All posts by Director

«Yo ocuparé su lugar»

P. Zoé Musaka. MUNDO NEGRO

El misionero comboniano ugandés P. Alfred Mawadri nos envía un precioso testimonio desde su misión en Sudán del Sur. Vuelve a los años de su infancia y juventud para hablarnos de su familia y de algunas personas que fueron importantes en su camino de discernimiento vocacional. Según cuenta, no fue fácil aceptar la llamada del Señor porque estaba muy unido a su familia y la vida misionera le exigía alejarse de sus seres queridos, pero puso su confianza en el Señor y, en la actualidad, a sus 48 años, asegura sentirse muy feliz. El hilo de oro que ha guiado y sigue guiando su vida es la fe en Jesucristo que –como dice– «da sentido a mi existencia». El testimonio del P.  Alfred está escrito con mucha sinceridad y nos ayuda a descubrir, una vez más, que nadie se siente defraudado cuando entrega su vida entera por la Misión de Jesucristo.


Texto y fotos:  P. Alfred Mawadri


Fui bendecido con unos padres encantadores. Mi padre era un hombre íntegro y con una gran fuerza interior. Mi madre era una persona maravillosa. Compasiva en sus palabras y hechos, inculcó a sus hijos los valores cristianos. Su capacidad de amar tuvo una gran influencia en mí. Falleció en 1994 y dejó en mí un vacío que nadie ha podido llenar. Sin embargo, poco a poco me fui acercando a mis hermanos menores para cuidarlos y ofrecerles lo que mi madre les había dado. De este modo, creció entre nosotros un fuerte vínculo, nos apoyábamos mutuamente y hacíamos juntos el trabajo doméstico. Era como si fuéramos una sola alma. En aquel momento, no podía imaginar que un día la vocación misionera me llevaría a separarme de ellos.

Nuestra familia extendida es católica desde hace muchas décadas. Mi tío, el P. Santino Kadu, fue uno de los primeros sacerdotes de la diócesis de Arua, en el noroeste de Uganda. No lo conocí porque murió antes de que yo naciera, pero mis padres y mucha gente hablaban maravillas de él. Su presencia era constante en la familia y una fotografía suya estaba colgada en la sala de estar de casa.

Nuestra parroquia, en la ciudad de Moyo, fue una de las primeras del norte de Uganda. Había sido fundada en 1917 por los misioneros combonianos y todavía estaba administrada por ellos cuando yo era monaguillo. Admiraba a aquellos misioneros que trabajaban tanto. Eran fantásticos con la gente, en particular con los jóvenes. El grupo juvenil parroquial estaba animado por el P. Aladino Mirandola, un italiano fallecido en 2018 que había llegado a Uganda en 1954. Aunque cuando lo conocí era ya bastante mayor, difundía alegría ­dondequiera que estuviera. Si tenías algún problema o una carga en el corazón, acudías a él y sus palabras lo disipaban como por arte de magia. Me decía a mí mismo: «¡Qué hermoso sería ser como él!».

La comunicación entre las comunidades de Old Fangak se realiza a través de zonas pantanosas.

La ordenación de Nyadru

En agosto de 1988 mi primo William Nyadru fue ordenado sacerdote comboniano en Moyo. Me sentía muy feliz y a todos los presentes en la celebración les decía que era mi primo, el hijo de mi tía Katerina. Me parecía un héroe con sus vestiduras blancas. Al final de la celebración le dije al P. Aladino que sería como él.

Tres años después, el 25 de octubre de 1991, el P. William, que había sido destinado a la misión de Moroto, en la ­subregión ugandesa de Karamoya, fue encontrado muerto en un lugar aislado. Su cuerpo yacía boca abajo sobre la hierba. Una bala le atravesó el corazón y salió por la espalda. Su moto estaba bien estacionada y no le habían robado nada, así que lo más probable es que los sacerdotes-adivinos de la zona hubieran ordenado a los guerreros que mataran a una persona cualquiera que fuera en motocicleta para que el clan pudiera evitar alguna catástrofe inminente.

El cuerpo del P. William fue enterrado en Moyo y yo hice de monaguillo durante el funeral. Miraba el ataúd, que estaba colocado en el mismo lugar donde se había postrado el día de su ordenación. Todo aquello me convenció de que su muerte había sido un sacrificio. Al finalizar la celebración, el P. Aladino pasó su brazo sobre mis hombros y me dijo: «Nuestra fe cristiana no nos deja ninguna duda de que William no murió en vano. Podemos estar seguros de que el Señor traerá múltiples dones con su sacrificio». Yo le susurré: «Yo ocuparé su lugar».

Una vocación de ida y vuelta

Un año después comencé mis estudios de Secundaria y la idea de seguir los pasos del P. William se fue desvaneciendo. Igual que cualquier otro estudiante que sueña con un futuro brillante, me centré en los estudios. Quería ser ingeniero, por lo que elegí la opción de Física, Química y Matemáticas.

Hacia el final de este ciclo formativo asistí a una serie de encuentros de fin de semana organizados por grupos cristianos. En uno de esos retiros, cada participante tenía que coger un trozo de papel de una caja con un texto bíblico y reflexionar sobre él. A mí me toco un versículo del evangelio de Mateo: «Vio Jesús a un hombre que se llamaba Mateo sentado en la oficina de impuestos y le dijo:

-Sígueme. 

Él se levantó y lo siguió». 

Estuve tentado de dejarlo y coger otro trozo de papel, pero algo dentro de mí me lo impidió. Durante la hora siguiente, luché enérgicamente contra ese texto, que pronto se convirtió en una voz clara… Y perdí la batalla. Las palabras que me había susurrado el P. Aladino el día del funeral del P. William retumbaban en mi cabeza y no podía silenciarlas.

No fue fácil lidiar con el torbellino de pensamientos y emociones que me acompañaron durante varias semanas y al final tuve que soltar la rama del árbol a la que me aferraba, el apego a mi familia, y unirme a los Misioneros Combonianos. Al igual que Mateo, dejé a mi familia y abandoné la idea de ser ingeniero.

En agosto de 2000 comencé mi formación misionera y cinco años más tarde hice mi primera profesión religiosa. Después fui destinado a Lima (Perú) para estudiar Teología y me ordenaron sacerdote en Moyo en enero de 2012. Aquel día la alegría del P. Aladino era enorme. Cuando me dijo que había cumplido mi promesa, le respondí: «El P. William será mi estrella-guía para el resto de mi vida».

El P. Alfred durante una procesión del Domingo de Ramos.

Sudán del Sur

En mayo de 2012 fui destinado a la parroquia Santísima Trinidad, en Old Fangak, diócesis de Malakal (Sudán del Sur), entre el pueblo nuer. La zona se llama Al-Suud, una palabra árabe que significa ‘barrera’ u ‘obstrucción’. Se trata del pantano más grande del mundo y uno de los lugares más remotos y empobrecidos del continente. La gente, especialmente los niños, mueren de malaria, kala-azar, diarrea, desnutrición y otras enfermedades relacionadas con los pantanos. La vida y nuestro trabajo son muy difíciles aquí.

No hay caminos en la misión de Old Fangak y tampoco teníamos coches, motos o bicicletas. Atravesábamos a pie las zonas pantanosas para ir de una comunidad a otra. Tampoco teníamos teléfonos móviles y apenas una débil conexión a Internet en el centro parroquial. Cuando íbamos de gira pastoral sabíamos que no regresaríamos en muchos días, así que había que confiar en la generosidad de la gente y comer todo lo que nos ofrecieran.

La gran esperanza que surgió con la independencia de Sudán del Sur en 2011 se desvaneció enseguida y el conflicto interno que le siguió hizo que muchas personas se desplazaran dentro del país o que huyeran a las naciones vecinas. Ser testigo de todo esto fue –y sigue siendo– una prueba difícil para mí. Siempre he encontrado suficientes razones para seguir adelante. El pueblo nuer me ha enseñado a ser paciente, humilde, prudente, esperanzado y, sobre todo, a trabajar para superar juntos las dificultades. Las buenas relaciones son la primera herramienta del misionero en una situación de primera evangelización.

Nueva misión

En la actualidad estoy destinado en Moroyok como formador para preparar a nuestros candidatos a ingresar en el postulantado. Es un ministerio diferente al parroquial, con sus desafíos y también sus alegrías, porque en los jóvenes candidatos veo el futuro de la congregación. Sigo creyendo y esperando que la Palabra de Dios que estoy sembrando en esta tierra que tanto amó y en la que dio su vida san Daniel Comboni brotará y dará fruto. Mientras tanto, acepto sufrir con la gente y vivir con ellos las pequeñas alegrías de cada día. Me siento feliz, orgulloso y privilegiado de trabajar en el mismo campo misionero que Comboni. A pesar de las dificultades y los desafíos de la misión, Dios continúa diciéndome que no tenga miedo porque «yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de este mundo». Cuando estoy desanimado, estas palabras de Jesús me dan valor para seguir adelante.

A los jóvenes españoles les digo que se alegren de ser cristianos y tomen a Cristo como referente y modelo de vida. Él es el único que puede dar sentido a su existencia y satisfacer su sed de felicidad duradera. Como el apóstol Santiago, les invito a ser testigos de Cristo a través de sus obras y palabras, además de vivir con alegría la llamada a ser peregrinos de la esperanza durante este año jubilar. Desde esta actitud, debemos ayudar al mundo a ser un lugar de amor, paz y respeto por la dignidad humana y por nuestra ­­casa común. 

XXI Domingo ordinario. Año C

“En aquel tiempo, Jesús iba enseñando por ciudades y pueblos, mientras se encaminaba a Jerusalén. Alguien le preguntó: Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?
Jesús le respondió: Esfuércense por entrar por la puerta, que es angosta, pues yo les aseguro que muchos tratarán de entrar y no podrán. Cuando el dueño de la casa se levante de la mesa y cierre la puerta, ustedes se quedarán afuera y se pondrán a tocar la puerta, diciendo: ¡Señor, ábrenos! Pero él les responderá: No sé quiénes son ustedes. Entonces le dirán con insistencia: Hemos comido y bebido contigo y tú has enseñado en nuestras plazas. Pero él replicará: Yo les aseguro que no sé quiénes son ustedes. Apártense de mí, todos ustedes lo que hacen el mal. Entonces llorarán ustedes y se desesperarán, cuando vean a Abraham a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, y ustedes se vean echados fuera.
Vendrán muchos del oriente y del poniente, del norte y del sur, y participarán en el banquete del Reino de Dios. Pues los que ahora son los últimos serán los primeros; y los que ahora son los primeros, serán los últimos”. (Lucas 13, 22-30)


Esfuércense por entrar por la puerta angosta
P. Enrique Sánchez, mccj

Un primer detalle importante, con el cual inicia esta página del evangelio de Lucas, nos recuerda que Jesús iba enseñando por los pueblos y las ciudades por donde iba pasando en su camino a Jerusalén.

Iba enseñando que los tiempos se habían cumplido y que la salvación ahora estaba más cerca que nunca de todos los que fuesen capaces de reconocerlo como Mesías y Salvador.

Las promesas y las profecías que el Padre había hecho se cumplían ahora en Jesús, pero no era suficiente con decir: “Señor, nosotros hemos comido y bebido contigo, hemos escuchado tus enseñanzas” para que hicieran parte del estilo de vida de sus discípulos y de aquellos que iban entrando en contacto con su mensaje.

Nunca ha sido suficiente decirle al Señor, “nosotros somos de los tuyos” para reclamar luego un lugar entre quienes están llamados a salvarse. No son las palabras, ni los buenos propósitos los que salvan; es la puesta en practica de lo que se va descubriendo estando con Jesús como compañeros de ruta.

Jesús subía a esa Jerusalén y convertía esa ciudad en el lugar más importante de todo Israel porque ahí se dirigía para cumplir con su misión.

Y no habría que olvidar que Jerusalén es el lugar de la entrega total, del sacrificio y de la expresión más transparente del amor que Dios ha tenido, y sigue teniendo, por todos nosotros.

Jerusalén es lugar de desprendimiento, de despojo, de sacrificio, de renuncia, de entrega radical, de abandono de sí mismo que culminará sobre el madero de la Cruz. Se trata de todo lo contrario con lo que muchas veces nosotros soñamos, pensando que entrar en el Reino es ganarse un espacio en un lugar de confort, de tranquilidad, de vida sin exigencias y mucho menos de conflictos.

Todo esto habrá que ponerlo en relación con la invitación a entrar por la puerta angosta. La puerta que exige desprendimientos, renuncias, esfuerzos y sacrificios.

Es puerta que conduce al encuentro con los demás, al descubrimiento de un mundo en donde nos toca vivir como Jesús nos va enseñando a través de su palabra y de su ejemplo.

Es la puerta que nos introduce al mundo de Dios en donde lo que cuenta y lo que vale está fuera de nosotros, en lo que amamos y a quienes nos entregamos.

La puerta, nos lo recordará el evangelio en otra parte, es Cristo quien nos invita a entrar en lo bello del Reino de Dios pasando a través de él, haciendo de él el faro que guía nuestros pasos por el camino de la vida. Y, nada qué ver, con el amigo influyente que nos exenta del compromiso de dar la vida.

Otro detalle que salta a la vista leyendo este evangelio es la pregunta que le hacen a Jesús. ¿Es verdad que son pocos los que se salvan?

Al parecer, en tiempos de Jesús circulaba el rumor de que solo pocos se salvarían, pensando que la salvación la alcanzarían sólo algunos privilegiados; todos aquellos que se sentían justos y buenos observantes de los mandamientos y de las leyes.

A lo mejor también alguno de los discípulos andaba inquieto queriendo saber cuál sería su futuro.

Recordemos cuando sus más cercanos colaboradores le preguntaron qué sería de todos aquellos que lo habían dejado todo par seguirlo. ¿Estarían ellos entre esos pocos privilegiados que se salvarían? ¿Serían ellos los que se sentían con derecho a entrar por la puerta real porque habían comido y bebido con el Señor?

La tentación de reclamar como un derecho el poder ser salvados, sin mayores esfuerzos, podría venir del hecho que habían escuchado y aprendido muchas cosas de la enseñanza de Jesús.

Siendo los más cercanos podían sentirse como formando parte del grupo de privilegiados, escogidos y afortunados para entrar en el Reino.

Pero Jesús les derrumba todas sus fantasías y les recuerda que la salvación pasa a través de la experiencia que él les está compartiendo mientras se dirige a Jerusalén. De igual manera, Jesús deja muy en claro que la salvación no es para un pequeño grupo de privilegiados, cuidadosamente escogidos y separados. No, la salvación es para todos y nadie está excluido de la invitación a reconocerse hijo de Dios, por vocación.

No sólo nadie está excluido de la salvación traída por Jesús, sino que quienes parecían más lejanos, los del oriente y del poniente, son invitados y acogidos porque saben dar una respuesta favorable al Señor.

Y, nosotros que hemos tenido la dicha de recibir el don de la fe prácticamente desde que nacimos; nosotros que hemos crecido nutridos por el evangelio; nosotros a quienes se les ha dado la gracia de vivir la presencia de Jesús en cada eucaristía, que tenemos la fortuna de experimentar el don de su misericordia en los sacramentos,

¿nos contentaremos con seguir diciendo: Señor, Señor?

¿Seguiremos esperando tiempos que nunca llegarán para decidirnos a vivir el don de nuestra fe cristiana, convirtiéndonos en testigos alegres y entusiastas de Jesús?

¿Hasta cuándo reaccionaremos a los letargos que nos tienen aturdidos y encandilados en un mundo que cada día se hace más indiferente a las cosas de Dios y en el cual los cristianos parece que acabamos diluyéndonos y perdiendo la fuerza que nos permite ser sal y fermento de nuestro mundo?

Estos cuantos versículos del evangelio de Lucas concluyen con una frase que es muy fuerte y que debería ayudarnos a darnos una sacudida en la experiencia de vivir la fe y de manifestar nuestra alegría de ser discípulos de Jesús.

El evangelio concluye diciendo que los últimos serán los primeros y los primeros los últimos. La lógica que nos desafía a caminar contra corriente en un mundo que encuentra dificultades a aceptar que la verdadera felicidad es sinónimo de entrega y se declina como el verbo amar.

Los últimos son los primeros. Algo de eso ya lo estamos viendo hoy en tantos lugares en donde las jóvenes comunidades cristianas nos dan un testimonio de vitalidad y de entusiasmo, de creatividad y de generosidad.

No es casualidad que la mayoría de las vocaciones vengan hoy de continentes que aparentemente estaban lejanos del cristianismo. África y Asia son hoy semilleros de pequeñas comunidades cristianas que viven su fe con gran alegría, sin tener miedo al sacrificio, a la persecución y al martirio.

Y nosotros, ¿será́ que tenemos miedo a entrar por la puerta angosta? ¿Será que nos cuesta arriesgar y poner nuestra vida a disposición del Señor que nos invita a ser testigos suyos en lo más ordinario de nuestra vida? Pidamos con humildad la gracia de anhelar la santidad y de no dejarnos atemorizar por los límites que reconocemos en lo humano que nos caracteriza, sabiendo que Dios no abandona a quienes perseveran en el camino del bien.


CUÁNTOS, CÓMO Y QUIÉNES SE SALVAN
José Luis Sicre

Durante siglos, a los israelitas no les preocupó el tema de la salvación o condena en la otra vida. Después de la muerte, todos, buenos y malos, ricos y pobres, opresores y oprimidos, descendían al mundo subterráneo, el Sheol, donde sobrevivían sin pena ni gloria, como sombras. Quienes se planteaban el problema de la justicia divina, del premio de los buenos y castigo de los malvados, respondían que eso tenía lugar en este mundo. Sin embargo, la experiencia demostraba lo contrario, y así lo denuncia el autor del libro de Job: en este mundo, los ladrones y asesinos suelen vivir felizmente, mientras los pobres mueren en la miseria.

Con el tiempo, para salvar la justicia divina, algunos grupos religiosos, como los fariseos y los esenios, trasladan el premio y el castigo a la otra vida. Dentro de los evangelios, la parábola del rico y Lázaro refleja muy bien esta idea: el rico lo pasa muy bien en este mundo, pero su comportamiento injusto y egoísta con Lázaro lo condena a ser torturado en la otra vida; en cambio, Lázaro, que nada tuvo en la tierra, participa de la felicidad eterna.

Entre los judíos que creen en la resurrección cabe otra postura, importante para comprender el comienzo del evangelio de hoy: sólo los buenos resucitan para una vida feliz; los malvados no consiguen ese premio, pero tampoco son condenados.

Una pregunta absurda: “Señor, ¿serán pocos los que se salven?”

Bastantes cristianos actuales habrían formulado la pregunta de manera distinta: “¿Serán muchos los que se condenen?” Sin embargo, el personaje del que habla Lucas parece formar parte de ese grupo que sólo cree en la salvación. Jesús podría haber respondido con otra pregunta: ¿Qué entiendes por “pocos”? ¿Cuatro mil? ¿Veinte millones? ¿Ciento cuarenta y cuatro mil, como afirman los Testigos de Jehová? La pregunta sobre pocos o muchos es absurda, aunque hay gente que sigue afirmando con absoluta certeza que se condena la mayoría o que se salvan todos.

Una enseñanza: “entrar por la puerta estrecha”

Jesús no entra en el juego. Ni siquiera responde al que pregunta, sino que aprovecha la ocasión para ofrecer una enseñanza general. «Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán.»

La imagen, tal como la presenta Lucas, no resulta muy feliz. Quienes no pueden entrar por una puerta estrecha son las personas muy gordas, y eso no es lo que está en juego. El evangelio de Mateo ofrece una versión más completa y clara: “Entrad por la puerta estrecha; porque es ancha la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella. ¡Qué estrecha es la puerta, qué angosto el camino que lleva a la vida, y son pocos los que dan con ella!” (Mateo 7,13-14).

En cualquier caso, la exhortación de Jesús resulta tremendamente vaga: ¿en qué consiste entrar por la puerta estrecha? En otros momentos lo deja más claro.

Al joven rico, angustiado por cómo conseguir la vida eterna, le responde: “No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, honrarás a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo”. En el evangelio de Mateo, la parábola del Juicio Final indica los criterios que tendrá en cuenta Jesús a la hora de salvar y condenar: “Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, era emigrante y me acogisteis, estaba desnudo y me vestisteis, estaba enfermo y me visitasteis, estaba encarcelado y acudisteis”.

La experiencia demuestra que vivir esto equivale a pasar por una puerta estrecha, pero al alcance de todos.

Un final sorprendente y polémico: quiénes

La pregunta sobre el número de los que se salvan ha provocado una respuesta sobre cómo salvarse; pero Jesús añade algo más, sobre quiénes se salvarán.

El libro de Isaías contiene estas palabras dirigidas por Dios a los israelitas: “En tu pueblo todos serán justos y poseerán por siempre la tierra” (Is 60,21). Basándose en esta promesa, algunos rabinos defendían que todo Israel participaría en el mundo futuro; es decir, que todos se salvarían (Tratado Sanedrín 10,1). ¿Y los paganos? También ellos podían obtener la salvación si aceptaban la fe judía.

Sin embargo, la parábola que cuenta Lucas afirma algo muy distinto. El amo de la casa es Jesús, y quienes llaman a la puerta son los judíos contemporáneos suyos, que han comido y bebido con él, y en cuyas plazas ha enseñado. No podrán participar del banquete del reino junto con los verdaderos israelitas, representados por los tres patriarcas y los profetas. En cambio, muchos extranjeros, procedentes de los cuatro puntos cardinales, se sentarán a la mesa.

La conversión de los paganos ya había sido anunciada por algunos profetas, como demuestra la primera lectura (Is 66,18-21). Pero el evangelio es hiriente y polémico: no se trata de que los paganos se unen a los judíos, sino de que los paganos sustituyen a los judíos en el banquete del Reino de Dios. Estas palabras recuerdan el gran misterio que supuso para la iglesia primitiva ver cómo gran parte del pueblo judío no aceptaba a Jesús como Mesías, mientras que muchos paganos lo acogían favorablemente.

Moraleja y matización

Lucas termina con una de esas frases breves y enigmáticas que tanto le gustaban a Jesús: «Mirad: hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos». En la interpretación de Lucas, los últimos son los paganos, los primeros los judíos. El orden se invierte. Pero los primeros, los judíos como totalidad, no quedan fuera del banquete, también son invitados. El mismo Lucas, cuando escribe el libro de los Hechos de los Apóstoles, presenta a Pablo dirigiéndose en primer lugar a los judíos, aunque generalmente sin mucho éxito.

Primera lectura: Isaías 66, 18-21

El primer párrafo es el que está en relación con el evangelio: habla de la conversión de los paganos desde Tarsis (a menudo localizada en la zona de Cádiz-Huelva) hasta Turquía (Masac y Tubal), y con dos importantes regiones de África (Libia y Etiopía). El punto de vista es distinto al del evangelio: aquí sólo se habla de conversión, no de salvación en la otra vida (tema que queda fuera de la perspectiva del profeta).

Segunda lectura: cuando Dios nos mete por la puerta estrecha (Heb 12,5-7.11-13)

Este breve fragmento de la Carta a los Hebreos no tiene nada que ver con el evangelio. Pero es una hermosa exhortación que lo complementa. En el evangelio se nos anima a «entrar por la puerta estrecha». Muchas veces es la vida la que se estrecha en torno a nosotros, como si Dios nos pusiera a prueba. El autor de la carta enfoca esos momentos difíciles como una reprensión o corrección del Señor. Pero es la corrección de un Padre que deseo lo mejor para su hijo, idea que debe consolarnos y fortalecernos.

http://www.feadulta.com


CONFIANZA, SÍ. FRIVOLIDAD, NO
José A. Pagola

La sociedad moderna va imponiendo cada vez con más fuerza un estilo de vida marcado por el pragmatismo de lo inmediato. Apenas interesan las grandes cuestiones de la existencia. Ya no tenemos certezas firmes ni convicciones profundas. Poco a poco, nos vamos convirtiendo en seres triviales, cargados de tópicos, sin consistencia interior ni ideales que alienten nuestro vivir diario, más allá del bienestar y la seguridad del momento.

Es muy significativo observar la actitud generalizada de no pocos cristianos ante la cuestión de la “salvación eterna” que tanto preocupaba solo hace pocos años: bastantes la han borrado sin más de su conciencia; algunos, no se sabe bien por qué, se sienten con derecho a un “final feliz”; otros no quieren recordar experiencias religiosas que les han hecho mucho daño.

Según el relato de Lucas, un desconocido hace a Jesús una pregunta frecuente en aquella sociedad religiosa: “¿Serán pocos los que se salven?” Jesús no responde directamente a su pregunta. No le interesa especular sobre ese tipo de cuestiones estériles, tan queridas por algunos maestros de la época. Va directamente a lo esencial y decisivo: ¿cómo hemos de actuar para no quedar excluidos de la salvación que Dios ofrece a todos?

“Esforzaos en entrar por la puerta estrecha”. Estas son sus primeras palabras. Dios nos abre a todos la puerta de la vida eterna, pero hemos de esforzarnos y trabajar para entrar por ella. Esta es la actitud sana. Confianza en Dios, sí; frivolidad, despreocupación y falsas seguridades, no.

Jesús insiste, sobre todo, en no engañarnos con falsas seguridades. No basta pertenecer al pueblo de Israel; no es suficiente haber conocido personalmente a Jesús por los caminos de Galilea. Lo decisivo es entrar desde ahora en el reino Dios y su justicia. De hecho, los que quedan fuera del banquete final son, literalmente, “los que practican la injusticia”.

Jesús invita a la confianza y la responsabilidad. En el banquete final del reino de Dios no se sentarán solo los patriarcas y profetas de Israel. Estarán también paganos venidos de todos los rincones del mundo. Estar dentro o estar fuera depende de cómo responde cada uno a la salvación que Dios ofrece a todos.

Jesús termina con un proverbio que resume su mensaje. En relación al reino de Dios, “hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos”. Su advertencia es clara. Algunos que se sienten seguros de ser admitidos pueden quedar fuera. Otros que parecen excluidos de antemano pueden quedar dentro.

http://www.musicaliturgica.com


TODOS BIENVENIDOS ¡PERO A NO LLEGAR TARDE!
Fernando Armellini

Introducción

“Ensancha el espacio de tu tienda, despliega sin miedo tus lonas, alarga tus cuerdas, cava bien tus estacas porque te extenderás a derecha e izquierda” (Is 54,2-3). Esta es la invitación que el profeta dirige a Jerusalén encerrada en un apretado cerco de murallas. Se han terminado los tiempos de nacionalismos estrechos; se abren nuevos e ilimitados horizontes: la ciudad debe prepararse para recibir a todos los pueblos que vendrán a ella porque todos, no solo Israel, son herederos de las bendiciones prometidas a Abrahán.

La imagen empleada por el profeta es deliciosa; nos hace contemplar vívidamente a la humanidad entera de camino hacia el monte sobre el que se levanta Jerusalén. Allí el Señor ha preparado un “festín de manjares suculentos, un festín de vinos añejados, manjares deliciosos, vinos generosos” (Is 25,6).

Con otra imagen de la ciudad, el autor del Apocalipsis describe, en las últimas páginas de su libro, la gozosa conclusión de la turbulenta historia de la humanidad. Jerusalén, dice: “tiene una muralla grande y alta, con doce puertas y doce ángeles en las puertas. Al oriente tres puertas, al norte tres puertas, al sur tres puertas, y al occidente tres puertas” (Ap 21,12-13). La imagen es distinta pero el significado es el mismo: desde cualquier parte de donde procedan, todo hombre y mujer encontrarán las puertas de la ciudad abiertas de par en par para darles la bienvenida.

El camino hacia el banquete del reino de Dios, sin embargo, no es un cómodo paseo. La senda es estrecha y la puerta –dice Jesús– es angosta y difícil de encontrar. Esta afirmación no contradice el mensaje optimista y gozoso de los profetas que anuncian la Salvación universal sino que pone en guardia contra la ilusión de quienes creen caminar por el camino justo cuando, por el contrario, andan perdidos por senderos que los están alejando de la meta. Todos llegarán finalmente a la meta, sí, pero no conviene llegar al final del banquete.

Evangelio

En el evangelio de Mateo encontramos con frecuencia en boca de Jesús palabras muy duras contra los malvados: habla del fuego del infierno, los amenaza con separar a las ovejas de las cabras y, nada menos que siete veces, anuncia a los pecadores que les espera llanto y crujir de dientes.

Lucas presenta a un Jesús más comprensivo, indulgente y siempre pronto a ponerse de parte de los pobres, de los desesperados, de los que han tenido una vida difícil. Siempre los presenta así… excepto en el pasaje de hoy donde, extrañamente, recurre a las amenazas y condenas. Hay una puerta estrecha a través de la cual es casi imposible pasar; incluso está inesperadamente cerrada y el que está adentro está adentro y el que está afuera se queda afuera. Los que llegan con retraso son despedidos de malos modos. ¡Es demasiado tarde!, grita el dueño de la casa. ¡Fuera de aquí! ¡Aléjense de mi vista! ¡No los conozco! ¡Les espera llanto y crujir de dientes!

Quien se ha dejado envolver y fascinar por los temas favoritos de Lucas –la alegría, la fiesta, el optimismo, la clemencia de Dios– se queda estupefacto ante tales palabras. Nunca se hubiera esperado de Jesús semejante comportamiento. El que amaba a publicanos y pecadores y aceptaba con gusto sus invitaciones para comer con ellos, ahora les cierra la puerta a sus amigos en su cara, fríamente y sin dudarlo. El Jesús inflexible de esta parábola no parece el mismo que sugería invitar al banquete a lisiados, tullidos y ciegos (cf. Lc 14,13) de quienes lógicamente no se puede esperar ni puntualidad ni que acierten de inmediato con la puerta de entrada. No se asemeja al médico que ha venido a curar a los enfermos, ni al pastor que se enternece por la oveja perdida, ni al amigo que se levanta de noche para dar pan. Sus sentimientos son distintos de los del padre del hijo pródigo. Resulta extraño también su consejo: “Procuren entrar por la puerta estrecha”. Parece una invitación a preocuparse solamente por la salvación propia. Quien a fuerza de codazos logra hacerse con un puesto en la sala del banquete, parece desinteresarse por quien se ha quedado fuera.

No es difícil intuir la razón que ha llevado a Lucas a insertar en su evangelio palabras tan duras. En sus comunidades se han infiltrado la laxitud, el cansancio, la presunción de estar en excelentes relaciones con Dios, la arrogante convicción de que bastan los buenos propósitos para obtener la Salvación a buen precio. Lucas se da cuenta de que muchos cristianos corren el riesgo de quedar excluidos del reino y se siente en el deber de desenmascarar el falso optimismo que se ha extendido. Emplea lenguaje e imágenes ligadas a su cultura, ambiente y época. Hay que tener muy presente este hecho, pues de lo contrario podemos adulterar el sentido de las palabras de Jesús y considerarlas como información de lo que ocurrirá al final del mundo. Los detalles son dramáticos, el lenguaje es impresionante, pero es así como se expresaban los predicadores de aquel tiempo con la intención de sacudir las conciencias de sus oyentes.

Tratemos de captar el significado de semejantes expresiones. Un día, a alguien se le escapa la pregunta: “Señor ¿son pocos los que se salvan?” (v. 23). Algunos rabinos enseñaban que todo el pueblo de Israel participaría en el banquete del reino. Otros sostenían que no, que son más numerosos los que se pierden que los que se salvan, como un río es mayor que una gota de agua. La opinión más extendida, sin embargo, era: “Este siglo fue creado por el Altísimo para una multitud, pero el siglo futuro lo será para un pequeño número. Muchos han sido creados; pocos, sin embargo, se salvarán.”

Jesús no entra en el argumento porque la pregunta ha sido mal planteada y, por tanto, cualquier respuesta sería incorrecta y engañosa. Si responde no, crea falsas seguridades; si responde sí, provoca desaliento. Jesús rechaza convertirse en un visionario apocalíptico; no ha venido a develar números y fechas secretas, como hacen algunos locos soñadores de nuestros días. Jesús prefiere cambiar de argumento; no entra en especulaciones sobre el fin del mundo y la Salvación eterna; lo que interesa es dejar claro cómo se entra en el reino de Dios, es decir, cómo convertirse ‘hoy’ en discípulos suyos y mantenerse como tales.

La primera condición es “Procuren entrar por la puerta estrecha, porque les digo que muchos intentarán entrar y no podrán (v. 24). Sorprende el hecho de que no logren entrar a pesar de intentarlo. Aparentemente no les falta la buena voluntad, pero se equivocan en el modo de hacerlo. Se refiere a los fariseos que exhiben una vida impecable y ejemplar, ayunan dos veces por semana, no son ladrones ni adúlteros y, sin embargo, no logran entrar.

Para poder pasar por una puerta estrecha, lo sabemos, solo hay una manera de hacerlo: contraerse, estrecharse, es decir: hacerse pequeño. Quien es grande y grueso no pasa; puede intentarlo de muchas maneras, de frente o de perfil, pero no logrará pasar. Esto es lo que a Jesús le interesa que quede claro: no se puede ser discípulo suyo sin renunciar a ser grande, sin hacerse pequeño y servidor de todos.

He aquí el error del fariseo: la presunción, la confianza puesta en la propia santidad, en sus buenas obras. No ahorra energías; hace de todo para agradar a Dios –lo reconoce también Pablo (cf. Rom 10,3) – pero está demasiado inflado de vanidad y arrogancia. Pequeño es quien reconoce que no merece nada, quien, mirándose a sí mismo, se siente frágil y perdido, quien no ve otra salida que no sea la de encomendarse a la misericordia de Dios; solo este logra pasar a través de la puerta estrecha.

Quien no asume la disposición interior del pequeño, no puede entrar en el reino de Dios, aunque sea muy rezador, buen catequista, gran predicador, incluso hacedor de milagros (cf. Mt 7,22). Jesús continúa desarrollando las implicaciones que lleva consigo su invitación a participar en el banquete mediante una parábola que introduce otra exigencia: es necesario darse prisa, pues no hay tiempo que perder (vv. 25-30). Un gran señor ofrece gratuitamente un banquete al que todos están invitados, con la sola condición, como hemos visto, de ser lo suficientemente pequeños para pasar por la puerta y de hacerlo sin pretensiones. Pero, ¡atención!, llega un momento en que la puerta es cerrada. El gran señor es claramente Dios quien, como ha prometido por boca de los profetas (cf. Is 25:6-8; 55:1-2; 65,13-14), organiza el banquete del reino.

La escena ahora se desdobla. Hay un primer grupo de personas que, dejadas afuera, pretender entrar alegando a gritos sus razones: “Hemos comido y bebido contigo, en nuestras calles enseñaste” (v. 26). Pero el gran señor no les abre la puerta sino que los expulsa llamándolos malhechores: “Les digo que no sé de dónde son ustedes. Apártense de mí, malhechores (v. 27).

¿Quiénes son estos? Tratemos de identificarlos: han conocido a Jesús, lo han escuchado, han comido el pan con Él. No son, por tanto, paganos sino miembros de la comunidad cristiana. Son los que tienen sus nombres inscritos en los registros de los bautismos, los que leyeron el Evangelio y participaron del banquete eucarístico. Creen tener los papeles en regla para poder entrar en la fiesta y, sin embargo, son alejados porque no basta el mero conocimiento de la propuesta evangélica sino que es necesario comprometerse, adherirse a ella. Quien no se compromete a tiempo con Evangelio es un hacedor de iniquidad.

Esta severa condena va dirigida a los cristianos flojos, ‘tibios’, superficiales, que se contentan con una pertenencia externa a la comunidad, celebrando liturgias huecas que se reducen para ellos a ritos exteriores incapaces de transformar sus vidas. No hay que entender este rechazo, sin embargo, como una condena definitiva, como exclusión eterna de la Salvación. Una interpretación en este sentido sería errónea y peligrosa por ir contra el mensaje evangélico.

Las palabras de Jesús se refieren al presente, a la pertenencia y adhesión al reino de Dios hoy, aquí y ahora. Son una apasionada invitación a que evaluemos con urgencia la propia vida espiritual porque muchos cultivan la ilusión de ser discípulos de Jesús cuando, en realidad, no lo son. Éstos tales, si no se dan cuenta pronto, terminarán en llanto (cuando descubran que han fallado miserablemente), y en rechinar de dientes (símbolo de la amargura y la rabia de quien comprende, demasiado tarde, haberse equivocado).

Vayamos al segundo grupo, compuesto por quienes están adentro. Sentados a la mesa están los patriarcas: Abrahán, Isaac, Jacob. Después todos los profetas y finalmente una inmensa multitud venida de Oriente y de Occidente, del Norte y del Sur. No se dice que todos éstos hayan conocido a Jesús y caminado a su lado; quizás muchos de ellos ni siquiera sabían de su existencia. Lo cierto es que, si han logrado entrar, significa que han pasado por la puerta estrecha, mientras que los del primer grupo se han quedado afuera (vv. 28-30).

Volvamos unas cuantas páginas atrás. En el capítulo 9 del evangelio de Lucas se dice que un día surgió una discusión entre los discípulos acerca de quien era el más grande. Jesús, entonces, tomando a un niño “lo colocó junto a sí y les dijo: «El más pequeño de todos ustedes, ese es el mayor»” (Lc 9, 46-47). No puede participar en el banquete quien no se esfuerza por ser pequeño.

Jesús no ha querido meter miedo a nadie con la amenaza del infierno. Su condena va dirigida contra la vida tibia (ni fría ni caliente), incoherente, hipócrita que llevan tantos hombres y mujeres que dicen ser sus discípulos. Y, sin embargo, incluso ante palabras tan inquietantes, todavía hay cristianos incoherentes, hipócritas y arrogantes a quienes ni siquiera les pasa por la imaginación el que un día el Señor pueda decirles: “No los conozco”.

Lucas, quizás con dolor del corazón porque no es su estilo, ha tenido que introducir este texto en su evangelio. A diferencia de Mateo, que concluye el pasaje de manera sombría y amenazadora –“Los ciudadanos del reino serán expulsados a las tinieblas de afuera. Allí será el llanto y el crujir de dientes” (Mt 8,12)– Lucas termina la parábola con la escena de la fiesta y del banquete con un dicho significativo: “Porque hay últimos que serán primeros y primeros que serán últimos” (v. 30).

Al final, por tanto, todos serán recibidos, aunque –por desgracia para ellos– los últimos habrán perdido la oportunidad de haber gozado desde el principio de las alegrías del banquete del reino de Dios.

http://www.bibleclaret.org

El Papa convoca a una jornada de ayuno y oración por la paz

«El próximo viernes, 22 de agosto, celebraremos la memoria de la Santísima Virgen María Reina. María es la Madre de los creyentes aquí en la tierra y también es invocada como Reina de la paz. Mientras nuestra tierra sigue siendo herida por las guerras en Tierra Santa, Ucrania y muchas otras regiones del mundo, invito a todos los fieles a vivir el día 22 de agosto en ayuno y oración, suplicando al Señor que nos conceda la paz y la justicia y que seque las lágrimas de quienes sufren a causa de los conflictos armados en curso».

Con estas palabras, el Papa invitaba durante la audiencia del pasado miércoles a todos los cristianos a una jornada de ayuno y oración por la paz y la justicia. Ante las negociaciones por alcanzar acuerdos en conflictos como el de Ucrania y en Gaza, donde Israel se prepara para una ocupación total, León XIV ha reiterado su llamado a la paz, reclamando alto el fuego en Ucrania, la resolución de la crisis humanitaria en Gaza y la liberación de los rehenes israelíes. Coincidiendo con la festividad de Santa María Reina, invocada por la cristiandad como Reina de la Paz. «Pedimos a María Reina de la Paz que interceda por los pueblos, para que puedan alcanzar el camino y la vía de la paz», concluyó.

Jubileo comboniano de jóvenes 2025 en Roma

La Curia comboniana en Roma se convirtió, durante unos días, en un campamento para acoger a 270 jóvenes que, desde distintos rincones del mundo, acudieron para el jubileo de los jóvenes, compartiendo el carisma de San Daniel Comboni. La procedencia de estos jóvenes fue variada: África, Europa, América y Timor Oriental.

Texto y Fotografías: Boni Gbama, mccj
Misioneros Combonianos. España

Los grupos procedentes de España (Combojoven), Italia, Portugal, Egipto, Inglaterra y México habían tenido un encuentro previo al Jubileo de jóvenes de Roma en las comunidades combonianas de Milán, Verona y Florencia. La invitación al encuentro se había lanzado meses antes, el 11 de diciembre de 2024, en una carta firmada por los PP. Fabio Baldan, Superior provincial de Italia y Stefano Giudici, Secretario de la Formación. En ella proponían unos días de oración, reflexión, celebraciones litúrgicas, visitas, intercambio de experiencias y momentos para compartir la alegría de la fe.

Grupo de Florencia

En palabras del P. Baldan, este encuentro es una oportunidad para “reflexionar sobre la justicia social, la ecología integral y la dignidad de cada persona”, valores que están “en el centro de la misión comboniana”, que ponen su mirada en las periferias y buscan un futuro más justo y sostenible.

Los testimonios de los jóvenes que participaron en estos encuentros hablan por sí solos. José Daniel Rodríguez, de Sahuayo Michoacán, México, subrayó que le gustó aprender “cómo reutilizar materiales para reducir la contaminación” y tomar conciencia de lo que hacemos mal. Por su parte, la portuguesa Camila dos Santo Campos, de 17 años, de la parroquia Sao Tiago Maior de Camarate, recordó su llegada a Milán: “estábamos nerviosas porque no sabíamos qué iba a pasar ni con quién íbamos a estar. Pero los nervios se convirtieron en alegría, ya que todos nos recibieron con una sonrisa, y aunque veníamos de distintos países, nos llevamos muy bien”. El postulante comboniano de España, Juan Enrique Ela, que participó en Verona, valoró la riqueza de “conocer diversas culturas y nacionalidades” y señaló que, durante el encuentro cuando no entendía algo, recurría a “ChatGPT” para comunicarse.

Animacion misionera durante el Jubileo en Roma
Animacion misionera en la zona arqueológica de los Foros Imperiales.

En Roma, la convivencia incluyó también una actividad de Animación Misionera, organizada por la Familia Comboniana, en la zona arqueológica de los Foros Imperiales, con cantos en distintos idiomas: lingala, suajili, inglés, portugués, español e italiano, además de danzas que reflejaron la diversidad de los participantes.

Uno de los momentos más conmovedores del encuentro en Roma tuvo como protagonista a Rhea Nadeem, joven inglesa que testimonió cómo su fe y la experiencia de sentirse salvada por Dios durante la pandemia de la COVID-19 marcaron su vida. “Dios es real y siempre está con nosotros, especialmente en los momentos difíciles”, afirmó.

Sala Capitular en la Curia

El Jubileo comboniano para los jóvenes que comparten el carisma de San Daniel Comboni se enmarcó en el Jubileo de los jóvenes, celebrado en Roma del 28 de julio al 3 de agosto. Durante esos días, los jóvenes también participaron en diversas actividades y eventos del Jubileo como la misa de apertura en la Plaza de San Pedro, la jornada penitencial en la antigua arena romana: el Circo Máximo, y en la vigilia en Tor Vergata junto al Papa León XIV.

La llegada del Papa León XIV a Tor Vergata
PP. Raoul y Esdras en Tor Vergata
Escolástico Prosper en Tor Vergata
Animacion misionera en los Foros Imperiales
Jóvenes combonianos en la Animación misionera

Nueva red de televisión católica en América Latina

Nace la Red de Televisión Católica ALMA
En el marco del Encuentro de Responsables de Televisiones Católicas de América Latina y el Caribe realizado en la ciudad de Aparecida (Brasil) y convocado por el Consejo Episcopal Latinoamericano (Celam) —a través del Centro para la Comunicación—, el pasado 14 de agosto de 2025 se creó la Red de Televisión ALMA (Alianza latinoamericana y caribeña de medios audiovisuales católicos).

adn.celam

La iniciativa es fruto del proceso de escucha, diálogo, conocimiento mutuo, aprendizaje, intercambio de “buenas prácticas” y discernimiento que ha caracterizado el encuentro, celebrado entre el 11 y el 14 de agosto en el Hotel Rainha do Brasil, a los pies del Santuario Nacional de Nuestra Señora de Aparecida, con la participación de 60 directores y jefes de producción de 12 países (Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, El Salvador, Estados Unidos, Honduras, Panamá, Paraguay, República Dominicana y Uruguay), quienes, a su vez, han representado a 27 televisiones católicas del continente.

Sinergia en perspectiva sinodal

“Esta nueva red católica busca erigirse como un espacio colaborativo de sinergia y articulación en perspectiva sinodal, en comunión con las conferencias episcopales del continente e inspirada por el Magisterio de la Iglesia”, según han manifestado los organizadores del encuentro, que contó con el apoyo de la Comisión Episcopal de Comunicación de la Conferencia Nacional de Obispos de Brasil (CNBB) así como de Signis Brasil TV.

Durante el encuentro se abordaron temáticas relacionadas con la realidad poliédrica de las televisiones católicas de América Latina y el Caribe, y la comunicación en el Magisterio del papa Francisco aplicado al mundo de la televisión, así como las posibilidades de crear contenidos audiovisuales para hacer posible una Iglesia sinodal, las cuestiones que están emergiendo de cara a las nuevas tecnologías y a la Inteligencia Artificial en la cultura digital, indagando también por el futuro de las televisiones católicas frente a los desafíos y las oportunidades que devienen de la Televisión 3.0.

Para profundizar en estos temas, algunos reconocidos académicos y expertos compartieron sus miradas y trayectorias en el ámbito de la TV, como los colombianos Dago García, vicepresidente de producción y contenido del Canal Caracol, y el P. Ramón Zambrano, Director del Canal Cristovisión, y los brasileños Marcelo Bechara, Director de Relaciones Institucionales de Globo, y Moisés Sbardelotto, doctor en ciencias de la comunicación y profesor de la Pontificia Universidad Católica de Minas Gerais.

«Peregrinos de esperanza»

Además de los espacios formativos y de intercambio en grupos de trabajo, el encuentro contempló diversos momentos de espiritualidad, incluyendo la peregrinación de los participantes a la Basílica de Aparecida, donde celebraron la eucaristía en sintonía con el Año Jubilar, renovando su compromiso con la misión evangelizadora de la Iglesia, como “peregrinos de esperanza”.

XX Domingo ordinario. Año C

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Vine a traer fuego a la tierra, y, ¡cómo desearía que ya estuviera ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, y, ¡qué angustia siento hasta que esto se haya cumplido! ¿Piensan que vine a traer paz a la tierra? No he venido a traer la paz sino la división. En adelante en una familia de cinco habrá división: tres contra dos, dos contra tres. Se opondrán padre a hijo e hijo a padre, madre a hija e hija a madre, suegra a nuera y nuera a suegra”.


Fuego en la tierra
P. Enrique Sánchez, mccj

Nuestra reflexión de este domingo tiene como punto de partida dos palabras claves que nos ayudarán, a acoger y a tratar de vivir lo que Jesús nos propone en el Evangelio para que entendamos mejor cuál es su misión y la nuestra como discípulos y misioneros suyos.

Jesús habla de fuego y de bautismo como dos realidades que traen consigo una novedad que tiene qué ver con la vida que nace cuando empezamos a creer en sus palabras.

El bautismo del que se habla en estos versículos del evangelio seguramente no se refiere a lo que nosotros identificamos con el sacramento del bautismo que hemos recibido, aunque, de alguna manera, podemos hacer memoria de esa experiencia que nos ha tocado vivir.

El bautismo del que habla Jesús se refiere a su experiencia del misterio pascual. Es el bautismo que habla de un pasar de una experiencia de esclavitud, marcada por la muerte, a una vida nueva que surge de la resurrección.

Es el bautismo que nos quiere ayudar a tomar conciencia del paso que estamos llamados a dar, en el día a día de nuestra existencia, dejando a un lado todo aquello que puede ser esclavitud y muerte.

Todo aquello que nos tiene atados a una mundanidad que nos encandila y nos seduce con sus promesas de felicidad.

Jesús, nos dice el evangelio, quisiera que lo que tendrá que vivir en su camino de pasión, de muerte y de resurrección fueran algo ya realizado para que nadie se encuentre excluido de amor de Dios.

En el bautismo, entendido como paso de la muerte a la vida, de la cruz a la resurrección, podemos entender que el Señor nos está invitando a vivir, en nuestra propia experiencia, el paso de todo aquello que nos podría tener esclavizados, a una experiencia plena de vida en el Espíritu.

Por otra parte, se nos habla también del fuego que Jesús quisiera que ya estuviera ardiendo en cada uno de nosotros y en el mundo en donde estamos presentes. Un fuego que debe llegar a todos y que debería tocar todas las realidades de nuestra vida.

Y, tal vez, antes de reflexionar mucho sobre este tema, nos conviene detenernos a ver qué cosa es el fuego del que habla Jesús, para comprender mejor el mensaje que se nos quiere dejar en el corazón.

Cuando pensamos al fuego nos damos cuenta de que se trata de algo que representa muerte y vida nueva, al mismo tiempo. Es algo que consume con sus llamas y transforma con su fuerza, que envuelve y abraza.

En un primer momento se puede decir que es algo que arrasa con todo, ciertamente, cuando adquiere fuerza y no se controla; es algo que consume lo que encuentra a su paso. Es algo que tiene como propiedad el propagarse rápidamente e invadir sin dificultad cualquier espacio.

La buena noticia del Evangelio que Jesús nos propone tiene en sí esta propiedad que caracteriza al fuego. Ella también se propaga con una fuerza que transforma todo lo que encuentra a su paso.

El fuego tiene una fuerza que purifica, que consume y abre espacios para que algo nuevo pueda surgir. La imagen del fuego hace que entendamos que también al interno de nuestra comunidad cristiana existe un proceso continuo de purificación en la medida en que acogemos y nos confrontamos con la palabra de Dios.

El evangelio, como el fuego, consume todo aquello que en nuestros corazones nos impide vivir y actuar de acuerdo a la verdad. Es lo que nos obliga a dejar a un lado las máscaras que cargamos para defender muchas veces nuestros compromisos con la ambigüedad.

Por esta razón no es difícil entender por qué se dan las divisiones y por qué surgen los conflictos, no sólo en las comunidades, en nuestras familias o en nuestros grupos humanos; sino también al interior de nosotros mismos.

El fuego de la Palabra del Señor nos empuja a vivir en la coherencia y en la honestidad, en la verdad y en la libertad. Y esto crea tensiones, pues en muchos momentos ser cristianos nos obliga a ir contra corriente, a no estar de acuerdo con propuestas de vida que no están fundadas en el amor, en la justicia y en el respeto de los demás.

Jesús dice que no ha venido a traer la paz a la tierra y oyendo esas palabras podemos sentirnos confundidos, pensando que hay una contradicción entre la propuesta del Reino que ha venido a instaurar y una realidad de rivalidades hasta en las relaciones más ordinarias de nuestra vida, como lo son las que se dan en el seno familiar.

Él no ha venido a traer la paz como la ofrece el mundo.  La paz que se pretende construir a punta de fusiles o de bombas.

No es la paz idealizada en un mundo en donde no existirían conflictos y dificultades, en donde desaparecería todo lo que tenga que ver con sacrificios y entrega de uno mismo.

Es la paz que brota en el corazón cuando somos capaces de hacer opciones decididas por Jesús y por su evangelio.

Es la paz que nos permite estar en el mundo, pero sin dejarnos atrapar por sus propuestas cuando son egoístas o nos alejan de los demás.

Jesús ha venido a traer la división que obliga a tomar partido por él. Es la división que hace aparecer con claridad por donde pasa el proyecto que Dios ha sonado para nosotros con la promesa de hacernos vivir en plenitud.

Aquí aparece otra palabra, consecuencia de las anteriores, bautismo, fuego, y ahora división.

Es la división que nos ayuda a entender que no se puede vivir diciendo que creemos en Dios y después asumir un estilo de vida que lo ignora, que lo arrincona en lo cotidiano o simplemente se le recuerda cuando las necesidades nos llegan al cuello. Pidamos para que la Palabra del Señor entre en lo más profundo de nuestro ser como un fuego nuevo, suscitado por el Espíritu, que nos libere y nos purifique de todas las ramas secas que vamos cargando y que no nos dejan descubrir lo bello que Dios va creando cada día para nosotros.

Que seamos capaces de vivir el misterio del Bautismo del Señor acercándonos a Él sin miedo a entrar en el misterio de su pasión, de su muerte y de su resurrección para que demos muerte a lo que nos tiene paralizados en el egoísmo que nos impide amarnos como hermanos. Que no inventemos pretextos para eludir la división ante la cual tenemos que definirnos haciendo opciones que den un rostro concreto a nuestro ser cristianos. Que no nos permita alinearnos con aquellos que pretenden hacer de nuestra vida y de nuestro mundo una realidad en donde se piensa que podemos acomodar a Dios a nuestros intereses personales.


Sin fuego no es posible
José A. Pagola

En un estilo claramente profético, Jesús resume su vida entera con unas palabras insólitas: “Yo he venido a prender fuego en el mundo, y ¡ojalá estuviera ya ardiendo!”. ¿De qué está hablando Jesús? El carácter enigmático de su lenguaje conduce a los exegetas a buscar la respuesta en diferentes direcciones. En cualquier caso, la imagen del “fuego” nos está invitando a acercarnos a su misterio de manera más ardiente y apasionada.
El fuego que arde en su interior es la pasión por Dios y la compasión por los que sufren. Jamás podrá ser desvelado ese amor insondable que anima su vida entera. Su misterio no quedará nunca encerrado en fórmulas dogmáticas ni en libros de sabios. Nadie escribirá un libro definitivo sobre él. Jesús atrae y quema, turba y purifica. Nadie podrá seguirlo con el corazón apagado o con piedad aburrida.
Su palabra hace arder los corazones. Se ofrece amistosamente a los más excluidos, despierta la esperanza en las prostitutas y la confianza en los pecadores más despreciados, lucha contra todo lo que hace daño al ser humano. Combate los formalismos religiosos, los rigorismos inhumanos y las interpretaciones estrechas de la ley. Nada ni nadie puede encadenar su libertad para hacer el bien. Nunca podremos seguirlo viviendo en la rutina religiosa o el convencionalismo de “lo correcto”.
Jesús enciende los conflictos, no los apaga. No ha venido a traer falsa tranquilidad, sino tensiones, enfrentamiento y divisiones. En realidad, introduce el conflicto en nuestro propio corazón. No es posible defenderse de su llamada tras el escudo de ritos religiosos o prácticas sociales. Ninguna religión nos protegerá de su mirada. Ningún agnosticismo nos librará de su desafío. Jesús nos está llamando a vivir en verdad y a amar sin egoísmos.
Su fuego no ha quedado apagado al sumergirse en las aguas profundas de la muerte. Resucitado a una vida nueva, su Espíritu sigue ardiendo a lo largo de la historia. Los primeros seguidores lo sienten arder en sus corazones cuando escuchan sus palabras mientras camina junto a ellos.
¿Dónde es posible sentir hoy ese fuego de Jesús? ¿Dónde podemos experimentar la fuerza de su libertad creadora? ¿Cuándo arden nuestros corazones al acoger su Evangelio? ¿Dónde se vive de manera apasionada siguiendo sus pasos? Aunque la fe cristiana parece extinguirse hoy entre nosotros, el fuego traído por Jesús al mundo sigue ardiendo bajo las cenizas. No podemos dejar que se apague. Sin fuego en el corazón no es posible seguir a Jesús.

http://www.musicaliturgica.com


El fuego del Espíritu Santo 
Papa Francesco

El Evangelio de este domingo (Lc 12, 49-53) forma parte de las enseñanzas de Jesús dirigidas a sus discípulos a lo largo del camino de subida hacia Jerusalén, donde le espera la muerte en la cruz. Para indicar el objetivo de su misión, Él se sirve de tres imágenes: el fuego, el bautismo y la división. Hoy deseo hablar de la primera imagen: el fuego.

Jesús la narra con estas palabras: «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra, ¡y cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (v. 49). El fuego del cual habla Jesús es el fuego del Espíritu Santo, presencia viva y operante en nosotros desde el día de nuestro Bautismo. Este –el fuego– es una fuerza creadora que purifica y renueva, quema toda miseria humana, todo egoísmo, todo pecado, nos transforma desde dentro, nos regenera y nos hace capaces de amar. Jesús desea que el Espíritu Santo estalle como el fuego en nuestro corazón, porque sólo partiendo del corazón el incendio del amor divino podrá extenderse y hacer progresar el Reino de Dios. No parte de la cabeza, parte del corazón. Y por eso Jesús quiere que el fuego entre en nuestro corazón. Si nos abrimos completamente a la acción de este fuego que es el Espíritu Santo, Él nos donará la audacia y el fervor para anunciar a todos a Jesús y su confortante mensaje de misericordia y salvación, navegando en alta mar, sin miedos.

Cumpliendo su misión en el mundo, la Iglesia —es decir, todos los que somos la Iglesia— necesita la ayuda del Espíritu Santo para no ser paralizada por el miedo y el cálculo, para no acostumbrarse a caminar dentro de confines seguros. Estas dos actitudes llevan a la Iglesia a ser una Iglesia funcional, que nunca arriesga. En cambio, la valentía apostólica que el Espíritu Santo enciende en nosotros como un fuego nos ayuda a superar los muros y las barreras, nos hace creativos y nos impulsa a ponernos en marcha para caminar incluso por vías inexploradas o incómodas, dando esperanzas a cuantos encontramos. Con este fuego del Espíritu Santo estamos llamados a convertirnos cada vez más en una comunidad de personas guiadas y transformadas, llenas de comprensión, personas con el corazón abierto y el rostro alegre. Hoy más que nunca se necesitan sacerdotes, consagrados y fieles laicos, con la atenta mirada del apóstol, para conmoverse y detenerse ante las minusvalías y la pobreza material y espiritual, caracterizando así el camino de la evangelización y de la misión con el ritmo sanador de la proximidad.

Es precisamente el fuego del Espíritu Santo que nos lleva a hacernos prójimos de los demás, de los necesitados, de tantas miserias humanas, de tantos problemas, de los refugiados, de aquellos que sufren.

En este momento, pienso también con admiración sobre todo en los numerosos sacerdotes, religiosos y fieles laicos que, por todo el mundo, se dedican a anunciar el Evangelio con gran amor y fidelidad, no pocas veces a costa de sus vidas. Su ejemplar testimonio nos recuerda que la Iglesia no necesita burócratas y diligentes funcionarios, sino misioneros apasionados, devorados por el entusiasmo de llevar a todos la confortante palabra de Jesús y su gracia. Este es el fuego del Espíritu Santo. Si la Iglesia no recibe este fuego o no lo deja entrar en sí, se convierte en una Iglesia fría o solamente tibia, incapaz de dar vida, porque está compuesta por cristianos fríos y tibios. Nos hará bien, hoy, tomarnos cinco minutos y preguntarnos: ¿Cómo está mi corazón? ¿Es frío? ¿Es tibio? ¿Es capaz de recibir este fuego? Dediquemos cinco minutos a esto. Nos hará bien a todos.

Y pidamos a la Virgen María que rece con nosotros y por nosotros al Padre celeste, para que infunda sobre todos los creyentes el Espíritu Santo, fuego divino que enciende los corazones y nos ayuda a ser solidarios con las alegrías y los sufrimientos de nuestros hermanos. Que nos sostenga en nuestro camino el ejemplo de san Maximiliano Kolbe, mártir de la caridad, de quien hoy celebramos la fiesta: que él nos enseñe a vivir el fuego del amor por Dios y por el prójimo.


Un Evangelio Climáticamente incorrecto
José Luis Sicre

Después de las enseñanzas de los domingos anteriores sobre la oración, la riqueza, la vigilancia, centradas en lo que nosotros debemos hacer, en el evangelio de este domingo Jesús nos sorprende hablando de sí mismo: de su misión y su destino. Lo hace con un lenguaje tan enigmático que los comentaristas discuten desde los primeros siglos el sentido de estas palabras.

Presupuesto necesario para entenderlo es conocer la mentalidad apocalíptica, de la que Jesús participa en cierto modo. Según ella, el mundo malo presente tiene que desaparecer para dar paso al mundo bueno futuro, el Reinado de Dios.

Lucas va a introducir algunos cambios importantes en esta mentalidad, reuniendo tres frases pronunciadas por Jesús en diversos momentos: la primera y la tercera hablan de la misión de Jesús (prender fuego y traer división); la segunda, de su destino (pasar por un bautismo). Esta forma de organizar el material (misión – destino – misión) es muy típica de los autores bíblicos.

La misión: prender fuego

He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!

Lo primero que viene a la mente es un campo ardiendo, o el fenómeno frecuente en la guerra del incendio de campos, frutales, casas, ciudades… Esta idea encaja bien en la mentalidad apocalíptica: hay que poner fin al mundo presente para que surja el Reino de Dios. Esta interpretación me parece más correcta que relacionar el fuego con el Espíritu Santo.

El destino: la muerte

Tengo que pasar por un bautismo.

También esta imagen es enigmática, porque “bautizar” significa normalmente “lavar”; por ejemplo, los platos se “bautizan”, es decir, se lavan. Esa idea la aplica Juan Bautista al pecado: cuando la persona se sumerge en el río Jordán, se lavan sus pecados; al mismo tiempo, simbólicamente, la persona que entra en el agua muere ahogada y sale una persona nueva. El bautismo equivale entonces a la muerte y el paso a una nueva vida. Así lo usa Jesús en un texto del evangelio de Marcos, cuando dice a Juan y Santiago: ¿Sois capaces de beber la copa que yo he de beber o bautizaros con el bautismo que yo voy a recibir? (Mc 10,38). Jesús ve que su destino es la muerte para resucitar a una nueva vida.

La misión: dividir

¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división.

Estas palabras se podrían interpretar como simple consecuencia de la actividad de Jesús: su persona, su enseñanza y sus obras provocan división entre la gente, como ya había anunciado Simeón a María: este niño “será una bandera discutida”.

Pero Jesús habla de una división muy concreta, dentro de la familia, y eso favorece otra interpretación: Jesús viene a crear un caos tan tremendo (simbolizado por el caos familiar), que Dios tendrá que venir a destruir este mundo y dar paso al mundo nuevo. Parece una interpretación absurda, pero conviene recordar lo que dice el final del libro de Malaquías: “Yo os enviaré al profeta Elías antes de que llegue el día del Señor, grande y terrible: reconciliará a padres con hijos, a hijos con padres, y así no vendré yo a exterminar la tierra” (Mal 3,23-24). De acuerdo con estas palabras, Dios ha pensado exterminar la tierra en un día grande y terrible. Sin embargo, para no tener que hacerlo, decide enviar al profeta Elías, que restablecerá las buenas relaciones en la familia (padres con hijos, hijos con padres), como símbolo de las buenas relaciones en la sociedad: la situación mejora y Dios no se ve obligado a exterminar la tierra.

Jesús dice todo lo contrario: hace falta acabar con este mundo, y por ello él ha venido a traer división en el seno de la familia.

La unión de las tres frases

¿Qué quiere decirnos Lucas uniendo estas tres frases? Que Jesús anhela y provoca la desaparición de este mundo presente para dar paso al Reinado de Dios, pero que ese cambio está estrechamente relacionado con su muerte.

¿Tiene sentido todo esto para nosotros?

Este mensaje apocalíptico resulta lejano al hombre de hoy. De hecho, Lucas lo matiza y modifica en el libro de los Hechos de los Apóstoles: los cristianos no debemos estar esperando el fin del mundo, aunque pidamos todos los días que “venga a nosotros tu reino”; nuestra misión ahora es extender el evangelio por todo el mundo, como hicieron los apóstoles. Y la idea de la segunda venida de Jesús cede el puesto a una distinta: el triunfo de Jesús, glorificado a la derecha de Dios.

* * *

Por una feliz casualidad, la segunda lectura ofrece cierta relación con el evangelio: el destino de Jesús sirve de ejemplo a los cristianos. La imagen de partida es fácil de entender para los antiguos cristianos, conocedores de las Olimpiadas griegas: un estadio lleno de espectadores que contemplan el espectáculo.

Jesús, como cualquier atleta, se entrena duramente, en medio de grandes renuncias y sacrificios; sabe, además, que competirá en un ambiente adverso, hostigado y abucheado por los espectadores. Pero no se arredra: renuncia a pasarlo bien, aguanta, soporta, y termina triunfando.

Ahora nos toca a nosotros coger el relevo. Hay que despojarse de todo lo que estorba, correr la carrera sin cansarse ni perder el ánimo. Incluso en una época de descanso y vacaciones, es bueno recordar el ejemplo de Jesús, su entrega plena.

http://www.feadulta.com


Un único destino aúna a los profetas
Fernando Armellini

Introducción

Sorprende la facilidad, la rapidez con que el escepticismo, el descrédito, el menoscabo, logran enfriar los entusiasmos, apagar los ideales, hacer inocuas las enseñanzas más nobles. Hemos conocido a jóvenes que, movidos por una pasión sincera, se habían empeñado en construir un mundo nuevo y una Iglesia más evangélica. Pocos años después, han amainado las banderas y renunciado a los sueños. Se han acomodado a la ‘respetabilidad’ imperante, a lo que antes consideraban fútil, efímero, banal. ¿Por comodidad, por oportunismo? Algunos quizás sí, pero otros han renunciado con profunda amargura a impulsos y proyectos juveniles porque…se han dejado llevar, en primer lugar, del desaliento, y después de la resignación. No habían tenido en cuenta a la oposición, los conflictos, las dificultades, y han terminado por tirar la toalla.

Quien se compromete con la comunidad, espera aprobación, alabanza, apoyo a las iniciativas que lleva adelante, aunque solo sea por el tiempo y la energía que dedica a sus compromisos. ¡Vana ilusión! Más pronto que tarde, tendrá que enfrentarse a críticas malévolas, envidias, celos. Y todavía estamos en el ámbito de las normales incomprensiones y sinsabores. La cosa se complica seriamente cuando están en juego opciones eclesiales decisivas, adhesiones a nuevas perspectivas abiertas por el Concilio, propuestas evangélicas incompatibles con la lógica de este mundo. Entonces, la hostilidad se manifiesta abiertamente y va in crescendo: desde el insulto a la marginación y hasta el linchamiento moral.

Quien se siente ‘agredido’ de esta manera corre un serio riesgo de desanimarse y de poner en discusión los compromisos antes asumidos con tanta lucidez. La tentación de adecuarse a la mentalidad dominante, a lo políticamente correcto, a los principios y valores dictados por el sentido común, es casi irresistible.

Jesús ha puesto en guardia a sus discípulos contra este peligro: “Si en el mundo los odian, sepan que primero me odió a mí. Si ustedes fueran del mundo, el mundo los amaría como cosa suya” (Jn 15,18). Ha tranquilizado sus ánimos perplejos y vacilantes, recordándoles que un destino común aúna, desde siempre, a todos los justos: “¡Ay de ustedes cuando todos los alaben! Del mismo modo los padres de ellos trataron a los falsos profetas” (Lc 6,23.26).

Evangelio: Lucas 12,49-53

¿Qué fuego es el que Jesús ha venido a traer a la tierra? (v. 49). ¿Cuál es el bautismo que él tiene que recibir? (v. 50). ¿Qué quiere decir cuando afirma: “No he venido a traer la paz sino la división?” (v. 51). ¿Qué tiene que ver en todo este discurso la parábola sobre la necesidad de evitar que “tu rival…te arrastre hasta el juez” (vv. 58-59)? El evangelio de hoy junta una serie de dichos del Señor más bien enigmáticos. Tratemos de comprender su sentido.

Comencemos por las imágenes del fuego y del bautismo (vv. 49-50). Al final del diluvio aparece en el cielo el arco iris, símbolo de la paz restablecida entre el cielo y la tierra, y Dios jura: “El diluvio no volverá a destruir la vida ni habrá otro diluvio sobre la tierra” (Gn 9,11). De esta promesa nace y se difunde en Israel la convicción de que, para purificar el mundo de la iniquidad, Dios no se serviría más del agua sino del fuego. “El Señor va a juzgar con su fuego a todo mortal” (Is 66,16). También el Bautista anuncia la venida del Mesías con palabras amenazadoras: “Él los bautizará con Espíritu Santo y fuego. Quemará la paja en un fuego que no se apaga” (Mt 3,11-12). De fuego habla también Jesús y, después de él, un poco también la mayoría de los autores del Nuevo Testamento. ¿De qué se trata? Lo primero que se nos ocurre es que está hablando del juicio final y del suplicio eterno que les espera a los malvados. ¡Nada de esto! Así pensarían, quizás, Juan el Bautista y los discípulos Santiago y Juan, pero ciertamente no Jesús.

El fuego de Dios no tiene como objetivo aniquilar o torturar a quien ha cometido errores sino que es el instrumento con el que Él quiere destruir el mal y purificar del pecado. ¡Que se queden con su fuego los fundamentalistas y los predicadores fanáticos de las sectas apocalípticas! El anunciado por los profetas y encendido por Jesús es un fuego que salva, limpia, cura: es el fuego de su Palabra, es su Mensaje de Salvación, es su Espíritu, el Espíritu Santo que, en el día de Pentecostés, descendió sobre cada uno de los discípulos en lenguas como de fuego (cf. Hch 2,3-11), fuego que se ha propagado por el mundo como un gran incendio benéfico y renovador.

Ahora podemos comprender el sentido de la exclamación de Jesús: “¡Cómo me gustaría que estuviera ya ardiendo!” (v. 49). Es la expresión de su deseo ardiente de ver lo más pronto posible la destrucción de la cizaña que existe en el mundo. Malaquías ha anunciado: “Miren que llega el día, ardiente como un horno, cuando arrogantes y malvados serán la paja: ese día los quemaré” (Mal 3,19). Jesús espera con ansia la realización de esta profecía y ya ve el amanecer del nuevo mundo en el que no habrá más espacio para los malvados. Éstos desaparecerán, aniquilados por la llama irresistible de su Amor.

La segunda imagen, la del Bautismo, está ligada a la precedente. Jesús afirma que, para desencadenar este incendio, antes debe Él ser bautizado. Bautizarse significa sumergirse y Jesús se refiere a su inmersión en las aguas de la muerte (cf. Mc 10,38-39). Esta agua ha sido preparada por sus enemigos con el objetivo de apagar para siempre el fuego de su Palabra, de su Amor, de su Espíritu; sin embargo, el efecto ha sido lo contrario: es un agua que ha comunicado a este fuego una fuerza incontenible. Jesús “contempla con angustia” la pasión que le espera. La perspectiva que tiene ante sus ojos es dramática: será arrastrado por las olas de la humillación, de los sufrimientos y de la muerte, pero sabe que, saliendo de estas aguas oscuras, en el día de Pascua, dará inicio a un mundo nuevo.

Si este es el destino del Maestro, ¿cuál será el de los discípulos portadores de la antorcha de su fuego? También ellos, dice Jesús, provocarán desacuerdos, divisiones, hostilidad y dolorosas laceraciones dentro de sus mismas familias (vv. 51-53).

“¿Piensan que vine a traer paz a la tierra? No he venido a traer la paz sino la división”. Una afirmación sorprendente que deja desconcertados porque en los libros de los profetas está escrito que el Mesías será el “Príncipe de la paz” y que, durante su reinado, “la paz no tendrá fin” (Is 11,6-9); “el lobo y el cordero irán juntos, y la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león engordarán juntos” (Is 11,6-9); “destruirá los arcos de guerra, proclamará la paz a las naciones , dominará de mar a mar, del Gran Río al confín de la tierra”(Zac 9,10); en Belén los ángeles cantaban: “¡paz en la tierra”! (Lc 2,14) y Pablo escribe: “Él es nuestra paz” (Ef 2,14).

El anuncio del Evangelio ¿traerá al mundo armonía o discordia entre familias y pueblos? Ciertamente los profetas han prometido la paz para los tiempos mesiánicos, pero también han anunciado conflictos y separaciones. Cuando Jesús habla de conflicto de generaciones (entre jóvenes y ancianos) y entre los que viven en una misma casa, no hace más que citar un texto del profeta Miqueas, el cual había intuido que el nacimiento de un nuevo mundo no sería pacífico y sin dolor, sino que vería la luz entre sufrimientos desgarradores. Lucas certifica que estas rupturas se han producido en sus comunidades. A la luz de las palabras del Maestro, comprende que eran inevitables y, en el contexto en que estas palabras son colocadas, nos ayudan a comprender el por qué.

El mensaje de Jesús es un fuego y, lógicamente, quienes tienen bienes que proteger, palacios que custodiar, no ven con buenos ojos a los ‘incendiarios’. El Evangelio es una antorcha encendida que quiere reducir a una inmensa pira todas las estructuras injustas, las situaciones deshumanas, las discriminaciones, el ansia del dinero, el frenesí del poder. Quien se siente amenazado por este ‘fuego’, no permanece pasivo. Se opone por todos los medios. Reacciona con violencia porque quiere perpetuar el pecado en el mundo. Primero son las incomprensiones, después vienen las divisiones y los conflictos y, finalmente, las persecuciones y la violencia.

No siempre la unión es buena y hay que aprobarla a toda costa. Se debe buscar la unión, pero siempre partiendo de la Palabra de Dios, partiendo de la verdad. La paz fundada en la mentira y en la injusticia, hay que rechazarla. A veces, es necesario provocar, con mucho amor y tratando de no ofender a nadie, saludables divisiones. No se deben confundir el odio, la violencia, las palabras ofensivas y arrogantes –que son incompatibles con un cristiano– con la confrontación leal, con los desacuerdos que nacen de propuestas nuevas, evangélicas. Estos desacuerdos son necesarios, aunque sean dolorosos por involucrar miembros de la misma familia.

Hemos oído hablar muchas veces después del Concilio de la imagen estupenda de los “signos de los tiempos”. Aparece en boca de Jesús en la tercera parte del evangelio de hoy (vv. 54-57). Para los campesinos es importante reconocer lo cambios del tiempo: deben saber cuándo llegan las lluvias para sembrar en el momento justo. Escrutan el cielo, estudian el viento, saben que no pueden equivocarse porque corren el riesgo de ver las propias semillas quemadas por el sol. ¿Cómo es que los hombres –se pregunta Jesús– que prestan tanta atención a las señales del calor y de la lluvia, no logran reconocer los signos del mundo nuevo que ha aparecido? Porque –responde– son unos hipócritas. Están capacitados para ver, pero no quieren abrir los ojos y no lo hacen por ignorancia sino por mala voluntad. La realidad nueva introducida por su Palabra les molesta, los incomoda. Quieren que el mundo antiguo continúe como hacen los actores (los hipócritas, justamente) que aparentan no darse cuenta de lo que está sucediendo.

Lucas tiene presente la situación de sus comunidades en las que muchos temen a las consecuencias del Evangelio y ‘fingen’ no darse cuenta de los cambios, de las transformaciones, de las novedades que las palabras de Jesús introducen entre ellos.

El Evangelio concluye con una parábola (vv. 58-59). Un hombre ha ofendido a otro y éste lo amenaza con llevarlo ante el juez. ¿Qué hacer? El culpable no tiene tiempo que perder: debe buscar inmediatamente un acuerdo con su adversario; de lo contrario, se expone a la condena. ¿Qué sentido tiene esta parábola?

Está para llegar, dice Jesús, el momento del juicio; el mundo nuevo está apunto de surgir. Las señales del gran incendio que renovará la faz de la tierra son evidentes: los ciegos recobran la vista, los sordos oyen, los tullidos caminan, los leprosos son sanados, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Evangelio (cf. Mt 11,5). Y, sin embargo, hay personas que no se preocupan lo más mínimo de todo esto. Se verán sorprendidas sin preparación alguna.

http://www.bibleclaret.org