Domingo XXIV ordinario. Año B

El tiempo del testimonio

24ª Domingo del Tiempo Ordinario (B)
Marcos 8,27-35: “Tú eres el Cristo”

El pasaje del evangelio de hoy nos presenta la llamada confesión de Pedro en Cesarea de Filipo, un episodio también relatado por San Mateo y San Lucas. El evangelio de San Marcos, escrito principalmente para los catecúmenos, tiene como tema central la identidad de Jesús. Una pregunta lo recorre de principio a fin: “¿Quién es este?” (Mc 4,41). El título que San Marcos dio a su evangelio era: “Comienzo del evangelio de Jesús, Cristo, Hijo de Dios” (1,1). Con el pasaje de hoy llegamos al centro del itinerario que nos propone su evangelio: “¡Tú eres el Cristo!”. La confesión de fe en la mesianidad de Jesús es el primer gran objetivo y marca el punto de cambio hacia una segunda etapa, la del reconocimiento de su filiación divina, que ocurrirá ante la cruz: “¡Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios!” (15,39).

¡Tú eres el Cristo!”. Mientras la multitud intuye que Jesús es un personaje especial, pero lo interpreta con categorías del pasado (Juan el Bautista, Elías o uno de los profetas), Pedro ve en Jesús al Mesías, aquel que Israel esperaba desde hace siglos, anunciado por los profetas. Una figura, por tanto, que viene “del futuro”, en cuanto promesa de Dios, y se proyecta hacia el porvenir como esperanza de Israel.

La palabra hebrea Mashiah o Mesías, traducida como “Cristo” en griego, significa “Ungido”. Los ungidos (con aceite perfumado) eran los reyes, los profetas y los sacerdotes en el momento de su elección. Con el tiempo, el Mesías, el Cristo, el Ungido por excelencia, se convirtió en el libertador escatológico esperado por el pueblo de Dios, considerado por algunos de estirpe sacerdotal, por otros de estirpe real.

Jesús era el Mesías, el Cristo. Él mismo lo reconoce durante el interrogatorio ante el sanedrín: “¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?” Jesús respondió: “¡Yo soy!” (Mc 14,60-61), provocando el escándalo del sumo sacerdote. Entonces, ¿por qué Jesús impuso silencio a los apóstoles, “ordenándoles severamente que no hablaran de él a nadie”? Porque ese título estaba cargado de expectativas terrenales y de ambigüedades. Israel esperaba un Mesías terrenal y glorioso, mientras que Jesús sería un Mesías derrotado y humillado. Solo después de su pasión y muerte, cuando quedó claro qué tipo de mesianismo era el suyo –el del “Siervo de Yahvé” de la primera lectura–, entonces el título de Cristo se convirtió en su segundo nombre. Lo encontramos más de 500 veces en el Nuevo Testamento, casi siempre como un nombre compuesto: Jesucristo, o Nuestro Señor Jesucristo.

Jesús “comenzó a enseñarles que el Hijo del Hombre debía sufrir mucho… y hacía este discurso abiertamente”. “Comenzó”: ¡se trata de un nuevo comienzo! Cada etapa alcanzada se convierte en un nuevo punto de partida, porque Dios siempre está más allá. La nueva etapa es la de la cruz, palabra que aparece aquí en San Marcos por primera vez. Y aquí Pedro, orgulloso de haber superado la etapa anterior, tropieza de inmediato, es más, se convierte él mismo en piedra de tropiezo (Mt 16,23).

A este nuevo comienzo corresponde una nueva vocación, dirigida tanto a los discípulos como a la multitud: “Convocando a la multitud junto con sus discípulos, les dijo: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”. Esta nueva etapa no es para simples simpatizantes o aficionados. El camino se hace arduo. Se trata de llevar la cruz (cada día, dice Lucas), es decir, asumir la propia realidad, sin soñar con otra, y seguir a Jesús. La apuesta es grande: ganar o perder la propia vida, ¡la verdadera!

Puntos de reflexión

Pero vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Esta pregunta interroga a los discípulos de Jesús de todos los tiempos y exige de nosotros una respuesta personal, consciente y existencial. Conocemos bien la opinión de la gente. Para muchos, Jesús de Nazaret es un personaje especial de la historia, un hombre de Dios, un soñador o un revolucionario. Sin embargo, para la mayoría, es una figura del pasado que ha cumplido su tiempo. “Pero para vosotros, ¿para ti quién soy yo?”. La conjunción adversativa “pero” que precede a la pregunta siempre nos opondrá a la opinión común. El discípulo de Jesús se separa de la multitud anónima para hacer una profesión de fe en Jesús de Nazaret como el Mesías, el Cristo, consagrado con la unción y enviado a traer la Liberación al mundo (Lucas 4,18-21).

Para el cristiano, Cristo es la clave de la historia y el sentido de la vida. “Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que ha de venir, el Todopoderoso”, “el Primero y el Último, y el Viviente”, “el Principio y el Fin” (Apocalipsis 1,8; 1,17-18; 21,6; 22,13). Sin su “Yo Soy”, yo no soy. Como oraba Hilario de Poitiers (+367): “Antes de conocerte, no existía, era infeliz, el sentido de la vida me era desconocido y en mi ignorancia mi ser profundo se me escapaba. Gracias a tu misericordia, he comenzado a existir”.

Confesar que Jesús es el Cristo implica estar dispuesto a sufrir su mismo destino. El nuestro será siempre más un tiempo de mártires, de testigos. No será un martirio glorioso y heroico, sino humilde y oculto. El cristiano es quien acoge y custodia “el testimonio de Jesús” (Apocalipsis 1,2.9; 12,17; 19,10; 20,4), el “Testigo fiel” (1,5; 3,14) para comunicarlo a la humanidad: “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito” (Juan 3,16).

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


¿Quién dice la gente que soy yo?

Jesús se dirigió con sus discípulos a las aldeas de Cesarea de Filipo, por el camino les preguntó: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. Ellos le contestaron: “Algunos dicen que eres Juan el Bautista; otros que Elías; y otros que alguno de los profetas”. “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”, les preguntó Jesús. Pedro le respondió: “¡Tú eres el Mesías!”. Pero Jesús les ordenó que no dijeran nada a nadie acerca de él.

Jesús, entonces, comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía padecer mucho, que sería rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los maestros de la Ley, que lo matarían, pero que resucitaría a los tres días. Y con absoluta claridad les hablaba de estas cosas. Pedro llevó aparte a Jesús y comenzó a reprenderlo. Pero Jesús se volvió y, en presencia de sus discípulos, reprendió a Pedro diciéndole: “¡Ponte detrás de mí, Satanás, tú no piensas como Dios sino como los hombres!”.

Luego Jesús convocó a la gente y a sus discípulos y les dijo: “Si alguno quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará”.

(Marcos, 8, 27-35)

¿Quién dice la gente que soy yo? Ciertamente no se trata de una pregunta que manifieste la preocupación de Jesús por el qué dirá la gente. No es cuestión de defender o de proteger una imagen o una opinión que puede situar a la persona en niveles de popularidad o de desconocimiento.

¿Qué dice la gente y qué dicen ustedes? Son preguntas que llevan a los discípulos a una profesión de fe, a un reconocimiento de Jesús como el Mesías. Tú eres nuestro Señor y nuestro Salvador, tú eres la presencia de Dios entre nosotros. Tú eres la persona en quien se cumplen todas las promesas de nuestro Dios.

Estamos en la mitad del evangelio de san Marcos y es el momento crucial. Se termina una experiencia que ha llevado a los discípulos a reconocer, a través de los signos y de los prodigios hechos, a Jesús como el Señor de sus vidas, el Mesías que estaban esperando.

Ha sido maravilloso ver cómo Jesús con su poder y su autoridad puede transformar la vida de todas las personas que se encuentran con él.

Han visto enfermos ser sanados, paralíticos que se ponían de pie, sordos que han empezado a oír, mudos a los que se les soltó la lengua, pobres que han disfrutado de las multiplicaciones de los panes y de los peces, muertos que han vuelto a la vida. Y, sobre todo, han visto a pecadores volver al camino de Dios y se han maravillado con la propuesta de una vida distinta en donde toda persona tiene un lugar y en donde se puede vivir en respeto y en fraternidad.

Pedro, tomando la palabra en nombre de los demás apóstoles, no podía decir otra cosa distinta a lo que cada uno de ellos tenía en la punta de la lengua. Tú eres el Mesías, el enviado de Dios que estábamos esperando.

La gente podía decir muchas cosas acerca de Jesús, cada uno según la experiencia que había hecho encontrándose con él, pero para los apóstoles era algo distinto, era el Señor que les había cambiado la vida y ahora les compartía la misión que había recibido para cumplir la voluntad de su padre. Esa misión que pasaría por el camino de la pasión, de la muerte y de la resurrección.

En contraste a todo lo maravilloso que habían visto durante los primeros años de la misión de Jesús, ahora él les empezaba a hablar de otra realidad que les resultaría difícil de entender y de aceptar. ¿Cómo era posible que el Señor, con tanto poder, hablara ahora de ser entregado, de tener que padecer y sufrir humillaciones y de morir en una cruz? Ese anuncio ya desentonaba con todo lo que cada uno se había ido imaginando que sería su futuro en el Reino iniciado por Jesús.

Los apóstoles y muchos otros discípulos se esperaban algo muy distinto. Basta recordar a los dos que bajaban de Jerusalén a Emaús, con el corazón desconsolado y sus ilusiones por los suelos. Nosotros creíamos que éste vendría a cambiarnos la vida.

Y Pedro, tratando de arreglar las cosas a su conveniencia, va a hacer la amarga experiencia de constatar que su manera de pensar no es la de Dios, que sus intereses no son los del Reino, que, a lo mejor, su estar con Jesús todavía no está fincado en auténticas motivaciones.

Todavía no había entendido que para llegar a la gloria del Señor le sería necesario poner sus píes sobre las huellas del Señor y hacer el duro camino de la pasión y de la muerte, de la entrega total de toda su vida.

Esta va a ser precisamente la segunda etapa del Evangelio. De aquí en adelante Pedro y los demás discípulos van a ser preparados para acompañar a Jesús en la experiencia que lo llevará hasta Jerusalén para ahí entregar su vida y cada uno de ellos tendrán que pasar por esa misma experiencia.

Y la conclusión de esta página del Evangelio aparece clara. Ahora que han entendido quién soy, podría decir Jesús, saben que para ser discípulos míos van a tener que renunciar a sus vidas, van a tener que aceptar una vida que no está hecha de comodidades y de confort, van a tener que cargar con la cruz del sufrimiento, de la incomprensión, del rechazo y del desprecio de los demás. Los que quieran salvar sus vidas las perderán, pero los que las pierdan por mí las salvarán.

Es muy probable que escuchando este evangelio también nosotros nos sintamos interpelados por Jesús y escuchamos en nuestro interior las mismas interrogantes. ¿Quién dice la gente de hoy que soy yo? Ciertamente que muchas personas ni siquiera se molestan en hacerse la pregunta. Para muchos de nuestros contemporáneos Jesús es un desconocido o alguien ante quien se asume una actitud de total indiferencia. No hace parte de nuestras prioridades o de nuestros intereses.

Para nosotros, cristianos, también no resulta dar una respuesta contundente, pues muchas veces nuestras actitudes demuestran que nos intereses están puestos en todo menos en la persona de Jesús.

Podemos muchas veces tener el nombre de Jesús en nuestros labios y no podemos negar que sabemos muchas cosas sobre él, pero a la hora de poner nuestra confianza en él no acabamos de dar el último paso. Como Pedro, quisiéramos que Jesús fuera menos exigente y que se adecuara más a nuestras necesidades.

Nos cuesta entender y aceptar esa lógica del Evangelio que va contra corriente de lo que nos propone a diario el mundo en el que estamos sumergidos. Nos resulta inaceptable el lenguaje que habla de sacrificio, de entrega, de resistencia en el sufrimiento y en dolor. No acabamos de comprender por qué es necesario entregar la vida para poder salvarla.

Y, tal vez, la razón es porque no acabamos de entender que el secreto de la vida es el amor y amar no es otra cosa que vivir dándose a los demás.

P. Enrique Sánchez G., mccj