A propósito del Día del Niño Africano…

Por: P. Pedro Pablo Hernández, desde Etiopía

“¿Cuánto me cobras por lustrar?”, le pregunté al chico que se acercó con su caja de bolear en la mano y me señaló con el dedo los zapatos mientras caminaba por la orilla del lago. Me dijo que 20 birrs, en la moneda local (que equivalen a menos de 40 centavos de dólar). Me senté en el banco y le pregunté: “¿Y cuánto me cobras por lustrar un sólo zapato?”. Abrió los ojos sorprendido, sin saber qué responder inmediatamente….. Creo que es la primera vez que una persona le pide que le lustre uno sólo. Así que le dije, mostrándole el lateral de mi zapato izquierdo: “Mira, sólo tengo este sucio que metí accidentalmente en el barro delante de una capilla a la que fui el domingo pasado”. El limpiabotas reaccionó y, con la inocencia de un niño de su edad, dijo: “Bueno, si es sólo uno, son 10 birrs”. Yo sonreí, dándome cuenta de que no había entendido mi broma, y le dije: ‘Bueno, puedes lustrar los dos, por favor’. Y nos pusimos a charlar mientras él hacía su trabajo: se llama Zirahun, es de la etnia vecina y lleva cuatro meses lustrando zapatos. Le dije que me llamo Abba Petroos (Padre Pedro), que soy sacerdote misionero y que, de niño, también hice ese trabajo durante un tiempo, lustrando zapatos en la calle. Levantó la cabeza para mirarme y, con ojos incrédulos, sonrió. Añadí que también trabajé como “vendedor ambulante”, yendo de casa en casa vendiendo cuadernos y lápices con uno de mis hermanos (Rafael), para ganar algo de dinero. Entonces me atreví a sugerirle un par de consejos para convertirse en “profesional”. Le dije: “Zirahun, creo que deberías empezar por levantarle un poco el pantalón al cliente para que no se manche, también podrías llevarte dos o cuatro trozos de cuero o cartón para poner cerca de los tobillos y así no ensuciar los calcetines con el cepillo, y además, creo que sería bueno que le quitaras los cordones de los zapatos para limpiarlos con un paño húmedo y también limpiar las lengüetas de los zapatos”. A cada sugerencia que le hacía, levantaba la cabeza para mirarme, sonreía con cierta timidez y, para cada recomendación, decía: “Sí, claro”. Charlamos un poco más y, cuando terminó, le di un poco más de lo que me había pedido por su buen trabajo. Me dio las gracias y antes de irse me preguntó: “¿Volverás otro día?”. Le contesté: “Tengo otro zapato solo que necesita ser limpiado y, por supuesto, con la voluntad de Dios, volveré”.