ¿When Lulú, when al-banat? ¿Dónde esta Lulu? ¿Donde están las chicas? Preguntan los niños al verme llegar sola. Lulú y las chicas se encargan de los niños, organizan juegos y les enseñan Inglés, mientras yo me reúno con las mujeres. En dos aldeas doy clase de inglés a las mujeres y a las jovencitas y en otros dos cursos de bordado. Las mamás nos dicen que los sábados los niños se levantan temprano para esperarnos. Y es cierto. En cuanto oyen el ruido del carro salen corriendo a encontramos. Parece increíble, pero cada día aparecen más. En unas aldeas nos saludan besándonos la mano y poniéndola sobre su frente. Son lindos.

La mayoría de las mujeres de la aldea vienen a los cursos de inglés y bordado que ofrecemos. En algunas todas participan. Me sorprendió que en una de ellas me sirvieran café, soda, pastelillos y plátanos. Son muy pobres. Una de ellas no tiene dinero para llevar a su hijo al hospital y lo necesita. ¿Es el último día que vienes? Me preguntan ¿Ya no nos visitarás? Es que la semana anterior les habíamos dicho que como no hay turistas y no tenemos huéspedes en nuestra casa de Jerusalén, ya no continuaríamos con el proyecto de bordado. Una de ellas fue quien hizo el cuadro que le llevó Daniela al Papa.

Les explico que habíamos decidido que ya no hicieran más bordados, pero visto que al Papa le gustó el regalo, podrían continuar bordando, esperando que alguien nos diga, mándame unos 20 mantelitos para encuadrarlos, como el del Papa. ¿Será que alguien se anima y nos apoya? Por eso era el refresco, el pastelillo y los plátanos. Un lujo para ellas en tiempos de tanta escasez. Pensaban que era la última vez que las visitaríamos y querían agradecernos. La alegría se dibujó en sus rostros cuando les dije que regresaremos. “Aquí nos vemos la próxima semana, in shah Allah.”

Y jugamos con ellas a la lotería, ellas junto con sus hijos. Primera vez que participan en el juego. Rieron, disfrutaron, ganaron. El premio era un globo y una madeja de hilo que nos mandó una comboniana de Jordania. Se divirtieron un mundo. Parecían niñas. Me gozaba verlas contentas, sonrientes, dejando a un lado, al menos por un rato, preocupaciones y temores.

Por eso que cada sábado, atravesamos contentas ese camino viejo que va de Jerusalén a Jericó, por el desierto de Judea. Hay cuatro aldeas beduinas que esperan. Niños que se alegran, juegan, mujeres que aprenden, despliegan creatividad y generan ingresos para la familia. Son tiempos difíciles, la guerra es real. Pero hay esperanza y el desierto ya florece.

https://youtu.be/Ivopj5LYjbE
Las misioneras combonianas acompañan a las poblaciones beduinas del desierto de Judea, llevando un poco de paz y alegría en tiempos difíciles de guerra.