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La angustia de una ausencia

Tres meditaciones para el sábado santo
JOSEPH RATZINGER

1. LA afirmación de la muerte de Dios resuena, cada vez con más fuerza, a lo largo de nuestra época. En primer lugar aparece en Jean Paul Sartre, como una simple pesadilla. Jesús muerto proclama desde el techo del mundo que en su marcha al más allá no ha encontrado nada: ningún cielo, ningún dios remunerador, sino sólo la nada infinita, el silencio de un vacío bostezante. Pero se trata simplemente de un sueño molesto, que alejamos suspirando al despertarnos, aunque la angustia sufrida sigue preocupándonos en el fondo del alma, sin deseos de retirarse. Cien años más tarde es Nietzsche quien, con seriedad mortal, anuncia con un estridente grito de espanto: «¡Dios ha muerto! ¡Sigue muerto! ¡Y nosotros lo hemos asesinado. Cincuenta años después se habla ya del asunto con una serenidad casi académica y se comienza a construir una «teología después de la muerte de Dios», que progresa y anima al hombre a ocupar el puesto abandonado por él.

El impresionante misterio del sábado santo, su abismo de silencio, ha adquirido, pues, en nuestra época un tremendo realismo. Porque esto es el sábado santo: el día del ocultamiento de Dios, el día de esa inmensa paradoja que expresamos en el credo con las palabras «descendió a los infiernos», descendió al misterio de la muerte. El viernes santo podíamos contemplar aún al traspasado; el sábado santo está vacío, la pesada piedra de la tumba oculta al muerto, todo ha terminado, la fe parece haberse revelado a última hora como un fanatismo. Ningún Dios ha salvado a este Jesús que se llamaba su hijo. Podemos estar tranquilos; los hombres sensatos, que al principio estaban un poco preocupados por lo que pudiese suceder, llevaban razón.

Sábado santo, día de la sepultura de Dios: ¿No es éste, de forma especialmente trágica, nuestro día? ¿No comienza a convertirse nuestro siglo en un gran sábado santo, en un día de la ausencia de Dios, en el que incluso a los discípulos se les produce un gélido vacío en el corazón y se disponen a volver a su casa avergonzados y angustiados, sumidos en la tristeza y la apatía por la falta de esperanza mientras marchan a Emaús, sin advertir que aquél a quien creen muerto se halla entre ellos?

Dios ha muerto y nosotros lo hemos asesinado. ¿Nos hemos dado realmente cuenta de que esta frase está tomada casi literalmente de la tradición cristiana, de que hemos rezado con frecuencia algo parecido en el vía-crucis, sin penetrar en la terrible seriedad y en la trágica realidad de lo que decíamos? Lo hemos asesinado cuando lo encerrábamos en el edificio de ideologías y costumbres anticuadas, cuando lo desterrábamos a una piedad irreal y a frases de devocionarios, convirtiéndolo en una pieza de museo arqueológico; lo hemos asesinado con la duplicidad de nuestra vida, que lo oscurece a él mismo; porque, ¿qué puede hacer más discutible en este mundo la idea de Dios que la fe y la caridad tan discutibles de sus creyentes?

La tiniebla divina de este día, de este siglo, que se convierte cada vez más en un sábado santo, habla a nuestras conciencias. Se refiere también a nosotros. Pero, a pesar de todo, tiene en sí algo consolador Porque la muerte de Dios en Jesucristo es, al mismo tiempo, expresión de su radical solidaridad con nosotros. El misterio más oscuro de la fe es, simultáneamente, la señal más brillante de una esperanza sin fronteras. Todavía más: a través del naufragio del viernes santo, a través del silencio mortal del sábado santo, pudieron comprender los discípulos quién era Jesús realmente y qué significaba verdaderamente su mensaje. Dios debió morir por ellos para poder vivir de verdad en ellos. La imagen que se habían formado de él, en la que intentaban introducirlo, debía ser destrozada para que a través de las ruinas de la casa deshecha pudiesen contemplar el cielo y verlo a él mismo, que sigue siendo la infinita grandeza. Necesitamos las tinieblas de Dios, necesitamos el silencio de Dios para experimentar de nuevo el abismo de su grandeza, el abismo de nuestra nada, que se abriría ante nosotros si él no existiese.

Hay en el evangelio una escena que prenuncia de forma admirable el silencio del sábado santo y que, al mismo tiempo, parece como un retrato de nuestro momento histórico. Cristo duerme en un bote, que está a punto de zozobrar asaltado por la tormenta. El profeta Elías había indicado en una ocasión a los sacerdotes de Baal, que clamaban inútilmente a su dios pidiendo un fuego que consumiese los sacrificios, que probablemente su dios estaba dormido y era conveniente gritar con más fuerza para despertarle. ¿Pero no duerme Dios en realidad? La voz del profeta ¿no se refiere, en definitiva, a los creyentes del Dios de Israel que navegan con él en un bote zozobrante? Dios duerme mientras sus cosas están a punto de hundirse: ¿no es ésta la experiencia de nuestra propia vida? ¿No se asemejan la Iglesia y la fe a un pequeño bote que naufraga y que lucha inútilmente contra el viento y las olas mientras Dios está ausente? Los discípulos, desesperados, sacuden al Señor y le gritan que despierte; pero él parece asombrarse y les reprocha su escasa fe. ¿No nos ocurre a nosotros lo mismo? Cuando pase la tormenta reconoceremos qué absurda era nuestra falta de fe.

Y, sin embargo, Señor, no podemos hacer otra cosa que sacudirte a ti, el Dios silencioso y durmiente y gritarte: ¡despierta! ¿no ves que nos hundimos? Despierta, haz que las tinieblas del sábado santo no sean eternas, envía un rayo de tu luz pascual a nuestros días, ven con nosotros cuando marchamos desesperanzados hacia Emaús, que nuestro corazón arda con tu cercanía. Tú que ocultamente preparaste los caminos de Israel para hacerte al fin un hombre como nosotros, no nos abandones en la oscuridad, no dejes que tu palabra se diluya en medio de la charlatanería de nuestra época. Señor, ayúdanos, porque sin ti pereceríamos.

2. IMPOTENCIA: El ocultamiento de Dios en este mundo es el auténtico misterio del sábado santo, expresado en las enigmáticas palabras: Jesús «descendió a los infiernos». La experiencia de nuestra época nos ayuda a profundizar en el sábado santo, ya que el ocultamiento de Dios en su propio mundo —que debería alabarlo con millares de voces—, la impotencia de Dios, a pesar de que es el todopoderoso, constituye la experiencia y la preocupación de nuestro tiempo.

Pero, aunque el sábado santo expresa íntimamente nuestra situación, aunque comprendamos mejor al Dios del sábado santo que al de las poderosas manifestaciones en medio de tormentas y tempestades, como las narradas por el Antiguo Testamento, seguimos preguntándonos qué significa en realidad esa fórmula enigmática: Jesús «descendió a los infiernos». Seamos sinceros: nadie puede explicar verdaderamente esta frase, ni siquiera los que dicen que la palabra infierno es una falsa traducción del término hebreo sheol, que significa simplemente el reino de los muertos; según éstos, el sentido originario de la fórmula sólo expresaría que Jesús descendió a las profundidades de la muerte, que murió en realidad y participó en el abismo de nuestro destino. Pero surge la pregunta: ¿qué es la muerte en realidad y qué sucede cuando uno desciende a las profundidades de la muerte? Tengamos en cuenta que la muerte no es la misma desde que Jesús descendió a ella, la penetró y asumió; igual que la vida, el ser humano no es el mismo desde que la naturaleza humana se puso en contacto con el ser de Dios a través de Cristo. Antes, la muerte era solamente muerte, separación del mundo de los vivos y —aunque con distinta intensidad— algo parecido al «infierno», a la zona nocturna de la existencia, a la oscuridad impenetrable. Pero ahora la muerte es también vida, y cuando atravesamos la fría soledad de las puertas de la muerte encontramos a aquél que es la vida, al que quiso acompañarnos en nuestras últimas soledades y participó de nuestro abandono en la soledad mortal del huerto y de la cruz, clamando: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?»

Cuando un niño ha de ir en una noche oscura a través de un bosque, siente miedo, aunque le demuestren cien veces que no hay en él nada peligroso. No teme por nada determinado a lo que pueda referirse, sino que experimenta oscuramente el riesgo, la dificultad, el aspecto trágico de la existencia. Sólo una voz humana podría consolarle, sólo la mano de un hombre cariñoso podría alejar esa angustia que le asalta como una pesadilla. Existe un miedo —el miedo auténtico, que radica en lo más íntimo de nuestra soledad— que no puede ser superado por el entendimiento, sino exclusivamente por la presencia de un amante, porque dicho miedo no se refiere a nada concreto, sino que es la tragedia de nuestra soledad última. ¿Quién no ha experimentado alguna vez el temor de sentirse abandonado? ¿Quién no ha experimentado en algún momento el milagro consolador que supone una palabra cariñosa en dicha circunstancia? Pero cuando nos sumergimos en una soledad en la que resulta imposible escuchar una palabra de cariño estamos en contacto con el infierno. Y sabemos que no pocos hombres de nuestro mundo, aparentemente tan optimista, opinan que todo contacto humano se queda en lo superficial, que ningún hombre puede tener acceso a la intimidad del otro y que, en consecuencia, el sustrato último de nuestra existencia lo constituye la desesperación, el infierno.

Jean Paul Sartre lo ha expresado literariamente en uno de sus dramas, proponiendo, simultáneamente, el núcleo de su teoría sobre el hombre. Y de hecho, una cosa es cierta: existe una noche en cuyo tenebroso abandono no resuena ninguna voz consoladora; hay una puerta que debemos cruzar completamente solos: la puerta de la muerte. Todo el miedo de este mundo es, en definitiva, el miedo a esta soledad. Por eso en el Antiguo Testamento una misma palabra designaba el reino de la muerte y el infierno: sheol. Porque la muerte es la soledad absoluta. Pero aquella soledad que no puede iluminar el amor, tan profunda que el amor no tiene acceso a ella, es el infierno.

«Descendió a los infiernos»: esta confesión del sábado santo significa que Cristo cruzó la puerta de la soledad, que descendió al abismo inalcanzable e insuperable de nuestro abandono. Significa también que, en la última noche, en la que no se escucha ninguna palabra, en la que todos nosotros somos como niños que lloran, resuena una palabra que nos llama, se nos tiende una mano que nos coge y guía. La soledad insuperable del hombre ha sido superada desde que él se encuentra en ella. El infierno ha sido superado desde que el amor se introdujo en las regiones de la muerte, habitando en la tierra de nadie de la soledad. En definitiva, el hombre no vive de pan, sino que en lo más profundo de sí mismo vive de la capacidad de amar y de ser amado. Desde que el amor está presente en el ámbito de la muerte, existe la vida en medio de la muerte. «A tus fieles, Señor, no se les quita la vida, se les cambia», reza la Iglesia en la misa de difuntos.

Nadie puede decir lo que significa en el fondo la frase: «descendió a los infiernos». Pero cuando nos llegue la hora de nuestra última soledad captaremos algo del gran resplandor de este oscuro misterio. Con la certeza esperanzadora de que en aquel instante de profundo abandono no estaremos solos, podemos imaginar ya algo de lo que esto significa. Y mientras protestamos contra las tinieblas de la muerte de Dios comenzamos a agradecer esa luz que, desde las tinieblas, viene hacia nosotros.

3. En la oración de la Iglesia, la liturgia de los tres días santos ha sido estudiada con gran cuidado; la Iglesia quiere introducirnos con su oración en la realidad de la pasión del señor y conducirnos a través de las palabras al centro espiritual del acontecimiento. 

Cuando intentamos sintetizar las oraciones litúrgicas del sábado santo nos impresiona, ante todo, la profunda paz que respiran. Cristo se ha ocultado, pero a través de estas tinieblas impenetrables se ha convertido también en nuestra salvación; ahora se realizan las escuetas palabras del salmista: «aunque bajase hasta los infiernos, allí estás tú». En esta liturgia ocurre que, cuanto más avanza, comienzan a lucir en ella, como en la alborada, las primeras luces de la mañana de pascua. Si el viernes santo nos ponía ante los ojos la imagen desfigurada del traspasado, la liturgia del sábado santo nos recuerda, más bien, a los crucifijos de la antigua Iglesia: la cruz rodeada de rayos luminosos, que es una señal tanto de la muerte como de la resurrección.

De este modo, el sábado santo puede mostrarnos un aspecto de la piedad cristiana que, al correr de los siglos, quizá haya ido perdiendo fuerza. Cuando oramos mirando al crucifijo, vemos en él la mayoría de las veces una referencia a la pasión histórica del Señor sobre el Gólgota. Pero el origen de la devoción a la cruz es distinto: los cristianos oraban vueltos hacia oriente, indicando su esperanza de que Cristo, sol verdadero, aparecería sobre la historia; es decir, expresando su fe en la vuelta del Señor. La cruz está estrechamente ligada, al principio, con esta orientación de la oración, representa la insignia que será entregada al rey cuando llegue; en el crucifijo alcanza su punto culminante la oración. Así, pues, para la cristiandad primitiva la cruz era, ante todo, signo de esperanza, no tanto vuelta al pasado cuanto proyección hacia el Señor que viene. Con la evolución posterior se hizo bastante necesario volver la mirada, cada vez con más fuerza, hacia el hecho: ante todas las volatilizaciones de lo espiritual, ante el camino extraño de la encarnación de Dios, había que defender la prodigalidad impresionante de su amor, que por el bien de unas pobres criaturas se había hecho hombre, y qué hombre. Había que defender la santa locura del amor de Dios, que no pronunció una palabra poderosa, sino que eligió el camino de la debilidad, a fin de confundir nuestros sueños de grandeza y aniquilarlos desde dentro.

¿Pero no hemos olvidado quizás demasiado la relación entre cruz y esperanza, la unidad entre la orientación de la cruz y el oriente, entre el pasado y el futuro? El espíritu de esperanza que respiran las oraciones del sábado santo deberían penetrar de nuevo todo nuestro cristianismo. El cristianismo no es una pura religión del pasado, sino también del futuro; su fe es, al mismo tiempo, esperanza, porque Cristo no es solamente el muerto y resucitado, sino también el que ha de venir.

Señor, haz que este misterio de esperanza brille en nuestros corazones, haznos conocer la luz que brota de tu cruz, haz que como cristianos marchemos hacia el futuro, al encuentro del día en que aparezcas.

Oración

Señor Jesucristo, has hecho brillar tu luz en las tinieblas de la muerte, la fuerza protectora de tu amor habita en el abismo de la más profunda soledad; en medio de tu ocultamiento podemos cantar el aleluya de los redimidos.

Concédenos la humilde sencillez de la fe que no se desconcierta cuando tú nos llamas a la hora de las tinieblas y del abandono, cuando todo parece inconsistente. En esta época en que tus cosas parecen estar librando una batalla mortal, concédenos luz suficiente para no perderte; luz suficiente para poder iluminar a los otros que también lo necesitan.

Haz que el misterio de tu alegría pascual resplandezca en nuestros días como el alba, haz que seamos realmente hombres pascuales en medio del sábado santo de la historia.

Haz que a través de los días luminosos y oscuros de nuestro tiempo nos pongamos alegremente en camino hacia tu gloria futura.

Amén.

30giorni.it

Viernes Santo. La Pasión del Señor

Estaba también con ellos Judas, el traidor
Raniero Cantalamessa

Dentro de la historia divino-humana de la pasión de Jesús hay muchas pequeñas historias de hombres y de mujeres que han entrado en el radio de su luz o de su sombra. La más trágica de ellas es la de Judas Iscariote. Es uno de los pocos hechos atestiguados, con igual relieve, por los cuatro evangelios y por el resto del Nuevo Testamento. La primitiva comunidad cristiana reflexionó mucho sobre el asunto y nosotros haríamos mal a no hacer lo mismo. Tiene mucho que decirnos.

Judas fue elegido desde la primera hora para ser uno de los doce. Al insertar su nombre en la lista de los apóstoles, el ‘evangelista Lucas escribe: «Judas Iscariote que se convirtió (egeneto) en el traidor» (Lc 6, 16). Por lo tanto, Judas no había nacido traidor y no lo era en el momento de ser elegido por Jesús; ¡llegó a serlo! Estamos ante uno de los dramas más sonbríos de la libertad humana.

¿Por qué llegó a serlo? En años no lejanos, cuando estaba de moda la tesis del Jesús «revolucionario», se trató de dar a su gesto motivaciones ideales. Alguien vio en su sobrenombre de «Iscariote» una deformación de «sicariote», es decir, perteneciente al grupo de los zelotas extremistas que actuaban como «sicarios» contra los romanos; otros pensaron que Judas estaba decepcionado por la manera en que Jesús llevaba adelante su idea de «reino de Dios» y que quería forzarle para que actuara también en el plano político contra los paganos. Es el Judas del célebre musical «Jesucristo Superstar» y de otros espectáculos y novelas recientes. Un Judas que se aproxima a otro célebre traidor del propio bienhechor: ¡Bruto que mató a Julio César para salvar la República!

Son todas construcciones que se deben respetar cuando revisten alguna dignidad literaria o artística, pero no tienen ningún fundamento histórico. Los evangelios —las únicas fuentes fiables que tenemos sobre el personaje— hablan de un motivo mucho más a ras de tierra: el dinero. A Judas se le confió la bolsa común del grupo; con ocasión de la unción de Betania había protestado contra el despilfarro del perfume preciosos derramado por María sobre los pies de Jesús, no porque le importaran de pobres —hace notar Juan—, sino porque “era un ladrón y, puesto que tenía la caja, cogía lo que echaban dentro» (Jn 12,6). Su propuesta a los jefes de los sacerdotes es explícita: «¿Cuanto estáis dispuestos a darme, si os lo entrego? Y ellos fijaron treinta siclos de plata» (Mt 26, 15).

Pero ¿por qué extrañarse de esta explicación y encontrarla demasiado banal? ¿Acaso no ha sido casi siempre así en la historia y no es todavía hoy así? Mammona, el dinero, no es uno de tantos ídolos; es el ídolo por antonomasia; literalmente, «el ídolo de metal fundido» (cf. Éx 34,17). Y se entiende el porqué. ¿Quién es, objetivamente, si no subjetivamente (es decir en los hechos, no en las intenciones), el verdadero enemigo, el competidor de Dios, en este mundo? ¿Satanás? Pero ningún hombre decide servir, sin motivo, a Satanás. Quién lo hace, lo hace porque cree obtener de él algún poder o algún beneficio temporal. Jesús nos dice claramente quién es, en los hechos, el otro amo, al anti-Dios: «Nadie puede servir a dos amos: no podéis servir a Dios y a Mammona» (Mt 6,24). El dinero es el «Dios visible»[1], a diferencia del Dios verdadero que es invisible.

Mammona es el anti-dios porque crea un universo espiritual alternativo, cambia el objeto a las virtudes teologales. Fe, esperanza y caridad ya no se ponen en Dios, sino en el dinero. Se opera una siniestra inversión de todos los valores. «Todo es posible para el que cree», dice la Escritura (Mc 9,23); pero el mundo dice: «Todo es posible para quien tiene dinero». Y, en un cierto nivel, todos los hechos parecen darle la razón.

«El apego al dinero —dice la Escritura— es la raíz de todos los males» (1 Tm 6,10). Detrás de cada mal de nuestra sociedad está el dinero o, al menos, está también el dinero. Es el Moloch de bíblica memoria, al que se le inmolaban jóvenes y niñas (cf. Jer 32,35), o el dios Azteca, al que había que ofrecer diariamente un cierto número de corazones humanos. ¿Qué hay detrás del comercio de la droga que destruye tantas vidas humanas, detrás del fenómeno de la mafia y de la camorra, la corrupción política, la fabricación y el comercio de armas, e incluso —cosa que resulta horrible decir— a la venta de órganos humanos extirpados a niños? Y la crisis financiera que el mundo ha atravesado y este país aún está atravesando, ¿no es debida en buena parte a la «detestable codicia de dinero», la auri sagrada fames[2]por parte de algunos pocos? Judas empezó sustrayendo algún dinero de la caja común. ¿No dice esto nada a algunos administradores del dinero público?

Pero, sin pensar en estos modos criminales de acumular dinero, ¿no es ya escandaloso que algunos perciban sueldos y pensiones cien veces superiores a los de quienes trabajan en sus dependencias y que levanten la voz en cuanto se apunta la posibilidad de tener que renunciar a algo, de cara a una mayor justicia social?

En los años 70 y 80, para explicar, en Italia, los repentinos cambios políticos, los juegos ocultos de poder, el terrorismo y los misterios de todo tipo que afligían a la convivencia civil, se fue afirmando la idea, casi mítica, la existencia de un «gran Anciano»: un personaje espabiladísmo y poderoso, que por detrás de los bastidores habría movido fila los hilos de todo, para fines que sólo él conocía. Este «gran Anciano» existe realmente, no es un mito; ¡se llama Dinero!

Como todos los ídolos, el dinero es «falso y mentiroso»: promete la seguridad y, sin embargo, la quita; promete libertad y, en cambio, la destruye. San Francisco de Asís describe, con una severidad inusual en él, el final de una persona que vivió sólo para aumentar su «capital». Se aproxima la muerte; se hace venir al sacerdote. Éste pide al moribundo: «¿Quieres el perdón de todos tus pecados?» , y él responde que sí. Y el sacerdote: «Estás dispuesto a satisfacer los errores cometidos, devolviendo las cosas que has estafado a otros?» Y él: «No puedo». «¿Por qué no puedes?» «Porque ya he dejado todo en manos de mis parientes y amigos». Y así él muere impenitente y apenas muerto los parientes y amigos dicen entre sí: «¡Maldita alma la suya! Podía ganar más y dejárnoslo, y no lo ha hecho!”[3]

Cuántas veces, en estos tiempos, hemos tenido que repensar ese grito dirigido por Jesús al rico de la parábola que había almacenado bienes sin fin y se sentía al seguro para el resto de la vida: «Insensato, esta misma noche se te pedirá el alma; y lo que has preparado, ¿de quién será?» (Lc 12,20)! Hombres colocados en puestos de responsabilidad que ya no sabían en qué banco o paraíso fiscal almacenar los ingresos de su corrupción se encontraron en el banquillo de los imputados, o en la celda de una prisión, precisamente cuando estaban para decirse a sí mismos: «Ahora gózate, alma mía». ¿Para quién lo han hecho? ¿Valía la pena? ¿Han hecho realmente el bien de los hijos y la familia, o del partido, si es eso lo que buscaban? ¿O más bien se han arruinado a sí mismos y alos demás?

La traición de Judas continua en la historia y el traicionado es siempre él, Jesús. Judas vendió al jefe, sus imitadores venden su cuerpo, porque los pobres son miembros de Cristo, lo sepan o no. «Todo lo que hagáis con uno solo de estos mis hermanos más pequeños, me lo habéis hecho a mí» (Mt 25,40). Pero la traición de Judas no continúa sólo en los casos clamorosos que he mencionado. Pensarlo sería cómodo para nosotros, pero no es así. Ha permanecido famosa la homilía que tuvo en un Jueves Santo don Primo Mazzolari sobre «Nuestro hermano Judas». “Dejad —decía a los pocos feligreses que tenía delante—, que yo piense por un momento al Judas que tengo dentro de mí, al Judas que quizás también vosotros tenéis dentro».

Se puede traicionar a Jesús también por otros géneros de recompensa que no sean los treinta denarios de plata. Traiciona a Cristo quien traiciona a su esposa o a su marido. Traiciona a Jesús el ministro de Dios infiel a su estado, o quien, en lugar de apacentar el rebaño que se la confiado se apacienta a sí mismo. Traiciona a Jesús todo el que traiciona su conciencia. Puedo traicionarlo yo también, en este momento —y la cosa me hace temblar— si mientras predico sobre Judas me preocupo de la aprobación del auditorio más que de participar en la inmensa pena del Salvador. Judas tenía un atenunante que yo no tengo. Él no sabía quién era Jesús, lo consideraba sólo «un hombre justo»; no sabía que era el hijo de Dios, como lo sabemos nosotros.

Como cada año, en la inminencia de la Pascua, he querido escuchar de nuevo la «Pasión según san Mateo», de Bach. Hay un detalle que cada vez me hace estremecerme. En el anuncio de la traición de Judas, allí todos los apóstoles preguntan a Jesús: «¿Acaso soy yo, Señor?» «Herr, bin ich’s?» Sin embargo, antes de escuchar la respuesta de Cristo, anulando toda distancia entre acontecimiento y su conmemoración, el compositor inserta una coral que comienza así: «¡Soy yo, soy yo el traidor! ¡Yo debo hacer penitencia!», «Ich bin’s, ich sollte büßen». Como todas las corales de esa ópera, expresa los sentimientos del pueblo que escucha; es una invitación para que también nosotros hagamos nuestra confesión del pecado.

El Evangelio describe el fin horrible de Judas: «Judas, que lo había traicionado, viendo que Jesús había sido condenado, se arrepintió, y devolvió los treinta siclos de plata a los jefes de los sacerdotes y a los ancianos, diciendo: He pecado, entregándoos sangre inocente. Pero ellos dijeron: ¿Qué nos importa? Ocúpate tú. Y él, arrojados los siclos en el templo, se alejó y fue a ahocarse» (Mt 27, 3-5). Pero no demos un juicio apresurado. Jesús nunca abandonó a Judas y nadie sabe dónde cayó en el momento en que se lanzó desde el árbol con la soga al cuello: si en las manos de Satanás o en las de Dios. ¿Quién puede decir lo que pasó en su alma en esos últimos instantes? «Amigo», fue la última palabra que le dirigió Jesús y él no podía haberla olvidado, como no podía haber olvidado su mirada.

Es cierto que, hablando de sus discípulos, al Padre Jesús había dicho de Judas: «Ninguno de ellos se ha perdido, excepto el hijo de la perdición» (Jn 17,12), pero aquí, como en tantos otros casos, él habla en la perspectiva del tiempo no de la eternidad; la envergadura del hecho basta por sí sola, sin pensar en un fracaso eterno, para explicar la otra tremenda palabra dicha de Judas: «Mejor hubiera sido para ese hombre no haber nacido» (Mc 14,21). El destino eterno de la criatura es un secreto inviolable de Dios. La Iglesia nos asegura que un hombre o una mujer proclamados santos están en la bienaventuranza eterna; pero de nadie sabe ella misma que esté en el infierno.

Dante Alighieri, que, en la Divina Comedia, sitúa a Judas en lo profundo del infierno, narra la conversión en el último instante de Manfredi, hijo de Federico II y rey de Sicilia, al que todos en su tiempo consideraban condenado porque murió excomulgado Herido de muerte en batalla, él confía al poeta que, en el último instante de vida, se rindió llorando a quien «perdona de buen grado» y desde el Purgatorio envía a la tierra este mensaje que vale también para nosotros:

Abominables mis pecados fueron mas tan gran brazo tiene la bondad infinita, que acoge a quien la implora [4].

He aquí a lo que debe empujarnos la historia de nuestro hermano Judas: a rendirnos a aquel que perdona gustosamente, a arrojarnos también nosotros en los brazos abiertos del crucificado. Lo más grande en el asunto de Judas no es su traición, sino la respuesta que Jesús da. Él sabía bien lo que estaba madurando en el corazón de su discípulo; pero no lo expone, quiere darle la posibilidad hasta el final de dar marcha atrás, casi lo protege. Sabe a lo que ha venido, pero no rechaza, en el huerto de los olivos, su beso helado e incluso lo llama amigo (Mt 26,50). Igual que buscó el rostro de Pedro tras la negación para darle su perdón, ¡quién sabe como habrá buscado también el de Judas en algún momento de su vía crucis! Cuando en la cruz reza: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34), no excluye ciertamente de ellos a Judas.

¿Qué haremos, pues, nosotros? ¿A quién seguiremos, a Judas o a Pedro? Pedro tuvo remordimiento de lo que había hecho, pero también Judas tuvo remordimiento, hasta el punto que gritó: «¡He traicionado sangre inocente!» y restituyó los treinta denarios. ¿Dónde está, entonces, la diferencia? En una sola cosa: Pedro tuvo confianza en la misericordia de Cristo, ¡Judas no! El mayor pecado de Judas no fue haber traicionado a Jesús, sino haber dudado de su misericordia.

Si lo hemos imitado, quien más quien menos, en la traición, no lo imitemos en esta falta de confianza suya en el perdón. Existe un sacramento en el que es posible hacer una experiencia segura de la misericordia de Cristo: el sacramento de la reconciliación. ¡Qué bello es este sacramento! Es dulce experimentar a Jesús como maestro, como Señor, pero aún más dulce experimentarlo como Redentor: como aquel que te saca fuera del abismo, como a Pedro del mar, que te toca, como hizo con el leproso, y te dice: «¡Lo quiero, queda curado!» (Mt 8,3).

La confesión nos permite experimentar sobre nosotros lo que la Iglesia canta la noche de Pascua en el Exultet: «Oh, feliz culpa, que mereció tal Redentor!» Jesús sabe hacer, de todas las culpas humanas, una vez que nos hemos arrepentidos, «felices culpas», culpas que ya no se recuerdan si no por haber sido ocasión de experiencia de misericordia y de ternura divinas!

Tengo un deseo que hacerme y haceros a todos, Venerables Padres, hermanos y hermanas: que la mañana de Pascua podamos levantarnos y oír resonar en nuestro corazón las palabras de un gran converso de nuestro tiempo:

«Dios mío, he resucitado y estoy aún contigo!
Dormía y estaba tumbado como un muerto en la noche.
Dijiste: «¡Hágase la luz! ¡Y yo me desperté como se lanza un grito! […]
Padre mío que me has generado antes de la aurora, estoy en tu presencia.
Mi corazón está libre y la boca pelada, cuerpo y espíritu estoy en ayunas.
Estoy absuelto de todos los pecados, que confesé uno a uno.
El anillo nupcial está en mi dedo y mi rostro está limpio.
Soy como un ser inocente en la gracia que me has concedido»[5].

Este puede hacer de nosotros la Pascua de Cristo.

  • [1] W. Shakespeare, Timón de Atenas, acto IV, escena 3.
  • [2] Virgilio, Eneida, 3,56-57
  • [3] Cf. S. Francisco, Lettera a tutti i fedeli 12 (Fonti Francescane, 205).
  • [4] Purgatorio, III, 118-123 (Traducción de Luis Martínez de Merlo).
  • [5] P. Claudel, Prière pour le Dimanche matin, en Œuvres poétiques (Gallimard, París 1967) 377.

HEMOS CONTEMPLADO UN AMOR MÁS FUERTE QUE LA MUERTE
Fernando Armellini

El dramático suplicio de la cruz ha inducido frecuentemente a los predicadores del pasado a insistir de un modo excesivo sobre los aspectos cruentos de la Pasión de Jesús. De este tipo de predicación se han derivado imágenes, representaciones populares y algunas devociones en las que se resaltaba la violencia de los golpes de la flagelación, las caídas bajo el peso de la cruz, el sadismo de los soldados.

Este tipo de acercamiento a los textos evangélicos no ha hecho un buen servicio a la comprensión real de los acontecimientos de la Pascua; al contrario, ha contribuido a ofuscar su significado.

Los evangelios se mueven en una perspectiva diferente. Son muy sobrios al referir los horrendos tormentos infligidos a Jesús. Su objetivo no es impresionar o conmover a sus lectores, sino hacer comprender la inmensidad del amor de Dios que se ha revelado en Cristo.

No se detienen en los sufrimientos porque la Pasión que cuentan no es la del sufrimiento sino la del amor.

Quieren mostrarnos que:

“El amor es fuerte como la muerte, la pasión más poderosa que el abismo; sus dardos son dardos de fuego, llamaradas divinas. Las aguas torrenciales no podrán apagar el amor ni extinguirlo los ríos. Si alguien quiere comprar el amor con todas las riquezas de su casa, sería sumamente despreciable” (Cant 8,6-7).

Juan es el más sobrio de los evangelistas al narrar los aspectos cruentos de la Pasión. Omite los detalles humillantes, como los golpes en la cabeza y los escupitajos, y solo alude someramente a la flagelación y a las bofetadas. Su relato, que la liturgia de hoy nos invita a meditar, no narra el camino de Jesús hacía la muerte sino hacia la gloria.

Cristo en la cruz nos hace comprender hasta dónde puede llegar el pecado: nos conduce hasta el punto de hacer irreconocible a una persona. Pero al mismo tiempo Juan nos hace contemplar la respuesta de Dios al pecado: el don de su Espíritu y la resurrección del Santo, del Justo.

Evangelio: Pasión de nuestro Señor Jesucristo según San Juan 18,1–19,42

Los cuatro evangelistas dedican dos capítulos al relato de la Pasión y Muerte de Jesús. Hacen referencia a los mismos dramáticos acontecimientos; substancialmente concuerdan entre sí, aunque la visión de los hechos de cada uno de ellos no sea idéntica y tampoco se puedan reunir en un único relato coherente desde el punto de vista histórico.

La diversidad se debe a la sensibilidad particular de cada evangelista, que hace que algunos episodios sean narrados por uno y omitidos por otros y viceversa. Algunos detalles que, por ejemplo, no aparecen en los sinópticos, son recogidos por Juan.

El objetivo de los evangelistas no era dejarnos una crónica de los hechos, fiel hasta en sus más mínimos detalles, sino alimentar la fe de los creyentes e iluminar sus mentes acerca de los acontecimientos acaecidos durante la Pascua.

La muerte absurda de Jesús había sorprendido enormemente a los discípulos, que no estaban preparados para tal desenlace de la vida del Maestro. Era, pues, normal que se enfrentaran a ciertos interrogantes con los que también nos enfrentamos los hombres y mujeres de hoy, tales como: ¿Esprudente confiar en un derrotado, traicionado y renegado por sus mismos amigos? ¿Tiene sentido tomar como modelo a un hombre considerado blasfemo por las legítimas autoridades religiosas, y condenado al suplicio como un malhechor por el procurador romano? Aun admitiendo que fuera un justo perseguido, surge otra pregunta: ¿Por qué Dios no ha intervenido para defenderlo?

Con su relato de la Pasión, Juan, más que darnos información sobre cómo se desarrollaron los hechos, quiere ayudarnos a comprender el significado de los mismos.

Antes de entrar en detalle sobre el mensaje que el evangelista intenta comunicarnos, es conveniente hacer una pequeña introducción indicando las razones por las que Jesús ha sido condenado a muerte.

A quienes tengan una imagen superficial de su persona, su muerte les parecerá totalmente absurda. ¿Cómo se puede matar a una persona que sana a los enfermos, acaricia y abraza a los niños, ama a los pobres y se hace siervo de todos?

¿Se debe atribuir su muerte a una misteriosa decisión del Padre quien, para perdonar el pecado del hombre, ha creído necesario hacer correr la sangre de un justo? Tal explicación no puede ser ni siquiera tomada en cuenta.

¿Por qué Jesús ha sido crucificado? ¿En qué sentido ha dado la vida por nosotros? ¿De qué esclavitud nos ha liberado, entregándose en manos de los hombres?

La razón de la hostilidad que se desencadena contra él nos la indica claramente Juan desde la primera página de su evangelio: “La luz brilló en las tinieblas y las tinieblas no la comprendieron”(Jn 1,4-5); él era “la luz verdadera que ilumina a todo hombre” (Jn 1,9) pero “los hombresprefirieron las tinieblas a la luz porque sus acciones eran malas” (Jn 3,19).

Algunos rayos de esta luz resplandeciendo en la noche del mundo fueron particularmente intensos y provocadores. Iluminaron los corazones de la gente sencilla colmándolos de alegría y esperanza, pero molestaron a aquellos que preferían actuar en las tinieblas. Cuatro de estos rayos se hicieron particularmente insoportables a los detentores del poder político y religioso de su tiempo.

EL PRIMER RAYO DE LUZ ES PROYECTADO POR JESÚS SOBRE EL ROSTRO DE DIOS

Los líderes espirituales de Israel, olvidándose de las dulces imágenes de Dios Esposo y Padreanunciadas por los profetas, habían conducido al pueblo a creer en un Dios legislador y juez riguroso, pronto a desencadenar represalias y venganzas contra los transgresores de sus mandatos.

Por el contrario, el Dios anunciado por Jesús es Padre y es bueno; no puede ser otra cosa que bueno. Debemos dirigirnos a él con la sencillez y confianza de un niño porque es un Dios que mira con la misma ternura a quien lo escucha y a quien lo rechaza (cf. Mt 5,45); da de comer a los pájaros del cielo y viste a los lirios del campo (cf. Mt 6,25-31); tiene contados los cabellos de nuestra cabeza y conoce nuestras necesidades antes de que comencemos a contárselas (cf. Mt 6, 8ss). De él, nadie, ni siquiera el peor de los pecadores, tiene que tener miedo. “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a sus Hijo único, para que quien crea en él no muera sino tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo sino para que el mundo se salve por medio de él” (Jn 3,16-17).

Nada más subversivo que esta imagen de Dios para la mentalidad de los escribas y fariseos que se habían fabricado un dios a su imagen y semejanza, un dios que no quería saber nada de publicanos y pecadores. Para estos líderes espirituales, Jesús es un loco, un herético (cf. Jn 8,48) y un blasfemo que debe ser lapidado (cf. Jn 8,52; 10,31-39) y quitado de en medio lo más pronto posible, porque constituye un peligro para la fe heredada de los padres, y descarrila al pueblo simple.

EL SEGUNDO RAYO DE LUZ NUEVA ES PROYECTADO SOBRE LA FALSA RELIGIÓN

Existe una práctica religiosa que es expresión de fe auténtica y que comunica serenidad y paz;pero existe también una religiosidad que se reduce a un cúmulo de prácticas exteriores, inventadas por los hombres para alimentar, quizás inconscientemente, la ilusión de una relación auténtica con el Señor. Esta religiosidad cansa, oprime y se convierte en un yugo pesado e insoportable (cf. Mt 11,28-30). Se trata de la religiosidad que reduce la relación con Dios a la observancia escrupulosa de ritos y que termina siempre por hacer del culto un formalismo hipócrita.

Jesús no corrige esta religiosidad ni se limita a denunciar los abusos, sino que la rechaza,proponiendo, a su vez, la adhesión del corazón a Dios. En más de una ocasión ha citado la denuncia de Isaías: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí; el culto que me dan es inútil, ya que la doctrina que enseñan son preceptos humanos” (Mc 7,7). Jesús respeta el sábado, pero afirma que el hombre es superior al sábado.

El punto culminante del rechazo por parte de Jesús de esa religiosidad hipócrita es la expulsión de los vendedores del templo. Juan coloca el episodio al comienzo de su evangelio (cf. Jn 2,13-22), porque sintetiza el rechazo del Maestro a las prácticas rituales que no son expresión de una vida de amor. El único culto agradable a Dios es el que se hace “en espíritu y en verdad”.

También este “segundo rayo de luz” ha molestado profundamente a aquellos que preferían la oscuridad a la luz. Del desprecio a Jesús, han pasado a la hostilidad para terminar decidiendo su muerte por interferir en el desarrollo ordenado de sus prácticas religiosas: “Es mejor que muera uno solo por el pueblo…”, ha exclamado Caifás, el sumo sacerdote que presidía las solemnes liturgias del templo (cf. Jn 11,50).

UN TERCER RAYO HA SIDO PROYECTADO SOBRE EL HOMBRE

¿Cuál es el modelo de hombre en nuestra sociedad, el ideal de persona realizada? En tiempos de Jesús los hombres de éxito eran los miembros del Sanedrín, los sacerdotes del templo, los rabinos que gustaban “pasear con largas túnicas, que los saludasen por la calle y tener los primeros puestos en la sinagoga y los primeros asientos en los banquetes” (Mc 12,38-39). Dignos de honor eran Filipo y Antipas, los dos hijos de Herodes el grande, que vivían en espléndidos palacios y eran continuamente homenajeados por sus súbditos.

Para Jesús, aspirar a este éxito y obtenerlo no era un triunfo sino un fracaso: “¿Cómo pueden creer, si viven pendientes del honor que se dan unos a otros?” (Jn 5,44). También Jesús esperaba ser “glorificado” y así lo pide: “Padre, dame gloria junto a ti, la gloria que tenía junto a ti antes de que hubiera mundo” (Jn 17,5). Pero el día glorioso que él esperaba no era aquel en que, montado sobre un asno, recibió el aplauso de un grupo de gente con ocasión de su ingreso en la ciudad santa, sino el día del Calvario. Allí, levantado en la cruz, Jesús finalmente logra mostrar hasta dónde llega el inmenso amor del Padre por el hombre.

“Si el grano de trigo caído en tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. El que se aferra a la vida la pierde, el que desprecia la vida en este mundo, la conserva para una vida eterna” (Jn 12,24-25).

Es la inversión de todos los valores de este mundo. Para Jesús, el modelo de hombre no es el que triunfa sino el que pierde; no quien domina sino el que sirve; no quien piensa en su propio interéssino el que se sacrifica por los otros.

También este rayo de luz era inaceptable para aquellos a quienes se refirió Jesús en una ocasión,con un toque de ironía: “aman la gloria de los hombres más que la gloria de Dios” (Jn 12,43).

EL CUARTO RAYO DE LUZ HA SIDO PROYECTADO SOBRE LA SOCIEDAD

Vivimos en una sociedad competitiva. Desde pequeños nos van martilleando el cerebro con la idea de que, si no luchamos por sobresalir, corremos el riesgo de ser un don nadie. Eminente (eminencia) es aquel está por encima de los otros, que atrae la atención.

¿Qué rayo proyecta Jesús sobre una sociedad basada en estos valores y principios? Un día, Jesús se sienta, toma un niño, lo coloca en medio y abrazándolo, dice a los Doce: “Quien reciba a uno de estos niños en mi nombre, a mí me recibe. Quien me recibe a mí, no es a mí a quien recibe sino al que me envió” (Mc 9,36-37). En tiempos de Jesús, los niños eran el símbolo de quien nada cuenta en la vida; de quien no tiene valor; de quien depende completamente de los otros; de quien nada produce;de quien solo consume y necesita todo.

En el mundo nuevo, estas personas pasan de la periferia al centro. Para ellas, es el puesto de honor. La comunidad de Jesús “abraza” a los pobres y a los “niños” que tienen necesidad de ayuda para todo, que frecuentemente son considerados como una carga para la vida ordenada de los adultos. Los “abraza” no en el sentido de aceptar pasivamente sus caprichos, favoreciendo su indolencia, sino porque quiere ayudarlos a crecer, a que se conviertan en adultos responsables, autosuficientes, capaces de proyectar y construir la propia vida.

Si la muerte de Jesús ha sido provocada por la luz liberadora que Él ha proyectado en el mundo, entonces, nos preguntamos ¿podría haber sido evitada esta muerte?

Ciertamente que sí. Si se hubiera alejado de Jerusalén como ya lo hiciera en otras ocasiones (cf. Jn 11,54; 7,1; Mt 12,15-16), si hubiera regresado a Nazaret para trabajar como artesano carpintero, dejando que en el mundo todo siguiera como antes de su venida. Si hubiera obrado así, lo hubieran dejado tranquilo con toda seguridad.

Jesús no ha buscado la muerte en la cruz, pero para evitarla habría tenido que apagar la luz que había encendido y renegar de todas sus propuestas y promesas; habría tenido que adecuarse a la mentalidad del momento, resignarse al triunfo del mal, abandonar para siempre a la humanidad en manos del “príncipe de este mundo”.

Todo esto fue lo que le sugirió el maligno durante las tentaciones en el desierto. Si hubiera cedido, no solo no hubiera terminado en una cruz, sino que su vida hubiera sido todo un éxito, obteniendo los“reinos de este mundo” que Satanás le había prometido. Pero hubiera fracasado en su misión.

Todo lo dicho hasta ahora nos ayuda a comprender el mensaje teológico del relato evangélico que nos viene propuesto este Viernes Santo. Juan nos ofrece una figura de Jesús bastante diferente de la de los otros evangelios, sobre todo en los relatos de la Pasión.

La diferencia aparece desde la primera escena, la del arresto en el Getsemaní (cf. Jn 18,1-11). Los sinópticos presentan a Jesús postrado en tierra, invadido por el “miedo y la angustia”, “triste hasta la muerte”, necesitado del apoyo moral de sus discípulos a quienes suplica que no lo dejen solo, que velen y recen con él.

Juan no menciona ninguna de estas emociones humanas de Jesús. No habla de su agonía ni de su lucha interior ni de la oración dirigida al Padre para que lo libre del “cáliz”.

Al contrario, lo presenta resuelto, controlando la situación. No a merced de los acontecimientos sino como quien los domina de modo soberano. No son los soldados los que lo capturan; es él quien se entrega espontáneamente, repitiendo por dos veces: “Soy yo”. Ninguno le arrebata la vida; es él quien, serenamente, da un paso adelante y la entrega (cf. Jn 10,17-18).

Frente Jesús, los malvados que acostumbran a moverse y a actuar en la oscuridad de la noche, retroceden y caen a tierra (cf. Jn 19,16).

Hay que leer y entender la escena a la luz de las Escrituras. En la Biblia, la expresión “Yo soy”,introduce siempre una manifestación soberana de Dios, y, cuando el Señor se hace presente, las fuerzas del mal son obligadas a batirse en retirada; caen a tierra llenas de terror.

El pasaje es un midrash (una forma de literatura rabínica) con que el evangelista articula un precioso mensaje teológico. Invita a leer la captura de Jesús y los acontecimientos de su Pasión a la luz de los Salmos: “Mis enemigos retrocedieron, tropezaron y perecieron en tu presencia” (Sal 9,4). “Si me acosan los malvados para devorar mi carne, ellos, mis enemigos y adversarios, tropiezan y caen” (Sal 27,2).

Con esta referencia a las Escrituras, Juan quiere infundir ánimo y esperanza en aquellos que, envueltos en el dramático conflicto entre la luz del cielo y la noche del mundo, tienen miedo de ser arrollados por las fuerzas del mal.

Los invita a no perder el ánimo porque, aunque el reino de las tinieblas tiene la fuerza de las armas, éstas nada pueden contra la luz de Cristo. Aunque parezca que las fuerzas del maligno triunfan, en realidad están en desbandada. Sus guerreros “van a tientas, en densa oscuridad y los hace tambalear como borrachos” (Jb 12,25).

Los evangelios sinópticos refieren que, después de la captura, Jesús fue llevado a casa del sumo sacerdote Caifás. Allí, durante la noche, se reunieron los sacerdotes y escribas con la intención de preparar una acusación para presentarla al gobernador, Poncio Pilato.

Juan da una versión ligeramente diferente de los hechos. Dice que el interrogatorio nocturno tuvo lugar frente a Anás, suegro de Caifás (cf. Jn 18,12-24). ¿Por qué pone en primer plano a este hombre, ya viejo y aparentemente inocuo? Anás ha sido sumo sacerdote durante diez años –del 6 al 15 d.C.;pero, aun después de haber sido depuesto por el prefecto romano, continuó siendo una persona muy poderosa. Después de él, el ambicionado oficio de sumo sacerdote continuó en manos de la familia por otros cincuenta años: cuatro (quizás cinco) de sus hijos, un suegro y un sobrino lo sucedieron en el cargo.

Anás era el patriarca de la familia. Controlaba toda la actividad “religiosa” del templo, supervisaba y administraba las ofertas de los peregrinos, las ganancias de los cambistas de moneda, el comercio de los bueyes, corderos y palomas para los sacrificios y se embolsaba el dinero que circulaba bajo mano para la asignación de los puestos de venta y contratos.

La expulsión de los vendedores por Jesús, más que una provocación sacrílega, era un atentado contra los enormes intereses económicos de la familia de Anás. Este individuo no podía tolerar por más tiempo que el hijo de un carpintero galileo se atreviese a acusarlo de haber convertido el templo del Señor en “cueva de ladrones”.

Anás es la figura más siniestra de los evangelios. Ha sido él quien tejió toda la trama del proceso contra Jesús. Juan lo presenta como símbolo de las fuerzas del mal, como la personificación del que prefiere las tinieblas a la luz, de quien está decidido a perpetuar por todos los medios, sin descontar el crimen, el propio poder basado en intrigas, injusticias y mentiras.

Jesús lo confronta sin miedo. A su demanda de clarificación de sus posiciones doctrinales, Jesús rebate sin descomponerse: “¿Por qué me interrogas? Interroga a los que me han oído hablar, que ellos saben lo que les dije” (Jn 18,21). Anás es el tipo que recurre a la violencia sin ensuciarse las manos. Ha educado a sus siervos a intuir, aun sin su orden expresa, cuándo y cómo deben intervenir para abortar la menor señal de rebelión contra el amo.

Es uno de estos siervos quien da una bofetada a Jesús.

La reacción del Maestro es controlada, pero decidida: “Si he hablado mal, demuéstrame la maldad; pero si he hablado bien, ¿por qué me golpeas?” (Jn 18,23).

Como otros personajes del evangelio de Juan, también este siervo asume un valor simbólico. Representa a aquellos que, por ignorancia o ingenuidad –y la mayoría de las veces por interés– se alinean con el más fuerte.

Es fácil dejarse subyugar por quien logra sobresalir e imponerse a los demás, no importa cómo o por qué medios. El éxito y el poder fascinan y, muchas veces, entregamos fácilmente la propia libertad a los que poseen éxito y poder, estando dispuestos a todo con tal de obtener su aprobación y su gratitud.

Juan nos invita a reflexionar sobre la personalidad de este siervo porque, para complacer a los potentes de este mundo y convencidos de defender la religión, puede llegar a abofetear a Cristo y renegar de su palabra.

En el relato de la Pasión Juan dedica un gran espacio (el doble que Marcos) al proceso frente a Pilato (cf. Jn 18,28–9,16).

Leyendo el relato, sorprende la insistencia del evangelista en señalar los movimientos del procurador romano, su continuo entrar y salir del pretorio. Este ir y venir tenía una motivación religiosa. Los judíos no podían entrar en la casa de un pagano sin quedar contaminados. Juan, sin embargo, se sirve de este “va y viene” para componer una escenografía en la que introducir el tema de la realeza de Jesús.

Si subdividimos el texto a partir de los movimientos del gobernador, nos encontramos con siete escenas muy bien estructuradas (cf. Jn 18,29-32; 18,33-38a; 18,38b-40; 19,1-3; 19,4-7; 19,8-11;19,12-16). En ellas, además del protagonista, Jesús, se mueven varios personajes: Pilato, los judíos, los soldados, Barrabás, personajes reales pero que, en la intención del evangelista, son también símbolos de los diversos modos de posicionarse frente a la realeza de Cristo.

4Pilato representa la realeza de este mundo, opuesta a la de Jesús. Es la imagen de quien tiene como valor supremo la consecución, la obtención y la conservación del poder, no la justicia y la verdad. Es aquel que sostiene que todo debe ser sacrificado al poder, incluido al inocente que debe ser aniquilado si la razón de Estado lo exige.

4Los judíos son la imagen de los creyentes que tratan de alterar y domesticar la realeza de Cristo adaptándola a sus criterios mezquinos. Son personas dadas a las prácticas religiosas, pero incapaces de renunciar a la imagen que ellos mismos se han fabricado de Dios. Al pie de la cruz, se indignan a causa de la inscripción mandada poner por Pilato y que aludía a la realeza universal de Jesús. Se empecinan en continuar creyendo en un Dios que vence por la fuerza, no por el amor; no aceptan a un rey humillado y derrotado.

4Los soldados del pretorio son pobres hombres, más víctimas que culpables. Desarraigados de sus tierras, lejos de sus familias, a menudo humillados por sus superiores, han perdido todos los sentimientos humanos y se desahogan descargando su resentimiento sobre quien es más débil que ellos. Son la imagen de quien ha crecido creyendo solo en la fuerza, respetando únicamente a los vencedores y despreciando a los perdedores. Representan a aquellos que se alinean sin cuestionamientos al poder y están dispuestos a ejecutar cualquier acción por inicua que sea.

4Barrabás, que significaba “hijo de padre desconocido”, era el nombre que se daba a los hijosabandonados. Es un criminal, un verdadero hijo de aquel “padre”, el maligno, que ha sido homicida desde el inicio del mundo (Jn 8,44). Representa a todos los bandidos de la historia, a todos los que han usado la violencia y derramado sangre. La gente a lo largo de la historia los ha considerado muchas veces como héroes, prefiriéndolos a los débiles.

Después de haber observado a los personajes, consideremos las dos alusiones al tiempo que aparecen en el texto y que son muy significativas. La primera se encuentra en el exordio: Era hacia elamanecer (Jn 18,28). Ha despuntado un nuevo día. Ha terminado la noche aludida por el evangelista cuando Judas abandonó el Cenáculo: “Y enseguida, después de recibir el bocado, Judas salió. Era de noche” (Jn 13,30). En la oscuridad de esta noche se han movido varios personajes: Judas que,acompañado por un destacamento de soldados con linternas, antorchas y armas, se ha dirigido hacia el huerto de Getsemaní y allí ha entregado a Jesús; Malco, el siervo a quien Pedro ha cortado la oreja derecha; Anás y su suegro Caifás, marionetas en manos del “príncipe de las tinieblas” (cf. Jn 12,35-36) y, de nuevo, Pedro, que ha renegado del Maestro.

Finalmente, la oscuridad de aquella noche en la que el mal parece haber estado celebrando su triunfo se está disolviendo y la luz comienza a dominar la escena.

La segunda alusión a la hora –era mediodía– es mencionada en el momento culminante del proceso (cf. Jn 19,14). Justo cuando el sol brillaba en el mundo en todo su esplendor, es cuandoPilato proclama: “¡Ahí tienen a su Rey!”

Es así como Juan introduce el tema de la realeza de Jesús en torno a la cual giran todas las siete escenas.

Deber y función del rey, en el antiguo medio-Oriente, era hacer que su pueblo gozara de libertad y de paz. La experiencia monárquica de Israel, por otra parte, ha sido desastrosa. Durante cuatro siglos y medio consecutivos se han sentado sobre el trono de Jerusalén reyes ineptos y malvados.

Movido a compasión, el Señor había anunciado por boca de los profetas que un día vendría Él mismo a gobernar a su pueblo. ¿Cómo?

El modo en que Dios realiza sus promesas es siempre sorprendente; nunca corresponde a las expectativas humanas.

Juan ha aludido ya a la realeza de Jesús en la primera parte de su evangelio (cf. Jn 1,49; 6,15; 12,13.15); ahora, en los capítulos 18–19, menciona nada menos que 12 veces el término “rey”.

El momento culminante llega en dos escenas: en la escena central (cf. Jn 19,1-3) y en la última (cf. Jn 19,12-16). En la primera, asistimos a una parodia de la realeza de este mundo. Los soldados se divierten haciendo burla del rey Jesús.

Juan, tan sobrio en contar los detalles dolorosos, hace resaltar todos los elementos que caracterizan el acceso al trono de un emperador: la corona (de espinas), el manto de púrpura, las aclamaciones.

Jesús, que ha reaccionado a la bofetada del siervo de Anás, no se opone a esta parodia. La acepta porque destruye la imagen del mesías davídico –fuerte y victorioso– esperado por el pueblo. Ridiculiza todas las ambiciones, las manías de grandeza, el frenesí del poder, la aspiración a títulos honoríficos, las inclinaciones, la carrera hacia los primeros puestos.

He aquí, ahora, ante los ojos del mundo entero, al verdadero Rey, al hombre realizado de acuerdo con los criterios de Dios: aquel que entrega la propia vida por amor.

La escena final (Jn 19,12-16) es introducida con gran solemnidad. Pilato lleva afuera a Jesús, lo hace sentar sobre una tribuna elevada y proclama: “¡Ahí tienen a su Rey!” Ninguno entendió entonces el alcance de lo que estaba sucediendo. Y, sin embargo, con estas palabras, sin darse cuenta,el representante de los reinos de este mundo ha proclamado a Jesús como el nuevo Rey y le ha entregado las insignias del poder.

Para los oídos de los judíos presentes (…no olvidemos a quienes representaban) la proclamacióndel representante del emperador romano suena tan absurda que toman por una provocación lo que pretendía ser una burla. Un rey así no lo quieren; tira por tierra todas las expectativas; es un insulto al sentido común: “¡Fuera, fuera, crucifícalo!”, gritan.

Según los criterios humanos, Jesús es un fracasado. En el plan de Dios, por el contrario, su derrota disipa las tinieblas que han oscurecido el mundo y han permitido el perpetuarse de toda clase de injusticias y deshumanización.

Jesús está allí, en silencio; no dice una palabra porque ya lo ha explicado todo. Espera que cada uno se pronuncie, que haga su elección. Uno puede tomar partido por la realeza de este mundo o bien dedicar la propia vida a la construcción del reino según los criterios de Dios. De esta elección dependerá el éxito o el fracaso de la vida.

En Juan, la descripción del camino hacia el lugar de la ejecución es brevísima: “Jesús salió Él mismo cargando con la cruz hacia un lugar llamado La Calavera, en hebreo Gólgota” (Jn 19,17). Nada más. No están las mujeres que lloran por él, ni el cireneo que lo ayuda a llevar la cruz. Es élquien camina con decisión hacia la meta donde manifestará su “gloria”.

En el relato de la crucifixión (cf. Jn 19,18-37), sin embargo, Juan introduce algunas escenas y ciertos detalles ignorados por los otros evangelistas.

El primero se refiere a la inscripción puesta sobre la cruz. Servía para explicar a los que por allí pasaban el motivo de la condena.

Mientras que los sinópticos le dedican una simple alusión, Juan le da una gran importancia (Jn 19,19-22). Nos dice que ha sido compuesta y mandada colocar por Pilato y que estaba redactada en hebreo (la lengua sagrada de Israel), en latín (la lengua de los dominadores del mundo) y en griego (la lengua hablada en todo el imperio).

El representante del emperador Tiberio confirmaba de nuevo, de manera solemne y oficial, la realeza de Jesús y la nueva manera de ser rey. Todos los pueblos deberán saber que en el mundo ha sido introducida una nueva realeza.

Quienes representan a los judíos de ayer y de hoy (sin referencia exclusiva al pueblo de Israel) lo rechazan, pero este modo de reinar continuará siendo proclamado desde lo alto de la cruz hasta el final de los tiempos. Es una propuesta definitiva, irrevocable; no puede ser ya modificada.

Sin saberlo, Pilato ha sido un profeta.

Después de que el nuevo rey ha sido instalado sobre su sede de gloria, ¿qué sucede?

A diferencia de los otros evangelistas, Juan no menciona los insultos lanzados contra Jesús por los que pasaban delante de la cruz, especialmente por los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos. Existe una razón: este rey, escándalo para los judíos y locura para los paganos (cf. 1 Cor1,23) podrá ser escuchado o rechazado, pero ya nadie, hasta el fin de los tiempos, podrá ignorarlo o tomarlo a broma.

La división de los vestidos (Jn 19,23-24) es mencionada también por los sinópticos, pero solamente Juan precisa que fueron divididos en “cuatro partes”; solo nuestro evangelista habla del sorteo de la túnica tejida de una pieza y cita explícitamente el versículo del Salmo: “Se reparten mis vestidos, se sortean mi túnica” (Sal 22,19).

¿Por qué se da tanta importancia a un episodio aparentemente secundario?

Los antiguos atribuían un valor simbólico al vestido. Pensaban que las vestiduras se impregnaban del espíritu de aquel que las llevaban. El hábito indicaba a la persona misma, sus obras, el modo de dirigirse y relacionarse con los otros. Es por esto que, en el rito del bautismo, los neófitos se quitaban el vestido viejo y se revestían de uno nuevo.

Los vestidos de Jesús representan su persona, toda su vida entregada. El número cuatro indica los cuatro puntos cardinales, es decir, el mundo entero al que Jesús se ha dado.

Así se expresa claramente el mensaje teológico que Juan quiere transmitirnos: el sacrificio de Cristo tiene un valor universal y alcanza a todos los hombres.

A diferencia de los vestidos, la túnica permanece intacta.

Aunque anunciado a todos los pueblos y entregado a los hombres de todas las culturas, su Evangelio –que es Jesús mismo– permanecerá íntegro para siempre; nadie podrá añadir o quitar nada de él.

La tercera escena se desarrolla en el Calvario (Jn 19,25-27): la madre, al pie de la cruz, es confiada al “discípulo que Jesús amaba”.

Desde el punto de vista histórico, el episodio presenta serias dificultades.

Marcos refiere que algunas mujeres –cita los nombres– asistían desde lejos a la crucifixión, pero ni él ni ninguno de los otros sinópticos recuerdan que María y Juan estuvieran al pie de la cruz.

Además, parece que la ley romana prohibía a los familiares acercarse al lugar de la ejecución y es poco probable que María de Magdala y las otras mujeres hayan sido tan poco sensibles como para permitir a una madre asistir al horrendo suplicio del hijo.

Sorprenden también las palabras sosegadas con las que Jesús (que está muriendo entre atroces espasmos) se dirige a su madre y la manera de nombrarla. La llama “Mujer” como ha hecho en Caná(cf. Jn 2,4). Ningún hijo judío llamaría así a su madre. Todos estos datos nos orientan hacia una interpretación simbólica.

Juan, por tanto, no pretende referirnos el gesto premuroso de Jesús quien, preocupado por lasuerte de María, su madre, la habría confiado a su discípulo predilecto. Conociendo la estima que esta mujer gozaba en la comunidad de discípulos, era de esperar que tuviera todas las puertas abiertas.

Estamos frente a una página de teología basada un hecho real: la presencia, en los alrededores del Calvario, de algunas personas más cercanas a Jesús.

La madre es para Juan el símbolo del Israel fiel a su Dios. En la lengua hebrea, Israel es femenino. Por esto en la Biblia el pueblo elegido es imaginado como mujer, virgen, esposa y madre. Es de esta “mujer”, de esta madre-Israel, de la que ha nacido el pueblo nuevo de la era mesiánica.

Primero, Jesús exhorta a esta mujer-Israel a acoger como hijo, como heredero legítimo de las promesas mesiánicas, a todo discípulo que lo siga a Él, nuevo rey del mundo, hasta el Calvario, es decir, hasta entregar la vida.

Después, se dirige a la nueva comunidad –representada por el discípulo amado– y la invita a considerarse hija de la madre-Israel de la que ha nacido.

Si este “testamento” de Jesús moribundo hubiese sido escuchado y aceptado, ¡cuántas incomprensiones y crímenes se hubiesen evitado en la historia humana!

La muerte de Jesús llega –según nos refiere Juan– de un modo dulce y sereno (Jn 19,28-30). Ningún grito, ningún terremoto, ningún eclipse de sol. Desde lo alto de la cruz, es el rey entronizado el que controla soberanamente su destino.

Ha llevado a cumplimiento la misión que el Padre le había encomendado: el velo que impedía al hombre contemplar el rostro del Dios-amor ha caído para siempre.

Falta todavía una pieza para completar el mosaico. Para cumplir la Escritura, Jesús dice: “Tengo sed” (Jn 19,28).

Solo Juan refiere estas palabras que revisten gran importancia. El texto bíblico al que hacenreferencia no puede ser otro que el Salmo 42,3: “Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo”.

Así declaraba el salmista su ardiente anhelo de encontrar al Señor. Juan relee, en sentido simbólico, la sed real de un Jesús desangrado y ya casi moribundo.

Su sed es el deseo ardiente de derramar sobre la humanidad el “agua viva” de la que ha hablado a la Samaritana. También en aquella ocasión y solo en aquella ocasión –nótese bien– había sentido sed y pedido de beber, es decir: había pedido disponibilidad y acogida para recibir su don del agua viva.

Su deseo está a punto de realizarse. Después de haber recibido el vinagre, dice: “¡Todo se ha cumplido!” E, inclinando la cabeza, entrega el Espíritu (Jn 19,30). He aquí el agua que calma la sed de la humanidad, el agua que da origen a la verdadera vida, y que se derrama sobre todos aquellos que se acercan al Crucificado.

Después de la muerte de Jesús, todo ha concluido, el Espíritu ha sido entregado.

Se podría ya pasar al relato de la sepultura, pero Juan cree que es necesario ayudar a los discípulos a comprender el acontecimiento extraordinario que ha tenido lugar.

Y lo hace recordando un hecho sin importancia en sí mismo: un soldado ha clavado la lanza en el cuerpo exánime de Jesús (Jn 19,31-37).

La importancia que da el evangelista a este suceso, parecería excesiva. Por tres veces apela a la credibilidad de su testimonio: “El que lo vio lo atestigua y su testimonio es verdadero; él sabe que dice la verdad, para que también ustedes crean” (Jn 19,35).

Juan ha visto en este “abrir el costado de Cristo con una lanza”, un significado verdaderamente profundo.

Una primera clave de lectura nos viene ofrecida al inicio por la mención del tiempo en que ha sucedido: era el tiempo de la Parasceve: “era la víspera del sábado, el más solemne de todos”; la hora en que, en la explanada del templo, los sacerdotes estaban inmolando los corderos pascuales.

Se trata de una clara invitación a leer el acontecimiento a la luz de los relatos del Éxodo.

Es en el Calvario, quiere decirnos Juan, en el día de la “Parasceve”, cuando ha sido inmolado el verdadero Cordero Pascual. Donando la propia sangre, Jesús ha salvado a la entera humanidad del ángel exterminador, del espíritu del mal enraizado en el corazón de cada persona y que produce la muerte.

Para dar aún más relevancia a este mensaje, Juan recuerda otro detalle ignorado por los otros evangelistas: los soldados quiebran las piernas de los dos malhechores crucificados con Jesús para acelerar su muerte. Jesús, ya muerto, es respetado.

He aquí una nueva referencia al cordero pascual al cual, según las disposiciones del libro de Éxodo, no se le podía quebrar ningún hueso (cf. Éx 12,46).

Finalmente, el detalle más importante: uno de los soldados atravesó con la lanza el costado de Jesús e inmediatamente surgió de la herida sangre y algo semejante al agua.

El hecho fisiológico en sí tiene poca relevancia, pero para Juan está dotado de una importancia extraordinaria.

La sangre para un semita era símbolo de la vida: derramarla hasta la última gota, era señal de entregar la propia vida.

A través de la herida del costado de la que sale la última gota de sangre, es posible contemplar el corazón de Dios y descubrir su amor sin límites: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su hijo único para que, quien crea en él, no muera sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).

¿Qué beneficios obtiene el mundo de este amor inmenso?

“Si el grano caído en tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24), había dicho Jesús. El fruto es la efusión del Espíritu simbolizado en el agua que sale del costado de Cristo. El agua viva, prometida a la mujer de Samaria, brota del corazón de Dios.

Juan concluye de manera solemne la sublime página de teología que nos está trasmitiendo: “Mirarán al que ellos mismos traspasaron” (Jn 19,37).

Se trata de la cita bíblica que hace referencia a una misteriosa profecía pronunciada a finales del siglo IV a. C. y conservada en el libro de Zacarías (cf. Zac 12,10). Habla de un hombre justo e inocente que ha sido “traspasado”; inmediatamente después, el Señor ha despertado en el pueblo, responsable de aquel crimen, un vivo dolor, una sincera compunción. Todos se arrepintieron y miraron a aquel que habían traspasado; rompieron a llorar desconsoladamente, con un llanto semejante al de los padres que pierden al único hijo, semejante al luto por la muerte del primogénito (cf. Zac 12,10-11).

¿Quién es este hombre y por qué lo han matado? El profeta se refería ciertamente a un hecho dramático acaecido en su tiempo. No sabemos más. Lo que nos interesa, sin embargo, es que Juan ha reconocido en este misterioso personaje la imagen de Jesús.

Todos los hombres mirarán como a su Salvador a Cristo, ajusticiado y traspasado en la cruz. Y el Crucificado se convertirá en el punto de referencia de todos sus compromisos y orientará sus vidas.

El relato del traslado del cuerpo de Jesús al sepulcro (cf. Jn 19,38-42) corresponde básicamentea los sinópticos. No obstante, Juan recuerda preciosos detalles que no se encuentran en los otros evangelios.

Junto a José de Arimatea, el evangelista coloca a Nicodemo, “el que lo había visitado en una ocasión, de noche”. Nicodemo viene ahora con una mezcla de mirra y de áloe de alrededor de 40 kilos. Los dos toman el cuerpo de Jesús y lo envuelven en vendas con aceites aromáticos.

Son detalles sorprendentes. Ante todo, extraña la profusión de perfumes: se trata nada menos que de 32,7 litros de esencias preciosas, costosísimas. Una cantidad ciertamente excesiva: para ungir un cuerpo hubiese bastado una milésima parte.

Por otro lado, los aromas empleados no son los usados para embalsamar un cadáver sino los que se empleaban en la noche de bodas para perfumar los vestidos (cf. Sal 45,9) y la alcoba nupcial: “He perfumado la alcoba con mirra, áloe y canela” (Prov 7,17).

Juan no está narrando el entierro, la sepultura de un cadáver (nótese que no menciona a la piedra que solía cerrar el sepulcro) sino la preparación del tálamo (dormitorio nupcial) en el que está a punto se recostarse el Esposo.

La imagen más bella empleada por los profetas para explicar el amor de Dios por su pueblo era la imagen de la boda. El Señor, habían dicho, es el esposo fiel e Israel la esposa que, por desgracia, prefiere muchas veces el amor a los ídolos que el amor a su Dios. En los evangelios, el Esposo es Jesús. Él es el Hijo de Dios venido del cielo para encontrarse con la esposa que lo había abandonado. Desde el principio de su evangelio, Juan lo ha presentado como el Esposo (cf. Jn 3,29-30).

En la cruz, Jesús ha dado la prueba máxima de su amor, porque “ninguno tiene un amor más grande que este: dar la vida” (Jn 15,13), amor apasionado como aquel del que habla el Cantar de los Cantares: “El amor es fuerte como la muerte… Las aguas torrenciales no podrán apagar el amor ni extinguirlo los ríos” (Cant 8,7).

Ahora, el Esposo que tanto ha amado espera el abrazo de la esposa, la nueva comunidad, representada por los discípulos José de Arimatea y Nicodemo, que se encuentran a los pies de la cruz.

Esta comunidad realiza un gesto cargado de simbolismo: derrama sobre las vendas –vestido de bodas que envolverá el cuerpo del Esposo– todos los perfumes de que dispone, sin calcular el costo, como lo ha hecho María de Betania (cf. Jn 12,1-11). Con los ojos llenos de lágrimas, da muestras de haber finalmente comprendido cuánto ha sido amada.

La mención del huerto, finalmente, evoca la sepultura de los reyes de Judá (cf. 2 Re 21,18.26).

Durante el proceso, Jesús ha sido proclamado rey, ha sido coronado, revestido del manto de púrpura y entronizado en la cruz.

Y será enterrado (sepulto) no solo como Esposo sino también como Rey.

http://www.bibleclaret.org

El conocimiento es más fuerte que la guerra

Una alumna del Comboni College de Jartum comparte este testimonio sobre cómo quedó el centro educativo tras la guerra en Sudán y su sueño de un futuro lleno de esperanza.

«Nuestro College era más que un edificio… era una pequeña patria que nos unía en los sueños y el conocimiento, en el trabajo duro y el éxito, en las risas en medio de las clases y en los trasnochados exámenes. Pero la guerra… La guerra no distingue entre piedras y seres humanos.

Las computadoras portátiles donde solíamos pasar horas investigando y aprendiendo, fueron destruidas. La biblioteca, una vez tranquila y llena de libros y esperanza, quedó reducida a escombros. Los pasillos, que vieron el inicio de nuestra trayectoria académica, tienen sus paredes rotas, sus asientos desaparecidos, y hasta el eco de nuestras voces ya no está presente. No queda ni un solo rincón que quede intacto… incluso los pequeños pasillos, incluso los lugares donde solíamos descansar entre clases, todos se han convertido en ruinas. Caminamos por el mismo lugar donde soñábamos, pero hoy no encontramos más que silencio, polvo y recuerdos que hieren el corazón.

Pero a pesar de la destrucción… Todavía tenemos esperanza, todavía soñamos con una patria segura y una universidad que pueda volver a enseñar y formar mentes nuevamente. Todavía creemos que el conocimiento es más fuerte que la guerra y que un día reconstruiremos… Seguimos creyendo que el conocimiento es más fuerte que la guerra, y que un día reconstruiremos… piedra a piedra, un sueño.»

Meditaciones para el Jueves Santo

JUEVES SANTO – EN LA CENA DEL SEÑOR
Despedida inolvidable – José Antonio Pagola

También Jesús sabe que sus horas están contadas. Sin embargo no piensa en ocultarse o huir. Lo que hace es organizar una cena especial de despedida con sus amigos y amigas más cercanos. Es un momento grave y delicado para él y para sus discípulos: lo quiere vivir en toda su hondura. Es una decisión pensada.

Consciente de la inminencia de su muerte, necesita compartir con los suyos su confianza total en el Padre incluso en esta hora. Los quiere preparar para un golpe tan duro; su ejecución no les tiene que hundir en la tristeza o la desesperación. Tienen que compartir juntos los interrogantes que se despiertan en todos ellos: ¿qué va a ser del reino de Dios sin Jesús? ¿Qué deben hacer sus seguidores? ¿Dónde van a alimentar en adelante su esperanza en la venida del reino de Dios?

Al parecer, no se trata de una cena pascual. Es cierto que algunas fuentes indican que Jesús quiso celebrar con sus discípulos la cena de Pascua o séder, en la que los judíos conmemoran la liberación de la esclavitud egipcia. Sin embargo, al describir el banquete, no se hace una sola alusión a la liturgia de la Pascua, nada se dice del cordero pascual ni de las hierbas amargas que se comen esa noche, no se recuerda ritualmente la salida de Egipto, tal como estaba prescrito.

Por otra parte es impensable que esa misma noche en la que todas las familias estaban celebrando la cena más importante del calendario judío, los sumos sacerdotes y sus ayudantes lo dejaran todo para ocuparse de la detención de Jesús y organizar una reunión nocturna con el fin de ir concretando las acusaciones más graves contra él. Parece más verosímil la información de otra fuente que sitúa la cena de Jesús antes de la fiesta de Pascua, pues nos dice que Jesús es ejecutado el 14 de nisán, la víspera de Pascua. Así pues, no parece posible establecer con seguridad el carácter pascual de la última cena. Probablemente, Jesús peregrinó hasta Jerusalén para celebrar la Pascua con sus discípulos, pero no pudo llevar a cabo su deseo, pues fue detenido y ajusticiado antes de que llegara esa noche. Sin embargo sí le dio tiempo para celebrar una cena de despedida.

En cualquier caso, no es una comida ordinaria, sino una cena solemne, la última de tantas otras que habían celebrado por las aldeas de Galilea. Bebieron vino, como se hacía en las grandes ocasiones; cenaron recostados para tener una sobremesa tranquila, no sentados, como lo hacían cada día.

Probablemente no es una cena de Pascua, pero en el ambiente se respira ya la excitación de las fiestas pascuales. Los peregrinos hacen sus últimos preparativos: adquieren pan ázimo y compran su cordero pascual. Todos buscan un lugar en los albergues o en los patios y terrazas de las casas. También el grupo de Jesús busca un lugar tranquilo. Esa noche Jesús no se retira a Betania como los días anteriores. Se queda en Jerusalén. Su despedida ha de celebrarse en la ciudad santa. Los relatos dicen que celebró la cena con los Doce, pero no hemos de excluir la presencia de otros discípulos y discípulas que han venido con él en peregrinación. Sería muy extraño que, en contra de su costumbre de compartir su mesa con toda clase de gentes, incluso pecadores, Jesús adoptara de pronto una actitud tan selectiva y restringida.

¿Podemos saber qué se vivió realmente en esa cena?

Jesús vivía las comidas y cenas que hacía en Galilea como símbolo y anticipación del banquete final en el reino de Dios. Todos conocen esas comidas animadas por la fe de Jesús en el reino definitivo del Padre.

Es uno de sus rasgos característicos mientras recorre las aldeas. También esta noche, aquella cena le hace pensar en el banquete final del reino. Dos sentimientos embargan a Jesús. Primero, la certeza de su muerte inminente; no lo puede evitar: aquella es la última copa que va a compartir con los suyos; todos lo saben: no hay que hacerse ilusiones. Al mismo tiempo, su confianza inquebrantable en el reino de Dios, al que ha dedicado su vida entera. Habla con claridad: «Os aseguro: ya no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que lo beba, nuevo, en el reino de Dios». La muerte está próxima. Jerusalén no quiere

responder a su llamada. Su actividad como profeta y portador del reino de Dios va a ser violentamente truncada, pero su ejecución no va a impedir la llegada del reino de Dios que ha estado anunciando a todos. Jesús mantiene inalterable su fe en esa intervención salvadora de Dios. Está seguro de la validez de su mensaje. Su muerte no ha de destruir la esperanza de nadie. Dios no se echará atrás. Un día Jesús se sentará a la mesa para celebrar, con una copa en sus manos, el banquete eterno de Dios con sus hijos e hijas. Beberán un vino «nuevo» y compartirán juntos la fiesta final del Padre. La cena de esta noche es un símbolo.

Movido por esta convicción, Jesús se dispone a animar la cena contagiando a sus discípulos su esperanza.

Comienza la comida siguiendo la costumbre judía: se pone en pie, toma en sus manos pan y pronuncia, en nombre de todos, una bendición a Dios, a la que todos responden diciendo «amén». Luego rompe el pan y va distribuyendo un trozo a cada uno. Todos conocen aquel gesto. Probablemente se lo han visto hacer a Jesús en más de una ocasión. Saben lo que significa aquel rito del que preside la mesa: al obsequiarles con este trozo de pan, Jesús les hace llegar la bendición de Dios. ¡Cómo les impresionaba cuando se lo daba a los pecadores, recaudadores y prostitutas! Al recibir aquel pan, todos se sentían unidos entre sí y

con Dios. Pero aquella noche, Jesús añade unas palabras que le dan un contenido nuevo e insólito a su gesto. Mientras les distribuye el pan les va diciendo estas palabras: «Esto es mi cuerpo. Yo soy este pan. Vedme en estos trozos entregándome hasta el final, para haceros llegar la bendición del reino de Dios».

¿Qué sintieron aquellos hombres y mujeres cuando escucharon por vez primera estas palabras de Jesús?

Les sorprende mucho más lo que hace al acabar la cena. Todos conocen el rito que se acostumbra. Hacia el final de la comida, el que presidía la mesa, permaneciendo sentado, cogía en su mano derecha una copa de vino, la mantenía a un palmo de altura sobre la mesa y pronunciaba sobre ella una oración de acción de gracias por la comida, a la que todos respondían «amén». A continuación bebía de su copa, lo cual servía de señal a los demás para que cada uno bebiera de la suya. Sin embargo, aquella noche Jesús cambia el rito e invita a sus discípulos y discípulas a que todos beban de una única copa: ¡la suya! Todos comparten esa «copa de salvación» bendecida por Jesús. En esa copa que se va pasando y ofreciendo a todos, Jesús ve algo «nuevo» y peculiar que quiere explicar: «Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre. Mi muerte abrirá un futuro nuevo para vosotros y para todos». Jesús no piensa solo en sus discípulos más cercanos.

En este momento decisivo y crucial, el horizonte de su mirada se hace universal: la nueva Alianza, el reino definitivo de Dios será para muchos, «para todos» .

Con estos gestos proféticos de la entrega del pan y del vino, compartidos por todos, Jesús convierte aquella cena de despedida en una gran acción sacramental, la más importante de su vida, la que mejor resume su servicio al reino de Dios, la que quiere dejar grabada para siempre en sus seguidores. Quiere que sigan vinculados a él y que alimenten en él su esperanza. Que lo recuerden siempre entregado a su servicio. Seguirá siendo «el que sirve», el que ha ofrecido su vida y su muerte por ellos, el servidor de todos. Así está ahora en medio de ellos en aquella cena y así quiere que lo recuerden siempre. El pan y la copa de vino les evocará antes que nada la fiesta final del reino de Dios; la entrega de ese pan a cada uno y la participación en la misma copa les traerá a la memoria la entrega total de Jesús. «Por vosotros»: estas palabras resumen bien lo que ha sido su vida al servicio de los pobres, los enfermos, los pecadores, los despreciados, las oprimidas, todos los necesitados… Estas palabras expresan lo que va a ser ahora su muerte: se ha «desvivido» por ofrecer a todos, en nombre de Dios, acogida, curación, esperanza y perdón.

Ahora entrega su vida hasta la muerte ofreciendo a todos la salvación del Padre.

Así fue la despedida de Jesús, que quedó grabada para siempre en las comunidades cristianas. Sus seguidores no quedarán huérfanos; la comunión con él no quedará rota por su muerte; se mantendrá hasta que un día beban todos juntos la copa de «vino nuevo» en el reino de Dios. No sentirán el vacío de su ausencia: repitiendo aquella cena podrán alimentarse de su recuerdo y su presencia. Él estará con los suyos sosteniendo su esperanza; ellos prolongarán y reproducirán su servicio al reino de Dios hasta el reencuentro final. De manera germinal, Jesús está diseñando en su despedida las líneas maestras de su movimiento de seguidores: una comunidad alimentada por él mismo y dedicada totalmente a abrir caminos al reino de Dios, en una actitud de servicio humilde y fraterno, con la esperanza puesta en el reencuentro de la fiesta final.

¿Hace además Jesús un nuevo signo invitando a sus discípulos al servicio fraterno? El evangelio de Juan dice que, en un momento determinado de la cena, se levantó de la mesa y «se puso a lavar los pies de los discípulos». Según el relato, lo hizo para dar ejemplo a todos y hacerles saber que sus seguidores deberían vivir en actitud de servicio mutuo: «Lavándoos los pies unos a otros». La escena es probablemente una creación del evangelista, pero recoge de manera admirable el pensamiento de Jesús. El gesto es insólito.

En una sociedad donde está tan perfectamente determinado el rol de las personas y los grupos, es impensable que el comensal de una comida festiva, y menos aún el que preside la mesa, se ponga a realizar esta tarea humilde reservada a siervos y esclavos. Según el relato, Jesús deja su puesto y, como un esclavo, comienza a lavar los pies a los discípulos. Difícilmente se puede trazar una imagen más expresiva de lo que ha sido su vida, y de lo que quiere dejar grabado para siempre en sus seguidores. Lo ha repetido muchas veces: «El que quiera ser grande entre vosotros, será vuestro servidor; y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos». Jesús lo expresa ahora plásticamente en esta escena: limpiando los pies a sus discípulos está actuando como siervo y esclavo de todos; dentro de unas horas morirá crucificado, un castigo reservado sobre todo a esclavos.


Meditación para el Jueves Santo
Joseph Ratzinger

La Pascua judía era y sigue siendo una fiesta familiar. No se celebraba en el templo, sino  en la casa. Ya en el Éxodo, en el relato de la noche oscura en que tiene lugar el paso del  ángel del Señor, aparece la casa como lugar de salvación, como refugio. Por otra parte, la  noche de Egipto es imagen de las fuerzas de la muerte, de la destrucción y del caos, que  surgen siempre de las profundidades del mundo y del hombre y amenazan con destruir la  creación «buena» y con transformar el mundo en desierto, en lugar inhabitable. En esta  situación, la casa y la familia ofrecen protección y abrigo; en otras palabras: el mundo ha de  ser continuamente defendido contra el caos; la creación ha de ser siempre amparada y  reconstruida.

En el calendario de los nómadas, de los cuales heredó Israel la fiesta pascual, la Pascua  era el primer día del año, el día en que Israel había de ser nuevamente defendido contra la  amenaza de la nada. La casa y la familia son como el valle en que la vida se halla protegida,  el lugar de la seguridad y de la paz; la paz del habitar juntos, que permite vivir y guarda la  creación. También en tiempos de Jesús se celebraba la Pascua en las casas, en las familias,  luego de la inmolación de los corderos en el templo. Estaba prohibido abandonar la ciudad  de Jerusalén en la noche de Pascua. Toda la ciudad se consideraba lugar de salvación  contra la noche del caos, y sus muros eran como diques que defendieran la creación.

Todos los años, por Pascua, Israel debía acudir en peregrinación a la ciudad santa, para  volver a sus orígenes, para ser creado de nuevo, para recibir otra vez su salvación, su  liberación y fundamento. Hay aquí una profunda sabiduría. A lo largo de un año, un pueblo  se halla siempre en peligro de disgregarse, no sólo exteriormente, sino también desde  dentro, y de perder así las bases interiores que lo sustentan y rigen. Tiene necesidad de  volver a sus antiguos fundamentos. La Pascua representaba este retorno anual de Israel,  desde los peligros de aquel caos que amenaza a todo pueblo a aquello que antaño lo había  fundado y que continuaba edificándolo en todo momento, a su ininterrumpida defensa y a la  nueva creación de sus orígenes. Y puesto que Israel sabía que sobre él brillaba la estrella  de la elección, era también consciente de que su buena o malaventura traería  consecuencias para el mundo entero, que en su existencia o en su fracaso se jugaba el  destino de la tierra y de la creación.

También Jesús celebró la Pascua conformándose al espíritu de esta prescripción: en  casa, con su familia, con los apóstoles, que se habían convertido en su nueva familia.  Obrando de este modo, obedecía también a un precepto entonces vigente, según el cual los  judíos que acudían a Jerusalén podían establecer asociaciones de peregrinos, llamadas  chaburot, que por aquella noche constituían la casa y la familia de la Pascua. Y es así  como la Pascua ha venido a ser también una fiesta de los cristianos. Nosotros somos la  chaburah de Jesús, su familia, la que el fundó con sus compañeros de peregrinación, con  los amigos que con él recorren el camino del Evangelio a través de la tierra y de la historia. 

Como compañeros suyos de peregrinación, nosotros somos su casa, y de esta suerte la  Iglesia es la nueva familia y la nueva ciudad que es para nosotros lo que fue Jerusalén, casa  viviente que aleja las fuerzas del mal y lugar de paz que protege a la creación y a nosotros  mismos. La Iglesia es la nueva ciudad en cuanto familia de Jesús; es la Jerusalén viviente,  cuya fe es barrera y muralla contra las fuerzas amenazantes del caos, que se confabulan  para destruir el mundo. Sus murallas se hacen fuertes en virtud del signo de la sangre de  Cristo, es decir, en virtud del amor que llega hasta el fin y que no conoce límites. Este amor  es la potencia que lucha contra el caos; es la fuerza creadora que funda continuamente al  mundo, los pueblos y las familias, y de este modo nos ofrece el shalom, el lugar de la paz,  en el que podemos vivir el uno con el otro, el uno para el otro, el uno proyectado hacia el  otro.

Pienso que, sobre todo en  nuestro tiempo, existen sobradas razones para reflexionar de nuevo sobre tales analogías y  referencias, y para dejar que ellas nos hablen. Porque no podemos menos de ver la fuerza  del caos; no podemos menos de ver cómo surgen, precisamente en el seno de una  sociedad desarrollada que parece saberlo y poderlo todo, las fuerzas primordiales del caos  que se oponen a lo que esa sociedad define como progreso. Vemos cómo un pueblo que ha  llegado a la cúspide del bienestar, de la capacidad técnica y del dominio científico del  mundo, puede ser destruido desde dentro, y cómo la creación es amenazada por las  oscuras potencias que anidan en el corazón del hombre y cuya sombra se cierne sobre el  mundo.

Sabemos por experiencia que la técnica y el dinero no pueden por sí solos alejar la  capacidad destructiva del caos. Únicamente pueden hacerlo las murallas auténticas que el  Señor nos ha construido y la nueva familia que nos ha dado. Y yo pienso que, por este  motivo, la fiesta pascual, que nosotros hemos recibido de los nómadas a través de Israel y  de Cristo, tiene también una importancia política eminente en el más profundo de los  sentidos. Nuestros pueblos de Europa tienen necesidad de volver a sus fundamentos  espirituales si no quieren perecer, víctimas de la autodestrucción.

Esta fiesta debería volver a ser hoy una fiesta de la familia, que es el auténtico  dique puesto para defensa de la nación y de la humanidad. Quiera Dios que alcancemos a  comprender de nuevo esta admonición, de suerte que renovemos la celebración de la  familia como casa viviente, donde la humanidad crece y se vence al caos y la nada. Pero  debemos añadir que la familia, este lugar de la humanidad, este abrigo de la criatura,  únicamente puede subsistir cuando ella misma se halla puesta bajo el signo del Cordero,  cuando es protegida por la fuerza de la fe y congregada por el amor de Jesucristo. La familia  aislada no puede sobrevivir; se disuelve sin remedio si no se inserta en la gran familia, que  le da estabilidad y firmeza. Por esta razón, ésta ha de ser la noche en la que rehacemos el  camino que conduce a la nueva ciudad, a la nueva familia, a la Iglesia; la noche en que de  nuevo nos adherimos a ella con el más firme de los vínculos, como a la patria del corazón.  En esta noche deberíamos aprender de esta familia de Jesucristo a conocer mejor a la  familia humana y a la humanidad que ha de guiarnos y protegernos.

Se nos ofrece otra reflexión. Israel heredó esta fiesta del culto y de la cultura de los  nómadas. Celebraban éstos la fiesta de la primavera el día en que iniciaban una nueva  migración con sus rebaños. Lo primero que se hacía era trazar con sangre de cordero un  círculo en torno a las tiendas. Con este gesto trataban de defenderse seguramente contra  las fuerzas de la muerte, a las que deberían enfrentarse en no pocas ocasiones en el  mundo desconocido del desierto. La ceremonia se llevaba a cabo con las vestimentas del peregrino en el momento de la partida, con la comida de los nómadas, el cordero, las  hierbas amargas, que sustituían a la sal, y con el pan sin levadura. Israel ha heredado de sus tiempos de nomadismo estos elementos fundamentales en la celebración tradicional de la fiesta, y la Pascua le ha recordado siempre el tiempo en que era un pueblo sin hogar, un pueblo en camino y sin patria. Esta fiesta le ha traído siempre a la memoria que, aun cuando  tenemos casa, seguimos siendo nómadas; como hombres que somos, nunca nos hallamos  definitivamente en casa, estamos siempre con el pie en el estribo. Y pues vamos de camino  y nada nos pertenece, todo cuanto poseemos es de todos y nosotros mismos somos el uno  para el otro. La Iglesia primitiva tradujo la palabra Pascha como «paso», y expresó de este  modo el camino de Jesucristo a través de la muerte hasta la nueva vida de la Resurrección. 

CR/PEREGRINO: Por este motivo, la Pascua ha sido siempre, y sigue siendo hoy para  nosotros, fiesta de la peregrinación; también a nosotros nos dice: somos únicamente  huéspedes en la tierra; todos somos huéspedes de Dios. Por eso nos exhorta a sentirnos  hermanos de aquellos que son huéspedes, pues nosotros mismos no somos otra cosa que  huéspedes. Somos tan sólo huéspedes en la tierra; el Señor, que se hizo él mismo huésped  y nómada, nos pide que nos abramos a todos aquellos que en este mundo han perdido la  patria; espera de nosotros que nos pongamos a disposición de los que sufren, de los  olvidados, de los encarcelados, de los perseguidos. El está presente en todos ellos. En la  ley de Israel, cuando se dan normas para el tiempo en que el pueblo se establezca  definitivamente en la tierra prometida, se insiste en prescribir que los peregrinos sean  tratados igual que todos; y al hacerlo, se acude siempre a las palabras: «¡Recuerda que tú  mismo fuiste nómada y peregrino!» Somos nómadas y peregrinos. Este es el punto de vista  desde el que debemos entender la tierra, nuestra vida misma, el ser el uno para el otro. 

Estamos tan sólo de paso en la tierra, y esto nos hace recordar nuestra más secreta y  profunda condición de peregrinos; nos hace recordar que la tierra no es nuestra meta  definitiva, que estamos en camino hacia el mundo nuevo, y que las cosas de la tierra no  constituyen la realidad última y definitiva. Apenas nos atrevemos a decirlo, porque se nos  echa en cara que los cristianos no se han preocupado nunca de las cosas terrenas, que no  se han entregado en serio a edificar la ciudad nueva de este mundo, siempre con el pretexto  de que tenían en el otro su morada. Nada de esto es verdad. Quien se zambulle en el  mundo, aquel que ve en la tierra el único cielo, hace de la tierra un infierno, porque la fuerza  a ser lo que no puede ser, porque quiere poseer en ella la realidad definitiva, y de esta  suerte exige algo que le enfrenta consigo mismo, con la verdad y con los demás. 

No; nos hacemos libres, libres de la codicia de poseer, justamente cuando  tomamos conciencia de nuestro ser nómadas; es entonces cuando nos hacemos libres los  unos para los otros, y es entonces también cuando se nos confía la responsabilidad de  transformar la tierra, hasta que podamos un día depositarla en las manos de Dios. Por esta  razón, esta noche del tránsito, que nos recuerda el último y definitivo trayecto del Señor, ha  de ser para nosotros exhortación constante a recordar nuestro último viaje y a no echar en  olvido que un día debemos abandonar todo cuanto poseemos, y que, al final de la vida, lo  que de veras cuenta no es lo que tenemos, sino únicamente lo que somos; que, a lo último,  deberemos responder sobre cómo -fundados en la fe- hemos sido personas en este mundo,  personas que se han dado recíprocamente la paz, la patria, la familia y la nueva ciudad. 

La Pascua se celebraba en casa. Así lo hizo también Jesús. Pero después de la comida, él  se levantó y salió fuera, rebasó los límites establecidos por la ley, porque pasó al otro lado  del torrente Cedrón, que señalaba los confines de Jerusalén. No tuvo miedo del caos, no  quiso esquivarlo, se adentró en él hasta lo más profundo, hasta las fauces mismas de la  muerte. Jesús salió, y esto significa que, pues las murallas de la Iglesia son la fe y el amor  de Jesucristo, la Iglesia no es plaza fortificada, sino ciudad abierta; y, en consecuencia,  creer significa salir también con Jesucristo, no temer el caos, porque Jesús es el más fuerte,  porque él penetró en ese caos, y nosotros, al afrontarlo, le seguimos a «él». Creer significa  salir fuera de los muros y, en medio de este mundo caótico crear espacios de fe y de amor,  fundados en la fuerza de Jesucristo. El Señor salió fuera: éste es el signo de su fuerza. Bajó  a la noche de Getsemaní, a la noche de la cruz, a la noche del sepulcro. Y pudo bajar  porque, frente al poder de la muerte, él es el más fuerte; porque su amor lleva en sí el amor  de Dios, que es más poderoso que las fuerzas de la destrucción. Su victoria, por tanto, se  hace real justamente en este salir, en el camino de la Pasión, de suerte que, en el misterio  de Getsemaní, se halla ya presente el misterio del gozo pascual. El es el  más fuerte; no hay potencia que pueda resistírsele ni lugar que él no llene con su presencia.  Nos invita a todos a emprender el camino con él, pues donde hay fe y amor, allí está él, allí  la fuerza de la paz, que vence la nada y la muerte.

Al finalizar la liturgia del Jueves Santo, la Iglesia imita el camino de Jesús trasladando al  Santísimo desde el tabernáculo a una capilla lateral, que representa la soledad de  Getsemaní, la soledad de la mortal angustia de Jesús. En esta capilla rezan los fieles;  quieren acompañar a Jesús en la hora de su soledad. Este camino del Jueves Santo no ha  de quedar en mero gesto y signo litúrgico. Ha de comprometernos a vivir desde dentro su  soledad, a buscarle siempre, a él, que es el olvidado, el escarnecido, y a permanecer a su  lado allí donde los hombres se niegan a reconocerle. Este camino litúrgico nos exhorta a  buscar la soledad de la oración. Y nos invita también a buscarle entre aquellos que están  solos, de los cuales nadie se preocupa, y renovar con él, en medio de las tinieblas, la luz de  la vida, que «él» mismo es. Porque es su camino el que ha hecho posible que en este  mundo se levante el nuevo día, la vida de la Resurrección, que ya no conoce la noche. En la  fe cristiana alcanzamos esta promesa.

Pidamos a Jesús en esta Cuaresma que haga resplandecer su luz por encima de todas las  oscuridades de este mundo; que nos haga entender, también a nosotros, que él permanece  siempre a nuestro lado en la hora de la soledad y el vacío, en la noche de este mundo, y  que así edifica, por nuestro medio, la nueva ciudad de este mundo, el lugar de su paz, de la  nueva creación.

El lavatorio de los pies 

En esta meditación quisiera interpretar un aspecto de la visión del misterio pascual que  hallamos en el Evangelio de Juan. Muchos exegetas actuales se hallan de acuerdo en que el Evangelio de Juan se divide en  dos partes:
a) un libro de los signos: c.2-12; 
b) un libro de la gloria: c.13-21.

En esta distribución, sin duda, se acentúa con fuerza el misterio de los tres días, el  misterio pascual. Los signos anuncian e interpretan anticipadamente la realidad de estos  días, cuyo contenido principal se indica con la palabra «gloria».

1. En esta estructura, el capítulo 13 tiene una importancia particular. La primera parte del  mismo expone, a través del gesto simbólico del lavatorio de los pies, el significado de la vida  y de la muerte de Jesús. En esta visión desaparece la frontera entre la vida y la muerte del  Señor, las cuales se presentan como un acto único, en el que Jesús, el Hijo, lava los pies  sucios del hombre. El Señor acepta y realiza el servicio del esclavo, lleva a cabo el trabajo  más humilde, el más bajo quehacer del mundo, a fin de hacernos dignos de sentarnos a la  mesa, de abrirnos a la comunicación entre nosotros y con Dios, para habituarnos al culto, a  la familiaridad con Dios.

El lavatorio de los pies representa para Juan aquello que constituye el sentido de la vida  entera de Jesús: el levantarse de la mesa, el despojarse de las vestiduras de gloria, el  inclinarse hacia nosotros en el misterio del perdón, el servicio de la vida y de la muerte  humanas. La vida y la muerte de Jesús no están la una al lado de la otra; únicamente en la  muerte de Jesús se manifiesta la sustancia y el verdadero contenido de su vida. Vida y  muerte se hacen transparentes y revelan el acto de amor que llega hasta el extremo, un  amor infinito, que es el único lavatorio verdadero del hombre, el único lavatorio capaz de  prepararle para la comunión con Dios, es decir, capaz de hacerle libre. El contenido del  relato del lavatorio de los pies puede, por tanto, resumirse del modo siguiente:  compenetrarse, incluso por el camino del sufrimiento, con el acto divino-humano del amor,  que por su misma esencia es purificación, es decir, liberación del hombre. Esta visión que nos ofrece San Juan contiene, además, algunos aspectos  complementarios:

a) Si las cosas son así, la única condición de la salvación es el «sí» al amor de Dios, que  se hace posible en Jesús. Esta afirmación no expresa en modo alguno una idea de  apokatástasis general, que caería en el error de hacer de Dios una especie de mago y  que destruiría la responsabilidad y la dignidad del hombre. El hombre es capaz de rechazar  el amor liberador; el Evangelio nos muestra dos tipos de un rechazo semejante. El primero  es el de Judas. Judas representa al hombre que no quiere ser amado, al hombre que  piensa sólo en poseer, que vive únicamente para las cosas materiales. Por esta razón, San  Pablo dice que la avaricia es idolatría (Col 3,5), y Jesús nos enseña que no es posible  servir a dos señores. El servicio de Dios y el de las riquezas se excluyen entre sí; el camello  no pasa por el hondón de la aguja (Mc 10,25).

b) Pero hay otro tipo de rechazo de Dios; además del rechazo del materialista, se da  también el del hombre religioso, representado aquí por Pedro. Existe el peligro que San  Pablo llamó «judaísmo» y que es duramente criticado en las cartas paulinas; consiste este  peligro en que el «devoto» no quiera aceptar la realidad, es decir, no quiera aceptar que  también él tiene necesidad del perdón, que también sus pies están sucios. El peligro que  corre el devoto consiste en pensar que no tiene necesidad alguna de la bondad de Dios, en  no aceptar la gracia; es el riesgo a que se halla expuesto el hijo mayor en la parábola del  hijo pródigo, el riesgo de los obreros de la primera hora (Mt 20,1-16), el peligro de aquellos  que murmuran y sienten envidia porque Dios es bueno. Desde esta perspectiva, ser cristiano significa dejarse lavar los pies o, en otras palabras,  creer.

2. Vemos así que, a través de la escena del lavatorio de los pies, el evangelista interpreta  no sólo la cristología y la soteriología, sino también la antropología cristiana. Para ilustrar esta afirmación quisiera esbozar ahora tres puntos:

a) Además de la vida y de la muerte de Jesús, esta visión comprende también los  sacramentos del bautismo y de la penitencia, que nos sumergen en las aguas del amor de  Jesús: la vida y la muerte de Jesús, el bautismo y la penitencia, constituyen juntamente el  lavatorio divino, que nos abre el camino de la libertad y nos permite acceder a la mesa de la  vida.

b) En esta escena se interpreta también el contenido espiritual del bautismo: el «sí»  constante al amor, la fe como acto central de la vida del espíritu. c) De estos dos puntos se desprende una eclesiología y una ética cristianas. Aceptar el  lavatorio de los pies significa tomar parte en la acción del Señor, compartirla nosotros  mismos, dejarnos identificar con este acto. Aceptar esta tarea quiere decir: continuar el  lavatorio, lavar con Cristo los pies sucios del mundo. Jesús dice: «Si yo, pues, os he lavado  los pies, siendo vuestro Señor y Maestro, también habéis de lavaros vosotros los pies unos  a otros» (13,14). Estas palabras no son una simple aplicación moral del hecho dogmático,  sino que pertenecen al centro cristológico mismo. El amor se recibe únicamente amando. 

Según el Evangelio de Juan, el amor fraterno se halla entrañado en el amor trinitario. Este  es el «mandato nuevo, no en el sentido de un mandamiento exterior, sino como estructura  íntima de la esencia cristiana. En este contexto, no carece de interés poner de relieve que  San Juan no habla nunca de un amor universal entre todos los hombres, sino únicamente  del amor que ha de vivirse en el interior de la comunidad de los hermanos, es decir, de los  bautizados. Jn/A-H: No faltan teólogos modernos que critican esta posición de San Juan y  hablan de una limitación inaceptable del cristianismo, de una pérdida de universalidad. Es  cierto que existe aquí un peligro y que se hace necesario acudir a textos complementarios,  como la parábola del samaritano y la del juicio final. A-H/C:Pero, entendido en el  contexto de todo el Nuevo Testamento, en su indivisible unidad, Juan expresa una verdad  muy importante: el amor en abstracto nunca tendrá fuerza en el mundo si no hunde sus  raíces en comunidades concretas, construidas sobre el amor fraterno. La civilización del  amor sólo se construye partiendo de pequeñas comunidades fraternas. Hay que empezar  por lo concreto y singular para llegar a lo universal. La construcción de espacios de  fraternidad no es hoy menos importante que en tiempos de San Juan o de San Benito. Con  la fundación de la fraternidad de los monjes, San Benito se nos revela como el verdadero  arquitecto de la Europa cristiana; él fue quien construyó los modelos de la nueva ciudad,  inspirados en la fraternidad de la fe.

Volviendo al Evangelio, podemos afirmar que el relato del lavatorio de los pies tiene un  contenido muy concreto: la estructura sacramental implica la estructura eclesial, la  estructura de la fraternidad. Esta estructura significa que los cristianos han de estar siempre  dispuestos a hacerse esclavos los unos de los otros, y que únicamente de este modo  podrán realizar la revolución cristiana y construir la nueva ciudad.

3. Quisiera añadir a esta meditación dos exégesis de San Agustín a propósito del lavatorio  de los pies; con estas interpretaciones, el Obispo de Hipona explica la tensión de su vida  entre contemplación y servicio cotidiano.

a) En una primera consideración, san Agustín reflexiona sobre estas palabras del  Señor: “Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está  limpio» (/Jn/13/10). El Santo se pregunta qué quiere decir: si uno se ha bañado, es decir,  bautizado, todo él está limpio; ¿por qué y en qué sentido tiene necesidad de lavarse los  pies? ¿Qué puede significar este lavatorio de los pies, siempre necesario después de  haberse bañado, después del bautismo? Así responde el Santo Doctor: sin duda, el  bautismo nos ha limpiado enteramente, incluso los pies. Estamos «limpios»; pero, mientras  vivimos aquí abajo, nuestros pies pisan la tierra de este mundo. «Pues los mismos afectos  humanos, sin los cuales no hay vida en esta nuestra condición mortal, son como los pies,  con los cuales entramos en contacto con las realidades humanas; y estas realidades nos  alcanzan de tal manera, que si dijéramos que estamos libres de pecado nos engañaríamos a  nosotros mismos» (AUGUSTINUS, Tract. in Johan, LVI 4; C. Chr. XXXVI 468). Pero el Señor  está en presencia de Dios y, en virtud de su intercesión, nos lava los pies día tras día en el  momento en que nuestros labios pronuncian la oración: perdona nuestras deudas. Todos  los días, cuando rezamos el Padrenuestro, el Señor se inclina hacia nosotros, toma una  toalla y nos lava los pies.

b) San Agustín reflexiona inmediatamente después sobre otro texto de la Escritura,  tomado del Cantar de los Cantares, en el que encuentra unos versículos -a primera vista  enigmáticos, según él- sobre el tema del lavatorio de los pies. En el capítulo 5 del Cantar  hallamos la siguiente escena: la esposa se encuentra en el lecho y duerme, pero su corazón  vela. De pronto, un rumor la despierta; el amado llama: «¡Abreme, hermana mía!» La  esposa se resiste: «Ya me he quitado la túnica. ¿Cómo volver a vestirme? Ya me he lavado  los pies. ¿Cómo volver a ensuciarlos?» 

Aquí comienza la reflexión del Santo Doctor. El amado que llama a la puerta de la esposa  es Cristo, el Señor. La esposa es la Iglesia, son las almas que aman al Señor. Pero -dice  San Agustín- ¿cómo pueden ensuciarse los pies si salen al encuentro del Señor, si van a  abrirle la puerta? ¿Cómo podría ensuciarnos los pies el camino que conduce a Cristo, el  camino que lava nuestros pies? Ante semejante paradoja, San Agustín descubre algo  decisivo para su vida de pastor, para resolver el dilema entre su deseo de oración, de  silencio, de intimidad con Dios y las exigencias del trabajo administrativo, de las reuniones,  de la vida pastoral. El obispo dice: la esposa que se resiste a abrir son los contemplativos  que buscan el retiro perfecto, se apartan por completo del mundo y quieren vivir  exclusivamente para la belleza de la verdad y de la fe, dejando que el mundo siga su  camino. Pero llega Cristo, resuenan sus pasos, despierta al alma, llama a la puerta y dice:  «Tu vives entregada a la contemplación, pero me cierras la puerta. Tú buscas la felicidad  para unos pocos, mientras fuera crece la iniquidad y el amor de la multitud se enfría…»  Llama, pues, el Señor para sacar de su reposo a los santos ociosos y grita: «Aperi mihi,  aperi mihi et praedica me!» A decir verdad, cuando abrimos las puertas, cuando acudimos al  trabajo apostólico, nos ensuciamos inevitablemente los pies. Pero los ensuciamos por la  causa de Cristo, porque aguarda fuera la multitud y no hay otro modo de llegar a ella que  metiéndonos en la inmundicia del mundo, en medio de la cual se encuentra (Ibid.. LVII. 2-6 p.  470ss)

Así interpreta San Agustín su propia situación. Después de la conversión quiso fundar un  monasterio, abandonar definitivamente el mundo y vivir con sus amigos dedicado por entero  a la verdad, a la contemplación. Pero en el 391, cuando fue ordenado sacerdote en contra  de sus deseos el Señor vino a desbaratar este reposo, llamó a su puerta y desde entonces  no había día que no llamara; no le dejaba en paz: «¡Abreme y predica mi Nombre». Agustín  llegaría a comprender que esta llamada que escuchaba a diario era realmente la voz de  Jesús, que Jesús le impulsaba a ponerse en contacto con las miserias de la gente (por aquel  tiempo, el Santo Obispo hacía también las funciones de Khadi, de juez civil) y que, por  paradójico que esto pudiera resultar, era precisamente así como caminaba hacia Jesús,  como se acercaba al Señor. «¡Abreme y predica mi Nombre!» Ante la generosa respuesta  de San Agustín sobra todo comentario: «Y he aquí que me levanto y abro. ¡Oh Cristo, lava  nuestros pies: perdona nuestras deudas, porque nuestro amor no se ha extinguido, porque  también nosotros perdonamos a nuestros deudores! Cuando te escuchamos, exultan  contigo en el cielo los huesos humillados. Pero cuando te predicamos, pisamos la tierra para  abrirte paso; y, por ello, nos conturbamos si somos reprendidos, y si alabados, nos  hinchamos de orgullo. Lava nuestros pies, que ya han sido purificados, pero que se han  ensuciado al pisar los caminos de la tierra para abrirte la puerta (Ibid.. LVII, 6, p.472). 

JOSEPH RATZINGER
EL CAMINO PASCUAL 
BAC POPULAR MADRID-1990.Págs. 114-120

Jesús sigue sufriendo

+ Felipe Arizmendi Esquivel
Obispo Emérito de SCLC

HECHOS

La pasión de Cristo no es algo meramente del pasado; es una realidad actual, porque El nos dijo que sigue vivo en todos los que sufren, y que cuanto hagamos por ayudarles a llevar su cruz, El lo considera hecho a sí mismo.

Jesús sigue sufriendo en tantas madres buscadoras de sus hijos desaparecidos, de los cuales no hay rastro; quizá fueron asesinados y enterrados quién sabe dónde, o desintegrados en ácidos por manos criminales.

Jesús sigue sufriendo en tantos migrantes a quienes se les cierran las puertas de la esperanza, expuestos a ser extorsionados por coyotes sin conciencia y por cárteles que los explotan de mil maneras, o los desaparecen si no pagan las cantidades que esos desalmados les exigen.

Jesús sigue sufriendo en tantos detenidos en las cárceles, muchos de ellos inocentes, viviendo por años en la incertidumbre jurídica, abandonados incluso por sus familias, explotados y maltratados por sus mismos compañeros internos.

Jesús sigue sufriendo en tantos enfermos y ancianos, muchos de ellos sin recursos para medicinas o para una operación, incomprendidos y quizá abandonados por los suyos, tratados como desechos y estorbos de la sociedad.

Jesús sigue sufriendo en esposas maltratadas, infravaloradas, abandonadas, solas, traicionadas, humilladas, quizá abusadas sexualmente incluso dentro de su matrimonio, luchando por sacar adelante a sus hijos, ante el abandono y la irresponsabilidad del padre. Y Jesús sigue sufriendo también en esposos incomprendidos, sin cariño ni respeto, sino sólo exigidos a traer el pan de cada día, sin ningún detalle de gratitud.

Jesús sigue sufriendo en tantos niños no sólo en pobreza extrema, sino también en hogares desintegrados o violentos, cuyos padres no dimensionan el dolor que provoca en sus hijos una separación conyugal. Aunque pasen el gasto y den dinero para la manutención y la educación, no dan cariño, seguridad, fortaleza y esperanza. Unos padres egoístas, que no toman en cuenta el dolor de sus hijos sin la figura paterna o materna. Aunque hay casos en que la separación es la mejor forma de evitar mayores sufrimientos.

En fin, Jesús sigue sufriendo en tantas personas que se sienten solas, sin cariño, sin respeto, sin un futuro atractivo, sin seguridad, sin aceptación, quizá con recuerdos muy dolorosos desde su infancia. Algunos, por ello, se refugian en el alcohol, en las drogas, e incluso en la delincuencia. Aunque tengan suficientes recursos económicos, ¡cuánto sufren, y cuánto sigue Jesús sufriendo en ellos!

ILUMINACION

El Papa Francisco, en su homilía del pasado Domingo de Ramos, nos dijo: “Jesús sale al encuentro de todos, en cualquier situación… La pasión de Jesús se vuelve compasión cuando tendemos la mano al que ya no puede más, cuando levantamos al que está caído, cuando abrazamos al que está desconsolado. Para experimentar este gran milagro de la misericordia, decidamos durante la Semana Santa cómo llevar la cruz; no al cuello, sino en el corazón. No sólo la nuestra, sino también la de aquellos que sufren a nuestro alrededor; quizá la de aquella persona desconocida que una casualidad —pero, ¿es una casualidad?— hizo que encontráramos. Preparémonos a la Pascua del Señor convirtiéndonos en cireneos los unos para los otros” (13-IV-2025).

Y en el Angelus de ese mismo domingo, expresó: “Hoy, Domingo de Ramos, en el Evangelio hemos escuchado el relato de la Pasión del Señor según san Lucas. Hemos escuchado a Jesús dirigirse varias veces al Padre: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya»; «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen»; «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». Indefenso y humillado, lo hemos visto caminar hacia la cruz con los sentimientos y el corazón de un niño agarrado al cuello de su padre, frágil en la carne, pero fuerte en el abandono confiado, hasta dormirse, en la muerte, entre sus brazos.

Son sentimientos que la liturgia nos llama a contemplar y a hacer nuestros. Todos tenemos dolores, físicos o morales, y la fe nos ayuda a no ceder a la desesperación, a no cerrarnos en la amargura, sino a afrontarlos sintiéndonos arropados, como Jesús, por el abrazo providencial y misericordioso del Padre.

Hermanas y hermanos, os agradezco mucho por vuestras oraciones. En este momento de debilidad física me ayudan a sentir aún más la cercanía, la compasión y la ternura de Dios. Yo también rezo por vosotros y os pido que encomendéis conmigo al Señor a todos los que sufren, especialmente a los afectados por la guerra, por la pobreza o por los desastres naturales” (13-IV-2025).

ACCIONES

Si quieres que estos días sean santos, no hagas sufrir a otras personas, quizá en tu misma familia. Al contrario, sé como un Cirineo, que les ayuda a llevar su cruz, con cariño, cercanía, comprensión, respeto, perdón, tolerancia, en una palabra, amor. Así, estás ayudando a Jesús a llevar su cruz y habrá esperanza de resurrección.

Domingo de Ramos en la Amazonía: La canoa que sirvió de burro

Cuidar de nuestra casa común, nuestro planeta, es una necesidad cada vez más urgente. De ahí la importancia de que la Iglesia brasileña haya reflexionado en la Campaña de Fraternidad 2025, cuyo lema es “Fraternidad y Ecología Integral”, durante esta cuaresma. Las consecuencias de la falta de cuidado son cada vez más evidentes. Ejemplo de ello es lo ocurrido en la aldea de Tamaniquá, en el municipio de Juruá, prelatura de Tefé, en la Amazonía brasileña.

Por: Luis Miguel Modino (OCSHA), en RELIGIÓN DIGITAL

Consecuencias del cambio climático

En un fenómeno que hasta ahora no era común, según los habitantes, dos veces el río ha crecido y se ha vaciado muy rápidamente, por lo que están perdiendo la yuca que sembraron. Es una situación que, de diversos modos, se repite en diferentes partes de la Amazonia.

Fue en esta comunidad donde el obispo de la prelatura de Tefé, Mons. José Altevir da Silva, celebró el Domingo de Ramos. Según relató: “Dejé la procesión del Domingo de Ramos en la catedral para participar con los ribereños afectados por la inesperada crecida”. Al llegar allí, el obispo vio la situación de los residentes, que “están intentando salvar lo que el agua no se llevó, con agua hasta el pecho”, según contaron los residentes al obispo.

Tefé procesión de Ramos

Ante esta situación, el obispo dijo que “como no teníamos tierra firme para realizar la procesión, sugerí que la hiciéramos en canoa, remando”, algo que calificó de significativo. La procesión tuvo lugar en una situación similar a la descrita en los Evangelios. La coordinadora de la comunidad de Nuestra Señora Aparecida, doña Rita, una mujer analfabeta de casi 70 años que lleva más de 30 al frente de la comunidad, dijo que tenía pocas canoas porque los hombres las habían llevado para salvar lo que había sobrado de lo plantado.

La comunidad las iba a necesitar

Cuando otra mujer, doña Ana, fue a pedir unas canoas a sus vecinos, desató las canoas y les dijo palabras parecidas a las que dijeron los discípulos cuando desataron el jumento para llevar a Jesús: la comunidad las iba a necesitar, pero pronto las devolverían. Mons. José Altevir da Silva, en su homilía, reflexionó sobre ello, recordando las palabras de Jesús a sus discípulos si alguien les preguntaba por qué desataban el pollino: “el Señor lo necesita”.

El obispo cuenta que, en el momento de la procesión con los ramos, “los monaguillos, siguiendo el rito, cogieron una palangana de plástico con agua para bendecir los ramos. Tenían razón, así aprendieron. Pero en el momento de la bendición, pedí que hiciéramos la oración sobre el río y desde el río bendijéramos los ramos”, destacando una vez más este momento como algo “muy rico en significado”.

Comunidades acompañadas por mujeres

En la mayoría de las comunidades ribereñas de la Amazonia, las mujeres se ocupan de la vida de fe de estas personas. En su sencillez, se convierten en verdaderas testigos de la presencia de Dios entre la gente. Es en estos lugares donde la gente sufre más las consecuencias del cambio climático. En estas situaciones, la gente encuentra en Dios y en la comunidad la fuerza para seguir luchando por la vida en plenitud para todos.

Es aquí donde la reflexión sobre la conversión ecológica tiene sentido. De la superación del pecado ecológico depende de que estas personas puedan seguir viviendo en esos lugares. El cambio climático tiene consecuencias concretas en la vida de las personas, especialmente de las más vulnerables. Cuando no reconocemos esto, nos distanciamos de Dios y de nuestros hermanos y hermanas, de quienes hoy siguen siendo crucificados de diversas maneras.