Fecha de nacimiento: 23/07/1907
Lugar de nacimiento: Giustino di Pinzolo TN/I
Votos temporales: 07/10/1944
Votos Perpetuos: 07/10/1950

Llegada a México: 1949
Fecha de fallecimiento: 27/07/1984
Lugar de fallecimiento: Verona/I

El 30 de enero de 1942 Higinio Olivieri, de 35 años, redactaba con letra clara y sin errores de ortografía, su solicitud de ingresar al Instituto.

Decía en la carta: Desde hace años me siento llamado a ingresar en el Instituto para las Misiones de África. Pero circunstancias familiares no me han permitido hasta ahora seguir mi ideal.

Finalmente, libre de todo compromiso, nada me impide ya dedicar mi vida al servicio de Dios. Lo que me motiva a presentar mi petición de ser aceptado en el Instituto como hermano coadjutor es únicamente el deseo de trabajar por la salvación de las almas y por mi propia santificación.

Que no eran palabras que salían de la pluma sino del corazón y expresaban los anhelos más profundos de todo su ser, lo dirán elocuentemente sus 40 años de vida religiosa.

En agosto de 1984, al recibir, en La Paz, B.C., la noticia de la muerte de este Hermano, Mons. Giordani escribió: Conocí al Hermano Olivieri en el lejano 1947, en Venegono, donde él estaba al servicio de la comunidad del noviciado como encargado de traer las provisiones.

Hombre de obediencia, sencillo, disponible para todos los servicios y querido por todos: un religioso ejemplar.

Más de una vez lo he visto llegar, ya noche, con su carreta. Traía un poco de todo. Traía frutas, queso, un barrilito de vino… Contento cuando lo había conseguido barato; más contento si lo habían regalado los bienhechores del Instituto.

Descargaba las provisiones acomodando todo en la despensa. Luego, antes de cenar él, daba de comer a la bestia. Él se conformaba con cualquier cosa. De ordinario le bastaban las sobras.

Pero, eso si, no faltaba de hacer su visita al Santísimo en la capilla y la lectura espiritual. Era el último en acostarse para luego levantarse puntualmente a las cinco de la mañana, pues era el encargado de despertar a la comunidad.

Volví a encontrar al Hermano diez años después, en la Misión de Baja California. Siempre el mismo religioso ejemplar, fiel en las cosas de Dios y disponible para el servicio a los demás.

El Hno. Olivieri llegó a la Misión de Baja California con el segundo grupo de combonianos, a fines de 1949. Fue asignado a la parroquia de Ntra. Sra. de La Paz y trabajó posteriormente en las misiones de San Antonio y Santiago.

De los veinte años que permaneció al servicio de la Misión casi no se conservan documentos en el archivo de la Provincia. Sí, en cambio, había de permanecer viva en la memoria de todos la imagen de este Hermano, sencillo como un niño, despreocupado de sí mismo y atentísimo con los demás, de una caridad auténtica y que no se desmintió nunca.

Basten dos testimonios del P. Adami que fue su superior por largos años en San Antonio y que en 1959 escribía al Provincial: El Hno. Olivieri no conoce ningún oficio, pero es bueno, es obediente, es servicial. Siempre solícito para el servicio de la iglesia y disponible para todas las incumbencias de la casa.

En su trato con la gente sabe darse a respetar como religioso y, sobre todo, es un misionero que no tiene pretensiones y que se conforma con cualquier cosa. Con él se vive en paz.

Un año después, al nuevo provincial, P. Turchetti: Lo siento mucho que el Hermano tenga que salir de vacaciones. No por él, que las necesita y tiene derecho a ellas, sino por nosotros que con su salida vamos a perder un tesoro.

No será fácil encontrar a otro como él. No conoce ningún oficio, pero es de una caridad exquisita. Es servicial y de su boca no sale nunca una palabra de queja.

En 1963 el Hermano empezó a notar cierta nebulosidad en la vista y hubo necesidad de ver a un oculista para que le adaptara lentes.

¿Serían los primeros síntomas de la diabetes, la enfermedad que, con el tiempo, se revelaría grave y lo había de acompañar toda la vida?

En 1970 un agotamiento físico con síntomas constantes de cansancio y una postración general aconsejaron su regreso a Italia para atenderse. La presencia de glucosa en la sangre que había alcanzado índices alarmantes en septiembre de 1970, no se pudo ya controlar del todo y con sus altibajos no dejó de preocupar durante años.

Pronto su estado de salud se complicó con los síntomas del mal de Parkinson. En 1971 él informaba al provincial que con los medicamentos le estaban controlando la diabetes. Ya no sentía el cansancio de antes. Las fuerzas le permitían ahora prestarse para ciertos servicios y de hecho no paraba en todo el día.

Lo que empezaba a notar, en cambio, era un temblor constante en la mano derecha. Nada grave, pero que los médicos interpretaban como síntomas del mal de Parkinson. En los primeros meses había experimentado también molestias y dolor en las extremidades de los dedos. Las molestias poco a poco habían desaparecido con los medicamentos, pero persistía el temblor de la mano.

Ningún medicamento pudo controlar el mal que se fue agravando al grado que en 1974 ya se le dificultaba escribir y en los últimos años tuvo que usar la máquina para redactar sus cartas. Con el tiempo, debilitándosele más su estado físico, le costaba trabajo también escribir en máquina y lo obligaba a hacerlo a intervalos, con frecuentes interrupciones.

El 6 de enero de 1972 el Card. Miranda consagraba el altar e inauguraba la Capilla Mártires de Uganda en la Moctezuma. Se pensaba ahora que el Hermano, aun con sus problemas de salud, podría encargarse de la capilla como sacristán y que le daría gusto saber que en la provincia todos deseaban que volviera a México. Así se lo comunicó el provincial el 11 de Enero de 1972.

Al Hermano le conmovió esta señal de aprecio: Su carta me ha consolado mucho -escribió al provincial- aún cuando no me reconozco merecedor de la estimación que me tienen los hermanos.

En un primer momento se había fijado la salida Roma – México para el 17 de abril. Pero luego, por un olvido del encargado de los trámites, hubo de aplazar la fecha.

Dejar a los familiares, ancianos todos, enfermos algunos de ellos y con la previsión de no volverlos a ver, iba a ser una despedida dolorosa y a él lo puso en un conflicto penoso.

Con la confianza y sencillez de un niño, le abre el corazón al provincial y le describe la tormenta que se ha desatado en su alma: Me ha sacudido en estos días una fuerte tentación de desaliento. No le ocultaré que he llorado a solas ante el Sagrario y he regado con lágrimas mi crucifijo de misionero.

No han faltado quienes me echaron en cara que es una falta de piedad dejar a los familiares en las presentes circunstancias para volver a la Misión. Mis familiares, como buenos cristianos que son, no se oponen a mi salida. Pero no deja de inquietarme a mí la duda de si no será tentar a Dios volver a México con la salud quebrantada.

Pidió consejo al P. Capovilla, que se encontraba en S. Tomio y era el probus vir de la provincia italiana.

La palabra del P. Capovilla lo tranquilizó: Aténgase al veredicto del médico. Si él le da semáforo verde, vea en esto la voluntad de Dios que lo quiere otra vez en México.

A finales de abril el médico, visto el resultado de los últimos análisis, no puso dificultad ninguna. Sólo recomendaba ciertas precauciones durante el viaje.

A la hora de volver a México el Hermano recibió muestras de admiración por su servicio abnegado con los enfermos en Verona. Había dejado admirados a todos con su actuación. Su disponibilidad y caridad exquisitas llegaron a ser proverbiales en la Casa Madre.

Volvió a México y residió un año en la casa de la Moctezuma, encargándose de la capilla Mártires de Uganda como sacristán y prestándose para una infinidad de servicios en la comunidad, solícito con los demás como había sido siempre.

Un año después, en junio, múltiples circunstancias aconsejaron su regreso a Italia para atenderse nuevamente en Verona. El cansancio constante, consecuencia de la diabetes, lo limitaba cada día más en sus actividades. El no poder ya esmerarse como lo hacía antes en sus atenciones con los demás, lo hacía sufrir visiblemente. Empezó a inquietarlo también el temor de ser una carga para la comunidad y esto le quitaba la serenidad.

Regresó a Italia. Los once años de calvario que le quedaban todavía y que pasó en el Centro para enfermos, en Verona, fueron de santificación para él y de edificación para los demás.

Los que convivieron con él en los últimos años habrán sido testigos de otros detalles edificantes. Los más íntimos hablan de pruebas interiores con las que acostumbra Dios purificar a sus elegidos.

En todos ha quedado la convicción de que este Hermano, en su sencillez, ha vivido con heroísmo la vocación auténtica del cristiano, que es el amor.

P. Domingo Zugliani


El hermano Higino es uno de esos religiosos que debe haber dado mucho consuelo a sus superiores (y también al Señor, como consecuencia). “Un buen religioso que va a todas partes y se adapta a todas las circunstancias, regido por los principios de la fe. No tiene muchas habilidades pero es humilde, dócil, obediente” (Padre Patroni). “Un elemento excelente desde el punto de vista de la vida religiosa; no de muchos talentos, pero a cambio inestimable para los oficios de la casa a los que a otros les cuesta adaptarse. Sumisión y docilidad al máximo” (Padre Sassella). Estos fueron los juicios al comienzo de la vida religiosa del Hermano Olivieri y cuando ya estaba en misión. Como puede ver, hay un crescendo: se pasa de lo bueno a lo excelente.
El H. Olivieri no esperó a ser mayor para hacerse santo. Ya en su certificado de licenciatura de la escuela popular que obtuvo en 1921, a la edad de 15 años, está escrito: conducta encomiable, diligencia constante. muy buena religión. En su vida sólo trabajó como sacristán, portero y cocinero, pero puso tal carga de amor y fe en ello que, según los hermanos que estuvieron cerca de él, no se diferenciaba en lo más mínimo de otros cocineros, porteros y religiosos sacristanes que hoy veneramos en los altares.

El más humilde

El Hno. Olivieri aprendió la virtud de la humildad incluso antes de entrar en los combonianos, precisamente cuando iba de una granja a otra de su pueblo con una carretilla de afilar tijeras y cuchillos. Pequeño, frágil, a veces sufría las burlas de los mocosos o las comisiones de trabajo más por compasión que por necesidad. Después de su servicio militar, fue a Monza al Oratorio SS. Redentore, dirigido por los Salesianos. Allí aprendió el oficio de mecánico; y allí le esperaba el Señor.
La oportunidad fue … una pieza de recambio para un coche. El 22 de enero de 1942 escribió desde Monza: “Sólo ahora estoy en posesión de las piezas que me pidió el hermano Mario Stefanoni. El precio es un poco desorbitado, pero se debe al momento crítico (estábamos en plena guerra). El domingo 25 vendré a Venegono Superiore para traerlos, así que también podré hablar de otras cosas de mi lado espiritual”. El superior de Venegono le escuchó y escribió inmediatamente a su párroco en Pinzolo y a su asistente en el Oratorio. Esto era una señal de que el joven le había causado una excelente impresión, aunque su edad algo avanzada le había planteado algunas perplejidades. De vuelta a Monza, Igino anotó las razones de su retraso en seguir la llamada del Señor. “Monza, 30 de enero de 1942. Reverendísimo Padre, el infrascrito Olivieri Igino, hijo del difunto Albino y de la difunta Maria Maganzini, nacido en Giustino (Trento) el 23 de julio de 1907, desde hace varios años se siente llamado al Instituto de las Misiones Africanas . Los compromisos familiares me impidieron alcanzar mi ideal. Por fin todo obstáculo está felizmente superado y para satisfacción también de mi familia puedo ponerme al completo servicio del Señor. Por eso pido humildemente ser admitido en vuestro Instituto como hermano coadjutor, con la intención de dedicarme así a la salud de las almas y procurar más fácilmente mi santificación”.
Mientras tanto, también llegaron declaraciones del párroco y del rector del Oratorio. “Mi feligrés Olivieri Igino es en todo sentido digno de entrar en el noviciado. Es de buen carácter, humilde y sumiso, su conducta moral es intachable; reza y comulga”, respondió el primero. La segunda: “Me parece que hay que bendecir a Dios por la vocación del joven Olivieri. Es de una piedad distinguida. En el Oratorio mantiene la clase de doctrina con pasión. Es humilde (se subraya n.d.r. humilde) y por tanto de una obediencia a ultranza. Tiene un carácter jovial y tampoco le falta salud. Todo el mundo puede hablar bien de él”.

Vir simplex et rectus

Los papeles estaban en orden. El 4 de marzo de 1942, Igino fue recibido en el noviciado de Venegono. Siete meses después tomó el hábito y dos años más tarde, el 7 de octubre de 1944, emitió sus primeros votos.
“Han pasado dos años de noviciado -escribió en su solicitud de votos- y todavía no me veo preparado para el gran paso que voy a dar, pero estoy seguro de que el Señor aceptará mis miserias. Acabo de vislumbrar lo que es la vida religiosa y misionera del hermano coadjutor: es mi … “.
A pesar de su edad, tuvo que esperar cinco años antes de ir a la misión. Los superiores, de hecho, lo nombraron portero y derrochador de la casa de Venegono. “Conocí al hermano Olivieri en 1947 en Venegono”, escribió el padre Giordani. Llevaba un par de años profesando. Lo mantuvieron allí por derrochador. Un querido hermano, ‘vir simplex et rectus’. Siempre dispuesto a la obediencia y disponible para servir a sus hermanos. Un religioso ejemplar. Más de una vez lo vi llegar a casa en su carro a altas horas de la noche. Ahora venía con un barril de vino, ahora con una caja de fruta, ahora con una rueda de queso. Feliz cuando había obtenido un gran descuento y más feliz cuando le habían entregado la mercancía. Habiendo llevado todo a la despensa, pensó primero en darle la cena al caballo y luego en su estómago. Ciertamente no era delicado. Se contentaba con lo que le sobraba. Era otra cena la que más le preocupaba: la del alma. Iba a la capilla para hacer la visita y luego la lectura espiritual, y a veces añadía un poco de “la vida del santo”. Sólo entonces podía irse contento a la cama; una cama de la que sería el primero en salir a las cinco de la mañana, porque tenía que sonar el despertador”.
Un episodio que muchos recuerdan: un día el hermano Igino volvía en su calesa al instituto. Llovía como Dios manda. Las calles estaban desiertas y las puertas de las casas enrejadas. En un momento dado, en medio de la lluvia que traía el viento, vislumbró una silueta que se movía con dificultad, casi zarandeada aquí y allá. Al llegar a ella en la calesa, se dio cuenta de que se trataba de una buena mujer que acudía a la casa de los misioneros de vez en cuando para llevar alguna ofrenda o prestar ayuda. La mujer también se fijó en él y le pidió que le llevara. ¡Llevando a una mujer en una calesa! ¡Eso estaba prohibido por la norma! Pero en ese momento, la caridad, que es la mayor de las virtudes, estaba en juego. El hermano Igino lo comprendió inmediatamente, detuvo el caballo y recogió a la mujer que estaba empapada como una esponja. Entonces, recordando las reglas de prudencia que su buena madre primero, y su padre maestro después, le habían inculcado, dijo a la mujer: “Recemos tres avemarías por la santa pureza”. Llevó a la pobre mujer atrapada en el huracán hasta la puerta y la saludó con una hermosa alabanza a Jesucristo. La mujer regresó a su casa feliz y edificada por el comportamiento de tan santo religioso.

En la Baja California

El 12 de noviembre de 1949, el H. Igino Olivieri partió hacia México. Su destino fue La Paz B.C. Allí permaneció hasta 1974, cuando tuvo que regresar definitivamente a Italia para … a los enfermos. Durante sus 25 años en México, recorrió todas las casas de nuestra provincia, siempre como sacristán, portero y cocinero. En todos ellos dejó el ejemplo de un hombre humilde, obediente y pobre. Un día el padre maestro de los novicios mexicanos dijo: “Siento que el hermano Olivieri tenga que ir a Italia por enfermedad; su ejemplo era un sermón continuo para estos buenos jóvenes, ciertamente más eficaz que mis exhortaciones”. El padre Giordani continuó: “He vuelto a ver al hermano aquí en la Baja California. Siempre él: fiel a Dios y útil a los hermanos… hermanos y fieles. Los antiguos monaguillos de La Paz aún lo recuerdan, nuestro Padre Bruno Adami y su gente de San Antonio, donde pasó la mayor parte del tiempo en California, lo recuerdan con nostálgico cariño y admiración. Su recuerdo es una bendición. Que el Señor nos envíe muchos de estos hermanos. No importa si no tienen títulos”. “Cada vez estoy más contento con mi vocación religiosa y misionera”, escribió el hermano Igino de La Paz al solicitar los votos perpetuos. Y luego: “El Señor mantiene vivo en mí el deseo de trabajar y sacrificarme por las almas en ese oficio al que me destinó la santa obediencia. Por lo tanto, deseo pasar toda mi vida en el cumplimiento de la santa voluntad de Dios expresada por mis superiores”. Fue fiel a esta intención, que realizó plenamente y cada día con mayor perfección.

Sufrimiento aceptado

Los últimos diez años de su vida los dedicó a aceptar el sufrimiento como elemento indispensable y complemento de la actividad misionera. Ya durante sus últimas vacaciones en Italia, de 1969 a 1972, tuvo que someterse a un intenso tratamiento por la aparición de la diabetes. A pesar de sufrir, se había ofrecido como voluntario para ayudar al padre Sacco en Venegono. “Para mí fue una verdadera alegría poder ejercer la caridad fraterna. Ahora estoy mejor y tengo el visto bueno para ir a México donde seré sacristán. Ya he informado a mi familia de mi inminente partida. Se resignan de acuerdo con el Evangelio; incluso mi hermano mayor de 82 años me ha bendecido aunque al principio lo aceptó a regañadientes”, escribió al Padre General. A la diabetes se sumó la enfermedad de Parkinson con el consiguiente temblor que le impedía casi cualquier actividad manual. No sólo eso, sino que a las dolencias físicas se sumaban las cruces morales: un gran temor a ir al infierno, a no corresponder a la gracia del Señor. Fue una época de enorme sufrimiento y purificación interior. Sus allegados constataron la obra del Señor en aquella alma que iba a convertirse en una imagen perfecta de Cristo. Fr. Igino también aceptó esta prueba con humildad, sin protestar e intensificó su oración. La peregrinación a Nuestra Señora de Lourdes con todos los ancianos y enfermos de la casa fue un atisbo de paraíso en su agitada vida. “Me di cuenta de que la Virgen no quiere quitarnos el sufrimiento, sino que quiere que lo valoremos… No te prometo hacerte feliz en esta vida, le dijo la Virgen a Bernadette, pero en la próxima sí’. Regresó a Verona fortalecido en espíritu. “Ahora soy monaguillo del buen Padre De Negri que celebra en un sillón pero con una devoción tal que edifica y conmueve. Estamos muy encariñados con el amor de Jesucristo” (carta al Padre General) . El Padre De Negri le precedió a la casa del Padre y también muchos otros del segundo piso de Verona. Con cada partida era una nueva pena y una nueva esperanza: ‘nos espera en el cielo, nos gana por poco’. Con estos sentimientos llegó julio de 1984. El Hermano comenzó a caer. Fue trasladado al hospital de Negrar, pero pronto se dio cuenta de que esta vez no lo lograría. Intercalando oraciones y actos de ofrenda (en los últimos meses el Señor también le quitó sus angustias espirituales) acogió a la hermana muerte con esa sencillez de las almas que ya ven a Dios en esta tierra. La humildad, la obediencia y la sencillez son los tres grandes tesoros que Fr. Igino Olivieri deja a los hermanos que aún luchan en esta tierra. 

P. Lorenzo Gaiga
Del Boletín Mccj nº 143, octubre de 1984, pp. 70-73.