Category Comentarios dominicales

XVII Domingo ordinario. Año C

“Un día, Jesús estaba orando y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos.
Entonces Jesús les dijo: Cuando oren, digan: Padre, santificado sea tu nombre, venga tu Reino, danos hoy nuestro pan de cada día y perdona nuestras ofensas, puesto que también nosotros perdonamos a todo aquel que nos ofende y no nos dejes caer en tentación.
También les dijo: Supongan que alguno de ustedes tiene un amigo que viene a medianoche a decirle: Préstame, por favor, tres panes, pues un amigo mío ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle. Pero él le responde desde dentro: No me molestes. No puedo levantarme a dártelos, porque la puerta ya está cerrada y mis hijos y yo estamos acostados. Si el otro sigue tocando, yo les aseguro que, aunque no se levante a dárselos por ser su amigo, sin embargo, por su molesta insistencia, sí se levanta y le dará cuanto necesite.
Así también les digo a ustedes: pidan y se les dará, busquen y encontrarán, toquen y se les abrirá. Porque quien pide, recibe; quien busca encuentra, y al que toca, se le abre.
¿Habrá entre ustedes algún padre que, cuando su hijo le pida pan, le dé una piedra? ¿O cundo le pida pescado le dé una víbora? ¿O cuando le pida huevo, le dé un alacrán? Pues, si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¿cuánto más el Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes se los pidan?” ( Lucas 11, 1-13)


Señor, enséñanos a orar
P. Enrique Sánchez G., mccj

Las lecturas de este domingo nos invitan a detenernos sobre nuestra experiencia de oración, pidiéndole a Jesús que nos enseñe a orar y al Espíritu Santo que ponga en nuestro interior aquello que nos permita entrar en comunión con el Señor.

Abraham, en su diálogo personal con el Señor (Génesis, 18, 20-32 primera lectura), pide, intercede, suplica, se entretiene con él hasta alcanzar la salvación de su pueblo. Con su experiencia nos enseña lo que debe ser la oración en nuestras vidas. Una relación de amistad que nos permita entrar en el misterio de Dios y en lo más íntimo de su persona.

De entrada este pequeño texto nos enseña que orar es mantener un diálogo con Dios sostenido  por  la  confianza  y  la  familiaridad  que  se  puede  tener  con  alguien  que sabemos que nos escucha y que se pone al nivel de lo que somos y de lo que necesitamos. Se trata de un diálogo en donde no importan tanto las palabras, sino lo que se lleva y se comparte desde el corazón.

Los discípulos le piden a Jesús que les enseñe a orar y no se trata de aprender algunas fórmulas o novenas que se puedan recitar. No son rezos, sino oración a lo que quieren ser iniciados. Oraciones, seguramente ya conocían y muchas, pues era lo que menos faltaba en sus biblias.

Los discípulos que se acercan a Jesús pidiéndole que les enseñara a orar, muy probablemente estaban fascinados al ver a Jesús como se retiraba en silencio, como pasaba noches enteras hablando con su Padre, como se iba solitario cuando tenía que tomar alguna decisión importante. Su maestro no se limitaba a recitar oraciones, sino que transformaba su vida en oración.

¿Y qué es lo que enseña a sus discípulos?

En primer lugar, que la oración en una relación, una amistad profunda en donde se puede expresar la confianza y el abandono total de uno mismo.

Santa Teresa de Jesús decía que la oración es fundamentalmente un trato de amistad con Dios, un encuentro personal con Cristo que transforma la vida interior y exterior del creyente.

En las indicaciones que Jesús da a sus discípulos les recomienda con sencillez: “Cuando oren, digan Padre nuestro”.

En la oración se parte del reconocimiento de que estamos en las manos de un Padre y no es un padre cualquiera. Es el Padre bueno que está siempre atento y disponible para escuchar y para responder, incluso a aquello que no nos atrevemos a presentarle como urgente y necesario.

La oración es lo que nos permite tomar conciencia de que no estamos solos y abandonados en este mundo. Hay Alguien que vela por nosotros. Es alguien a quien estamos llamados a reconocer en su grandeza y en su santidad, en su divinidad, tan grandiosa y tan cercana a los pequeños detalles de nuestra vida.

Es un Padre que nos permite tomar conciencia de que no somos navegantes solitarios en este mundo, sino que hacemos parte de una gran familia en donde hay un espacio para toda persona que se reconozca humana.

La lección de Jesús sobre la oración, según el evangelio de Lucas, lo primero que hace es ayudar a entender que orar es un ejercicio que nos permite reconocernos hijos de Dios. Y, como hijos, nos sentimos bendecidos y protegidos de tal manera que no tendríamos que dejar espacio a lo que nos paraliza y nos llena de miedo en la vida.

En segundo lugar, Jesús se sirve de dos pequeñas parábolas para enseñar cómo tiene que ser la oración del discípulo.

La  oración  debe  de  tener  como  fundamentos  la  confianza,  la  insistencia  y  la perseverancia.

Orar con confianza significa estar convencidos de que el Señor no se hace sordo o indiferente a nuestras súplicas. Dios siempre está disponible a atento para responder a lo que llevamos a él,  movidos por la confianza que brota del corazón.

Al que pide se le da siempre, por parte de Dios, aunque no siempre se recibe en el momento en que a nosotros nos parece que tendría que ser.

Pedir con insistencia, no se trata simplemente de fastidiar al Señor con nuestras urgencias, sino más bien, es pedir con la confianza de que se nos dará lo que nos conviene en el momento adecuado según la sabiduría de Dios.

Ser perseverantes en la oración es la exigencia mínima, pero que tal vez más nos cuesta. Muchas veces nos descubrimos pidiendo a Dios respuesta a nuestras urgencias y necesidades. Queremos soluciones inmediatas a lo que nos aflige,  lo que nos parece urgente, porque vivimos con la convicción de que todo lo tenemos que obtener, aquí y ahora.

Y, cuántas  veces, pasada la urgencia y la preocupación, nos olvidamos de mantener  la relación con el Señor. Nos acordamos de él hasta que nos vuelve a llegar el agua al cuello.

La perseverancia en la oración nos ayuda a reconocer que Dios tiene sus tiempos y que su disponibilidad no cambia según los estados de humor o de ánimo.

Muchas veces podemos tener la impresión de que las cosas no cambian proporcionalmente a la intensidad de nuestra oración, pero no nos damos cuenta de que gracias a la oración somos nosotros los que cambiamos y nos hacemos más capaces de vivir y de aceptar aquello que, si Dios no estuviera presente en nuestras vidas, no lograríamos aguantar.

La oración no siempre nos ofrece resultados milagrosos al exterior de nosotros mismos, pero podemos estar seguros de que nos cambia interiormente de tal manera que somos capaces de reconocer maravillas que los sentidos son incapaces de descubrir.

El Espíritu intercede

Y, si la oración se nos hace difícil, porque no logramos tocar, pedir o buscar, no deberíamos perder el ánimo, porque en esta misma página del evangelio se nos recuerda que a fin de cuentas no somos nosotros los protagonistas de la oración.

Como ya lo dice san Pablo en su carta a los romanos: “nosotros no sabemos orar como conviene, pero el Espíritu Santo intercede por nosotros con gemidos inefables, ayudándonos en nuestra debilidad”. (Romanos 8, 26)

El Espíritu Santo es quien nos mueve y hace posible nuestro encuentro con el Señor y hace que tomemos en cuenta que lo más importante no es obtener algo determinado de Dios para nosotros, sino llegar a reconocernos hijos amados, perdonados y bendecidos por un Padre que siempre está al pendiente de nosotros.

Lo que nosotros no somos capaces de expresar a través de nuestra oración, el Espíritu Santo lo dice en nosotros a través de aquellos sentimientos, movimientos interiores o mociones que nos permiten expresarnos con el lenguaje de Dios.

El lenguaje que se expresa a través del amor, del perdón, de la reconciliación, de la tolerancia y de la aceptación de los demás, con sus grandezas y sus miserias.

El Espíritu es quien nos da la capacidad de resistir, de esperar y de mantenernos a la puerta aguardando a que Dios nos abra para entrar en su mundo y para familiarizarnos con el proyecto de vida que tiene para toda la humanidad.

El Espíritu es también el que nos ayuda a entender que Dios está a la puerta y llama para que lo dejemos entrar a lo profundo de nuestras vidas, para que nos encontremos en donde la vida se convierte en abrazo que fortalece y alegra el corazón.

La oración,  en una palabra, es lo que nos hace sensibles a todo aquello que es de Dios y que vale la pena pedir con humildad, sabiendo que por ahí llegará lo que realmente dejará satisfecho a nuestro corazón.

Qué el Señor nos enseñe a orar imitando su estilo de vida y su manera de actuar.

Para continuar con la reflexión y un momento de oración

¿Siento la necesidad de orar todos los días, buscando encontrarme con el Señor?

¿Mis oraciones se reducen a repetir frases que me voy aprendiendo o son encuentros en donde no hace mucha falta las palabras?

¿Vivo mi oración como un momento agradable de encuentro con mi Padre Dios?

¿Me dejo ganar por la inconstancia, la flojera o el cansancio cuando se trata de orar?

¿Siento que la oración me ayuda a acercarme más a la experiencia de vida de Jesús y me dejo moldear por su estilo de vida?


Reaprender la confianza
José A. Pagola

Quien pide, recibe.

Lucas y Mateo han recogido en sus respectivos evangelios unas palabras de Jesús que, sin duda, quedaron muy grabadas en sus seguidores más cercanos. Es fácil que las haya pronunciado mientras se movía con sus discípulos por las aldeas de Galilea, pidiendo algo de comer, buscando acogida o llamando a la puerta de los vecinos.
Probablemente, no siempre reciben la respuesta deseada, pero Jesús no se desalienta. Su confianza en el Padre es absoluta. Sus seguidores han de aprender a confiar como él: «Os digo a vosotros: pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá». Jesús sabe lo que está diciendo pues su experiencia es esta: «quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre».
Si algo hemos de reaprender de Jesús en estos tiempos de crisis y desconcierto en su Iglesia es la confianza. No como una actitud ingenua de quienes se tranquilizan esperando tiempos mejores. Menos aún como una postura pasiva e irresponsable, sino como el comportamiento más evangélico y profético de seguir hoy a Jesús, el Cristo. De hecho, aunque sus tres invitaciones apuntan hacia la misma actitud básica de confianza en Dios, su lenguaje sugiere diversos matices.
«Pedir» es la actitud propia del pobre que necesita recibir de otro lo que no puede conseguir con su propio esfuerzo. Así imaginaba Jesús a sus seguidores: como hombres y mujeres pobres, conscientes de su fragilidad e indigencia, sin rastro alguno de orgullo o autosuficiencia. No es una desgracia vivir en una Iglesia pobre, débil y privada de poder. Lo deplorable es pretender seguir hoy a Jesús pidiendo al mundo una protección que solo nos puede venir del Padre.
«Buscar» no es solo pedir. Es, además, moverse, dar pasos para alcanzar algo que se nos oculta porque está encubierto o escondido. Así ve Jesús a sus seguidores: como «buscadores del reino de Dios y su justicia». Es normal vivir hoy en una Iglesia desconcertada ante un futuro incierto. Lo extraño es no movilizarnos para buscar juntos caminos nuevos para sembrar el Evangelio en la cultura moderna.
«Llamar» es gritar a alguien al que no sentimos cerca, pero creemos que nos puede escuchar y atender. Así gritaba Jesús al Padre en la soledad de la cruz. Es explicable que se oscurezca hoy la fe de no pocos cristianos que aprendieron a decirla, celebrarla y vivirla en una cultura premoderna. Lo lamentable es que no nos esforcemos más por aprender a seguir hoy a Jesús gritando a Dios desde las contradicciones, conflictos e interrogantes del mundo actual.

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Insistir para comprender
Enrique Martínez Lozano

La petición brota de la carencia. Mientras persista la identificación con el yo separado, absolutizaremos nuestra vulnerabilidad y, con ella, nuestro sentimiento de indigencia. Llevado al campo religioso, no es de extrañar que, en la oración, haya ocupado siempre un lugar predominante la petición.

Es indudable que la persona en la que nos experimentamos se caracteriza por la debilidad, la fragilidad y la vulnerabilidad. Negar tal hecho nos instala en la mentira y hace que tratemos de acorazarnos, sin mucho éxito, en los más variados mecanismos de defensa, para aparentar una fortaleza y seguridad que nos eluden.

Si somos honestos, habremos de reconocer que mientras nos identificamos con el yo separado, la percepción de nosotros mismos aparece siempre coloreada por la carencia –el yo es un manojo de miedos y necesidades–, de la cual brota la petición e incluso la búsqueda, más o menos compulsiva, de “algo” (“Alguien”) que nos colme.

Todo se modifica cuando comprendemos que somos Plenitud, no porque el ego se infle y se atribuya una cualidad ilimitada. No, el sujeto de la Plenitud no es el yo separado –de hecho, mientras nos identifiquemos con él, no podremos percibir nuestra realidad profunda–, sino Eso que es consciente, el Fondo común que compartimos con todo lo que es.

“Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre”. Ya se nos ha dado todo y todas las puertas se hallan abiertas ante nosotros. Se trata solo de caer en la cuenta, saliendo del estado hipnótico que nos mantiene encerrados en la creencia que nos identifica con el yo separado.

Y ahí es justamente donde necesitamos “insistir”. Pero no para conseguir los favores de un Dios aparentemente poco generoso, sino para romper la inercia que arrastramos y que erróneamente nos reduce al yo separado.

Una tal inercia solo puede superarse gracias a un trabajo constante de reeducación. Porque, aunque hayamos comprendido –o simplemente atisbado– que nuestra identidad es Eso que es consciente –una realidad ilimitada y transcendente, que se halla siempre a salvo–, nos veremos llevados, una y otra vez, de modo insistente, a percibirnos y comportarnos como si fuéramos el yo separado.

El único modo de superar la inercia pasa por detenernos, tomar distancia de la mente y re-situarnos, una y mil veces, en la comprensión de lo que realmente somos. En esta tarea, cualquier malestar repetitivo así como todo sufrimiento mental constituyen un aliado valioso, al hacernos ver que nos atrapan cuando –y porque– hemos desconectado de nuestra verdadera identidad y nos mantenemos apegados a la antigua creencia que nos reducía al yo vulnerable.

La persona en la que nos experimentamos seguirá siendo extremadamente vulnerable y su horizonte será la muerte pero, gracias a la comprensión, podremos acogerla con serenidad. Porque habremos comprendido que, tras la forma transitoria de la persona, somos Plenitud de presencia. Hemos encontrado el tesoro y la puerta se halla siempre abierta.

¿Me reconozco como Plenitud? ¿Cómo vivo la sensación de carencia?

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El Padrenuestro según San Cipriano
P. Antonio Villarino, mccj

Un comentario a Lc 11, 1-13

La oración del Padrenuestro es la síntesis de las enseñanzas de Jesús.Hace tres años, cuando leíamos esta lectura, compartí con ustedes el comentario que hace Simone Weill. Este año les comparto algunas reflexiones de San Cipriano.

Hablar con el Padre

“El hombre nuevo, nacido de nuevo y restituido a Dios por su gracia, dice en primer lugar Padre, porque ya ha empezado a ser hijo. La Palabra vino a los suyos –dice el Evangelio- y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, a los que creen en su nombre, les dio poder de llegar a ser hijos de Dios. Por esto, el que ha creído en su nombre y ha llegado a ser hijo de Dios debe comenzar por hacer profesión, lleno de gratitud, de su condición de hijo de Dios, llamando padre suyo al Dios que está en el cielo”. ..

Pero este nombre no debe pronunciarse en vano. Puesto que “llamamos Padre a Dios, tenemos que obrar como hijos suyos, a fin de que él se complazca en nosotros, como nosotros nos complacemos en tenerlo como Padre. Sea nuestra conducta cual conviene a nuestra condición de templos de Dios, para que se vea de verdad que Dios habita en nosotros. Que nuestras acciones no desdigan del Espíritu”. (Breviario, Semana XI ordinaria)

Venga tu Reino

“Pedimos que se haga presente en nosotros el reino de Dios, del mismo modo que suplicamos que su nombre sea santificado en nosotros. Porque no hay un solo momento en que Dios deje de reinar, ni puede empezar lo que siempre ha sido y nunca ha dejado de ser”.

“Pedimos a Dios que venga a nosotros nuestro reino que tenemos prometido, el que Cristo nos ganó con su sangre y su pasión, para que nosotros, que antes servimos al mundo, tengamos después parte en el reino de Cristo, como él nos ha prometido, con aquellas palabras: Venid, benditos de mi Padre, a tomar posesión del reino que está preparado para vosotros desde la creación del mundo” (id.)

Hágase tu voluntad...

“No en el sentido de que Dios haga lo que quiera, sino de que nosotros seamos capaces de hacer lo que Dios quiere”.

“Nadie puede confiar en sus propias fuerzas, sino que la seguridad nos viene de la benignidad y misericordia divina”. El mismo Jesús se mostró débil (Padre mío, si es posible, que pase este cáliz), pero dio ejemplo de anteponer la voluntad de Dios a la propia (No se haga mi voluntad sino la tuya).(id)

Perdona nuestras ofensas

Cada  día pecamos, como nos recuerda San Juan: Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos. Si confesamos nuestros pecados, fiel y bondadoso es el Señor para perdonarnos.   

“Dos cosas nos enseña esta carta: que hemos de pedir perdón de nuestros pecados, y que esta oración nos alcanza el perdón”.

“El Señor añade una condición necesaria e ineludible que es a la vez un mandato y una promesa, esto es, que pidamos perdón de nuestras ofensas en la medida en que nosotros perdonamos a los que nos ofenden, para que sepamos que es imposible alcanzar el perdón que pedimos de nuestros pecados si nosotros no actuamos de modo semejante  con los que nos han hecho alguna ofensa”. (id)


La oración, una lucha con Dios
Fernando Armellini

Ningún evangelista insiste tanto sobre el tema de la oración como Lucas que, hasta siete veces, nos recuerda que Jesús oraba. Está en oración en el momento del Bautismo (cf. Lc 3,21); “se retiraba a lugares solitarios para orar” (Lc 5,16); ha orado antes de la elección de sus discípulos (cf. Lc 6,12) y antes también de pedirle que se pronunciaran sobre su identidad; estaba en oración en el momento de la Transfiguración (cf. Lc 28-29) y cuando enseñó el Padrenuestro (cf. Lc 11,1). Oró, sobre todo, en el momento más dramático de su vida, en Getsemaní (cf. Lc 22,41-46).

Además de estas anotaciones, Lucas nos presenta cinco oraciones de Jesús. De estas quiero recordar las dos, conmovedoras, pronunciadas en la cruz: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23,24) y –son sus últimas palabras antes de morir– “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46).

Esto basta para demostrar que toda la vida de Jesús ha estado marcada por la oración. La lucidez de sus decisiones, su equilibrio psicológico, la dulzura unida a la firmeza, se explican por su perfecta relación con el Padre, relación establecida mediante la oración. Jesús no ha orado para pedir favores, para recibir un trato de favor frente a las dificultades de la vida; no ha pedido a Dios modificar sus proyectos sino hacerle saber cuál era su voluntad para poder hacerla suya y llevarla a cabo.

El pasaje de hoy es una catequesis acerca de la oración. Comienza presentando el contexto en el que Jesús ha enseñado el Padre nuestro (v. 1). Después, presenta la oración del Señor (vv. 2-4) seguida de una parábola (vv. 5-8) y finalmente siguen las palabras con las que Jesús asegura la eficacia de la oración (vv. 9-13). Examinemos cada una de partes. Antiguamente los movimientos religiosos se caracterizaban no solo por las verdades en que creían y normas éticas que observaban, sino también por una oración que era como la síntesis de su fe y de su propuesta de vida. También el Bautista había enseñado una oración a sus discípulos.

Un día los apóstoles se acercan a Jesús y le piden componer una para ellos (v. 1). Respondiendo a esta petición les enseña el Padre nuestro. ¡La mejor oración de todas –exclaman muchos cristianos– la más bella! Mejor que el Ave María, que la Salve, que el Requiem aeternam, porque ha sido pronunciada por el mismo Jesús. Esta afirmación parte del presupuesto de que el “Padre nuestro” es una fórmula de oración entre otras, aunque sea la más sublime. No es así.

El Padre nuestro no hay que colocarlo junto a otras oraciones sino junto al Símbolo Apostólico porque, como el Símbolo, es un compendio de fe y de vida cristiana. En la Iglesia primitiva los catecúmenos lo aprendían directamente de labios del obispo. Era la sorpresa, el regalo que él hacía a quienes habían pedido y finalmente aceptados para convertirse en cristianos. Lo entregaba a los catecúmenos ocho días antes de su Bautismo y, éstos, durante la celebración de la noche de Pascua, lo restituían, es decir, lo recitaban por primera vez junto a la comunidad. Por eso, sería bello recitar frecuentemente el Padre nuestro junto a la fuente bautismal.

“Padre” (v. 2).

Dime cómo oras y te diré en qué Dios crees. El ateo no reza porque no tiene un interlocutor y considera alienante buscar en otro las soluciones que cada uno puede encontrar por sí mismo. Los creyentes oran, pero de maneras diferentes, de acuerdo con la diferente imagen de Dios que tengan sus respectivas creencias religiosas. Para algunos Dios es una fuerza ciega, impersonal, a veces benéfica, otras maléfica, imprevisible, incluso caprichosa. Para otros, es un interlocutor anónimo, o un “ente supremo”, o un juez severo, o el dueño absoluto de todas las cosas a quien solo es posible aproximarse acompañado de un ángel o de algún santo que haga de mediador.

Para los cristianos Dios es el Padre, un Padre que nos ha amado desde siempre, desde que “en lo oculto era formado, entretejido en lo profundo de la tierra…y ya tus ojos veían mi ser informe” (Sal 139,15). Cuando los cristianos recurren a Dios-Padre lo hacen directamente y con confianza; no sienten ninguna necesidad de mediaciones o recomendaciones; entran en su casa porque la puerta está siempre abierta y si, como el hijo pródigo, se alejan a veces de Él, saben que pueden regresar y ser siempre bienvenidos (v. 2).

“Santificado sea tu nombre” (v. 2).

Este es el primer augurio que aflora en los labios del cristiano cuando se dirige al Padre. Revela el incontenible deseo de ver realizado el sueño de Dios. La forma pasiva de la expresión equivale, en el lenguaje bíblico, a: santifica, oh Dios, tu nombre. No nosotros sino Él debe manifestar la santidad de su nombre. ¿Cómo?

A lo largo de los siglos, dice la Biblia, Israel ha profanado el nombre de Dios no porque blasfemaba sino porque, por su infidelidad, le impedía manifestar su Amor y realizar su Salvación (cf. Ez 36,20). El nombre de Dios no es ‘santificado’ o glorificado cuando muchos lo aplauden, o cuando aumenta el número de participantes en las liturgias solemnes y ceremonias en los templos, sino cuando su Salvación llega y transforma a cada persona. Un pobre que obtiene justicia, un corazón liberado del odio, un pecador que vuelve a ser feliz, una familia que recobra la concordia y la paz “santifican el nombre de Dios”, porque son la prueba de que su palabra hace milagros.

En el Padre nuestro, el cristiano espera ardientemente que Dios lleve a pronto cumplimiento la promesa hecha por boca de Ezequiel: “Mostraré la santidad de mi nombre ilustre profanado por las gentes y que ustedes profanaron en medio de ellos… Los recogeré por las naciones y los llevaré a su tierra. Les daré un corazón nuevo y un espíritu nuevo; arrancaré de su cuerpo el corazón de piedra y les daré un corazón de carne. Habitarán en las tierras que di a sus padres; ustedes serán mi pueblo y yo seré su Dios” (Ez 36,23-38).

Cuando pide “santificado sea tu nombre”, el discípulo declara al Padre la propia disponibilidad a dejarse involucrar, a colaborar con Él para que esta promesa de bienestar se realice. No conoce ni el día ni la hora (cf. Mc 13,32), pero esté seguro de que oración será oída”.

“Venga tu reino” (v. 2).

La experiencia de la monarquía en Israel ha sido decepcionante, como lo prueban las denuncias dramáticas de los profetas: “Tus jefes son bandidos, socios de ladrones; todos amigos de soborno, en busca de regalos. No defienden al huérfano ni se encargan de la causa de la viuda” (Is 1,23). El pueblo siente la necesidad de un reino nuevo en el que los destinos de la nación no estén regidos por la avidez, por el frenesí de poder, por intereses egoístas, sino por los pensamientos y deseos de Dios.

Comienza, así, la espera del día en que el Señor tomará personalmente en sus manos el destino de su pueblo y se convertirá en rey. El salmista canta las maravillas de este reino cuando desea que en aquel día: “cunda la prosperidad, y haya prosperidad hasta que falte la luna… Haya en el campo trigo abundante, que ondee en la cima de los montes… y retoñe como hierba del campo” (Sal 72, 7.16). También los profetas sueñan con este reino: “¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que dice a Sion: «Ya reina tu Dios»!” (Is 52,7).

La espera, en tiempos de Jesús, era febril. En la tercera de las dieciocho bendiciones, los israelitas piadosos piden al Señor: “Desde tu lugar, Oh Dios, resplandece y reina sobre nosotros, porque esperamos que tú reines en Sion”. Las esperanzas suscitadas por las profecías, sin embargo, generan también ilusiones, falsas expectativas, malentendidos que dan lugar a revueltas insensatas que terminan en baños de sangre.

No es de “este mundo” el reino que constituye el núcleo de la predicación de Jesús. En el Nuevo Testamento se habla del “reino de Dios” nada menos que 122 veces, 90 de ellas por boca de Jesús. Él afirma: “Si yo expulso los demonios con el dedo de Dios, es que ha llegado a ustedes el reino de Dios” (Lc 11,20) y proclama: “El reino de Dios…está entre ustedes” (Lc 17, 21).

Aunque el tiempo de la espera ha terminado, no obstante el cristiano continúa impetrando su venida, porque el reino de Dios está en sus comienzos, debe desarrollarse y crecer en cada persona como semilla del bien, de amor, de reconciliación, de paz. La oración le hace evitar trágicos equívocos; lo ayuda a discernir entre los reinos de este mundo (que están siempre alagándolo y seduciéndolo) y el reino de Dios.

“El pan nuestro de cada día, danos hoy” (v. 3).

Entre los pueblos orientales, donde cada grupo familiar tenía su propio horno, el pan era más que un simple alimento a consumir. Evocaba sentimientos, emociones, relaciones de amistad que nosotros, hoy, ignoramos. Era una llamada a la generosidad y al compartir con los más pobres: no se podía comer el pan en soledad (cf. Job 13,17). La hogaza debía ser siempre compartida con el hambriento (cf. Is 58, 7).

El pan era sagrado, no podía ser tirado a la basura, no se cortaba con el cuchillo; se partía delicadamente. Solo manos humanas eran dignas de tocarlo porque tenía algo de sagrado: el trabajo del hombre y de la mujer, la bendición divina de una tierra fértil y la lluvia y el rocío que el Señor les había enviado a tiempo. Es la fatiga del agricultor la que nos da el pan. Entonces, ¿qué pedimos a Dios? ¿Qué trabaje en nuestro lugar? ¿Tiene sentido pedirle algo que nos lo podemos procurar por nosotros mismos? ¿No corremos el peligro de caer en la alienación y en el oscurantismo?

Examinemos cada detalle de la petición: pedimos ‘nuestro’ pan. Del maná nunca se dice que es nuestro: llovía del cielo, era únicamente don de Dios (cf. Ne 9,20). El pan, por el contario, es al mismo tiempo y completamente don de Dios y fruto del sudor, de la fatiga y del sacrificio del hombre y de la mujer. Por eso ellos pueden justamente llamarlo nuestro. El pan bendecido por Dios es aquel producido ‘conjuntamente’ por los hermanos, el obtenido de la tierra que Dios ha destinado a todos y no solo a algunos, el que lleva las lágrimas del pobre explotado.

Rezar el Padre nuestro significa mantener siempre la viva la conciencia de que no puede ser recitado de manera auténtica y sincera por quien solamente piensa en el propio pan, por quien se olvida del pobre, por quien no se compromete en hacer realidad la justicia social.

No puede pedir a Dios ‘nuestro’ pan quien no trabaja, quien vive a costa de los demás. Pedir nuestro pande cada día significa no acaparar alimento para el día siguiente mientras a los hermanos les falta el pan necesario para hoy. Equivale a decir: “Ayúdame, Padre, a contentarme con lo necesario, líbrame de la esclavitud de los bienes y dame la fuerza de compartirlos con los pobres”.

“Perdona nuestros pecados como también nosotros perdonamos” (v. 4).

Podemos recitar cualquier oración (el Ave María, el Angelus Domini, el Requiem aeternam) con odio en el corazón, pero no el Padre nuestro. El cristiano no puede esperar ser escuchado por Dios si no cultiva sentimientos de amor hacia el hermano. No basta olvidar el mal recibido, se exige más. El cristiano no puede abrirse al Amor del Padre si rechaza reconciliarse con el hermano.

“Y no nos dejes caer en la tentación” (v. 4).

La tentación de la que pedimos ser librados no se refiere a las pequeñas debilidades, flaquezas y fragilidades de cada día (que por supuesto no están excluidas) sino al abandono de la “lógica del Evangelio” para rendir vasallaje a la “lógica de este mundo”. Las tribulaciones o las persecuciones pueden hacernos tropezar y entrar en crisis; las preocupaciones de la vida y la seducción de los bienes de este mundo pueden sofocar la semilla de la Palabra de Dios. El cristiano no implora estar exento de estas tentaciones, sino que pide no ceder, no dejarse ni siquiera rozar por la idea de abandonar al Maestro.

Después de haber presentado el modelo de oración cristiana, Jesús narra la parábola de un hombre que, con mucha insistencia, va a pedirle a un amigo que le de tres panes (vv. 5-8). Este relato quiere enseñar que la oración obtiene resultados solamente si es prolongada. No porque Dios quiera hacerse rogar por largo tiempo antes de conceder algún don sino porque la persona humana emplea mucho tiempo para asimilar los pensamientos y sentimientos del Señor.

Con frecuencia, nuestras oraciones no son sino un intento tras otro de convencer a Dios para que cambie sus planes, para que los acomode a los nuestros, para que corrija sus ‘descuidos’ e ‘injusticias’ con respecto a nosotros.

Si hablamos largamente con Él, terminaremos por comprender su Amor y por aceptar sus designios. La oración no cambia a Dios sino que abre nuestra mente, modifica nuestro corazón. Esta transformación interior no puede realizarse, a excepción de milagros improbables, en pocos instantes. Es muy difícil renunciar a nuestra manera de leer los acontecimientos. Nos cuesta aceptar la luz de Dios. Somos ciegos, no somos capaces (o no queremos) ver. Los caminos de Dios no son siempre fáciles y placenteros; requieren la conversión, esfuerzos, renuncias, sacrificios. Para lograr la adhesión interior a la voluntad del Señor, para llegar a ver con sus ojos los acontecimientos de nuestra vida, es necesario orar…por mucho tiempo.

Hemos llegado a la última parte del evangelio de hoy (vv. 9-13). La oración cristiana es siempre escuchada, dice Jesús, y sin embargo nuestra experiencia no parece confirmar esta afirmación.

El tema de la insistencia en la oración es retomado mediante tres imágenes: pedir, buscar y llamar a la puerta. La oración produce siempre resultados prodigiosos e inesperados. Pero no cultivemos vanas esperanzas. Fuera de nosotros mismos, todo seguirá su curso como antes (la enfermedad continuará, el daño sufrido no desaparecerá, las heridas y traiciones producirán dolor…), pero dentro de nosotros mismos todo será distinto. Si la mente y el corazón no son ya los mismos, si los ojos con que contemplamos nuestra situación, el mundo, a los hermanos son distintos, más puros, más “divinos”, la oración ha obtenido resultado, ha sido escuchada.

Recuperada la serenidad y la paz interior, también las heridas psicológicas y morales se irán restañando rápidamente y también las enfermedades orgánicas, ¿por qué no?, podrán curarse más fácilmente.

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XVI Domingo ordinario. Año C

Marta y María
P. Manuel João Pereira Correia, mccj

Podríamos suponer que Lucas, al presentar estas dos figuras estilizadas, quería mostrar dos formas de servicio en la comunidad cristiana: el “servicio de las mesas” (diaconía) y el servicio de la Palabra (profecía). Al enfrentarse a ambos, los apóstoles deben tomar una decisión: «No es justo que descuidemos la palabra de Dios para servir a las mesas» (Hechos 6,2). El servicio de la Palabra sería superior al de la caridad.

Tres textos evangélicos hablan de Marta y María: Lucas 10,38–42; Juan 11,1–46 y 12,1–8. Nos centraremos sobre todo en el relato de Lucas.

Según el cuarto Evangelio, las dos hermanas vivían en Betania, un pueblo en las afueras de Jerusalén. San Juan siempre las menciona juntas, con su hermano Lázaro. Parece una familia acomodada. Son amigos de Jesús y lo acogen junto con su comitiva (¿unas treinta personas?) cuando va a Jerusalén. Allí, Jesús puede descansar y encontrar “dónde reclinar la cabeza” (Mateo 8,20). Betania es el “santuario” de la amistad y de la hospitalidad.

Marta parece ser la mayor y la dueña de la casa. Su nombre probablemente significa “señora / dueña del hogar”. En la tribu de los nabateos es un nombre masculino, y en el Talmud rabínico puede ser masculino o femenino. Es una mujer dinámica y trabajadora. María parece más joven, más tierna e introvertida. La etimología de su nombre es incierta: “rebelde”, “amada”, “exaltada”…

Según Lucas 10,38–42, Marta y María reciben a Jesús en su casa. Mientras Marta se afana en preparar comida para los invitados, María se queda a los pies de Jesús escuchándole. Molesta, Marta le pide a Jesús que le diga a su hermana que la ayude. Jesús responde con una frase inesperada:
«Marta, Marta, estás inquieta y preocupada por muchas cosas; solo una es necesaria. María ha escogido la mejor parte, y no se le quitará».

Esta frase de Jesús ha sido objeto de muchas interpretaciones, a veces tendenciosas o ideológicas. Pero puede ayudarnos a reflexionar sobre nuestra vocación como discípulos de Jesús.

¿Sumisión o emancipación?
UNA VISIÓN REVOLUCIONARIA DE LA MUJER

La actitud de María —afectuosa, devota, silenciosa— ha sido exaltada por una cierta tendencia machista y clerical, defensora de la sumisión de la mujer al hombre.

Marta, en cambio, una mujer que tiene el valor de “alzar la voz” y expresar su individualidad, sería símbolo de la emancipación femenina. En algunas pinturas medievales, se la representa como el equivalente femenino de San Jorge o San Miguel, con la particularidad de que no mata al dragón, sino que lo doma y lo lleva atado como si fuera una mascota. Es una manera femenina de dominar el mal: no eliminando al adversario, sino domesticándolo.

En realidad, la figura de María también es revolucionaria. Estar a los pies de alguien significaba ser su discípulo. En tiempos de Jesús, el estudio de la Torá era exclusivo de los hombres. En hebreo y arameo, la palabra “discípulo” no tenía forma femenina. Así, al elogiar la actitud de María, Jesús adopta una postura provocadora, desafiando la mentalidad patriarcal. Incluso desautoriza en cierto modo a la “mujer ejemplar” tradicional, que representa Marta, afanada en las tareas del hogar (véase Proverbios 31,10ss).

Por tanto, ambas mujeres representan una forma de emancipación femenina: Marta, con su extroversión emprendedora; María, con su introversión silenciosa. Son el modelo de una humanidad integrada, donde silencio y palabra, introversión y extroversión conviven.

¿Acción u oración?
¡CASARSE… CON LAS DOS HERMANAS!

La tradición ha visto en Marta el símbolo de la vida activa, y en María el de la vida espiritual o contemplativa, considerando esta última superior. El “servicio corporal” sería inferior al “servicio espiritual” (San Basilio). Mientras que la vida activa termina con este mundo, la vida contemplativa continúa en el futuro – dice San Gregorio Magno. Pero añade que hay que “casarse” con ambas, como Jacob, que aunque prefería a Raquel (más bella pero estéril), tuvo que casarse primero con Lía (menos atractiva pero fecunda).

En el fondo, la contraposición entre vida activa y vida contemplativa es falsa, ya que una no puede existir sin la otra. No se excluyen, sino que se integran. Son dos dimensiones esenciales de la vocación del discípulo. Marta y María están unidas, como da a entender San Juan al mencionarlas siempre juntas. Jesús ama a ambas (Juan 11,5). De hecho, es Marta quien sale al encuentro de Jesús (mientras María permanece en casa) y hace una conmovedora confesión de fe (Juan 11,20.27). Marta y María no son figuras opuestas, sino complementarias. Todos estamos llamados a encarnar a Marta y a María: a ser servidores y oyentes de la Palabra.

Las dos hermanas viven reconciliadas. Así las representa el pintor dominico Beato Angélico, en un fresco (en Florencia). Ambas asisten (espiritualmente) a la agonía de Jesús en el huerto. Mientras los tres discípulos duermen, ellas velan compenetradas en el misterio. María lee la Palabra, Marta la escucha con atención y ternura. Las dos “esposas” conviven en paz.

¿Ley o Evangelio?
¡UNA IGLESIA CON TRAJE NUPCIAL Y DELANTAL!

También podríamos suponer que Lucas, al presentar estas dos figuras estilizadas, quería mostrar dos formas de servicio en la comunidad cristiana: el “servicio de las mesas” (diaconía) y el servicio de la Palabra (profecía). Al enfrentarse a ambos, los apóstoles deben tomar una decisión: «No es justo que descuidemos la palabra de Dios para servir a las mesas» (Hechos 6,2). El servicio de la Palabra sería superior al de la caridad.

Para algunos, además, Marta y María representarían dos etapas del discipulado. Marta, ocupada en “hacer muchas cosas”, simboliza la “primera conversión”, la de la purificación por las obras. María, centrada en “lo único necesario”, encarna la “segunda conversión”, la del corazón. En este caso, Marta representaría el Antiguo Testamento (la Torá con sus 613 preceptos) y María el Nuevo (con la “Ley del Amor” que los unifica).

En realidad, ambas representan dos dimensiones esenciales e igualmente importantes de la Esposa que se identifica con su Esposo, «que ha venido a servir» (Marcos 10,45). Es decir, la comunidad cristiana, resplandeciente con su traje nupcial, «sentada a la derecha del Rey» (Salmo 44,10), pero también capaz de despojarse de sus vestidos, ponerse el delantal del servicio y lavar los pies a sus hijos (Juan 13,4).

¿Hacer o Ser?
EL DOBLE MANDAMIENTO DEL AMOR

El contexto del episodio de Betania es muy significativo. Por una parte, está precedido por la parábola del buen samaritano, que termina con: «Ve, y HAZ tú lo mismo» (Lucas 10,37). Por otra, está seguido inmediatamente por la enseñanza de Jesús sobre el Padrenuestro y la oración (Lucas 11,1–10). Parece que Lucas quiere subrayar la unidad entre el Hacer («hacerse prójimo» del hermano) y la Escucha de la Palabra («hacerse próximo» a Dios).

Si el buen samaritano es un icono del amor al prójimo, Betania lo es del amor a Dios. Marta “hace”, María “ama”. El episodio de la unción en Betania, narrado por San Juan, confirma esta lectura. Jesús defiende a María frente a Judas, quien había apelado a la caridad con los pobres para criticarla (Juan 12,8).

¿Conclusión?
CONVERSIÓN Y DISCERNIMIENTO

Marta y María siempre aparecen “en casa”. La casa y el pueblo representan el tiempo de la vida ordinaria, la “iglesia doméstica”. La condición habitual del cristiano, del laico. En el centro están la escucha de la Palabra y el Servicio. Se trata de hacer de nuestra casa una “Betania”: acoger al Amigo Cristo. Hospedar a alguien en casa cambia nuestras prioridades y condiciona nuestro modo de hacer las cosas.

Marta y María aman a Jesús, pero difieren en sus prioridades. María se concentra en Jesús y se deleita en su presencia. Marta, ocupada con los quehaceres, cae en la inquietud, la impaciencia y el cansancio. Y la presencia de Jesús termina por convertirse en una “carga” para ella. Este es el problema.

El estado de irritación de Marta lleva a Jesús a “llamarla” con ternura (tal es el sentido de la repetición del nombre: «¡Marta, Marta!»), para devolverla a lo esencial: a la conversión hacia “lo único necesario”, a la búsqueda del Reino de Dios. Todo lo demás vendrá por añadidura (Lucas 12,31).

El tiempo apremia, y por eso el discípulo no puede preocuparse por “muchas cosas”. La multiplicidad de tareas no es necesariamente sinónimo del “servicio” que Jesús espera de nosotros. Es necesario, por tanto, establecer prioridades y urgencias. En otras palabras: discernir. Como dice Pablo:
«Pido que vuestro amor crezca cada vez más en conocimiento y en pleno discernimiento, para que sepáis escoger lo mejor» (Filipenses 1,9–10).


Escoger la mejor parte
P. Enrique Sánchez G. Mccj

(Lucas 10, 38-42)

Betania es un pequeño poblado situado a tres o cuatro kilómetros de Jerusalén y es ahí en donde Jesús muchas veces había ido para encontrarse con Lázaro y sus hermanas Marta y María con quienes mantenía una estrecha amistad.

En aquella casa Jesús se sentía bien y en confianza, así nos lo describe esta página del evangelio de san Lucas. Jesús había llegado, muy probablemente con sus apóstoles y sus discípulos, y se había recostado, como era la costumbre, en torno a la mesa y María se acomodó a sus pies, en una actitud atenta y seguramente de escucha. Jesús tenía siempre algo importante que decir y no había que perderse ninguna de sus palabras.

Marta, por lo contrario, se nos presenta como alguien que estaba afanada, dice el evangelio, ocupada en muchos quehaceres que consideraba urgentes e importantes. Atender a Jesús y a toda la gente que había llegado con él no era tarea sencilla.

La escritura insinúa que vivía aquel trabajo con enfado, molesta y ciertamente con una intensa insatisfacción. Tal vez lo abrumador del trabajo la tenía tensa y preocupada. También  se podría pensar que lo que la mantenía ocupada no llenaba  del todo su corazón y no le permitía poner el corazón en sus actividades.

Jesús hace aparecer como evidente la preocupación y la inquietud que acompañaban a Marta, mientas que, en contraste, presenta a María como alguien que había escogido algo más gratificante; había escogido la mejor parte y se quedaría con ella para siempre.

Este pequeño texto pone en evidencia varias actitudes que nos acompañan también a nosotros en el vivir diario. Nadie podría negar que estamos hoy en una sociedad que vive afanada, que ha perdido la capacidad de detenerse para entender y disfrutar lo que va encontrando en el caminar cotidiano. Hemos perdido mucho la sensibilidad para poder disfrutar de lo sencillo, de lo que no hace ruido ni es aparatoso; nos cuesta dejarnos sorprender por lo bello que se esconde en lo ordinario de la vida.

Hoy se vive con los ritmos que caracterizan el comportamiento de Marta. No hay tiempo para perder, los compromisos se multiplican, las agendas de trabajo están sin espacios y las jornadas de trabajo muchas veces se alargan con tiempos extraordinarios. Vivimos al ritmo del trabajo, el comer de prisa y el descanso que se limita a unas cuantas horas.

Hoy parece que para todo hay que sacar cita y se tienen que reservar espacios en todo y en todas partes, si se pretende ser atendidos. En la vida ordinaria se salta de una reunión a otra, de una entrevista se sale para, corriendo y de prisa, comer algo antes de estar disponible para responder a todos los correos y mensajes recibidos. Vivimos atados al teléfono todo el día y aún de noche siguen llegando los mensajes que pretenden una respuesta, aunque sea a media madrugada.

El tiempo parece encogerse continuamente y los pendientes quedan siempre ahí cada noche, como una carga que ya condicionó el día de mañana.

Marta estaba afanada y preocupada tratando de poner todo en orden y bajo su control. Soñaba con tener todo impecable y que nada se le escapara.

Su alegría, aparentemente, consistía en algo que se encontraba fuera de ella, en aquello que podía controlar y manipular a su antojo y no se había dado cuenta de que la verdadera felicidad se encontraba en otra parte.

Como muchos de nosotros, Marta estaba convencida de que lo más importante era el quehacer; mientras que María había escogido estar simplemente en comunión profunda con quien llenaba de felicidad su corazón.

Estas dos actitudes nos ayudan a entender que en la vida deberíamos llegar a crear un sano equilibrio entre nuestra capacidad de producir, de transformar, de crear con todos los dones que hemos recibido; pero al mismo tiempo tendríamos que estar muy en sintonía con aquella parte de nosotros que nos enseña a vivir de lo que somos y no tanto de lo que hacemos.

La pregunta de fondo, que brota de lo que el evangelio nos expone en esos cuantos versículos, no es otra sino aquella que nos interroga para que tomemos conciencia de qué o quién es la fuente de nuestra verdadera felicidad. ¿A qué le estamos entregando el corazón?

Vivimos tiempos en donde con mucha facilidad caemos en la trampa del consumismo, de lo que podemos obtener y de aquello con lo que podemos llenar nuestros espacios vitales. Pero las cosas nunca acaban por satisfacernos.

Al contrario, cuando le apostamos a las cosas, acabamos por viciar el corazón y nos encontramos rodeados y abrumados por tantas cosas superfluas e innecesarias.

María escogió la mejor parte, la parte de la herencia que no se arruina con el pasar del tiempo. La parte que le ayuda a vivir libre de ataduras y de dependencias humanas.

¿Qué es esa parte que María ha escogido y que no le será quitada? Aquí tenemos la oportunidad de aprender una pequeña lección de la Escritura.

En el Antiguo Testamento era sabido que Dios había prometido una tierra a su pueblo y esa tierra sería repartida entre las doce tribus de Israel.

Cada tribu tenía derecho a poseer una parte; era su herencia y su tesoro. Sólo a la tribu de Levi no le tocaría una de esas partes, porque estaría encargada del Templo y su herencia pasaría a través del servicio que rendía a Dios.

A cada Judío le tocaba una parte de esa tierra, pero a los hijos de Levi les tocaba la mejor parte por estar al servicio de Dios. La parte que les correspondía era Dios mismo.

Durante el exilio en Babilonia el pueblo Judío había perdido todo. No tenía templo, ni sacerdotes, ni siquiera la tierra que Dios les había prometido; lo único que les quedaba, y era lo que agradecían los levitas era la presencia de Dios que no les había abandonado.

La tierra, el poder y las cosas no tenían ya valor o importancia, lo único que valía la pena era la presencia de Dios entre ellos que hacía que se mantuviera viva la esperanza de volver un día al lugar en donde Dios había hecho de ellos un pueblo, su pueblo.

El Salmo 16 recoge, de alguna manera los sentimientos que había en el corazón de los judíos.

A nosotros nos recuerda que, esa parte mejor y esa parte que no pasará, es el Señor. En ese sentido, María había escogido la mejor parte, quedarse con el Señor para siempre.

Dice el salmo: “Mi herencia y la suerte que me ha tocado es el Señor. ¡Tú proteges mi destino! Me tocaron en suerte hermosas parcelas. ¡Cuánto me agrada mi herencia!

Esto nos ayuda a tomar conciencia de que en este mundo todo pasa y que no vale la pena poner el corazón en algo que no podremos llevar más allá de nuestra muerte. Es una reflexión que nos ayuda a entender que la verdadera felicidad está más allá de las cosas de este mundo y que lo que realmente vale la pena es tener a Dios con nosotros.

Qué bello sería llegar a decir con el salmo: “Tú eres mi Señor. No tengo ningún bien más grande que tú”.

Finalmente, podríamos quedarnos con una enseñanza contemplando a esas dos hermanas amigas de Jesús. Y la enseñanza sería la necesidad que todos tenemos de crear un sano equilibrio entre lo que somos y lo que hacemos.

Es importante aprender a darle tiempo al Señor quedándonos a sus pies para enriquecernos con su Palabra; pero también es importante desarrollar en nosotros la capacidad de encontrarlo en nuestro compromiso en la construcción de un mundo más justo y fraterno, un mundo en donde aprendamos a identificar los verdaderos valores que nos aseguran la felicidad.

Para nuestra reflexión y oración personal y comunitaria

+  ¿Logro identificar lo que me preocupa, lo que me agobia y me distrae, lo que me tiene agitado todo el tiempo?

+ ¿En dónde y a qué se encuentra ocupado mi corazón?

+ ¿Cuál es la fuente de mis alegrías y de mi felicidad?

+ ¿Considero que yo también he recibido una parte de herencia que no me será quitada, cuáles son las herencias que llevo como tesoros en mi vida?

+ ¿Estoy apegado a las cosas, a la imagen que tienen de mí, a lo que el mundo me ofrece como promesa de felicidad?


¿AFANARSE O ESCUCHAR?
José Luis Sicre

El domingo pasado, la parábola del buen samaritano terminaba con una invitación a la acción: «Ve, y haz tú lo mismo». Imaginemos que quien tenemos delante no es un pobre hombre apaleado y medio muerto, sino Jesús. Se ha presentado en la casa a mediodía. ¿Qué es más importante: afanarnos por darle bien de comer o sentarnos a escucharle?

Como el evangelio va de invitación a comer, para la primera lectura se ha elegido la famosa escena en la que Abrahán invita a tres personajes misteriosos que llegan a su tienda.

Abrahán invita a comer al Señor (Génesis 18,1-10)

¿Cuántos son los invitados?

Este breve relato ha supuesto uno de los mayores quebraderos de cabeza para los comentaristas del Génesis. Empieza diciendo que el Señor se aparece a Abrahán, pero lo que ve el patriarca son tres hombres.

Al principio se dirige a ellos en singular, como si se tratara de una sola persona (“no pases de largo”), pero luego utiliza el plural (“os lavéis, descanséis, cobréis fuerzas”). El plural se mantiene en las acciones siguientes (“comieron, dijeron”), pero la frase capital, la gran promesa, la pronuncia uno solo.

En resumen, un auténtico rompecabezas, resultado de unir tradiciones distintas. No faltaron comentaristas cristianos que vieron en esta escena un anticipo de la Santísima Trinidad.

Hospitalidad

La ley de hospitalidad es una de las normas fundamentales del código del desierto. El hombre que recorre estepas interminables sin una gota de agua ni poblados donde comprar provisiones, está expuesto a la muerte por sed o inanición. Cuando llega a un campamento de beduinos o de pastores no es un intruso ni un enemigo. Es un huésped digno de atención y respeto, que puede gozar de la hospitalidad durante tres días; cuando se marcha, se le debe protección durante otros tres días (unos 100 kilómetros). Esta ley de hospitalidad es la que pone en práctica Abrahán.

El menú, dos cocineros y un maître.

Abrahán no se limita a hospedar a los visitantes. Entre él y su mujer, con la ayuda también de un criado, organiza un verdadero banquete con un ternero hermoso, cuajada, leche y una hogaza de  flor de harina. A diferencia de las comidas actuales, no hay prisa. Pasan horas desde que se invita hasta que se preparan los alimentos y se termina de comer.

La cuenta

Al invitado no se le cobra. Pero el huésped principal paga de forma espléndida: prometiendo que Sara tendrá un hijo. El tema de la fecundidad domina toda la tradición de Abrahán y se cumple a través de muchas vicisitudes y de forma dramática.

Marta invita a comer a Jesús (Lucas 10, 38-42)

El texto del evangelio también se ha prestado a mucho debate. Este relato es exclusivo de Lucas, no se encuentra en Mateo, Marcos ni Juan.

¿Cuántos invitados a comer?

En la historia de Abrahán resultaba difícil saber si los invitados eran uno o tres. El relato de Lucas nos deja en la mayor duda. Jesús siempre iba acompañado, no sólo de los Doce, sino también de muchas mujeres, como afirman expresamente Marcos y Lucas, citando el nombre de algunas de ellas. ¿Los recibe a todos Marta? ¿Se limita a invitar a Jesús? Las palabras “Marta se multiplicaba para dar abasto con el servicio” sugieren que no se trataba de un solo invitado. Pero la escena parece tan simbólica que resulta difícil imaginar la habitación abarrotada de gente.

El menú, y una cocinera sin ayudante

No sabemos el número de invitados, pero sí está claro el de cocineras. Aquí no ocurre con en el relato del Génesis, donde Sara amasa y cuece la hogaza, mientras Abrahán colabora corriendo a escoger el ternero, dando órdenes de prepararlo, encargándose de la cuajada y de la leche.

En la casa del evangelio hay también dos personas, Marta y María. Pero María se sienta cómodamente a los pies de Jesús mientras Marta se mata trabajando. ¿Por qué tanto esfuerzo? ¿Porque son muchos los invitados? ¿O porque Marta pretende prepararle a Jesús un banquete tan suculento como el de Abrahán, y le faltan tiempo y manos para el ternero, la hogaza, la cuajada y la leche?

Desgraciadamente, ignoramos el menú. Según algunos comentaristas, las palabras que dirige Jesús a Marta, “sólo una cosa es necesaria” significarían: “un plato basta”, no te metas en más complicaciones.

Dos actitudes

El contraste entre María sentada y Marta agobiada se ha prestado a muchas interpretaciones. Por ejemplo, a defender la supremacía de la vida contemplativa sobre la activa, sin tener en cuenta que esas formas de vida no existían en tiempos de Jesús ni en la iglesia del siglo I. Entre los judíos de la época existían grupos religiosos con tintes monásticos (los esenios de los que habla Flavio Josefo y los terapeutas de los que habla Filón de Alejandría), pero Lucas no presenta a María como modelo de las monjas de clausura frente a Marta, que sería la cristiana casada o la religiosa de vida activa.

El evangelio no contrapone pasividad y trabajo. Jesús no reprocha a Marta que trabaje sino que “andas inquieta y nerviosa con tantas cosas”. Esa inquietud por hacer cosas, agradar y quedar bien, le impide lo más importante: sentarse un rato a charlar tranquilamente con Jesús y escucharle.

Todos tenemos la tendencia a sentirnos protagonistas, incluso en la relación con Dios. Nos atrae más la acción que la oración, hacer y dar que escuchar y recibir. Nos sentimos más importantes. La breve escena de Marta y María nos recuerda que muy a menudo andamos inquietos y nerviosos con demasiadas cosas y olvidamos la importancia primaria del trato con el Señor.

Marta-María y el buen samaritano

Como indiqué al comienzo, este episodio sigue inmediatamente a la parábola del buen samaritano, que leímos el domingo pasado. Los dos textos son exclusivos del evangelio de Lucas, y pienso que se iluminan mutuamente.

La parábola del buen samaritano es una invitación a la acción a favor de la persona que nos necesita: “ve y haz tú lo mismo”.

Para mantener la acción a favor del prójimo la mejor preparación es sentarse, como María, a escuchar la palabra de Jesús.

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NADA HAY MÁS NECESARIO
José A. Pagola

El episodio es algo sorprendente. Los discípulos que acompañan a Jesús han desaparecido de la escena. Lázaro, el hermano de Marta y María, está ausente. En la casa de la pequeña aldea de Betania, Jesús se encuentra a solas con dos mujeres que adoptan ante su llegada dos actitudes diferentes.

Marta, que sin duda es la hermana mayor, acoge a Jesús como ama de casa, y se pone totalmente a su servicio. Es natural. Según la mentalidad de la época, la dedicación a las faenas del hogar era tarea exclusiva de la mujer. María, por el contrario, la hermana más joven, se sienta a los pies de Jesús para escuchar su palabra. Su actitud es sorprendente pues está ocupando el lugar propio de un “discípulo” que solo correspondía a los varones.

En un momento determinado, Marta, absorbida por el trabajo y desbordada por el cansancio, se siente abandonada por su hermana e incomprendida por Jesús: “Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola con el servicio? Dile que me eche una mano”. ¿Por qué no manda a su hermana que se dedique a las tareas propias de toda mujer y deje de ocupar el lugar reservado a los discípulos varones?

La respuesta de Jesús es de gran importancia. Lucas la redacta pensando probablemente en las desavenencias y pequeños conflictos que se producen en las primeras comunidades a la hora de fijar las diversas tareas: “Marta, Marta, andas inquieta y nerviosa con tantas cosas; solo una es necesaria. María ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán”.

En ningún momento critica Jesús a Marta su actitud de servicio, tarea fundamental en todo seguimiento a Jesús, pero le invita a no dejarse absorber por su trabajo hasta el punto de perder la paz. Y recuerda que la escucha de su Palabra ha de ser lo prioritario para todos, también para las mujeres, y no una especie de privilegio de los varones.

Es urgente hoy entender y organizar la comunidad cristiana como un lugar donde se cuida, antes de nada, la acogida del Evangelio en medio de la sociedad secular y plural de nuestros días. Nada hay más importante. Nada más necesario. Hemos de aprender a reunirnos mujeres y varones, creyentes y menos creyentes, en pequeños grupos para escuchar y compartir juntos las palabras de Jesús.

Esta escucha del Evangelio en pequeñas “células” puede ser hoy la “matriz” desde la que se vaya regenerando el tejido de nuestras parroquias en crisis. Si el pueblo sencillo conoce de primera mano el Evangelio de Jesús, lo disfruta y lo reclama a la jerarquía, nos arrastrará a todos hacia Jesús.

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CRISTO, HUÉSPED, PERO NO PARA UN DÍA
Fernando Armellini

Cuando durante la celebración de la Eucaristía o en un encuentro bíblico me toca leer este pasaje, suelo escudriñar con atención las caras de los presentes, tratando de intuir sus reacciones. Veo, en general, caras de extrañeza, de contrariedad, de disentimiento y, entonces, paso al ataque: “Me parece que muchos de ustedes no están de acuerdo con cuanto Jesús ha dicho a Marta”. A este punto comienzan los susurros, las sonrisas, los comentarios en voz baja voz, casi todos hostiles a Marta. La reprobación es unánime aunque no tengan el coraje de manifestarla.

Siempre hay alguno, sin embargo, que expresa lo que siente: “¿Cómo es posible amonestar a una mujer que trabaja y elogiar a una que no hace nada? ¡Es fácil entregarse a los rezos mientras otros cargan con los quehaceres!”. Los hay quienes, echando mano a interpretaciones de misticismo barato, ven en las palabras de Jesús una afirmación de la superioridad de la vida contemplativa sobre la activa. Serían en este caso los monjes y las monjas quienes han elegido la mejor parte viviendo una vida de recogimiento y oración en la soledad de sus claustros. Los curas diocesanos, empeñados en tantas actividades parroquiales, y también los laicos que se dedican a obras caritativas, serían espiritualmente menos perfectos a pesar de sus fatigas y renuncias.

Si entendemos el evangelio de hoy de esta manera, entonces estaría en flagrante contradicción con el del domingo pasado. El Jesús que elogiaba al samaritano por todo lo que hizo por el herido que encontró en el camino, estaría ahora proponiendo como modelo a una mujer que no mueve un dedo para ayudar a su hermana.

Usar este texto para contraponer la vida contemplativa a la vida activa se ha debido, entre otras causas, a una incorrecta traducción. En el texto original Jesús no dice: “María escogió la mejor parte”, sino simplemente: escogió la parte buena. Mientras que Marta se deja llevar por la agitación, María toma la decisión justa, se comporta como persona sabia. Tratemos de entender el por qué.

A Lucas le gusta presentar a Jesús sentado a la mesa comiendo en compañía de quien le invitara. Aceptaba las invitaciones de todos: de los ‘justos’, de los fariseos (cf. Lc 7,36; 11,37; 14,1) como también de publicanos y pecadores (cf. Lc 5,30; 15,2; 19,6). Hoy lo encontramos en casa de dos hermanas.

Marta, la de más edad, se pone inmediatamente manos a la obra. Su sensibilidad femenina le sugiere que un vaso de buen vino y un plato de carne apetitosa, servidos con elegancia y cortesía, muestran más que mil palabras el afecto que se siente hacia una persona. María, por el contrario, prefiere estar sentada a los pies de Jesús y escucharlo. Es a este punto que surge la discusión entre las dos hermanas, que termina por involucrar también al huésped.

Antes de entrar en el tema central, prestemos atención a un detalle del relato que pone de relieve la postura de María. Estaba: “sentada a los pies de Jesús” (v. 39). No es una información banal; de hecho, el texto le da una relevancia especial. Se trata de una expresión que tiene un valor técnico bien preciso que, en aquel tiempo, servía para indicar la prerrogativa de ser discípulos de un rabino. Solo se aplicaba a aquellos que participaban regular y oficialmente a sus lecciones. En los Hechos de los Apóstoles, por ejemplo, Pablo recuerda con orgullo: “Soy judío… educado e instruido a los pies de Gamaliel” (Hch 22,3), es decir, he sido discípulo del más famoso de los maestros de mi tiempo.

¿Qué hay de extraño en que María sea presentada como discípula de Jesús? Nada para nosotros. Pero en aquel tiempo ningún maestro hubiera aceptado a una mujer entre sus discípulos. Decían los rabinos: “Es mejor quemar la Biblia que ponerla en manos de una mujer”. Y también: “Que no se atreva ninguna mujer a pronunciar la bendición antes de las comidas”. “Si una mujer frecuenta la sinagoga, que lo haga sin llamar la atención’. Esta mentalidad estaba tan generalizada que se infiltró también en las primeras comunidades cristianas. En Corinto, por ejemplo, se observó por cierto tiempo la siguiente norma: “Las mujeres deben callar en la asamblea… Si quieren aprender algo, pregúntenlo a sus maridos en casa. No está bien que una mujer hable en la asamblea” (cf. 1 Cor 14,34-35).

Siendo ésta la mentalidad del tiempo, es fácil comprender lo revolucionaria que fue la decisión de Jesús de aceptar también mujeres entre sus discípulos. Y ya metidos en el tema, la frase con que comienza el relato no es menos provocativa: “Una mujer llamada Marta lo recibió en su casa” (v. 38). En aquel tiempo estaba muy mal visto el que un hombre aceptara la hospitalidad ofrecida por mujeres. Ésta quizás sea la razón por la que Lucas no menciona a Lázaro, que solamente es referido en el evangelio de Juan (cf. Jn 11; 12,1-8). Con Jesús comienza el mundo nuevo y todos los prejuicios y discriminaciones entre hombre y mujer, recuerdos de culturas y herencias paganas, son denunciados y superados por Él.

Una segunda observación importante a este versículo 39: No se dice que María esté sumida en oración o “contemplando” a Jesús, sino que escucha su Palabra. No escucha otras palabras, sino la Palabra, el Evangelio. No se puede, pues, invocar a María para justificar lo devocional y el intimismo religioso. María es el modelo de quien da prioridad a la escucha de la Palabra.

Tratemos ahora el punto más difícil del evangelio de hoy: la respuesta enigmática de Jesús a Marta (vv. 40-41). Si la cuestión se plantea en términos de reproche a quien trabaja y alabanza del ocioso, es difícil estar de acuerdo con Jesús. Pero ¿es esto lo que Él pretende? Hay que notar, en primer lugar, que Marta no es reprochada por trabajar sino por su agitación, ansiedad, porque está preocupada, se inquieta por muchas cosas y, sobre todo, porque se dedica al trabajo sin antes haber escuchado la Palabra.

María es elogiada, sí, pero no por ser floja, o porque trate de rehuir el trabajo en la cocina. Jesús no le dice a Marta que está equivocada cuando ésta le recuerda a su hermana el trabajo por hacer; no le sugiere a María hacerse la remolona y dejar que la hermana se las arregle como pueda. Dice solamente que lo más importante, a lo que hay que dar prioridad –si queremos que nuestro trabajo no se convierta en mera agitación– es a la escucha de la Palabra.

Tratemos de hacer una síntesis de lo dicho hasta ahora. A nosotros no nos interesa saber que un día, en presencia de Jesús, dos hermanas hayan tenido una discusión casera; esto sería puramente anecdótico. Si Lucas refiere este episodio es para dar una lección de catequesis a las comunidades cristianas, a las de entonces y a las de ahora. Sabe que hay en ellas mucha gente de buena voluntad, discípulos que se dedican a servir a Cristo y a los hermanos sin escatimar tiempo, energías o dinero. Y sin embargo, en esta intensa y generosa actividad se esconde siempre el peligro de que tanto trabajo febril se desasocie de la escucha de la Palabra, de que se convierta en inquietud, confusión, nerviosismo, como en el caso de Marta. El compromiso apostólico, las decisiones comunitarias, los proyectos pastorales, si no son guiados por la Palabra, se reducen a ruido hueco, a un chirriar de ollas y cucharones.

María ha escogido la parte buena porque ha escuchado la Palabra. Ha sido otra María, la Madre de Jesús, la primera en ser elogiada por el mismo motivo: por estar atenta a la escucha de la Palabra (cf. Lc 1,38. 45; 2,19; 8,21). Es curioso: los modelos de escucha de la Palabra que nos presentan los evangelios están todos representados por mujeres. ¿No será porque ellas son más sensibles y están mejor dispuestas que los hombres a escuchar al Maestro?

El pasaje concluye con las palabras de Jesús a Marta (vv. 41-41), pero no parece que todo termine aquí. El diálogo entre las dos seguramente continuó, aunque Lucas no lo refiera. El evangelista parece querer llamar la atención de sus lectores sobre otro detalle que podría pasar desapercibido: el silencio de María. A lo largo de todo el relato, María no dice una palabra, ni siquiera para defenderse, para aclarar su postura, para explicar su decisión. Simplemente calla, lo que nos podría llevar a suponer que su silencio, señal de meditación e interiorización de la Palabra, se hubiera prolongado aun después de la intervención de Marta. Es Marta la que tiene necesidad de sentarse a los pies de Jesús para escucharlo y recuperar así la calma, la serenidad interior y la paz.

Mientras Jesús y Marta conversan, yo me imagino a Marta, absorta en sus pensamientos, serena y contenta, ponerse el delantal y silenciosamente substituir a la hermana en la cocina. Marta es generosa, dispuesta, dinámica, pero ha cometido un error: cargarse de trabajo antes de confrontarse con la Palabra.

Estoy seguro de que María trabajó mucho aquella memorable tarde de la visita de Jesús y sus discípulos, mostrando así que el tiempo dedicado a la escucha de la Palabra no es tiempo robado a los hermanos. Quien escucha a Cristo no olvida el compromiso con los demás: se aprende a trabajar por ellos de la manera justa… sin agitación

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XV Domingo ordinario. Año C

Anda y haz tú lo mismo
P. Enrique Sánchez, mccj.

“En aquel tiempo, se presentó ante Jesús un doctor de la ley para ponerlo a prueba y le preguntó: Maestro, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna? Jesús le dijo: ¿Qué es lo que está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella? El doctor de la ley contestó: Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu ser, y a tu prójimo como a ti mismo. Jesús le dijo: Has contestado bien; si haces eso, vivirás.
El doctor de la ley, para justificarse, le pregunto a Jesús: ¿Y quién es mi prójimo? Jesús le dijo: Un hombre que bajaba por el camino de Jerusalén a Jericó, cayo en manos de unos ladrones, los cuales lo robaron, lo hirieron y lo dejaron medio muerto. Sucedió   que por el mismo camino bajaba un sacerdote, el cual lo vio y pasó de largo. De igual modo, un levita que pasó por ahí, lo vio y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje, al verlo, se compadeció de él, se le acercó, ungió sus heridas con aceite y vino y se las vendó; luego lo puso sobre su cabalgadura, lo llevó a un mesón y cuido de él. Al día siguiente sacó dos denarios, se los dio al dueño del mesón y le dijo: Cuida de él y lo que gastes de más, te lo pagaré a mi regreso.
¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del hombre que fue asaltado por los ladrones? El doctor de la ley le respondió: El que tuvo compasión de él. Entonces Jesús le dijo: Anda y haz tú lo mismo”.

Lc 10,25-37

En esta página del evangelio hay varios verbos que parecen dar el tono al diálogo entre un doctor de la ley y Jesús. Los verbos: deber, hacer, prescribir y, en cierto modo, ordenar, mandar, cumplir, observar.

Esos verbos contrastan con cuidar, compadecerse, curar, acercarse, ocuparse, entregarse, practicar, cuando Jesús manda hacer lo mismo observando el comportamiento del Samaritano.

Son verbos que ayudan a entender que hay, al menos, dos maneras muy distintas de vivir la relación con Dios y dos maneras muy distintas de poner en práctica sus mandamientos.

El doctor de la ley, aparentemente se acerca a Jesús con buenos deseos, quiere encontrar el camino para llegar a la vida eterna; pero en realidad, y el evangelio lo subraya, su propósito no es honesto. Quiere poner a prueba a Jesús.

El maestro de la ley seguramente no necesitaba la explicación o la aclaración por parte de Jesús porque era una persona que, por su preparación y estudios, conocía perfectamente lo que tenı́a que poner en práctica. Sabía lo que le correspondía hacer

para entrar en la vida eterna, es decir, para vivir en una sana relación con Dios y con las personas con quienes compartía a diario su vida.

El mandamiento que Jesús le recuerda, que hemos leı́do en el texto del Deuteronomio en en la primera lectura, era una ley que el doctor tenía que conocer muy bien, pues hacía parte del código que Moisés había dado a conocer a todo el pueblo de Israel.

Ahı́ se enseñaba cuáles eran los mandamientos, las normas y las leyes que Dios había establecido para ayudar a todo su pueblo a caminar por el sendero que lo llevarı́a hasta él, hasta la vida eterna.

No se trata, por lo tanto, de falta de conocimiento o de información y lo que quedará  al descubierto será la distancia que existía entre el saber del doctor de la ley y la coherencia de vida que le faltaba, por no aplicarse a vivir en sintonía con esos mandamientos que Dios había establecido.

Los personajes que aparecen en la parábola que Jesús utiliza para responder a la interrogante del doctor ponen en evidencia lo que esta persona llevaba en su mente y en su corazón. No busca una sana relación con Dios, sino una manera de justificar su comportamiento y su estilo de vida, formal y legalista.

Como maestro de la ley estaba más preocupado en la observancia y en el cumplimiento de normas y mandamientos y se había olvidado o tenı́a dificultad en reconocer que, antes de la ley cuenta más la persona.

Le resultaba incómodo aceptar que la vida eterna no se alcanza como resultado de un esfuerzo personal, que las bendiciones de Dios no se logran demostrándole que somos cumplidores y por lo tanto merecedores de la bondad de Dios.

La vida eterna se obtiene como resultado de una experiencia intensa y decidida de amor. Hay que amar a Dios con todas las fuerzas, con todo el corazón y con toda el alma.

La vida eterna se gana observando los mandamientos. Los mandamientos que están escritos claramente en la ley y que no consisten en algo que no se pueda vivir en lo ordinario de la vida. Se trata de poner el amor en el centro de todo para reconocer, respetar, cuidar y promover la vida de quienes van haciendo el camino hacia la eternidad. Ahí, a la par de donde se van dejando las huellas del caminar.

En la parábola, el sacerdote y el levita, dos personajes que están muy empapados de lo que se tiene que hacer para agradar a Dios, no fueron capaces de superar el rigor de la ley para ejercer el mandamiento del amor.

Ellos pasaron de largo ante quien los necesitaba, porque era más importante mantener la pureza obtenida por el cumplimiento de sus leyes que ejercer una acción de misericordia que le salvarı́a la vida a quien estaba tendido en el suelo.

No se podían acercar al herido porque tocando la sangre se hacían impuros y, por lo tanto, inhabilitados, según la ley, para celebrar el culto en la sinagoga, a la que muy probablemente se dirijan, volviendo del templo de Jerusalén en donde habían sido purificados.

Jesús  cuenta con detalles la acción  del samaritano, un extranjero que seguramente  no tenı́a el conocimiento de la ley como el sacerdote y el levita, para  hacerle entender al doctor de la ley que lo importante no está  tanto en el cumplimiento de  las leyes frı́as, sino en la práctica de la misericordia que no es otra cosa que el ejercicio de la caridad.

El samaritano se dio el tiempo para atender al necesitado, se movió a compasión al verlo herido y en peligro de vida, se preocupó por hacer lo que estaba a su alcance para que aquella persona pudiese volver a estar en condiciones de vida.

Se hizo cargo de quien lo necesitaba y no le importó que eso cambiara los planes de su viaje. No tuvo dudas en reconocerlo como su prójimo, como el destinatario predilecto de su cuidado y de su amor.

Aquel samaritano no hizo una exposición ni una demostración teórica del valor de los mandamientos, ni se puso a hacer el elenco de la leyes más importante.

Sin pensarlo mucho, se puso en obra y vivió lo que la ley enseñaba, explicó con su compromiso solidario y fraterno lo que el doctor tenı́a que descubrir en el estudio   de una ley que quedarı́a atrapada en su cabeza, sin poder bajar al centro del corazón. Esta página del Evangelio nos muestra que cumplir la ley y los mandamientos es lo que nos lleva a la vida eterna, pero ese cumplir traduce la capacidad de poner en práctica la misericordia, la caridad y la bondad de Dios que son el espíritu de la ley.

Cumplir los mandamientos como simples observancias u obligaciones no llevan a ninguna parte y generan una arrogancia que engaña haciendo creer que la vida eterna es algo parecido a un trofeo que se puede alcanzar a base de aplicación y de esfuerzos personales.

Los mandamientos y las obligaciones que se tienen como cristianos es algo que cumple su función cuando son vividos y practicados como un ejercicio del amor que todo ser humano es capaz de vivir en todo los detalles de lo cotidiano.

La respuesta al final que ofrece Jesús no es más que la invitación a traducir en obras la caridad y a pagar de persona lo que estamos convencidos que es la verdad.

Ve y haz tú lo mismo, pon en práctica lo que ya has entendido con la inteligencia y vive la belleza del compromiso fraterno que nace del amor y de la misericordia.

Para nosotros, cristianos del siglo XXI, esta página del Evangelio se convierte en una provocación que nos invita a hacer un examen de vida, un discernimiento serio y profundo preguntándonos qué hemos hecho de nuestra fe.

Algunas preguntas para nuestra reflexión y oración personal

¿Nos contentamos con aprendernos unos cuantos mandamientos y luego tratamos de cumplirlos para poner nuestra conciencia en paz y decirnos que estamos haciendo bien las cosas, aunque pasemos indiferentes al sufrimiento de muchos hermanos nuestros?

¿Nos  sentimos  identificados  con  el  samaritano  que  sabe  poner  a  un  lado  sus preocupaciones, se desprende de sus bienes, para ocuparse de pobre que está sufriendo y necesitado?

¿Nos desentendemos tranquilamente de aquellas personas que sabemos que están pasando por momentos difíciles y nos justificamos diciendo que ahı́ está el gobierno o las obras sociales para que se ocupe de los necesitados?

¿Nos refugiamos en nuestras experiencias religiosas cargadas de rezos y devociones y nos alejamos de aquello que pueda exigir un compromiso o que nos pueda sacar de nuestra seguridad y tranquilidad de buenos cristianos?

¿A quiénes reconocemos como nuestros prójimos y semejantes?

¿Cómo resuena en nuestro interior la frase de Jesús: “Ve y haz tú lo mismo”.


NO PASAR DE LARGO
José A. Pagola

“Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo”. Esta es la herencia que Jesús ha dejado a la humanidad. Para comprender la revolución que quiere introducir en la historia, hemos de leer con atención su relato del “buen samaritano”. En él se nos describe la actitud que hemos de promover, más allá de nuestras creencias y posiciones ideológicas o religiosas, para construir un mundo más humano.

En la cuneta de un camino solitario yace un ser humano, robado, agredido, despojado de todo, medio muerto, abandonado a su suerte. En este herido sin nombre y sin patria resume Jesús la situación de tantas víctimas inocentes maltratadas injustamente y abandonadas en las cunetas de tantos caminos de la historia.

En el horizonte aparecen dos viajeros: primero un sacerdote, luego un levita. Los dos pertenecen al mundo respetado de la religión oficial de Jerusalén. Los dos actúan de manera idéntica: “ven al herido, dan un rodeo y pasan de largo”. Los dos cierran sus ojos y su corazón, aquel hombre no existe para ellos, pasan sin detenerse. Esta es la crítica radical de Jesús a toda religión incapaz de generar en sus miembros un corazón compasivo. ¿Qué sentido tiene una religión tan poco humana?

Por el camino viene un tercer personaje. No es sacerdote ni levita. Ni siquiera pertenece a la religión del Templo. Sin embargo, al llegar, “ve al herido, se conmueve y se acerca”. Luego, hace por aquel desconocido todo lo que puede para rescatarlo con vida y restaurar su dignidad. Esta es la dinámica que Jesús quiere introducir en el mundo.
Lo primero es no cerrar los ojos. Saber “mirar” de manera atenta y responsable al que sufre. Esta mirada nos puede liberar del egoísmo y la indiferencia que nos permiten vivir con la conciencia tranquila y la ilusión de inocencia en medio de tantas víctimas inocentes. Al mismo tiempo, “conmovernos” y dejar que su sufrimiento nos duela también a nosotros.

Lo decisivo es reaccionar y “acercarnos” al que sufre, no para preguntarnos si tengo o no alguna obligación de ayudarle, sino para descubrir de cerca que es un ser necesitado que nos está llamando. Nuestra actuación concreta nos revelará nuestra calidad humana.
Todo esto no es teoría. El samaritano del relato no se siente obligado a cumplir un determinado código religioso o moral. Sencillamente, responde a la situación del herido inventando toda clase de gestos prácticos orientados a aliviar su sufrimiento y restaurar su vida y su dignidad. Jesús concluye con estas palabras. “Vete y haz tú lo mismo”.

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Bajo todo rostro humano está el rostro de Dios
Maurice Zundel
Homilía de M. Zúndel, pronunciada en Suiza en 1966. Publicada en Ta Parole comme une Source, p.129 (*) (Tu Palabra como fuente).
La caridad es el vínculo de la perfección. El reinado de la caridad es el reino del amor. El prójimo es aquél que me necesita ahora. El prójimo es ante todo Dios en los demás. Si no respondemos, Dios mismo es el que está herido. Dios es el que nos confía su rostro, bajo el rostro del prójimo.

El reinado de la caridad

Ante todo, acaba de decirnos san Pablo, guardad “la caridad que es el vínculo de la perfección” (Col. 3:14). Estas palabras tienen resonancia infinita porque nos colocan en seguida en el centro de la moral evangélica: el bien es Alguien por amar, y el mal es una herida infligida a su amor. Ese es el principio mismo de toda dirección espiritual y yo no ceso de llamar la atención hoy sobre esta consecuencia: si “la caridad es realmente el vínculo de la perfección”, tener caridad es necesariamente tener todas las virtudes, y no tener caridad es necesariamente no tener ninguna.

Por eso, si queremos encontrar el equilibrio, sea cual fuere la falta cometida, es necesario restaurar en nosotros el reinado de la caridad, es decir el reino del amor. Toda falta es falta de amor. En la medida en que todo está ligado, es que no hemos amado o no hemos amado como debíamos y, al contrario, hemos perturbado la caución del amor.

Es pues inútil detenernos en nuestras faltas, hacer una lista de ellas y recitar sus letanías. Tenemos que reunirnos junto a Cristo en un impulso de amor ya que el mal es haberlo abandonado. Cuando lo amamos, todo termina, si lo amamos, la luz renace y el ser está de nuevo todo enraizado en la vida divina.

El prójimo

“La caridad es el vínculo de la perfección”. Pero ¿en qué consiste precisamente la caridad, como ética personal? Recordamos la pregunta de un doctor fariseo: “si la caridad es el vínculo de la perfección, ¿quién es pues mi prójimo?” (Lc. 10:29). ¿Con quién la debo practicar? Y entonces nuestro Señor nos da su comentario idílico y terriblemente sencillo. Su comentario es la historia, la parábola del buen samaritano. Pues muy sencillo: es aquél que me necesita hoy y ahora. Podemos matizar esta afirmación: es el que más me necesita en este momento.

Pero es claro que detrás del comentario del mismo Jesús (mi prójimo es aquél que me necesita más ahora), detrás de ese comentario surge otro que es también del Señor Jesús: “Tuve hambre, tuve sed, estaba prisionero, despojado, enfermo… era yo.” Ya que evidentemente el prójimo es ante todo Dios en los demás, en todo humano. Y si no prestamos atención, si no respondemos al llamado del hombre que yace al bordo del camino, dejamos a Dios mismo como muerto en el camino, Dios mismo es el que está herido, Dios está herido, Dios está sufriendo y muere.

Es Jesús el que implora

Y no es mera literatura, que quiera morir en ese caso, aquél a quien no pudimos revelar el amor por medio del amor, pues solo el amor puede revelar el amor. Solo el amor puede revelar a Dios. Es su Amor el que lo envía, todos los días, lo envía en la miseria y la pobreza, lo envía cuando tocan a nuestra puerta. Es Dios que viene cada día, Dios que tiene hambre, Dios que tiene sed, Dios que está en harapos, Dios que no tiene vivienda, Dios que tiene que pasar la noche en la sala de espera de una estación o debajo de un puente…

Dios que lo envía. Y no se puede aplicar a los demás esta verdad. Es fácil cerrar la puerta diciendo: “¡Rebúsquese!” Pero no son esas palabras brutales las que revelan una situación difícil y trágica. Es Jesús el que viene. Es Jesús el que toca a la puerta, el que implora, es Jesús el que solicita nuestra caridad. Y si cerramos el corazón, es Jesús el que muere.

Todos los milagros del mundo, toda la ciencia del universo, todos los discursos, todos los sermones, todo se lo lleva el viento. Todo eso es vano y sacrílego ante el dolor, ante la vida misma que toca a la puerta. Es la vida divina.

Debemos proteger la vida divina en el hombre

Hay que entender la palabra caridad: es la vida divina en el hombre el objeto primero de la caridad, la vida divina frágil y amenazada y hay que protegerla siempre dc nosotros, en nosotros y en los demás. Es pues cierto que la caridad es el vínculo de la perfección.

Si ese es el único criterio de la santidad evangélica, el criterio es difícil. Es una exigencia formidable porque nos pone ante Dios bajo todo rostro humano. El que no es sensible a esa identidad, el que no siente la vida divina detrás de un rostro humano, no ha entendido nada de la dignidad y la grandeza humanas. Es pues extranjero para Dios y para la humanidad.

Yo sé qué difícil es la aplicación rigurosa de este criterio porque comporta justamente exigencias formidables. Yo sé que hasta el fin de mi vida me atormentará su aplicación. Pero también sé, o al menos lo espero, que hasta el fin de mi vida no perderé de vista que detrás de los rostros humanos está el rostro de Dios, que en la vida humana se juega la vida divina, que si dejamos un llamado sin respuesta, cerrando nuestro corazón, comienza entonces la agonía de Dios y su crucifixión.

El bien es Alguien por amar, es Dios mismo bajo los rasgos del prójimo. Y los imagineros de la Edad Media lo entendieron muy admirablemente, y tantas leyendas de la misma época: Dios mismo es el que nos confía su rostro, bajo el rostro del prójimo, de todo prójimo, hoy, ahora, esta noche, mañana, a cada hora del día. Es Él, es Su Pobreza, Su soledad y Su vida.

Por eso Jesús añade este último comentario, revolucionario e irresistible: “El que hace la voluntad de Dios, ¡ése es mi hermano, mi hermana y mi Madre!” (Mt. 12:50; Mc. 3:35). ¡Hay que ir hasta allá! La caridad es el vínculo de la perfección. Si el primer prójimo es Dios, si la vida divina está en nuestras manos, es que tenemos que ser la cuna de Dios, en la historia humana de hoy, realizando a la letra una auténtica maternidad divina. Porque “el que hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre.”

(*) Libro “Ta parole comme une source, Tu Palabra como fuente, 85 sermones inéditos.“ (Editorial Anne Sigier, Sillery, agosto 2001)
http://www.mauricezundel.com

XIV Domingo Ordinario. Año C

Los envió de dos en dos
P. Enrique Sánchez, mccj

“En aquel tiempo, Jesús designó a otros setenta y dos discípulos y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares a donde pensaba ir, y les dijo: “La cosecha es mucha y los trabajadores pocos. Rueguen, por tanto, al dueño de la mies que envíe trabajadores a sus campos. Pónganse en camino; yo los envío como corderos en medio de lobos. No lleven ni dinero, ni morral, ni sandalias y no se detengan a saludar a nadie por el camino. Cuando entren en una casa digan: Que la paz reine en esta casa. Y si allí hay gente amante de de la paz, el deseo de paz de ustedes se cumplirá; si no, no se cumplirá. Quédense en esa casa. Coman y beban de lo que tengan, porque el trabajador tiene derecho a su salario. No anden de casa en casa. En cualquier ciudad donde entren y los reciban, comen lo que les den. Curen a los enfermos que haya y díganles: Ya se acerca a ustedes el Reino de Dios.

Pero si entran en una ciudad y nos reciben, salgan por las calles y digan: Hasta el polvo de esta ciudad que se nos ha pegado a los pies nos lo sacudimos, en señal de protesta contra ustedes. De todos modos, sepan que el Reino de Dios está cerca. Yo les digo que, en el día del juicio, Sodoma será tratada con menos rigor que esa ciudad.

Los setenta y dos discípulos regresaron llenos de alegría y le dijeron a Jesús: Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre.
Él les contestó: Vi a Satanás caer del cielo como el rayo. A ustedes les he dado poder para aplastar serpientes y escorpiones y para vencer toda la fuerza del enemigo, y nada les podrá hacer daño. Pero no se alegren de que los demonios se les someten. Alégrense más bien de que sus nombres están escritos en el cielo”.

(San Lucas 10, 1-12.17-20)

El evangelio de este domingo nos menciona el envío en misión de setenta y dos discípulos y señala, como detalle, que se trata de otro grupo, lo cual nos permite pensar que esta experiencia había sido algo, si no común, tal vez si frecuente en el ministerio de Jesús.

Nadie que se hubiese acercado y encontrado con Jesús podía quedar indiferente y aceptándolo en su vida necesariamente se convertía en mensajero de la Buena Nueva que había cambiado su vida.

El discípulo, en este sentido, no era un simple aprendiz de un oficio o el estudiante aplicado que aspiraba a ser como su maestro; los discípulos que Jesús pone ante nosotros en esta página del Evangelio eran personas muy concretas llamadas a transformar sus vidas teniendo como modelo al gran misionero que era Jesús.

El relato del Evangelio nos ayudará hoy en nuestra reflexión a entender que en este envío de los setenta y dos, Jesús está compartiendo con ellos su misión y que lo que les tocará anunciar será lo que han encontrado y en lo que se han transformado estando con él.

Los discípulos son enviados de dos en dos, lo cual nos recuerda algo que era importante en el ejercicio de la ley judía , que exigía que para que algo tuviera un carácter formal necesitaba ser sostenido por la presencia de, al menos, dos testigos. La misión que les confía Jesús a sus discípulos, teniendo en cuenta lo anterior, no se trataba de ir simplemente a anunciar o a predicar repitiendo las palabras que le habían escuchado al maestro.

No era cuestión de demostrar que habían aprendido la lección y que estaban en condiciones de instruir a los demás. En el caso de estos discípulos se trataba más bien de ir como testigos en medio de sus hermanos para compartir lo que habían vivido y lo que habían descubierto como buena noticia para sus vidas estando cerca de Jesús.

Esta página del Evangelio nos dice que son enviados a la mies que es abundante y en donde los trabajadores son pocos. Y agrega Jesús una recomendación. Pidan al dueño de la mies que envíe obreros para poder afrontar con realismo los retos de la misión que les fue confiada.

La invitación a pedir al dueño de la mies que envíe obreros tiene como finalidad ayudar a entender que la obra no es de ellos y que el éxito de la misión no depende de sus cualidades o de sus habilidades.
El dueño de la mies es también quien tiene establecido los tiempos y los modos como la misión se cumplirá y cuándo será plenamente manifestado el Reino de Dios entre nosotros.

A los discípulos les corresponde poner a disposición lo que son, su vidas y aquello que han ido atesorando en sus corazones acerca de Jesús estando con él. Lo importante de la misión será no todo lo que puedan realizar, sino lo que serán como testigos del que los envió con poder de someter hasta los demonios.

No se preocupen por lo que van a comer, pues quien trabaja por el Reino recibirá siempre lo necesario y más para ir adelante en la misión que se le ha confiado. Se trata de una misión fundamentada totalmente en la confianza en Dios. Y, como testimonio personal, puedo decir que el Señor paga con generosidad la confianza que ponemos en él cuando aceptamos consagrarnos completamente a su misión.

Es una misión que reconoce el poder que tiene Jesús para cambiar la vida de todas las personas que abren su corazón a su mensaje. Por eso es importante ir ligeros de equipaje y sin preocuparse por lo material y lo pasajero de la vida.

No hará falta cargarse de dinero, de recomendaciones, de títulos que acrediten; no hará falta llevar morral, ni sandalias que simbolizan un estatus especial. Dios provee siempre y recompensa a quien da con generosidad.

La misión exige sencillez y disponibilidad total para poder darse cuenta de que el protagonista es el Señor y que él actuará siempre a través de su Espíritu. La misión exigirá desprendimiento total de sı́ mismo. No habrá tiempo para detenerse, para quedarse en donde nos podemos sentir confortables. Hay una urgencia que se impone y pide ir cada vez más lejos, en donde la mies está más necesitada.

En el envío , Jesús no esconde que se trata de una misión que estará marcada por las cruces, la dificultades, las incomprensiones, las persecuciones. Irán entre lobos que atacan y tratan de destruir todo aquello que viene de Dios. Esas palabras de Jesús nos ayudan también hoy a nosotros a quienes nos toca vivir en una realidad en donde existe una persecución abierta y activa contra los cristianos en muchas partes del mundo. Pero existe algo que es todavía más grave y dañino para nosotros, existe una persecución que pasa a través de una indiferencia y una voluntad clara de sacar a Dios de nuestras vidas.

Hoy también existen lobos, que no atacan con sus garras destructoras, pero que hacen un gran daño difundiendo ideologías y estilos de vida que se oponen a todo lo que es de Dios. Son lobos que con su astucia trabajan en el espíritu humano proponiéndole una felicidad que no está en armonía con lo que el Señor nos enseña en su evangelio.

Pero no debemos caer en el desánimo, ni podemos dejar que nos gane el pesimismo o la desesperanza. El mandato que Jesús da a los setenta y dos es claro y tiene por objetivo principal hacer el bien. Ayudar a quien está en necesidad, aliviar a quien padece en su cuerpo y en su alma, brindar el coraje a quienes se sienten perdidos y agotados, cambiar la vida de quienes se han desorientado.

Enviándolos a hacer el bien, Jesús está ayudándoles a entender que el mal no tendrá jamás la última palabra. Y quien le apuesta al bien, a lo sano y a lo santo, puede estar seguro de que los frutos que cosechará serán aquello que hace bella la vida y que le da sentido a lo que vamos afrontando cada día, sabiendo que el Señor nunca nos abonará.

El gran mandato que recibieron aquellos setenta y dos discípulos fue convertirse en instrumentos de paz. Anunciar la paz era y sigue siendo la condición para crear una humanidad en donde se pueda crear las condiciones a la fraternidad. Esa fraternidad que nos permite reconocernos todos hijos de Dios, en donde estamos llamados a alejar de nuestro corazón la tentación de la división, de la exclusión y de la marginalización de los demás que es el detonante de nuestras guerras y de la violencia que nos lleva a vivir en el miedo y en la desconfianza hacia los demás.

Esto nos ayuda seguramente a entender por qué las primera palabras del Papa León XIV al inicio de su misión como Pastor de toda la Iglesia han sido una invitación a trabajar sin descanso para dar espacios a la paz en nuestro mundo. La paz será siempre lo que nos ayudará a entender que el Reino de Dios ha llegado ya.

Aquellos discípulos regresaron llenos de alegría porque habían constatado que las obras de Dios son fuente de felicidad y porque habían visto con sus propios ojos que el Maligno jamás podrá imponerse a quienes obran el bien. Ellos habían hecho grandes milagros y no se lo podían creer, pero Jesús les hace un anuncio todavía mayor: Sus nombres estarían escritos en el Cielo.

Vivir nuestra vocación misionera será siempre garantía de felicidad y podemos darnos cuenta, desde ahora, que esa experiencia nos abrirá los caminos del cielo, disfrutando desde ahora lo bello que Dios ha preparado para quienes, por la fe, le hemos entregado el corazón.

Pidamos para que el Señor nos conceda ir con alegría a la misión que nos corresponde ahı́ en donde nos llama a ser presencia y testimonio de su cercanıá y buena noticia para quienes se encuentran alejados de él.


Os envío como corderos en medio de lobos.”
Lucas 10,1–12.17–20

El Evangelio de hoy nos relata la experiencia misionera de los setenta y dos discípulos enviados por Jesús “de dos en dos, delante de él, a todos los pueblos y lugares a donde pensaba ir”. Después de haber enviado ya a los Doce (cf. Lc 9,1–6), ahora Jesús envía a otros setenta y dos. San Lucas es el único evangelista que narra este episodio. Detengámonos en cinco aspectos del relato.

1. No sólo los Doce, sino los setenta y dos

El Señor designó a otros setenta y dos.”
El número 72 tiene un valor simbólico: alude a la universalidad de la misión. Según la llamada “tabla de las naciones” (Génesis 10, en la versión griega de los LXX), había 72 pueblos en la tierra. Algunos manuscritos y la tradición judía mencionan el número 70. Los rabinos afirmaban que Israel era como un cordero rodeado por setenta lobos, y cada año, en el Templo, se sacrificaban setenta bueyes por su conversión.

Los Doce representan al nuevo Israel, las doce tribus; los Setenta (o setenta y dos) simbolizan la nueva humanidad. Además, 72 es múltiplo de 12: representa también la totalidad de los discípulos. La misión no es una tarea exclusiva de los apóstoles, sino de todo el Pueblo de Dios.

La Iglesia no deja de subrayar la urgencia del anuncio misionero. Pero, lamentablemente, muchas veces con escasos resultados. En una época de rápida y dramática descristianización de Occidente, parecemos preocupados solo por conservar a la única oveja que queda en el redil, dando por perdidas a las otras noventa y nueve.

2. Precursores

Los envió de dos en dos delante de él a todos los pueblos y lugares a donde pensaba ir.”
Jesús los envía de dos en dos: la misión es una tarea comunitaria. Pero, ¿por qué enviarlos delante de él? ¿No debería ser él quien los preceda? Sí, el Señor nos ha precedido, pero ahora, concluida su misión, comienza la nuestra: preparar su regreso.

Así como Juan el Bautista preparó su primera venida, nosotros hoy estamos llamados a preparar la segunda. No es casualidad que san Lucas utilice aquí el título “el Señor”, connotación pascual, y no simplemente “Jesús”.

“Su nombre será Juan”, dijo Zacarías. Hoy, simbólicamente, el Señor dice a cada uno de nosotros: “Tu nombre será Juan/Juana”. El nombre indica la misión. Esta misión se basa en dos tareas esenciales:
– Anunciar un mensaje breve y claro: “Está cerca de vosotros el Reino de Dios”;
– “Bautizar”, no con agua como Juan, sino sumergiendo a las personas en el amor de Dios, a través de relaciones fraternas y del cuidado de los más frágiles: “Sanad a los enfermos”.

Quizá hoy debamos invertir el orden: primero “bautizar” la realidad cotidiana –familia, trabajo, escuela, sociedad– con el amor de Dios; luego, a su debido tiempo, anunciar el Reino. Como sugiere san Pedro: “Estad siempre dispuestos a dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pida” (1Pe 3,15).

3. Lobos y corderos

Mirad, os envío como corderos en medio de lobos.”
Las instrucciones de Jesús sobre la misión son desconcertantes. Comprendemos la invitación a la oración –alma de toda misión–, pero ¿por qué tanta insistencia en el despojo del misionero?

Las imágenes fuertes que usa Jesús muestran que la misión se realiza en la debilidad y la pobreza, siguiendo el ejemplo del Maestro que “se despojó de sí mismo, tomando la condición de siervo” (Flp 2,7). La misión exige renunciar a toda forma de poder humano, para que quede claro que es Dios quien actúa. Tal vez sea precisamente la tentación del poder la raíz de los escándalos y pecados más graves de la Iglesia.

Jesús nos envía pobres –ricos solo en confianza en Dios– como corderos entre lobos. Pero es fuerte la tentación de convertirnos nosotros mismos en lobos, usando las mismas armas del enemigo cuando se presenta la ocasión.

Las lecturas de hoy nos muestran el contexto, muchas veces dramático, de la misión. Isaías habla de duelo antes del consuelo; Pablo habla de la cruz y de las llagas del Señor; el Evangelio habla de lobos, serpientes, escorpiones, del poder del enemigo y del posible rechazo del mensaje y de los mensajeros.

Y sin embargo, Jesús no nos envía al matadero. Nos da su poder: “Os he dado poder para pisar serpientes y escorpiones, y sobre toda fuerza del enemigo: nada os podrá hacer daño.” Así, el apóstol anticipa los tiempos escatológicos en los que “el lobo habitará con el cordero” (Is 11,6).

4. La paz

En cualquier casa donde entréis, decid primero: ‘Paz a esta casa’.”
En el difícil contexto de la misión, Jesús nos invita a ofrecer paz. Es un tema central en todas las lecturas de este domingo.
Dios, por medio de Isaías, promete: “Yo haré correr hacia Jerusalén, como un río, la paz.” Por desgracia, hoy ese río parece seco. La paz es don y responsabilidad. Hoy más que nunca, necesitamos con urgencia “hijos de la paz”, como dice Jesús. Pero nosotros, sus discípulos, ¿lo somos realmente en nuestros sentimientos, palabras y acciones?

5. La alegría

Los setenta y dos volvieron llenos de alegría.”
La alegría es el otro gran tema que une las lecturas de hoy. Es fruto de la paz. La alegría cristiana no es la alegría efímera y engañosa del mundo, ni una ligereza superficial que ignora el dolor y la injusticia.

La alegría del cristiano a menudo convive con el sufrimiento y la persecución. Esa alegría de las bienaventuranzas es un don que, sin embargo, exige “el valor de la alegría” (Benedicto XVI). Se manifiesta en la paz profunda del corazón, como la calma del mar en lo profundo, incluso cuando en la superficie la tormenta ruge.

Esta es la “alegría plena” que Jesús nos dejó en herencia durante la cena de despedida. Una alegría asegurada: “Nadie os podrá quitar vuestra alegría” (Jn 16,22).

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


Condiciones para una misión sin fronteras
P. Romeo Ballan, MCCJ

Is 66,10-14; Sl 65; Gal 6,14-18; Lc 10,1-12.17-20

Reflexiones
Jesús está de camino: va decidido hacia Jerusalén (Evangelio del domingo pasado). Es un viaje misionero y comunitario, cargado de enseñanzas para los discípulos. Jesús había enviado a misión a los Doce (Lc 9,1-6). Al poco tiempo Lucas (Evangelio) narra la misión de los 72 discípulos: “Designó el Señor otros setenta y dos y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir Él” (v. 1). Las ‘condiciones’ y las instrucciones para los dos grupos de misioneros – los 12 apóstoles y los 72 discípulos – son prácticamente las mismas. Sorprende, por tanto, esta cercanía y duplicidad que subrayan la urgencia y la vastedad de la misión.

¿Quiénes eran y a quiénes representan los 72? Este número tiene un significado simbólico, que nos lleva a la totalidad de la misión: 72 (o 70, según algunos códices) eran los pueblos de la tierra según la ‘tabla de las naciones’ (Gen 10,1-32); otros tantos eran los ancianos de Israel. Además, 72 es un número múltiplo de 12 e indica la totalidad del pueblo de Dios. La misión, por tanto, no es tarea solo de algunos (de los 12 apóstoles), sino también de los laicos. Estos números hablan de una misión extendida, en la que todos están involucrados: porque la misión es universal en su origen y destinatarios.

Las instrucciones son múltiples y significativas, según el estilo de misión que Jesús ha inaugurado. Son instrucciones que valen siempre, también para nosotros y para los evangelizadores futuros.

– “Los mandó” (v. 1): la iniciativa de la llamada y del envío es del Señor, el dueño de la mies; a los discípulos les corresponde la disponibilidad en la respuesta.

– “De dos en dos”: en pequeños grupos; hay que estar en comunión por lo menos con otra persona, para que el testimonio sea creíble. Así partieron Pedro y Juan (Hch 3-4; 8,14); Bernabé y Saulo, enviados por la comunidad de Antioquía (Hch 13,1-4). El anuncio del Evangelio no se deja a la iniciativa de una sola persona, porque es obra de una comunidad de creyentes. No importa si esta es pequeña, como en el caso de los padres de familia, primeros educadores de la fe de los hijos. El compromiso de anunciar el Evangelio junto con otros no es tan solo un problema de mayor eficacia, sino porque el hecho de hacerlo juntos expresa la comunión y es garantía de la presencia del Señor: “Donde dos o tres se reúnen… yo estoy en medio de ellos” (Mt 18,20). Juntos se cree y se da testimonio de la fe: tu fe ayuda mi fe, y viceversa.

Los mandó “por delante”: ellos son portadores del mensaje de otra persona; no son propietarios o protagonistas, son precursores de Alguien que es más importante, que vendrá después, para cuya venida ellos deben preparar mentes y corazones de los destinatarios, que se encuentran en todas partes.

– “La mies es abundante, pero son pocos los obreros”. (v. 2) ¡Hacen falta más obreros! Hoy la situación es la misma que ayer. Los desafíos de la misión varían según los tiempos y los lugares, pero son siempre exigentes. Y, por tanto, valen hoy las mismas soluciones que Jesús proponía entonces.

– “Rueguen, pues… vayan…” (v. 2-3): la solución que Jesús ofrece es doble: “Rogar e ir”. Rogar para vivir la misión en sintonía con el Dueño de la mies, ya que la misión es gracia que se ha de implorar para sí y para los otros. E ir, porque en cada vocación, común o especial, el Señor ama, llama y envía. “Rogar e ir”: dos momentos esenciales e irrenunciables de la misión. (*)

– El mensaje a llevar es doble: el don de la paz (Shalom) en el sentido bíblico más completo, para las personas y las familias (v. 5); y el mensaje que “está cerca de ustedes el reino de Dios (v. 9.11). El reino de Dios se construye y se mezcla en la historia; el Reino es, en primer lugar, una persona: Jesús, plenitud del reino. El que lo acoge encuentra la vida, el gozo, la misión: Lo anuncia a todos.

– El estilo de la misión de Jesús y de los discípulos es lo contrario al estilo de los poderosos de turno, de los agentes de comercio o de las multinacionales. La eficacia de la misión no depende del dinero o de la organización, no se basa sobre la voluntad de dominio y la codicia (cosas de lobos: v. 3), sino sobre una propuesta humilde, respetuosa, desarmada, no violenta, libre de seguridades humanas (alforja, sandalias, v. 4). La misión cuida de los más débiles (enfermos, v. 9), se ofrece con gratuidad, sin buscar compensaciones (v. 20) o adhesiones forzadas.

– El Evangelio de Jesús es un mensaje de vida auténtica, porque invita a poner la confianza solo en Dios, que es Padre y Madre (I lectura); y a fiarse de Cristo crucificado y resucitado (II lectura).

– Los obreros son pocos, pobres, débiles frente a un mundo inmenso; San Pablo halla fuerza solo en la cruz de Cristo (v. 14). Son signos y garantía de que el Reino pertenece a Dios, que la misión es suya.

Palabra del Papa

(*) “Jesús no es un misionero aislado, no quiere realizar solo su misión, sino que implica a sus discípulos. Además de los Doce apóstoles, llama a otros setenta y dos, y les manda a las aldeas, de dos en dos, a anunciar que el Reino de Dios está cerca… Forma inmediatamente una comunidad de discípulos, que es una comunidad misionera. Inmediatamente los entrena para la misión, para ir… La finalidad es anunciar el Reino de Dios, ¡y esto es urgente! También hoy es urgente… Hay que ir y anunciar… ¡Cuántos misioneros hacen esto! Siembran vida, salud, consuelo en las periferias del mundo. ¡Qué bello es esto!… Vivir para ir a hacer el bien… A vosotros, jóvenes, a vosotros muchachos y muchachas os pregunto: vosotros, ¿tenéis la valentía de escuchar la voz de Jesús? ¡Es hermoso ser misioneros!”
Papa Francisco
Angelus del domingo 7 de julio de 2013


Portadores del Evangelio
Lucas 10,1-12.17-20
José Antonio Pagola

«Poneos en camino»
Aunque lo olvidamos una y otra vez, la Iglesia está marcada por el envío de Jesús. Por eso es peligroso concebirla como una institución fundada para cuidar y desarrollar su propia religión. Responde mejor al deseo original de Jesús la imagen de un movimiento profético que camina por la historia según la lógica del envío: saliendo de sí misma, pensando en los demás, sirviendo al mundo la Buena Noticia de Dios. «La Iglesia no está ahí para ella misma, sino para la humanidad» (Benedicto XVI).
Por eso es hoy tan peligrosa la tentación de replegarnos sobre nuestros propios intereses, nuestro pasado, nuestras adquisiciones doctrinales, nuestras prácticas y costumbres. Más todavía, si lo hacemos endureciendo nuestra relación con el mundo. ¿Qué es una Iglesia rígida, anquilosada, encerrada en sí misma, sin profetas de Jesús ni portadores del Evangelio?
«Cuando entréis en un pueblo… curad a los enfermos y decid: está cerca de vosotros el reino de Dios»
Esta es la gran noticia: Dios está cerca de nosotros animándonos a hacer más humana la vida. Pero no basta afirmar una verdad para que sea atractiva y deseable. Es necesario revisar nuestra actuación: ¿qué es lo que puede llevar hoy a las personas hacia el Evangelio?, ¿cómo pueden captar a Dios como algo nuevo y bueno?
Seguramente, nos falta amor al mundo actual y no sabemos llegar al corazón del hombre y la mujer de hoy. No basta predicar sermones desde el altar. Hemos de aprender a escuchar más, acoger, curar la vida de los que sufren… solo así encontraremos palabras humildes y buenas que acerquen a ese Jesús cuya ternura insondable nos pone en contacto con Dios, el Padre Bueno de todos.

«Cuando entréis en una casa, decid primero: Paz a esta casa».
La Buena Noticia de Jesús se comunica con respeto total, desde una actitud amistosa y fraterna, contagiando paz. Es un error pretender imponerla desde la superioridad, la amenaza o el resentimiento. Es antievangélico tratar sin amor a las personas solo porque no aceptan nuestro mensaje. Pero ¿cómo lo aceptarán si no se sienten comprendidos por quienes nos presentamos en nombre de Jesús?
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¿Qué misión te quiere encomendar Jesús?
Un comentario a Lc 10, 1-12.17-20

Sabemos que Lucas, a diferencia de Marcos y Mateo, nos refiere dos discursos misioneros de Jesús: en uno habla a los Doce (que representan a Israel), mientras en el otro se dirige a los Setenta y dos, que representan a todas las naciones. El texto de hoy nos transmite este segundo discurso. Como es bastante largo, resulta imposible considerarlo todo en este breve comentario. Solamente quiero compartir con ustedes algunos breves “flashes” sacados de las primeras líneas:

  1. “Jesús designó”. Para los evangelistas está claro que no son los discípulos que eligen seguir a Jesús, sino que es éste quien les llama. Y ésta es una experiencia que hace cualquiera que se embarque en un camino de discipulado y de crecimiento espiritual. En un momento de nuestra vida, nos parece que somos nosotros los que decidimos optar por el Evangelio y por Jesús.  Pero esa visión no aguanta mucho, se cae ante nuestros primeros fallos. Pronto nos damos cuenta que realmente es el Señor quien nos eligió y nos puso en este camino, a veces a pesar de nosotros mismos. Por otra parte, es una experiencia que hacen los grandes artistas, que suelen decir algo así como “la inspiración me ha poseído”, o los enamorados que experimentan que la otra persona se les “impone”. También en la vida religiosa, llega un momento en que sabemos que la “gracia nos posee”, que el discipulado no es fruto de nuestros esfuerzos sino del amor gratuito de Dios.
  2. “Otros”. Así dice el texto. Los setenta y dos escogidos ahora no son los primeros. Seguramente Jesús había provocado un gran movimiento de amigos y discípulos, que no eran espectadores pasivos sino actores dinámicos en el proyecto de renovación que Jesús proponía a Israel y a toda la humanidad. Me parece muy importante que cada uno de nosotros contribuya a la misión con los propios dones y carismas, pero sin considerarnos “los únicos”, sin caer en los celos de lo que otros hagan. Los demás son también un don de Dios y normalmente tienen los carismas que a mí me faltan.
  3. Setenta y dos. Como sabemos, este número hace referencia a la totalidad de las naciones “paganas”. Desde el inicio la Iglesia de Jesús se siente enviada más allá de las fronteras de Israel. Después de la resurrección de Jesús, los apóstoles se extendieron por las pueblos vecinos y, con la ayuda providencial de Pablo, llegaron hasta Roma y a muchas partes del Imperio romano. Pienso que la Iglesia debe seguir este criterio en todas las épocas de la historia, superando constantemente los límites estrechos de la cultura ya adquirida, de los ritos establecidos, de las normas tradicionales… para abrirse a nuevas culturas y ámbitos religiosos. Las Iglesia necesita ritos, normas y cánones, pero no puede quedarse ligada a ellos como si fueran “ídolos”, porque la fe en Jesús la hace libre y capaz de superar sus propias tradiciones para abrirse a nuevos pueblos con los que crear nuevos ritos y nuevas normas.
  4. Discípulos. Esta es la base de la misión. Antes de ser misioneros, hay que ser discípulos, pertenecer al movimiento de Jesús. Seer discípulos es mucho más que aprender una doctrina, una moral o una metodología. Es pertenecer a una escuela de vida, es ser y vivir a la manera de Jesús. “No les llamaré siervos, sino amigos”, dice el Maestro. Hoy tenemos gran necesidad de recuperar esta conciencia de ser discípulos, porque nuestra vida cristiana se ha centrado en prácticas y tradiciones buenas, pero secundarias, se ha contaminado del mundo que nos rodea (burguesismo, secularismo,ect.), o ha caído en la mediocridad. Tenemos que recuperar la lectura creyente del Evangelio, tenemos que convertirnos al estilo de vida de Jesús (sincero, orante, libre, misericordioso). Tenemos que hacer de nuestras parroquias y comunidades lugares de discipulado.
  5. “Los envió de dos en dos”.  De nuevo hay que tenerlo claro: No soy yo que voy, es Jesús que me envía. Y me envía en compañía, para que la misión no se convierta en una ocasión de protagonismo mío, sino de servicio; para que, si me canso, encuentre apoyo en  otro hermano; para que los demás vean que lo que anunciamos (el amor de Dios) se hace realidad en nuestra comunidad misionera. La misión “de dos en dos” supera la experiencia personal, subjetiva, para hacer una propuesta social, compartida. La misión no es un asunto privado, no es una iluminación personal; es un asunto comunitario, público, algo que se puede y se debe compartir con otros.
  6. “A todos los pueblos y lugares”. Jesús no es un predicador que se queda en un lugar y espera que vengan a escucharlo. Jesús sale al encuentro de las gentes allí donde viven y manda a sus discípulos a todas partes. Pienso en cuanto tiene que cambiar nuestra labor pastoral y misionera. A veces parece que esperamos que la gente venga a nuestras iglesias, participe de nuestras iniciativas… mientras Jesús dice: salgan, no se queden en casa, vayan a todos los pueblos y ciudades.

La mies es mucha, hay trabajo para todos. Se necesitan voluntarios para ser enviados. ¿Cuál es tu parte en la misión de Jesús? ¿A dónde te quiere enviar Jesús en este momento de tu vida? Lee la Palabra, mira a tu alrededor, escucha al Espíritu que “sopla” de mil maneras, especialmente en tu interior,  y comprenderás qué parte de su misión te quiere encomendar Jesús.

P. Antonio Villarino, MCCJ

San Pedro y San Pablo, apóstoles

“En aquel tiempo, le preguntó Jesús a Simón Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más
que estos?”. Él le contestó: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”, Jesús le dijo: “Apacienta
mis corderos”.
Por segunda vez le preguntó: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”. Él le respondió: “Sí,
Señor; tú sabes que te quiero”. Jesús le dijo: “Pastorea mis ovejas”.
Por tercera vez le preguntó: “Simon, hijo de Juan, ¿me quieres?”. Pedro se entristeció de
que Jesús le hubiera preguntado por tercera vez si lo quería, y le contestó: “Señor, tú lo
sabes todo; tú bien sabes que te quiero”. Jesús le dijo: “Apacienta mis ovejas”.
Yo te aseguro: Cuando eras joven, tú mismo te ceñías la ropa e ibas a donde querías;
pero cuando seas viejo, extenderás los brazos y otro te ceñirá y te llevará a donde no
quieras”. Esto se lo dijo para indicarle con qué género de muerte habría de glorificar a
Dios. Después le dijo: “Sígueme”.
(Juan 21, 15-19)

San Pedro y San Pablo
P. Enrique Sánchez, mccj.

Pedro y Pablo representan las dos columnas sobre las cuales se cimentó la Iglesia.
Se trata de dos apóstoles muy distintos entre sí, pero con una misma vocación y un
llamado particular a convertirse en los apóstoles del anuncio del Evangelio.
Las historias de cada uno de estos apóstoles son aparentemente muy lejanas una de
otra, sin embargo, el camino que los llevó al encuentro con el Señor hizo que
vivieran experiencias muy parecidas que se caracterizan por una misma pasión y
entrega.

Pedro acompañó al Señor desde los primeros momentos de su misión y se convirtió
en el discípulo de todas sus confianzas. Vivió cada momento del ministerio de Jesús
y fue testigo ocular de todos los signos y milagros que el Señor realizó a lo largo de
los tres años que dedicó a anunciar la llegada del Reino de Dios.

Si el Evangelio recuerda a san Juan como el discípulo amado, Pedro fue, sin lugar a
dudas, quien más cerca estuvo del corazón de Jesús por la amistad y el cariño que
marcaron sus vidas.

Pedro con su carácter fogoso y entusiasta fue quien desde el primer encuentro con el
Señor no dudó en seguirlo y se quedó con él para siempre. No importaron sus
momentos de debilidad, las pequeñas traiciones, como cuando negó conocer a Jesús
a la hora en que lo habían atrapado para condenarlo.

Pedro vivió sus miedos y sus fragilidades en el seguimiento de Jesús, pero jamás lo
abandonó . Siempre se mantuvo como el discípulo que se dejaba moldear por la
paciencia y la ternura de Jesús, quien veía detrás de los arranques primarios de
Pedro al hombre de gran corazón.

Pedro fue el que quedó en la memoria de muchas generaciones como el discípulo
que se asustó y negó por tres veces al Señor, antes de que cantara el gallo, como
Jesús le había dicho para ayudarlo a entender que en nuestra experiencia de Dios, no
somos nosotros quienes tomamos la iniciativa. No somos nosotros quienes vamos a
Él, sino Él quien pacientemente viene a nuestro encuentro.

Ese mismo Pedro es el que nos presenta el evangelio de san Juan que hemos leído
hace unos instantes. El Pedro que ante la pregunta de Jesús, ¿me amas?, responde en
un primer momento confiando en sus capacidades y en sus fuerzas, en sus certezas
y en seguridades muy humanas.

Pero será igualmente el Pedro humilde que se rinde ante la bondad del Señor y
termina reconociendo que su fe es frágil, pero su amor es grande. Señor, tú lo sabes
todo, tú sabes que te amo.

Y, así, Pedro ha quedado también en nuestros recuerdos como el apóstol que se
convirtió en escuela y en modelo para todos aquellos que se encuentran con Jesús y
sueñan en convertirse en discípulos suyos.

Pedro es quien nos enseña que para seguir a Jesús se necesita entusiasmo, valentía,
osadía, humildad; pero, por encima de todo, se requiere tener el corazón lleno de
amor por el Señor para hacer que se convierta en el todo de nuestras vidas.

La historia de Pablo es toda otra historia. Se nos presenta con imágenes muy
diferentes y en contraste con la experiencia de todos los otros discípulos. Apóstol,
también él y orgulloso de haber sido llamado por el Señor.

Aunque él mismo reconoce no haber hecho parte del grupo de los doce, reclama su
ser apóstol como una gracia que le fue dada por el Señor, cuando, tumbándolo del
caballo, lo llamó para que se dedicara a llevar el Evangelio a todos aquellos
hermanos que se encontraban fuera del pueblo judío.

Judío de profundas convicciones y de una sólida formación religiosa, Pablo apareció
en la escena del cristianismo como un terrible perseguidor de las primeras
comunidades cristianas, hasta que el Señor se le apareció en el camino de Damasco y
le confió la misión de ir por todo el mundo conocido de su tiempo a llevar la buena
noticia del Evangelio.

Conocido como el apóstol de los gentiles, Pablo fue el iniciador o fundador de
muchas comunidades cristianas, acompañado de todo un grupo de discípulos que,
como él, se habían encontrado con el Señor en sus vidas y se consagraron al anuncio
del Evangelio.

La experiencia que Pablo nos comparte habla de alguien que se encontró con el
Señor y se dejó transformar completamente por él. Su sueño y su lucha fue la de
llegar un día a vivir de tal manera que ya no fuera él quien viviera, sino Cristo quien
viviera en él.

Pablo nos enseña lo que significa haber entendido el don de Dios en la persona de
Jesús y la necesaria transformación que se debe dar cuando nos encontramos con él.
Se trata, como dice Pablo, de llegar a penetrarnos tan profundamente de la vida de
Cristo que nuestra propia vida emane el perfume de Cristo en lo que somos y en lo
que hacemos.

El ideal de Pablo será llegar al final de su vida siendo todo de Cristo y todo para él.
La vida será auténtica sólo cuando se viva en el Señor y la muerte, una ganancia
porque permitirá encontrarse por siempre con él.

Pablo fue un gran misionero que vivió la pasión de Cristo en una vida entregada
totalmente a la evangelización. En su caminar conoció todo tipo de sufrimientos,
persecuciones, maltratos, castigos, naufragios. Todo por ganar a Cristo a los
destinatarios de su misión.

Su ejemplo de vida y la radicalidad de su entrega son para nosotros un desafío que
nos debería de cuestionar en la manera en que vivimos nuestro seguimiento del
Señor y nuestro compromiso con el anuncio del Evangelio.

Pablo es quien nos recuerda con su testimonio cristiano que no existe nadie que
pueda ser excluido del Reino de Dios y que todos los hombres y mujeres de este
mundo está n llamados a encontrarse con el Señor, porque Cristo ha dado su vida por
todos y no por unos cuantos privilegiados.

Finalmente, Pablo nos enseña que la vida cristiana es plena sólo cuando se asume
con responsabilidad la tarea de evangelizar. En una de sus palabras decía con mucha
sencillez, pero al mismo tiempo con gran exigencia: “Ay de mí si no anuncio el
evangelio”.

Pedro y Pablo, como apóstoles de la Iglesia, los reconocemos hoy como pilares
fundamentales que nos recuerdan que la Iglesia se construye a partir de una
relación profunda con el Señor.

Una Iglesia que nace de una amistad entrañable con Jesús en la cual somos ayudados
a crecer cada día como personas muy humanas, pero al mismo tiempo con un
espíritu profundo que nos lleva a reconocer a Cristo como el Redentor que nos salva
y nos ama.

Y, al mismo tiempo, se nos recuerda que somos una Iglesia que, nacida de los
apóstoles, está llamada a ir por todo el mundo a llevar la Buena Nueva del Evangelio.
Aún aquí, en lo inmediato de nuestras vidas, el ejemplo de Pedro y Pablo nos
iluminan para que entendamos que no podemos quedarnos indiferentes y con los
brazos cruzados en un mundo que necesita de Dios.

No podemos quedarnos con el Señor que hemos encontrado en nuestras vidas,
cuando a nuestro alrededor vemos la urgencia de la presencia de Dios en tantas
situaciones de dolor y de sufrimiento, de frialdad y de falta del amor.

Qué san Pedro y san Pablo intercedan por nosotros para que seamos, también hoy,
los pilares, o los apóstoles de una Iglesia y de una humanidad en donde estén
presentes los valores que nos permiten reconocernos hermanos.


A la estela de Pedro y Pablo
P. Manuel João Pereira Correia, mccj

Año C – Solemnidad de los Santos Pedro y Pablo, Apóstoles
Mateo 16,13-19: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo”

Este año, la solemnidad de los Santos Pedro y Pablo, celebrada el 29 de junio, cae en domingo. Es una ocasión para hablar de estos dos grandes apóstoles, alabar al Señor por estas columnas de la Iglesia, pero sobre todo reflexionar sobre el testimonio que nos han dejado.

¡Pedro y Pablo: tan distintos, y sin embargo tan cercanos!

Simón, hijo de Juan, apodado Pedro (Kefás, “piedra”) por Jesús, era un pescador de Cafarnaúm, en la periférica Galilea: un hombre sencillo y rudo, terco y obstinado, entusiasta e impulsivo, generoso pero inconstante, hasta llegar a la cobardía de negar al Maestro. Elegido por Jesús como “cabeza” de la Iglesia (véase el Evangelio: Mt 16,13-19), Pedro se dedicará especialmente a los cristianos de origen judío.

Saulo de Tarso, conocido como Pablo (Paulus, en latín), ciudadano romano, fariseo, hijo de fariseos y fabricante de tiendas por oficio, era, en cambio, un intelectual refinado. Se formó en Jerusalén en la escuela del célebre rabino Gamaliel, y llegó a ser un fanático defensor de la Ley y un perseguidor fervoroso de los cristianos. Hacia el año 36, en el camino de Damasco, Jesús se le aparece: así ocurre la conversión más extraordinaria de la historia de la Iglesia.
Pablo se convierte en el “decimotercer apóstol”, heraldo del Evangelio entre los paganos, griegos y romanos, y el más grande misionero de todos los tiempos. Durante unos treinta años recorrió más de 20.000 km por tierra y mar, movido por su pasión por Cristo. Vacío del “vinagre” del fanatismo, su corazón se llenó de la “miel” del amor de Cristo, convirtiéndose en “instrumento elegido” del Señor (Hch 9,15).

La solemnidad de los santos apóstoles Pedro y Pablo une en una sola celebración a dos figuras muy distintas, que en vida se encontraron pocas veces, pero que también se enfrentaron por diferencias de opinión. Así nos enseña la Iglesia que la unidad no es uniformidad, sino sinfonía. La vida cristiana es plural y se alimenta de la diversidad.
Una tradición antigua sostiene que ambos fueron martirizados en Roma —Pedro crucificado, Pablo decapitado— el mismo día, durante la persecución de Nerón, entre los años 64 y 67 d.C. El martirio, supremo testimonio de fe y amor a Cristo, los unió.

La sombra misteriosa de Pedro

Cuando pienso en Pedro, me viene a la mente lo que cuentan los Hechos de los Apóstoles sobre su… ¡sombra! Los habitantes de Jerusalén sacaban a los enfermos a las calles, en camillas y lechos, para que, al pasar Pedro, al menos su sombra los cubriera (Hch 5,15).

¿Qué hay más discreto, impalpable y silencioso que una sombra? Y sin embargo, la de Pedro estaba viva y era eficaz. Una sombra misteriosa que dejaba tras de sí luz y vida. Recuerda a Jesús, que “pasó haciendo el bien y sanando a todos” (Hch 10,38). ¡Era sin duda la sombra de Jesús! No hay sombra sin luz: el sol de Cristo iluminaba a Pedro, envolvía su persona, guiaba cada uno de sus pasos. ¡Era Jesús quien se escondía en la sombra de su amigo predilecto!

¿Y nuestra sombra?

Al igual que Pedro, también nosotros estamos llamados a ser sombra de Jesús. Una sombra benéfica que ofrezca alivio y protección, “como la sombra de una gran roca en tierra árida” (Is 32,2).
Mucha gente vive bajo el sol abrasador del hambre, de la injusticia, de la angustia y de la soledad. No serán los grandes discursos ni los gestos espectaculares los que aporten consuelo, sino la sombra silenciosa y amiga de quien se pone al lado.

Vale la pena preguntarse: ¿cómo es nuestra sombra? ¿Qué dejamos tras de nosotros? De vez en cuando conviene echar una mirada furtiva para verla en acción. ¿Está sembrando el bien? ¿O destruye, en la sombra, lo que intentamos construir a la luz? ¿Es luminosa, como proyección del Cristo resucitado? ¿O está oscurecida por el egoísmo, la codicia, la sed de poder o la esclavitud del placer?

Mira la estela que traza tu sombra, y sabrás si el sol de Cristo ilumina de verdad tu vida, o si tu corazón se ha convertido en un agujero negro que devora todo rayo de luz.

¡Una sola persona puede hacer la diferencia!

Difícilmente alguien podrá igualar a Pablo en su pasión por Cristo. Él es, como dijo Benedicto XVI, “el primero después del Único”. Su figura y la Palabra inspirada de sus Cartas siguen siendo un faro para la Iglesia.
Es sorprendente constatar cómo una sola persona, por su fe, su pensamiento o su personalidad, puede cambiar el rumbo de la historia —para bien o para mal. Ejemplos, incluso recientes, no faltan.
En la historia de la salvación, cuando Dios quiere comenzar algo nuevo, elige a una persona, una “levadura” mediante la cual hacer crecer su gracia en la multitud. Es impresionante pensar que el “sí” de muchos pasa, misteriosamente, por el “sí” de uno solo.

Dios en busca de una persona: ¡yo!

Un solo individuo puede marcar la diferencia. Por eso Dios trata de tocar el corazón de alguien para salvar a todo su entorno. Pero a veces no lo encuentra: “Busqué entre ellos alguien que levantara un muro y se pusiera en la brecha frente a mí, en favor de la tierra, y no lo hallé” (Ez 22,30).

Hoy Dios se dirige a cada uno de nosotros, proponiéndonos una fecundidad de vida incalculable. Todo cristiano, sea cual sea su vocación, llega en algún momento a tener que tomar una decisión fundamental:
– Abrazar un estilo de vida cristiano auténtico, siguiendo las huellas de Pedro y Pablo, dejándose elevar por el Espíritu, inspirado por una doble pasión: por Cristo y por la humanidad;
– O bien elegir una vida mediocre, de bajo perfil, limitándose a navegar a vista y a recoger pequeñas satisfacciones cotidianas, volviéndose, con el tiempo, “insignificante”.

¡La apuesta es grande! Del modo en que respondamos puede depender el destino de muchas personas. ¿Encontrará Jesús en nosotros el valor y la generosidad para aceptar el desafío?

comboni2000.org


“Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”
Fr. César Valero Bajo O.P.
Convento del Rosario (Madrid)

Hemos escuchado en el evangelio de San Mateo­­. Descubrimos en Pedro y Pablo la misma y rotunda confesión de fe en el Señor Jesucristo. Sus vidas demuestran lo determinante y absoluto que el Señor fue para ellos. Vivieron por Él y para Él. Sin temor, sin nada ni nadie que pudiera arrebatarles esta plenitud existencial de Cristo Jesús en ellos. Ambos sabían bien de quién se habían fiado.

En verdad nuestra fe es confianza en el inabarcable Misterio de Dios. Ellos se fiaron de su Maestro. Pedro desde el privilegio de compartir vida e historia con Él. Pablo desde la experiencia impactante y radical de quien se le impuso en lo más íntimo de su ser como Señor, Vida y Salvación.

Esta confianza sin fisuras interroga, y reclama respuesta, sobre cómo es en cada uno de nosotros la confianza en el Señor, particularmente cuando la vida nos presenta su rostro más áspero y amargo.

“El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su Reino del cielo”

Le expresa San Pablo a Timoteo en su segunda carta. Qué hermosa e inquebrantable confianza la de Pablo. Fue tan misteriosamente intenso su encuentro con el Señor Resucitado, que todo su ser quedó concentrado en Él. No temió peligro alguno, ni ultrajes, ni inconvenientes por su causa. Su ímpetu evangelizador sigue despertando el asombro en cualquiera que se acerque a su biografía; al contenido de sus cartas; a la confesión de sus sentimientos más profundos, que le hicieron exclamar: “Para mi la vida es Cristo. Y una ganancia el morir. Y todo lo estimo material de desecho con tal de tener a Cristo”.

¿Es así de plena la presencia del Señor en nosotros, capacitándonos para relativizar cualquier otra realidad por atractiva que nos pueda resultar? ¿Es el don de su salvación el que ilumina la realidad de nuestro ser, de nuestro vivir y de nuestro obrar; también de nuestro morir y regreso al Amor que nos originó?

“Mientras Pedro estaba en la cárcel bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él”

Nos relata la primera lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles. Me ha parecido tan hermoso este apunte, que no puedo por menos de ofrecérselo para su consideración. Hace apenas unas semanas hemos estado tan pendientes de la despedida del Papa Francisco y de la elección del nuevo Pontífice, el Papa León XIV. El interés mostrado por los diversos medios de comunicación ha contribuido, no poco, a esta expectación a escala mundial. Hoy, que hemos vuelto a la normalidad en la vida de la Iglesia, este interés de los primeros cristianos por la situación de Pedro ha de mantenernos también a nosotros atentos en la comunión y en la intercesión por su actual sucesor al frente del Pueblo de Dios.

Quisiéramos vibrar siempre en oración por las necesidades y proyectos del sucesor de Pedro, para que sea siempre fiel a su servicio de guiar a la Iglesia por la Verdad y la Unidad, realidades tan queridas por el Señor Jesucristo.

Cabría preguntarnos si es así nuestro interés y súplicas por el sucesor de Pedro al frente de la Iglesia, como el que mostraron nuestros hermanos en la fe en el inicio del caminar de la comunidad creyente cristiana por la historia en un contexto de incomprensión y hostilidad que, de alguna manera, siguen también presentes en no pocos lugares en el momento presente.

El servicio de Pedro de fidelidad al Señor y de comunión con Él y entre cuantos creemos en su Nombre, y el ímpetu evangelizador de Pablo, infatigable hasta desgastarse por Cristo, sean para nosotros, y para nuestros días, dos grandes acicates en nuestro compromiso cristiano.

Que inspirados por Pedro y Pablo, roca y fuego de Cristo, nos conceda el Señor mantener de forma plena nuestra confianza en Él, y buscar caminos y actuaciones para darle a conocer en el mundo de hoy.

dominicos.org

Cuerpo y Sangre de Cristo

  • Génesis 14,18-20
  • Salmo 109
  • 1Corintios 11,23-26
  • Lucas 9,11-17

“En aquel tiempo, Jesús habló del Reino de Dios a la multitud y curó a los enfermos. Cuando caía la tarde, los doce apóstoles se acercaron a decirle: “Despide a la gente para que vayan a los pueblos y caseríos a buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en un lugar solitario”. Él les contestó: “Denles ustedes de comer”. Pero ellos le replicaron: “No tenemos más que cinco panes y dos pescados; a no ser que vayamos nosotros mismos a comprar víveres para toda esta gente”. Eran como cinco mil varones. Entonces Jesús dijo a sus discípulos: “Hagan que se sienten en grupos como de cincuenta”. Así lo hicieron, y todos se sentaron. Después Jesús tomó en sus manos los cinco panes y los dos pescados, y levantando su mirada al cielo, pronunció sobre ellos una oración de acción de gracias, los partió y los fue dando a los discípulos, para que ellos los distribuyeran entre la gente. Comieron todos y se saciaron, y de lo que sobró se llenaron doce canastos.” (Lucas 9, 11b-17)

Corpus Christi
P. Enrique Sánchez, mccj

Las lecturas de este domingo nos invitan a centrar nuestra atención en el don de la Eucaristía, en la cual tenemos la dicha de recibir al Señor y reconocerlo presente en el pan y en el vino que se convierten en su cuerpo y en su sangre.

El pan y el vino desde el antiguo testamento son considerados una bendición y algo que nos recuerda que para vivir necesitamos nutrirnos. Pero, al mismo tiempo se nos ayuda a entender que para vivir no es suficiente llenar el vientre; también es necesario descubrir que lo que realmente nos brinda la vida es lo que recibimos de la mano de Dios, como don y bendición suya. Melquisedec, el sacerdote que va al encuentro de Abrán, ofrece pan y vino como sı́mbolos de la vida que pasa a través de él y une a esos dones la bendición de Dios quien es el poseedor de la vida.

En la segunda lectura San Pablo en su primera carta a los Corintios nos deja el testimonio más antiguo de lo que fue la institución de la Eucaristía, recordando el día en que Jesús, antes de iniciar el camino de su pasión, había reunido a los apóstoles en el cenáculo para entregarles el pan y el vino que se convertirían, a partir de aquel día, en su cuerpo y en su sangre.

Y así ha sido, cada vez que nos reunimos como comunidad para celebrar el memorial de la muerte y del la resurrección del Señor un pequeño trozo de pan y un poco de vino se convierten para nosotros en su cuerpo y en su sangre. En ese pan y en ese vino reconocemos la presencia actual del Señor que sigue estando entre nosotros y que nos recuerda que sólo en él tendremos vida.

Cristo sabia bien que sus discípulos necesitarían ser sostenidos y mantenidos en su fe y esa necesidad sólo podía ser garantizada por su presencia en medio de ellos. La promesa del Señor fue siempre que él estaría con ellos hasta el final del mundo. Pero Jesús sabia también que necesitarían nutrir y sostener la pequeña experiencia de fe que iba naciendo en sus corazones y para eso, al parecer, las palabras no eran suficientes. Para hacerles entender sus promesas Jesús sabia que no eran suficientes las promesas, hacia falta también algo que pudieran ver y tocar.

El pan y el vino fueron esos signos que no era necesario explicar para que todas las personas pudiesen comprender. Así como el pan y el vino satisfacen la necesidades más fundaméntales de sus vidas, ası́ será mi cuerpo y mi sangre para que sientan en ustedes la presencia de la vida de Dios que los hará vivir verdaderamente.

La celebración de la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo es la fiesta de la Eucaristía, de la acción de gracias por ese sacramento que nos permite tener siempre al Señor con nosotros y que nos ayuda a entrar en una manera nueva de concebir nuestra existencia. En la Eucaristı́a Cristo se ofrece, se entrega, se dona él mismo.

Ya no ofrece victimas y sacrificios, como hacían los sacerdotes de su tiempo; es él mismo quien se presenta a su Padre como la victima que se entrega para que aquellos que le fueron dados, a los que el Padre lo envió, pudieran tener vida. Entregando su cuerpo y su sangre sobre el altar del sacrificio, Jesús nos enseña que lo importante está en el don, en la entrega. Ahí nos enseña que la verdadera vida se alcanza cuando, como él, seremos capaces de entregarnos a los demás como dones, como bendiciones para los hermanos que Dios va poniendo en nuestro camino.

Esto que nos puede parecer un poquito difícil de entender se hace muy claro cuando escuchamos el evangelio de este domingo que nos cuenta la multiplicación de los panes y de los peces con los que Jesús dio de comer a una multitud.

Con ese milagro Jesús ayuda a sus discípulos a cambiar de mentalidad y a abrirse a la novedad de Dios que nos sorprende a diario con tantas bendiciones. Ante el mandato de Jesús de dar de comer a la multitud, ellos pretendían resolver una necesidad con sus criterios calculadores; pero Jesús invitándoles a dar ellos mismos de comer hace que entiendan que con la bendición de Dios ellos pueden ser el don de vida para los demás. La novedad está en que no se trata de dar algo que puede satisfacer temporalmente una necesidad, sino de darse ellos mismos como depositarios de una vida que es bendición de Dios.

Esto nos ayuda también a nosotros a entender que participando nosotros en la Eucaristía vivimos ese mismo misterio. Muchas veces vamos con la idea de recibir algo de Dios que nos dé respuestas a nuestras necesidades de vida, de paz, de reconciliación, de seguridad y cuántas más. En realidad lo que recibimos es el don de Dios que nos transforma en bendición para los demás porque celebrando la Eucaristía es el cuerpo y la sangre del Señor que hace de nosotros personas nuevas que se convierten en don para los demás.

En las palabras de Jesús a sus discípulos diciéndoles : “denles ustedes de comer,” el Señor nos recuerda el compromiso que asumimos cuando nos nutrimos de su cuerpo y de su sangre. Porque no es posible que celebremos la Eucaristía e ignoremos la realidad de tantos hermanos que sufren a nuestro alrededor. No podemos recibir el cuerpo y la sangre del Señor y pasar indiferentes ante el dolor del cuerpo de Cristo que padece en tantos hermanos que viven en el margen de nuestra sociedad.

No podemos beber la sangre del Señor cuando vemos que esa misma sangre está siendo derramada en tantas victimas inocentes que son sacrificadas por la violencia y lo absurdo de tantas guerras o la intolerancia de quienes tienen el poder en sus manos.

Con la multiplicación de los panes en el Evangelio Jesús nos invita a entrar en su lógica que mueve a la comunión, a crear solidaridad que se traduzca en fraternidad. Nos invita a romper con un modo de pensar en donde cada uno tiene que aprender a arreglárselas para su propio bien y sus propios intereses.

Celebrando la Eucaristía nos hacemos conscientes de que todos estamos llamados a ser una solo cuerpo, en el cuerpo de Cristo, y que ese cuerpo que se parte para ser compartido, nos obliga a vivir entregándonos a los demás para poder ser uno en Cristo.

Participar a la fracción del cuerpo y de la sangre del Señor, y este fue su último mandamiento, seguramente nos llena de alegría, pero al mismo tiempo se convierte en compromiso que nos lleva a vivir pendientes de las necesidades de los demás.

De esta manera la Eucaristía no será una simple devoción con la que cumplimos semanalmente, sino una experiencia de vida que nos permitirá sentir en nosotros el cuerpo y la sangre del Señor como la bendición más grande que nos permite avanzar en nuestra experiencia de fe y en la alegría de poder ser presencia de Dios en la vida de los demás.

Qué la comunión al cuerpo y a la sangre de Cristo nos guarden para la vida eterna.


Eucaristía, escuela de bendición y de compartir
Papa Francisco

La Palabra de Dios nos ayuda hoy a redescubrir dos verbos sencillos, dos verbos esenciales para la vida de cada día: decir dar.

Decir. En la primera lectura, Melquisedec dice: «Bendito sea Abrán por el Dios altísimo […]; bendito sea el Dios altísimo» (Gn 14,19-20). El decir de Melquisedec es bendecir. Él bendice a Abraham, en quien todas las familias de la tierra serán bendecidas (cf. Gn 12,3; Ga 3,8). Todo comienza desde la bendición: las palabras de bien engendran una historia de bien. Lo mismo sucede en el Evangelio: antes de multiplicar los panes, Jesús los bendice: «tomando él los cinco panes y los dos peces y alzando la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los iba dando a los discípulos» (Lc 9,16). La bendición hace que cinco panes sean alimento para una multitud: hace brotar una cascada de bien.

¿Por qué bendecir hace bien? Porque es la transformación de la palabra en don. Cuando se bendice, no se hace algo para sí mismo, sino para los demás. Bendecir no es decir palabras bonitas, no es usar palabras de circunstancia: no; es decir bien, decir con amor. Así lo hizo Melquisedec, diciendo espontáneamente bien de Abraham, sin que él hubiera dicho ni hecho nada por él. Esto es lo que hizo Jesús, mostrando el significado de la bendición con la distribución gratuita de los panes. Cuántas veces también nosotros hemos sido bendecidos, en la iglesia o en nuestras casas, cuántas veces hemos escuchado palabras que nos han hecho bien, o una señal de la cruz en la frente… Nos hemos convertido en bendecidos el día del Bautismo, y al final de cada misa somos bendecidos. La Eucaristía es una escuela de bendición. Dios dice bien de nosotros, sus hijos amados, y así nos anima a seguir adelante. Y nosotros bendecimos a Dios en nuestras asambleas (cf. Sal 68,27), recuperando el sabor de la alabanza, que libera y sana el corazón. Vamos a Misa con la certeza de ser bendecidos por el Señor, y salimos para bendecir nosotros a su vez, para ser canales de bien en el mundo.

También para nosotros: es importante que los pastores nos acordemos de bendecir al pueblo de Dios. Queridos sacerdotes, no tengáis miedo de bendecir, bendecir al pueblo de Dios. Queridos sacerdotes: Id adelante con la bendición: el Señor desea decir bien de su pueblo, está feliz de que sintamos su afecto por nosotros. Y solo en cuanto bendecidos podremos bendecir a los demás con la misma unción de amor. Es triste ver con qué facilidad hoy se hace lo contrario: se maldice, se desprecia, se insulta. Presos de un excesivo arrebato, no se consigue aguantar y se descarga la ira con cualquiera y por cualquier cosa. A menudo, por desgracia, el que grita más y con más fuerza, el que está más enfadado, parece que tiene razón y recibe la aprobación de los demás. Nosotros, que comemos el Pan que contiene en sí todo deleite, no nos dejemos contagiar por la arrogancia, no dejemos que la amargura nos llene. El pueblo de Dios ama la alabanza, no vive de quejas; está hecho para las bendiciones, no para las lamentaciones. Ante la Eucaristía, ante Jesús convertido en Pan, ante este Pan humilde que contiene todo el bien de la Iglesia, aprendamos a bendecir lo que tenemos, a alabar a Dios, a bendecir y no a maldecir nuestro pasado, a regalar palabras buenas a los demás.

El segundo verbo es dar. El “decir” va seguido del “dar”, como Abraham que, bendecido por Melquisedec, «le dio el diezmo de todo» (Gn 14,20). Como Jesús que, después de recitar la bendición, dio el pan para ser distribuido, revelando así el significado más hermoso: el pan no es solo un producto de consumo, sino también un modo de compartir. En efecto, sorprende que en la narración de la multiplicación de los panes nunca se habla de multiplicar. Por el contrario, los verbos utilizados son “partir, dar, distribuir” (cf. Lc 9,16). En resumen, no se destaca la multiplicación, sino el compartir. Es importante: Jesús no hace magia, no transforma los cinco panes en cinco mil y luego dice: “Ahora, distribuidlos”. No. Jesús reza, bendice esos cinco panes y comienza a partirlos, confiando en el Padre. Y esos cinco panes no se acaban. Esto no es magia, es confianza en Dios y en su providencia.

En el mundo siempre se busca aumentar las ganancias, incrementar la facturación… Sí, pero, ¿cuál es el propósito? ¿Es dar o tener? ¿Compartir o acumular? La “economía” del Evangelio multiplica compartiendo, nutre distribuyendo, no satisface la voracidad de unos pocos, sino que da vida al mundo (cf. Jn 6,33). El verbo de Jesús no es tener, sino dar.

La petición que él hace a los discípulos es perentoria: «Dadles vosotros de comer» (Lc 9,13). Tratemos de imaginar el razonamiento que habrán hecho los discípulos: “¿No tenemos pan para nosotros y debemos pensar en los demás? ¿Por qué deberíamos darles nosotros de comer, si a lo que han venido es a escuchar a nuestro Maestro? Si no han traído comida, que vuelvan a casa, es su problema, o que nos den dinero y lo compraremos”. No son razonamientos equivocados, pero no son los de Jesús, que no escucha otras razones: Dadles vosotros de comer. Lo que tenemos da fruto si lo damos —esto es lo que Jesús quiere decirnos—; y no importa si es poco o mucho. El Señor hace cosas grandes con nuestra pequeñez, como hizo con los cinco panes. No realiza milagros con acciones espectaculares, no tiene la varita mágica, sino que actúa con gestos humildes. La omnipotencia de Dios es humilde, hecha sólo de amor. Y el amor hace obras grandes con lo pequeño. La Eucaristía nos los enseña: allí está Dios encerrado en un pedacito de pan. Sencillo y esencial, Pan partido y compartido, la Eucaristía que recibimos nos transmite la mentalidad de Dios. Y nos lleva a entregarnos a los demás. Es antídoto contra el “lo siento, pero no me concierne”, contra el “no tengo tiempo, no puedo, no es asunto mío”; contra el mirar desde la otra orilla.

En nuestra ciudad, hambrienta de amor y atención, que sufre la degradación y el  abandono, frente a tantas personas ancianas y solas, familias en dificultad, jóvenes que luchan con dificultad para ganarse el pan y alimentar sus sueños, el Señor te dice: “Tú mismo, dales de comer”. Y tú puedes responder: “Tengo poco, no soy capaz para estas cosas”. No es verdad, lo poco que tienes es mucho a los ojos de Jesús si no lo guardas para ti mismo, si lo arriesgas. También tú, arriesga. Y no estás solo: tienes la Eucaristía, el Pan del camino, el Pan de Jesús. También esta tarde nos nutriremos de su Cuerpo entregado. Si lo recibimos con el corazón, este Pan desatará en nosotros la fuerza del amor: nos sentiremos bendecidos y amados, y querremos bendecir y amar, comenzando desde aquí, desde nuestra ciudad, desde las calles que recorreremos esta tarde. El Señor viene a nuestras calles para decir-bien, decir bien de nosotros y para darnos ánimo, darnos ánimo a nosotros. También nos pide que seamos don y bendición.

Domingo, 23 de junio de 2019


HACER MEMORIA DE JESÚS
José A. Pagola

Comieron todos.

Al narrar la última Cena de Jesús con sus discípulos, las primeras generaciones cristianas recordaban el deseo expresado de manera solemne por su Maestro: «Haced esto en memoria mía». Así lo recogen el evangelista Lucas y Pablo, el evangelizador de los gentiles.

Desde su origen, la Cena del Señor ha sido celebrada por los cristianos para hacer memoria de Jesús, actualizar su presencia viva en medio de nosotros y alimentar nuestra fe en él, en su mensaje y en su vida entregada por nosotros hasta la muerte. Recordemos cuatro momentos significativos en la estructura actual de la misa. Los hemos de vivir desde dentro y en comunidad.

La escucha del Evangelio.

Hacemos memoria de Jesús cuando escuchamos en los evangelios el relato de su vida y su mensaje. Los evangelios han sido escritos, precisamente, para guardar el recuerdo de Jesús alimentando así la fe y el seguimiento de sus discípulos.

Del relato evangélico no aprendemos doctrina sino, sobre todo, la manera de ser y de actuar de Jesús, que ha de inspirar y modelar nuestra vida. Por eso, lo hemos de escuchar en actitud de discípulos que quieren aprender a pensar, sentir, amar y vivir como él.

La memoria de la Cena.

Hacemos memoria de la acción salvadora de Jesús escuchando con fe sus palabras: «Esto es mi cuerpo. Vedme en estos trozos de pan entregándome por vosotros hasta la muerte… Este es el cáliz de mi sangre. La he derramado para el perdón de vuestros pecados. Así me recordaréis siempre. Os he amado hasta el extremo».

En este momento confesamos nuestra fe en Jesucristo haciendo una síntesis del misterio de nuestra salvación: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. Ven, Señor Jesús». Nos sentimos salvados por Cristo, nuestro Señor.

La oración de Jesús.

Antes de comulgar, pronunciamos la oración que nos enseñó Jesús. Primero, nos identificamos con los tres grandes deseos que llevaba en su corazón: el respeto absoluto a Dios, la venida de su reino de justicia y el cumplimiento de su voluntad de Padre. Luego, con sus cuatro peticiones al Padre: pan para todos, perdón y misericordia, superación de la tentación y liberación de todo mal.

La comunión con Jesús.

Nos acercamos como pobres, con la mano tendida; tomamos el Pan de la vida; comulgamos haciendo un acto de fe; acogemos en silencio a Jesús en nuestro corazón y en nuestra vida: «Señor, quiero comulgar contigo, seguir tus pasos, vivir animado con tu espíritu y colaborar en tu proyecto de hacer un mundo más humano».

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INVITADOS AL BANQUETE DE LA PALABRA Y EL PAN
Fernando Armellini

Introducción

Jesús no nos ha dejado una estatua suya, una fotografía, una reliquia. Ha querido seguir estando presente entre sus discípulos como alimento. El alimento no se coloca en la mesa para ser contemplado sino consumido. Los cristianos que van a misa, pero no se acercan a la Comunión deben tomar conciencia para participar plenamente en la celebración eucarística.

El alimento se convierte en parte de nosotros mismos. Comiendo el Cuerpo y bebiendo la Sangre de Cristo aceptamos su invitación a identificarnos con Él. Decimos a Dios y a la comunidad que intentamos formar con Cristo un solo Cuerpo, que deseamos asimilar su gesto de Amor y que queremos entregar nuestra vida a los hermanos, como Él ha hecho. Esta elección comprometida no la hacemos solos sino junto con toda la comunidad. La Eucaristía no es un alimento para consumirlo en soledad: es Pan partido y compartido entre hermanos. No es concebible que, por una parte, se realice en medio de la comunidad el gesto que indica unidad, compartir, igualdad, don mutuo y, por otra, se perpetúen los malentendidos, los odios, los celos, la acumulación de bienes, la opresión al interior de esa misma comunidad.

Una comunidad que celebra el rito de “partir el Pan” en estas condiciones indignas come y bebe, como dice Pablo, su propia condenación (1 Cor 11,28-29). Es una comunidad que hace del sacramento una mentira. Es como una joven que, sonriendo, acepta del novio el anillo, símbolo de la unión de un amor indisoluble y, al mismo tiempo, lo traiciona con otros amantes.

Evangelio

Hay muchos modos de explicar qué es la Eucaristía. Pablo selecciona uno: narra, como hemos visto, su institución durante la Última Cena. Lucas elige otro: toma un episodio de la vida de Jesús, el de la multiplicación de los panes, y lo relee desde una óptica eucarística. Es decir, lo utiliza para hacer comprender a los cristianos de sus comunidades qué significado tiene el gesto de partir el pan que ellos repiten regularmente, todas las semanas, en el día del Señor.

Si el pasaje del evangelio de hoy se lee como crónica detallada de un hecho, nos encontraremos con una serie de dificultades: no se comprende, en primer lugar, qué hacen cinco mil hombres en un lugar desierto (v. 12), ni sabemos de dónde pudo venir tanta gente (v. 14). Es asimismo extraño que también los peces sean despedazados (v. 16) o de dónde salieron las doce cestas para las sobras… ¿Las trajo vacías la gente? La comida, por otra parte, ha tenido lugar al caer de la tarde (v. 12) y uno se pregunta cómo se las arreglarían los Doce, en la oscuridad, para poner orden entre tanta gente y repartirles después los panes y los peces.

Evidentemente no estamos ante un reportaje y carece, por tanto, de sentido preguntarse cómo sucedieron exactamente los hechos porque es difícil establecerlo. El evangelista ha desarrollado una reflexión teológica tendiendo como trasfondo un acontecimiento de la vida de Jesús. A nosotros, más que saber lo que pasó, nos interesa captar el mensaje que quiere transmitirnos.

La primera clave de lectura que proponemos es el Antiguo Testamento. Los cristianos de las comunidades de Lucas estaban habituados al lenguaje bíblico y captaban inmediatamente las alusiones, que se nos escapan a nosotros, a hechos, textos, expresiones, personajes del Antiguo Testamento. El relato de la distribución de los panes evocaba en ellos:

El relato del maná, el alimento dado milagrosamente por Dios a su pueblo en el desierto (cf. Éx 16; Núm 11). También el Pan dado por Jesús viene del cielo.

La profecía hecha a Moisés: “El Señor tu Dios te suscitará un profeta como yo, lo hará surgir entre ustedes, de entre sus hermanos; y es a Él a quien escucharán (Deut 18,15). Jesús, que repite uno de los signos realizados por Moisés, es ese profeta esperado.

Las palabras de Isaías: “¿Por qué gastan el dinero en lo que no alimenta y el salario en lo que no deja satisfecho? Escúchenme atentos y comerán bien, se deleitarán con platos substanciosos. Busquen al Señor mientras se deje encontrar; llámenlo mientras está cerca” (Is 55,1-2.6).

La multiplicación de los panes realizada por Eliseo (cf. 2 Re 4,42-44). El milagro realizado por Jesús parece ser una fotocopia a gran escala del milagro de Eliseo.

Estas alusiones al Antiguo Testamento las subraya Lucas por su referencia a la celebración de la Eucaristía tal como se realizaba en sus comunidades. Comencemos por el primer versículo (v. 11) que, desafortunadamente, no viene completo en nuestro Leccionario. Retomemos la parte que falta: “Jesús los recibió (a la multitud) y les hablaba…”. Solo Lucas dice que, cuando la multitud llegó a Betsaida, “Jesús los recibió y les hablaba del reino de Dios”. Se ha retirado aparte con sus discípulos, buscando quizás un momento de quietud; pero la gente, necesitada de su palabra y de su ayuda, lo sigue hasta donde estaba y Él los recibe, les anuncia la Buena Noticia del reino de Dios y cura a los enfermos. Recibir significa prestar atención, dejarse envolver por las carencias de los demás, mostrar interés por sus necesidades materiales y espirituales.

En este primer versículo, la referencia a la celebración eucarística es evidente: la liturgia del día del Señor comienza siempre con el gesto del celebrante que recibe a la comunidad, le da la bienvenida, le desea paz y le anuncia el reino de Dios. Como Jesús, también el celebrante recibe a todos. Bienvenidos son los buenos y bienvenidos son los pecadores, los enfermos, los débiles, los excluidos, quienes buscan una palabra de esperanza y de perdón; a nadie se le cierra la puerta.

También Pablo, al concluir el capítulo sobre la Eucaristía del que se ha sacado el pasaje de la segunda lectura de hoy, recomienda esta bienvenida a los cristianos de Corinto: “Así, hermanos míos, cuando se reúnan para la cena, espérense unos a otros” (1 Cor 11,33). En el v.12 se indica la hora en la que Jesús distribuye su pan: caía la tarde.

‘Caía la tarde’ es una indicación preciosa y conmovedora al mismo tiempo. La encontramos también en el relato de los discípulos de Emaús: “Quédate con nosotros, dicen los discípulos al compañero de viaje, que se hace tarde y el día se acaba” (cf. Lc 24,29). Este detalle nos informa sobre la hora en que, el sábado por la tarde, se celebraba la Santa Cena en las comunidades de Lucas.

El lugar desierto (v. 12) tiene también un significado teológico: recuerda el camino del pueblo de Israel que, habiendo dejado la tierra de la esclavitud, se ha puesto en marcha hacia la tierra prometida siendo alimentado con el maná durante su travesía del desierto. La comunidad que celebra la Eucaristía está compuesta de caminantes que están realizando un éxodo. Han tenido el coraje de abandonar casas, ciudades, amigos, el estilo de vida que llevaban antes y están de camino para escuchar al Maestro y ser sanados por Él. Como Israel, se han adentrado en el desierto rumbo a la libertad. Otros, que también oyeron la voz del Señor, prefirieron quedarse donde estaban, no quisieron correr riesgos. Se privaron, desafortunadamente, del alimento que Jesús da a quien lo sigue.

Jesús ordena a los Doce dar de comer a la muchedumbre (vv. 12-14). La primera reacción de los Doce es de estupor, sorpresa, sensación de haber sido llamados para una tarea inmensa, absurda, imposible. Sugieren una propuesta que contradice el gesto de bienvenida con que Jesús ha recibido a la muchedumbre; los discípulos, en cambio, quieren deshacerse de la gente, enviarla a casa, alejarla, dispersarla…y que cada uno se las arregle como pueda.

No se dan cuenta del don que Jesús va a poner en sus manos: el Pan de la Palabra y el Pan de la Eucaristía. No comprenden que su bendición multiplicará al infinito este alimento que sacia todo hambre: el hambre de felicidad, de amor, de justicia, de paz, de descubrir el sentido de la vida, el ansia de un mundo nuevo. Se trata de carencias tan vitales e irrefrenables que, a veces, empujan a llenarse del alimento que no sacia, que incluso puede acentuar el hambre o provocar náusea. Por eso el Maestro insiste: el mundo está esperando alimento de ustedes: denles ustedes de comer.

Su Palabra es un pan que se multiplica milagrosamente: quien recibe el Evangelio alimentando con él la propia vida, quien asimila la Persona de Cristo comiendo Pan eucarístico, siente a su vez la necesidad de hacer participar a los demás del propio descubrimiento y de la propia alegría y de comenzar a distribuir, también ellos, el pan que ha saciado su hambre. Se inicia así un proceso imparable de compartir… y las doce cestas estarán siempre llenas y preparadas para recomenzar la distribución. Mientras más aumenten aquellos que se alimentan del Pan de la Palabra de Dios y de la Eucaristía, más se multiplica el pan distribuido a los hambrientos.

El v. 14 indica un detalle curioso: Jesús no quiere que su alimento sea consumido en solitario, cada uno por cuenta propia, como se hace en un auto-servicio. Tampoco hay que favorecer los grupos demasiado grandes porque las personas no se conocen entre sí, no pueden establecer relaciones de amistad, de ayuda mutua, de hermandad.

En tiempos de Lucas el número ideal de miembros de una comunidad era probablemente alrededor de cincuenta. Recordemos que, en los primeros siglos, la Eucaristía no se celebraba en iglesias (no se podían construir iglesias porque el cristianismo no estaba aún reconocido por el Imperio romano) sino en alguna sala grande (cf. Hech 2,46) de casas particulares, por lo que el número de participantes era necesariamente limitado. Podría ser que una de las razones de la pereza, frialdad, falta de iniciativa de algunas de nuestras comunidades cristianas de hoy sea precisamente el número elevado de participantes.

En el Nuevo Testamento solo Lucas usa, hasta cinco veces, el verbo griego kataklinein, “reclinarse a la mesa’” (v. 15). Señalaba la posición de los hombres libres cuando participaban de un banquete solemne. Los israelitas se reclinaban así alrededor de los alimentos de la cena pascual. Resulta impropio emplear este verbo en una situación como la descrita en el evangelio de hoy, es decir, referido a gente que se encuentra en el desierto, al aire libre y que habitualmente se sienta con las piernas cruzadas. Si Lucas emplea esta expresión, lo hace por un motivo teológico: para aludir a otra comida, a la de la comunidad cristiana sentada alrededor de la mesa eucarística conformada por personas libres.

La fórmula con que se describe la multiplicación de los panes nos es conocida: “Tomó los panes (y los pescados) alzó la vista al cielo, los bendijo, los partió y se los fue dando… (v. 16). Son estos también los gestos realizados por el sacerdote en la celebración de la Eucaristía (cf. Lc 22,19). Parece como si Lucas estuviera profanando un poco las palabras del acto sacramental, confundiendo las cosas de la tierra con las del cielo, las necesidades materiales con las del espíritu. ¿No es peligrosa para la fe esta ‘mezcolanza’ de materia y espíritu? Peligroso es justamente lo contrario: desligar la Eucaristía de la vida de los hombres, elevarla a las nubes. Son una mentira las Eucaristías que no celebran también el empeño concreto de toda una comunidad para que se multiplique el pan material, de modo que todos puedan comer y que aun sobre. La comunión de bienes está representada en la Eucaristía por el Ofertorio. Es éste el momento en que cada miembro de la comunidad presenta su oferta generosa para que sea distribuida entre los necesitados.

Nos preguntamos frecuentemente: ¿Qué ocurrió con los peces? Pues toda la atención parece concentrada en los panes. De hecho, también los peces son, extrañamente, ‘troceados’ y distribuidos juntamente con el pan (v. 16). En las comunidades del tiempo de Lucas el pez se había convertido en símbolo de Cristo. Las letras que componen la palabra griega ichthys (pez) se habían convertido en el acróstico «Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Salvador». El pez es Jesús mismo convertido en alimento en la Eucaristía.

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“Hambre de Dios: ¡Sí! – Hambre de pan: ¡No!”
Romeo Ballan, mccj

El misterio de Dios, en sus diferentes manifestaciones (Trinidad, Encarnación, Pascua, Eucaristía…), se nos da como don para contemplarlo, amarlo, vivirlo, anunciarlo. La Iglesia acoge tales dones, como lo subraya muy bien San Pablo con respecto a la Eucaristía (II lectura): él transmite a la comunidad de Corinto la “tradición que procede del Señor” sobre el sacramento del pan y del vino, instituido por el Señor Jesús “en la noche en que iban a entregarlo” (v. 23). La Eucaristía es oblación total de Cristo por la vida del mundo; es mensaje para proclamarlo a todos “hasta que Él vuelva” (v. 26); es presencia real de Cristo bajo el signo del pan y del vino, prefigurado en la ofrenda de Melquisedec (I lectura).

La Iglesia vive de la Eucaristía”. La Eucaristía hace la Iglesia y la Iglesia celebra la Eucaristía. Ya desde el día de Pentecostés, el Sacramento eucarístico marca los días de la Iglesia, “llenándolos de confiada esperanza”, afirma Juan Pablo II en la encíclica Ecclesia de Eucharistia (n. 1). La muchedumbre seguía a Jesús en el desierto (Evangelio); así hoy la gente tiene una necesidad insoslayable de satisfacer el hambre de pan que alimenta el cuerpo, e igualmente el hambre de la Palabra de Dios y del Pan eucarístico. En el proyecto de Dios no cabe separar un hambre de la otra: cada persona tiene necesidad y derecho a satisfacer ambas. De esta doble necesidad nace el imperativo de la misión global, entendida como servicio al hombre y como anuncio del Evangelio.

La Eucaristía es el don divino para que toda la familia humana tenga vida en abundancia; es el don nuevo y definitivo que Cristo confía a la Iglesia peregrina y misionera en el desierto del mundo. La Eucaristía estimula a vivir la comunión fraterna, el encuentro ecuménico, la actividad misionera con ardor generoso y creativo “para que una sola fe ilumine y una sola caridad reúna a la humanidad difusa en toda la tierra” (Prefacio). La persona y la comunidad que hacen la experiencia de Cristo en la Eucaristía se sienten motivadas a compartir con otros el don recibido: la misión nace de la Eucaristía y reconduce a ella. (A este respecto cabe recordar la ponencia del entonces arzobispo de Manila, el Card. Jaime L. Sin, en el Congreso Eucarístico Internacional de Sevilla -junio de 1993- sobre el tema: “La Eucaristía: convocatoria y estímulo, llamada y desafío a la evangelización. La Eucaristía como evento misionero”).

Recuerdo con emoción el encuentro de Juan Pablo II con un millón de pobres en Villa El Salvador, en la periferia de Lima (Perú) en la mañana del 5 de febrero de 1985. Durante su homilía sobre el Evangelio de la multiplicación de los panes, el Papa subrayócon fuerza las palabras de Jesús: “Denles ustedes de comer” (v. 13). Jesús no resuelve Él solo este milagro; lo abre a la corresponsabilidad de los discípulosAl final del encuentro, el Papa ofreció, improvisando, una síntesis del mensaje cristiano y de la misión de la Iglesia: “Hambre de Dios: ¡Sí! – Hambre de pan: ¡No! El deseo, el hambre y la sed de Dios han de ocupar siempre el primer lugar y es preciso cultivarlos. Pero en el nombre de este mismo Dios, se debe desterrar el hambre que mata a las personas. Lo mismo vale para cualquier otra hambre: de instrucción, salud, familia, trabajo, perdón, reconciliación, amor, incluido el amor conyugal. Este es el proyecto cristiano para la transformación del mundo. ¡Un verdadero proyecto ‘revolucionario!’ Este programa adquiere nuevo vigor si lo contemplamos delante del Corazón de Cristo, cuya fiesta celebraremos el próximo viernes.

Los 12 canastos que sobraron no dicen solo que todosse han saciado. Decir ‘12’ significa decir todos los pueblos. Significa pensaren un mundo donde a nadiele falta pan o dignidad. Pero los 12 canastossobradosindican también una mirada al futuro. Hablan del sentido de un proyecto sobre el mundo. No un mundo amerced de las emergencias, sino un mundo que prepara el futuro, prevé y crea las condiciones para que no haya disparidad, desigualdades, injusticias programadas” (R. Vinco).

Nuestra aldea global debe tenerun banquete global, en el que todos los pueblos tienen igual derecho a participar; una mesa de la cual nadie debe estar excluido o discriminado. Desde siempre, este es el proyecto del Padre común de toda la familia humana (cfr. Is 25,6-9). Es este el sueño que Él confía a la comunidad de los creyentes, los cuales tienen el ‘deber-derecho’ a celebrar la Eucaristía, haciendo memoria de la muerte y resurrección de Cristo. Este es el banquete al que están invitados todos los pueblos, animados por el único Espíritu.

Todos los miembros de la familia humana tienen derecho a comer hasta la saciedad, con dignidad, en fraternidad. Emblemáticamente, Jesús mandó que la gente “se sentarapor grupos” (v. 14-15). Porque solo los esclavos están condenados a comer de pie y de prisa. Hacer que se sienten, en cambio, significa tratar a todos como personas; como hijos en la casa, con la dignidad de gente libre. El acto de comer adquiere así su pleno valor como acto humano y humanizante, porque sentarse y comer en grupo es signo de comunión.