XXIII Domingo ordinario. Año C
“En aquel tiempo, caminaba con Jesús una gran muchedumbre y Él, volviéndose a sus discípulos, les dijo: Si alguno quiere seguirme y no me prefiere a su padre y a su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, más aún, a sí mismo, no puede ser mi discípulo.
Porque, ¿quién de ustedes, si quiere construir una torre, no se pone primero a calcular el costo, para ver si tiene con qué terminarla? No sea que, después de haber echado los cimientos, no pueda acabarla y todos los que se enteren comiencen a burlarse de él, diciendo: Este hombre comenzó a construir y no pudo terminar.
¿O qué rey que va a combatir a otro rey, no se pone primero a considerar si será capaz de salir con diez mil soldados al encuentro del que viene contra él con veinte mil? Porque si no, cuando el otro esté aún lejos, le enviará una embajada para proponerle las condiciones de paz.
Así pues, cualquiera de ustedes que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo”.
(Lucas 14, 25-33)
Quien no renuncie a sus bienes, no puede ser mi discípulo
P. Enrique Sánchez, nccj
El tema de la renuncia y del desprendimiento parece asegurar la continuidad en la reflexión del evangelio que hemos venido haciendo en estos últimos domingos del año litúrgico.
Renunciar a ser los primeros, a ocupar los primeros lugares, a sobresalir como expresión de poder. Estas han sido algunas de las recomendaciones que Jesús ha ido sembrando en el corazón de sus discípulos y seguramente también en los nuestros. En el evangelio de este domingo no se habla explícitamente de renuncia, al menos al inicio, sino de preferencias que pueden condicionar y limitar la libertad para seguir al Señor como auténticos discípulos.
El seguimiento del Señor, como lo entiende san Lucas, implica un desprendimiento no sólo de las cosas o de los bienes que pudiésemos tener, aunque Jesús llega a exigir no anteponer nada a su persona.
La exigencia va más lejos y pide que estemos disponibles a ponerlo a Él en el centro de nuestras vidas como lo más importante y eso implica situarlo por encima incluso de todos nuestros mejores afectos.
Evidentemente, no se trata de despreciar o rechazar a nuestros seres queridos o a las personas que consideramos necesarias en nuestra vida; se trata de recordar que quien mejor nos ayudará a vivir nuestras relaciones con los demás, como auténticos discípulos, será precisamente el Señor cuando le hayamos entregado nuestro corazón.
Muchas veces invocamos al Señor en nuestras celebraciones cantando: “danos un corazón, grande para amar, danos un corazón fuerte para luchar”. Ese es uno de nuestros anhelos más profundos y lo alcanzamos sólo cuando nos liberamos de todo aquello que nos puede mantener atados a las cosas, a las costumbres, a las personas; a todo aquello que nos hace dependientes y que condicionan la libertad que nos brinda la espontaneidad para amar verdaderamente.
El desprendimiento es lo que nos da un corazón misionero, que empuja a ir siempre más lejos, a no detenerse jamás, quedándose complacidos en aquello que da seguridad. Y no hay alegría más grande que dar la vida por los demás.
Leyendo la parábola que Jesús nos presenta en este evangelio parecería contrastar con las primeras palabras que hemos leído.
Por una parte, se nos habla de “dejar” y en la parábola se parte de calcular bien y asegurarse en donde se están poniendo los cimientos de lo que se quiere construir.
En realidad, el mensaje del evangelio nos quiere llevar a tomar conciencia de que la renuncia y el desprendimiento que exige Jesús para poderlo seguir, en la práctica se transforma en un cimiento sólido y firme sobre el cual podemos confiar y construir todo lo que soñamos.
Poner toda nuestra confianza en Jesús es garantía de éxito de todo lo que podamos ir construyendo en nuestra vida.
Por otra parte, las palabras del Evangelio nos ayudan a entender que la decisión de seguir a Jesús no es algo que se pueda improvisar o tomar a la ligera. Es una opción que exige discernimiento y claridad en la mente y en el corazón.
Es importante ser conscientes y serios en el momento de decidir seguir a Jesús, pues de lo contrario nos sumaremos a tantas personas que se dicen cristianas porque un día fueron bautizadas, pero que han considerado que el ser discípulos de Jesús es sólo algo que se pone en práctica en algunos momentos muy contados de la vida.
Vivimos en un mundo en donde, en algunos lugares, las estadísticas registran poblaciones que se declaran católicas en un 80 o 90 por ciento y luego vemos en la celebración dominical que apenas el 6 o 7 por ciento asisten a misa, casi dejando entender que se trata de algo opcional.
Cada año, miles de niños hacen la primera comunión o la confirmación, pero a muchos de ellos no los volvemos a ver sino hasta el día en que quieren casarse por la iglesia, y eso también ya se registra a la baja. Se considera que los sacramentos pueden entrar entre los muchos otros compromisos sociales a los que no hay que faltar. Se entiende que es un rito con el cual basta cumplir, pero no se descubrió que lo importante era crecer y profundizar nuestra pertenencia al Señor.
No es extraño encontrarse con católicos que no sienten la necesidad de practicar su fe y tienen sus conciencias muy en paz, diciendo que ellos viven su fe cuando les nace del corazón. No sienten la necesidad de vivir y de hacer crecer su relación con el Señor y con la comunidad a la que pertenecen.
No faltan los que han confundido el ser discípulos de Jesús con pertenecer a un club social en donde se participa sólo cuando se tiene necesidad de reposo y de descanso. Y en el caso de la comunidad cristiana se recurre a ella sólo cuando surge algún problema o se presenta una necesidad, que sólo Dios puede resolver.
Por lo tanto, la exigencia de Jesús, no se limita a la renuncia de algunas cuantas cosas o de unos afectos que consideramos importantes. Lo que pide el Señor a los que lo quieren seguir es que organicen su vida tomándolo en cuenta, no como el florero que adorna la sala, sino como la persona con quien se vive una relación profunda personal.
Ojalá que estas palabras de Jesús nos ayuden a renovar nuestro deseo de seguirlo con entusiasmo y valentía. Sobre todo, en aquellos momentos en los que nos cuesta desprendernos de todo lo que nos da una seguridad inmediata o que nos hace sentir satisfechos con una vida que no implica sacri2icios y renuncias.
Que el testimonio de tantos misioneros que han aceptado dejarlo todo para ir a anunciar la buena noticia del Evangelio nos ayuden a entender y a hacer la experiencia de no tener miedo a renunciar a lo que nos puede estar dando una seguridad, convencidos de que al Señor jamás le ganaremos en generosidad.
Para nuestra reflexión más personal
¿Hay algo o alguien que me cuesta dejar para seguir a Jesús?
¿Qué podría poner en práctica para vivir más intensamente mi relación con Jesús?
¿Me considero buen discípulo de Jesús, aunque todavía tenga camino por recorrer, o me pongo en la fila de los cristianos de ocasión?
¿A cuáles bienes me pide el Señor que renuncie?
Sentarse y calcular
Dolores Aleixandre
Es tan fuerte el tema central de este evangelio (…) que resulta casi imposible abordarlo de frente. Por eso, lo mejor es poner en práctica el consejo que recibimos en él: sentarnos a pensar. Tenemos la sensación de que el seguimiento de Jesús implica siempre el dinamismo de moverse, desplazarse y caminar pero a veces lo más aconsejable resulta ser eso de sentarse. He probado más de una vez en grupos cristianos a hacer esta pregunta: ¿cuál fue la primera acción de Jesús de la que dan cuenta los evangelios, el primer verbo del que Jesús aparece como sujeto? Las respuestas suelen ser; “curar”, “anunciar el reino”, “llamar…” y nadie se acuerda de este texto de Lucas cuando narra la escena del niño Jesús perdido en el templo: “Al cabo de tres días, lo encontraron en el templo sentado en medio de los doctores, escuchándolos y haciéndoles preguntas” (Lc 2,46). Los epígrafes de las Biblias y los títulos de los cuadros que representan la escena suelen ser engañosos: vemos a Jesús de pie con el dedito en alto en actitud de maestro y un grupo de sabios sentados escuchándole: “Jesús niño enseñando en el Templo”, o, “El Niño enseñando a los doctores”. Nada de eso: él estaba sentado, escuchando y preguntando.
En las dos parábolas de hoy se nos proponen como modelo a dos personajes que supieron sentarse y calcular. Este segundo verbo tiene también poco predicamento porque parece ser lo contrario de ser generoso y dar sin medida que parecen sintonizar mejor con el talante de Jesús. Sí, pero no siempre porque en estas parábola lo sensato no es arriesgarse a emprender algo (una construcción, una empresa militar…), sino algo muy distinto: sacarla calculadora, hacer cuentas, acudir a expertos, estudiar costos, prever resultados Seguir a Jesús es una tarea de construcción y para eso hay que estudiar qué espacios hay que cavar, a qué profundidad hay que echar los cimientos, qué materiales serán necesarios, cuántos obreros harán falta. El seguimiento tiene también mucho de combate: habrá que enfrentarse con enemigos, hará falta valentía, se correrán riesgos, habrá que afrontar fatigas, hambre, sed y cansancio.
Nos viene bien sentarnos. Y levantarnos después si la reflexión nos ha hecho más conscientes de la gravedad de la decisión que hemos tomado. Y también de su dicha.
Realismo responsable
José A. Pagola
No puede ser discípulo mío.
Los ejemplos que emplea Jesús son muy diferentes, pero su enseñanza es la misma: el que emprende un proyecto importante de manera temeraria, sin examinar antes si tiene medios y fuerzas para lograr lo que pretende, corre el riesgo de terminar fracasando.
Ningún labrador se pone a construir una torre para proteger sus viñas, sin tomarse antes un tiempo para calcular si podrá concluirla con éxito, no sea que la obra quede inacabada, provocando las burlas de los vecinos. Ningún rey se decide a entrar en combate con un adversario poderoso, sin antes analizar si aquella batalla puede terminar en victoria o será un suicidio.
A primera vista, puede parecer que Jesús está invitando a un comportamiento prudente y precavido, muy alejado de la audacia con que habla de ordinario a los suyos. Nada más lejos de la realidad. La misión que quiere encomendar a los suyos es tan importante que nadie ha de comprometerse en ella de forma inconsciente, temeraria o presuntuosa.
Su advertencia cobra gran actualidad en estos momentos críticos y decisivos para el futuro de nuestra fe. Jesús llama, antes que nada, a la reflexión madura: los dos protagonistas de las parábolas «se sientan» a reflexionar. Sería una grave irresponsabilidad vivir hoy como discípulos de Jesús, que no saben lo que quieren, ni a dónde pretenden llegar, ni con qué medios han de trabajar.
¿Cuándo nos vamos a sentar para aunar fuerzas, reflexionar juntos y buscar entre todos el camino que hemos de seguir? ¿No necesitamos dedicar más tiempo, más escucha del evangelio y más meditación para descubrir llamadas, despertar carismas y cultivar un estilo renovado de seguimiento a Jesús?
Jesús llama también al realismo. Estamos viviendo un cambio sociocultural sin precedentes. ¿Es posible contagiar la fe en este mundo nuevo que está naciendo, sin conocerlo bien y sin comprenderlo desde dentro? ¿Es posible facilitar el acceso al Evangelio ignorando el pensamiento, los sentimientos y el lenguaje de los hombres y mujeres de nuestro tiempo? ¿No es un error responder a los retos de hoy con estrategias de ayer?
Sería una temeridad en estos momentos actuar de manera inconsciente y ciega. Nos expondríamos al fracaso, la frustración y hasta el ridículo. Según la parábola, la “torre inacabada” no hace sino provocar las burlas de la gente hacia su constructor. No hemos de olvidar el lenguaje realista y humilde de Jesús que invita a sus discípulos a ser “fermento” en medio del pueblo o puñado de “sal” que pone sabor nuevo a la vida de las gentes.
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No podemos caminar en dos direcciones
Fray Marcos
Sigue en camino hacia Jerusalén y Jesús advierte a la multitud, que le seguía alegremente, de las dificultades que entraña un auténtico seguimiento. Les hace reflexionar sobre la sinceridad de su postura. Solo en el contexto del seguimiento de Jesús, podemos entender las exigencias que nos propone. Hace unos domingos, Jesús decía al joven rico: Si quieres llegar hasta el final… Hoy nos dice: si no piensas llegar hasta el final, es mejor que no emprendas el camino. Si no eres capaz de concluir la obra has fracasado. Si decides caminar con él, deja de caminar en otra dirección.
Una de las interpretaciones equivocadas de este radicalismo, es entender el mensaje como dirigido a unos cuantos privilegiados, que serían cristianos de primera. Jesús no se dirige a unos pocos, sino a la multitud que le seguía. Pero lo hace personalmente. “Si uno quiere…” La respuesta tiene que ser también personal. No hay cristianismo a dos velocidades; una la de los clérigos, y otra la de los laicos. Esta visión no puede ser más contraria al mensaje. Todos los seres humanos estamos llamados a la misma meta.
No se trata de machacar o anular el instinto (es lo que hemos predicado con frecuencia). Sería una tarea inútil porque el instinto es anterior a mi voluntad y escapa a su control. Se trata de que el instinto no sea manipulado por la voluntad, torciéndolo hacia una chata obtención de placer o seguridades. El fin que el instinto quiere garantizar es bueno en sí. El placer que ha desplegado la evolución es un medio para garantizar el objetivo. Si nuestra voluntad convierte el placer en fin, estamos tergiversando el instinto.
Tres son las exigencias que propone Jesús: 1ª.- Posponer a toda su familia. 2ª.- Cargar con su cruz. 3ª.- Renunciar a todos sus bienes. Las tres se resumen en una sola: total disponibilidad. Sin ella no puede haber seguimiento. No es fácil entender bien lo que Jesús propone. La manera de hablar nos puede despistar. En una lengua que carece de comparativos y superlativos, tiene que valerse de exageraciones para expresar la idea. Lo notable es que se haya mantenido la literalidad en el texto griego, que dice “misei” = odia, aborrece, ten horror. No podemos entenderlo al pie de la letra.
Tampoco podemos ignorarlas. Son como los famosos “koan” del zen. Tienen que hacernos trascender la formulación y meternos por el camino de la intuición. Fallamos estrepitosamente cuando queremos comprenderlas racionalmente. La verdad que quieren trasmitir no es una verdad lógica, sino ontológica. No podemos entenderla con la razón, pero podemos intuir por dónde van los tiros. Para la primera exigencia la clave está en: “incluso a sí mismo”. El amor a sí mismo puede ser nefasto si se refiere al falso yo que lleva al egoísmo. El ego tiene también su padre y su madre, sus hijos y hermanos.
El amor a la familia puede ser la manifestación de un egoísmo amplificado, que busca afianzar el individualismo en los “yoes” de los demás. Lo que se busca en ese amor es mi egoísmo, sumado al egoísmo de los demás. Ese yo ampliado es mucho más fuerte y asegura mejor el pequeño yo de cada uno. El seguir a Jesús está basado en el amor. Perro el amor que nos pide no está reñido con el verdadero amor al padre o a la madre. Si el seguimiento es incompatible con el amor a la familia es que ese amor está mal planteado. Seguir a Jesús nos enseñará a amar más también a nuestros familiares.
Otro problema muy distinto es que ese seguimiento provoque en los familiares la oposición y el rechazo, como le pasó al mismo Jesús. Entonces no se puede ceder a las exigencias del instinto, porque está maleado. Si los familiares, muy queridos, te quieren apartar de tu verdadera meta, está claro que no puedes ceder. El hombre alcanza su plenitud cuando despliega su capacidad de amor, que es lo específicamente humano. Este amor no puede estar limitado, tiene que llegar a todos. Por eso, el profesar un verdadero amor a una persona no puede impedir ni condicionar la entrega a otros.
Cargar con la cruz hace referencia al trance más difícil y degradante del proceso de ajusticiamiento de una condenado a muerte de cruz. El reo tenía que transportar él mismo el travesaño de la cruz. Jesús va a Jerusalén precisamente a ser crucificado. No olvidemos que los evangelios están escritos mucho después de la muerte de Jesús, y la tienen siempre presente. Está haciendo referencia a lo que hizo Jesús, pero a la vez, es un símbolo de las dificultades que encontrará el que se decide a seguirle. Una vez emprendido el camino de Jesús, todo lo que pueda impedirlo, hay que superarlo.
Renunciar a todos sus bienes. Recordemos que a los que entraban a formar parte de la primera comunidad cristiana se les exigía que pusieran a disposición de todos lo que tenían. No se tiraban por la borda los bienes. Solo se renunciaba a disponer de ellos al margen de la comunidad. El objetivo era que en la comunidad no hubiera pobres ni ricos. Hoy sería imposible llevar a la práctica este desprendimiento. Pero podemos entender que la acumulación de riquezas se hace siempre a costa de otros seres humanos. Hoy tendríamos que descubrir que lo que yo poseo puede ser causa de miseria para otros.
Debemos aclarar otro concepto. El seguimiento de Jesús no puede consistir en una renuncia, es decir, en algo negativo. Se trata de una oferta de plenitud. Mientras sigamos hablando de renuncia, es que no hemos entendido el mensaje. No se trata de renunciar a nada, sino de elegir lo mejor. No es una exigencia de Dios, sino una exigencia de nuestro ser. Jesús vivió esa exigencia. La profunda experiencia interior le hizo comprender a dónde podía llegar el ser humano si despliega todas sus posibilidades de ser. Esa plenitud fue también el objetivo de su predicación. Jesús nos indica el camino mejor.
En cuanto a las dos parábolas, lo que propone Jesús es que no se puede nadar y guardar la ropa. Queremos ser cristianos, pero a la vez, queremos disfrutar de todo lo que nos proporciona la sociedad de consumo. No tenemos más remedio que elegir. Preferir el hedonismo es un error de cálculo. Las parábolas quieren decirnos que se trata de la cuestión más importante que nos podemos plantear, y no debemos tratarla a la ligera. Para que un avión despegue debe alcanzar una velocidad crítica. Si no la consigue, seguirá rodando por la pista indefinidamente. Es lo que hacemos nosotros.
Antes de poner los cimientos de un edificio debemos calcular si podré terminarlo con los medios que tengo. Si no me alcanza, es mejor que no empiece a construir porque será perder lo que tengo. Si declaro la guerra a otro y no calculo bien mis fuerzas, está claro que el que va a salir perdiendo soy yo. Los cristianos nos conformamos con rodar y rodar por la pista sin darnos cuenta de que estamos haciendo el ridículo. Estamos diseñados para despegar. Si nos conformamos con rodar, nuestro diseño no ha servido para rada. Bien entendido que lo logrado no va ser el resultado de nuestro esfuerzo.
“ Quien no renuncia a todos sus bienes
no puede ser discípulo mío ”
Fr. Bernardo Sastre Zamora O.P.
La Sabiduría: don que ilumina el plan divino
«¿Quién comprende lo que Dios quiere?» (Sb 9,13-18)
La sabiduría de Dios es un don. Es un regalo necesario y valioso: siendo un don imprescindible para ordenar nuestra vida cristiana conforme al amor divino, resulta la paradoja de que no es alcanzable solo por esfuerzo humano, a fuerza de voluntad. Nuestro pensamiento está condicionado por el cuerpo y lo terrenal; incluso los grandes filósofos no logran un consenso absoluto acerca de esta materia. La realidad es que humanamente somos limitados, y necesitamos de la fuerza que viene de lo alto: la pasión que nos infunde el Espíritu de Dios. Dios se nos revela, nos habla de forma cercana, adaptándose a nuestra condición humana, y nos concede sabiduría que no es erudición, sino camino de gozo y de vida.
La sabiduría es una opción. Como un rey que mide fuerzas antes de la batalla, el discípulo del Señor debe discernir si está dispuesto a seguir a Jesús: se trata de evaluar nuestro compromiso religioso, moral y social con la Iglesia de Cristo. Apostar por Dios implica a su vez renunciar a afectos, valores y proyectos que se oponen a Cristo, y esto pasa por una batalla interior, una ineludible lucha espiritual. Si bien la entrega al plan de salvación del Señor conlleva esta pugna, a su vez conduce a la amistad con Cristo: paz profunda, luz imperecedera.
El Señor, refugio ante la fragilidad de la vida
«Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación» (Sal 89)
El Salmo 89 nos recuerda que, frente a la fragilidad y la brevedad de la vida humana, Dios es nuestro refugio constante y seguro, a lo largo de todas las generaciones. Aunque sintamos que nuestra existencia es efímera como la hierba o una vela nocturna, la misericordia de Dios, dispensada por su fidelidad, perdura por siempre. Este salmo nos invita a confiar en el amor protector del Señor, a buscar en Él la fortaleza para vivir con sentido y esperanza, especialmente en los momentos de incertidumbre. Para el creyente Dios se convierte en el ancla firme que sostiene nuestra vida, y esto nos llena de paz y alegría, de gozo y felicidad.
El amor cristiano que transforma y libera: la carta a Filemón
“Recíbelo no como esclavo, sino como hermano querido” (Flp 9b-10.12-17)
En esta carta, Pablo nos muestra cómo el amor cristiano transforma las relaciones humanas. Onésimo, antes esclavo y ahora hermano en Cristo, es un signo vivo de la reconciliación que Jesús realiza en nuestras vidas. No solo un perdón, instantáneo, sino todo un proceso de reconciliación. Pablo no solo pide que Filemón reciba con cariño a quien antes fuere su siervo esclavo, sino que lo considere como a un igual, un hermano querido. Este llamado nos desafía a vivir una comunidad basada en el respeto y la igualdad en dignidad, donde las barreras culturales, de causa humana, se disuelven en un amor superior: la gracia de Cristo Jesús. La fe no solo transforma el corazón, sino nuestra vida moral en general, según el ideal del Evangelio. Cristo, por su Espíritu, renueva nuestras actitudes y relaciones. Nuestro mundo interior termina teniendo efectos externos.
Gloria y cruz del discipulado
«Quien no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío» (Lc 14,25-33)
Cristo describe la vida de sus discípulos con dos comparaciones oportunas: como una torre que hay que construir o como una batalla que hay que librar (y en la cual es preciso saber cómo y cuándo entrar).
1. Torre que edificar. Una torre representa algo sólido, visible y que perdura. Una edificación de altura. Así, el discipulado es una construcción que lleva tiempo y esfuerzo, e implica cierta actitud religiosa. No se hace de la noche a la mañana. Igual que el arquitecto calcula el coste antes de poner el primer ladrillo, el discípulo se pregunta:
- ¿Estoy dispuesto a poner a Cristo por encima de todo?
- ¿Acepto que esta misión comprometerá toda mi vida?
La gloria está en ver la torre erguida, firme en medio del mundo; la cruz, en asumir el trabajo paciente y la renuncia que supone superarse a uno mismo, en medio de retos y dificultades.
2. Batalla que librar. El seguimiento de Jesús es también una lucha espiritual, contra aquello que nos aparta de Él: el egoísmo, la comodidad (zona de confort), el miedo irracional, la tentación de abandonar el barco que es la Iglesia. Como un rey que evalúa sus fuerzas antes de ir a la guerra, el discípulo ha de discernir si está dispuesto a entrar en esta pugna vital. La victoria está asegurada en el Resucitado, pero hay que llevarla a cabo a lo largo del camino, y camino de la fe.
- La gloria está en luchar del lado de Cristo, Señor de la victoria.
- La cruz, en enfrentar la dureza del combate, en medio de «la noche».
¿Victoria garantizada?
El éxito que promete Jesucristo no se da según los criterios del mundo. Desde fuera, el discipulado puede parecer una derrota, un fracaso a priori: perder bienes, status de vida o incluso la vida misma (en el caso del martirio). Pero, según la lógica del Evangelio, la victoria está asegurada, porque el Maestro ya ha vencido al pecado y a la muerte, enemigos de Dios. La condición para nuestro éxito: perseverar en la santidad, abrazar la cruz que viene con el seguimiento de Cristo.
En definitiva, la gloria del discípulo es participar en la vida y la misión de Jesús, su Señor, Nuestro Señor. Si bien implica renunciar a todo lo que impida esa comunión. Quien acepta ambas dimensiones (luz y cruz), edifica la torre y libra la batalla definitiva, con la certeza de que la victoria ya es nuestra, incluso por adelantado. Nuestra vida crucificada es el único camino al cielo: la vida eterna.