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La santidad de Comboni

“Nuestra vida, la vida, la vida del Misionero, es una mezcla de dolor y gozo, de preocupaciones y esperanza, de sufrimientos y alivios. Se trabaja con las manos y con la cabeza, se viaja a pie y en piragua, se estudia, se suda, se sufre, se goza: esto es cuanto quiere de nosotros la Providencia”.
(Escritos 414)

Nos encontramos a veintiuno años del aniversario de la canonización de San Daniel Comboni, nuestro padre y fundador, de quien hemos heredado el carisma que nos permite hoy compartir su vida, su obra, su vocación y la pasión por los más pobres y abandonados.

Se trata de una fecha que nos recuerda la gracia de la santidad comboniana vivida en primer lugar por Comboni y después por tantos misioneros combonianos, combonianas, seculares, laicos que han seguido sus huellas y viven hoy la misión como lugar en donde se realiza el deseo de Dios que quiere que todos seamos santos, como él es santo.

Creo que sea también una buena ocasión para detenernos un momento para agradecer el don de la santidad de Comboni, que en estos años ha ido conquistando a muchas personas que descubren en él un modelo y una inspiración para vivir la espiritualidad y la belleza de la vocación misionera.

Y para quienes hemos hecho de su carisma la opción de nuestras vidas, es un momento especial para preguntarnos hasta qué punto su santidad se ha convertido en nuestro itinerario personal de santidad y cómo su santidad ha transformado nuestras vidas, haciendo de cada uno de nosotros auténticos hombres y mujeres de Dios, consagrados enteramente a la misión.

Seguramente es un momento de gratitud porque somos testigos y podemos afirmar con sencillez que Comboni sigue siendo hoy no sólo un gran misionero que inspira y atrae a muchas personas involucrándolas en la misión, sino también un itinerario probado de santidad que puede llevar al encuentro con el Señor a través de la consagración personal al servicio del anuncio del evangelio.

El Papa Francisco nos ha recordado no hace mucho tiempo que los pastores deben estar impregnados del olor de las ovejas. Sería bueno, en esta hora de festejos, preguntarnos ¿cuánto huelen nuestras vidas al perfume de la santidad de Comboni? ¿Cuánto nuestros intereses están centrados en la misión, cuánto y de qué manera hemos visto trasformadas nuestras vidas y mejorado nuestro compromiso misionero?

¿Qué celebramos en este aniversario?

Queremos celebrar la santidad misionera de un hombre que ha sabido abrir su corazón al proyecto de Dios en su vida, dejándose transformar en un incansable trabajador en la construcción del Reino en medio de aquellas personas que se convirtieron en la pasión de su vida.

Celebramos la santidad expresada y concretizada a través de la disponibilidad a la voluntad de Dios, manifestada en la llamada específica a consagrar toda su vida a la misión. ” si abandono la idea de consagrarme a las misiones extranjeras, soy mártir para toda la vida de un deseo que nació en mi alma hace más de catorce años, y que fue siempre creciendo a medida que conocí la sublimidad del apostolado.

Si abrazo la idea de las misiones, hago mártires a dos pobres padres…Pero en medio de esta lucha universal de mis ideas, encuentro oportuno el proyecto de hacer los ejercicios, de consultar a la Religión y a Dios; y El, que es justo y todo lo gobierna, sabrá sacarme e este atolladero, arreglarlo todo y consolar a mis padres, si me llama a dar la vida bajo la bandera de la Cruz en África; o bien, si no me llama, sabrá poner tales obstáculos que me sea imposible la realización de mis planes”. (Escritos 7-9)

Damos gracias por la santidad que es disponibilidad y fidelidad a un proyecto que no responde a exigencias personales, sino que acepta entrar en el mundo de Dios, convirtiéndose en familiar suyo, aprendiendo a leer la historia humana con los ojos de Dios para amarla como sólo Dios puede hacerlo, con un corazón lleno de misericordia y compasión.

Recordamos la santidad de Comboni que se realizará sólo cuando la totalidad de su persona será entregada y consagrada a quienes ha considerado por siempre los únicos destinatarios de su amor: “Yo vuelvo entre vosotros para ya nunca volver dejar de ser vuestro, y totalmente consagrado para siempre a vuestro mayor bien… Quiero hacer causa común con cada uno de vosotros, y el día más feliz de mi existencia será aquel en que por vosotros pueda dar la vida” (Escritos 3156-3164 homilía de Jartum).

Reconocemos la santidad de Comboni como santidad que se proyecta y se refleja en el rostro de los más abandonados en quienes se descubre la presencia del Señor que nos precede y nos espera en aquellos a quienes somos enviados como misioneros. Es la santidad del evangelizador que santifica a través del anuncio y se evangeliza y santifica a sí mismo en el encuentro con las personas en donde Dios lo precede y espera para revelarle su rostro.

Agradecemos hoy la santidad de Comboni que ha sabido, entendido y aceptado que, como misioneros, sólo podemos alcanzar la santidad cuando se hace causa común con las personas a quienes somos enviados; cuando no rechazamos el dolor y el sufrimiento de todos aquellos que no cuentan o simplemente no son considerados por los parámetros de nuestras sociedades contemporáneas. Cuando con sencillez y humildad nos comprometemos en la construcción de una humanidad más justa y respetuosa de los derechos de cada persona.

Es la santidad que se transforma en compromiso y que se paga de persona aceptando estar en donde otros no aceptan permanecer porque se pone a riesgo la propia vida. Es santidad que nos obliga salir de nosotros mismos, como primera experiencia misionera que implica partir, dejar lo seguro, lo gratificante y placentero; jugarnos la vida ofreciéndola totalmente para que otros puedan acceder a la vida que sólo Dios puede dar.

 Es la santidad que implica el sacrificio de dejarlo todo, hasta lo amado y a lo que, de algún modo, tendríamos derecho, sin lamentarse y sin hacer mucho ruido para que los demás se enteren.

Deseamos celebrar la santidad misionera marcada por la cruz y el sacrificio, recordando que las obras de Dios, en la experiencia de Comboni, nacen y crecen a los pies de la cruz y que la vida del misionero no tiene nada qué ver con el confort, el prestigio o la comodidad que aparecen hoy como los objetivos de la existencia de tantos en nuestro mundo enfermo de protagonismo y de auto referencialidad.

Santidad que nos recuerda que somos llamados a convertirnos en piedras escondidas en los cimientos del edificio, alejados de la tentación de la apariencia, de los primeros lugares, de los potentes reflectores o de los titulares de los periódicos. “Ya veo y comprendo que la cruz me es tan amiga, y la tengo siempre tan cerca, que desde hace tiempo la he elegido por Esposa inseparable y eterna. Y con la cruz como amada compañera y maestra sapientísima de prudencia y sagacidad, con María como mi madre queridísima, y con Jesús todo mío, no temo, Emmo. Príncipe, ni las tormentas de Roma, ni las tempestades de Egipto, ni los torbellinos de Verona, ni los nubarrones de Lyon y París; y ciertamente, con paso lento y seguro, andando sobre las espinas, llegaré a iniciar establemente e implantar la ideada Obra de la Regeneración de la Nigricia central, que tantos han abandonado, y que es la obra más difícil y fatigosa del apostolado católico”. (Escritos 1710)

En una palabra, la santidad de Comboni nos desafía y nos provoca para que no nos dejemos atrapar por las tentaciones de nuestro tiempo que pretenden presentarnos una misión “light” en la que se filtra un estilo de vida burgués y refractario a todo aquello que implica radicalidad, sacrificio y entrega sin condiciones.   

Contemplando a Comboni descubrimos en él al santo que ha sabido orientar todo su corazón a una sola pasión: la misión y ha vivido esa pasión en una relación profunda con el Señor a través de una experiencia de oración continua en donde experimentaba la conciencia de estar en las manos de Dios lo que le permitió confiar siempre y en toda circunstancia. 

Deseamos celebrar la santidad que nace y crece en el encuentro personal, perseverante, cotidiano con el Señor que nos invita a compartir su misión, a vivir su experiencia de constructor del Reino, a hacer nuestro su estilo de vida que se convierte en testimonio de la presencia del Padre en nuestras vidas.

Santidad misionera

Con San Daniel Comboni queremos celebrar la santidad misionera caracterizada por el compromiso total con el anuncio del Evangelio a todas las personas de nuestro tiempo y de manera particular a los más pobres y abandonados en cuanto primeros destinatarios del Evangelio.

Deseamos celebrar la santidad que nos habla de fiesta y de alegría, de esperanza y de confianza, de sencillez y de espontaneidad, de acogida y de amor sin límites, como frutos de la Palabra sembrada con generosidad en el corazón humano.

Es santidad que nos recuerda que, como misioneros, somos hombres y mujeres destinados a convertirnos en testigos que anuncian un futuro que no puede ser sombrío o amenazador porque es el mañana que Dios nos tiene preparado.

Es santidad que nos invita a leer la historia, a todos los niveles, con una mirada de fe que no nos concede alejarnos o ignorar los dramas que viven nuestros contemporáneos. Por lo tanto, es la santidad que se alcanza a través del compromiso solidario, de la coherencia de vida, de la espiritualidad sólida vivida en los pequeños detalles de la vida y en las grandes decisiones que definen nuestra existencia para siempre.

Con san Daniel Comboni, queremos vivir la santidad misionera como experiencia que implica una disponibilidad grande a la conversión continua que nos permita reconocer quién es el auténtico protagonista de la misión. Conversión que abre a la disponibilidad, a la generosidad, a la alegría de poder compartir lo que somos convirtiéndonos en hermanos, en padres y madres de las personas a quienes somos enviados.

Compartir la santidad de Comboni significa aceptar un itinerario que conduce por senderos marcados por la cruz que implica la renuncia a todo, el sacrificio, la soledad, el caminar contra corriente, el seguir una lógica que no es la del mundo. Se trata de entrar con humildad en la lógica de Dios que es gracia, ofrenda de sí, acogida siempre dispuesta, servicio sin distinciones; en una palabra, amor que se deja sacrificar sobre la cruz para vencer a la muerte y para que todos tengamos vida en él.

Comboni santo es capaz de formular toda esta experiencia diciendo, con la sencillez de las palabras, pero más aún con el silencio de su consagración a la misión, que: “las obras de Dios nacen y crecen a los pies de la cruz”.

La conclusión parece ser obvia, no hay santidad misionera comboniana que no pase por el camino de la cruz.

Como hijos e hijas de san Daniel Comboni nos sabemos llamados a trabajar con entusiasmo para que el Evangelio, la Palabra de Vida que se ha hecho uno de nosotros en la persona de Jesús, encuentre un espacio en el corazón de los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

Viviendo o intentando cada día hacer nuestra la santidad de Comboni, deseamos continuar con su obra evangelizadora consagrando todas nuestras energías, nuestras capacidades, la vida entera, con la esperanza de poder hacer un día nuestra la experiencia que le permitió decir sin titubeos: “África o Muerte” expresando así su abandono total a la voluntad de Dios en su vida.

Santidad misionera que nos obliga a desaparecer a nosotros mismos para permitir que sea el Señor quien se manifieste a través de nuestras vidas convirtiéndonos en testigos que anuncian la llegada del Reino, más con sus vidas que con sus predicaciones, discursos y palabras. Es la santidad que se vive en la alegría de poder ofrecer lo único que poseemos: la vida entera.

Casi veinte años después

¿Qué hemos hecho de la santidad de Comboni que la Iglesia ha querido poner como modelo a toda la Iglesia recordando que la misión, vivida como él lo ha hecho, es camino seguro de santificación?

Me alegra y me anima poder decir que, gracias a Dios, la santidad de Comboni ha rebasado los límites de nuestros institutos y hoy, andando por el mundo, nos encontramos cada día más con personas que viven la santidad de Comboni reconociéndolo como un modelo de discípulo, como gran misionero y como ejemplo extraordinario para descubrir al Señor en los caminos de la misión.

Espero y deseo que la celebración de este aniversario pueda ser para todos nosotros mucho más que un momento de festejo que pasa y se diluye en lo habitual de nuestras vidas y que se transforme en un tiempo de gracia para abrirnos al don de la santidad que tenemos en casa.

P. Enrique Sánchez G. Mccj

Carta del Papa a los católicos de Medio Oriente

7 de octubre de 2024

Queridos hermanos y hermanas,

Pienso en vosotros y rezo por vosotros. Deseo unirme a vosotros en este triste día. Hace un año, la mecha del odio prendió; no se apagó, sino que deflagró en una espiral de violencia, ante la vergonzosa incapacidad de la comunidad internacional y de los países más poderosos para silenciar las armas y poner fin a la tragedia de la guerra. La sangre corre, las lágrimas también; la ira aumenta, junto con el deseo de venganza, mientras parece que pocos se preocupan por lo que más se necesita y lo que la gente desea: el diálogo, la paz. 

No me canso de repetir que la guerra es una derrota, que las armas no construyen el futuro, sino que lo destruyen, que la violencia nunca trae la paz. La Historia lo demuestra y, sin embargo, años y años de conflictos parecen no habernos enseñado nada. Y vosotros, hermanos y hermanas en Cristo que habitáis en los Lugares de los que más hablan las Escrituras, sois un pequeño rebaño desamparado, sediento de paz. 

Gracias por ser quienes sois, gracias por querer permanecer en vuestras tierras, gracias por saber rezar y amar a pesar de todo. Sois una semilla amada por Dios. Y así como una semilla, aparentemente sofocada por la tierra que la cubre, sabe siempre encontrar el camino hacia arriba, hacia la luz, para dar fruto y vida, así vosotros no os dejáis tragar por las tinieblas que os rodean, sino que, plantados en vuestras tierras sagradas, os convertís en brotes de esperanza, porque la luz de la fe os lleva a dar testimonio del amor mientras se habla de odio, del encuentro mientras cunde el enfrentamiento, de la unidad mientras todo se vuelve oposición.

Con corazón de padre me dirijo a vosotros, pueblo santo de Dios; a vosotros, hijos de vuestras antiguas Iglesias, hoy «mártires»; a vosotros, semillas de paz en el invierno de la guerra; a vosotros que creéis en Jesús «manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29) y en Él os convertís en testigos de la fuerza de una paz sin armas.

La gente hoy no sabe cómo encontrar la paz, y los cristianos no debemos cansarnos de pedírsela a Dios. Por eso hoy he invitado a todos a vivir una jornada de oración y ayuno. La oración y el ayuno son las armas del amor que cambian la historia, las armas que derrotan a nuestro único y verdadero enemigo: el espíritu del mal que fomenta la guerra, porque es «homicida desde el principio», «mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8, 44). Por favor, dediquemos tiempo a la oración y redescubramos el poder salvador del ayuno.

Tengo una cosa en el corazón que quiero deciros, hermanos y hermanas, pero también a todos los hombres y mujeres de toda confesión y religión que en Oriente Medio sufren la locura de la guerra: Estoy cerca de vosotros, estoy con vosotros. Estoy con vosotros, habitantes de Gaza, maltratados y agotados, que estáis cada día en mi pensamiento y en mis oraciones. Estoy con vosotros, obligados a dejar vuestros hogares, a abandonar la escuela y el trabajo, a vagar en busca de un destino para escapar de las bombas. Estoy con vosotros, madres que derramáis lágrimas mirando a vuestros hijos muertos o heridos, como María viendo a Jesús; con vosotros, pequeños que habitáis las grandes tierras de Oriente Medio, donde las conspiraciones de los poderosos os arrebatan el derecho a jugar. Estoy con vosotros, que tenéis miedo de mirar hacia arriba, porque llueve fuego del cielo. Estoy con vosotros, que no tenéis voz, porque se habla mucho de planes y estrategias, pero poco de la situación concreta de los que sufren la guerra, que los poderosos hacen hacer a los demás; sobre ellos, sin embargo, pende la inquebrantable escrutación de Dios (cf. Sb 6,8). Estoy con vosotros, sedientos de paz y de justicia, que no os rendís a la lógica del mal y, en nombre de Jesús, «amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen» (Mt 5, 44).

Gracias, hijos de la paz, por consolar el corazón de Dios, herido por la maldad del hombre. Y gracias a todos los que en todo el mundo os ayudan; a ellos, que cuidan del hambriento, del enfermo, del forastero, del abandonado, del pobre y del necesitado Cristo en vosotros, os pido que sigáis haciéndolo con generosidad. Y gracias, hermanos obispos y sacerdotes, que lleváis el consuelo de Dios a las soledades humanas. Por favor, mirad al pueblo santo al que estáis llamados a servir y dejad que vuestro corazón se conmueva, dejando atrás, por el bien de vuestros fieles, toda división y ambición.

Hermanos y hermanas en Jesús, os bendigo y os abrazo con afecto, de corazón. Que Nuestra Señora, Reina de la Paz, os guarde. Que San José, Patrono de la Iglesia, os proteja.

Fraternalmente vuestro, FRANCISCO

Roma, San Juan de Letrán, 7 de octubre de 2024.


Oración del Santo Padre Papa Francisco por la Paz

Basílica de Santa María la Mayor
Domingo, 6 de octubre de 2024

Oh María, Madre nuestra, estamos de nuevo aquí ante ti. Tú conoces los dolores y las fatigas que en esta hora abruman nuestro corazón. Nosotros elevamos la mirada hacia ti, nos sumergimos en tus ojos y nos encomendamos a tu corazón.

También a ti, oh Madre, la vida te reservó difíciles pruebas y humanos temores, pero fuiste valiente y audaz; confiaste todo a Dios, le respondiste con amor, te ofreciste incondicionalmente. Como intrépida Mujer de la caridad, fuiste rápidamente a ayudar a Isabel; con prontitud percibiste la necesidad de los esposos durante las bodas de Caná; con fortaleza interior en el Calvario iluminaste de esperanza pascual la noche del dolor. Por último, con ternura de Madre animaste a los discípulos temerosos en el Cenáculo y, con ellos, acogiste el don del Espíritu.

Ahora te suplicamos, ¡escucha nuestro clamor! Necesitamos tu mirada, tu mirada amorosa que nos invita a confiar en tu Hijo Jesús. Tú que estás dispuesta a acoger nuestros dolores, ven a socorrernos en este tiempo en que estamos oprimidos por las injusticias y devastados por las guerras; enjuga las lágrimas sobre los rostros sufridos de cuantos lloran la muerte de sus seres queridos, de sus propios hijos; despiértanos del letargo que ha oscurecido nuestro camino y despoja nuestros corazones de las armas de la violencia, para que se cumpla pronto la profecía de Isaías: «Con sus espadas forjarán arados y podaderas con sus lanzas. No levantará la espada una nación contra otra ni se adiestrarán más para la guerra» (Is 2,4).

Madre, dirigetu mirada maternal a la familia humana, que ha perdido el gozo de la paz y ha extraviado el sentido de la fraternidad. Madre, intercede por nuestro mundo en peligro, para que custodie la vida y rechace la guerra; para que cuide a los que sufren, a los pobres, a los indefensos, a los enfermos y a los afligidos, y proteja nuestra casa común.

A ti imploramos, Madre, la misericordia de Dios, a ti que eres Reina de la paz. Convierte los corazones de quienes alimentan el odio, silencia el ruido de las armas que provocan la muerte, apaga la violencia que habita en el interior del hombre e inspira proyectos de paz en las decisiones de quienes gobiernan las naciones. 

María, Reina del santo Rosario, desata los nudos del egoísmo y disipa las nubes oscuras del mal. A nosotros tus hijos llénanos con tu ternura, levántanos con tu mano bondadosa y danos tu caricia de Madre, que nos hace esperar el advenimiento de una nueva humanidad donde «el desierto será un vergel y el vergel parecerá un bosque. En el desierto habitará el derecho y la justicia morará en el vergel. La obra de la justicia será la paz» (Is 32,15-17).

Oh Madre, Salus Populi Romani, ¡ruega por nosotros!

Domingo XXVII ordinario. Año B

El matrimonio cristiano ¿Una contracultura?

XXVII Domingo del Tiempo Ordinario (B)
Marcos 10,2-16 (10,2-12): “Que el hombre no separe lo que Dios ha unido”

El tema que emerge de las lecturas de este XXVII domingo es el matrimonio. Los fariseos, para poner a prueba a Jesús, le preguntan “si es lícito que un hombre repudie a su mujer”. Incluso la Ley de Moisés (Torá) lo permitía, por iniciativa del esposo, “si sucede que ella no halla gracia a sus ojos” (Deuteronomio 24,1-4). La ley mosaica, sin embargo, pretendía de alguna manera proteger a la mujer, obligando al hombre a escribir un acta de repudio, es decir, un certificado de divorcio, para permitirle a la mujer casarse con otro.

En cuanto a las motivaciones para el divorcio, en ese tiempo había dos escuelas rabínicas con opiniones muy diferentes. La escuela de Hillel interpretaba la ley de manera flexible, permitiendo al hombre repudiar a su esposa por cualquier motivo. La escuela de Shammai, más estricta, solo lo permitía en caso de adulterio. Jesús no toma partido en la disputa rabínica. Él considera que Moisés hizo esta concesión debido a la dureza del corazón humano. Sin embargo, el plan original de Dios para la pareja era otro. Dios los creó varón y mujer, y los dos al unirse se convierten en una sola carne. Y Jesús concluye diciendo: “Así que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió, que no lo separe el hombre”.

En casa, los discípulos vuelven a interrogar al Maestro sobre este tema. Jesús reafirma la indisolubilidad del matrimonio, igualando la responsabilidad entre hombre y mujer. En el texto paralelo de Mateo, los apóstoles reaccionan con asombro a esta afirmación de Jesús, diciendo: “Si tal es la situación del hombre con respecto a su mujer, no conviene casarse” (Mateo 19,10). ¡La convivencia matrimonial nunca ha sido fácil!

Puntos de reflexión

1. Un cambio de época. Desde hace algunas décadas estamos siendo testigos de un profundo cambio en la visión de la sexualidad, la identidad de género y la orientación sexual, poniendo en crisis la institución social de la familia. En este contexto se hace muy difícil hablar de la pareja y de la unión matrimonial, entre dos posiciones extremas: la tradicional, anclada en la cultura patriarcal, y la ideología de género. Entre ambas posiciones hay un amplio campo de debate que, para un cristiano, no puede ser de crítica y juicio, sino de respeto y misericordia.

La visión cristiana de la pareja natural parte del dato bíblico de que la humanidad fue creada a imagen de Dios, según Génesis 1,27: “Dios creó al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó: varón y mujer los creó”. Es, por tanto, el “sacramento primordial de la creación” (Juan Pablo II). El sacramento del matrimonio se fundamenta más específicamente en este texto de Jesús sobre el plan original de Dios: la unión indisoluble de la pareja hombre y mujer. Esta visión se enriquece aún más con el texto de San Pablo en Efesios 5, que desarrolla el concepto veterotestamentario de la alianza esponsal entre Dios y su pueblo, presentando a la pareja cristiana como un “sacramento” de la unión entre Cristo y su esposa, la Iglesia. A menudo, lamentablemente, del texto se enfatiza el elemento cultural cambiante (“las esposas deben someterse a sus maridos en todo”), oscureciendo el elemento bíblico perenne: “¡Este misterio es grande: yo lo digo respecto a Cristo y la Iglesia!” (Efesios 5,32).

El matrimonio cristiano es una verdadera vocación, un memorial de la unión esponsal entre Cristo y su Iglesia, así como la vida consagrada, con el voto de virginidad, lo es de nuestra condición escatológica. La crisis actual del “matrimonio en la iglesia” puede convertirse en una oportunidad de gracia para devolver el sacramento a su esencia. Naturalmente, esta situación requerirá de la Iglesia una capacidad cada vez mayor de creatividad para encontrar líneas pastorales de acogida a otros tipos de uniones, en la línea de la misericordia, teniendo en cuenta que nuestra humanidad es frágil y herida.

2. El matrimonio cristiano será cada vez más una contracultura, en contraste con la mentalidad dominante. Esto también puede ser un servicio a la sociedad, para contrarrestar la deriva subjetivista de una sexualidad una sexualidad “a gusto de cada uno” y un tipo de unión “usar y tirar”.

¡El cristiano no “lo hace a su gusto”! No renuncia a tener el horizonte ideal evangélico como meta de su vida. No baja el listón para evitar el esfuerzo. No se conforma con un estilo de vida a la baja, al “mínimo denominador común”. Y todo esto a pesar de la conciencia de su propia debilidad, que se convierte en una espina en la carne, pero que le lleva a confiar únicamente en la gracia de Dios.

¡El cristiano no “usa y tira” en sus relaciones personales y, aún menos, en la relación matrimonial! Por eso se convierte en un experto en “reparaciones”. ¡No tira, sino que repara! Otro nombre del cristiano podría ser “reparador de brechas” (Isaías 58,12). Solo así el discípulo/a de Cristo será sal de la tierra y luz del mundo.

3. ¿Cómo aspirar a un ideal de amor tan alto, sin condiciones? Tal vez también en este caso Jesús nos responda: “¡Imposible para los hombres, pero no para Dios! Porque todo es posible para Dios” (Marcos 10,27). La vocación matrimonial es realmente un desafío que pone a prueba la fe del cristiano. Por ello, el matrimonio cristiano solo puede vivirse… a tres, es decir, poniendo a Cristo en el centro. También aquí se cumple, de manera particular, la palabra del Señor: “Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18,20).

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


Los fariseos plantean a Jesús una pregunta para ponerlo a prueba. Esta vez no es una cuestión sin importancia, sino un hecho que hace sufrir mucho a las mujeres de Galilea y es motivo de vivas discusiones entre los seguidores de diversas escuelas rabínicas: “¿Le es lícito al varón divorciarse de su mujer?”.
Una humanidad que cree en el amor fiel

Un comentario a Mc 10, 2-13

La lectura bíblica que hacemos hoy pasa por alto el primer versículo del capítulo 10, en el que se dice que Jesús pasó “al otro lado del Jordán”. A muchos les parece que esta indicación geográfica es una referencia menor o incluso equivocada (un despiste de Lucas). Sin embargo, a mí, que no soy experto, sino solo lector habitual de los evangelios, me huele que detrás de esa nota geográfica se esconde una intención interesante, que me atrevo a compartir aquí.

El río Jordán tiene un valor profético muy importante para el pueblo de Israel, comparable quizá al Mar Rojo. Si éste fue el límite primero entre la esclavitud de Egipto y el camino hacia la tierra prometida, el Jordán fue el que tuvieron que atravesar para entrar precisamente en esa tierra de Dios. Por eso atravesar el Jordán puede tener mucho que ver con “volver a entrar” en la tierra prometida, regenerar profundamente la vida querida por Dios, perdida entre tantas traiciones y claudicaciones. Por eso el Bautista fue a bautizar al Jordán invitando a la gente a la conversión, es decir, a dejar atrás el hombre viejo y empezar de cero, con una nueva fidelidad al proyecto de Dios.

Jesús se inserta plenamente en esta propuesta de regeneración. Y por eso me suena que, después de atravesar el Jordán, se le plantea a Jesús una cuestión de gran importancia, que nos afecta a todos: el plan de Dios para el matrimonio, realidad primera y más significativa de la vida humana y de la alianza “matrimonial” de Dios con su pueblo.

Me parece que la respuesta de Jesús no tiene que ver con una casuística de derecho matrimonial, sino con una propuesta de renovación profunda; parte importantísima de esa renovación profunda es volver a los orígenes, volver a la fidelidad a Dios, tanto en el matrimonio mismo como en la vida social.

En todo caso, repito que este texto no se puede entender como una actitud moralista o canonista, un enredarse en cuestiones de hasta dónde puedo separarme y hasta donde soy libre para hacer lo que quiero. El texto es el llamado a una regeneración total de la vida, en la que el matrimonio se vuelve “sacramento”, signo y realidad de la vida entendida como amor y fidelidad.

Por eso podemos decir que la imagen más fiel de la Iglesia es una pareja que se aman y son ante el mundo imagen del amor original y definitivo de Dios, un amor fiel y definitivo. Algunos entenderán esto, otros dirán que eso es una ingenuidad. Yo he tenido la suerte de conocer parejas jóvenes y maduras que entienden esto y su experiencia de vida es una belleza. Estas parejas representan lo mejor de la humanidad y de la Iglesia. Pueden ser pocas o muchas, pero son una semilla clara del Reino, sin que eso implique desconocer las dificultades reales de la convivencia entre personas. En ese sentido, la vida en pareja es un laboratorio de la humanidad con sus caídas y fracasos, pero el modelo que Jesús propone es el de una humanidad reconciliada que cree en el amor fiel.
P. Antonio Villarino
Bogotá


Contra el poder del varón

José Antonio Pagola

Los fariseos plantean a Jesús una pregunta para ponerlo a prueba. Esta vez no es una cuestión sin importancia, sino un hecho que hace sufrir mucho a las mujeres de Galilea y es motivo de vivas discusiones entre los seguidores de diversas escuelas rabínicas: “¿Le es lícito al varón divorciarse de su mujer?”.

No se trata del divorcio moderno que conocemos hoy, sino de la situación en que vivía la mujer judía dentro del matrimonio, controlado absolutamente por el varón. Según la ley de Moisés, el marido podía romper el contrato matrimonial y expulsar de casa a su esposa. La mujer, por el contrario, sometida en todo al varón, no podía hacer lo mismo.

La respuesta de Jesús sorprende a todos. No entra en las discusiones de los rabinos. Invita a descubrir el proyecto original de Dios, que está por encima de leyes y normas. Esta ley “machista”, en concreto, se ha impuesto en el pueblo judío por la “dureza de corazón” de los varones que controlan a las mujeres y las someten a su voluntad. Jesús ahonda en el misterio original del ser humano. Dios “los creo varón y mujer”. Los dos han sido creados en igualdad. Dios no ha creado al varón con poder sobre la mujer. No ha creado a la mujer sometida al varón. Entre varones y mujeres no ha de haber dominación por parte de nadie.

Desde esta estructura original del ser humano, Jesús ofrece una visión del matrimonio que va más allá de todo lo establecido por la Ley. Mujeres y varones se unirán para “ser una sola carne” e iniciar una vida compartida en la mutua entrega sin imposición ni sumisión.

Este proyecto matrimonial es para Jesús la suprema expresión del amor humano. El varón no tiene derecho alguno a controlar a la mujer como si fuera su dueño. La mujer no ha de aceptar vivir sometida al varón. Es Dios mismo quien los atrae a vivir unidos por un amor libre y gratuito. Jesús concluye de manera rotunda: “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el varón”. Con esta posición, Jesús esta destruyendo de raíz el fundamento del patriarcado bajo todas sus formas de control, sometimiento e imposición del varón sobre la mujer. No solo en el matrimonio sino en cualquier institución civil o religiosa.

Hemos de escuchar el mensaje de Jesús. No es posible abrir caminos al reino de Dios y su justicia sin luchar activamente contra el patriarcado. ¿Cuándo reaccionaremos en la Iglesia con energía evangélica contra tanto abuso, violencia y agresión del varón sobre la mujer? ¿Cuándo defenderemos a la mujer de la “dureza de corazón” de los varones?
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Misión es no avergonzarse de llamarlos hermanos

Génesis  2,18-24; Salmo  127; Hebreos  2,9-11; Marcos  10,2-16

Reflexiones
Con lenguaje poético y mítico, la Palabra de Dios nos revela luminosas verdades sobre el ser humano – hombre y mujer – sobre la familia y el cosmos. La primera verdad es que Adán no se creó a sí mismo: es Dios quien lo creó (I lectura). La palabra Adán, en este caso, quiere decir varón y mujer. Este Adán (el hombre y la mujer) vive en soledad, a la que Dios mismo pone remedio: «No está bien que el hombre esté solo: voy a hacerle alguien como él que le ayude» (v. 18). En última instancia, según el texto bíblico, se podría decir que ni siquiera Dios es suficiente para satisfacer a Adán en su soledad. Para su existencia histórica, Adán necesita también de cosas, de animales, plantas… que el Creador le provee con creces en el encanto del universo, otorgándole incluso la potestad de imponer el nombre a los seres vivientes, es decir, el poder de tenerlos bajo su custodia (v. 19). Según la teología bíblica, la potestad de dominio sobre las cosas creadas corresponde, naturalmente, al ser humano en su globalidad de hombre y mujer, con igual dignidad. Dominio-custodia significa uso, no abuso.

Dios, que ha llamado a Adán a la vida, lo llama ahora a la comunión, a una vida de encuentros y relaciones aptos para llevar a la persona humana al crecimiento, a la plenitud, a la madurez. A Adán, en efecto, no le basta el dominio sobre las cosas: busca alguien como él que lo ayude (v. 20), en plena alteridad e igualdad. Dios mismo presenta al varón esa ayuda, la mujer, Eva, a la cual el hombre siente que no le puede imponer un nombre, esto es, apropiársela, dominarla, porque la reconoce igual a él, parte de sí mismo: “hueso de mis huesos y carne de mi carne” (v. 23). Ambos son iguales en dignidad, llamados a una plena comunión de vida. El primigenio proyecto del Creador era maravilloso, pero el pecado humano vino a romper el equilibrio de las relaciones entre iguales: el respeto cede el paso a la voluntad de dominio, a la violencia de un cónyuge sobre el otro, con las consecuencias dolorosas que todos conocen. Jesús (Evangelio), tras reprochar a su gente “por su terquedad” (v. 5), trató de hacerles volver al proyecto inicial de Dios. Lamentablemente, con escasos resultados, tanto entonces como hoy.

El Concilio Vaticano II tiene palabras que sustentan la dignidad y la santidad del matrimonio y de la familia: “Fundada por el Creador y en posesión de sus propias leyes, la íntima comunidad conyugal de vida y amor se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e irrevocable. Así, del acto humano por el cual los esposos se entregan y se reciben mutuamente, nace, aun ante la sociedad, una institución confirmada por la ley divina. Este vínculo sagrado, en atención al bien tanto de los esposos y de la prole como de la sociedad, no depende de la decisión humana. Pues es el mismo Dios el autor del matrimonio, al cual ha dotado con bienes y fines varios, todo lo cual es de suma importancia para la continuación del género humano, para el provecho personal de cada miembro de la familia y su suerte eterna, para la dignidad, estabilidad, paz y prosperidad de la misma familia y de toda la sociedad humana” (Gaudium et Spes, 48). Por eso la oración de la Iglesia se hace insistente, “para que el hombre y la mujer sean una sola vida, principio de la armonía libre y necesaria que se realiza en el amor” (oración colecta). La vida compartida entre el hombre y la mujer en el matrimonio contribuye al bien de la pareja, pero, a la vez, tiene una irradiación misionera sobre los hijos, sobre el ambiente social y eclesial.

Tras hablar de la familia, Jesús se dirige enseguida a los niños y, en general, a los débiles y a los pobres, a los excluidos y descartados de la sociedad, brindándoles afecto, protección, estima, bendiciones (v. 13-16). Jesús ha entrado plenamente en el engranaje y en los recovecos de la historia de los hombres, haciéndose solidario con ellos, compartiendo su origen y sufrimientos. Hasta tal punto que el autor de la carta a los Hebreos (II lectura), con palabras conmovedoras, afirma que Cristo, “no se avergüenza de llamarlos hermanos” (v. 11). Cristo no excluye a nadie de esa amorosa relación fraterna. ¡Aunque sea la persona más reprobable y lejana! Por eso Él es siempre el modelo más radical para cada misionero. He aquí un fuerte llamado para todos en el mes misionero. (*)

Palabra del Papa

(*) «La historia de la evangelización comienza con una búsqueda apasionada del Señor que llama y quiere entablar con cada persona, allí donde se encuentra, un diálogo de amistad (cfr. Jn 15,12-17). Los apóstoles son los primeros en dar cuenta de eso, hasta recuerdan el día y la hora en que fueron encontrados: “Era alrededor de las cuatro de la tarde” (Jn 1,39). La amistad con el Señor, verlo curar a los enfermos, comer con los pecadores, alimentar a los hambrientos, acercarse a los excluidos, tocar a los impuros, identificarse con los necesitados, invitar a las bienaventuranzas, enseñar de una manera nueva y llena de autoridad, deja una huella imborrable, capaz de suscitar el asombro, y una alegría expansiva y gratuita que no se puede contener…. El amor siempre está en movimiento y nos pone en movimiento para compartir el anuncio más hermoso y esperanzador: “Hemos encontrado al Mesías” (Jn 1,41)».
Papa Francisco
Mensaje para el DOMUND (Domingo Mundial de las Misiones) 2021

P. Romeo Ballán, mccj

Misión en Macao: el nacimiento de una comunidad cristiana

Como primer párroco de la parroquia de San José Obrero, el padre Corrado De Robertis reflexiona sobre los tiempos difíciles pero extraordinarios que vivió en Macao. Considera su estancia allí un don precioso y un capítulo inolvidable de su vida misionera.

Por: P. Corrado de Robertis, mccj

comboni.org

Mi primera visita a Macao fue en 1992. Era una ciudad muy diferente de lo que es hoy. Por aquel entonces, yo y dos compañeros, el P. Manuel y el P. Daniel, estudiábamos cantonés en Hong Kong. En 1993 me trasladé a Macao lleno de ilusión por comenzar nuestro trabajo misionero, pero a pesar de dos años de cursos intensivos de lengua cantonesa, mi dominio era todavía limitado. El entonces obispo de Macao, Domingos Lam, me nombró vicepárroco de la catedral de Macao, lo que me dio la oportunidad de familiarizarme con el lugar, su cultura y su gente, y de practicar el idioma como preparación para mi servicio misionero. Esta fase inicial duró aproximadamente tres años.

Durante este tiempo, el obispo Lam planeó establecer una nueva parroquia en el distrito norte de Macao, una zona muy necesitada de presencia pastoral, en la parte más densamente poblada de la ciudad, más pobre y notablemente carente de presencia cristiana. Dialogando con los Misioneros Combonianos, nos confió a nosotros, los primeros misioneros combonianos en territorio chino, la responsabilidad de supervisar el territorio de misión de Iau Hon. Este territorio estaba formado principalmente por trabajadores inmigrantes de la China continental y prácticamente no tenía población católica.

El obispo nos encomendó a mí y a mis compañeros encabezar los esfuerzos para explorar y establecer una nueva comunidad cristiana en la zona, mientras esperábamos la construcción de la iglesia de San José Obrero, llamada así en honor de la población predominantemente obrera de la zona.

Comenzamos nuestra labor misionera en un lugar muy modesto -una habitación en la planta baja de un edificio muy antiguo-, que bautizamos como Centro Misionero Iao Hon. Aquí establecimos una pequeña oficina y una sala de reuniones. Cerca de allí estaban las hermanas Maryknoll, que dirigían un centro pastoral centrado principalmente en actividades de asistencia social. Empezamos a colaborar con ellas para trazar nuestro camino a seguir.

Nuestra prioridad inicial fue realizar una encuesta en la zona para averiguar el número de católicos que residían allí, si es que había alguno. Basándome en una lista de direcciones meticulosamente recopilada por las hermanas en años anteriores, me embarqué en visitas a numerosos hogares, encontrándome con respuestas dispares que iban desde puertas abiertas hasta la negativa directa. Al final nos dimos cuenta de que había muy pocos católicos en la zona. Pero, además del número de católicos, era igualmente importante conocer el entorno local, las necesidades y los retos a los que se enfrentaba la gente.

Nuestros incipientes esfuerzos se vieron muy favorecidos por el apoyo de fieles de otras parroquias de Macao. Nos ayudaron a organizar las clases de catequesis inaugurales, las ceremonias litúrgicas y las actividades iniciales de compromiso con la comunidad. Recuerdo claramente nuestra misa inaugural en el centro, a la que asistieron sólo doce personas: un comienzo humilde pero auspicioso, que tal vez sugiriera la providencia divina.

Los primeros años fueron difíciles, caracterizados por unos resultados modestos en relación con nuestros esfuerzos, la falta de instalaciones, las numerosas discusiones y la ardua tarea de entablar relaciones con la población local. Sin embargo, en menos de dos años, se terminó la construcción de la iglesia de San José Obrero y, en 1998, nos trasladamos a los nuevos locales con el primer grupo de neófitos. Coincidió con el primer domingo de Adviento de 1998. El principal reto fue dotar a la iglesia de los servicios esenciales y del personal necesario. Debo reconocer la inmensa generosidad de los fieles de Macao, cuyas aportaciones facilitaron el establecimiento y el funcionamiento de la naciente comunidad.

Posteriormente, formulamos un plan pastoral, adaptado a las circunstancias específicas de la zona y a los recursos disponibles. Milagrosamente, las filas de voluntarios aumentaron día a día, lo que nos permitió ampliar los servicios a la comunidad local. Inauguramos clases extraescolares de deberes para niños, clases de interés para adultos, actividades de verano y varios grupos juveniles, todos ellos fundamentales para la construcción de la comunidad. Aunque el edificio físico de la iglesia ya estaba terminado, nuestra tarea consistía en fomentar una comunidad de creyentes viva y palpitante: la ecclesia de piedras vivas, por así decirlo.

Este empeño también presentó desafíos, siendo el principal de ellos la amalgama de orígenes, lenguas y contextos socioculturales dispares dentro de nuestra pequeña comunidad.

Principalmente, nos enfrentamos a tres grupos distintos: Trabajadores de China continental que hablaban mandarín, locales que hablaban cantonés y filipinos expatriados que hablaban inglés. Nuestro enfoque pastoral requería un compromiso integrador con cada grupo étnico, a pesar de las complejidades y aprensiones inherentes. Otro imperativo era llegar a los marginados. Se llevó a cabo una evaluación exhaustiva de la situación y se encomendó a un grupo especializado la tarea de identificar y ayudar a los más necesitados del territorio.

La evangelización, en su esencia polifacética, exigía una comunidad vibrante y misionera, que encarnara el mensaje del Evangelio con palabras y hechos. De hecho, esto constituyó la piedra angular del crecimiento de nuestra comunidad, un testimonio del imperativo evangélico del testimonio gozoso en todas las facetas de la vida. La parroquia, concebida como un oasis de esperanza en medio del abandono, ha evolucionado a lo largo de los años, acogiendo anualmente a nuevos fieles. La solemne consagración de la iglesia el 1 de mayo de 1999 (unos meses antes de la entrega de Macao a China) marcó un hito, y en los años siguientes se produjo una afluencia constante de bautizos de adultos cada Semana Santa. La comunidad creció no sólo en número, sino también en espíritu misionero.

La presencia y la participación de fieles chinos continentales fue esencial para este crecimiento, que fomentó una animada comunidad de habla mandarín dentro de la parroquia. Su papel se extendió más allá de los confines de la parroquia, sirviendo como misioneros a sus compatriotas del continente. Simbólicamente, la puerta principal de entrada y salida de la iglesia da exactamente a la China continental, y los lados derecho e izquierdo del edificio se asemejan a dos brazos abiertos extendidos hacia China, como en un gesto de abrazo. Así, haciéndonos eco de los sentimientos de San Daniel Comboni, nuestra misión consistía en salvar a los chinos con los chinos, manteniendo al mismo tiempo un apoyo firme y la oración con nuestra presencia activa.

Permanecí en Macao hasta 2009, con una breve interrupción de tres años que pasé en Filipinas como redactor «de urgencia» de la prestigiosa revista World Mission Magazine. Los recuerdos de la gente y de los momentos difíciles y extraordinarios que viví en Macao están indeleblemente grabados en mi memoria. Tuve el inmerecido honor de ser el primer párroco de San José Obrero y considero mi estancia allí tanto un don precioso como un capítulo inolvidable de mi vida misionera.

Aunque se ha avanzado mucho, la tarea del anuncio del Evangelio sigue inacabada. Sin embargo, las semillas plantadas han echado raíces, prometiendo un futuro iluminado por la esperanza. La parroquia se erige como un faro de esperanza, irradiando valores cristianos y vida en un lugar antaño descuidado, en medio de un mundo a menudo atrapado por meras búsquedas materiales. El Evangelio, predicado y vivido en Iau Hon, sirve de recordatorio tangible de que la verdadera esencia de la vida trasciende el ámbito del materialismo y el trabajo.

Mil vidas para la misión

Por: P. Wédipo Paixão
Fotos: Misioneros Combonianos

Gracias a su labor evangelizadora en distintas partes del mundo, desde hace varios años octubre fue elegido por la Iglesia católica como el mes de las misiones. Dicha misión es realizada por hombres y mujeres de buena voluntad.

La vocación viene acompañada de una misión. Dios nos llama desde nuestra cotidianidad para enviarnos a otra realidad. Quien responde positiva y generosamente, no va en su propio nombre, sino en el de Aquel que lo llamó y envió, y va a comunicar con su vida el mensaje de salvación.

Por eso hablamos de «movimiento», de dejar las redes para ir con el Maestro a otras orillas, a otras realidades, donde el Evangelio urge ser predicado. Al invitarnos a ser misioneros, Jesús nos pone en movimiento, en la dinámica del Reino que ya se hace presente en aquellos que aman y hacen de su vida un don.

Dejarnos llenar del amor de Dios, no es una utopía, es nuestra vocación y es el llamado que permanentemente nos hace el Señor. Sabemos que el amor es el alma de la misión a la que está llamado todo cristiano. Si no estamos llenos de amor, lo que hagamos se reducirá a una actividad más de las muchas que realizamos, a lo mejor, a una actividad filantrópica o social, pero nada más.

La misión es nuestra vocación, y este llamado es cuestión de amor, de enamorarnos de Cristo. En nuestro camino vocacional misionero, aunque a veces se vuelva difícil e incierto, no sabemos a dónde nos dirigimos, pero sí, con quién vamos: con Jesús. Por eso, octubre nos ayuda a estar cada vez más convencidos de que queremos ser auténticos misioneros, y no «guardar» a Cristo para nosotros, sino llevándolo a los demás con alegría y fe, conscientes de que nuestro lugar en el mundo, es donde Dios nos quiere.

Proclamar la Buena Noticia del Reino, significa que primero nos enamoremos del proyecto de Jesús, y con nuestro testimonio digamos al mundo que ni la violencia, la injusticia, la guerra y la muerte tienen la última palabra. Dios tiene la Palabra y el plan de vida plena y abundante para la humanidad. Hoy más que nunca necesitamos misioneros apasionados como santa Teresita del Niño Jesús, que desde su claustro dedicó sus oraciones a los misioneros, y como san Daniel Comboni, que entregó su vida a las misiones de África Central.

Necesitamos hombres y mujeres capaces de ser «sal y luz» del mundo, para que los corazones abatidos encuentren nuevamente esperanza y experimenten el amor de Dios. El papa san Juan Pablo II nos recordaba la importancia del testimonio en la Redemptoris missio en los números 69 y 70:

«El hombre contemporáneo cree más a los testigos que a los maestros; cree más en la experiencia que en la doctrina, en la vida y los hechos que en las teorías. El testimonio de vida cristiana es la primera e insustituible forma de la misión: Cristo, de cuya misión somos continuadores, es el “Testigo” por excelencia (Ap 1,5;3,14) y el modelo del testimonio cristiano. El Espíritu Santo acompaña el camino de la Iglesia y la asocia al testimonio que Él da de Cristo (cf Jn 15,26-27). La primera forma de testimonio es la vida misma del misionero, la de la familia cristiana y de la comunidad eclesial, que hace visible un nuevo modo de comportarse. El misionero que, aún con todos los límites y defectos humanos, vive con sencillez según el modelo de Cristo, es un signo de Dios y de las realidades trascendentales. Pero todos en la Iglesia, esforzándose por imitar al divino Maestro, pueden y deben dar este testimonio, que en muchos casos es el único modo posible de ser misioneros».

En esta misión hay espacio y trabajo para todos. «La misión acontece con los pies de los que van, con la rodillas de los que rezan y con la generosidad de los que donan». Tengamos en cuenta en este mes a las personas que se dedican diariamente a responder a su vocación y viven su misión en diversas situaciones de la existencia: desde un padre y una madre de familia que todos los días salen de casa a trabajar para educar y sostener a sus hijos; los médicos que luchan en los hospitales por salvar vidas; los maestros que forman por medio de la educación a la sociedad; las religiosas, sacerdotes, obispos y laicos comprometidos en parroquias que con su sencillez alimentan nuestra fe.

Son distintas las realidades desde donde el Señor nos llama y nos envía hoy, pensemos en los que migran en búsqueda de una vida mejor, en los marginados a causa de la pobreza, en los jóvenes que se pierden en el mundo de la delincuencia, en los pueblos que no tienen acceso a la eucaristía por falta de sacerdotes, en los enfermos que esperan una palabra de consuelo y esperanza…

Ante esto, debemos preguntarnos: ¿Qué podemos hacer?

Nueva Presidenta e Iglesia

Por: + Felipe Arizmendi Esquivel
Obispo Emérito de SCLC

Foto: EneasMx – Trabajo propio, CC BY 4.0

MIRAR

Estamos iniciando un nuevo sexenio en el gobierno federal de nuestro país. La nueva Presidenta se ha comprometido a continuar, así dice ella, lo hecho por el gobernante anterior, como si todo hubiera sido exitoso y benéfico para las mayorías. Pedimos a Dios que la inspire, así como a su equipo, para que sea el bien común lo que les mueva, y encuentren otras formas más eficaces para la tan anhelada paz social, que se ha debilitado mucho.

Algunos se preguntan cuál es la religión de la Presidenta. Tiene antecedentes familiares judíos, que podrían suponer en ella los principios básicos de esa religión, pero eso no aparece en ninguna parte de su vida. Se le considera científica y académica, no creyente, como si lo científico prescindiera de lo religioso. Sin embargo, durante su campaña electoral, fue a visitar al Papa Francisco, hizo una presentación de su proyecto ante el pleno del episcopado mexicano y aceptó firmar nuestra propuesta de construcción de la paz, aunque expresó no estar de acuerdo con algunos de nuestros análisis de la realidad nacional. Sus enemigos difundieron que, si ganaba, cerraría templos y convertiría la Basílica de Guadalupe en museo, lo cual es falso; no es tonta para hacer eso. Esperamos que sea respetuosa con todas las opciones religiosas, con apertura de mente y de corazón para aceptar la colaboración que nuestra religión aporta a la paz y a la justicia social.

En la historia nacional, sobre todo de 1926 a 1929, sufrimos una grave persecución religiosa, pues el gobierno de entonces quería suprimir la Iglesia; muchos católicos murieron por defender nuestra fe. Hemos tenido gobernantes con diferentes opciones y actitudes religiosas, desde unos más indiferentes y contrarios, hasta otros más respetuosos y hasta practicantes. El Presidente que sale nos dijo a los obispos que era católico, pero a su manera; hacía alusiones a Jesucristo, cuando lo quería jalar hacia su opción política, pero no le hizo caso en muchas otras cosas. Por ejemplo, Jesús nos enseña amar y perdonar, y en consecuencia no odiar, ni ofender y tratar de destruir a los que piensan diferente. Jesús nos ordena amar preferencialmente a los pobres, pero no usarlos en campañas políticas. Jesús nos indica no mentir; por tanto, no desvirtuar la realidad cada mañana.

En Nicaragua, la Iglesia está sufriendo una persecución muy arbitraria, con muchas detenciones contra los contrarios al régimen imperante. Se ha expulsado y privado de su nacionalidad a muchas personas, también a obispos, sacerdotes y religiosas, incluso a la representación de la Santa Sede, por el simple hecho de no aplaudir todo lo que el gobierno hace. La Iglesia sigue viva, aunque sufriendo mucho. Tarde que temprano, ese imperio caerá. Al pueblo sencillo se le puede engañar y comprar con dádivas, pero sólo temporalmente; las injusticias evidentes hacen que se abran los ojos.

DISCERNIR

El episcopado mexicano envió un mensaje a la nueva Presidenta del país, en que, entre otras cosas, se le dice:

“Como Pastores de la Iglesia Católica en México, pero también como ciudadanos mexicanos,

además de nuestras felicitaciones, oraciones y buenos augurios, nos permitimos expresar los sentimientos de esperanza que tenemos al comienzo de esta nueva etapa de gobierno, tratando de reflejar lo que hay en el ánimo de millones de ciudadanos.

Nos parece que la realidad habla por sí misma y exige, de manera inmediata, políticas públicas que garanticen la seguridad ciudadana, superen la pobreza y la desigualdad, y promuevan la unidad nacional y la concordia entre todos. Nunca más el dominio del crimen organizado ni de la delincuencia en general.

Tenemos la convicción de que México debe ser un país donde gobierno y ciudadanos respeten las Leyes, teniendo como marco de referencia la Constitución con la que nos identificamos y que no puede ser violentada por sectores sociales o políticos que pasen por encima del conjunto de la Nación. Estamos convencidos que México está llamado a volver a vivir en un verdadero Estado de Derecho Democrático, constituido por una Federación de Estados autónomos, con equilibrio de poderes, que nos hace ser una República confiable para todos. Sin confianza no hay desarrollo, ni futuro estable.

Desde el pensamiento humanista de la Iglesia, reconocemos la dignidad de toda persona como un principio inviolable y fundamento de todos los derechos humanos. Necesitamos vivir en un Estado democrático que respete los derechos humanos para todos los ciudadanos, fortaleciendo las instituciones que garantizan el ejercicio pleno de estos derechos y fomentando una cultura de respeto mutuo y participación ciudadana.

México tiene grandes retos que son oportunidad para crecer en participación y diálogo, superando la polarización, buscando la reconciliación hasta llegar a los acuerdos necesarios junto a todas las fuerzas políticas, -sin aniquilar a las minorías-, para construir, desde el diálogo y el consenso, el proyecto del bien común para que la sociedad mexicana viva en paz. Reiteramos nuestra voluntad de sumarnos a esta dinámica para convivir con justicia y solidaridad para todos”.

ACTUAR

Que Dios ilumine y fortalezca a nuestras nuevas autoridades, pero cada quien hagamos lo que podamos por mejorar nuestro entorno, y no esperemos que todo lo haga el gobierno.