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Jubileo: todos somos invitados

Por: P. Rafael González Ponce, mccj

NOVIEMBRE
16 de noviembre: Jubileo de los Pobres
22-23 de noviembre: Jubileo de los Coros y Corales

El Jubileo nos enseña que en el corazón de Dios Padre hay cabida para todos, sin ninguna discriminación a causa de etnia, condición social, cultura, credo… Jesucristo ha muerto y resucitado por todos y desea que juntos alcancemos la plenitud de su amor. El Espíritu Santo derrama sus dones más allá de cualquier frontera física, mental o espiritual. Por ello, la esencia del Jubileo es un grito profético: que en medio del odio, las guerras, la injusticia y la violencia, su plan de fraternidad siga adelante y nada ni nadie pueda destruirlo. En eso consiste la «esperanza que no defrauda» (Rom 5,5).

Acercándonos a la conclusión del Año Santo, volvamos la mirada a diferentes grupos (o mejor dicho, realidades) convocados a los «grandes brazos» de la basílica de San Pedro, y que intentan reflejar la universalidad y el colorido de la humanidad entera: comunicadores, fuerzas armadas y policías, artistas, diáconos, voluntarios, enfermos y agentes sanitarios, adolescentes, personas con discapacidad, trabajadores, empresarios, bandas musicales, Iglesias orientales, cofradías, familias, niños y abuelos, movimientos, asociaciones y nuevas comunidades, Santa Sede, deportistas, gobernantes, seminaristas, obispos, sacerdotes, jóvenes, ministros de la consolación, trabajadores de la justicia, catequistas, misioneros, migrantes, vida consagrada, espiritualidad mariana, educadores, pobres, coros y corales, presos… Sin mencionar la incontable variedad de grupos en las diversas catedrales y santuarios del orbe entero.

Cruzamos los umbrales de la Puerta Santa, ahora nos toca salir fortalecidos por la «puerta de la misión» hasta los últimos rincones de la tierra para proclamar con nuestra voz, y sobre todo con nuestra vida, el Evangelio que hace nuevas todas las cosas (cf Ap 21,5). Misión para la cual, Jesucristo nos repite: ¡No tengan miedo! ¡Yo estoy con ustedes siempre hasta el fin del mundo! (cf Mt 28,20;14,27).

Conmemoración de los Fieles Difuntos

Era casi el mediodía, cuando las tinieblas invadieron toda la región y se oscureció el sol hasta las tres de la tarde. El velo del templo se rasgó a la mitad. Jesús, clamando con voz potente, dijo: ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! Y dicho esto, expiró.
Un hombre llamado José, consejero del sanedrín, hombre bueno y justo se presentó ante Pilato para pedir el cuerpo de Jesús. Lo bajó de la Cruz, lo envolvió en una sábana y lo colocó en un sepulcro excavado en la roca, donde no habían puesto a nadie todavía.
El primer día después del sábado, muy de mañana, llegaron las mujeres al sepulcro, llevando los perfumes que habían preparado. Encontraron que la piedra ya había sido retirada del sepulcro y entraron, pero no hallaron el cuerpo de Jesús.
Estando ellas todas desconcertadas por esto, se les presentaron dos varones con vestidos resplandecientes. Como ellas se llenaron de miedo e inclinaron el rostro a tierra, los varones  les dijeron: ¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí; ha resucitado”

(Lucas 23, 44-46.50.52-52; 24, 1-6)


¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?
P. Enrique Sánchez G., mccj

Este domingo la Iglesia nos invita a celebrar la conmemoración de los fieles difuntos. Las lecturas que se nos proponen son varias y para nuestra reflexión  hemos  escogido estos versículos de los capítulos 23 y 24 del evangelio de san Lucas.

Es probable que en algunas parroquias las lecturas de este domingo sean diferentes, pero la invitación es la misma que nos permite traer a la memoria y a nuestra oración a los seres queridos que ya no están físicamente entre nosotros.

Las palabras del evangelio de hoy nos dibujan con mucha claridad el momento de la muerte del Señor.

Clavado sobre la cruz, Jesús entregó su espíritu al Padre que le había confiado la misión de venir entre nosotros a compartir nuestra condición humana.

Y recordando, desde el nacimiento hasta el momento en que su cuerpo fue depositado en el sepulcro, Jesús compartió en todo nuestra humanidad. Se hizo uno de nosotros, también pasando por la experiencia de la muerte.

Contemplando a Jesús, nos damos cuenta de que la muerte hace parte de nuestra experiencia de vida en este mundo y con seguridad y tranquilidad podemos decir que nadie podrá evitar ese momento en su existencia.

La muerte hace parte de nuestra vida y por más esfuerzos que hagamos y por más grandes que sean los avances en la medicina, al límite, podemos decir que hemos podido alargar de algunos años la vida; pero de la muerte nadie se escapa.

Para los no creyentes esto puede ser una verdad aceptada con frialdad, con resignación o, en algunos casos, con un aire de fatalismo, aceptando que no hay remedio y que al final no es de extrañarse que todo termine en polvo o en nada.

En algunos lugares no es raro encontrase hoy con ataúdes dejados solos en las salas frías de alguna agencia funeraria, pues a la muerte se le ha reducido a ese momento inevitable en donde todo parece haber acabado en algo sin sentido.

Pero la muerte, aunque tratemos de tratarla con indiferencia, no deja de ser algo que nos cuestiona y que viene a provocar interrogantes importantes para la vida.

¿Qué somos? ¿Hacia dónde vamos? ¿Qué sentido tiene todo el afán que ponemos en lo que vamos realizando a diario? ¿Qué nos espera al final de nuestros días? ¿Por qué tratamos de distraernos y nos sentimos empujados a decir que la muerte es lo último a lo que tendríamos que pensar?

Y, a lo mejor, caemos en la cuenta de que pensar un poco a la muerte puede hacer que lo que vamos viviendo a diario adquiera un valor mayor del que le estamos dando.

Resulta que también es verdad que mucho influye nuestro modo de gastar la vida en la manera de cómo afrontaremos la muerte.

Quien vive sereno y plenamente, agradeciendo cada instante de la vida, compartiendo lo bello de existir y de caminar con otros por los senderos de la vida; seguramente será alguien que llegará sereno al final de sus días, pues le quedará la satisfacción de haber vivido no para llegar a la muerte, sino para abrirse a una mejor vida.

Afortunadamente, para el cristiano y para quien conserva en su corazón una chispa de fe, la muerte no es conclusión o simple final; sino que se transforma en paso de vida que se prolonga y que va a hacia la plenitud, de lo que en este mundo sólo fue un adelanto y una promesa que se realiza, cuando podamos decir, también nosotros, “todo está cumplido”.

Morir para quien tiene fe es un volver al origen de donde se ha venido, es un momento que concluye una etapa que ha sido marcada por el peregrinar en este mundo, haciendo la experiencia de una vida que es bella e intensa; pero que, al final no es más que preparación para la Vida, escrita con mayúscula porque no tendrá fin. Nadie que viva con un mínimo de oportunidades en este mundo podrá negar que la vida es bella y cada instante se convierte en un motivo para ser felices.

Cada instante de nuestro vivir es un don de bondad que estamos llamados a disfrutar al máximo, pues de lo contrario no estaríamos más que anticipando el momento de la muerte, del cual ya no hay retorno.

La buena noticia que nos comparte san Lucas en su evangelio no nos esconde lo triste y lo frustrante que puede ser la muerte, sobre todo cuando vemos a quien ha sido fuente de vida a lo largo de su existencia acabar clavado en una cruz, casi como incapaz de desprenderse de la muerte.

El drama de la pasión de Jesús, su camino al calvario, lo cruel y aterrador de la manera como se le dio muerte, es un espectáculo que para nadie tiene nada de atrayente.

Es  la  afirmación  de  lo  que  la  razón  nos  dice  que  jamás  debería  suceder,  es  lo humanamente inaceptable, pero es lo que Dios ha escogido para mostrar en donde está su poder y en donde se pronuncia su última palabra.

La muerte no ha podido imponer su ley y nunca será la vencedora porque Dios la ha vencido en la entrega de su Hijo como garantía de vida para todos los que creamos en él.

Dios, en Jesús, no se ha quedado entre los muertos. Resucitando ha dicho para siempre que la vida tiene la última palabra y que nada, ni nadie, como dice san Pablo, podrá́ separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo.

Porque sabemos que Dios ha resucitado a Cristo haciéndolo abandonar el sepulcro, vivimos convencidos de que la muerte no se ha convertido en tragedia, sino que la reconocemos como oportunidad para nacer a una vida nueva, la vida de Jesús resucitado.

De esta expresión de nuestra fe nace la motivación de la celebración que nos lleva al agradecimiento por la vida de nuestros difuntos. De aquí nace la certeza de que no se han ido definitivamente de nuestras vidas y de aquí surge la convicción de que nos volveremos a encontrar un día en la eternidad con todos aquellos que han sido parte de nuestra vida.

Recordar a nuestros difuntos es una manera de afirmar nuestra convicción de que también un día, aunque tengamos que pasar por la experiencia de la muerte, nos encontraremos con todos nuestros seres queridos porque resucitaremos en Cristo para estar por siempre con ellos.

Por eso, no buscamos entre los muertos a los que se han ido de nuestro mundo. No nos complace festejar a cadáveres, no renunciamos al dolor que causa la pérdida de un ser querido; pero estamos muy conscientes de que no se trata de buscar entre los muertos a los que viven, porque han creído en quien se nos ha revelado diciéndonos que él es La Vida.

Por lo tanto, la conmemoración de los fieles difuntos no es festejo de muertos, sino motivo de gratitud por la vida que nos sigue acompañando y que sigue estando presente, de otra manera, de todas aquellas personas que han marcado nuestras vidas con sus valores, con sus ejemplos de vida, con la riqueza de sus personas, con la herencia de su fe y de su amor por los demás, por la entrega desinteresada en el servicio como expresión de amor profundo.

Celebramos a los difuntos reconociendo la vida que nos ha quedado de ellos y que no puede ser atrapada, contenida y olvidada en una tumba que nos recuerda simplemente que vamos de paso; pero que nuestra morada definitiva se encuentra entre los brazos de un Padre que nos ama y que nunca estará de acuerdo en ver tanta vida desperdiciada por nuestra incapacidad de custodiar la vida.

Finalmente, los fieles difuntos representan para nosotros la esperanza que brota de lo profundo de nuestro corazón, ayudándonos a vivir en este mundo con la confianza de que nos encontraremos, un día, todos juntos formando esa bella familia de los hijos de Dios que han nacido para tener una vida que no se limitará a unos cuantos años que se van acabando cada día.

Pidamos para que el recuerdo de nuestros difuntos se convierta en una acción de gracias por sus vidas y por la vida que han dejado en nosotros como fuente de nuestras alegrías.

Qué, por la misericordia de Dios, todos nuestros hermanos difuntos, descansen en paz. Así sea.


2 noviembre
Conmemoración de todos los fieles difuntos

La Conmemoración de los Difuntos es una solemnidad que tiene un valor profundamente humano y teológico, pues abarca todo el misterio de la existencia humana, desde sus orígenes hasta su fin sobre la tierra e incluso más allá de esta vida temporal. Nuestra fe en Cristo nos asegura que Dios es nuestro Padre bueno que nos ha creado, pero además también tenemos la esperanza de que un día nos llamará a su presencia para “examinarnos sobre el mandamiento de la caridad”. (Cf. CIC n. 1020-1022).

La muerte es sólo una puerta…

En el Nuevo Testamento, san Mateo nos habla del retorno de Cristo en su segunda venida al final de los tiempos (cf. Mt 25, 35-45); pero también en otros pasajes la Palabra de Dios nos asegura la existencia de un encuentro personal con Dios después de la muerte de cada uno, donde se nos preguntará si nuestras obras estuvieron motivadas por la fe, la esperanza y la caridad. La parábola del pobre Lázaro (cf. Lc 16, 22) y la palabra de Cristo en la Cruz al buen ladrón (cf. Lc 23, 43), así como otros textos del Nuevo Testamento (cf. 2 Co 5,8; Flp 1, 23; Hb 9, 27; 12, 23) nos hablan de la posibilidad de entrar a gozar en el Reino de los cielos o de quedarnos fuera de la fiesta eterna (cf. Mt 25, 46-46).

La conmemoración de hoy nos recuerda esta futura realidad; por eso la Iglesia intercede por nuestras hermanas y hermanos difuntos, rezando por ellos, haciendo sufragios y limosnas, pero sobre todo ofreciendo el mismo sacrificio de Cristo en la Eucaristía, de modo que todos los que aún después de su muerte necesitasen ser purificados de las fragilidades humanas, puedan ser definitivamente admitidos a la visión de Dios.

Cristo venció a la muerte

La muerte física es un hecho natural ineludible. Nuestra propia experiencia directa nos muestra que el ciclo natural de la vida incluye necesariamente la muerte. En la concepción cristiana, este evento natural nos habla de otro tipo de vida sobrenatural donde no existe la muerte. La voluntad de Dios, del Señor de la vida, es que todos sus hijos e hijas participen en abundancia de su propia vida divina (cf. Jn 10,10); vida divina que el género humano perdió como consecuencia del pecado (cf. Rm 5,12). Pero Dios no quiere, de ningún modo, que permanezcamos en esa muerte espiritual ,y por eso Jesús, nuestro Salvador, tomando sobre sí mismo el pecado y la muerte, les ha hecho morir en su misterio pascual (cf. Rm 8,2).

Gracias pues al Amor del Padre y a esa victoria de Jesús (cf. Jn 3,16), la muerte física se ha convertido en un pasaje, en una puerta que nos conduce al encuentro con Dios (cf. Ef 2, 4-7). Nuestro propio temor a la muerte y el dolor que nos sacude cuando muere alguien cercano a nosotros podemos superarlos mediante la fe en la resurrección (1 Tes 4,13). Para nosotros los creyentes, nuestros muertos no están “definitivamente muertos”, sino “sólo difuntos”, es decir, “duermen el sueño de la paz” mientras esperan que sus cuerpos sean transformados por la resurrección (cf 1 Cor 15,14).

Historia y orígenes de la conmemoración

La pietas y el recuerdo de los difuntos se remonta a los albores de la historia de la humanidad. En la plenitud de los tiempos (cf. Ga 4, 4), con el evento de la Resurrección de Jesús (cf. Mt 28, 8-15), la memoria y la piedad hacia ellos se enriqueció radicalmente. Ya los primeros cristianos, como se puede ver fácilmente en las catacumbas, esculpían en las tumbas la figura de Lázaro resucitado, como signo de la esperanza de que su pariente amado también volvería a la vida gracias a Cristo (cf. Jn 11, 38-44).

Pero sólo en el siglo IX aparece la conmemoración litúrgica de los difuntos, herencia de la costumbre monástica ya en boga en el siglo VII de consagrar, dentro de los monasterios, un día entero a la oración por los difuntos. La piadosa práctica, sin embargo, ya estaba presente en el rito bizantino que celebraba a los difuntos el sábado anterior al inicio de la cuaresma o en un período entre finales de enero y el mes de febrero.

Más tarde, en el año 809, el obispo de Tréveris, Amalario Fortunato de Metz, colocaría la memoria litúrgica de los difuntos -que esperan contemplar el rostro del Padre- al día siguiente de la dedicada a los santos, que ya gozan de la vida divina. Finalmente, en el año 998, a disposición del Abad de Cluny, Odilón di Mercoeur, se fijó la solemnidad para el 2 de noviembre incluyendo un período de preparación de nueve días, conocido como la Novena de los Difuntos, que comienza el 24 de octubre.

http://comboni2000.org


Conmemoración de los Fieles Difuntos
Felix Jiménez Tutor

Noviembre es el mes del Recuerdo. Los cristianos hacemos memoria de Jesucristo, muerto y resucitado, todos los días en la eucaristía.

La memoria completa el puzzle gigantesco del pasado de los hombres. Todas las piezas, ensambladas por la misericordia de Dios, forman el puzzle más glorioso y más pintoresco que conocemos con el título de la Comunión de los Santos.

Cristo murió una vez, nuestros muertos murieron una vez y nosotros los recordamos muchas veces. Por la fe los asociamos a la victoria de Cristo, victoria colectiva de la que participaremos todos. (…)

Hemos proclamado en la lectura del Libro de Job, libro del eterno por qué, una de las afirmaciones más poderosas de toda la Biblia Hebrea: “Yo sé que mi ‘go’el’, mi Redentor vive”.

El goel es el familiar que rescata la propiedad que su hermano ha perdido, que venga la sangre derramada, que redime de la esclavitud, que cumple con la ley del levirsato. El goel es el Redentor.

Job, sin hijos, sin familia no tiene un goel que pueda redimirlo y hasta su mujer le grita: “Maldice a Dios y muere”.

Sus amigos en lugar de ofrecerle consuelo y compasión le echan en cara su pecado. Job hundido y abandonado por todos proclama su fe: “Yo sé que mi go’el, mi Redentor vive”.

Sólo Dios es el gran Redentor, el que nos redime de nuestra esclavitud y de nuestro pecado, paga nuestras deudas y vence a nuestro peor enemigo, la muerte.

Al final de nuestra vida, la muerte en su oscura soledad, nos aterra. No seremos juzgados, seremos salvados, rescatados, por nuestro Redentor que vive por siempre.

“Tu hermano resucitará” dijo Jesús a Marta. Nuestros seres queridos resucitarán porque el que cree no está condenado a morir sino a vivir.

Hoy, hacemos memoria de Jesucristo y hacemos memoria de nuestros difuntos. Hacemos un acto de fe en la presencia de Cristo Resucitado en medio de nosotros.

Hacemos un acto de esperanza en que Cristo rasgará el velo del duelo y del dolor.

Hacemos un acto de amor, nosotros los peregrinos con los que ya han consumado su peregrinación y han llegado al destino final, los brazos de nuestro Redentor.

http://www.feadulta.com


Santos y difuntos: solidaridad e intercesión misionera
Romeo Ballan mccj

¡Fiesta de familia, fiesta de fraternidad solidaria! La fiesta de Todos los Santos y el recuerdo de los Fieles Difuntos nos ayudan a sentirnos miembros de una familia grande, alargada hasta los confines del mundo. Son dos días (1 y 2 de noviembre) que nos invitan a nuestra celebración familiarNuestra, porque los santos y los difuntos forman parte de la única familia de Dios y de los hombres, nuestra familia. Es la familia de todos los santos: no solamente de los pocos reconocidos oficialmente como tales por la Iglesia, sino de todas las personas de buena voluntad, de todos los que han buscado a Dios con corazón sincero y respetando al prójimo. Es la familia de todos los difuntos, no solamente de nuestros parientes y amigos. Con todos ellos compartimos vicisitudes comunes, hechas de gozos, esperanzas, dolor, fragilidad, fatigas… Hasta la inevitable calle estrecha de la muerte, en un camino por el cual pasamos todos por igual: santos y pecadores, ricos y pobres, creyentes y no… Somos parte de una familia innumerable de mujeres y de hombres de toda lengua, color, raza, religión, cultura, condición social…

Es la fiesta de la familia alargada, con dimensiones universales, sin límites, en la que nadie es desconocido o extranjero para Dios y para quienes viven en Él. En la que Dios conoce cada rostro y llama a cada uno por su nombre. Una familia en donde hay una fraternidad circular de relaciones en beneficio de todoslos santos del cielo interceden ante Dios en nuestro favor, mientras estamos peregrinando en la tierra; nosotros, los peregrinos, damos gracias y alabanzas a Dios por su misericordia y por las cosas bellas que Él realiza en los santos; nosotros y los santos ofrecemos súplicas por los difuntos que aún esperan el momento de contemplar plenamente el rostro de Dios; también los difuntos, de una manera que no conocemos, viven una especial comunión con Dios que redunda en beneficio nuestro… Es, por tanto, una intercesión circular: de Cristo y de los santos por nosotros; de nosotros en favor de los difuntos; y de los difuntos – que ya son salvos – en favor de los parientes y de toda la familia humana.

La circunstancia es propicia para reflexionar y vivir los valores de la familia, la fraternidad, la universalidad, en una especial comunión con los antepasados: tanto los antepasados en el clan y en la cultura popular, como los antepasados en la fe cristiana, que son los santos. Es decir, aquellos que han realizado al más alto nivel, e incluso con heroísmo, los ideales y valores del Evangelio y de las culturas de los pueblos. Son ellos los gigantes espirituales, los modelos logrados de la humanidad renovada en Cristo, que es para todos el Hombre nuevo, el modelo perfecto, el inspirador de toda forma de santidad. ¡Se trata de un tema de particular resonancia para todos los que anuncian el Evangelio, también entre los pueblos no cristianos! El Papa Francisco nos dice que la santidad es “el rostro más bello de la Iglesia”; nos habla de la “santidad en la vida cotidiana”, que muchas veces es “la santidad de la puerta de al lado”.

Este tipo de reflexiones no quita nada al rigor y amargura de la muerte, esa “dura calle”, de dantesca memoria, que da miedo, y, sin embargo, es el paso obligado hacia la Vida plena. Un paso que es preciso afrontar sin evasiones, con realismo humano y cristiano. Nos ha dado un ejemplo de ello, entre otros, el Card. Carlos Maria Martini, jesuita, maestro en la doctrina, arzobispo de Milán (+ 2012): enfermo de Parkinson, “en el contexto de una muerte inminente”, sintiéndose “ya en la última sala de espera, o la penúltima”, confesaba haberse “varias veces quejado con el Señor” por la necesidad de tener que morir. Martini no escondía su tormento interior hasta llegar a aceptar esa dura calle, oscura y dolorosa: “Me he apaciguado con el pensamiento de tener que morir cuando he comprendido que sin la muerte no llegaríamos nunca a hacer un acto de plena confianza en Dios. En efecto, en cada decisión importante nosotros tenemos siempre algunas salidas de seguridad. En cambio, la muerte nos obliga a fiarnos totalmente de Dios”. Ante el misterio de la muerte, que nos exige “un acto de confianza total”, Martini concluía: “Deseamos estar con Jesús y este deseo lo expresamos con los ojos cerrados, a ciegas, abandonándonos completamente en sus manos”.

Ante la muerte, aparece aún más precioso el don de la fe cristiana, la única que es capaz de arrojar una luz nueva y definitiva sobre el sentido de la vida, de Dios, del dolor, de la historia… Una luz que marca la diferencia. Una luz que otras religiones no logran dar. Una vez más, emerge la novedad del mensaje cristiano. Y, por tanto, la urgencia de la Misión.


Halloween y el cristianismo
Comprar, pensar y vivir de una manera en la que ni siquiera hemos reflexionado

Por: Ernesto María Caro, Sac
Fuente: http://www.evangelizacion.org.mx
https://es.catholic.net

Es impresionante el poder de la publicidad en nuestro medio que nos lleva a comprar, a pensar y a vivir de una manera en la que ni siquiera hemos reflexionado. Cuando nos damos cuenta estamos atrapados por el consumismo, el cual no respeta edad, nacionalidad o creencia religiosa. Se vale de cualquier elemento para atraer nuestra atención con el fin de vender. El problema es que muchas veces, los que salimos más perjudicados con esto somos los cristianos.

Entre los ejemplos que podríamos mencionar están la Navidad y la fiesta de Todos los Santos. En la primera nos damos cuenta, con bastante tristeza, que el día de Navidad, estamos llenos de regalos, sin un centavo en la bolsa y lo peor, es que nuestra actividad “compradora” ha dejado de lado la preparación espiritual para la fiesta del “nacimiento de Cristo”. Se ha cambiado su figura por un Santa Claus y la cena de Navidad consiste en el intercambio de regalos y una exquisita cena (si ésta es posible dado que ya se gastó uno todo el aguinaldo y las tarjetas de crédito están hasta el tope). De manera que nuestra fiesta cristiana, poco a poco se ha ido transformando en una fiesta comercial, en la que muchas veces el único ausente es precisamente el festejado: Cristo.

Caso semejante sucede con la celebración de “Todos los Santos” en donde vemos que al aproximarse el 31 de Octubre las tiendas se ven llenas de: mascaras, trajes de monstruos, atuendos de brujas, calabazas con expresiones terroríficas, etc., en fin, de artículos que poco tendrían que ver con nuestra fe y con la fiesta que se celebrará.

Dado que nos acercamos a esta fecha, quisiera compartir contigo algunos elementos de reflexión que nos lleven a valorar nuestra fe y a no dejarnos influenciar por el mercantilismo que puede incluso cambiar o destruir nuestra fe y nuestras costumbres.

Un poco de historia

Podemos considerar que celebración del Halloween tiene dos orígenes que en el transcurso de la historia se fueron mezclaron.

a. Origen Pagano

Por un lado encontramos que el origen pagano podríamos atribuirlo a la celebración Celta, llamada “Samhain” y que tenía como objetivo dar culto a los muertos. La invasión de los Romanos (46 A.C) a las Islas Británicas dio como resultado la mezcla de la cultura Celta, la cual con el tiempo terminó por desaparecer. Su religión llamada Druidismo, con la evangelización terminó por desaparecer en la mayoría de las comunidades Celtas a finales del siglo II.

Sobre la religión de los Druidas, no sabemos mucho pues no escribieron sobre ella, todo se pasaba de generación en generación. Sabemos, que las festividades del Samhain se celebraban muy posiblemente entre el 5 y el 7 de Noviembre (a la mitad del equinoccio de verano y el solsticio de invierno) con una serie de festividades que duraban una semana, finalizando con la fiesta de “los muertos” y con ello se iniciaba el año nuevo Celta. Esta fiesta de los muertos era una de sus festividades principales pues celebraban lo que para nosotros sería el “cielo y la tierra” (conceptos que llegaron sólo con el cristianismo). Para ellos el lugar de los muertos era un lugar de felicidad perfecta en la que no había hambre ni dolor. Los celtas celebraban esta fiesta con ritos en los que, los sacerdotes druidas, sirviendo como “médium”, se comunicaban con sus antepasados esperando ser guiados en esta vida hacia la inmortal. Se dice que los “espíritus” de los muertos venían en esa fecha a visitar sus antiguos hogares.

b. Origen Cristiano

Desde el siglo IV la Iglesia de Siria consagraba un día a festejar a “Todos los Mártires”. Tres siglos más tarde el Papa Bonifacio IV (+615) transformó un templo romano dedicado a todos los dioses (panteón) en un templo cristiano dedicándolo a “Todos los Santos”, a todos aquellos que nos habían precedido en la fe. La fiesta en honor de Todos los Santos, inicialmente se celebraba el 13 de Mayo, pero fue el Papa Gregorio III (+741) quien la cambió de fecha al 1º de Noviembre, que era el día de la “Dedicación” de la Capilla de Todos los Santos en la Basílica de San Pedro en Roma. Más tarde, en el año 840, el Papa Gregorio IV ordenó que la Fiesta de “Todos los Santos” se celebrara universalmente. Como fiesta mayor, ésta también tuvo su celebración vespertina en la “vigilia” para preparar la fiesta (31 de Octubre). Esta vigilia vespertina del día anterior a la fiesta de Todos los Santos, dentro de la cultura anglosajona se tradujo al inglés como: “All Hallow´s Even” (Vigilia de Todos los Santos). Con el paso del tiempo su pronunciación fue cambiando primero a “All Hallowed Eve”, posteriormente cambio a “All Hallow Een” para terminar en la palabra que hoy conocemos “Halloween”.

Por otro lado ya desde el año 998, San Odilo, abad del monasterio de Cluny, en el sur de Francia, había añadido la celebración del 2 de Noviembre, como una fiesta para orar por las almas de los fieles que habían fallecido, por lo que fue llamada fiesta de los “Fieles Difuntos” la cual se difundió en Francia y luego en toda Europa.

Halloween en nuestros días

Si analizamos la actual celebración del Halloween veremos que poco tiene que ver con sus orígenes. De ellos sólo ha quedado el hecho de la celebración de los muertos pero dándole un carácter TOTALMENTE distinto al que tuvo en sus orígenes y agregándole poco a poco una serie de elementos que han distorsionado totalmente la fiesta, sea “de los muertos (difuntos)” como de “todos los santos”.

Entre los elementos que se le han agregado, tenemos por ejemplo, la tradición de “disfrazarse”, misma que muy posiblemente nació en Francia entre los siglos XIV y XV para la celebración de la Fiesta de “Todos los Santos”. Durante esta época Europa fue flagelada por la plaga bubónica o “peste bubónica” (también conocida como “la muerte negra”) en la cual murió alrededor de la mitad de la población. Esto creó en los católicos un gran temor a la muerte y una gran preocupación por esta. Se multiplicaron las “misas” en la fiesta de los “Fieles Difuntos” (2 de Noviembre) y nacieron muchas representaciones artísticas que le recordaban a la gente su propia mortalidad.

Estas representaciones eran conocidas como la “Danza de la Muerte”. Dado el espíritu “burlesco” de los franceses, en la víspera de la fiesta de los “Fieles Difuntos”, se adornaban las paredes de los cementerios con imágenes en las cuales se veía al diablo guiando una cadena de gente: Papas, reyes, damas, caballeros, monjes, campesinos, leprosos, etc. (la muerte no respeta a nadie), y los conducía hacia la tumba. Estas representaciones eran hechas también basándose en cuadros plásticos, con gente disfrazada de personalidades famosas y en las distintas etapas de la vida, incluida la muerte a la que todos debían de llegar.

Al parecer la tradición “dulce o travesura” (Trick or Treat), tiene su origen en la persecución que hicieron los protestantes en Inglaterra (1500-1700) contra los católicos. En este período en Inglaterra los católicos no tenían derechos legales: no podían ejercer ningún puesto público y los perseguían con multas, impuestos elevados y hasta cárcel. El celebrar misa era una ofensa capital y cientos de sacerdotes fueron martirizados.

Un incidente, producto de esta persecución y de la defensa del catolicismo fue el intento de hacer volar al rey protestante Jaime I y su Parlamento con “pólvora de cañón”, marcando así el inicio de un levantamiento católico contra sus opresores. Sin embargo el “Plan pólvora de cañón” (“Gunpowder Plot”) fue descubierto en Noviembre 5, 1605, cuando el que cuidaba la pólvora, un convertido descuidado, llamado Guy Fawkes, fue capturado y ahorcado. Esto generó una fiesta que muy pronto se convirtió en una gran celebración en Inglaterra (incluso hasta nuestros días). Muchas bandas de protestantes, ocultos con máscaras, celebraban esta fecha visitando a los católicos de la localidad y exigiéndoles cerveza y pasteles para su celebración, diciéndoles: “Trick or Treat”. Más tarde el “Día de Guy Fawkes” llegó a las colonias con los primeros colonos que llegaron a América trasladándose al 31 de octubre para unirla con la fiesta del Halloween.

Podemos entonces darnos cuenta que la actual fiesta del “Halloween” es producto de la mezcla de muchas tradiciones que los inmigrantes trajeron a los Estados Unidos desde los inicios del 1800, tradiciones que ya han quedado olvidadas en Europa pues sólo tienen sentido en la integración que la cultura americana le ha dado en esta celebración.

Nuevos elementos de Halloween

Muy posiblemente, producto de su identificación con la fiesta de los Druidas, en la cual se “invocaba” a los muertos y los mismos sacerdotes servían de médium, esta celebración del 31 de Octubre, se ha ido identificando con diversos grupos “neo paganos” y peor aun, con celebraciones satánicas y ocultistas.

El festival a “Samhain” llamado hoy en día el “festival de la muerte” es reconocido por todos los satanistas, ocultistas y adoradores del diablo como víspera del año nuevo para la brujería. Anton LaVey, autor de la “La Biblia Satánica” y sumo sacerdote de la Iglesia de Satanás, dice que hay tres días importantes para los satanistas: (1) Su cumpleaños; (2) El 30 de Abril y (3) el más importante, Halloween. LaVey dice que es en esta noche que los poderes satánicos, ocultos y de brujería están en su nivel de potencia más alto. Y que cualquier brujo u oculista que ha tenido dificultad con un hechizo o maldición normalmente puede tener éxito el 31 de Octubre, porque Satanás y sus poderes están en su punto más fuerte esta noche.

Por otro lado el 31 de Octubre, de acuerdo a la enciclopedia “World Book”, Halloween es la víspera del año nuevo para la brujería y dice que es el principio de todo lo que es “frío, oscuro y muerto”.

Hollywood ha contribuido también a la distorsión de esta fiesta creando una serie de películas como “Halloween” en las cuales la violencia gráfica, los asesinatos, etc., crean en el espectador en estado de angustia y ansiedad. No podemos decir que estas películas son solo para adultos, pues es una realidad que dada nuestra cultura y el relajamiento en la censura pueden ser vistas, muchas de estas, incluso en la televisión comercial creando en los niños miedo y sobre todo una idea errónea de la realidad.

Esta fiesta se ha ligado de tal manera al ocultismo que es un hecho comprobado que la noche del 31 de Octubre en muchos países se realizan misas negras, cultos espiritistas, y otras reuniones relacionadas con el mal y el ocultismo.

Podemos darnos cuenta, entonces que queriendo o no, estos elementos se han mezclado también en la celebración actual del Halloween y como producto de su influencia, se han agregado a los disfraces, las tarjetas y todos los elementos comerciales: las brujas, los gatos negros, los vampiros, los fantasmas y toda clase de monstruos terroríficos, muchos de ellos con expresiones verdaderamente satánicas.

Para nuestra reflexión

Ante todos estos elementos que componen hoy la fiesta del “Halloween” nos preguntamos:

¿Es que, en aras de la diversión podemos aceptar que los niños al visitar las casas de los vecinos, les EXIJAN dulces a cambio de no hacerles un daño (rayar las paredes, romper huevos en las puertas, etc.)?

¿Qué experiencia (moral o religiosa) queda en el niño que para “divertirse” ha usado disfraces de diablos, brujas, muertos, monstruos, vampiros y demás personajes relacionados principalmente con el mal y el ocultismo, sobre todo cuando la televisión y el cine identifican estos disfraces con personajes contrarios a la sana moral y ni que decir de la fe y los valores del evangelio (paz , justicia, amor, lealtad, bondad, etc.)?

¿Cómo podríamos justificar como padres de una familia cristiana que nuestros hijos, en el día de Halloween, hagan daño a las propiedades ajenas? ¿No seríamos totalmente incongruentes con la educación que hemos venido proponiendo en la cual se debe respetar a los demás y que las travesuras o maldades no son buenas? ¿No sería esto aceptar que una vez al año se puede hacer lo prohibido?

Con los disfraces y la identificación que tienen estos con Hollywood, ¿no estamos promoviendo en la conciencia de los pequeños que el mal y el demonio son sólo fantasías, parte de un mundo irreal que nada tiene que ver con nuestras vidas y que por lo tanto no nos afectan?

¿Que experiencia religiosa o moral, queda después de la fiesta del Halloween? ¿No es esta otra forma de relativismo religioso con la cual vamos permitiendo que nuestra fe y nuestra vida cristiana se vean debilitadas?

Si aceptamos todas estas ideas, y las relativizamos, en “aras de la diversión de los niños”, ¿cómo podremos corregir y hacerle ver a nuestros hijos el mal que se esconde detrás del “juego” de la “Ouija” que pone en grave peligro su vida espiritual? ¿O que diremos al joven que durante toda su infancia “jugó” al Halloween, cuando este visita a los brujos, hechiceros, médiums, y los que leen las cartas, todos ellos contrarios a la fe y a la vida cristiana?

Es que nosotros como cristianos, mensajeros de la paz, del amor, de la justicia, portadores de la luz para el mundo, ¿podemos identificarnos con esta fiesta en donde todos sus elementos, hoy por hoy, hablan de temor, injusticia, miedo, y oscuridad?

Si somos sinceros con nosotros mismos y buscamos ser fieles a nuestra fe y a los valores del Evangelio, tendríamos que concluir que la ACTUAL fiesta del “Halloween” no sólo no tiene nada que ver con la celebración que le dio origen, sino que incluso es nociva y contraria a la fe y la vida cristiana.

Ante esta realidad que inunda nuestro medio y que es promovida sin medida por el consumismo en el que estamos envueltos nos preguntamos: ¿Qué podemos hacer? ¿Taparnos los ojos para no ver la realidad? ¿Buscar buenas excusas para justificar su presencia y no darle mayor importancia, que al cabo que es un juego mientras que ésta se sigue esparciendo por el mundo como un reguero de pólvora? ¿Prohibirles a nuestros hijos que no participen en ella mientras que muchos de sus vecinitos y amigos ese día estarán en la calle y ellos no? ¿Serían capaces los niños de entender todos los peligros que corren y el por qué de nuestra negativa a la vivencia de la fiesta?

Creo que la respuesta no es sencilla, sin embargo Jesús nos dijo: “Sean mansos como la paloma y astutos como la serpiente”. Por ello quisiera proponerte una experiencia que realizamos en mi parroquia y que nos dio muy buen resultado para devolverle el sentido original a la fiesta del “All Hallow´s eve”.

Lo primero que hicimos es organizar una catequesis con los niños en los días anteriores a la fiesta, haciéndoles ver la importancia de celebrar a nuestros santos, como vencedores de la fe, como verdaderos “héroes” del cristianismo. Cómo para ellos no fue fácil el ser buenos cristianos, pero que con la gracias de Dios es posible. Por ello nosotros los celebramos el día 1º de Noviembre.

Les hicimos ver lo negativo que hay en la fiesta del Halloween de la manera en que se festeja actualmente. Les dijimos que así no era al principio. Que muchos elementos contrarios a nuestra fe y a nuestros valores cristianos se habían mezclado en ella. Les hicimos ver que Dios quiere que seamos buenos y que no nos identifiquemos ni con las brujas ni con los monstruos, pues nosotros somos sus hijos. Les leímos a los niños algunos de los pasajes en los cuales Jesús expulsa a los demonios para hacerles ver que esto es malo y contrario a nuestra fe.

Para la fiesta del Halloween invitamos a que todos se disfrazaran de algún personaje bíblico o de alguna persona que ellos supieran que había sido buena y que por lo tanto seguramente estaría ya en el cielo (por supuesto que no faltaron trajes de Superman, Batman, etc.). Cada uno de los participantes debía dar una explicación de por que había venido vestido de esta manera.
A cada uno de los niños les dimos una bolsita de dulces los cuales deberían repartir en las casas que se iban a visitar. Les hicimos ver que Jesús nos enseñó a dar, pues el mismo se dio hasta la misma muerte, que nosotros y todos los santos, los hombres buenos tienen más alegría en dar que en recibir. Al llegar a la casa que se habría de visitar, se saludaba a la gente diciéndoles: “Dios te ama” y se les daba un caramelo.

Al final, hubo una gran fiesta con los papás, y con toda la gente que participó en el Halloween. Se dieron premios a los mejores disfraces y a las mejores explicaciones de “por qué” se habían disfrazado de esta manera. La fiesta fue un éxito y todos salimos con una experiencia muy positiva y sobre todo muy cristiana.

De esta manera, reintegramos el valor verdadero de la fiesta, celebrando la “Vigilia de Todos los Santos” o “Halloween”.

¿No podrías tú hacer los mismo y juntar a los vecinitos, primos y amiguitos de tus hijos y organizar un verdadero “Halloween” en tu barrio? Alguien tiene que empezar a cambiar nuestra cultura y reintegrarle el carácter cristiano que ha ido perdiendo. En estos tiempos de crisis, Jesús nos exige comprometernos con él y con su evangelio. Cada uno tiene que tomar su puesto en la reevangelización de nuestra cultura. No nos podemos quedar cruzados de brazos viendo cómo nuestra familia se hunde poco a poco y de manera casi imperceptible en el relativismo, en el materialismo y el paganismo práctico. No permitamos que la comercialización y las fuerzas contrarias a nuestra fe nos lleven a vivir cosas que, lejos de ayudarnos, ponen en riesgo nuestra felicidad y la de nuestra familia. Recobremos nuestros valores para ser cristianos auténticos, aunque para ello tengamos que ir en contra del mundo y sus ideas. Recordemos que el mismo Jesús oró a su Padre para que lo pudiéramos hacer:

“Padre, yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado; porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del Maligno. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en la verdad; tu palabra es verdad”. Jn 17,14-17.

Como María, todo por Jesús y para Jesús.
Ernesto María, Sac.

El P. Ernesto María Caro Osorio fue ordenado sacerdote en el Seminario de Monterrey el 15 de agosto 1991. Licenciado en Espiritualidad por la Universidad Gregoriana de Roma y Doctorado en Mariología por la Universidad Marianum de Roma, es director de la página Evangelización Activa, que busca llevar la palabra de Dios a todos los rincones del mundo mediante el uso de los medios electrónicos, especialmente el correo electrónico.


Las ocho puertas del Paraíso
P. Manuel João Pereira Correia, mccj

Año C – Solemnidad de Todos los Santos
Mateo 5,1-12: «Jesús subió al monte, se sentó, y se acercaron a él sus discípulos.»

El 1 de noviembre la Iglesia celebra la Solemnidad de Todos los Santos, una festividad de orígenes muy antiguos. Ya a finales del siglo II se constata una verdadera veneración a los santos. La solemnidad nació en Oriente en el siglo IV y se difundió progresivamente a otras regiones, aunque con fechas diferentes: en Roma se celebraba el 13 de mayo, mientras que en Inglaterra e Irlanda, a partir del siglo VIII, el 1 de noviembre. Esta última fecha se impondrá después también en Roma a partir del siglo IX.

¿Quiénes son los santos que celebramos hoy? No son (solo) los reconocidos oficialmente por la Iglesia, los que hacen milagros, sino la multitud que vio san Juan en el Apocalipsis: «una muchedumbre inmensa, que nadie podía contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua» (Ap 7). Muchos vivieron a nuestro lado y cuidaron de nosotros; otros los encontramos en el camino de la vida. Y tantos, incluso desconocidos, fueron como ángeles para nosotros.

Las Bienaventuranzas: ocho palabras, ocho caminos y ocho puertas

La liturgia nos propone el Evangelio de las Bienaventuranzas en la versión de Mateo (Mt 5,1-12). Constituyen el prólogo del primer discurso de Jesús en Mateo y el resumen de todo el Evangelio. Es un texto muy conocido, pero precisamente por eso corremos el riesgo de leerlo con prisa y pasar por alto su riqueza, profundidad y complejidad. Gandhi decía que eran «las palabras más sublimes del pensamiento humano», la quintaesencia del cristianismo.

Conviene recordar que el evangelista Mateo ama las montañas. En su Evangelio, la palabra “monte” aparece catorce veces. Siete montes, en particular, marcan la vida pública de Jesús, desde las tentaciones (cf. Mt 4,8) hasta el mandato apostólico en el monte de la Misión (cf. Mt 28,16). Estas montañas tienen un valor simbólico y teológico: el monte representa la cercanía a Dios. De hecho, Lucas sitúa este discurso de Jesús en una llanura. La vida cristiana se desarrolla en un doble movimiento: la subida al monte y la bajada a la llanura.

«Al ver a las multitudes, Jesús subió al monte; se sentó, y se le acercaron sus discípulos.» Esta “subida al monte” y el “sentarse” (gesto solemne, como el del maestro que enseña desde la cátedra) es una clara referencia a Moisés en el monte Sinaí. Este monte es, por tanto, el nuevo Sinaí, desde donde el nuevo Moisés promulga la nueva Ley. Si la Ley de Moisés, con sus prohibiciones, fijaba los límites para permanecer en la Alianza de Dios, la nueva “Ley” nos abre horizontes inéditos. Es un nuevo proyecto de vida.

El discurso de Jesús comienza con las ocho Bienaventuranzas (la novena, dirigida a los discípulos, es un desarrollo de la octava). A las diez “palabras” del Decálogo corresponden ahora las ocho “palabras” de las Bienaventuranzas. ¡Son los nuevos caminos del Reino y las ocho puertas del Paraíso!

Lo que las Bienaventuranzas NO SON

  1. Las Bienaventuranzas NO son un elogio de la pobreza, del sufrimiento, de la resignación o de la pasividad… Todo lo contrario: ¡son un discurso revolucionario! Por eso provocan la oposición violenta de quienes se sienten amenazados en su poder, riqueza o posición social.
  2. Las Bienaventuranzas NO son el opio de los pobres, los que sufren, los oprimidos o los débiles… para adormecer la conciencia de la injusticia de la que son víctimas, llevándolos a la resignación. Aunque en el pasado hayan sido interpretadas así. Al contrario, ¡son una adrenalina que impulsa al cristiano a comprometerse en la lucha por eliminar las causas y raíces de la injusticia!
  3. Las Bienaventuranzas NO son una postergación de la felicidad —que está en el corazón de toda persona— para la vida futura, en el más allá. Son fuente de felicidad ya en esta vida. De hecho, la primera y la octava, que enmarcan las otras seis, usan el verbo en presente: «porque de ellos es el Reino de los cielos». Las otras seis emplean el futuro, pero se trata de una promesa que hace la felicidad ya presente hoy, aunque esté en camino hacia su plenitud. Promesa que garantiza que el mal y la injusticia no tienen la última palabra. ¡El mundo no es ni será de los ricos y poderosos!
  4. Las Bienaventuranzas NO son (solo) personales. Es la comunidad cristiana, la Iglesia, la que debe ser pobre, misericordiosa, llorar con los que lloran, tener hambre y sed de justicia… para dar testimonio del Evangelio.

Lo que las Bienaventuranzas SON

  1. Las Bienaventuranzas SON un grito, una proclamación de felicidad, un Evangelio dirigido a todos. “Bienaventurado” (makários en griego) puede traducirse como: feliz, ¡felicitaciones!, ¡enhorabuena!, ¡dichoso tú!… Las Bienaventuranzas son válidas en todas las circunstancias y niveles. Pero debemos darnos cuenta de que este mensaje que profesamos y anunciamos está en total contradicción con la mentalidad dominante del mundo en que vivimos. Por eso, no debe sorprendernos si muchos se apartan de él.
  2. Las Bienaventuranzas SON… una sola. Las ocho son variaciones de una misma realidad, y cada una ilumina a las demás. Los comentaristas suelen considerar la primera como la fundamental: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos». Todas las demás son, en cierto modo, distintas formas de pobreza. Cada vez que en la Biblia se renueva la Alianza, se comienza restableciendo los derechos de los pobres y de los excluidos. ¡Sin eso, la Alianza no se renueva! Podríamos preguntarnos por qué no hay una Bienaventuranza sobre el amor. En realidad, ¡todas son expresiones concretas del amor!
  3. Las Bienaventuranzas SON el espejo, el autorretrato de Cristo. Para comprenderlas y captar sus matices, hay que mirar a Jesús y ver cómo cada una de ellas se realizó en su persona.
  4. Las Bienaventuranzas SON la llave de entrada al Reino de Dios, para todos: cristianos y no cristianos, creyentes y no creyentes. En este sentido, las Bienaventuranzas no son “cristianas” en sentido exclusivo. Definen quién puede realmente entrar en el Reino. ¡Todos están llamados a las Bienaventuranzas! Es también lo que nos dice Mateo 25 sobre el juicio final.

Conclusión

Las Bienaventuranzas no son la expresión de un sueño de un mundo idealizado, utópico e inalcanzable. Para el cristiano, son el criterio de vida: o las acogemos, o no entraremos en el Reino.
Las Bienaventuranzas corresponden a ocho categorías de personas y a otras tantas puertas de entrada al Reino. ¡No hay otras entradas! Para entrar en el Paraíso, hay que identificarse al menos con una de estas ocho actitudes y encarnar un aspecto de la vida de Cristo.
¿Cuál es mi Bienaventuranza, aquella hacia la que me siento particularmente atraído? ¿La que siento que es mi vocación, por naturaleza y por gracia?

Tras la última matanza en Sudán, algunos miran a Dubái (y a Occidente)

Entrevista realizada por Por Miguel Ángel Malavia
y publicada por Vida Nueva Digital

Fotos: Cáritas Sudán y archivo de Jorge Naranjo.

El comboniano español Jorge Naranjo, que lleva 17 años como misionero en el país, denuncia la complicidad de los Emiratos Árabes Unidos.

La guerra civil en Sudán, que enfrenta al ejército regular (y a otros grupos independientes que se le suman) y a una milicia llamada Fuerza de Apoyo Rápido, ha tenido en las últimas horas uno de sus episodios más oscuros, cuando los paramilitares del segundo grupo se han hecho con el control de El Fasher, capital de Darfur del Norte, en la región septentrional del país africano. Tal y como han denunciado los militares, han decretado una matanza sin control y han asesinado, desde el domingo 26 de octubre, a “más de 2.000 civiles desarmados, la mayoría mujeres y niños”.

Aunque no hay cifras oficiales, la Organización Mundial de la Salud (OMS) sí ha dado el miércoles 29 de octubre un dato que puede ofrecer una idea de la salvajada perpetrada: tras ser atacado el Hospital Materno Saudí de El Fasher, hay “460 pacientes y acompañantes asesinados”.

Doble vocación

Alguien que conoce bien lo que sucede es Jorge Carlos Naranjo Alcaide, madrileño de 51 años, que tiene dos almas que encarna en Sudán: su fe, que se plasma en su condición de sacerdote y misionero comboniano (llegó a Jartum en 2008), y su pasión por la ciencia y la tecnología.

Por esta segunda vocación, entre otras muchas cosas, dirige el Comboni College of Science and Technology (CCST) y es miembro del Comité Científico del Archivio Comboniano, del Consejo de Administración del Northern College of Medical Sciences and Technology (Meroe) o del Consejo Asesor del Centro de Investigación del Micetoma de la Universidad de Jartum. También es uno de los fundadores de C-Hub Limited Company, una incubadora que apoya la creación de start-ups digitales por parte de jóvenes sudaneses y refugiados en Sudán, y del Comité nacional de ICOMOS Sudán.

Es decir, es un hombre hondamente comprometido con la esperanza y que, tras 17 años en un país africano devastado por una cruenta guerra civil, no deja de mirar a lo alto y a los lados, abrazando a Dios y a sus semejantes. Lo que, como le cuenta a Vida Nueva, pasa por encarnarse en su realidad cotidiana “Mi trabajo en la universidad, en Jartum, está a 700 metros del palacio presidencial. Así que, cuando el 15 de abril de 2023, estalló el conflicto bélico, el campus, que también incluye una escuela de primaria y secundaria, se convirtió en un campo de batalla. La situación fue muy difícil, con 1.000 niños en primaria y 600 en secundaria, más los jóvenes que iban a la universidad, que eran en ese momento unos 150”.

Cada vez más cruel

Desde esa “primera manifestación de la guerra”, la realidad es que “cada vez se ha vuelto más cruel”. Lo que ha llevado a que “mucha gente de la capital se haya visto a huir de sus casas, muchas veces a la fuerza y a punta de kalasnikhov. Desgraciadamente, muchos de los estudiantes que conocí, al irse a la carrera, no pudieron llevarse ningún documento universitario y han acabado en el extranjero sin poder demostrar el grado de su formación”.

En ese primer momento de desesperación, “el primer objetivo que nos planteamos los combonianos, gracias a la generosidad de mucha gente, fue apoyar la evacuación de las personas desde lugares que se habían convertido en campo de batalla hasta otros más seguros”.

La mayoría optaba por “volver a las zonas rurales de donde eran originarios y donde a lo mejor estaban sus abuelos o los padres”. En ese sentido, muchos acudían al sur del país, “donde la Iglesia católica mantiene una presencia muy significativa”. Trabajando en red, gracias al “sostén solidario de muchos”, pudieron “apoyar financieramente” ese éxodo hacia un ámbito de mayor seguridad.

La ilusión de los estudiantes

Pese a todo, Naranjo recuerda cómo los estudiantes no perdieron la ilusión por continuar con su formación: “A los dos meses, envié un cuestionario a nuestros alumnos universitarios para ver si, a pesar de la situación, deseaban continuar o no de algún modo con las clases. Hasta un 73% de los que pudieron contestar lo hicieron afirmativamente. Así que empezamos, poco a poco, un proceso de transformación digital, formando a los profesores, muchos de ellos igualmente desplazados o refugiados, para adaptar nuestros programas, que eran presenciales, al modo online”.

Pese al esfuerzo, llegó un nuevo revés: “En ese momento, el ministro de Universidades anunció que se suspendían todas las actividades académicas hasta ese 15 de octubre”. Así que, “a partir de ese momento, decidimos operar desde Port Sudán, una ciudad a orillas del Mar Rojo que está a 1.100 kilómetros de la capital, Jartum. Controlada por el ejército sudanés, era una zona bastante segura porque la protege una cadena montañosa paralela al mar. De hecho, cuando el general Burhan, el jefe del ejército sudanés y presidente del Consejo Soberano de Transición, consiguió salir de su cuartel militar en Jartum, donde había permanecido rodeado por las milicias durante meses, se instaló allí”.

Tuvo que ser desde ese nuevo enclave donde “empezamos a organizar esa transición digital de nuestros programas. El desafío fue particularmente complicado para el grado de enfermería, en el que no se puede prescindir de la formación práctica y hace falta que los estudiantes tengan contacto físico. Pero también este escollo se superó, pues firmamos un acuerdo con el Ministerio de Salud del Estado del Mar Rojo y organizamos una clínica práctica para los estudiantes que podían desplazarse a Port Sudán, terminando luego el proceso en varios hospitales”.

Difícil travesía

Sin duda, ese fue un reto mayúsculo, ya que “significaba que algunos de estos jóvenes, de 19 o 20 años, tenían que atravesar 2.000 kilómetros y pasar por los respectivos puestos de control de cada uno de los dos ejércitos para llegar hasta aquí. Para nosotros, eso conllevaba intentar contactar con los dos bandos enfrentados y escribirles cartas para explicar por qué tenían que dejarles pasar. Fue complicado, pero, sobre todo, me quedo con la valentía de los estudiantes, con su deseo de aprender, que les llevaba a arriesgar la vida por construirse un futuro. De ahí mi admiración impresionante por ellos”.

Y es que “algunos, realmente, han pasado experiencias muy duras para poder continuar su recorrido académico. Me quedo con esa esperanza. Aunque están en un túnel, trabajan para salir de él y ver al final del mismo una luz. Lo mismo puedo decir del cuerpo docente, que también está desperdigado por el país en condiciones muy críticas y mantiene su compromiso”.

Pese a todo, el compromiso de todos está dando frutos: “Un claro ejemplo es el Departamento de Enfermería. Una vez que tuvimos que desplazarlo a Port Sudán, donde yo también estoy ahora, se ha beneficiado de ello la comunidad local. Esta zona era muy marginada y el personal de sus hospitales carecía muchas veces de formación sanitaria. Ahora, gracias a nuestra presencia, se están involucrando muchos profesionales de la zona, especialmente en cuidados paliativos, que es algo que dominamos mucho”.

Ayuda a las familias

Así, el panorama ha mejorado mucho: “Hablamos de una ciudad con medio millón de habitantes y que tiene que acoger a miles de desplazados que huyen del conflicto con recursos muy limitados. A nivel estructural, también hay graves carencias en agua o electricidad, por lo que formar a voluntarios de la comunidad local para acompañar a las personas con enfermedades crónicas y terminales en sus propios hogares, ha sido esencial para muchas familias que no tienen tan fácil ir al hospital a menudo para cambiar las gasas de las heridas de su ser querido”.

Aunque sean granos de mostaza, generan mucha esperanza: “En 2024 pudimos formar a 203 voluntarios para este equipo sanitario, siendo algunos cristianos y otros musulmanes”. Y eso, recalca Naranjo, “es importante en un país herido por un conflicto con odios tribales”.

Estos voluntarios, “con diferentes orígenes étnicos y religiosos, comparten su motivación de acercarse a la persona en necesidad, en un ejercicio de misericordia. Un musulmán empieza con su oración: ‘En el nombre de Dios, el compasivo, el misericordioso’. Y, a nosotros, Cristo también nos ha revelado el rostro misericordioso del Padre”.

La misericordia que une

Así que “la misericordia es esa base sobre la que se puede construir algo en común. La misericordia es ese movimiento que hace salir a la persona de sí misma para encontrar a aquel que sufre. Y eso es lo que ha unido a todo este grupo de voluntarios, coordinamos desde la universidad para hacer este servicio en la comunidad”.

En cuanto al conflicto como tal, el misionero aclara que, “actualmente, el ejército regular sudanés controla el este del país y la zona central alrededor del valle del río Nilo, mientras que la milicia de las Fuerzas de Apoyo Rápido está asentada fundamentalmente en el oeste”. Obviamente, “detrás de una guerra de este tipo hay una lucha por el poder, pero no se pueden equiparar los dos ejércitos en el sentido de que lo que vemos aquí es que la mayor parte de la gente huye de los lugares a los que llegan las Fuerzas de Apoyo Rápido y buscan refugio en las zonas que controla el ejército, y eso me parece muy significativo”.

En el caso de El Fasher, suponía un enclave esencial, pues era la única ciudad que quedaba bajo el poder del ejército regular en la región norteña. De hecho, “llevaba asediada desde hace muchos meses. En ella viven 2.600 personas y, a pesar de los llamamientos de las Naciones Unidas, no se permitía el paso de ayuda humanitaria ni se permitía a sus ciudadanos salir”. De hecho, los pocos que lo hacían y caían en manos de la milicia, eran “violados y asesinados”.

Odio étnico

Y todo “sobre una base étnica, pues los paramilitares pertenecen a tribus nómadas árabes y tienen un especial odio hacia las tribus de carácter más africano, a las que intentan exterminar. Y lo peor es que, además de hacerlo, lo emiten a través de las redes sociales con vídeos, como hacen los grupos terroristas”. En ese sentido, apunta que estos grupos son “apoyados fundamentalmente por los Emiratos Árabes Unidos (EAU)”.

Ellos “se benefician de este conflicto porque los dos ejércitos, para comprar armas, tienen que vender oro, y de hecho la producción de este mineral se ha duplicado en este tiempo. El oro entra en los mercados internacionales a través de Dubái, capital de los EAU. Además, tienen muchos intereses estratégicos en la región y por eso apoyan a las milicias. Les hacen llegar las armas a través de Libia y Chad, y ahora puede que también desde Sudán del Sur. También les ofrecen apoyo logístico y sanitario, tratando en hospitales a sus heridos. Por no hablar de que envían mercenarios colombianos”.

Toda una red de complicidades, pues sabe de “un buque con armas que salió de Dubái, pasó por Holanda y Grecia y, a través de Libia, acabó en Darfur… Y es que, a pesar del embargo que pesa sobre Darfur, es increíble pensar cómo toda esta mercancía bélica ha pasado por la Unión Europea”. El resultado lo hemos comprobado en las últimas horas.

De ahí el aldabonazo final de Naranjo, que pone la atención en cómo los Emiratos Árabes Unidos “son un aliado estratégico de Estados Unidos o Israel. Con ellos llegan a acuerdos de trillones de dólares en materias como la inteligencia artificial o las armas… Y, sin embargo, no se escuchan demasiadas voces críticas en Occidente sobre esta relación”.

XXX Domingo ordinario. Año C

“En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola sobre algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás:
“Dos hombres subieron al templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos y adúlteros; tampoco soy como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todas mis ganancias.
El publicano, en cambio, se quedó lejos y no se atrevía a levantar los ojos al cielo. Lo único que hacía era golpearse el pecho diciendo: Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador.
Pues bien, yo les aseguro que este bajó a su casa justificado y aquel no; porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”. (Lucas 18, 9-14)


El que se enaltece y el que se humilla.
P. Enrique Sánchez, mccj

La liturgia de la Palabra de este domingo nos da la oportunidad de seguir profundizando, como lo hacía Jesús con sus discípulos, sobre el tema de la oración y su importancia en nuestras vidas.

El evangelio de san Lucas nos presenta dos protagonistas, a través de los cuales nos ayudará a entender cómo debe ser la oración para que la podamos considerar autentica y benéfica en nuestras vidas.

San Lucas nos presenta a un fariseo y a un publicano que llegan al templo para orar. El fariseo, como todos los de su grupo, era conocido por su aplicación a todo lo que la ley exigía. Seguramente era alguien que conocía perfectamente cómo tenía que hacer para vivir una profunda relación con Dios y los detalles de cómo aplicar la ley no le eran desconocidos.

De hecho, entra al templo y se mantiene de pie y empieza a hablar con el Señor recordándole que él no era como los demás. Él cumplía con la ley, daba gracias, hacía ayunos, pagaba el diezmo. En una palabra, era alguien irreprochable y ejemplar.

Observando a este fariseo podríamos reconocer que se trata de alguien a quien no se le podía reprochar nada, estando a lo que la ley establecía, pero no deja de existir una pequeña fisura en su comportamiento y en sus actitudes que hacen ver que todo lo que contemplamos en ese personaje, simplemente no es suficiente.

Todo parecía perfecto, pero en realidad estaba en el camino equivocado de quien verdaderamente quiere hacer una buena experiencia de oración.

En lugar de hablar con el Señor y no dando espacio para escucharlo, que es lo fundamental de la oración, él no había hecho otra cosa que hablar de sí mismo.

Le había preocupado exaltar sus aparentes virtudes y cualidades, casi como diciendo que a él el Señor no tenía nada que enseñarle y mucho menos que reprocharle.

Él, a través de sus palabras, no hacia más que crear una situación en la que Dios ya nada tenía que hacer. Y con pocas palabras, podríamos decir que había caído en la trampa de la arrogancia que acababa por hacer estéril todo su intento de perfección.

En su intento de oración, el fariseo lo que había hecho era ponerse en el centro de la atención manifestando una grande arrogancia que lo hacía pensar que él no era como los demás.

Y eso, en lugar de acercarlo al Señor, lo alejaba y hacía que Dios no lo pudiese escuchar, pues como dice la escritura Dios desprecia al arrogante y aprecia al humilde.

El límite o el error de la pretendida oración del fariseo había acabado en una experiencia de orgullo que hacía que se sintiera incluso con el derecho de despreciar y de ridiculizar a los demás, por no ser como él.

En realidad, el fariseo vive practicando la ley, pero se olvida de poner en práctica el espíritu de la ley que es toda otra cosa. Vivir el espíritu de la ley es dejarse invadir por el amor de Dios.

Podríamos decir que la escena del evangelio de este domingo lo que quiere hacernos entender es que estamos llamados a la santidad y en la experiencia de los dos personajes se nos presentan dos caminos: uno, el del fariseo, que pretendiendo aplicar la ley pero sin convertirse a ella, lleva por un camino que no tiene salida, mientras que el publicano abandonándose a la bondad y al amor de Dios, desde una actitud humilde, es quien alcanza a la verdadera santidad.

Ya lo escuchábamos en la primera lectura del Sirácide cuando dice: “El Señor es un juez que no se deja impresionar por apariencias. No menosprecia a nadie por ser pobre y escucha las súplicas del oprimido. No desoye los gritos angustiosos del huérfano ni las quejas insistentes de la viuda”. (Eclesiástico 35, 15-17)

Acogiendo estas palabras del Evangelio seguramente muchos de nosotros nos damos cuenta que llevamos dentro un pequeño o un gran fariseo, sobre todo cuando sentimos que no somos como los demás, cuando consideramos que nosotros siempre estamos en lo correcto, cuando, con una voz muy sutil nos decimos dentro de nosotros: “yo no entiendo por qué los demás no son perfectos como yo”.

Muchas veces el fariseo que llevamos dentro hace que se nos suba la cresta de la arrogancia y vemos a los demás, como decimos popularmente, como Dios a los conejos, es decir, chiquitos y orejones.

Nos sale espontáneo decirnos a nosotros mismos, y a lo mejor decirlo a los demás: “yo no soy como esa gente que no entiende, que no se supera, que vive en la miseria, que no habla bonito como yo…

La arrogancia que está presente en el corazón humano, si no tomamos conciencia de ella, hace que construyamos abismos que nos impiden acercarnos a los demás, y se convierte en una distancia que nos impide llegar al corazón de Dios.

Dice el libro de los Proverbios: El Señor aborrece al arrogante y tarde o temprano le dará su merecido. (Proverbios 16,5)

Entendemos pues que la oración del fariseo en realidad no es oración, pues lo que hace es fijar su mirada en sí mismo, es la experiencia de un narcisista que sólo tiene ojos para sí mismo y es incapaz de entrar en una relación que lo lleve a abrir su corazón a Dios y a los demás.

Contrariamente, el publicano, que se reconoce como pecador, que sabe que no tiene nada para presumir ante el Señor, se pone en una actitud de mendicante de la misericordia de Dios. No se siente con derecho a exigir nada, pero sabe que todo le puede ser otorgado porque la misericordia de Dios es infinita.

El publicano se humilla y no se atreve a levantar la cabeza ante el Señor, porque sabe que su pobreza, su miseria y su pecado son grandes e innumerables, pero la compasión de Dios está por encima de toda su miseria.

De esa actitud es de donde nace la posibilidad de un diálogo auténtico, de una oración profunda porque se habla desde lo profundo y no de lo superficial de la vida.

Como lo recuerda muchas veces la escritura santa, Dios siempre estará atento al corazón humillado, al espíritu humilde, a quien se reconoce necesitado de Dios y que acaba por abandonarse en sus brazos.

La verdadera y auténtica oración será, por lo tanto, la suplica, la acción de gracias y el reconocimiento de la bondad de Dios que brota de un corazón que se reconoce sin méritos para recibir tan extraordinarias gracias.

Como el publicano, tal vez, también a nosotros nos conviene ponernos en una actitud de reconocimiento del bien que Dios ha hecho ya en nuestras vidas, y la súplica espontánea que podría brotar de nuestro corazón podría ser simplemente, ten compasión de nosotros.


Dos gemelos en el corazón
P. Manuel João Pereira Correia, mccj

Lucas 18,9-14: «Quien se ensalza será humillado, y quien se humilla será ensalzado.»

En este 30º domingo, Jesús continúa su enseñanza sobre la oración. El domingo pasado, con la parábola del juez injusto y la viuda pobre, nos habló de CUÁNDO orar: siempre, sin cansarse jamás. Hoy, en cambio, nos enseña CÓMO orar. Y lo hace con otra parábola muy conocida: la del fariseo y el publicano.
Curiosamente, la figura del juez vuelve a aparecer en el trasfondo de las lecturas de este domingo. ¿Será acaso porque aún no logramos desprendernos de nuestra imagen de un Dios Juez, que nos justifica cuando hacemos el bien o nos condena cuando hacemos el mal?

El fariseo y el publicano

El evangelista introduce el pasaje del Evangelio dejando clara la intención de Jesús: esta parábola era «para algunos que confiaban en sí mismos por creerse justos y despreciaban a los demás».

«Dos hombres subieron al templo a orar: uno era fariseo y el otro publicano…»
Con esta introducción, Jesús ya ha delineado claramente a los dos personajes.

El fariseo pertenecía a un grupo religioso laico (activo del siglo II a.C. al siglo I d.C.). Etimológicamente, fariseo significa “separado”. En su afán de observar íntegramente la Ley de Moisés, los fariseos se separaban de los demás para no contaminarse. Eran los “puros”, muy respetados por su piedad y por su conocimiento de la Ley.

El publicano, en cambio, era un cobrador de impuestos (del latín publicanus, derivado de publicum, que significa “tesoro del Estado”). Los publicanos eran considerados pecadores e impuros. El pueblo los odiaba y despreciaba porque colaboraban con los invasores romanos y explotaban a los pobres.

Ambos “suben” al templo a orar y presentan ante Dios lo que realmente son, porque a Dios no se le puede mentir. El fariseo hace una oración de acción de gracias. Al mirarse en el espejo de la Ley, se ve justo, irreprochable, y se complace en sí mismo. No es como los demás. Mira a su alrededor y solo ve ladrones, injustos y adúlteros. Se infla de orgullo y hace ante Dios el balance de sus buenas obras, como si Dios fuera su contable. Se siente en paz con sus cuentas; es más, cree tener crédito acumulado para el cielo. Hoy diríamos que es el cristiano perfecto e intachable, con el paraíso asegurado.

El publicano, sin embargo, se queda atrás. No se atreve a acercarse al Santo. El peso de sus pecados le inclina la cabeza. Sabe que es un pecador empedernido. Solo logra decir: «Oh Dios, ten piedad de mí, que soy un pecador», golpeándose el pecho.

Jesús concluye la parábola afirmando con autoridad: «Os digo que éste [el publicano que imploró misericordia], y no aquél [el fariseo que se creía perfecto], volvió a su casa justificado, porque quien se ensalza será humillado y quien se humilla será ensalzado.»
¿Cuál de los dos me representa?

Lo confieso: me gustaría ser como el fariseo

Hoy todos miran al fariseo con desprecio y se golpean el pecho como el publicano. Me da pena el pobre fariseo. Lo confieso: ¡envidio a ese fariseo! Quisiera ser como él: un fiel observante de toda la Ley. ¡Perfecto, irreprochable! He pasado mi vida tratando de imitarlo, sin conseguirlo. En el fondo, también me gustaría alegrarme, como él, de mi propia vida.

Me parece que Jesús fue un poco severo con el fariseo, poniéndolo en mala luz. Y, después de todo, su oración empezó bien: con acción de gracias. Sí, luego se distrajo, miró hacia atrás (como nos pasa a todos, ¿no?), y al ver al publicano no pudo contener su desprecio por aquel colaboracionista, cayendo así en el juicio. ¡Qué lástima!

La tentación de imitar al publicano

Como no he logrado ser como el fariseo, no me queda más que golpearme el pecho y repetir la oración del publicano: «Oh Dios, ten piedad de mí, pecador.»
Pero me pregunto hasta qué punto he interiorizado la actitud del pecador convencido y arrepentido. En el fondo, él era un pecador público y sin salida. Yo, en cambio, soy sacerdote, y se supone que debería ser un ejemplo. No es tan sencillo rezar con la misma convicción que el publicano y confiar únicamente en la misericordia de Dios.
En el mismo momento en que me confieso pecador, noto mi tendencia a situarme un peldaño por encima de mis hermanos pecadores. Pecador, sí, pero… ¡sin exagerar!

Dos gemelos en el seno del corazón

Después de todo, me pregunto: ¿quién soy realmente? ¿El fariseo que quisiera ser o el publicano que no quisiera ser? ¡Ay de mí! Creo que llevo a ambos dentro de mi corazón, como dos gemelos. ¿Cómo pueden convivir? Al final, tendrán que aprender a hacerlo.

A mi fariseo le repito constantemente que no busque complacerse a sí mismo, sino complacer al Padre. A mi publicano no dejo de decirle que Dios lo ama tal como es. No necesita ganarse el amor del Padre: ¡es gratuito! Es más, mi pobreza y mi debilidad atraen la atención preferente de Jesús, que vino por los publicanos y los pecadores.

¿Conseguiré educar a ambos? No lo sé, pero lo intento. De algo sí estoy seguro: solo cuando los dos se hagan uno podré entrar en el Reino de los Cielos.

Para la reflexión personal

Medita algunos versículos de la primera y de la segunda lectura.

En la primera, el Sirácida (Eclesiástico 35,15-22) nos invita a orar como el pobre:
«La oración del pobre atraviesa las nubes, y no descansa hasta llegar; no se detiene hasta que el Altísimo interviene, haciendo justicia a los justos y restableciendo la equidad.»

En la segunda, Pablo —cansado, anciano y encarcelado— se despide con emoción de su joven discípulo Timoteo, confiándose a la justicia de Dios:
«Querido hijo, yo estoy a punto de ser derramado en libación, y se acerca el momento de mi partida. He combatido el buen combate, he terminado la carrera, he conservado la fe. Ahora me está reservada la corona de justicia que el Señor, el justo juez, me entregará en aquel día.» (2 Tim 4,6-8.16-18)
¡Que también nosotros podamos decir lo mismo al final de nuestra vida!

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Contra la ilusión de la inocencia
Yo no soy como los demás
José Antonio Pagola

La parábola de Jesús es conocida. Un fariseo y un recaudador de impuestos suben al templo a orar. Los dos comienzan su plegaria con la misma invocación: Oh Dios. Sin embargo, el contenido de su oración y, sobre todo, su manera de vivir ante ese Dios es muy diferente.
Desde el comienzo, Lucas nos ofrece su clave de lectura. Según él, Jesús pronunció esta parábola pensando en esas personas que, convencidas de ser justas, dan por descontado que su vida agrada a Dios y se pasan los días condenando a los demás.
El fariseo ora «erguido». Se siente seguro ante Dios. Cumple todo lo que pide la ley mosaica y más. Todo lo hace bien. Le habla a Dios de sus «ayunos» y del pago de los «diezmos», pero no le dice nada de sus obras de caridad y de su compasión hacia los últimos. Le basta su vida religiosa.
Este hombre vive envuelto en la «ilusión de inocencia total»: yo no soy como los demás. Desde su vida «santa» no puede evitar sentirse superior a quienes no pueden presentar- se ante Dios con los mismos méritos.
El publicano, por su parte, entra en el templo, pero se queda atrás. No merece estar en aquel lugar sagrado entre personas tan religiosas. No se atreve a levantar los ojos al cielo hacia ese Dios grande e insondable. Se golpea el pecho, pues siente de verdad su pecado y mediocridad.
Examina su vida y no encuentra nada grato que ofrecer a Dios. Tampoco se atreve a prometerle nada para el futuro. Sabe que su vida no cambiará mucho. A lo único que se puede agarrar es a la misericordia de Dios: Oh Dios, ten compasión de este pecador.
La conclusión de Jesús es revolucionaria. El publicano no ha podido presentar a Dios ningún mérito, pero ha hecho lo más importante: acogerse a su misericordia. Vuelve a casa trasformado, bendecido, «justificado» por Dios. El fariseo, por el contrario, ha decepcionado a Dios. Sale del templo como entró: sin conocer la mirada compasiva de Dios.
A veces, los cristianos pensamos que «no somos como los demás». La Iglesia es santa y el mundo vive en pecado. ¿Seguiremos alimentando nuestra ilusión de inocencia y la condena a los demás, olvidando la compasión de Dios hacia todos sus hijos e hijas?

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Los justificados y los que se justifican
María Dolores López Guzmán

Nadie quiere identificarse con el fariseo. Queda mal reconocer que uno ha pensado más de una vez que es mejor que los demás, que el orgullo le ha hecho esbozar una sonrisa de satisfacción al sentirse superior al resto, o aún peor, que ha dado gracias por ello en lo más recóndito de su corazón. “Yo habría discernido mejor la situación”, “no sé cómo han elegido a esta persona que lo hace tan mal”, “si me dejaran a mí ya verían cómo reorganizaba esto enseguida”, “porque no me han dado esa responsabilidad que si no…”, “fíjate ése qué mal camino lleva”… Innumerables razonamientos con los que excusamos nuestra envidia y falta de misericordia hacia otros con tal de salir reforzados nosotros. “Qué majo soy, qué solidario, qué buena gente”. Nos gusta salir ganando en las comparaciones y que la victoria se vea. Rebajar los dones de los demás, para dar más espacio a los nuestros.

Pensamos ingenuamente que la oración del publicano no es tan difícil. Que basta con sentarse en los bancos de atrás y mirar al suelo para desembarazarnos de ese “lado oscuro” de nuestra personalidad que nos hace caminar un palmo por encima del suelo. ¡Qué poco nos cuesta engañarnos!

Una de las prácticas más comunes y universales del ser humano es la justificación. Argumentar lo que sea con tal de no reconocer nuestra parte más miserable y nuestra enorme fragilidad. Discursos y más discursos para auto-convencernos y convencer de lo estupendos que somos. Tanto esfuerzo para nada. Imposible tapar la verdad tan sencilla como evidente de lo que uno es: un pobre pecador.

No. La oración del publicano no es nada fácil.

Con dos personajes –un fariseo y un publicano– y una elocuente imagen en la que se ve la actitud de cada uno en la oración, Jesús consigue ponernos ante el espejo de nuestra alma; y nos anima a meditar sobre la estupidez de la prepotencia y el buen juicio de la humildad:

– Que no se trata de negar los dones que tenemos, sino de reconocer que no son de nuestra propiedad. A ver, ¿qué te hace ser tan importante? ¿qué tienes que no hayas recibido? (1Co 4,7). El error del fariseo está en no reconocerse como tal; en presentarse ante Dios como dueño y señor de sus logros.

– Que la verdadera humildad nos anima a reconocer con sencillez, simplicidad y transparencia lo que somos. El acierto del publicano es reconocer que creía que merecía algo cuando en realidad no merece nada; presentarse ante Dios como un pecador que solo puede agradecer lo que otros le dan.

Cada uno de los personajes se retrata a sí mismo en su modo de orar. Porque ante Dios se ve con mayor claridad lo absurdo de creerse alguien, y la humanidad de la humildad.

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Subir y bajar
Papa Francisco

El Evangelio de la liturgia de hoy nos presenta una parábola que tiene dos protagonistas, un fariseo y un publicano (cf. Lc 18,9-14), es decir, un religioso y un pecador declarado. Ambos suben al templo a orar, pero sólo el publicano se eleva verdaderamente a Dios, porque desciende humildemente a la verdad de sí mismo y se presenta tal como es, sin máscaras, con su pobreza. Podríamos decir, entonces, que la parábola se encuentra entre dos movimientos, expresados por dos verbos: subir y bajar.

El primer movimiento es subir. De hecho, el texto comienza diciendo: «Dos hombres subieron al Templo a orar» (v. 10). Este aspecto recuerda muchos episodios de la Biblia, en los que para encontrar al Señor se sube a la montaña de su presencia: Abraham sube a la montaña para ofrecer el sacrificio; Moisés sube al Sinaí para recibir los mandamientos; Jesús sube a la montaña, donde se transfigura. Subir, por tanto, expresa la necesidad del corazón de desprenderse de una vida mediocre para encontrarse con el Señor; de elevarse de las llanuras de nuestro ego para ascender hacia Dios —deshacerse del propio yo—; de recoger lo que vivimos en el valle para llevarlo ante el Señor. Esto es “subir”, y cuando rezamos subimos.

Pero para experimentar el encuentro con Él y ser transformados por la oración, para elevarnos a Dios, necesitamos el segundo movimiento: bajar. ¿Por qué? ¿Qué significa esto? Para ascender hacia Él debemos descender dentro de nosotros mismos: cultivar la sinceridad y la humildad de corazón, que nos permiten mirar con honestidad nuestras fragilidades y nuestra pobreza interior. En efecto, en la humildad nos hacemos capaces de llevar a Dios, sin fingir, lo que realmente somos, las limitaciones y las heridas, los pecados y las miserias que pesan en nuestro corazón, y de invocar su misericordia para que nos cure y nos levante. Él será quien nos levante, no nosotros. Cuanto más descendemos en humildad, más nos eleva Dios.

De hecho, el publicano de la parábola se pone humildemente a distancia (cf. v. 13) —no se acerca, se avergüenza—, pide perdón y el Señor lo levanta. En cambio, el fariseo se exalta a sí mismo, seguro de sí mismo, convencido de su rectitud: de pie, se pone a hablar con el Señor sólo de sí mismo, alabándose, enumerando todas las buenas obras religiosas que hace, y desprecia a los demás:”No soy como ese de ahí…”. Porque esto es lo que hace la soberbia espiritual; pero Padre, ¿por qué nos habla de soberbia espiritual? Porque todos estamos en peligro de caer en esto. Te lleva a creerte bueno y a juzgar a los demás. Esto es la soberbia espiritual: “Yo estoy bien, soy mejor que los demás: este es tal y tal, aquel es tal y tal…”.  Y así, sin darte cuenta, adoras a tu propio yo y borras a tu Dios. Se trata de dar vueltas en torno a uno mismo. Esta es la oración sin humildad.

Hermanos, hermanas, el fariseo y el publicano nos conciernen de cerca. Pensando en ellos, mirémonos a nosotros mismos: veamos si en nosotros, como en el fariseo, existe “la presunción interior de ser justos” (v. 9) que nos lleva a despreciar a los demás. Ocurre, por ejemplo, cuando buscamos cumplidos y enumeramos siempre nuestros méritos y buenas obras, cuando nos preocupamos por aparentar en lugar de ser, cuando nos dejamos atrapar por el narcisismo y el exhibicionismo. Cuidémonos del narcisismo y del exhibicionismo, basados en la vanagloria, que también nos lleva a nosotros los cristianos, a nosotros los sacerdotes, a nosotros los obispos, a tener siempre la una palabra “yo” en los labios, ¿Qué palabra? “Yo”: “yo hice esto, yo escribí aquello, ya lo había dicho yo, yo lo entendí primero que ustedes”, etc. Donde hay demasiado yo, hay poco Dios. En mi tierra, esta gente se llama “yo mí, me, conmigo”. Y una vez se hablaba de un sacerdote que era así, centrado en sí mismo, y la gente solía bromear: “Ese, cuando inciensa, lo hace al revés, se inciensa a sí mismo”. Y así, también te hace caer en el ridículo.

Pidamos la intercesión de María Santísima, la humilde esclava del Señor, imagen viva de lo que el Señor ama realizar, derrocando a los poderosos de sus tronos y levantando a los humildes (cf. Lc 1,52).

Angelus, 23/10/2022

Compromiso de ocho nuevos LMC en Chad

Ocho nuevos Laicos Misioneros Combonianos (LMC) hicieron su compromiso misionero comboniano el pasado domingo 12 de octubre, en la parroquia de Saint Kizito en Bégou, diócesis de Sarh, Chad. Durante la misa de acción de gracias por las nuevas vocaciones, el asesor nacional de los LMC, el padre Ngoré Gali Célestin, pidió a los laicos que fueran un buen ejemplo para los fieles cristianos y los animó a comprometerse con esta nueva misión. Este compromiso surge tras ocho años de intensa formación humana y catequesis misionera y cristiana.

lmcomboni.org

Jubileo indígena virtual

+ Felipe Arizmendi Esquivel
Obispo Emérito de SCLC

Foto: Adn-CELAM

HECHOS

Como a nivel mundial no se previó un Jubileo para los Pueblos Originarios, con motivo de los 2025 años de la Encarnación del Verbo eterno del Padre, lo organizaron en forma virtual la Comisión de Pueblos Originarios del CELAM, que coordina Mons. José Hiraís, obispo de Huejutla, México, más el Equipo Asesor del CELAM en Teología India, que preside el cardenal Alvaro Ramazzini, de Huehuetenango, Guatemala, y la Articulación Ecuménica Latinoamericana de Pastoral Indígena (AELAPI), coordinada por la Hna. Josefa Ramírez, de Argentina. Algunos participaron por Zoom y otros por diversas redes. A pesar de la propaganda que hicimos, no fueron muchos los que se conectaron, quizá porque no les interesaba el asunto, o por sus múltiples ocupaciones. El Papa León XIV y el Prefecto del Dicasterio para el Desarrollo Humano Integral nos enviaron un profundo mensaje.

Hay una actitud recurrente de menosprecio hacia estos pueblos, como si fueran ignorantes, necios, tercos, medio paganos. ¡No los conocen! Cuando empecé a convivir con ellos, siendo párroco de una etnia otomí, San Andrés Cuexcontitlán, yo también los menospreciaba un poco, no como personas, pero sí en su cultura. Dios me concedió la gracia de empezar a valorarlos, sin desconocer sus deficiencias como las de otras culturas. Son otra forma, legítima como las demás, de ser personas, de vivir en familia y en pueblo, de ser creyentes. Como obispo en Chiapas, pude convivir más con ellos y comprender más su dignidad y su aporte a la humanidad.

Desde que era párroco con ellos, de 1966 a 1970, ya muchos menospreciaban su propia cultura, por toda la marginación que sufrían. Yo quería aprender su idioma, pero los catequistas se oponían, pues decían que ya no querían que sus hijos lo hablaran, para no exponerse a tantos desprecios, como los que ellos habían sufrido. Muchos indígenas no quieren aparecer como tales, por la misma razón: les hemos hecho sentir vergüenza de su forma de ser y de vivir. Sin embargo, seguimos luchando por que se valore su cultura y no se pierda. También algunos de entre ellos están empeñados en preservarla, ya que puede servir como un aporte para una vida digna de todos.

ILUMINACION

Resalto algunas frases del Papa León XIV, en su mensaje para esta ocasión:

“El jubileo debe ser para nosotros primordialmente un momento de encuentro vivo y personal con el Señor Jesús, ‘puerta’ de salvación, siendo ocasión de reconciliación, de memoria agradecida y de esperanza compartida, más que una mera celebración externa. Al programar los momentos jubilares, el Papa Francisco ha querido poner de relieve la universalidad de la Iglesia, que no uniforma, sino que acoge, dialoga y se enriquece con la diversidad de los pueblos; incluye de modo especial a ustedes, los Pueblos Originarios, cuya historia, espiritualidad y esperanza constituyen una voz irremplazable dentro de la comunión eclesial.

Somos un Pueblo de hermanos, uno en el Uno. Es desde esa Verdad que debemos releer nuestra historia y nuestra realidad, para afrontar el futuro con la esperanza a la que nos convoca el Año Santo, a pesar de los trabajos y la tribulación. Siendo Pueblos Originarios, fortalecen con la certeza de que Uno sólo es el origen y la meta del universo, el Primero en todo; origen de toda bondad, y por ello, fuente primera de todo lo que es bueno, también en nuestros pueblos.

La larga historia de evangelización que han conocido nuestros Pueblos Originarios, como han enseñado tantas veces los obispos de América Latina y del Caribe, va cargada de ‘luces y sombras’. No hay cismas entre nosotros. El Jubileo, tiempo precioso para el perdón, nos invita a perdonar de corazón a nuestros hermanos, a reconciliarnos con nuestra propia historia y a dar gracias a Dios por su misericordia para con nosotros.

De ese modo, reconociendo tanto las luces como las heridas de nuestro pasado, entendemos que sólo podremos ser Pueblo, si realmente nos abandonamos al poder de Dios, a su acción en nosotros. Él, que ha insertado en todas las culturas las ‘semillas del Verbo’, las hace florecer en una forma nueva y sorprendente, podándolas para que den más frutos. Así lo afirmaba mi Predecesor, san Juan Pablo II: «La fuerza del Evangelio es en todas partes transformadora y regeneradora. Cuando penetra una cultura ¿quién puede sorprenderse de que cambien en ella no pocos elementos? No habría catequesis si fuese el Evangelio el que hubiera de cambiar en contacto con las culturas» (CT, 53). Por ello, en el diálogo y el encuentro, aprendemos de los distintos modos de ver el mundo, valoramos lo que es propio y original de cada cultura, y juntos descubrimos la vida abundante que Cristo ofrece a todos los pueblos. Esa vida nueva se nos da precisamente porque compartimos la fragilidad de la condición humana marcada por el pecado original, y porque hemos sido alcanzados por la gracia de Cristo, que por todos derramó hasta la última gota de su Sangre, para que tuviéramos ‘Vida en abundancia’, sanando y redimiendo a cuantos le abren el corazón a la gracia que nos fue donada.

En el concierto de las naciones, los pueblos originarios han de presentar con valentía y libertad su propia riqueza humana, cultural y cristiana. La Iglesia escucha y se enriquece con sus voces singulares. Recordamos también la llamada del Evangelio a evitar la tentación de poner en el centro lo que no es Dios —sea el poder, la dominación, la tecnología o cualquier realidad creada—, para que nuestro corazón permanezca siempre orientado al único Señor, fuente de vida y esperanza.

Por eso, para quienes, por misericordia de Dios, nos llamamos y somos cristianos, todo nuestro discernimiento histórico, social, psicológico o metodológico encuentra su sentido último en el mandato supremo de dar a conocer a Jesucristo, que murió para el perdón de nuestros pecados y resucitó para que seamos salvos en su Nombre, ya desde esta tierra, y luego le adoremos con todo nuestro ser en la gloria del Cielo.

Les invito a renovar el compromiso con el mandato del Señor: «Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo», difundiendo la alegría que brota de haberse encontrado con su Divino Corazón” (12-X-2025).

(AQUÍ el mensaje completo)

ACCIONES

No despreciemos más a los hermanos de los Pueblos Originarios. Aprendamos a valorar su cultura, diferente a la nuestra, porque, en sus vivencias que son conformes con el Evangelio, Dios enrique a la sociedad y a la Iglesia.