XXIX Domingo ordinario. Año C

Domingo Mundial de las Misiones

“En aquel tiempo, para enseñar a sus discípulos la necesidad de orar siempre y sin desfallecer, Jesús le propuso esta parábola:
“En cierta ciudad había un juez que no temía a Dios ni respetaba a los hombres. Vivía en aquella misma ciudad una viuda que acudía a él con frecuencia para decirle: Hazme justicia contra mi adversario.
Por mucho tiempo, el juez no le hizo caso, pero después se dijo: Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, sin embargo, por la insistencia de esta viuda, voy a hacerle justicia para que no me siga molestando.
Dicho esto, Jesús comentó: Si así pensaba el juez injusto, ¿creen ustedes acaso que Dios no hará justicia a sus elegidos, que claman a Él día y noche, y que los hará esperar? Yo les digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿creen ustedes que encontrará fe sobre la tierra?

(Lucas 18, 1-8)


Pedir con insistencia
P. Enrique Sánchez, mccj

Nuestra reflexión en este domingo atraerá nuestra atención en dos direcciones. Por una parte, la invitación que nos hace el Evangelio de san Lucas para que profundicemos nuestra experiencia de oración y, por otra parte, quisiera que nos sintiéramos parte de la celebración de este día que nos invita a reflexionar, a apoyar y a orar por las misiones.

Este domingo celebramos la jornada mundial de las misiones y, en uno de sus últimos mensajes, el Papa Francisco nos invitaba a asumir nuestra responsabilidad misionera haciéndonos “Misioneros de esperanza entre los pueblos”.

En el Evangelio, san Lucas nos presenta a Jesús empeñado en enseñar a sus discípulos la importancia de orar y de hacerlo continuamente, sin desfallecer.

Con su misma experiencia, ejemplo y testimonio, Jesús había mostrado a sus discípulos que la propuesta de vida y el estilo de vida al que quería iniciarlos era algo que se sustentaba, se sostenía, sobre los cimientos de una experiencia profunda de oración.

Entendiendo como oración aquella intimidad que lograba establecer con su Padre alejándose muchas veces a lugares solitarios y por periodos prolongados para hablar con él en el silencio.

En muchas otras ocasiones, el Señor había enseñado también que la oración era algo que se hacía en medio de las situaciones más ordinarias de la vida; ahí en donde los dramas de la gente lo obligaban a intervenir implorando la ayuda y el poder de su Padre.

La oración no era una experiencia intimista o algo que lo alejara de la realidad, sino contrariamente, era la capacidad de sentir la presencia de Dios con él; era descubrir la cercanía de un Padre que estaba siempre disponible para intervenir en el momento necesario.

Y era, seguramente, la presencia que sorprendía manifestando su poder a través de muchos pequeños detalles de la vida en donde iba mostrando el cuidado constante que tiene por todos aquellos a los que ama profundamente.

Con la parábola que nos presenta san Lucas, aparecen algunos de esos aspectos importantes en la experiencia de orar.

En primer lugar, Jesús hace entender que la oración no es algo que se vive en un momento y luego se deja a un lado, hasta que se vuelva a ocupar. En la oración se necesita ser perseverante, constantes e insistentes. La oración tendría que ser algo que acompañe todo momento de la vida.

La imagen de la mujer que nos presenta el evangelio nos enseña que hay que saber tocar a la puerta del corazón de Dios con confianza y con la certeza de que dará una respuesta a todo lo que le presentemos.

Como la mujer de la parábola que no perdió el animo y volvió cuantas veces fueron necesarias a la puerta de quien sabía que podía dar una respuesta favorable a lo que urgía en su corazón, así tendríamos que presentarnos, una y mil veces ante el Señor, convencidos de que nos escucha y nos responde.

La insistencia y la perseverancia que aparecen en la actitud de la mujer del evangelio nos ayudan a entender que eso se alcanza cuando nuestra oración va acompañada de la confianza, de la humildad y de la esperanza.

Dios nunca nos abandonará con nuestra necesidad o con nuestra gratitud en el momento en que nos presentamos ante él.

El problema con que nos encontramos muchas veces en nuestro tiempo es la incapacidad de tolerar en la espera, nos cuesta perseverar e insistir.

Queremos que todo se nos resuelva inmediatamente, que se nos responda de acuerdo a nuestros tiempos, que no nos pidan muchas explicaciones y sobre todo que no se nos imponga alguna exigencia.

En la oración las cosas se dan de otra manera. Dios tiene sus tiempos y sigue criterios de conveniencia que no siempre son los nuestros. A veces actúa incluso antes de que nosotros lleguemos con nuestros ruegos y nuestras súplicas, pero no nos damos cuenta porque estamos aturdidos o encandilados con nuestras formas de ver y de pensar.

La parábola nos muestra también que Dios no actúa para quitarse de encima el enfado que podríamos ocasionarle con nuestros ruegos, nuestras súplicas o nuestros lamentos infinitos e insaciables. Él actúa por amor y nuestra insistencia no es algo que le moleste, sino que es algo que nos educa para que podamos llegar a poner en nuestro corazón la confianza suficiente que nos permita concluir nuestras oraciones diciendo: que se haga tu voluntad.

Pidamos al Señor que aumente nuestra fe para que podamos convertirnos en personas de oración profunda, constante y perseverante, de manera que no aprendamos a hacer oraciones, sino a convertirnos en personas de oración.

Personas capaces de vivir en una relación constante, profunda y sencilla con nuestro Padre, como Jesús nos enseñó.

Jornada misionera mundial 2025

Como misionero, no puedo dejar pasar este día sin compartir con ustedes, en primer lugar, mi gratitud por el don de la vocación misionera que ha marcado mi vida desde muy pequeño.

Inicié mi camino hacia las misiones a la edad de 13 años y durante 54 años ha sido la pasión que ha marcado mi vida, dándome la oportunidad de vivir sirviendo a la Iglesia en esa noble tarea de llevar el Evangelio por todo el mundo.

La misión, contrariamente a lo que se ha pensado durante mucho tiempo, no se trata simplemente de ir por el mundo ganando adeptos para nuestra Iglesia.

Poco a poco hemos ido entendiendo que el mandato de ir a anunciar el Evangelio ha sido la mejor herencia que Jesús nos ha dejado y no es otra cosa que continuar con la misión que él vino a cumplir como mandato de su Padre.

La misión es una, la de Jesús, y todos los bautizados hemos recibido el don de convertirnos en testigos y continuadores de la llegada del Reino de Dios entre nosotros, como lo ha vivido y nos lo ha enseñado Jesús.

Es el regalo más bello que Jesús nos ha dejado y es algo que llena nuestros corazones de alegría, cuando vemos a tantos hermanos que movidos por el Espíritu Santo se abren a la buena noticia del Evangelio.

En este domingo la Iglesia nos invita a consagrar esta jornada, de manera especial, en primer lugar, para que tomemos conciencia de nuestra responsabilidad misionera y para que aceptemos vivir esa dimensión de nuestro ser cristianos.

Todos hemos sido elegidos para ir y anunciar que Dios ha hecho de nosotros sus hijos y que estamos llamados a formar una familia en donde no hay diferencias de ningún tipo; en donde todos podamos vivir fraternalmente y en donde podamos gozar de la justicia y de la paz que sólo Dios nos puede dar.

Todos, si creemos verdaderamente en Jesús, no podemos quedarnos quietos y callados sin proclamar que se nos ha otorgado una vida nueva y que Cristo ha dado la suya para que podamos vivir en plena libertad.

En esta jornada se nos invita también a abrir nuestros corazones a tantas realidades en el mundo en donde el Evangelio no ha podido llegar.

Es una jornada que nos invita a la solidaridad y a la empatía con todos aquellos hermanos nuestros, los misioneros y las misioneras de nuestro tiempo, que han aceptado el riesgo de dejarlo todo para ponerse al servicio del Evangelio y se encuentran hoy presentes en todos los rincones del mundo como testigos de Jesús.

Es una jornada para apoyar con nuestros medios, con nuestra amistad, con nuestra oración y cariño a quienes, en nombre de la Iglesia se entregan, para que muchos hermanos puedan descubrirse hijos de Dios y llamados a iniciar su camino en la comunidad.

Como todos los años, el Santo Padre ha dirigido un mensaje para esta jornada.

Este año hemos recibido, casi como testamento, el último mensaje escrito por el Papa Francisco invitándonos a convertirnos en “Misioneros de esperanza entre los pueblos”

Es un mensaje que inicia recordándonos que, como comunidad de bautizados, tenemos como vocación fundamental ser mensajeros y constructores de la esperanza, siguiendo las huellas de Cristo. Nos toca, como dice el Papa Francisco, dejarnos guiar por el Espíritu de Dios para reavivar la esperanza en un mundo abrumado por densas sombras.

El mensaje del Santo Padre ha querido recordarnos, en primer lugar, que siguiendo las huellas de Cristo y poniéndolo en el centro de todos nuestros compromisos misioneros, tenemos que llegar a descubrirlo como el motivo y la fuente de nuestra esperanza.

El Señor Jesús, continúa su ministerio de esperanza para la humanidad por medio de sus discípulos, enviados a todos los pueblos acompañados místicamente por Él; también hoy sigue inclinándose ante cada persona pobre, afligida, desamparada y oprimida por el mal, para derramar sobre sus heridas el aceite del consuelo y el vino de la esperanza.1

Como misioneros de una Iglesia que tiene a Cristo como centro y referencia de todo su ser y de su quehacer estamos llamados a convertirnos en los discípulos que acogen, junto con el Señor, como bien dice el mensaje del Papa, el clamor de toda la humanidad y el gemido de toda criatura, en espera de la redención definitiva.

Somos una iglesia misionera que camina por las vías del mundo llevando la esperanza.

Como cristianos, es decir, siguiendo a Cristo el Señor, estamos llamados a transmitir la Buena Noticia compartiendo las condiciones de vida concretas de las personas que encontramos, siendo así portadores y constructores de esperanza.

El mensaje y la invitación del Santo Padre nos hace entender que no podemos ser sólo espectadores en el proyecto misionero de la Iglesia. Estamos llamados a ser protagonistas compartiendo y haciendo nuestras todas las realidades que viven nuestros hermanos, para convertirnos en signos de una esperanza que brota de la presencia del Señor entre nosotros a través del anuncio del Evangelio.

Hemos sido enviados para continuar con la misión: ser signo del Corazón de Cristo y del amor del Padre, abrazando el mundo entero.

Finalmente, somos invitados a renovar la misión de la esperanza.

Hoy, dice el Papa Francisco, ante la urgencia de la misión de la esperanza, los discípulos de Cristo están llamados en primer lugar a formarse, para ser artesanos de esperanza y restauradores de una humanidad con frecuencia distraída e infeliz.

Los misioneros de esperanza son hombres y mujeres de oración, porque “la persona   que espera es una persona que reza”. Rezar es la primera acción misionera y, al mismo tiempo, “la primera fuerza de la esperanza”.

Como el Papa León XIV lo ha hecho también en estos días, somos invitados a vivir esta jornada de manera especial, orando por todos los misioneros dispersos por el mundo, ayudando solidariamente con nuestros recursos materiales a todos los proyectos que la Iglesia lleva adelante a través de su labor misionera; pero, sobre

1 Todos los textos escritos en letra cursiva son frases tomadas del Mensaje del Papa Francisco para la XCIX Jornada Misionera mundial: “Misioneros de esperanza entre los pueblos”.

todo, asumiendo nuestro compromiso de bautizados empeñados en anunciar la buena nueva del Evangelio.

Estamos llamados a vivir este día pidiendo la gracia de convertirnos en auténticos misioneros llenos de esperanza, capaces de contagiar al mundo con la alegría que nace del Evangelio.

Qué el Señor nos conceda la gracia de abrir nuestros corazones para que podamos salir de nuestros lugares de confort y nos comprometamos decididamente en la construcción de una humanidad enriquecida por los valores del Evangelio, en donde la presencia de Jesús nos ayude a vivir nuestra vocación misionera.

Feliz día de las misiones.


Oración, fin del mundo e injusticia
 José Luis Sicre

Un enfoque distinto de la oración

Los cristianos para los que Lucas escribió su evangelio no estaban muy acostumbrados a rezar, quizá porque la mayoría de ellos eran paganos recién convertidos. Igual que muchos cristianos actuales, sólo se acordaban de santa Bárbara cuando truena. Lucas se esforzó por inculcarles la importancia de la oración: les presentó a Isabel, María, los ángeles, Zacarías, Simeón, pronunciando las más diversas formas de alabanza y acción de gracias; y, sobre todo, a Jesús retirándose a solas para rezar en todos los momentos importantes de su vida.

El comienzo del evangelio de este domingo (Lucas 18, 1-8) parece formar parte de la misma tendencia: “En aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola”. Sin embargo, el final nos depara una gran sorpresa. El acento se desplaza al tema de la justicia, a una comunidad angustiada que pide a Dios que la salve. No se trata de pedir cualquier cosa, aunque sea buena, ni de alabar o agradecer. Es la oración que se realiza en medio de una crisis muy grave.

Los elegidos que gritan día y noche

Recordemos que Lucas escribe su evangelio entre los años 80-90 del siglo I. Algunas fechas ayudan a comprender mejor el texto.

Año 62: Asesinato de Santiago, hermano del Señor.

Año 64: Nerón incendia Roma. Culpa a los cristianos y más tarde tiene una persecución en la que mueren, entre otros muchos, según la tradición, Pedro y Pablo.

Año 66: los judíos se rebelan contra Roma. La comunidad cristiana de Jerusalén, en desacuerdo con la rebelión y la guerra, huye a Pella.

Año 70: los romanos conquistan Jerusalén y destruyen el templo.

Años 81: sube al trono Domiciano, que persigue cruelmente a los cristianos y promulga la siguiente ley: “Que ningún cristiano, una vez traído ante un tribunal, quede exento de castigo si no renuncia a su religión”.

En este contexto de angustia y persecución se explica muy bien que la comunidad grite a Dios día y noche, y que la parábola prometa que Dios le hará justicia frente a las injusticias de sus perseguidores.

Sin embargo, Lucas termina con una frase desconcertante: «Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?»

La venida del Hijo del Hombre

¿Por qué esta referencia al momento final de la historia, que parece fuera de sitio? Para comprenderla conviene leer el largo discurso de Jesús que sitúa Lucas inmediatamente antes de la parábola de la viuda y el juez (Lc 17,20-37). Algunos pasajes de ese discurso parecen escritos teniendo en cuenta lo ocurrido el año 79, cuando el Vesubio entró en erupción arrasando las ciudades de Pompeya y Herculano. Muchos cristianos pudieron ver este hecho como un signo precursor del fin del mundo y de la vuelta de Jesús. Ese mismo tema lo recoge Lucas al final de la parábola para relacionar la oración en medio de las persecuciones con la segunda venida de Jesús.

La fe de una oración perseverante

El tema de la vuelta del Señor es esencial para entender el evangelio de Lucas, aunque subraya que nadie sabe el día ni la hora, y que es absurdo perderse en cálculos inútiles. Lo importante es que el cristiano no pierda de vista el futuro, la meta final de la historia, que culminará con la vuelta de Jesús y el final de las persecuciones injustas.

Pero esa no era entonces la actitud habitual de los cristianos, ni tampoco ahora. Lo habitual es vivir el presente, sin pensar en el futuro, y mucho menos en el futuro definitivo, que nos resulta, hoy día, mucho más lejano que a los hombres del siglo I.

Eso es lo que quiere evitar el evangelio cuando termina desafiándonos: Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra? Que nuestra fe no se limite a cinco minutos o a un comentario, sino que nos impulse a clamar a Dios día y noche.

http://www.feadulta.com


¿Hasta cuándo va a durar esto?
José Antonio Pagola

Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos…?

La parábola es breve y se entiende bien. Ocupan la escena dos personajes que viven en la misma ciudad. Un juez al que le faltan dos actitudes consideradas básicas en Israel para ser humano. No teme a Dios y no le importan las personas. Es un hombre sordo a la voz de Dios e indiferente al sufrimiento de los oprimidos.
La viuda es una mujer sola, privada de un esposo que la proteja y sin apoyo social alguno. En la tradición bíblica estas viudas son, junto a los niños huérfanos y los extranjeros, el símbolo de las gentes más indefensas. Los más pobres de los pobres.
La mujer no puede hacer otra cosa sino presionar, moverse una y otra vez para reclamar sus derechos, sin resignarse a los abusos de su adversario. Toda su vida se convierte en un grito: Hazme justicia.
Durante un tiempo, el juez no reacciona. No se deja conmover; no quiere atender aquel grito incesante. Después, reflexiona y decide actuar. No por compasión ni por justicia. Sencillamente, para evitarse molestias y para que las cosas no vayan a peor.
Si un juez tan mezquino y egoísta termina haciendo justicia a esta viuda, Dios que es un Padre compasivo, atento a los más indefensos, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?
La parábola encierra antes que nada un mensaje de confianza. Los pobres no están abandonados a su suerte. Dios no es sordo a sus gritos. Está permitida la esperanza. Su intervención final es segura. Pero ¿no tarda demasiado?
De ahí la pregunta inquietante del evangelio. Hay que confiar; hay que invocar a Dios de manera incesante y sin desanimarse; hay que gritarle que haga justicia a los que nadie defiende. Pero, cuándo venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?
¿Es nuestra oración un grito a Dios pidiendo justicia para los pobres del mundo o la hemos sustituido por otra, llena de nuestro propio yo? ¿Resuena en nuestra liturgia el clamor de los que sufren o nuestro deseo de un bienestar siempre mejor y más seguro?

http://www.musicaliturgica.com


Acosos, ruegos y persecuciones
Dolores Aleixandre

A cada parábola se puede entrar por diferentes puertas y, sea la que sea la que elijamos, a ratos tenemos que avanzar un poco a oscuras hasta dar con un punto de luz.

Si entramos por la puerta del juez, en seguida nos detenemos: ¿cómo vamos a comparar a Dios con alguien tan cruel y depravado? Pero si seguimos intentando comprender algo, llegamos a un lugar luminoso: a Dios también “le pasa” lo que a ese juez: “se derrite”, cede, consiente, cambia y se deja vencer por la insistencia de quien se acerca a él con una súplica desvalida y confiada. Nosotros somos entonces el personaje de la viuda, ella nos representa y nos comunica además una increíble noticia: somos poseedores de un misterioso poder sobre el corazón de Dios y es precisamente nuestro desvalimiento confiado lo que nos da capacidad para “derrotarle”.

Pero la parábola tiene también otra puerta de acceso y nos invita a adentrarnos sin miedo en la imagen de un Dios-viuda-insistente que llama constantemente y sin cansarse a la puerta de nuestro corazón esperando darnos alcance. En ese caso no nos resulta difícil reconocernos en el juez de corazón endurecido y esta perspectiva de ser buscados, deseados y perseguidos, nos deslumbra como una ráfaga de luz: estamos llamados a creer que el deseo de Dios precede siempre al nuestro, que le resulta un regalo nuestra presencia, que tiene planes e iniciativas y palabras que dirigirnos y que lo mejor que podemos hacer es rendirnos a su persecución.

Dios nos “acosa” para conseguir de nosotros “justicia”, una manera de relacionarnos con él en la que, de una vez por todas, nos decidamos a fiarnos perdidamente de su amor.

www.feadulta.com


Fuerza de la oración misionera para hacer frente a los nuevos desafíos
Romeo Ballan, mccj

En el corazón del octubre misionero, vuelve la cita anual de la Jornada Mundial de las Misiones, el próximo Domingo del DOMUND, como expresión de un compromiso que no se limita a un día ni a la simple recaudación de ayudas materiales. El DOMUND es más bien una oportunidad pastoral estupenda para sentirse Iglesia, comunidad viva de personas que han encontrado a Cristo y lo sienten como un don para compartirlo con otros, a través de gestos concretos: la oración, el sacrificio, actos de solidaridad y -¿por qué no?- también la entrega de la vida. El tema fuerte de la misión es la salvación de cada persona en Cristo. Vuelven, por consiguiente, los temas misioneros de siempre: urgencia del anuncio, escasez de obreros del Evangelio, necesidad de oración insistente, cooperación por parte de todos los creyentes… (*)

La misión, en cuanto anuncio del Evangelio, está pasando por épocas complejas pero prometedoras. Realidades nuevas están naciendo para la Iglesia misionera. La Palabra de Dios ofrece hoy mensajes de esperanza para los momentos trágicos de la existencia humana, tanto a nivel individual como social y político. Dios interviene y salva, aunque a veces parece tardar. Su salvación es gratuita, pero nunca nos exime de nuestra libre aportación. El pueblo de Israel (I lectura), en una de sus frecuentes luchas contra los enemigos de turno, alcanza una victoria contra las tropas de Amalec, gracias a la plegaria de un orante extraordinario, Moisés, el cual, con la ayuda de dos colaboradores, sostiene en alto los brazos mientras suplica a Dios (v. 11-12). La verdadera oración no es ‘fuga del mundo’, sino lugar de transformación de la vida y del mundo.

La experiencia orante de Moisés se prolonga en el salmo y se ve confirmada en el Evangelio de la viuda, la cual, con su insistente súplica “sin desanimarse” (v. 1), alcanza un resultado importante, ganando un pleito en situaciones adversas: una causa judicial, un juez que “ni temía a Dios ni le importaban los hombres” (v. 2.4)… El apóstol Pablo (II lectura), desde la cárcel exhorta vivamente al discípulo Timoteo a cumplir la misión de anunciar la Palabra, amonestar, exhortar, insistir en cada ocasión “a tiempo y a destiempo” (v. 4,2)… Son estos algunos de los verbos irrenunciables de la Misión. Los ejemplos bíblicos de Moisés y de la viuda subrayan la importancia de orar al Dueño de la mies, que dijo a sus discípulos: “La mies es mucha, pero los obreros son pocos. Rueguen, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (Mt 9,37-38; Lc 10,2). La oración de intercesión es un instrumento irremplazable de misión. Lo expresaba bien el gran misionero San Daniel Comboni, que, entre grandes dificultades, escribía desde África: “La omnipotencia de la oración es nuestra fuerza”. La palabra de Jesús nos lo asegura: “Y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que claman a Él día y noche?… Les aseguro que en un abrir y cerrar de ojos les hará justicia” (Lc 18,7-8).

El Papa Francisco no pierde ocasión para renovar a todas las Iglesias su llamado misionero, a las de antigua tradición y a las de reciente evangelización, y las invita a todas a relanzar la actividad misionera para hacer frente a los múltiples y graves desafíos de nuestro tiempo. En efecto, hay signos evidentes de un enfriamiento, e incluso de un invierno de la fe cristiana en los países occidentales, que amenazan también la vida cristiana en nuestros países. Conscientes de esta realidad, podemos entender la inquietante pregunta de Jesús al final del Evangelio de hoy: “Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?” (v. 8). Es esta probablemente la pregunta más provocadora para la vida de la familia humana y, por tanto, para la Iglesia y la misión. El riego es “el silencio del amor en la noche de la indiferencia” (G. Bernanos). ¿Palabras pesimistas o realistas? Tú ¿qué opinas?

Para el bautizado y para la comunidad cristiana, no es el momento de encerrarse en sí mismos, de estrechar los espacios de la esperanza, o de reducir el compromiso misionero. Por el contrario, es la oportunidad de abrirse con confianza a la Providencia de Dios, que nunca abandona a su pueblo. Es la ocasión para renovar el compromiso de anunciar el Evangelioorar más y abrir nuevos espacios a la actividad misionera.


Es difícil, a veces, no perder la fe
Fernando Armellini

Introducción

Un sabio del Antiguo Testamento resume así la esperanza acumulada durante la vida: “Fui joven, ya soy viejo: nunca he visto a un justo abandonado ni a su descendencia mendigando pan… Pues el Señor ama el derecho y no abandona a sus fieles, los protege siempre, pero la descendencia de los malvados, será exterminada” (Sal 37,25.28).

Bonitas palabras, pero ¿se pueden aceptar sin ninguna reserva? ¿Quién no conoce ejemplos que las contradicen? Hace un par de semanas escuchábamos a Habacuc lamentarse con Dios. En el país—decía—dominan los malvados y se cometen toda suerte de injusticias y tú, Señor, no intervienes.

Se encuentran en la Biblia muchas invocaciones a Dios para que intervenga cuando la vida sobre la tierra se vuelve intolerable. El salmista implora: “Tú lo has visto, Señor, no te calles. Dueño mío, no te quedes lejos. Despierta, levántate en mi juicio, en defensa de mi causa, Dios y Dueño mío” (Sal 35,22-23). En el Apocalipsis los mártires alzan su grito al Señor: “Señor santo y verdadero, ¿cuándo juzgarás a los habitantes de la tierra y vengarás nuestra sangre” (Ap 6,10).

¿Cómo es que Dios no responde siempre e inmediatamente a estas súplicas? Si, pudiendo, no pone fin a la injusticia ¿puede ser considerado inocente? ¿Cómo justifica Dios su silencio?

Primera Lectura: Éxodo 17,8-13a

En aquellos días, los amalecitas fueron y atacaron a los israelitas en Rafidín. Moisés dijo a Josué: –Escoge unos cuantos hombres, haz una salida y ataca a Amalec. Mañana yo estaré de pie en la cima del monte con el bastón prodigioso en la mano. Hizo Josué lo que le decía Moisés y atacó a los amalecitas; entretanto, Moisés, Aarón y Jur subían a la cima del monte. Mientras Moisés tenía en alto la mano vencía Israel, mientras la tenía bajada vencía Amalec. Y como le pesaban las manos, ellos tomaron una piedra y se la pusieron debajo para que se sentase; mientras, Aarón y Jur le sostenían los brazos, uno a cada lado. Así sostuvo los brazos hasta la puesta del sol. Josué derrotó a Amalec y a su tropa a filo de espada.

Los amalecitas eran una tribu nómade que vivían en las regiones desoladas del desierto de Sinaí. Pocos pueblos han sido odiados por los israelitas con éste.

Habían cometido un crimen imperdonable. Los Israelitas estaban de camino hacia la Tierra Prometida y debían atravesar su territorio. Cansados del viaje, les pedían un poco de agua pero los amalecitas, en vez de ayudarles, los asaltaron y mataron a los más débiles de la retaguardia de la caravana (Dt 25,17-19).

La lectura de hoy se refiere a uno de los primeros encuentros con esta tribu. Dice el texto que Moisés ordenó a Josué que los atacara, mientras que él, junto con Aarón y Jur, subirían al monte para invocar la ayuda de Dios (vv. 12-13). Sucede que, mientras Moisés mantenía las manos elevadas en oración, Josué vencía, pero cuando, debido al cansancio, Moisés dejaba caer los brazos, los amalecitas llevaban ventaja (v. 11).

¿Cómo hacer para que Moisés tenga siempre los brazos elevados en oración? Aarón y Jur encontraron una solución: sentaron a Moisés en una piedra y, uno a la derecha y el otro a la izquierda, le sostenían. Permanecieron así hasta caer de la tarde cuando Israel venció a los amalecitas.

¡El pasaje bíblico no quiere ser una invitación a pedir a Dios la fuerza para matar a los enemigos!

Los pueblos de la antigüedad sostenían que los dioses combatían al lado del pueblo que los adoraba. Nosotros hoy, instruidos por Jesús, sabemos que esta es una concepción arcaica y grosera de Dios. El episodio narrado en la lectura ha sido inserto en la Biblia porque tiene un mensaje teológico: enseña que si uno quiere obtener un resultado superior a las propias fuerzas, debe orar… sin cansarse.

Hay resultados que no pueden ser obtenidos a no ser con la oración. Nos encontramos con enemigos que nos impiden vivir, que nos quitan el aliento: la ambición, el odio, las pasiones incontroladas.

Si dejamos caer los brazos solo un momento, si interrumpimos la oración, inmediatamente estos enemigos toman la delantera y solo nos queda resignarnos a la dramática experiencia de la derrota.

Los brazos deben mantenerse siempre en alto… hasta el atardecer, hasta el término de la vida, sin cansarse.

Segunda Lectura: 2 Timoteo 3,14—4,2

Querido hermano: Tú permanece fiel a lo que aprendiste y aceptaste con fe: sabes de quién lo aprendiste. Recuerda que desde niño conoces la Sagrada Escritura, que puede darte sabiduría para salvarte por la fe en Cristo Jesús. Toda Escritura es inspirada y útil para enseñar, argumentar, encaminar e instruir en la justicia. Con lo cual el hombre de Dios estará formado y capacitado para toda clase de obras buenas. Delante de Dios y de Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y muertos, te ruego por su manifestación como rey: proclama la palabra, insiste a tiempo y destiempo, convence, reprende, exhorta con toda paciencia y pedagogía. – Palabra de Dios

¿Por qué valores vale la pena jugarse la vida? ¿Qué principios inculcar a los hijos? ¿Deberán ser educados para poder competir y triunfar en la vida o en ayudar a los más débiles? ¿Qué valor debe darse a la familia, a los hijos, a la salud, a la propia imagen social, al éxito? La respuesta a estos interrogantes son muchas y muy diversas. ¿Cuán es la respuesta justa?

La soluciones propuesta por los hombres son inciertas y cambiantes, condicionadas más por la moda que por motivaciones sólidas.

Pablo sugiere a Timoteo un punto de referencia seguro: la sagrada Escritura. Para convencerlo le recuerda el vínculo, incluso afectivo, que lo liga a la fe. Le recuerda que en esa fe fue educado desde la infancia, “fe sincera, la que tuvo primero tu vuela Loide, después tu madre Eunice” (2 Tim 1,5).

Continúa explicando el valor de la sagrada Escritura. Dice: “es inspirada y útil para enseñar, argumentar, encaminar e instruir en la justicia. Con lo cual el hombre de Dios estará formado y capacitado para toda clase de obras buenas” (vv. 14-16).

El que ha encontrado este tesoro, no puede esconderlo o considerarlo un bien solo para gozarlo en soledad, debe comunicar su descubrimiento a los hermanos y hermanas.

Pablo conjura a Timoteo—y a través de él a todos los animadores de la comunidad—a aprovechar toda ocasión para dar a conocer el Evangelio (2 Tim 4,1-2).

El apóstol se preocupa que la fe de los discípulos esté alimentada adecuadamente. No con doctrinas cambiantes, sino con el único alimento nutriente y sólido: la Palabra de Dios contenida en los textos sagrados. Por esos mismo años Pedro, dirigiéndose a los neófitos, utiliza otra imagen conmovedora: compara esta Palabra a la leche que la madre Iglesia ofrece a sus hijos e hijas. Dice: “Busquen como niños recién nacidos la leche espiritual, no adulterada, para crecer sanos” (1 Pe 2,2).

Es una invitación a toda la comunidad a no reducir la vida cristiana a devociones, a la repetición de ritos y ceremonias religiosas, sino a dar importancia al estudio y a la meditación de la sagrada Escritura.

Evangelio: Lucas 18,1-8

La oración no debe ser una manera de forzar a Dios para hacer nuestra voluntad. ¿Por qué se nos invita a dirigirnos a él con insistencia? ¿Qué sentido tiene la oración? Ante esta pregunta Jesús responde hoy con una parábola (vv. 1-5) y con una aplicación para la vida de la comunidad (vv. 6-8). La parábola comienza con la presentación de los personajes.

El primero es un juez cuyo deber es el proteger a los débiles y a los indefensos, pero en vez es un insensato, uno que no tiene sentimientos de piedad (v. 2). Él mismo, en su soliloquio, reconoce que la mala fama que se ha hecho está del todo justificada: “Aunque no temo a Dios, ni respeto a los hombres” (v. 40). La descripción que Jesús hace de este hombre es muy realista. Quizás se refiera a un caso de injusticia descarada de la cual ha oído hablar o ha sido testigo.

El segundo personaje es la viuda. En la literatura del antiguo Medio Oriente y en la Biblia es el símbolo de la persona indefensa, expuesta a abusos, víctima de supercherías, que no puede acudir a nadie sino solamente al Señor. El libro del Eclesiástico se conmueve frente a esta condición y amenaza al que abusa de ella: “Dios es justo y trata a todos por igual; no favorece a nadie contra el pobre, escucha las suplicas del oprimido; no desoye los gritos del huérfano o de la viuda cuando repite su queja; mientras recorre las lágrimas por las mejillas y el gemido se añade a las lágrimas, sus penas consiguen su favor y su grito alcanza las nubes” (Eclo 35,15-21).

La parábola pone en escena a una viuda que ha sufrido una injusticia. Quizás ha sido engañada en un asunto de herencia o fue víctima de una trampa, quizás alguien se ha aprovechado de su trabajo; lo cierto es que ha sufrido un agravio y reivindica sus derechos, pero nadie le hace caso. No tiene dinero para pagar a un abogado, no conoce a nadie que se pueda ocupar de su causa, ninguno que la pueda recomendar. Tiene en mano una sola carta y es la que juega: importuna al juez continuamente, con obstinación, a fuer de parecer indiscreta (v. 3).

Luego de haber presentado a los dos personajes, la parábola continúa con el soliloquio del magistrado el cual decide un día darle solución al caso. No porque se haya convertido de su comportamiento incorrecto, sino porque está exhausto y fastidiado por la insistencia de la mujer. Dice: este viuda es muy molesta, me inoportuna, se ha vuelto insoportable (vv. 4-5).

La parábola concluye aquí. Los siguientes versículos (vv. 6-8) contienen una actualización. Los comentaremos más adelante. Primero tratemos de encontrar el sentido del mensaje de la parábola.

¿A quién representa el juez malvado? La respuesta parece evidente, y aun un poco embarazosa: a Dios. Pero no es así. Este personaje es, en realidad, secundario, y es introducido solamente para crear la situación insostenible en la cual está envuelta la viuda. Es sobre esta situación que Jesús quiere llama la atención. Esta es la condición en que los discípulos se van a encontrar en este mundo, que ya está siendo dominado por el maligno y profundamente marcado por la muerte.

En el tiempo de Jesús la injusticia se concretizaba en los sistemas opresivos políticos, sociales y religiosos. Hoy está representado por el abuso, la estafa y daño a los más pobres y por aquellos acontecimientos inexplicables, absurdos que perturban y que son contrarios a nuestro anhelo de vida.

¿Qué hacer en estas circunstancias?

Este es el mensaje de la parábola: orar. Dice el evangelista que Jesús contó esta parábola para inculcar la convicción de que es necesario rezar siempre, sin cansarse (v. 1).

La oración es el gran medio para no perder la cabeza aun en los momentos más difíciles y dramáticos, cuando todo parece conjugarse contra nuestro y contra el reino de Dios.

¿Cómo se hace para rezar siempre? La oración no se identifica con la repetición monótona de fórmulas que enerva al que la recita, al que la escucha y—me imagino—también a Dios que ciertamente se aburre al escucharlas si no son expresión de un auténtico sentimiento del corazón (cf. Am 5,23). Jesús pidió a sus discípulos que no hagan como los paganos que piensan que por mucho hablar serán escuchados (Mt 6,7).

La verdadera oración, esa que no debe ser interrumpida, consiste en mantenerse en constante diálogo con el Señor. Un diálogo con él hace valorar la realidad, los acontecimientos, los hombres con su criterio de juicio. Valoramos con ellos nuestros pensamientos, nuestros sentimientos, nuestras reacciones, y nuestros proyectos.

Orar siempre significa no tomar ninguna decisión sin haberlo antes consultado con él. Si rompemos, aunque sea por un instante, esta relación con Dios, si—para utilizar la imagen de la primera lectura—dejamos caer los brazos, inmediatamente los enemigos de la vida y de la libertad tomarán la delantera. Enemigos que se llaman pasión, impulsos incontrolados, reacciones instintivas. Se crean las premisas para decisiones absurdas.

La oración es la que permite, por ejemplo, controlar la impaciencia de querer instaurar el reino de Dios a toda costa y recurriendo a cualquier medio. Y es la plegaria la que nos impide forzar la conciencia y nos enseña a respetar la libertad de todas las personas.

La conclusión del fragmento (vv. 6-8) es un poco enigmática. La última frase: “Solo que, cuando llegue el Hijo del Hombre, ¿encontrará esa fe en la tierra?” parece insinuar una duda sobre el final de la obra de Cristo. Para comprenderla es necesario verificar quién está hablando y quienes son los destinatarios del mensaje; luego se debe también aportar una corrección a la traducción.

El que toma la palabra es el Señor que en el Evangelio de Lucas indica el Resucitado. Se refiere a los elegidos que son los cristianos perseguidos en la comunidad de Lucas. Se trata de dar una respuesta al interrogante angustiante de ellos.

Estamos en los años 80 y en Asia Menor ha comenzado una persecución solapada y más que violenta. Domiciano pretende que todos le adoren como a un Dios. La institución religiosa pagana, servil y aduladora, enseguida se adecuó a seguir las excentricidades y manías del soberano. Los cristianos no. No pueden—como dice el libro del Apocalipsis (Ap 13)—inclinarse delante de la “bestia” (el divo Domiciano) y por eso sufren acoso y discriminación.

Ahora resulta claro quién es la viuda de la parábola: es la iglesia de Lucas, la iglesia que está privada de su Esposo, es la comunidad que espera su venida, aunque no conoce el día ni la hora de su retorno y que todos los días, con insistencia, implora: “Ven, Señor Jesús” (Ap 22,20).

A esta invocación el Señor da una respuesta consoladora, con una pregunta retórica (Y Dios ¿no hará justicia a sus elegidos si claman a él día y noche?), seguida de una afirmación perentoria (¡Les digo que inmediatamente les hará justicia! Aunque tengan que esperar mucho). Habrán notado que al final desaparece el interrogante. Esto modifica la traducción y hace más coherente el sentido del texto.

La tentación mayor de los cristianos es el descorazonamiento y la desconfianza frente a la larga espera del Esposo que tardará en manifestarse, que cambiará la injusticia.

La última frase: “Cuando llegue el Hijo del Hombre, ¿encontrará esa fe en la tierra?”, no se refiere al fin del mundo, sino a la venida salvadora de Cristo en este mundo.

De frente a la inexplicable tardanza del juez la viuda podría haberse resignado y haber perdido la esperanza de poder obtener justicia un día. El Señor quiere llamar la atención a la comunidad cristiana contra el peligro del descorazonamiento, de la resignación, de pensar que el Esposo no llegará ya más para “hacer justicia”. Él ciertamente vendrá, pero ¿estarán sus elegidos atentos para recibirlo? Para algunos esta tardanza podría haberles hecho perder la fe.

http://www.bibleclaret.org