Domingo XIX ordinario. Año B

¡Levántate, come y camina!

Año B – Tiempo Ordinario – 19º domingo
Juan 6,41-51: “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo”

Estamos en el tercer domingo de la lectura del capítulo sexto del evangelio de Juan, sobre el discurso de Jesús sobre el pan de la vida, después de la multiplicación de los panes. Después de hablar del pan misterioso dado por el Padre, Jesús ahora revela que ese pan es él mismo. Tal vez nos resulte un poco difícil seguir la reflexión que San Juan pone en boca de Jesús. No se trata de un relato lineal, como hacen los otros evangelistas. Da la impresión de que el evangelista repite las mismas cosas. En realidad, Juan avanza en espiral, retomando conceptos e ideas para profundizar en el discurso. En este “progreso en espiral” podemos notar tres cambios en el pasaje de hoy.

1. Cambio de interlocutores

El domingo pasado fue la MULTITUD la que dialogaba con Jesús, acerca del signo del Pan. A pesar de la dificultad para ir más allá del interés por el pan material, la gente mostró cierta disposición a dialogar con Jesús, pidiendo explicaciones y formulando una oración a su manera: “Señor, danos siempre este pan”, a la que Jesús respondió: “¡Yo soy el pan de la vida!”

MURMURADORES. Hoy ya no se trata de la multitud, sino de los JUDÍOS. ¿Quiénes son estos “judíos”, ya que estamos en Cafarnaún, en Galilea, y ellos conocen los orígenes de Jesús? Juan, en su evangelio, cuando habla de “judíos” no se refiere a los habitantes de Judea, sino a los adversarios de Jesús, especialmente a los líderes religiosos, aquellos que rechazan su mensaje y lo condenarán a muerte. Estos “judíos” no dialogan con Jesús, sino que murmuran entre ellos contra él. El evangelista introduce aquí el tema de la murmuración del pueblo de Israel en el desierto, contra Dios y contra Moisés.

Juan nos hace reflexionar sobre los “judíos” que existen dentro de la comunidad eclesial (y en nosotros mismos) que, desde el rechazo de la Palabra, pasan a la murmuración, que es una velada justificación de su propia “cardioesclerosis”. Si la murmuración de los chismes es dañina, la murmuración “espiritual” es mucho más peligrosa, porque nos encerramos en nuestro propio pensamiento y mentalidad, impermeables a cualquier novedad. Desafortunadamente, estos “murmuradores” abundan y son muy activos en la Iglesia de hoy. Antes de juzgar a los demás, sin embargo, busquemos desenmascarar al “murmurador” que hay en cada uno/a de nosotros.

2. El origen de Jesús

Un nuevo tema de discusión es introducido por los judíos, el de los orígenes de Jesús: “Los judíos comenzaron a murmurar contra Jesús porque había dicho: ‘Yo soy el pan bajado del cielo’. Y decían: ‘¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo puede decir: “He bajado del cielo”?'”. Para ellos, “el pan bajado del cielo” es la Torá, transmitida por Dios a través de Moisés. No pueden concebir que la Palabra pueda “hacerse carne” en un hombre, en “Jesús, hijo de José”. ¿Cómo es posible? se preguntan entre ellos. Nos encontramos ante el misterio de la encarnación, que es el “evangelio” del cristiano, pero siempre ha sido una piedra de tropiezo para el hombre “religioso” y un escándalo para las “religiones del Libro”, judíos y musulmanes.

¿CÓMO ES POSIBLE? A esta pregunta de los judíos de ayer y de hoy, Jesús responde de una manera que nos desconcierta: “¡Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado!” ¡Pero entonces la fe en Jesús es pura gracia, dada a algunos y negada a otros! No puede ser así, porque “Dios no hace acepción de personas” (Hechos 10,34). La gracia es ofrecida a todos, pero debe ser pedida y recibida humildemente. Es un don, no una conquista nuestra.

Esta pregunta “¿Cómo es posible?” es una exclamación frecuente para manifestar sorpresa y asombro, pero también duda e incredulidad. Incluso en el ámbito de la fe nos hacemos esa pregunta respecto a eventos que parecen poner en tela de juicio la presencia de Dios en nuestra vida y en nuestro mundo. Jesús nos dice: “No murmuren entre ustedes”, pero no nos impide hacernos preguntas y pedir explicaciones. Una fe que no se cuestiona fácilmente puede convertirse en un fundamentalismo que lleva a una mentalidad de atrincheramiento y psicosis de persecución. Un sano cuestionamiento (no estamos hablando de la duda sistemática de la desconfianza) nos pone en diálogo con todos, como compañeros de camino de cada hombre y mujer. Pero, ¿cómo conjugar esto con la fe? La Virgen María, con la pregunta dirigida al ángel: “¿Cómo es posible?”, nos dice que esa pregunta es legítima si se hace para hacer más consciente nuestro “sí”, nuestro “fiat”. ¡También se puede “dudar en plena certeza”! (Cristina Simonelli).

3. Comer el pan, comer su carne

Hasta ahora, Jesús se ha limitado a hablar de sí mismo como el pan bajado del cielo. Ahora introduce el verbo comer: “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si alguien come de este pan vivirá para siempre, y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (v. 51). Este versículo, que se retomará el próximo domingo, nos introducirá finalmente en el discurso sobre la eucaristía. Comer el pan que es su persona, su palabra y su carne se convierte en la condición para tener en nosotros la vida eterna.

¡LEVÁNTATE, COME Y CAMINA! La primera lectura y el evangelio giran en torno al “comer” y nos invitan a preguntarnos de qué alimentamos nuestra vida. Se habla de tres tipos de pan: el pan del maná que alimenta por un día, el pan de Elías que alimenta por cuarenta días y el pan que es Jesús, que alimenta para siempre. La primera lectura (1Reyes 19,4-8), que nos relata la crisis del profeta Elías, perseguido a muerte por la reina Jezabel, es de una belleza extraordinaria. Por un lado, nos muestra la debilidad del gran profeta que había desafiado solo a los 400 profetas de Baal, una debilidad que lo hace similar y cercano a nosotros. Por otro lado, nos muestra la ternura de Dios, que no reprocha a su profeta, sino que le envía a su ángel, dos veces, para reanimarlo y ponerlo nuevamente en camino hacia el monte Sinaí, donde el Señor lo espera. Este es nuestro Dios, que se acerca a cada uno/a de nosotros en los momentos de prueba, de crisis y de desánimo para reanimarnos: “¡Levántate, come, porque el camino es demasiado largo para ti!”

P. Manuel João Pereira Correia, mccj
Verona, 8 de agosto de 2024


Yo soy el pan que bajó del cielo

“Los judíos murmuraban porque había dicho: “Yo soy el pan que bajó del cielo”. Y decían: “¿No es este Jesús, el hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: “He bajado del cielo?”… Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre, que me envió, y yo lo resucitaré en el último día… No es que alguien haya visto al Padre; el único que lo ha visto es aquel que viene de Dios. Les aseguro que el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de vida…Este es el pan que baja del cielo para que quien lo coma no muera. El que coma de este pan vivirá para siempre, y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”. (Juan 6, 41-51)

Escuchando estas palabras del Evangelio nos dan ganas de decir: ¡ah, más de lo mismo!, puesto que durante los últimos domingos se nos ha estado presentando el discurso de Jesús sobre el pan que da la vida.

En esta última parte del capítulo 6 de san Juan escuchamos cómo Jesús insiste en la necesidad de que sus discípulos lo lleguen a entender y a aceptar como el enviado del Padre, el único en quien se puede tener vida plena.

Los judíos murmuraban y consideraban inaceptables las palabras de Jesús, aunque habían visto grandes signos, especialmente cuando había multiplicado los panes y había dado de comer a multitudes.

Ellos seguían en su mundo, en sus tradiciones y en sus costumbres; en aquello que representaba una seguridad y, en cierto modo, una comodidad, en lo conocido y aceptado por todos desde hacía mucho tiempo.

La manera más fácil de proteger sus convicciones aparece en esta lectura en la incapacidad de abrirse a la novedad que representa Jesús con sus palabras y con su ejemplo de vida. Era más fácil decir que él era uno más, uno entre muchos de los mortales, que no molestan y dejan, aparentemente, vivir en paz.

Por una parte dicen conocer a Jesús y están seguros de poder identificar sus orígenes, pero en realidad no lo han reconocido en su verdadera identidad como Hijo de Dios, como el Mesías, como aquel en quien Dios se da a conocer.

Si realmente lo conocieran, deberían haberse dado cuenta de que Jesús era el Hijo de Dios, quien, acercándose a ellos, les permitía conocer al Padre.

Pero aparecen ante Jesús como personas que tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen, el entendimiento lo tienen lleno de tinieblas y el corazón endurecido en su incapacidad de abrirse a la novedad de Dios.

Es la misma situación de muchos de nosotros que vivimos aturdidos por nuestros pequeños problemas, por nuestras necesidades pasajeras, por nuestras incapacidades de salir de nosotros mismos, por nuestras visiones estrechas de la realidad, por nuestras exigencias egoístas de confort y de seguridad.

Por su parte Jesús no condena, simplemente pone en evidencia la falta de fe y  recuerda que acercarse a Dios no es algo que se alcanza con los esfuerzos y propósitos personales. El camino que lleva al Señor empieza siempre en sentido contrario al nuestro, es él quien nos busca. Es él quien se pone en marcha par venir a nuestro encuentro.

Se trata de un don que se recibe gratuitamente por medio del reconocimiento de Jesús como enviado de Dios, como el Mesías.

Esta es la experiencia de fe que también hoy nosotros estamos llamados a vivir y no siempre nos resulta fácil, aunque hayamos nacido en un ambiente en donde creer podría parecernos algo normal y espontáneo.

Y este es uno de los retos más grandes con los que muchos de nuestros contemporáneos se confrontan, pues creer en Jesús hoy para muchas personas es algo que está completamente fuera de sus intereses.

Reconocer a Jesús como Hijo de Dios y como camino y posibilidad de encontrarnos con ese Dios que nos ha amado, pensado y llamado, para muchas personas hoy no tiene sentido, porque han sacado a Dios de sus vidas.

Jesús es un personaje, al menos para los que tienen la oportunidad de oír hablar de él, que se pierde entre la multitud de tantas figuras que aparecen y desaparecen en nuestra sociedad.

Con nuestras palabras, y más todavía con nuestras actitudes, acabamos por decir que Jesús es el hijo del carpintero y que no hay nada de extraordinario en él, pues al fin y al cabo se ha presentado como uno de nosotros.

De ahí la importancia de pedir cada día el don de la fe, la gracia de ser capaces de creer, pues sólo con esa bendición Jesús se convierte en alguien importante y especial en nuestras vidas.

Jesús es quien nos ayuda a reconocer la presencia de Dios en cada acontecimiento y en cada momento de nuestra existencia. Es él quien nos permite sentir como estamos en el corazón de nuestro Padre.

Y tener a Jesús, como garantía de la presencia de Dios en nosotros, significa darnos la posibilidad de estar en este mundo gozando de una calidad de vida que nos permite disfrutar de cada momento, de cada presencia, de todo lo que nos rodea, como dones gratuitos que no merecemos.

De alguna manera, eso es lo que significa tener vida eterna. No es la vida que hay que esperar que empiece luego del último latido de nuestro corazón. Es la vida plena que Dios nos ofrece, ya desde aquí y ahora, es la vida vivida como nos gusta decir ahora, disfrutada con sencillez y en los pequeños detalles de cada día.

Es la vida que nos viene al encuentro y no aquella tras la cual corremos desesperadamente, pretendiendo hacerla a nuestra medida y según nuestras exigencias.

Seguramente, estas palabras del Evangelio sí son más de lo mismo, porque Jesús nunca se cansará de venir a nuestro encuentro, nunca se enfadará ante nuestras indiferencias y apatías, nunca renunciará a la misión que nuestro Padre Dios le ha confiado. Y cada día estará ahí, sobre el altar, en cada eucaristía, para ofrecerse él mismo como pan que genera vida eterna en quienes abrimos nuestro corazón para recibirlo.

Él seguirá recordándonos que es pan, el único pan, que baja del cielo para convertirse en alimento de quienes van por este mundo tratando de encontrarse con el Padre.

Finalmente, reconocer a Jesús como el pan que contiene la vida eterna, puede ser una oportunidad para que empecemos a tomar conciencia del don de la vida que se nos va dando cada día.

Tal vez, será una ocasión para compartir lo que somos con quienes tenemos cerca, mientras los tenemos.

Podría ser un momento en el que, para decirlo con pocas palabras, abramos nuestro corazón al Señor para reconocerlo como el único que nos abre a la vida de Dios y a su amor eterno.

Ojalá que nunca nos cansemos de recibirlo en cada eucaristía como pan que se convierte en su carne para que nutridos de él tengamos vida eterna.

Enrique Sánchez G. Mccj

Domingo XVIII ordinario. Año B

El Pan de Vida

Año B – Tiempo Ordinario – 18º domingo

“...Les aseguro que ustedes me buscan no porque vieron signos, sino porque comieron pan hasta saciarse. No obren por el alimento que perece, sino por el alimento que permanece para vida eterna, el que el Hijo del hombre les dará…Yo soy el pan de vida. El que viene a mí nunca tendrá hambre, y el que cree en mí nunca tendrá sed”. (Juan 6, 24-35)

El texto que nos regala la liturgia en el evangelio de san Juan este domingo es la parte central del capítulo 6 en donde Jesús enseña a sus discípulos con las palabras que se refieren a él como pan de Vida.

El pan representa lo necesario para responder a una de las exigencias fundamentales de la vida de todo ser humano. Comer y nutrirse no es un lujo o algo de lo que podamos hacer a menos. Quien no come se debilita, se enferma y termina por morir.

Eso lo sabía muy bien la gente que seguía a Jesús y estaban contentos porque habían encontrado a alguien que, de manera extraordinaria, había dado respuesta a sus necesidades de alimento. Habían recibido el pan para cada día y más todavía, habían saciado el vacío de sus estómagos y reforzado la fragilidad de sus cuerpos.

Y, como dice el dicho popular: “¿a quién le dan pan que llore? En su primer encuentro con Jesús se habían quedado en lo superficial, en lo inmediato y pasajero.

Habían comido, pero volverían a tener hambre. Como la mujer samaritana, había encontrado a alguien que le prometía el agua necesaria para mantenerse viva cada día, pero no había entendido que estaba ante alguien que podía resolver  la necesidad de beber para siempre.

También aquella multitud de personas no habían dudado en recorrer grandes distancias esperando que Jesús volviera a hacer el milagro de multiplicar panes y pescados y qué bueno sería si todo aquello sucediera sin necesidad de hacer ningún esfuerzo.

Jesús que conoce las intenciones del corazón humano no se deja confundir y, con paciencia, va a ayudar a estas personas a darse cuenta que lo que los hace vivir no es lo que llena el estómago.

Hay algo más importante que consiste en entender que, así como necesitamos nutrir el cuerpo, no podemos descuidar el espíritu. Y el espíritu no se nutre con rebanadas de pan o pedazos de carne.

El ser humano no existe para responder a lo inmediato y a cada paso siente en lo profundo de su ser la necesidad de responder a su vocación de eternidad. Llenar el estómago satisface por un momento, pero el corazón nos exige siempre algo más que nos recuerda que hemos sido creados para vivir en plenitud.

Dios siempre ha sido generoso, providente y nunca ha descuidado a su pueblo. Lo nutrió en el desierto con el maná y carne para cada día, como nos lo recuerda el libro del éxodo, lo hizo entrar en una tierra que manaba leche y miel, lo bendijo siempre con abundancia.

Dios nunca se ha dejado ganar en generosidad y lo sigue haciendo con nosotros de muchas maneras.

Dios nos bendice con salud, con trabajo, con la presencia de personas que nos hacen sentir bien, que nos cobijan con su ternura y con su cariño, que nos toleran y nos aceptan con nuestros límites y debilidades; que nos ayudan a entender que no sólo vivimos de pan.

Jesús nos invita igualmente a trabajar no sólo por lo efímero y pasajero, sino que abramos nuestro horizonte, que salgamos de lo inmediato de nuestras vidas y de nuestras preocupaciones.

Nos invita a trabajar en la obra de Dios, creciendo en nuestra experiencia de fe, reconociendo a Jesús como el enviado del Padre, como la respuesta que se nos da a todas nuestras necesidades.

Jesús, el único pan verdadero, es él quien puede satisfacer el hambre de plenitud y de vida que nace de lo profundo de nuestro corazón. Él es el pan de vida que hace que nunca volvamos a tener hambre porque sólo él puede llenar el espacio vacío de nuestro anhelo de vida eterna.

Jesús es el pan que dura para siempre, que no perece como los panes en el desierto.

Él es el pan que se transforma en su cuerpo y en su sangre cada vez que celebramos la eucaristía. Es el alimento que nutre el alma, que conforta el espíritu, que llena de esperanza y de confianza nuestra mente, que empapa de alegría nuestro caminar de cada día.

Si tomamos conciencia de que en Jesús se nos otorga la necesario para tener vida plena, tal vez vamos a empezar un camino distinto que nos lleve a buscarlo no porque necesitamos resolver nuestras urgencias y nuestras dificultades.

Tal vez nos vamos a acercar a él porque puede darnos la fuerza para vencer nuestras debilidades. Nos puede liberar de nuestros miedos e inseguridades. Sin duda, nos hará sentir tranquilos y confiados ante las adversidades. Nos cambiará el corazón para no vivir esclavos de nuestro orgullo y de aquello que reconocemos como esclavitudes y pecados.

Tal vez nos acercaremos a él porque habremos entendido que estar con él es lo más bello que nos puede pasar y que es un gusto compartir lo que somos con alguien que sigue dando su vida para que no nos ahoguemos en nuestras necesidades.

P. Enrique Sánchez G. Mccj

Domingo XVII ordinario. Año B

Cinco panes y dos peces, ¡la receta del milagro!

Año B – Tiempo Ordinario – 17º domingo
Juan 6,1-15: “Este es verdaderamente el profeta”

Este domingo, la liturgia interrumpe la lectura del evangelio de Marcos, cuando habíamos llegado al relato de la multiplicación de los panes, para incluir la lectura de la versión joánica de este milagro. Durante cinco domingos, escucharemos el capítulo 6 del evangelio de Juan, el capítulo más largo y uno de los más densos de los cuatro evangelios. La multiplicación de los panes es el único milagro que es contado por todos los evangelios. De hecho, lo encontramos seis veces, ya que se duplica en Marcos y Mateo. Esto nos hace comprender la importancia que los primeros cristianos le dieron a este evento tan sensacional.

El capítulo 6 de Juan es particularmente rico y profundo desde el punto de vista simbólico. Este “signo” (así llama Juan a los milagros) es meditado y elaborado con gran cuidado, como lo hace con todos los siete “signos” que recoge en su evangelio. En el centro del relato encontramos el “pan”, mencionado 21 veces (de 25 en todo el evangelio de Juan). En el trasfondo de la narración, y del discurso que sigue en la sinagoga de Cafarnaúm, encontramos la referencia a la eucaristía. Recordemos que Juan no cuenta la institución de la eucaristía, reemplazada por el lavatorio de los pies. Aquí presenta su meditación sobre la eucaristía.

El riesgo del reduccionismo

Antes de acercarnos al texto, me parece oportuno subrayar la necesidad de evitar algunos posibles reduccionismos:

1) Concentrar nuestra atención casi exclusivamente en el aspecto milagroso, es decir, en la dimensión histórica, en el “hecho” en sí. Los cuatro evangelistas dan versiones con detalles bastante diferentes. Esto nos hace entender que cada uno de ellos ya hace una relectura en función de su comunidad, por lo que el “hecho” se entrelaza con su interpretación catequética;

2) Considerar del relato solo la dimensión simbólica, vaciando el “signo” de su referencia histórica, reduciéndolo así a una “parábola”. Sin la veracidad del milagro no se explica por qué los evangelistas y la primera comunidad cristiana dieron tanta importancia a este “signo”;

3) Interpretar el relato exclusivamente en clave eucarística. Todos los evangelistas conectan el milagro con la eucaristía, pero la narración tiene un alcance más amplio y más rico. En el texto de Jn 6 la referencia explícita a la eucaristía aparece solo hacia el final del discurso de Jesús;

4) Hacer una lectura unívoca del texto, es decir, solo “religiosa” (el milagro como figura del alimento espiritual), o únicamente “material” (como una simple invitación a la compartición y la solidaridad).

Algunos elementos simbólicos

1) La nueva Pascua. “Estaba cerca la Pascua, la fiesta de los judíos”. La referencia a la Pascua no es solo una anotación temporal, sino que tiene un alcance simbólico. Esta “gran multitud” ya no va hacia Jerusalén para celebrar la Pascua, sino hacia Jesús. Él es la nueva Pascua que da inicio al éxodo definitivo de nuestra liberación.

2) El nuevo Moisés. “Jesús subió al monte y se sentó allí con sus discípulos”. Este subir al monte (primero con los discípulos y luego solo) nos recuerda a Moisés. La comparación es aún más evidente si consideramos que inmediatamente después sigue el relato de Jesús caminando sobre el mar (Jn 6,16-21). Jesús es el nuevo Moisés, el nuevo profeta y líder del pueblo de Dios que está por ofrecer el nuevo maná.

3) El verdadero Pastor. “Háganlos sentar. Había mucha hierba en ese lugar”. Esta anotación, además de ser una referencia a la primavera y al período de la Pascua, nos remite al salmo 23: “El Señor es mi pastor, nada me falta. En verdes pastos me hace descansar”. Jesús, que reúne a la multitud a su alrededor y percibe sus necesidades, es el Pastor prometido por Dios (Ezequiel 34,23).

4) El nuevo maná. “Recojan los pedazos sobrantes, para que no se pierda nada”. El maná no debía recogerse para el día siguiente, excepto para el día de sábado (Éxodo 16,13-20). Aquí, en cambio, Jesús recomienda recoger los pedazos sobrantes. No tanto para que no se desperdicie nada, sino como una alusión a la eucaristía. “Los recogieron y llenaron doce canastas”, tantas como las doce tribus de Israel, como las horas del día y los meses del año.

Dos puntos de reflexión

1) Convertirse a una visión global del Reino. Notamos, antes que nada, que Jesús se preocupa no solo del hambre espiritual de la gente, sino también del hambre física. No podemos ignorar que, además del hambre de la Palabra, hay también un hambre dramática de pan en el mundo. El Reino de Dios concierne a la totalidad de la persona. En nuestra mentalidad, sin embargo, persiste una visión dualista de la vida, una separación entre la esfera espiritual y la material. “La gente va a la iglesia a rezar; para comer, cada uno vuelve a su casa y se las arregla por su cuenta”: esta es nuestra lógica, muy práctica. Y era la de los apóstoles, como vemos en la versión del relato del evangelio de Lucas, donde ellos dicen a Jesús: “Se está haciendo tarde, despide a la multitud para que vayan a las aldeas y encuentren alojamiento y comida”. Sin embargo, Jesús parece carecer de sentido práctico y les responde: “Denles ustedes de comer” (Lucas 9,12-13). La Iglesia no puede alienarse de las condiciones en que vive la humanidad “caída en manos de los ladrones”!

2) De la economía del comercio a la del don. “¿Dónde podremos comprar pan para que estos tengan de comer? Lo decía [Jesús a Felipe] para ponerlo a prueba”. ¿Por qué se lo pregunta precisamente a Felipe? Porque es un tipo práctico y despierto (ver Jn 1,46; 14,8-9). De hecho, hace las cuentas rápidamente: “¡Doscientos denarios de pan no son suficientes para que cada uno reciba un pedazo!” Doscientos denarios eran muchos, teniendo en cuenta que un denario era el salario diario de un jornalero. En este punto, interviene Andrés, su amigo y compatriota, ya que Jesús había preguntado “dónde” se podía encontrar pan: “Aquí hay un muchacho que tiene [¿para vender?] cinco panes de cebada y dos peces”, pero al darse cuenta del absurdo, añade rápidamente: “¡pero qué es esto para tanta gente?”. Pero 5+2 hace 7, el número de la plenitud. Para Jesús es más que suficiente. ¡Y el milagro ocurre!

Hoy en día, se ven pocos milagros de este tipo. Como Gedeón, podríamos preguntarnos: “¿Dónde están todos los prodigios que nuestros padres nos han contado?” (Jueces 6,13). Pero si hoy no ocurren los “milagros”, no es porque “la mano del Señor se haya acortado” (Isaías 59,1). Él quisiera realizar muchos milagros: el milagro de hacer cesar el hambre en el mundo, de hacer desaparecer las guerras que matan a sus hijos e hijas y desfiguran su creación, de instaurar definitivamente un mundo nuevo donde reine la paz y la justicia… Sin embargo, hay un problema. Dios, después de crear al hombre, decidió no hacer nada más sin la cooperación de los hombres. El Señor quisiera realizar milagros, pero le faltan los ingredientes que solo nosotros podemos ofrecer. Le faltan los cinco panes de cebada y los dos peces, que nos empeñamos en querer vender, en lugar de compartirlos.

Para la reflexión semanal

1) ¿Cuáles son los “cinco panes de cebada y los dos peces” que el Señor me está pidiendo para cambiar mi vida?
2) ¿Qué lógica predomina en mi vida: la del acaparamiento o la de la solidaridad?
3) Para meditar:
– “Si compartimos el pan del cielo, ¿cómo no compartiremos el de la tierra?” (Didaché);
– “El pan del necesitado es la vida de los pobres, quien se lo quita es un asesino. Mata al prójimo quien le quita el sustento, derrama sangre quien niega el salario al trabajador.” (Sirácida 34,25-27);
– “En el mundo hay suficiente pan para el hambre de todos, pero insuficiente para la avaricia de unos pocos” (Gandhi).

P. Manuel João Pereira Correia MCCJ
Verona, 25 de julio de 2024


Denles ustedes de comer

“Al levantar la vista, Jesús vio que una gran multitud acudía a él, y le preguntó a Felipe: “Dónde compraremos pan para que coma esta gente?”…Felipe le contestó: “Ni doscientos denarios de pan bastarían para que cada uno recibiera un pedazo”… Andrés le dijo: “Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos pescados, pero, ¿qué es eso para tanta gente?”… Jesús tomó los panes, dio gracias y los repartió entre ellos; lo mismo hizo con los peces, dándoles todo lo que quisieron. Una vez que se saciaron… recogieron doce canastas.” (Juan 6, 5-15)

Como en otras ocasiones, Jesús se preocupa por las necesidades más inmediatas de las personas que lo siguen y se presenta como alguien que vive sentimientos de profunda compasión. Jesús no pasa indiferente ante nadie.

Probablemente, quienes lo andaban siguiendo habían entrado en un estado de emoción y de entusiasmo que no les importó dejar todas sus ordinarias ocupaciones para estar cerca de Jesús.

Habían visto muchos signos y prodigios y tal vez soñaban pensando que finalmente estaba entre ellos quien les resolvería su problemas y necesidades.

Jesús aprovecha de esta situación para dar unas lecciones a sus discípulos y para ponerlos a prueba.

Ciertamente, ante la cantidad de personas que tenían enfrente era imposible pensar que podrían darles fácilmente de comer. Pero para quienes ponen su confianza en el Señor todo se hace posible. Esta será la conclusión a la que tendrán que llegar los discípulos y la experiencia que también nosotros hoy tenemos que hacer.

Una primera lección se presenta a través de esos pocos panes y esos dos pescados que representan, de alguna manera, aquello de lo que disponemos cada uno de nosotros cuando nos ponemos al servicio del Reino de Dios.

Aparentemente lo poco que le presentaron a Jesús era nada ante la magnitud del reto que los discípulos tenían delante de ellos. Cinco panes y dos pescados podrían haber sido interpretados como una ironia.

También para nosotros hoy lo que presentamos al Señor puede ser muy poco, ante nuestros ojos calculadores y nuestras actitudes controladoras con las que pensamos que sabemos y  podemos todo.

Es muy poco cuando usamos nuestros criterios y proyectamos nuestras maneras muy humanas de contemplar la realidad, preocupándonos por querer resolver cualquier cosa con nuestras fuerzas y nuestros recursos.

¿Qué son cinco panes y dos pescados para una multitud? Seguramente nada, si lo vemos desde nuestra perspectiva y nos olvidamos de lo sorprendente que es el Señor siempre.

Para los discípulos era nada, pero, sin pensarlo mucho, nos dan una lección de fe extraordinaria, porque saben que esos cinco panes y dos pescados en las manos de Dios serán suficientes cuando actúe a través de su la Providencia.

La pregunta de Jesús a Felipe, por otra parte, nos enseña que confiando sólo en nosotros mismos nunca llegaremos lejos y nos sentiremos incapaces de responder a las exigencias de nuestro compromiso cristiano. Pero cuando ponemos nuestra confianza en Dios y dejamos que él se manifieste a través de nosotros, los milagros se convierten en una realidad.

La segunda lección, con la provocación de Jesús, invitando a dar de comer a la multitud, nos damos cuenta que en la misión de trabajar por el Reino todos tenemos algo que aportar, algo que recibir de los demás y seguramente mucho que compartir.

Como a los discípulos de su tiempo, Jesús nos involucra en su misión, en la tarea que le ha confiado su Padre, y nos hace ver que cada uno ha recibido gracias, virtudes y talentos que estamos llamados a compartir con los demás.

Jesús nos enseña que el Reino de Dios se construye cuando, como hermanos nos hacemos responsables de los demás, cuando no pasamos indiferentes ante el dolor y el sufrimiento de quien está a nuestro lado.

Cuando dando lo que somos y lo que tenemos, nos abrimos a las riquezas que representan los demás en nuestra vida.

Hablando de nuestros cinco panes y dos pescados, todos podemos llegar a entender, como decían hace algún tiempo en algunos grupos  de jóvenes, que nadie es tan rico que no pueda recibir algo y nadie es tan pobre que no pueda dar y compartir, aún desde su pobreza.

De esta manera nos damos cuenta que la propuesta de modelo de vida que nos hace Jesús pone en el centro a las personas, les reconoce su dignidad y los valores con los que han sido enriquecidas.

Ahí nace la convicción de que ninguna persona puede ser desechada o marginada en nuestra sociedad; todos tenemos un lugar y una tarea que cumplir en el proyecto de Dios para esta humanidad en la que nos ha tocado vivir.

Tercera lección esta aparece clara al final del relato que nos cuenta aquí san Juan. La enseñanza nos llega a través de las doce canastas de sobras que recogen después de que aquella multitud de cinco mil personas había satisfecho todas sus necesidades.

Es la lección que nos permite descubrir la presencia de Dios a través de su Providencia. Dios es el único capaz de satisfacer lo que nuestro corazón anhela y desea. Al final lo importante no es llenar el estómago de comida, sino el corazón de lo que le da sentido a nuestra vida.

Sólo con la bendición de Dios, que llega a nosotros a través de la presencia de Jesús en nuestras vidas, podemos sentirnos satisfechos en todo lo que la vida nos presenta como necesidades.

Y, de muchas maneras, nos damos cuenta de que Dios no se cansa de velar por nosotros y nos sorprende a cada instante llenando nuestra vida de aquello que nos hace verdaderamente felices.

Sólo Dios es quien puede llenar el espacio de nuestro corazón y sólo él es quien se alegra dándonos abundantemente lo que nos permite vivir serenos, sin tener que preocuparnos por lo que será el mañana.

Vivir la experiencia de la Providencia de Dios en nuestras vidas abre nuestros horizontes y nos permite reconocer que cuando estamos llenos de Dios y nos confiamos a él poniendo todo en sus manos, él nunca nos defrauda y siempre nos demuestra que somos lo que lleva en lo más hondo de su corazón. Nos cuida más que a las niñas de sus ojos.

Dejemos pues que Jesús nos contemple con su mirada compasiva, llena de piedad y de misericordia.

Sintámonos parte de esa multitud que lo busca porque, de alguna manera, hemos intuido que en él está el secreto de la alegría en nuestra vida.

Como el apóstol Andrés, acerquémonos con humildad diciéndole: aquí hemos encontrado estos cuantos panes y pescados. Lo poco que somos lo ponemos a tu disposición.

Queremos entregarte lo que llevamos en nuestras manos,  con la confianza de que la Providencia de Dios nos lo multiplicará y nos bendecirá con mucho para compartirlo con nuestros hermanos.

Preguntémonos con sencillez, ¿Cuáles son mis cinco panes y mis dos pescados? ¿Qué dones y bendiciones he recibido del Señor para poder enriquecer a mis hermanos?

Finalmente, demos gracias porque hemos sido bendecidos por Dios con su Providencia y con la invitación a compartir la aventura de construir su Reino juntos con muchos hermanos y hermanas.

Enrique Sánchez G. Mccj

Ser padres

Por: P. Ismael Piñón, mccj

Este 16 de junio celebramos aquí en México el Día del Padre. A lo largo de la historia de la humanidad, la figura del padre y la de la madre han ido evolucionando al ritmo de las nuevas necesidades y de los cambios en la sociedad. Ser madre se identificaba con la fertilidad, la procreación y el cuidado y atención de la progenitura, mientras que la figura paterna se caracterizaba más por el papel de la autoridad, la defensa y el sostenimiento económico. Se hablaba del padre como el «jefe o cabeza de familia», era él quien tomaba las decisiones importantes que implicaban a todos, tanto a los padres como a los hijos. Los tiempos han cambiado y, afortunadamente, hoy caminamos hacia una mayor igualdad y corresponsabilidad, a pesar de que algunas corrientes la quieran llevar a extremos tan irracionales como decir que da lo mismo que haya un padre y una madre o que haya dos madres o dos padres.

En el reportaje que publicamos en nuestra revista Esquila Misional del mes de junio presentamos cómo son y cómo viven la paternidad los akas, pigmeos que viven entre Camerún, República Democrática del Congo y República Centroafricana. Ellos nos dan un hermoso ejemplo de cómo se puede ser un buen padre con responsabilidad, sin complejos, y compartiendo esa hermosa misión de cuidar y educar a los hijos con la familia y con el resto del grupo social.

Jesús se refería constantemente a Dios como el Padre, como su Padre; y nos invita a dirigirnos a Él como «Abba», término que podríamos traducir como «querido papá» o «papaíto». En la principal oración que enseñó a sus discípulos y la que más rezamos los cristianos le decimos «Padre nuestro». Ello no impide que en Dios podamos encontrar también el amor materno: «Como la gallina reúne a los polluelos, así Dios también quiere reunir a sus hijos» (Lc 13,34). Hoy la figura del padre sigue siendo fundamental para que el hijo que va creciendo pueda tener un desarrollo humano y espiritual completo.

En este mes que celebramos el Día del padre, queremos hacer un homenaje a todos los padres del mundo, como lo hicimos el mes pasado con las madres. Los dos son pieza fundamental en la construcción de la familia, cada uno con su especificidad y con su riqueza.

¡Feliz día, papás!

La esperanza no defrauda

Por: P. Ismael Piñón, mccj

El pasado 9 de mayo se publicó la bula de convocación del Jubileo ordinario del año 2025. Con ella el Papa convoca oficialmente el Año Santo de Roma, que se celebra cada cuarto de siglo. La bula lleva por título “Spes non confundit” (la esperanza no defrauda), frase tomada de la Carta de San Pablo a los Romanos (Rm 5,5).

En la introducción el Papa afirma que «en el corazón de toda persona anida la esperanza como deseo y expectativa del bien, aun ignorando lo que traerá consigo el mañana. Sin embargo, la imprevisibilidad del futuro hace surgir sentimientos a menudo contrapuestos: de la confianza al temor, de la serenidad al desaliento, de la certeza a la duda».

Si ponemos la mirada en la actual situación del mundo, de nuestro país, de nuestros pueblos y ciudades, de nuestras familias, o mirándonos a nosotros mismos, podemos caer en la tentación de pensar que nuestro futuro es incierto, que vamos de mal en peor, que esto no tiene solución o que vamos camino de nuestra autodestrucción.

El papa Francisco, tomando las palabras que San Pablo dirige a los Romanos, nos dice que «la esperanza cristiana, de hecho, no engaña ni defrauda, porque está fundada en la certeza de que nada ni nadie podrá separarnos nunca del amor divino”. Las guerras en Ucrania o en Palestina, la violencia política en tantos Estados de nuestro país, la crisis cultural que vive nuestra sociedad moderna, las enormes desigualdades sociales, el drama de la migración… ninguna de esas situaciones podrá evitar que Dios siga amando a su pueblo; al contrario, Dios está más cerca de nosotros cuanto más grande es nuestro sufrimiento. En la bula el Papa nos invita a descubrir los signos de esperanza que la humanidad nos presenta, descubrir lo bueno que hay en el mundo: los que siguen trabajando por la paz, los que asisten a los enfermos, a los marginados, a los migrantes; signos de bondad y de solidaridad que nos ayudan a no caer en la tentación de considerarnos superados por el mal. En esta revista les presentamos la parte central de la bula, en donde el Papa habla precisamente de esos signos de esperanza que debemos descubrir y sacar a la luz. Respondamos a su invitación y dejémonos atraer desde ahora por la esperanza y permitamos que a través de nosotros sea contagiosa para cuantos la desean. Que nuestra vida pueda decirles: «Espera en el Señor y sé fuerte; ten valor y espera en el Señor».

¡Viva el Sagrado Corazón!

A Federico Sinjuicio lo tenían etiquetado en el pueblo por ser una de las personas más extravagantes y que rompía con todos los esquemas de los bien pensantes y de las personas educadas de la alta sociedad. Usaba pantalones rojos y camisa amarilla y le gustaba ponerse una corbata de moño al cuello, de riguroso color morado.

Le encantaba subirse al quiosco de la plaza y cantar a medio día el Ave María de Schubert, con una voz de tenor extraordinaria, pero más desentonada que la de don Pancho el güero bajo la regadera, cuando se estaba bañando por las mañanas.

No era raro encontrarlo hacia las cuatro de la tarde por los rumbos del mercado, tirado bajo la sombra de un árbol, haciendo la siesta, después de los tacos que había comido gracias a la providencia que se había manifestado a través de alguna alma caritativa o evaporando los tres o cuatro mezcales que los amigos, por quitárselo de encima, le habían invitado.

Fede Sinjuicio, como todos lo llamaban, era un hombre bueno que no le hacía daño a nadie y su sencillez revelaba la belleza que llevaba por dentro, en un corazón noble, en un alma limpia y en unos sentimientos que se desbordaban cuando de hacer el bien se trataba.

Para muchos Fede se había convertido en parte del folclore del pueblo y todos notaban su ausencia cuando no lo veían deambular por los portales o dormido en una banca del atrio de la parroquia.

Algo que nadie se explicaba era cómo fuese posible que aquel hombre, en sus momentos de lucidez, hablara con tanta elocuencia y aquel que parecía el último del pueblo se prodigara en gestos de ternura y de servicio cuando encontraba a alguien en quien descubriera el mínimo dolor y cualquier sufrimiento.

Cuando alguien le preguntaba por qué ayudaba a los demás, respondía como el más cuerdo que jamás se hubiese visto. Es el Sagrado Corazón que me manda, decía, y repetía las palabras de san Juan, sacando de la bolsa de su pantalón un papel amarillento en donde estaba escrito: si Dios nos ha amado tanto, también nosotros debemos amarnos unos a otros. A Dios nunca lo ha visto nadie; si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y el amor de Dios ha llegado a su plenitud en nosotros.

Con frecuencia se le encontraba por las calles llevando una pancarta en donde estaba escrito: Dios es amor y eso basta. Y muchas de las personas que salían de la Iglesia, después de la hora santa, se sentían menos confundidas con la verdad que Fede les anunciaba en su pancarta que con los eruditos sermones del señor cura, quien siempre acababa enredado tratando de explicar la unión hipostática.

Y es que Federico Sinjuicio, en la simplicidad de su vida y en su aparente sin juicio, había ido entendiendo que la vida sin amor era como la fiesta sin música, como las torres sin campanas, como el comelón sin dientes o como la feria sin castillo. Le gustaba decir que era mejor una olla de frijoles compartida con los pobres que unas puntas de filete comidas a solas.

A él, por gracia divina, le había sido dado entender que más valía ser feliz que vivir con un tesoro en casa, pero sin poder salir a la puerta. Y para ser feliz para nada servía el ser famoso  si tenía que vivir aislado de las personas a quienes él amaba.

El amor lo había hecho libre y le había dado aquella sencillez que sólo se vive en los primeros años de la vida, cuando la ambición, el orgullo, el deseo de acumular cosas y poder no cuentan. Cuando la prepotencia que hace egoístas y rencorosos todavía no infectan el corazón; cuando la tristeza y la insatisfacción que enferman el alma y paralizan con sus prejuicios el corazón sencillo de quien se reconoce humano aún no contaminan la bondad que nos hace divinos sin perder lo humano.

A Fede nadie había podido envenenarle el espíritu impidiéndole reconocer a los demás como hermanos y muy alegre cantando simplemente decía: es el Sagrado Corazón, hermanos.

El amor le había enseñado a disfrutar de todo, reconociendo la bondad de Dios en lo que a los ojos de los demás parecía pequeño y despreciable; sobre todo cuando se vive con la soberbia que hace pensar que no se necesita de los demás y que en todo nos bastamos.

Federico no sabía lo que significaba la palabra individualismo y la indiferencia no existía en su lenguaje habitual, porque para él todas las personas que encontraba eran iguales. Él no sabía de alcurnias, ni de sangres azules, no distinguía los colores de la piel y nunca le habían explicado eso de las clases sociales.

Un día, entrando a media misa en la parroquia del centro, había oído al párroco que predicaba y, sin hacerse notar, se había acomodado atrás de una de las grandes columnas, desde donde podía ver todo sin ser visto, para no distraer a los devotos de la cofradía de los corazones coronados de espinas.

Era un sermón de esos que dicen que se hacen con el corazón y Federico, que de tonto no tenía ni un pelo, había grabado en su mente y en su corazón la frase principal que decía: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo para que, ofreciéndose en sacrificio, nuestros pecados quedaran perdonados.

A él esto le había bastado y cuando se le subían los grados del etílico que había consumido, se hacían más claras sus palabras y no se cansaba de repetir: porque soy pecador, Dios me ha amado.

Fede no había frecuentado muchas clases de teología y no había pasado por los grandes seminarios, pero había guardado en su corazón aquella experiencia que, aún en sus desvaríos, le permitía volver a ponerse delante de Dios y reconocer que en aquel Corazón traspasado siempre habría un lugar en donde encontrar cobijo y del cual nadie lo sacaría para expulsarlo como indeseado.

Durante los novenarios al Sagrado Corazón, Federico Sinjuicio, no se perdía ninguno de esos encuentros y aunque eran a la misma hora en que todos estaban viendo La rosa de Guadalupe, él sabía que más valía quedarse unos minutos contemplando aquel Corazón abierto que todos los milagros que le contaban los miembros de los cenáculos de santo Tomás, el desconfiado.

Seguramente su hazaña más grande fue haber compuesto un poema para las fiestas del Sagrado Corazón, en el que la rima y la métrica poco le habían importado. Para alegría de todos sus paisanos se había contentado en repetir veinte veces, ¡Viva el Corazón de Jesús! ¡Viva el Corazón que tanto nos ha amado! ¡Viva Jesús en la cruz en donde nos ha mostrado su corazón traspasado para decirnos que nadie como Dios nos ha mejor amado!

Los años pasaron y con ellos también Federico Sinjuicio desapareció de su pueblo, sin que nadie se diera cuenta, pero la gente no lo olvidaba, pues decían que había sido un rostro en el que habían conocido el amor que Dios nos tiene y que brota de aquel corazón traspasado.

“En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo para que, ofreciéndose en sacrificio, nuestros pecados quedaran perdonados.

Queridos, si Dios nos ha amado tanto, también nosotros debemos amarnos unos a otros. A Dios nunca lo ha visto nadie; si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y el amor de Dios ha llegado a su plenitud en nosotros. Reconocemos que está con nosotros y nosotros con él porque nos ha hecho participar de su Espíritu. Nosotros lo hemos contemplado y atestiguamos que el Padre envió a su Hijo como salvador del mundo.

Si uno confiesa que Jesús es Hijo de Dios, Dios permanece con él y él con Dios. Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tuvo. Dios es amor: quien conserva el amor permanece con Dios y Dios con él”. (I Jn 4, 10-16)

P. Enrique Sánchez, mccj