Obispos y realidad nacional

Por: + Felipe Arizmendi Esquivel
Obispo Emérito de SCLC

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La semana pasada, los obispos del país estuvimos reunidos en asamblea ordinaria para evaluar lo que hemos hecho en los últimos tres años, elegir nuevos cargos y decidir el camino para el siguiente trienio. Aprobamos este objetivo general: Caminar como Iglesia profética y sinodal, siguiendo a Jesucristo e impulsados por el Espíritu Santo, bajo la mirada de Santa María de Guadalupe, para seguir evangelizando y construyendo una cultura de paz, mediante el diálogo fraterno, la justicia y la reconciliación, en esperanza hacia los jubileos 2031-2033.

Nos propusimos cuatro ejes transversales: 1. La sinodalidad al servicio de la evangelización, para enfatizar la escucha de Dios y de los hermanos, integrar la conversión personal, comunitaria y pastoral, y promover el discernimiento y la corresponsabilidad eclesial. 2. La vocación, formación y misión de todos los bautizados, que incluye a ministros ordenados, vida consagrada y laicos, enfatiza la cultura vocacional y la formación integral, y fortalece la identidad y misión de cada estado de vida. 3. Iluminar con el Evangelio el cambio de época, para iluminar las transformaciones culturales y sociales, atender las implicaciones antropológicas actuales e integrar el cuidado de la casa común y la ecología integral. 4. La construcción del Reino de Dios en la justicia y la paz, promoviendo el acompañamiento a los más pobres y vulnerables, atendiendo a las víctimas de la violencia y trabajando por la reconciliación y la paz desde la verdad.

Estuvieron con nosotros la Presidenta de la República, Dra. Claudia Sheinbaum, la Secretaria de Gobernación, Lic. Rosa Icela Rodríguez, y la Responsable de Asuntos Religiosos en esta misma Secretaría, Lic. Clara Luz Flores. Se les compartieron preocupaciones de nuestra realidad nacional, como inseguridad, violencia, pobreza, tala inmoderada de árboles, polarización social, migración, cuidado de la naturaleza y otros asuntos. Por su parte, manifestaron disponibilidad para seguir dialogando sobre ello y buscar caminos de solución.

Discernir

No falta quien diga que no debemos meternos en estos asuntos; pero el Papa Francisco, en fidelidad al Evangelio, escribió en su exhortación Gaudete et exultate sobre el llamado a la santidad en el mundo actual: “Ser santos no significa blanquear los ojos en un supuesto éxtasis. Decía san Juan Pablo II que «si verdaderamente hemos partido de la contemplación de Cristo, tenemos que saberlo descubrir sobre todo en el rostro de aquellos con los que él mismo ha querido identificarse». El texto de Mateo 25,35-36 «no es una simple invitación a la caridad: es una página de Cristología, que ilumina el misterio de Cristo». En este llamado a reconocerlo en los pobres y sufrientes se revela el mismo corazón de Cristo, sus sentimientos y opciones más profundas, con las cuales todo santo intenta configurarse” (95). “El Señor nos dejó bien claro que la santidad no puede entenderse ni vivirse al margen de estas exigencias suyas, porque la misericordia es el corazón palpitante del Evangelio” (96).

Nadie quita importancia a la oración, a la meditación con la Palabra de Dios, a las celebraciones litúrgicas, pero no podemos ser ministros de Cristo y de su Iglesia al estilo del sacerdote y levita del Antiguo Testamento, que se creían santos porque iban al templo de Jerusalén y rezaban con los salmos, pero nada hicieron por el pobre tirado al borde del camino (cf Lc 10,25-37). En fidelidad al Evangelio, el Papa, en su exhortación Evangelii Gaudium, nos dice: “Para ser evangelizadores de alma también hace falta desarrollar el gusto espiritual de estar cerca de la vida de la gente, hasta el punto de descubrir que eso es fuente de un gozo superior. La misión es una pasión por Jesús pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo. Cuando nos detenemos ante Jesús crucificado, reconocemos todo su amor que nos dignifica y nos sostiene, pero allí mismo, si no somos ciegos, empezamos a percibir que esa mirada de Jesús se amplía y se dirige llena de cariño y de ardor hacia todo su pueblo. Así redescubrimos que Él nos quiere tomar como instrumentos para llegar cada vez más cerca de su pueblo amado. Nos toma de en medio del pueblo y nos envía al pueblo, de tal modo que nuestra identidad no se entiende sin esta pertenencia. Jesús mismo es el modelo de esta opción evangelizadora que nos introduce en el corazón del pueblo” (EG 268-269).  

Y el domingo pasado, en la Jornada Mundial de los Pobres, reiteró: “Vemos cómo a nuestro alrededor crece la injusticia que provoca el dolor de los pobres; sin embargo, nos dejamos llevar por la inercia de aquellos que, por comodidad o por pereza, piensan que ‘el mundo es así’ y ‘no hay nada que yo pueda hacer’. Así, incluso la fe cristiana se reduce a una devoción pasiva, que no incomoda a los poderes de este mundo y no produce ningún compromiso concreto en la caridad.

La esperanza cristiana que ha llegado a su plenitud en Jesús y se realiza en su Reino, necesita de nuestro compromiso, necesita de una fe que opere en la caridad, necesita de cristianos que no se hagan los desentendidos. Preguntémonos a nosotros mismos: ¿me hago el desentendido cuando veo la pobreza, la necesidad, el dolor de los demás? ¿Tengo yo la misma compasión del Señor hacia los pobres, hacia los que no tienen trabajo, no tienen qué comer, están marginados por la sociedad?” (17-XI-2024).

Actuar

Los obispos, si queremos ser fieles a Jesús, debemos hacer nuestro el dolor del pueblo, que se siente desorientado y desahuciado. Y lo mismo han de hacer todos los seguidores de Jesús: que nos duelan las angustias de nuestra gente y que hagamos lo que más podamos por revertir esta situación de violencia e inseguridad, buscando oportunidad de hablar con las autoridades y haciendo aunque sea algo pequeño para ayudar y proteger a quienes sufren.

Mensaje del papa Francisco para la Jornada Mundial de los Pobres: 17 de noviembre de 2024

«La esperanza cristiana abraza también la certeza de que nuestra oración llega a la presencia de Dios; pero no cualquier oración: ¡la oración de los pobres!». Lo dice el papa Francisco en su mensaje para la octava Jornada Mundial de los Pobres, que se celebra el domingo 17 de noviembre. Su título «La oración del pobre sube hasta Dios (cf. Sirácida 21,5)» está relacionado con este año dedicado a la oración en vista del Jubileo de 2025.

Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario
17 de noviembre de 2024

La oración del pobre sube hasta Dios (cf. Sirácida 21,5)

Queridos hermanos y hermanas:
1. La oración del pobre sube hasta Dios (cf. Si 21,5). En el año dedicado a la oración, con vistas al Jubileo Ordinario 2025, esta expresión de la sabiduría bíblica es muy apropiada para prepararnos a la VIII Jornada Mundial de los Pobres, que se celebrará el próximo 17 de noviembre. La esperanza cristiana abraza también la certeza de que nuestra oración llega hasta la presencia de Dios; pero no cualquier oración: ¡la oración del pobre! Reflexionemos sobre esta Palabra y “leámosla” en los rostros y en las historias de los pobres que encontramos en nuestras jornadas, de modo que la oración sea camino para entrar en comunión con ellos y compartir su sufrimiento.

2. El libro del Eclesiástico, al que nos referimos, no es muy conocido, y merece ser descubierto por la riqueza de temas que afronta sobre todo cuando se refiere a la relación del hombre con Dios y con el mundo. Su autor, Ben Sirá, es un maestro, un escriba de Jerusalén, que escribe probablemente en el siglo II a. C. Es un hombre sabio, arraigado en la tradición de Israel, que enseña sobre varios ámbitos de la vida humana: del trabajo a la familia, de la vida en sociedad a la educación de los jóvenes; presta atención a los temas relacionados con la fe en Dios y con la observancia de la Ley. Afronta los problemas arduos de la libertad, del mal y de la justicia divina, que también hoy son de gran actualidad para nosotros. Ben Sirá, inspirado por el Espíritu Santo, quiere transmitir a todos el camino a seguir para una vida sabia y digna de ser vivida ante Dios y ante los hermanos.

3. Uno de los temas a los que este autor sagrado dedica mayor espacio es la oración. Lo hace con mucho ímpetu, porque da voz a su propia experiencia personal. En efecto, ningún escrito sobre la oración podría ser eficaz y fecundo si no partiera de quien cada día está en la presencia de Dios y escucha su Palabra. Ben Sirá declara haber buscado la sabiduría desde la juventud: «En mi juventud, antes de andar por el mundo, busqué abiertamente la sabiduría en la oración» (Si 51,13).

4. En su recorrido, descubre una de las realidades fundamentales de la revelación, es decir, el hecho de que los pobres tienen un lugar privilegiado en el corazón de Dios, de tal manera que, ante su sufrimiento, Dios está “impaciente” hasta no haberles hecho justicia, «hasta extirpar la multitud de los prepotentes y quebrar el cetro de los injustos; hasta retribuir a cada hombre según sus acciones, remunerando las obras de los hombres según sus intenciones» (Si 35,21-22). Dios conoce los sufrimientos de sus hijos porque es un Padre atento y solícito hacia todos. Como Padre, cuida de los que más lo necesitan: los pobres, los marginados, los que sufren, los olvidados. Pero nadie está excluido de su corazón, ya que, ante Él, todos somos pobres y necesitados. Todos somos mendigos, porque sin Dios no seríamos nada. Tampoco tendríamos vida si Dios no nos la hubiera dado. Y, sin embargo, ¡cuántas veces vivimos como si fuéramos los dueños de la vida o como si tuviéramos que conquistarla! La mentalidad mundana exige convertirse en alguien, tener prestigio a pesar de todo y de todos, rompiendo reglas sociales con tal de llegar a ganar riqueza. ¡Qué triste ilusión! La felicidad no se adquiere pisoteando el derecho y la dignidad de los demás.

La violencia provocada por las guerras muestra con evidencia cuánta arrogancia mueve a quienes se consideran poderosos ante los hombres, mientras son miserables a los ojos de Dios. ¡Cuántos nuevos pobres producen esta mala política hecha con las armas, cuántas víctimas inocentes! Pero no podemos retroceder. Los discípulos del Señor saben que cada uno de estos “pequeños” lleva impreso el rostro del Hijo de Dios, y a cada uno debe llegarles nuestra solidaridad y el signo de la caridad cristiana. «Cada cristiano y cada comunidad están llamados a ser instrumentos de Dios para la liberación y promoción de los pobres, de manera que puedan integrarse plenamente en la sociedad; esto supone que seamos dóciles y atentos para escuchar el clamor del pobre y socorrerlo» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 187).

5. En este año dedicado a la oración, necesitamos hacer nuestra la oración de los pobres y rezar con ellos. Es un desafío que debemos acoger y una acción pastoral que necesita ser alimentada. De hecho, «la peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual. La inmensa mayoría de los pobres tiene una especial apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su Palabra, la celebración de los Sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y de maduración en la fe. La opción preferencial por los pobres debe traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y prioritaria» (ibíd., 200).

Todo esto requiere un corazón humilde, que tenga la valentía de convertirse en mendigo. Un corazón dispuesto a reconocerse pobre y necesitado. En efecto, existe una correspondencia entre pobreza, humildad y confianza. El verdadero pobre es el humilde, como afirmaba el santo obispo Agustín: «El pobre no tiene de qué enorgullecerse; el rico tiene contra qué luchar. Escúchame, pues: sé verdadero pobre, sé piadoso, sé humilde» (Sermón 14,3.4). El humilde no tiene nada de que presumir y nada pretende, sabe que no puede contar consigo mismo, pero cree firmemente que puede apelarse al amor misericordioso de Dios, ante el cual está como el hijo pródigo que vuelve a casa arrepentido para recibir el abrazo del padre (cf. Lc 15,11-24). El pobre, no teniendo nada en que apoyarse, recibe fuerza de Dios y en Él pone toda su confianza. De hecho, la humildad genera la confianza de que Dios nunca nos abandonará ni nos dejará sin respuesta.

6. A los pobres que habitan en nuestras ciudades y forman parte de nuestras comunidades les digo: ¡no pierdan esta certeza! Dios está atento a cada uno de ustedes y está a su lado. No los olvida ni podría hacerlo nunca. Todos hemos tenido la experiencia de una oración que parece quedar sin respuesta. A veces pedimos ser liberados de una miseria que nos hace sufrir y nos humilla, y puede parecer que Dios no escucha nuestra invocación. Pero el silencio de Dios no es distracción de nuestros sufrimientos; más bien, custodia una palabra que pide ser escuchada con confianza, abandonándonos a Él y a su voluntad. Es de nuevo Sirácida quien lo atestigua: “la sentencia divina no se hace esperar en favor del pobre” (cf. Si 21,5). De la palabra pobreza, por tanto, puede brotar el canto de la más genuina esperanza. Recordemos que «cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. […] Esa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 2).

7. La Jornada Mundial de los Pobres es ya una cita obligada para toda comunidad eclesial. Es una oportunidad pastoral que no hay que subestimar, porque incita a todos los creyentes a escuchar la oración de los pobres, tomando conciencia de su presencia y su necesidad. Es una ocasión propicia para llevar a cabo iniciativas que ayuden concretamente a los pobres, y también para reconocer y apoyar a tantos voluntarios que se dedican con pasión a los más necesitados. Debemos agradecer al Señor por las personas que se ponen a disposición para escuchar y sostener a los más pobres. Son sacerdotes, personas consagradas, laicos y laicas que con su testimonio dan voz a la respuesta de Dios a la oración de quienes se dirigen a Él. El silencio, por tanto, se rompe cada vez que un hermano en necesidad es acogido y abrazado. Los pobres tienen todavía mucho que enseñar porque, en una cultura que ha puesto la riqueza en primer lugar y que con frecuencia sacrifica la dignidad de las personas sobre el altar de los bienes materiales, ellos reman contracorriente, poniendo de manifiesto que lo esencial en la vida es otra cosa.

La oración, por tanto, halla la confirmación de su propia autenticidad en la caridad que se hace encuentro y cercanía. Si la oración no se traduce en un actuar concreto es vana, de hecho, la fe sin las obras «está muerta» (St 2,26). Sin embargo, la caridad sin oración corre el riesgo de convertirse en filantropía que pronto se agota. «Sin la oración diaria vivida con fidelidad, nuestra actividad se vacía, pierde el alma profunda, se reduce a un simple activismo» (Benedicto XVI, Catequesis, 25 abril 2012). Debemos evitar esta tentación y estar siempre alertas con la fuerza y la perseverancia que provienen del Espíritu Santo, que es el dador de vida.

8. En este contexto es hermoso recordar el testimonio que nos ha dejado la Madre Teresa de Calcuta, una mujer que dio la vida por los pobres. La santa repetía continuamente que era la oración el lugar de donde sacaba fuerza y fe para su misión de servicio a los últimos. El 26 de octubre de 1985, cuando habló a la Asamblea General de la ONU mostrando a todos el rosario que llevaba siempre en mano, dijo: «Yo sólo soy una pobre monja que reza. Rezando, Jesús pone su amor en mi corazón y yo salgo a entregarlo a todos los pobres que encuentro en mi camino. ¡Recen también ustedes! Recen y se darán cuenta de los pobres que tienen a su lado. Quizá en la misma planta de sus casas. Quizá incluso en sus hogares hay alguien que espera vuestro amor. Recen, y los ojos se les abrirán, y el corazón se les llenará de amor».

Y cómo no recordar aquí, en la ciudad de Roma, a san Benito José Labre (1747-1783), cuyo cuerpo reposa y es venerado en la iglesia parroquial de Santa María ai Monti. Peregrino de Francia a Roma, rechazado en muchos monasterios, trascurrió los últimos años de su vida pobre entre los pobres, permaneciendo horas y horas en oración ante el Santísimo Sacramento, con el rosario, recitando el breviario, leyendo el Nuevo Testamento y la Imitación de Cristo. Al no tener siquiera una pequeña habitación donde alojarse, solía dormir en un rincón de las ruinas del Coliseo, como “vagabundo de Dios”, haciendo de su existencia una oración incesante que subía hasta Él.

9. En camino hacia el Año Santo, exhorto a cada uno a hacerse peregrino de la esperanza, ofreciendo signos concretos para un futuro mejor. No nos olvidemos de cuidar «los pequeños detalles del amor» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 145): saber detenerse, acercarse, dar un poco de atención, una sonrisa, una caricia, una palabra de consuelo. Estos gestos no se improvisan; requieren, más bien, una fidelidad cotidiana, casi siempre escondida y silenciosa, pero fortalecida por la oración. En este tiempo, en el que el canto de esperanza parece ceder el puesto al estruendo de las armas, al grito de tantos inocentes heridos y al silencio de las innumerables víctimas de las guerras, dirijámonos a Dios pidiéndole la paz. Somos pobres de paz; alcemos las manos para acogerla como un don precioso y, al mismo tiempo, comprometámonos por restablecerla en el día a día.

10. Estamos llamados en toda circunstancia a ser amigos de los pobres, siguiendo las huellas de Jesús, que fue el primero en hacerse solidario con los últimos. Que nos sostenga en este camino la Santa Madre de Dios, María Santísima, que, apareciéndose en Banneux, nos dejó un mensaje que no debemos olvidar: «Soy la Virgen de los pobres». A ella, a quien Dios ha mirado por su humilde pobreza, obrando maravillas en virtud de su obediencia, confiamos nuestra oración, convencidos de que subirá hasta el cielo y será escuchada. 

Roma, San Juan de Letrán, 13 de junio de 2024, Memoria de san Antonio de Padua, patrono de los pobres.

FRANCISCO

Domingo XXXIII. Año B

Hemos llegado al penúltimo domingo del año litúrgico, que concluirá el próximo domingo con la fiesta de Cristo Rey del Universo. Cada año, en este penúltimo domingo, la Palabra de Dios nos invita a elevar la mirada hacia los horizontes de la historia, para renovar nuestra esperanza en el regreso del Señor. Al mismo tiempo, con la celebración de la Jornada Mundial de los Pobres en este mismo domingo, nos impulsa a reconocer la presencia de Cristo en los más pobres y necesitados. (…)
El horóscopo del cristiano

Aprended de la higuera.
Marcos 13,24-32

Hemos llegado al penúltimo domingo del año litúrgico, que concluirá el próximo domingo con la fiesta de Cristo Rey del Universo. Cada año, en este penúltimo domingo, la Palabra de Dios nos invita a elevar la mirada hacia los horizontes de la historia, para renovar nuestra esperanza en el regreso del Señor. Al mismo tiempo, con la celebración de la Jornada Mundial de los Pobres en este mismo domingo, nos impulsa a reconocer la presencia de Cristo en los más pobres y necesitados.

El pasaje evangélico de hoy es parte del capítulo 13 de San Marcos, dedicado por completo al llamado discurso sobre el fin del mundo. Al inicio del capítulo se describen las circunstancias de este discurso. Al salir del Templo, uno de los discípulos llamó la atención de Jesús sobre la grandeza de su construcción. El Templo, reconstruido por Herodes el Grande, era realmente magnífico, una de las maravillas de la época. Jesús respondió: “¿Ves estas grandes construcciones? No quedará piedra sobre piedra que no sea derribada”. Podemos imaginar el asombro y la perplejidad de todos. Esto se cumplirá con la destrucción de la ciudad en el año 70, a manos de los Romanos.

Mientras estaban en el Monte de los Olivos, sentados frente al Templo, Pedro, Santiago, Juan y Andrés, los primeros cuatro discípulos llamados por Jesús le interrogaron en privado sobre cuándo y cuál sería la señal de que esta profecía estaba a punto de cumplirse. Jesús pronunció entonces el llamado “discurso apocalíptico”, la enseñanza más extensa de Jesús en el Evangelio de Marcos. En relación con la destrucción del Templo y la ciudad santa, Jesús habla del fin del mundo y de su retorno en gloria. Esta asociación entre el fin de la nación judía y el regreso del Señor llevó a los primeros cristianos a pensar que el fin estaba cerca.

Para entender el mensaje del texto, hay que tener en cuenta dos cosas. Primero, el texto está escrito en el género apocalíptico, difícil de entender para nosotros debido a su lenguaje simbólico complejo, a menudo esotérico, y a los escenarios cósmicos. “Apocalipsis” significa “revelación”. Sin embargo, no se trata de una profecía sobre el futuro, como se suele creer, sino de la revelación del sentido de los eventos históricos. Además, este género literario, que floreció entre el siglo II a.C. y el siglo II d.C., no pretendía asustar, sino ofrecer consuelo y esperanza al pueblo de Dios en tiempos de tribulación y persecución, anunciando la intervención de Dios para liberar a su pueblo. Podríamos decir que la literatura apocalíptica no habla del “fin” del mundo, sino del “sentido” del mundo, es decir, hacia dónde se dirige la historia.

Puntos de reflexión

1. ¡El fin de este mundo ya ha comenzado! 

“En aquellos días, el sol se oscurecerá, la luna dejará de brillar, las estrellas caerán del cielo y los astros se conmoverán.” La alteración del sol, la luna y las estrellas parece aludir a la creación en Génesis 1, como si una de-creación estuviera a punto de suceder. Una referencia al escenario cósmico también aparece en el relato de la muerte de Jesús en los Evangelios sinópticos (Marcos, Mateo y Lucas). De hecho, con la crucifixión del Hijo de Dios, caen el “firmamento” del cielo, es decir, las seguridades y referencias del hombre, y todas las imágenes que el hombre tenía de Dios. Con la resurrección de Cristo comienza el proceso de la nueva creación, de cielos nuevos y tierra nueva (2 Pedro 3,13).

2. El fin de este mundo es el objeto de nuestra esperanza 

“Y se verá al Hijo del hombre venir sobre las nubes, lleno de poder y de gloria.” Esperamos esta venida del Señor. Lo profesamos en el corazón de la Eucaristía: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!” Esto no significa desear el “fin del mundo” o una “catástrofe apocalíptica”, y mucho menos tratar de adivinar la hora de su llegada mediante los “signos” de guerras, terremotos, hambrunas, persecuciones, tribulaciones, abominaciones… Estas realidades siempre han existido. Nos basta saber que todo está en manos del Padre.

“Aprendan esta comparación, tomada de la higuera: cuando sus ramas se hacen flexibles y brotan las hojas, ustedes se dan cuenta de que se acerca el verano.” La higuera anuncia la llegada del verano, la estación de los frutos. Así es para el cristiano, que espera con alegría la maduración de los tiempos y el encuentro con Jesús. El libro del Apocalipsis concluye con esta respuesta del Señor a la oración de la Iglesia: “Sí, vengo pronto. Amén. Ven, Señor Jesús.”

3. Operadores del fin de este mundo 

“El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.” Reflexionando sobre este Evangelio, el cristiano crece en la conciencia de la transitoriedad de la vida y la historia. El “fin del mundo” es, en definitiva, una realidad cotidiana: cada día un mundo muere y otro nace. “Vamos de comienzo en comienzo, a través de nuevos comienzos”, dice San Gregorio de Nisa. Todo pasa. Solo dos cosas permanecen: la Palabra del Señor y el amor.

Sin embargo, nuestra espera no es pasiva, sino activa y laboriosa. Estamos involucrados en la preparación de la venida del Reino. ¿Cómo? Sacudiendo el “firmamento” de los astros que rigen el mundo actual. Sol, luna, estrellas, esos astros eran divinidades en el mundo pagano antiguo, que gobernaban la vida de los hombres. Basta pensar que cada día de la semana estaba dedicado a un astro. Los nombres de las estrellas y astros han cambiado, pero el firmamento de nuestro mundo sigue poblado de dioses que deciden la suerte de los hombres: negocios, bolsa de valores, poder, prestigio, belleza, placer… El “horóscopo” del cristiano tiene otro firmamento de astros: amor, fraternidad, solidaridad, servicio, justicia, compasión… Para sacudir los cimientos del “viejo mundo”, hay que sacudir el “firmamento” que lo gobierna. La tarea no es fácil. ¿Por dónde comenzar? Por nosotros mismos: “No os conforméis a este mundo, sino dejaos transformar, renovando vuestro modo de pensar.” (Romanos 12,2).

P. Manuel João Pereira Correia, mccj

Una nueva época misionera

Daniel  12,1-3; Salmo  15; Hebreos  10,11-14.18; Marcos  13,24-32

Reflexiones
El evangelista san Marcos utiliza un lenguaje que causa miedo, pero siempre con un mensaje de salvación y de esperanza. Se trata del lenguaje ‘apocalíptico’, rico en imágenes y palabras, que los evangelistas usan para expresar la destrucción de Jerusalén y, en perspectiva, los acontecimientos postreros de la historia humana. El contexto inmediato en el cual vivían las primeras comunidades cristianas estaba marcado por tensiones internas y por persecuciones externas, que provocaban miedo, desorientación y muchas preguntas: ¿Cuánto tiempo durará la prueba? ¿Cómo permanecer fieles? Al final, ¿quién se salvará?

Marcos y los otros evangelistas, siguiendo la predicación apostólica, quieren dar a las comunidades un mensaje de esperanza y de consuelo, centrado en la cercanía del Maestro (Evangelio): su ausencia es solamente momentánea, Él volverá, envía a sus ángeles protectores, después de una dispersión inicial habrá una gran convocación (v. 26-27). Lo había previsto también el profeta Daniel (I lectura): después de tiempos difíciles, el pueblo encontrará la salvación (v. 1).

La Palabra de Dios en este domingo presenta a varias personas que intervienen, en grados diferentes, en la obra de la salvación. Ante todo, Jesucristo, sumo sacerdote y santificador de la nueva Alianza (II lectura), el único Salvador de todos los pueblos. Vienen luego los que colaboran con el plan de Dios y acompañan a los elegidos y a los hermanos en la fe. Daniel (I lectura) hace un elogio especial de “los que enseñaron a muchos la justicia” (v. 3). Marcos (Evangelio) habla de los ángeles que reúnen a los elegidos “de los cuatro vientos” (v. 27). “Salvar a los hermanos de la pérdida de la fe y de la dispersión es algo que no ocurre por una intervención prodigiosa del Señor, sino por la acción de ángeles, los discípulos, quienes, en el momento de la prueba, han logrado mantenerse firmes en la fe. Ellos son los ángeles encargados de reconducir a los hermanos a la unidad de la Iglesia” (F. Armellini).

Este es el rol del misionero y de quienes acompañan a los demás en el camino al encuentro con Cristo. El camino de la misión entre los diferentes pueblos es arduo y exige tiempos largos. La mies es siempre abundante, pero faltan obreros (Mt 9,37). Sin embargo, el mismo Jesús nos invita a levantar la cabeza y contemplar con esperanza la mies: “Levanten la vista y vean cómo los campos están amarillentos para la siega” (Jn 4,35).

El Señor Jesús alienta la esperanza, asegura que “Él está cerca, a la puerta” (v. 29): a cada persona ofrece su salvación. Y convoca a sus amigos a convertirse en portadores de este anuncio. Juan Pablo II, en la encíclica Redemptoris Missio (1990), afirma que “la misión de Cristo Redentor, confiada a la Iglesia, está aún lejos de cumplirse… Esta misión se halla todavía en los comienzos y debemos comprometernos con todas nuestras energías en su servicio (n. 1). El Papa invita a la esperanza “en esta nueva primavera del cristianismo” (n. 2), mientras ve amanecer una nueva época misionera. Será una estación rica en frutos, si cada cristiano responde “con generosidad y santidad a las solicitaciones y desafíos de nuestro tiempo” (n. 92). Jesús nos invita a aprender del árbol de la higuera para leer los signos que orientan la vida (v. 28).

El profeta Daniel (I lectura), aun en medio de angustiosos escenarios (v. 1), abre horizontes de luz para los sabios y “los que enseñaron a muchos la justicia” (v. 3). Entre ellos están ciertamente los educadores: es decir, los que, de diferentes maneras, ayudan a otros a caminar por senderos de vida y esperanza. Sean ellos padres de familia, maestros, catequistas, escritores, promotores de desarrollo humano integral, defensores de los derechos humanos, agentes de comunicación social, promotores de justicia y paz, de diálogo entre las religiones y las culturas… La Iglesia, y en ella cada creyente en Cristo, está llamada a renovarse constantemente en la fe y en el amor a su Señor, para ser en el mundo faro de luz y de esperanza para cuantos tienen sed de vida, verdad y amor, y buscan salir de situaciones de angustia y muerte. Solo una Iglesia presente en el mundo caminando con la gente podrá responder a los desafíos del anuncio del Evangelio. Nos lo recordaba el Papa Benedicto XVI con estas palabras: “El cristianismo debe estar en el presente para poder dar forma al futuro.

P. Romeo Ballan, mccj

¿Todo acabará mal?

Comentario a Mc 13, 24-32

Estamos al final del Año Litúrgico (después de este domingo ya solo nos queda el último dedicado a Cristo Rey) y leemos parte del último capítulo de Marcos antes de la Pasión. En este capítulo Marcos añade al discurso de las Parábolas y a la narración de los hechos de Jesús el discurso apocalíptico, es decir, sus palabras sobre el final de la historia. Para ello parte de la experiencia histórica de los primeros discípulos de Jesús y de la esperanza que les ayudaba a vivir y dar sentido a sus vidas.

¿Final de la Historia?

Hace algunos años (décadas ya), cuando cayó el Muro de Berlín y colapsó todo el sistema marxista que había resistido por setenta años en la Unión Soviética y otros lugares del mundo, un famoso escritor estadounidense de origen japonés, Fukuyama, escribió un ensayo titulado “el fin de la historia”.  En realidad, el título era exagerado. La Historia no se acababa tan pronto. Pero el autor tenía razón en que una importante época de la Historia dejaba paso a una nueva.

Esta experiencia de cambio radical, similar al que  a veces parecemos experimentar en nuestro tiempo,  la ha hecho la humanidad en diversas transiciones históricas. Una de estas transiciones la vivieron las primeras comunidades cristianas, que experimentaron dos acontecimientos que para ellas fueron inmensas tragedias: la muerte de Jesús en la cruz y la destrucción de Jerusalén, ambas cosas impensables. No podían concebir que el Mesías fuera asesinado y que Jerusalén, la ciudad santa, fuera destruida. Y sin embargo ambas cosas sucedieron. ¿Significaba eso el fin de la historia? ¿Se acababa el mundo? ¿La maldad y la muerte saldrían triunfantes?

La respuesta que las comunidades cristianas tuvieron, recordando a Jesús, nos la transmite Marcos: Ciertamente parece que el sol se apaga, que la luna ya no alumbra, que la creación se desmorona, pero todavía no es el final. En todo caso, después de la “aflicción”, Jesús se hará presente como Juez y Señor de la Historia.

Nuestra historia hoy

Leyendo este texto apocalíptico de Marcos hoy, nosotros nos sentimos alentados a mantener la esperanza “contra toda esperanza”, sabiendo que los sufrimientos personales, las crisis económicas y afectivas, los desmoronamientos de algunas instituciones no son el final de las cosas. Son solo signos, como las yemas de la higuera en primavera, de una nueva vida, una nueva época en la historia, una nueva oportunidad para nuestra vida personal. De hecho, así fue: las comunidades cristianas dieron origen a una nueva manera de vivir en un mundo que por mucho tiempo les era hostil y por mucho tiempo caminaba en sentido opuesto.

Así, los discípulos de Jesús seguimos caminando hoy por la historia de edad en edad, de época en época, purificándonos constantemente, acogiendo las nuevas oportunidades, sabiendo que al final de nuestro camino personal –y de la historia del mundo- no nos espera la destrucción y la muerte, la maldad o la injusticia, sino el encuentro con Jesucristo que “reunirá a sus elegidos” en un mundo nuevo, donde reine para siempre la verdad y el amor.
Antonio Villarino, MCCJ

Nadie sabe el día

Marcos 13, 24-32

El mejor conocimiento del lenguaje apocalíptico, construido de imágenes y recursos simbólicos para hablar del fin del mundo, nos permite hoy escuchar el mensaje esperanzador de Jesús, sin caer en la tentación de sembrar angustia y terror en las conciencias.

Un día la historia apasionante del ser humano sobre la tierra llegará a su final. Esta es la convicción firme de Jesús. Esta es también la previsión de la ciencia actual. El mundo no es eterno. Esta vida terminará. ¿Qué va a ser de nuestras luchas y trabajos, de nuestros esfuerzos y aspiraciones?

Jesús habla con sobriedad. No quiere alimentar ninguna curiosidad morbosa. Corta de raíz cualquier intento de especular con cálculos, fechas o plazos. “Nadie sabe el día o la hora…, sólo el Padre”. Nada de psicosis ante el final. El mundo está en buenas manos. No caminamos hacia el caos. Podemos confiar en Dios, nuestro Creador y Padre.

Desde esta confianza total, Jesús expone su esperanza: la creación actual terminará, pero será para dejar paso a una nueva creación, que tendrá por centro a Cristo resucitado. ¿Es posible creer algo tan grandioso? ¿Podemos hablar así antes de que nada haya ocurrido?

Jesús recurre a imágenes que todos pueden entender. Un día el sol y la luna que hoy iluminan la tierra y hacen posible la vida, se apagarán. El mundo quedará a oscuras. ¿Se apagará también la historia de la Humanidad? ¿Terminarán así nuestras esperanzas?

Según la versión de Marcos, en medio de esa noche se podrá ver al “Hijo del Hombre”, es decir, a Cristo resucitado que vendrá “con gran poder y gloria”. Su luz salvadora lo iluminará todo. Él será el centro de un mundo nuevo, el principio de una humanidad renovada para siempre.

Jesús sabe que no es fácil creer en sus palabras. ¿Cómo puede probar que las cosas sucederán así? Con una sencillez sorprendente, invita a vivir esta vida como una primavera. Todos conocen la experiencia: la vida que parecía muerta durante el invierno comienza a despertar; en las ramas de la higuera brotan de nuevo pequeñas hojas. Todos saben que el verano está cerca.

Esta vida que ahora conocemos es como la primavera. Todavía no es posible cosechar. No podemos obtener logros definitivos. Pero hay pequeños signos de que la vida está en gestación. Nuestros esfuerzos por un mundo mejor no se perderán. Nadie sabe el día, pero Jesús vendrá. Con su venida se desvelará el misterio último de la realidad que los creyentes llamamos Dios. Nuestra historia apasionante llegará a su plenitud.
José Antonio Pagola
[musicaliturgica]

Domingo XXXII ordinario. Año B

Marcos 12,38-44

En aquel tiempo, enseñaba Jesús a la multitud y les decía: “Cuídense de los letrados. Les gusta pasear con largas túnicas, que los saluden por la calle; buscan los primeros asientos en las sinagogas y los mejores puestos en los banquetes. Con pretexto de largas oraciones, devoran los bienes de las viudas. Ellos recibirán una sentencia más severa”. Sentado frente a las alcancías del templo, observaba cómo la gente depositaba su limosna. Muchos ricos daban en abundancia. Llegó una viuda pobre y echó unas moneditas de muy poco valor. Jesús llamó a los discípulos y les dijo: “Les aseguro que esa pobre viuda ha dado más que todos los demás. Porque todos han dado de lo que les sobra pero ésta, en su indigencia, ha dado cuanto tenía para vivir”.


La viuda pobre dio todo lo que tenía
Una viuda en la cátedra

El Evangelio de este domingo se sitúa en el mismo contexto que el del domingo pasado. Estamos en Jerusalén, en el Templo, donde Jesús enseña a una “gran multitud que lo escuchaba con gusto” (Mc 12,37), suscitando la ira de las autoridades religiosas, que ya habían decidido matarlo. Todavía estamos en el tercer día de su llegada a Jerusalén, uno de los días más largos, intensos y decisivos de su ministerio, según el Evangelio de Marcos. Esta es la última vez que Jesús visita el Templo y se dirige a la multitud; tres días después, será crucificado.

El contexto de esta enseñanza es, por tanto, muy especial y otorga un peso excepcional a las palabras de Jesús. Lo que Él dice y hace en este momento tiene el sabor de un testamento espiritual.

El pasaje se divide en dos partes. En la primera, Jesús se dirige a la multitud advirtiéndola contra el comportamiento de los escribas (versículos 38-40). En la segunda, se dirige a sus discípulos para llamar su atención sobre una pobre viuda que da al tesoro del Templo todo lo que posee (versículos 41-44).

Cuidado con…”

“¡Cuidado con los escribas!” Los escribas eran los expertos en la Torá, los maestros de la Ley, los teólogos y juristas de la época. Pero ¿qué les reprocha Jesús? “Les gusta pasear con largas vestiduras, recibir saludos en las plazas, tener los primeros asientos en las sinagogas y los lugares de honor en los banquetes.” Es una crítica muy fuerte dirigida a una categoría de personas generalmente respetadas.

Jesús denuncia el tipo de personas que viven solo de apariencias: exteriormente parecen perfectas, pero interiormente son falsas. Si esta actitud es condenable en la sociedad, lo es aún más en la Iglesia. En lugar de servir a Dios, se sirven de Dios: “oran largamente para ser vistos”; y en lugar de servir al prójimo, lo explotan: “devoran las casas de las viudas”. Es exactamente lo opuesto a lo que Jesús nos enseñó el domingo pasado: amar a Dios y amar al prójimo.

Sin embargo, no pensemos en los escribas de antaño, sino en los de hoy. No miremos a los escribas externos, sino a los que están dentro de nosotros. Porque lo que los escribas amaban, nosotros también lo amamos: aparecer, dar una buena imagen de nosotros mismos, ocupar los primeros lugares, ser respetados y honrados, estar de alguna manera bajo los focos. De estos escribas, maestros o modelos, hay en abundancia, tanto en la sociedad, difundidos por los medios, como en la Iglesia. El camino de las apariencias es resbaladizo y puede fácilmente llevar de la ficción a la falsedad y de la falsedad a la corrupción. “Pecadores sí, corruptos nunca”, diría el Papa Francisco.

Miren a…”

En la segunda parte del texto, el escenario cambia. “Jesús, sentado frente al tesoro, observaba cómo la multitud echaba monedas. Muchos ricos echaban gran cantidad.” En el Templo había trece cajas destinadas a recoger las ofrendas, cada una con un propósito específico, excepto la última, la decimotercera. Frente a cada caja, un servidor controlaba y anunciaba en voz alta el importe donado. Con la cercanía de la Pascua, el número de peregrinos aumentaba, y un río de monedas de oro y plata, tintineando, fluía hacia las cajas del Templo, ¡el mayor banco de Oriente Medio!

“Pero, vino una viuda pobre y echó dos moneditas, que valen un centavo.” La viuda era una de las categorías de personas vulnerables a proteger, según las Sagradas Escrituras: el huérfano, la viuda y el extranjero. Esta mujer, viuda y pobre, echa en la decimotercera caja todo lo que posee: un centavo. Es casi nada, pero es todo para ella. Era poco, pero representaba todo lo que tenía para vivir.

“Entonces, llamando a sus discípulos, les dijo: ‘En verdad les digo: esta viuda, tan pobre, ha echado en el tesoro más que todos los demás.’” El Maestro “llama a sus discípulos” por última vez y coloca a esta viuda en la cátedra para su última enseñanza: – ¡Miren a ella! Esto es lo que quería decir cuando decía: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas.”

Otra viuda, protagonista de la primera lectura, es la pobre viuda de Sarepta, una mujer pagana, que ofrece al extranjero, el profeta Elías, el último puñado de harina que guardaba para ella y su hijo antes de morir. Esto significa “Amarás a tu prójimo como a ti mismo.”

Puntos de reflexión

– La viuda del Evangelio anticipa proféticamente lo que hará Jesús tres días después, entregando su vida al Padre por nosotros. Él, siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos (2 Corintios 8,9) y se despojó a sí mismo hasta morir como un esclavo en la cruz (Filipenses 2,7-8).

– La generosidad de esta viuda representa también la de la Virgen María que, al pie de la cruz, ofrecerá a su único hijo. Además, anuncia la condición presente de la Iglesia, a la que le ha sido quitado el Esposo (Marcos 2,18-19).

– La pobre viuda, finalmente, nos recuerda nuestra pobreza radical. Viudo/a etimológicamente significa estar privado, carente, desprovisto. En este sentido, todos vivimos en una condición de “viudez”. Más allá de la satisfacción de las necesidades diarias, experimentamos a menudo que nos falta algo esencial para realizar plenamente nuestra existencia. Es importante tomar conciencia de esta carencia profunda. San Agustín lo expresa con su famosa oración: “Nos hiciste para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que repose en ti.” Paradójicamente, para llenar este vacío, Jesús y su Evangelio nos proponen ofrecer nuestra vida como don: “El que pierda su vida por causa de mí y del Evangelio, la salvará” (Marcos 8,35).

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


Lo mejor de la Iglesia
José Antonio Pagola

El contraste entre las dos escenas no puede ser más fuerte. En la primera, Jesús pone a la gente en guardia frente a los dirigentes religiosos: “¡Cuidado con los maestros de la Ley!”, su comportamiento puede hacer mucho daño. En la segunda, llama a sus discípulos para que tomen nota del gesto de una viuda pobre: la gente sencilla les podrá enseñar a vivir el Evangelio.

Es sorprendente el lenguaje duro y certero que emplea Jesús para desenmascarar la falsa religiosidad de los escribas. No puede soportar su vanidad y su afán de ostentación. Buscan vestir de modo especial y ser saludados con reverencia para sobresalir sobre los demás, imponerse y dominar.

La religión les sirve para alimentar fatuidad. Hacen “largos rezos” para impresionar. No crean comunidad, pues se colocan por encima de todos. En el fondo, solo piensan en sí mismos. Viven aprovechándose de las personas débiles a las que deberían servir. Marcos no recoge las palabras de Jesús para condenar a los escribas que había en el Templo de Jerusalén antes de su destrucción, sino para poner en guardia a las comunidades cristianas para las que escribe. Los dirigentes religiosos han de ser servidores de la comunidad. Nada más. Si lo olvidan, son un peligro para todos. Hay que reaccionar para que no hagan daño.

En la segunda escena, Jesús está sentado enfrente del arca de las ofrendas. Muchos ricos van echando cantidades importantes: son los que sostienen el Templo. De pronto se acerca una mujer. Jesús observa que echa dos moneditas de cobre. Es una viuda pobre, maltratada por la vida, sola y sin recursos. Probablemente vive mendigando junto al Templo.

Conmovido, Jesús llama rápidamente a sus discípulos. No han de olvidar el gesto de esta mujer, pues, aunque está pasando necesidad, “ha echado todo lo que necesitaba, todo lo que tenía para vivir”. Mientras los maestros viven aprovechándose de la religión, esta mujer se desprende de todo por los demás, confiando totalmente en Dios.

Su gesto nos descubre el corazón de la verdadera religión: confianza grande en Dios, gratuidad sorprendente, generosidad y amor solidario, sencillez y verdad. No conocemos el nombre de esta mujer ni su rostro. Solo sabemos que Jesús vio en ella un modelo para los futuros dirigentes de su Iglesia.

También hoy, tantas mujeres y hombres de fe sencilla y corazón generoso son lo mejor que tenemos en la Iglesia. No escriben libros ni pronuncian sermones, pero son los que mantienen vivo entre nosotros el Evangelio de Jesús. De ellos hemos de aprender los presbíteros y obispos.

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Tener cuidado con los hipócritas y mirar a la pobre viuda
Papa Francisco

La escena descrita por el Evangelio de la Liturgia de hoy tiene lugar dentro del Templo de Jerusalén. Jesús mira, mira lo que sucede en este lugar, el más sagrado de todos, y ve cómo a los escribas les gusta pasear para hacerse notar, ser saludados y reverenciados, y para tener lugares de honor. Y Jesús añade que «devoran la hacienda de las viudas so capa de largas oraciones» (Mc 12,40). Al mismo tiempo, sus ojos vislumbran otra escena: una pobre viuda, precisamente una de las explotadas por los poderosos, echa en el arca del Tesoro del Templo «todo cuanto poseía» (v.44). Así dice el Evangelio, echa en el tesoro todo lo que tenía para vivir. El Evangelio nos pone delante de este sorprendente contraste: los ricos, que dan lo superfluo para hacerse ver, y una pobre mujer que, sin aparentar, ofrece todo lo poco que tiene. Dos símbolos de actitudes humanas.

Jesús mira las dos escenas. Y es precisamente este verbo —“mirar”— que resume su enseñanza: a quien vive la fe con duplicidad, como esos escribas, “debemos mirar” para no ser como ellos; mientras que a la viuda debemos “mirarla” para tomarla como modelo. Detengámonos en esto: tener cuidado con los hipócritas y mirar a la pobre viuda.  

Ante todo, tener cuidado con los hipócritas, es decir estar atentos a no basar la vida en el culto de la apariencia, de la exterioridad, en el cuidado exagerado de la propia imagen. Y, sobre todo, estar atentos a no doblegar la fe a nuestros intereses. Esos escribas cubrían, con el nombre de Dios, su propia vanagloria y, aún peor, usaban la religión para atender sus negocios, abusando de su autoridad y explotando a los pobres. Aquí vemos esa actitud tan fea que también hoy vemos en muchos puestos, en muchos lugares, el clericalismo, ese estar por encima de los humildes, explotarlos, vapulearlos, sentirse perfectos. Este es el mal del clericalismo. Es una advertencia para toda época y para todos, Iglesia y sociedad: no aprovecharse nunca del propio rol para aplastar a los demás, ¡nunca ganar sobre la piel de los más débiles! Y estar alerta, para no caer en la vanidad, para no obsesionarnos con las apariencias, perdiendo la sustancia y viviendo en la superficialidad. Preguntémonos, nos ayudará: en lo que decimos y hacemos, ¿deseamos ser apreciados y gratificados o dar un servicio a Dios y al prójimo, especialmente a los más débiles? Estemos alerta ante las falsedades del corazón, ante la hipocresía, ¡que es una enfermedad peligrosa del alma! Es un doble pensar, un doble juzgar, como dice la propia palabra: “juzgar por debajo”, aparecer de una manera e “hipo”, por debajo, tener otro pensamiento. Dobles, gente con doble alma, doblez de alma.

Y para sanar de esta enfermedad, Jesús nos invita a mirar a la pobre viuda. El Señor denuncia la explotación hacia esta mujer que, para dar la ofrenda, debe volver a casa sin siquiera lo poco que tiene para vivir. ¡Qué importante es liberar lo sagrado de las ataduras del dinero! Ya lo había dicho Jesús, en otro lugar: no se puede servir a dos señores. O tú sirves a Dios —y nosotros pensamos que diga “o el diablo”, no— o Dios o el dinero. Es un señor, y Jesús dice que no debemos servirlo. Pero, al mismo tiempo, Jesús alaba el hecho de que esta viuda da al Tesoro todo lo que tiene. No le queda nada, pero encuentra en Dios su todo. No teme perder lo poco que tiene, porque confía en el tanto de Dios, y ese tanto de Dios multiplica la alegría de quien dona. Esto nos hace pensar también en esa otra viuda, la del profeta Elías, que iba a hacer pan con la última harina que tenía y el último aceite; Elías le dice: “Dame de comer” y ella le da; y la harina non disminuirá nunca, un milagro (cfr. 1 Re 17,9-16). El Señor siempre, ante la generosidad de la gente, va más allá, es más generoso. Pero es Él, no nuestra avaricia. De esta manera Jesús la propone como maestra de fe, esta señora: ella no frecuenta el Templo para tener la conciencia tranquila, no reza para hacerse ver, no hace alarde de su fe, sino que dona con el corazón, con generosidad y gratuidad. Sus monedas tienen un sonido más bonito que las grandes ofrendas de los ricos, porque expresan una vida dedicada a Dios con sinceridad, una fe que no vive de apariencias sino de confianza incondicional. Aprendamos de ella: una fe sin adornos externos, sino sincera interiormente; una fe hecha de humilde amor a Dios y a los hermanos.

Y ahora nos dirigimos a la Virgen María, que con corazón humilde y transparente ha hecho de toda su vida un don para Dios y para su pueblo.

Angelus, 7/11/2021


¿Cuánto vale el Reino de los Cielos?
Fernando Armellini

Los peligros más graves son los mejor escondidos y camuflados; nos sorprenden sin estar preparados. Si Jesús recomienda a sus discípulos, con insistencia, prestar atención yestar en guardia contra una cierta clase de personas, significa que las trampas que tienden son extremadamente serias. Después de una serie de disputas con los fariseos, saduceos y herodianos en el Templo de Jerusalén, Jesús lanza un ataque directo, valiente y preciso contra los escribas y, para hacerlo más incisivo, recurre a la sátira, a la ironía, a un lenguaje casi demasiado provocativo. Esto revela cuánto le preocupaba que un ciertocomportamiento nefasto pudiera infiltrarse también en la comunidad de sus discípulos.

Los escribas eran originalmente los responsables de procurar documentos de todo tipopero, después del exilio en Babilonia, se habían convertido en los intérpretes oficiales de la Ley (cf. Esd 7,11), en una autoridad en el campo de la legislación. Eran los jueces encargados de pronunciar las sentencias en los tribunales.

Su profesión era legítima. Sin embargo, Jesús tenía bastante que recriminar sobre su comportamiento. La primera recriminación era la vanidad, la ostentación (vv. 38-39). Eran gente que gustaban exhibir sus títulos y, para llamar la atención y no ser confundidos con el pueblo ignorante, no se vestían como los demás sino que iban de uniforme: “les gusta pasear con largas túnicas” (v. 38).

Era por respeto a su vestimenta que la gente los trataba con mil cuidados, les cedían el paso en las calles, les reservaban los primeros puestos en las plazas y en las sinagogas; en el mercado los servían mejor y antes que a otros. No podían ser saludados con un sencillo shalom; exigían reverencias, besamanos y un religioso silencio cada vez que abrían la boca, aunque solo fuera para respirar. Cuando no recibían estas atenciones de deferencia, se indignaban.

El Maestro sostenía que ésta era una comedia ridícula y no la soportaba; era alérgico a sus ropas talares o “divisas” porque, como lo indica la etimología, la palabra viene del verbo “dividir”. Y esto es lo que hacían: dividían, separaban, creaban una casta.

Más que pecado era una enfermedad, una patología que podría haber sido curada fácilmente. Lo que alimentaba la vanidad de los escribas era el servilismo ingenuo de las personas que, con sus honores y reverencias, estaban convencidos de dar gloria a Dios. Para hacerlos bajar del pedestal y dejar que experimentasen la alegría de sentirse hermanos, hubiera sido suficiente que todos se comportaran como Jesús, quien no les reservaba ninguna consideración; a su amistad prefería la de los pecadores, los marginados; no recurría a sus recomendaciones, no buscaba su apoyo.

Frente al comportamiento y las palabras tan claras del Maestro, uno se pregunta cómo puede ser que, en la Iglesia, a veces no nos demos cuenta de lo antievangélica que es la carrera por los primeros puestos, por los títulos honoríficos, y la búsqueda de aplausos y privilegios. Un mundo estructurado en jerarquía piramidal ha sido definitivamentecondenado por Cristo y querer restaurarlo no es un pecado venial sino un ataque frontal contra la lógica del Evangelio.

Pero hay un delito mayor que Jesús imputa a los rabinos: “Devoran los bienes de las viudas” (v. 40). Las viudas, los huérfanos y los extranjeros eran las personas que Dios había puesto bajo su protección (cf. Sal 146,9). ¡Ay de los que maltraten y cometan injusticias contra ellos! El Señor había establecido: “No opriman al extranjero. No aflijan a la viuda o al huérfano. Si los maltratan, y claman a mí, ciertamente oiré yo su clamor, porque soy misericordioso” (Éx 22,20-26).

Jesús acusa a los escribas de “devorar las casas de las viudas”. Probablemente se aprovechaban de la ingenuidad de estas mujeres simples e indefensas para sacarles donaciones o exigirles honorarios exorbitantes por presentar sus casos en los tribunales. La explotación de los más débiles es el principio sobre el que se apoya nuestro mundo competitivo y pendenciero, y es a partir de este principio que nace la sociedad de los listos, que es lo contrario del Evangelio. También los pobres, por su parte, cuando anhelan ocupar el lugar de sus opresores, no sueñan con un nuevo mundo sino que aspiran solo a perpetuar el viejo. No quieren poner fin a la mentalidad de los escribas, sino substituir a los escribas. Proponen apenas un simple cambio de actores cuando lo que Jesús quiere es que sea arrojada al basurero esta obra de teatro que, desde siempre, ha sido representada en el mundo.

La tercera acusación es aún más grave: “con pretexto de largas oraciones” (v. 40). No solo son los explotadores de los débiles sino que recitan una comedia: se exhiben en prácticas religiosas impecables dando pruebas de gran piedad de manera que quede claro a todos que el Señor está de parte de ellos. Juzgarlos, contradecirlos, no someterse a su voluntad, no rendirles los honores que pretenden, no hacer caso a lo que dicen significa estar en contra de Dios.

Las personas sencillas y sinceras no pueden soportar esta religión hipócrita y llegará el momento en que se cansen y puedan incluso abandonar la fe. ¿Quién tiene la culpa de estas deserciones?

En contraposición a los escribas, en la segunda parte de la lectura (vv. 41-44) se introduce un modelo de auténtica religiosidad: una viuda pobre. No es la primera vez que, en el evangelio de Marcos, aparecen mujeres a las que Jesús ha mirado con afecto y admiración. Ya había encontrado una que, sufriendo de hemorragias, se le había acercado para tocar el borde del manto y había reconocido su fe: “Hija, tu fe te ha salvado” (Mc 5,34). El Maestro se había quedado sorprendido de la fe de la mujer sirio-fenicia quien, para pedir la curación de su hija, se había declarado satisfecha con las migajas que caen de la mesa preparada para los hijos. Conmovido, Jesús había exclamado: “¡Oh mujer, grande es tu fe!” (Mt 15,28; Mc 7,24-30).

Estas dos primeras mujeres son modelos de fe: modelo de generosidad total es la viuda del evangelio de hoy y la que, unos días más tarde, ungiría los pies de Jesús “con ungüento de nardo auténtico, muy valioso” (Mc 14,3).

Son cuatro figuras ejemplares, escogidas por Marcos, para mostrar cómo las mujeres, consideradas las últimas por todos, eran en cambio las primeras (cf. Mc 10,31). Ilustran con su vida cómo debe ser el verdadero discípulo.

La primera característica es hoy puesta de relieve por el comportamiento de la viuda que, a diferencia de los rabinos que exhibían su piedad, hizo su gesto sin llamar la atención de nadie, sin ser notada.

Esta mujer no conocía a Jesús, no escuchó sus enseñanzas, no respondió a una llamada suya y no era su discípula. No lo sigue, como lo hicieron los Doce y muchas otras mujeres que lo acompañaron durante los tres años de vida pública (cf. Lc 8,1-3). Y, sin embargo, se comporta de modo evangélico, tal como Jesús había recomendado: “Cuando hagas limosna no hagas tocar la trompeta por delante, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles para que los alabe la gente. Cuando tú hagas limosna, no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; de este modo tu limosna quedará escondida” (Mt 6,2-4). Esta viuda es la imagen de aquellos que, también hoy, dóciles al impulso del Espíritu, viven de forma evangélica, aunque no hayan leído ni una página del Evangelio.

La segunda característica del verdadero Amor es que sea total. El amor a Dios debe involucrar a toda la persona –“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas” (Mc 12,30)–y debe darse sin reservas. Así también debe ser el amor al prójimo. La viuda es presentada como un modelo de este amor. A diferencia de los ricos, que ponían muchas monedas en el tesoro, ella no ha puesto mucho, ha puesto todo lo que tenía; es más –especifica el texto griego–, “de su pobreza echó todo cuanto tenía” (v. 44).

El discípulo no es el que se juega una parte de sí mismo o de lo que tiene, sino el que vende todo lo que tiene y lo da a los pobres y ofrece toda su vida, como lo ha hecho el Maestro. También los que son pobres, como la viuda del evangelio de hoy, están llamados a dar todo. No hay nadie tan pobre que no tenga algo que ofrecer y nadie tan rico que no necesite recibir nada de los demás. Dios ha llenado de regalos a sus hijos para que, siguiendo el ejemplo del Padre que está en los cielos, no los retengan para sí mismos sino que los pongan a disposición de los demás.

Por la totalidad de su amor, la viuda se convierte no solo en la imagen del verdadero discípulo sino también de Dios y de Jesucristo –como señala Pablo– que “siendo rico, se hizo pobre” para enriquecernos por su pobreza (2 Cor 8,9).

El lugar de la máxima revelación del rostro de Dios es el Calvario. Es allí donde Dios ha mostrado su identidad. No pretende, ofrece; se da sí mismo totalmente al hombre. No quiere que éstos se inclinen ante Él sino que se arrodillen ante los hermanos. No pide que le den vida a Él sino que, con Él, se pongan a disposición de los hermanos. La viuda es la imagen de Dios y de Cristo porque se ha despojado de todo lo que tenía y lo ha donado a los demás.

http://www.bibleclaret.org


“Dar desde nuestra pobreza”: criterio de misión
Romeo Ballan, mccj

En la selva de Brasil, un misionero preguntó un día a un indio de la etnia Yanomami: “¿Quién es bueno?” Y el indio contestó: “Bueno es el que comparte”. ¡Una respuesta en sintonía con el Evangelio de Jesús! Dan testimonio de ello las dos mujeres, ambas viudas y pobres, expertas en la lucha por sobrevivir, protagonistas del mensaje bíblico y misionero de este domingo.

En tierra de paganos, al norte de Palestina, la viuda de Sarepta (I lectura), no obstante la escasez de alimentos en tiempo de sequía, comparte el agua y el pan con el profeta Elías, que está huyendo de la persecución del rey Ajab y de la reina Jezabel. Aquella viuda, exhausta (v. 12), se fio de la palabra del hombre de Dios, y Dios le concedió lo necesario para vivir ella, su hijo y otros familiares (v. 15-16). En contraposición a la maldad de esa pareja real, la protección de Dios se manifestó en favor de su enviado (Elías) y de los pobres.

La escena se repite sobre la explanada del templo de Jerusalén, lugar oficial del culto, donde Marcos (Evangelio) presenta dos escenas contrastantes. Por un lado, los escribas: los supuestos sabios de la ley, inflados de vanidad hasta la ostentación (hacen alarde de amplio ropaje, buscan saludos y primeros puestos), pretenden manipular a Dios con “largos rezos”, y llegan hasta devorar los bienes de las viudas (v. 40). Deberían ser los guías del pueblo, pero con su manera de vivir presentan una falsa imagen del Dios de la Biblia. Por eso Jesús dice a la muchedumbre de guardarse de los escribas (v. 38). Por otro lado, Jesús mira con atención el gesto furtivo de una viuda pobre, la cual, con la mayor discreción, sin llamar la atención, echa en el tesoro del templo dos moneditas de poco valor, que eran “todo lo que tenía para vivir” (v. 44). ¡Son pocos céntimos, pero de un valor inmenso! Ella no echa gran cantidad, como los ricos, pero da mucho, todo; como dice el texto griego: “toda su vida”. Muchas personas con sentido común habrían sugerido a las dos viudas guardar para sí lo mínimo necesario para sobrevivir, pero ellas actúan contra toda lógica humana: no piden nada, dan lo que tienen. Se fían de Dios.

“El discípulo es el que da al Señor lo necesario y no lo superfluo. A Dios no le gusta vivir de migajas. Solo se puede aprender a darlo todo con el trato asiduo, perseverante y cotidiano con Aquel que se entregó totalmente por nosotros” (p. Fidèle Katsan, comboniano). El provecho y la gratuidad se contraponen. Los escribas ostentan una religiosidad para provecho personal: hasta haciendo obras buenas, buscan su interés, son víctimas de la cultura de la apariencia. Jesús, por el contrario, exalta en la viuda la gratuidad, la humildad, el desapego: ella se fía de Dios y a Él se abandona para su misma sobrevivencia. Al igual de Cristo que se ha sacrificado a sí mismo en rescate por todos (II lectura, v. 26). La balanza de Dios escruta el corazón, mide la calidad,no la cantidad. La santa madre Teresa de Calcuta nos enseña que “no importa cuánto se da, sino cuánto amor se pone en darlo”.

Para el Reino de Dios no importa dar mucho o poco; lo importante es darlo todo. Ya el Papa san Gregorio Magno (siglo VI) afirmaba: “El Reino de Dios no tiene precio; vale todo cuanto uno posee”. Bastan incluso dos moneditas, o “tan solo un vaso de agua fresca” (Mt 10,42). El don ofrecido desde la propia pobreza es expresión de fe, de amor y de misión. Así se han expresado los obispos de la Iglesia latinoamericana en la Conferencia de Puebla (México, 1979), hablando del compromiso con la misión universal: “Finalmente, ha llegado para América Latina la hora de proyectarse más allá de sus propias fronteras, ad gentes. Es verdad que nosotros mismos necesitamos misioneros; pero debemos dar desde nuestra pobreza” (Puebla n. 368). El compromiso por la misión, dentro y fuera del propio país, es concreto y exigente: se necesitan medios materiales y espirituales, pero sobre todo personas disponibles a salir y a ofrecer su vida por el Reino de Dios.

La pobre de Sarepta y la viuda del Evangelio vuelven a proponer hoy el desafío de una misión vivida con opciones de pobreza, en el uso de medios pobres, fundamentada sobre la fuerza de la Palabra, libre de los condicionamientos del poder, al lado de los últimos de la tierra, en situaciones de fragilidad, contando con la debilidad propia y de los colaboradores, en soledad, entre hostilidades… Pablo, Javier, Comboni, Teresa de Lisieux y muchos otros misioneros, han vivido su vocación bajo el signo de la Cruz, afrontando sufrimientos, obstáculos e incomprensiones, convencidos que “las obras de Dios deben nacer y crecer al pie del Calvario” (Daniel Comboni).

El misionero pone en el centro de su vida al Señor crucificado, resucitado y viviente, porque sabe que la fuerza de Cristo y del Evangelio se manifiesta en la debilidad del apóstol y en la fragilidad de los recursos humanos. San Pablo nos da un claro testimonio de ello en sus sufrimientos personales y apostólicos (cfr. 2Cor 12,7-10). En las situaciones de pobreza, aislamiento y muerte, el misionero descubre en Cristo crucificado la presencia eficaz del Dios de la Vida y una multitud de hermanos y hermanas que esperan amor y aprecio, llevándoles el Evangelio, que es mensaje de vida y esperanza.

XXXI Domingo ordinario. Año B

Marcos 12,28-32: “¡Escucha, Israel!”
¡Darle un corazón a la ley!

Llevamos ya tres días en Jerusalén. El domingo pasado recorrimos el último tramo del camino, subiendo desde Jericó en compañía de los Doce y de la multitud de peregrinos. Entre ellos estaba también Bartimeo, el ciego de Jericó a quien Jesús había sanado, símbolo de todos nosotros.

El Señor pasa los últimos días de su vida entre el Templo y Betania, una aldea en las afueras de la ciudad. Durante el día, permanece en el Templo, donde enseña al pueblo, que lo escucha con gusto (11,18). Por la noche, se retira con los suyos a Betania, huésped de amigos.

Estamos en el tercer día de su estancia en la ciudad santa, la meta final de su ministerio. Este día es particularmente intenso y comienza con una señal: la higuera seca desde las raíces (11,20-26), símbolo de una vida estéril y del poder de la oración. En el Templo, Jesús se enfrenta a los líderes religiosos, que cuestionan su autoridad para enseñar en ese lugar (11,27-33). A ellos, Jesús les cuenta la parábola de los viñadores asesinos (12,1-12). El destino de Jesús ya está sellado: las autoridades han decidido eliminarlo y solo buscan la ocasión y un pretexto. A continuación, sigue una serie de trampas por su parte para ponerlo en apuros: primero sobre el tributo al César (12,13-17) y luego sobre la resurrección de los muertos (12,18-27). Este es el contexto del pasaje evangélico de hoy.

Puntos de reflexión

1. Perdidos en el laberinto de las leyes

Entonces se le acercó uno de los escribas que los había oído discutir y, viendo cómo les había respondido, le preguntó: ‘¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?’”

Según Mateo y Lucas, este doctor de la Ley también quería poner a prueba a Jesús (Mateo 22,35; Lucas 10,25). ¿Cuál era, en este caso, la trampa? Para la mentalidad común de la época, el gran mandamiento era el tercero del decálogo: la observancia del sábado, ya que el mismo Dios lo había observado después del “trabajo” de la creación (Génesis 2,2). Los adversarios esperaban que Jesús respondiera de esta manera, para luego acusarlo: “Entonces, ¿por qué tú y tus discípulos no respetáis el sábado?”.

Para el evangelista Marcos, sin embargo, la pregunta del escriba era sincera y pertinente. Con la intención de regular toda la vida según la ley de Dios, los rabinos habían identificado 613 preceptos en la Torá (Pentateuco), además de los diez mandamientos: 365 negativos (prohibiciones, correspondientes a los días del año solar) y 248 positivos (prescripciones, correspondientes a los órganos del cuerpo humano, según la creencia de la época). ¡Un auténtico laberinto! En una maraña de leyes así, se sentía la necesidad de discernir lo que era realmente esencial.

2. ¡El amor es la ley!

Jesús respondió: ‘El primero es: “Escucha, Israel! El Señor nuestro Dios es el único Señor; amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas.’”

Jesús no cita ninguno de los diez mandamientos, sino que se eleva del plano legalista al nivel del amor. Rememora la profesión de fe del “Shemá Israel”, “Escucha, Israel” (Deuteronomio 6,4-5, ver primera lectura), la oración que todo judío recita tres veces al día (por la mañana, por la noche y antes de dormir).

El segundo es este: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. No hay otro mandamiento más grande que estos.”

Al “primer” mandamiento, Jesús añade un “segundo” tomado de Levítico 19,18. Esta combinación de textos de la Torá es original y propia de Jesús.

¿Cuál es la relación entre los dos mandamientos? San Agustín comenta: “El amor a Dios es el primero que se manda; el amor al prójimo es el primero, sin embargo, en practicarse”. En el Nuevo Testamento esta síntesis de la ley en dos mandamientos no se menciona en otro lugar y parece inclinarse hacia el amor al prójimo: “Esto os mando: que os améis unos a otros” (Jn 15,17). Para san Pablo, “toda la ley se halla cumplida en un solo precepto: amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Gál 5,14) y “la plena realización de la ley es el amor” (Rom 13,10). El amor al hermano es el espejo y la prueba del amor de Dios. Quien dice amar a Dios y no ama a su hermano es un mentiroso (1 Jn 4,20-21). Los “dos amores” son, en realidad, inseparables.

3. “¡Amarás!”: darle un corazón a la ley

En ambos textos citados por Jesús, la palabra clave es el imperativo “¡Amarás!”. El amor se convierte así en la clave de la Ley. Los dioses paganos deseaban adoradores sumisos, esclavos; el Dios de Jesucristo, en cambio, quiere hijos libres, capaces de amar. El verbo “amar” (ahav en hebreo) aparece en el Antiguo Testamento 248 veces (Fernando Armellini). Es como una cifra simbólica, ya que corresponde al número de preceptos positivos (cosas por hacer), según la tradición rabínica. Podríamos decir que la única cosa que hacer siempre (¡365 días al año!) es amar.

La Torá, emanada del corazón de Dios, había perdido su espíritu original y, en lugar de servir al hombre, se había transformado en un peso gravoso. Jesús vino para devolver al corazón todo lo humano. Ahora, en el corazón de la Ley, ¡podemos redescubrir Su Corazón!

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


El amor desemboca y se concreta en la Misión
Deuteronomio  6,2-6; Salmo  17; Hebreos  7,23-28; Marcos  12,28-34

Reflexiones
En el laberinto de leyes y prescripciones, normas y preceptos contenidos en las Sagradas Escrituras, los rabinos habían catalogado hasta 613 mandamientos. Los habían clasificado minuciosamente en: 248 preceptos positivos (es decir, acciones para cumplir; tantas como los huesos del cuerpo humano), y en 365 preceptos negativos (acciones a evitar, tantas como los días del año). Era obligatorio observarlos todos, aunque algunos preceptos se consideraban graves y otros leves. Las mujeres  -no se comprende bien por qué-  estaban dispensadas de los 248 preceptos positivos. Era difícil aprenderlos todos y, más aún, observarlos. En el intento de una simplificación, algunas escuelas rabínicas discutían quisquillosamente cuáles eran los preceptos más importantes: para algunos, el mandamiento de ‘no tengas otros dioses’; para otros, la observancia del sábado; otros se acogían a la opinión del maestro Hillel: “No hagas a tu prójimo lo que no deseas para ti; esta es toda la ley, lo demás es puro comentario”.

En este contexto se inscribe el diálogo entre el escriba y Jesús sobre “qué mandamiento es el primero de todos” (Evangelio, v. 28). Asistimos a un modelo de diálogo, que se fundamenta en las fuentes y concluye con una coincidencia doctrinal y un aprecio mutuo: “tienes razón”, “había respondido sensatamente” (v. 32.34). Más allá de la forma, lo que más importa es el contenido. Jesús, siguiendo la más pura tradición bíblica (I lectura), pone al principio del camino del creyente la escucha de Dios, el único Señor: “Escucha, Israel…” (shemá, Israel). La fe es, ante todo, escucha y adhesión: el discípulo escucha y cree, se abandona a su Dios amándolo con todo lo que es (corazón, mente, alma, fuerzas). Pero Jesús, sin que se lo pidan, asocia al primero un segundo mandamiento: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (v. 31; Lv 19,18).

Numerosos textos del Nuevo Testamento (los tres evangelistas sinópticos, Juan, Pablo…) subrayan la similitud de los dos mandamientos del amor a Dios y del amor al prójimo sobre la base común del amor. Es más, la síntesis de los mandamientos se concentra en el amor al prójimo: “Esto les mando: ámense unos a otros” (Jn 15,17); el distintivo típico de los discípulos de Jesús es el mandamiento nuevo: “si se tienen amor los unos a los otros” (Jn 13,34.35). Para San Pablo “toda la ley alcanza su plenitud en este solo precepto: amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Gal 5,14); “la caridad es la ley en su plenitud” Rm 13,10).

El motor de la vida del cristiano es el amor. Porque “Dios es amor” (1Jn 4,16). El cristianismo no es una religión hecha de prohibiciones o de teorías; es, ante todo, un camino de amor. Los ritos y los sacrificios tienen un valor secundario respecto del mandamiento del amor: amar vale más (Mc 12,33). “Ama, y haz lo que quieras”, afirmaba S. Agustín. El cristianismo es un camino de vida; un amor que se entrega hasta el extremo (Jn 13,1); un amor que se hace misión y servicio hasta dar la vida en rescate por los demás (Mc 10,45). Para que todos tengan vida en abundancia (Jn 10,10): los de cerca y los de lejos, en especial los pobres y los débiles. Para bien de todos: amigos y enemigos. Así como Jesús, que se ha ofrecido a sí mismo y ahora vive para interceder (II lectura), también el cristiano se ofrece a sí mismo por los demás. . Del conocimiento y experiencia de Dios-Amor, revelado en Cristo, nace su anuncio misionero a todos.

Es necesario hacer también la aplicación eclesial y misionera del mandamiento del amor, como la hizo el card. Dionisio Tettamanzi, arzobispo emérito de Milán: “Considero como muy oportuna y estimulante la relectura eclesiológica del mandamiento bíblico «ama a tu prójimo como a ti mismo», que, rigurosamente hablando, se conjuga así: «ama la parroquia de los demás como la tuya, la diócesis de los demás como la tuya, la Iglesia de otros países como la tuya, la agrupación de los otros como la tuya, etc.». ¿Acaso estoy exagerando y refugiándome en una especie de sueño, o, más bien, estoy proclamando la belleza y la audacia de nuestra fe? No hay dudas: en el mysterium Ecclesiae esto es posible, es un deber: no solamente en las intenciones y en la oración, sino también en lo concreto de la acción. Noto que precisamente en las realidades de cada día podemos captar el íntimo e inseparable vínculo entre comunión y misión, entre misión y comunión. Son absolutamente inseparables: simul stant vel cadunt (juntas se sostienen de pie o caen)”.

P. Romeo Ballan, MCCJ


ATEÍSMO SUPERFICIAL OLVIDAR LO ESENCIAL
Marcos 12, 28-34

José Antonio Pagola

Son bastantes los que, durante estos años, han ido pasando de una fe ligera y superficial en Dios a un ateísmo igualmente frívolo e irresponsable. Hay quienes han eliminado de sus vidas toda práctica religiosa y han liquidado cualquier relación con una comunidad creyente. Pero ¿basta con eso para resolver con seriedad la postura personal de uno ante el misterio último de la vida?

Hay quienes dicen que no creen en la Iglesia ni en «los inventos de los curas», pero creen en Dios. Sin embargo, ¿qué significa creer en un Dios al que nunca se le recuerda, con quien jamás se dialoga, a quien no se le escucha, de quien no se espera nada con gozo?

Otros proclaman que ya es hora de aprender a vivir sin Dios, enfrentándose a la vida con mayor dignidad y personalidad. Pero, cuando se observa de cerca su vida, no es fácil ver cómo les ha ayudado concretamente el abandono de Dios a vivir una vida más digna y responsable.

Bastantes se han fabricado su propia religión y se han construido una moral propia a su medida. Nunca han buscado otra cosa que situarse con cierta comodidad en la vida, evitando todo interrogante que cuestionara seriamente su existencia.

Algunos no sabrían decir si creen en Dios o no. En realidad, no entienden para qué puede servir tal cosa. Ellos viven tan ocupados en trabajar y disfrutar, tan distraídos por los problemas de cada día, los programas de televisión y las revistas del fin de semana que Dios no tiene sitio en sus vidas.

Pero nos equivocaríamos los creyentes si pensáramos que este ateísmo frívolo se encuentra solamente en esas personas que se atreven a decir en voz alta que no creen en Dios. Este ateísmo puede estar penetrando también en los corazones de los que nos llamamos creyentes: a veces nosotros mismos sabemos que Dios no es el único Señor de nuestra vida, ni siquiera el más importante.

Hagamos solo una prueba. ¿Qué sentimos en lo más íntimo de nuestra conciencia cuando escuchamos despacio, repetidas veces y con sinceridad estas palabras?: «Escucha: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todas tus fuerzas». ¿Qué espacio ocupa Dios en mi corazón, en mi alma, en mi mente, en todo mi ser?

OLVIDAR LO ESENCIAL

Amarás a tu prójimo como a ti mismo Mc 12, 28-34

Se ha dicho que el hombre contemporáneo ha perdido la confianza en el amor. No quiere «sentimentalismos» ni compasiones baratas. Hay que ser eficaces y productivos. La cultura moderna ha optado por la racionalidad económica y el rendimiento material, y tiene miedo al corazón.

Por eso, en la sociedad actual se teme a las personas enfermas, débiles o necesitadas. Se las encierra en las instituciones o se les encomienda a la Administración, pero nadie las quiere cerca.

El rico tiene miedo del pobre. Los que tenemos trabajo no deseamos encontramos con quienes están en paro.

Nos molestan todos aquellos que se nos acercan pidiendo ayuda en nombre de la justicia o del amor.

Se levantan entre nosotros toda clase de barreras. No queremos cerca a los gitanos. Miramos con recelo a los africanos porque su presencia parece peligrosa. Cada grupo y cada persona se encierra en sí mismo para defenderse mejor.

Queremos construir una sociedad progresista basándolo todo en la rentabilidad, el crecimiento económico, la competitividad. Recientemente, una inmobiliaria publicaba el siguiente anuncio: «Nuestra filosofía reposa sobre cuatro principios: rentabilidad inmediata, seguridad de emplazamiento, fiscalidad ventajosa y constitución de un patrimonio generador de plus valía».

Naturalmente, en esta filosofía ya no tiene cabida «el amor al prójimo». Los mismos que se dicen creyentes, tal vez, hablan todavía de caridad cristiana pero terminan más de una vez instalándose en lo que Karl Rahner llamaba «un egoísmo que sabe comportarse decentemente».

Pero lo importante no son las palabras, sino los hechos. Si queremos ser fieles al principal mandato del Evangelio, los cristianos hemos de ir descubriendo constantemente las nuevas exigencias y tareas del amor al prójimo en la sociedad moderna.

Amar significa hoy afirmar los derechos de los parados antes que nuestro propio provecho. Renunciar a pequeñas y mezquinas ventajas para contribuir a una mejora social de los marginados. Arriesgar nuestra economía para solidarizarnos con causas que favorecen a los menos privilegiados. Dar con generosidad parte de nuestro tiempo libre al servicio de los más olvidados. Defender y promover la no-violencia como el camino más humano para resolver los conflictos.

Por mucho que la cultura actual lo olvide, en lo más hondo del ser humano hay una necesidad de amar al necesitado, y de amarlo de manera desinteresada y gratuita. Por eso es bueno que se sigan escuchando las palabras de Jesús: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón… Amarás a tu prójimo como a ti mismo».
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El testamento de Jesús

Comentario a Mc 12, 28-34

El capítulo 12 de Marcos, que estamos leyendo estos domingos, nos sitúa en el medio de las polémicas definitivas de Jesús con los líderes de su tiempo, antes de que todo concluya violentamente en Jerusalén. De alguna manera, este texto cumple la misma función que los capítulos 13-17 del evangelio de Juan. Es decir, estamos ante una especie de testamento. Después de todo lo dicho y hecho por Jesús en Galilea, Samaria y Judea, ¿qué nos queda como enseñanza básica, como punto de referencia? El amor en su doble cara: Dios y prójimo.

Dos en vez de uno

Según Marcos, a Jesús se le pregunta por principal mandamiento, pero él responde, no con uno sino con dos, uniendo dos citas del Antiguo Testamento: Dt 6,5 y Lv 19,18. La primera cita proclama la soberanía de Dios y la segunda hace referencia al amor al prójimo. Uniendo estas dos citas, Jesús nos está revelando que amor a Dios y amor al prójimo son dos caras de la misma moneda, dos dimensiones fundamentales de toda vida humana.

La importancia de reconocer la paternidad de Dios

Jesús recuerda la famosa “shemá”, un texto que los judíos sabían de memoria y recitaban todos los días, como fruto de su experiencia religiosa. Para los judíos reconocer a Dios como Padre de su historia era tan importante como para un hijo reconocer a su padre. Los que trabajan con jóvenes hablan de lo importante que es para el desarrollo de un joven tener una relación sana con su padre. Nadie viene a la vida por sí mismo, todos debemos nuestro ser a un padre que nos engendró. No reconocer eso es como construir una casa sin fundamentos. Si esa relación está dañada o no es reconocida, el joven no logra crecer armónicamente. De la misma manera, me atrevo a decir que si no reconocemos la paternidad de Dios, como origen supremo de la vida y meta hacia la que caminamos, algo se tuerce en nuestra vida, algo queda incompleto.

Nuestro tiempo, marcado por una especie de ateísmo práctico y teórico generalizado, parece ignorar esta realidad, pero creo que los creyentes encontramos mucho sentido y alegría al escuchar el texto que hemos heredado de los judíos: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”. Eso da pleno sentido a nuestra vida de hijos agradecidos por la vida recibida como un don.

El amor a todo lo que existe

Por otra parte, amar a Dios es amarnos a nosotros mismos, nuestro origen, y nuestra meta; amar todo lo que existe juntamente con nosotros; amar, sobre todo, a los seres humanos como parte de nosotros mismos y de este Dios Padre. Sobre esta dimensión, les comparto las palabras de San Agustín:

“Creo que ésta es la perla que buscaba el comerciante descrito en el Evangelio, que, al encontrarla, vendió todo lo que tenía y la compró (Mt 13, 46). Esta es la perla preciosa: la caridad. Sin ella de nada te sirve todo lo que tengas; si solo posees ésta, te basta (…) Puedes decirme: no he visto a Dios; pero ¿puedes decirme: no he visto al hombre? Ama a tu hermano. Si amas a tu hermano que ves, también verás  a Dios, porque verás la caridad”.

Antonio Villarino, mccj

Vivir y habitar en la comunión de los Santos

Reflexión sobre la Solemnidad de Todos los Santos y la Conmemoración de todos los Fieles Difuntos

1. A comienzos de noviembre, cuando terminan las cosechas en el hemisferio norte y la naturaleza comienza su descanso, los árboles se tiñen de tonos otoñales y las puestas de sol, serenas y algo melancólicas, invitan a mirar a lo lejos… la tradición cristiana dedica un momento especial de comunión con quienes nos precedieron en el peregrinaje de la vida. Este período comienza el primero de noviembre con la celebración de la solemnidad de Todos los Santos, conocida también como Día de Todos los Santos. Esta festividad fue instituida por el Papa Gregorio IV en el año 835, pero sus raíces se remontan al siglo IV, con la conmemoración colectiva de los mártires cristianos. En esta fiesta, que une la tierra y el cielo, nos alegramos con esa “inmensa multitud, que nadie podía contar, de toda nación, tribu, pueblo y lengua” contemplada por Juan en el Apocalipsis (7,9).

2. Al día siguiente de Todos los Santos, el 2 de noviembre, celebramos la Conmemoración de todos los Fieles Difuntos, una tradición surgida en el ámbito monástico en el siglo X. Fue el abad benedictino San Odilón de Cluny quien la introdujo en el año 998, asociándola a Todos los Santos. Esta celebración se difundió gradualmente hasta extenderse a toda la Iglesia católica en el siglo XIII. La memoria de los fieles difuntos es, aún hoy, una de las conmemoraciones más sentidas, caracterizada por la oración – en particular la celebración eucarística –, la visita al cementerio, la decoración de las tumbas con flores y el encendido de velas. La atención hacia familiares y amigos difuntos continúa a lo largo de todo el mes de noviembre.

3. En este contexto, parece oportuno hacer mención de la festividad de Halloween, celebrada el 31 de octubre y vinculada a Todos los Santos y a la memoria de los Fieles Difuntos, creando así una especie de “triduo”. Halloween es la contracción del inglés “All Hallows’ Eve”, es decir, “víspera de Todos los Santos”. Esta conmemoración, nacida en el contexto cristiano occidental, se ha transformado a lo largo de los siglos en una celebración laica, a menudo influida por costumbres paganas y con rasgos macabros, a veces inquietantes, asociados al esoterismo y al satanismo. Propagada en América por colonos irlandeses y escoceses, se ha difundido a muchas otras culturas entre finales del siglo XX y principios del XXI, convirtiéndose en una festividad de carácter carnavalesco. Presentada a menudo como una inocente fiesta infantil, en realidad constituye una forma de neocolonialismo cultural con fines comerciales, que corre el riesgo de vaciar de sentido las festividades cristianas y de banalizar la realidad de la muerte, que se ha convertido en un tabú en nuestra sociedad.

4. La comunión de los Santos es una de las realidades más bellas de nuestra fe. Todos los Santos nos abre las puertas del Paraíso para contemplar la alegría y felicidad de todos nuestros hermanos y hermanas – de todo tiempo y lugar, religión y creencia, lengua, raza, pueblo y nación – que gozan de la gloria celestial. No se trata solo de los “santos de al lado” o de los cristianos que han llegado a la patria celestial, sino de todos los miembros del Reino de Dios, santificados por la sangre del Cordero (Ap 7,14).

5. La “comunión de los santos” no es un vínculo ideal o abstracto, sino una realidad muy concreta. Los santos, habitantes del Paraíso, no viven “en descanso eterno” ignorando nuestros sufrimientos y luchas cotidianas contra el mal. En el Cielo no hay ociosidad, sino actividad. Si el Padre “siempre está actuando” (Jn 5,17), ¿cómo podrían sus hijos permanecer inactivos, indiferentes a nuestra lucha? Vivir y habitar en la comunión de los santos significa tomar conciencia de esta maravillosa solidaridad, abrirnos y participar en la acción del Cielo sobre la tierra.

6. La comunión no estaría completa sin pensar en nuestros hermanos y hermanas difuntos que aún no han alcanzado la visión beatífica, meta y supremo anhelo del corazón humano. Este es el significado de la Conmemoración de todos los Fieles Difuntos, que sigue a Todos los Santos. La Iglesia peregrina en la tierra los recuerda con cariño, ora por ellos con confianza y participa en su purificación mediante su intercesión. Cada vez que celebramos la Eucaristía los recordamos en la oración eucarística: “Acuérdate también de nuestros hermanos y hermanas que se durmieron en la esperanza de la resurrección y, en tu misericordia, de todos los difuntos: admítelos a la luz de tu rostro” (Plegaria Eucarística n. 2).

7. En esta ocasión, se nos anima a recordar con mayor frecuencia y solicitud fraterna a todos los fieles difuntos, especialmente a nuestros familiares y amigos con quienes compartimos una relación de afecto y gratitud. Es una oportunidad para fortalecer nuestro vínculo de comunión con ellos, ya que la muerte no rompe los lazos de amor, sino que los purifica y fortalece. Aunque el recuerdo de algunas personas pueda ser doloroso debido a los sufrimientos e injusticias padecidos, este período puede representar un tiempo de gracia para reconciliarnos con ellas, sanar nuestras heridas y apaciguar nuestros recuerdos. A la luz del Amor, ellos mismos ahora son bien conscientes del mal cometido y, arrepentidos, imploran nuestro perdón y rezan por nosotros.

8. Las celebraciones del 1 y 2 de noviembre, prolongadas durante todo el mes con la memoria de nuestros queridos difuntos, son una proclamación de nuestra fe pascual. La gracia de estas celebraciones nos permite profesar con mayor consciencia: “Creo en la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna”. Además, la inmersión en la Vida de Cristo Resucitado, primicia de los vivos, exorciza nuestro miedo a la muerte. La esperanza cristiana nos conduce en un proceso de transfiguración de la muerte hasta que, como San Francisco, podamos considerarla “hermana muerte”.

9. La contemplación de los santos y la experiencia de comunión con los difuntos nos lleva a confrontar nuestra vida con la futura y definitiva. La belleza de la comunión de los santos, si se vive realmente, nos impulsa a cambiar nuestros parámetros de vida: el cristiano que mira al Cielo no permite que los criterios mundanos guíen su existencia. Si nuestra mirada está iluminada por la Luz, nos comprometemos a colaborar para la realización del Reino de Dios en la tierra, promoviendo la paz, la justicia y la fraternidad universal.

10. En cuanto al Purgatorio, es necesario purificar esta doctrina de las visiones acumuladas en el imaginario cristiano a lo largo de los siglos. Después de la muerte, nos encontramos fuera del tiempo y del espacio, y no es posible “imaginar” el Purgatorio, sino sólo concebirlo. El Catecismo de la Iglesia Católica trata este tema de forma sobria, pero esencial (nn. 1030-1032), hablando de “purificación final o purgatorio”. San Pablo, en 1 Corintios 3,10-17, dice que “el fuego probará la calidad de la obra de cada uno” y que algunos se salvarán “como pasando a través del fuego”. Sin embargo, todo en Dios es gracia. ¡Incluso el Purgatorio! Es el suplemento de misericordia para hacernos “amor puro”. Podemos pensar que el “fuego purificador” es el fuego del Espíritu, que continúa en nosotros su obra de santificación y, al mismo tiempo, el fuego de la pasión de nuestra alma, que anhela la visión beatífica y sufre al sentirse aún “lejos”. Porque “fuerte como la muerte es el amor, tenaz como el reino de los muertos es la pasión: ¡sus llamas son llamas de fuego, una llama divina!” (Cantar de los Cantares 8,6).

P. Manuel João Pereira Correia, mccj