IV Domingo de Adviento. Año C

La Visitación y la cultura del encuentro

María se levantó y se fue de prisa…
Lucas 1,39-45

Hemos llegado al último domingo de Adviento. La Navidad del Señor está cerca y la espera de su venida crece en el corazón de cada cristiano. La antífona de entrada de la Eucaristía proclama: “Cielos, destilen rocío desde arriba, y que las nubes lluevan al Justo; ábrase la tierra y brote el Salvador” (cf. Is 45,8). Nuestra mirada se dirige al Cielo, en espera del don de Dios, y al mismo tiempo a la tierra, fecundada por el Cielo, para reconocer los signos del “retoño que brota del tronco de Jesé” (Isaías 11,1).

María es la figura central del cuarto domingo de Adviento. El Evangelio relata el episodio de la Visitación. Después de saber por el ángel que su pariente Isabel estaba embarazada de seis meses, María “se levantó y se fue de prisa a la región montañosa, a una ciudad de Judá”. La tradición identifica esta ciudad como Ain Karim, a unos 130 kilómetros de Nazaret.

¿Qué impulsó a María a “levantarse y marchar de prisa” hacia Isabel? Normalmente decimos que quería ayudar a su pariente mayor. O quizás deseaba compartir la alegría del embarazo de Isabel, aquella que “era llamada estéril” (Lc 1,36). También es probable que María sintiera la necesidad de confiar a Isabel el misterio de su maternidad. ¿Quién, mejor que Isabel, podría comprenderla?

Sin embargo, la intención de San Lucas va más allá de estas consideraciones. Recuerda la transferencia del Arca de la Alianza a Jerusalén (cf. 2 Samuel 6 y 1 Crónicas 16). María es presentada como el Arca de la Nueva Alianza, el Tabernáculo viviente que lleva en su seno al Hijo de Dios.

La escena de la Visitación evoca también una pequeña “pentecostés”. En efecto, “apenas oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno” (Lc 1,41). En ese momento se cumple la promesa del ángel a Zacarías: Juan “será lleno del Espíritu Santo desde el seno de su madre” (Lc 1,15).

Además, el Espíritu Santo, descendido sobre Isabel, ofrece a María una sorpresa inesperada. “Isabel se llenó del Espíritu Santo y exclamó a gran voz: ‘¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!’” (Lc 1,41-42). Antes de que María diga algo a Isabel, es esta última, movida por el Espíritu Santo, quien confirma el misterio que se cumple en ella. Ante esta revelación, María estalla en alegría, gratitud y alabanza en el cántico del Magnificat.

Puntos de reflexión

El relato de la Visitación es un cofre lleno de mensajes para recoger y meditar. Señalamos tres.

La Visitación, icono del encuentro
La relación con los demás es una dimensión esencial de la vida humana. El encuentro entre estas dos mujeres, una joven y otra mayor, revela la belleza de todo encuentro auténtico, abierto a la amistad y al compartir. Entre María e Isabel se da el abrazo de comunión entre la Nueva y la Primera Alianza. Es un encuentro fecundo, en el que ambas mujeres son enriquecidas.
Hoy, nos falta una verdadera cultura del encuentro. Lamentablemente, a menudo prevalece el conflicto, en el que el otro es demonizado. El cristiano contempla, en estas dos mujeres, su vocación de salir al encuentro de los demás con una actitud de apertura y empatía. Bendecidos por Dios, somos portadores de bendiciones. Si llevamos el Espíritu en el corazón, ni siquiera un simple saludo o una sonrisa son gestos triviales.

María embarazada, icono de la Iglesia y del cristiano
La mujer “embarazada, que gritaba con los dolores y angustias del parto” mencionada en el Apocalipsis (capítulo 12) es una representación de María, una imagen de la Iglesia y, en cierto modo, también del cristiano. Orígenes de Alejandría, que vivió en el siglo III, utiliza esta imagen de extraordinaria intensidad para describir la vocación del cristiano: la de una mujer embarazada.
“El cristiano pasa por el mundo embarazado de Dios, ferens Verbum (Orígenes), llevando otra vida dentro de su vida, aprendiendo a respirar con el aliento de Dios, a sentir con los sentimientos de Cristo, como si tuviera dos corazones: el suyo y otro con un latido más fuerte, que nunca dejará de latir. Aún ahora, Dios busca madres para encarnarse” (Ermes Ronchi).
¿Estamos realmente “embarazados de Cristo” por la escucha de su Palabra? Podría sucedernos lo que describe Isaías: “Hemos concebido, sentimos dolores como si fuéramos a dar a luz: sólo fue viento; no hemos traído salvación a la tierra y no nacieron habitantes en el mundo” (Isaías 26,18).

La Visitación, icono de la misión
Finalmente, la Visitación puede representar un icono elocuente de la misión. El misionero, o el cristiano, no es el verdadero precursor de Cristo en los lugares o ámbitos donde es enviado a evangelizar. El verdadero precursor es el Espíritu, que actúa desde siempre en el corazón de cada persona, de cada cultura y de cada pueblo. La misión no consiste solo en evangelizar, sino también en dejarse evangelizar a través del encuentro con el otro.
Christian De Chergé, prior de la Abadía de Tibhirine, asesinado junto con otros seis monjes trapenses en Argelia en mayo de 1996, expresaba esta idea de manera incisiva. En 1977 escribía: “En los últimos tiempos, estoy convencido de que el episodio de la Visitación es el verdadero lugar teológico escritural de la misión, en el respeto por el otro ya investido por el Espíritu”. Así, podríamos decir que Dios nos espera en el otro.

¡Como María, levantémonos y caminemos de prisa hacia el Señor que viene!

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


Saborear y anunciar la Navidad

Miqueas  5,1-4; Salmo  79; Hebreos  10,5-10; Lucas  1,39-45

Reflexiones
A las puertas de Navidad, la Palabra de Dios nos ofrece hoy tres claves de lectura para comprender, saborear y anunciar a otros el misterio que celebramos. Estas claves se llaman: María, la carne y la pequeñez.

1-   Ante todo, María, que el evangelista Lucas nos presenta durante la Visitación a su parienta Isabel (Evangelio). En un clima de fe y de intensa alegría, se produce el encuentro entre dos mujeres que han llegado a ser madres gestantes por una especial intervención de Dios: Isabel en su ancianidad, María en su virginidad. Ambas están llenas del Espíritu Santo (v. 41; Lc 1,35), atentas para acoger las señales de su presencia, prontas a alabarlo y a darle gracias por sus obras grandes (v. 42-48). Estos elementos hacen de la Visitación un misterio de fe, alegría, servicio, anuncio misionero. María, apresurada en el viaje (v. 39), llevando en su vientre a Jesús, es imagen de la Iglesia misionera, que lleva al mundo el anuncio del Salvador. (*)

Dichosa tú, que has creído”, exclama Isabel (v. 45). Esta es la primera bienaventuranza que aparece en los Evangelios. Por la fe María ha concebido en su corazón al Hijo de Dios aun antes de engendrarlo en la carne. Ha creído, es decir, se ha fiado, se ha abandonado a Dios. Las palabras de María: “heme aquí, soy la sierva, hágase…” (v. 38) están en sintonía con el ‘’ de Jesús, el cual, según el autor de la carta a los Hebreos (II lectura), al entrar en el mundo ha dicho: “aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad” (v. 7). Este es el único culto que agrada a Dios, el culto de los auténticos adoradores del Padre “en espíritu y verdad”, como el mismo Jesús lo revelará también a la mujer samaritana (Jn 4,23).

2-   La carne es la segunda clave del misterio de la Navidad. Desde hace mucho tiempo  -podemos decir desde siempre–  Dios no se deleita con el perfume del incienso o con el humo de las carnes de animales inmolados en el templo, como repite la carta a los Hebreos (v. 6.8). Él quiere habitar en un templo de carne, en el corazón de las personas, ser el centro de cada pensamiento y de toda aspiración, la razón de cada elección y decisión, la raíz de toda alegría. Solamente llegando a este nivel, se puede hablar de una auténtica conversión del corazón, una conversión que va mucho más allá de unos gestos externos meramente rituales, de prácticas superficiales o de fórmulas abstractas repetidas de memoria.

Jesús es el verdadero adorador del Padre: desde el primer instante de su ingreso en el mundo, no le ofrece animales o incienso (v. 5-6), sino se presenta a sí mismo, en su cuerpo, como ofrenda de amor para santificar a todos (v. 10), sin excluir a nadie, porque Él “no se avergüenza de llamarles hermanos” (Heb 2,11). Los Padres de la Iglesia en los primeros siglos, con gran sentido teológico y antropológico, solían repetir: “Caro salutis est cardo” (la carne es la base de la salvación). Así ponían en evidencia que Dios ha querido manifestar concretamente su salvación, haciéndola pasar a través de la carne humana del Hijo de Dios, que es hijo de María.

3-   Esta maravillosa obra de salvación se realiza en la pequeñez, por medio de signos pequeños y pobres, de personas y realidades humildes. Un ejemplo bíblico del día es Belén (I lectura), aldea chica, pero cuna de uno que “pastoreará con la fuerza del Señor”, dará tranquilidad y paz a su pueblo, “se mostrará grande hasta los confines de la tierra” (v. 3). Belén es un pueblecito insignificante, pero Dios lo escoge para que allí nazca el que es ‘la más Bella Noticia’ para todos los pueblos. En el origen de este acontecimiento está María; que exulta y canta, consciente de que Dios “ha puesto los ojos en la pequeñez de su esclava” (v. 48).

También hoy, Dios realiza sus grandes obras por medio de instrumentos pobres, gestos humildes, situaciones humanamente desesperadas. Y uno se pregunta: entonces, ¿quién se salva? Aquellos que, con corazón sincero y bien dispuesto, acogen el misterio de ese Niño, nacido en Belén hace más de 2000 años; aquellos que escuchan su mensaje, se convierten en constructores de paz, portadores de alegría, mensajeros de su misericordia, misioneros que lo anuncian. ¡Como María, como los pastores!

Palabra del Papa

(*)  “María nos enseña que, en el arte de la misión y de la esperanza, no son necesarias tantas palabras ni programas; su método es muy simple: caminó y cantó. María caminó. Así nos la presenta el evangelio después del anuncio del Ángel. Presurosa  -pero no ansiosa–  caminó hacia la casa de Isabel para acompañarla en la última etapa del embarazo; presurosa caminó hacia Jesús cuando faltó vino en la boda; y ya con los cabellos grises por el pasar de los años, caminó hasta el Gólgota para estar al pie de la cruz: en ese umbral de oscuridad y dolor, no se borró ni se fue, caminó para estar allí. Caminó al Tepeyac para acompañar a Juan Diego y sigue caminando… para decir: «¿No estoy aquí yo, que soy tu madre?»”
Papa Francisco
Homilía en la fiesta de Santa María de Guadalupe, 12 de diciembre de 2018

[P. Romeo Ballan, MCCJ]


MUJERES CREYENTES

Después de recibir la llamada de Dios, anunciándole que será madre del Mesías, María se pone en camino sola. Empieza para ella una vida nueva, al servicio de su Hijo Jesús. Marcha “deprisa”, con decisión. Siente necesidad de compartir con su prima Isabel su alegría y de ponerse cuanto antes a su servicio en los últimos meses de embarazo.

El encuentro de las dos madres es una escena insólita. No están presentes los varones. Solo dos mujeres sencillas, sin ningún título ni relevancia en la religión judía. María, que lleva consigo a todas partes a Jesús, e Isabel que, llena de espíritu profético, se atreve a bendecir a su prima en nombre de Dios.

María entra en casa de Zacarías, pero no se dirige a él. Va directamente a saludar a Isabel. Nada sabemos del contenido de su saludo. Solo que aquel saludo llena la casa de una alegría desbordante. Es la alegría que vive María desde que escuchó el saludo del Ángel: “Alégrate, llena de gracia”.

Isabel no puede contener su sorpresa y su alegría. En cuanto oye el saludo de María, siente los movimientos de la criatura que lleva en su seno, y los interpreta maternalmente  como “saltos de alegría”.  Enseguida, bendice a María “a voz en grito” diciendo: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”.

En ningún momento llama a María por su nombre. La contempla totalmente identificada con su misión: es la madre de su Señor. La ve como una mujer creyente en la que se irán cumpliendo los designios de Dios: “Dichosa porque has creído”.

Lo que más le sorprende es la actuación de María. No ha venido a mostrar su dignidad de madre del Mesías. No está allí para ser servida sino para servir. Isabel no sale de su asombro. “¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?”.

Son bastantes las mujeres que no viven con paz en el interior de la Iglesia. En algunas crece el desafecto y el malestar. Sufren al ver que, a pesar de ser las primeras colaboradoras en muchos campos, apenas se cuenta con ellas para pensar, decidir e impulsar la marcha de la Iglesia. Esta situación nos esta haciendo daño a todos.

El peso de una historia multisecular, controlada y dominada por el varón, nos impide tomar conciencia del empobrecimiento que significa para la Iglesia prescindir de una presencia más eficaz de la mujer. Nosotros no las escuchamos, pero Dios puede suscitar mujeres creyentes, llenas de espíritu profético, que nos contagien alegría y den a la Iglesia un rostro más humano. Serán una bendición. Nos enseñarán a seguir a Jesús con más pasión y fidelidad.

José Antonio Pagola