Category Comentarios dominicales

I Domingo de Adviento. Año C

Año C – Adviento – 1er domingo
Lucas 21,25-28.34-36: “Vigilad en todo momento orando”
El milagro de la esperanza

Con el primer domingo de Adviento comienza el año litúrgico “C”, durante el cual tendremos como guía al evangelista Lucas. A lo largo de unos doce meses, reviviremos los misterios de la vida del Señor. Mientras el año civil está marcado por ritmos y eventos específicos, el del cristiano está señalado por los misterios de la vida de Cristo, que dan profundidad y sentido a su historia. Mientras que el año civil tiene una dirección predomi­nantemente circular, caracterizada por la repetición, el del cristiano adopta una forma espiral: no se repite, sino que invita a un progreso continuo. Un nuevo año nos trae la gracia de los comienzos y la posibilidad de retomar la vida con un renovado entusiasmo.

Cada ciclo litúrgico comienza con el tiempo de Adviento. Adviento, del latín Adventus, significa “venida”, la venida de Cristo. Pero, ¿de qué venida se trata? Espontáneamente pensamos en la de la Navidad, pues nos preparamos para celebrar la memoria del nacimiento de Jesús. Sin embargo, el nuevo año litúrgico se conecta con el punto final del anterior: el anuncio del regreso del Señor como Rey del universo, Juez de la humanidad y Omega de la historia. Por eso, en el evangelio de hoy, escuchamos la conclusión del discurso escatológico de Jesús según el Evangelio de Lucas: “Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube con gran poder y gloria”. Este mismo pasaje se proclamó en el Evangelio de Marcos hace dos domingos, y hoy se presenta en la versión lucana.

El Adviento evoca, ante todo, la actitud del cristiano orientado hacia el futuro. ¡Dios viene del futuro! Un futuro que no debemos temer, sino desear, porque no representa el final, sino el fin último, el cumplimiento de nuestra vida y la realización de las promesas divinas: “Cuando comiencen a suceder estas cosas, levantaos y alzad la cabeza, porque vuestra liberación está cerca”. En este primer domingo de Adviento sigue resonando la última invocación de la Iglesia, que espera a su Esposo: “Marana tha! Ven, Señor” (Apocalipsis 22,20).

El Adviento se estructura en cuatro domingos que nos conducen a la Navidad. Es el segundo de los llamados “tiempos fuertes”, en paralelo con la Cuaresma, que prepara la Pascua. Los cuatro domingos del Adviento evocan simbólicamente los 40 días de la Cuaresma. Sin embargo, entre Adviento y Cuaresma existe una gran diferencia: mientras en el tiempo cuaresmal predomina una dimensión penitencial, en el Adviento domina la alegre espera.

El cristiano vive en el “mientras tanto”, entre dos venidas: la de Cristo en la carne y su regreso en la gloria. Sin embargo, en este “mientras tanto” hay también una tercera venida, que se manifiesta en el presente. Como afirma San Bernardo en un célebre sermón sobre el Adviento: “Conocemos una triple venida del Señor. Una venida oculta se sitúa entre las otras dos que son manifiestas. (…) Oculta es, sin embargo, la venida intermedia, en la que solo los elegidos lo ven dentro de sí mismos y sus almas son salvadas por ella. En la primera venida, pues, vino en la debilidad de la carne; en esta intermedia viene en el poder del Espíritu; en la última, vendrá en la majestad de la gloria. Por lo tanto, esta venida intermedia es, por así decirlo, un camino que une la primera con la última”.

Puntos de reflexión

“¡Estad alerta!”: la trompeta del Adviento
“Cuidaos a vosotros mismos, para que vuestros corazones no se carguen con glotonerías, embriagueces y preocupaciones de la vida, y aquel día no os sorprenda de repente”. ¡Cuán fuerte y actual es esta advertencia de Jesús! Es como una trompeta que busca despertar nuestras conciencias, a menudo dormidas, si no anestesiadas. ¿Cuántos de nosotros somos realmente conscientes de que esta es la situación en la que vivimos, perseguida deliberadamente por poderes –no tan ocultos– que manipulan el destino del mundo? Quieren mantenernos dormidos, incapaces de mirar hacia la dirección que llevamos e indiferentes a la injusticia rampante. Hoy, quien está despierto y libre a menudo es considerado una “amenaza”. Pues bien, la Palabra de Dios, en este tiempo de Adviento, es la trompeta que quiere despertarnos antes de que sea demasiado tarde.

“¡Vigilad en todo momento orando!”: la alarma del Adviento
Mantenerse despierto no es fácil. Es fácil dejarse atrapar por el sueño o deslizarse en la somnolencia. Para permanecer vigilantes, Jesús nos recomienda orar en todo momento. La oración nos despierta y afina nuestros sentidos, haciéndonos listos para captar la venida del Señor, que nos visita de maneras siempre nuevas y a menudo inesperadas. El Adviento nos invita a reprogramar la “alarma” de la oración. Esto no significa necesariamente aumentar el tiempo dedicado a orar, sino aprender a “vivir en oración”. ¿Cómo hacerlo? Un modo muy simple es repetir con frecuencia la invocación “Marana tha” – ¡Ven, Señor! – hasta que estas palabras resuenen constantemente dentro de nuestro corazón.

El Adviento y el milagro de la esperanza
La oración del Adviento alimenta especialmente la esperanza. Esperar, en la situación en la que hoy estamos inmersos, es un verdadero milagro. Solo la oración puede obtener esta gracia. De hecho, ¿cómo es posible esperar ante un mundo que a menudo parece como el valle lleno de huesos secos descrito por Ezequiel? (Ez 37). Aquella que era la imagen del pueblo de Dios de entonces, podría ser hoy nuestra realidad. “He aquí que ellos dicen: ‘Nuestros huesos están secos, nuestra esperanza se ha desvanecido, estamos perdidos.’” Dios pregunta al profeta: “¿Pueden revivir estos huesos?” Sí, es posible. “Profetiza sobre estos huesos y diles: ‘Huesos secos, escuchad la palabra del Señor.’”

El profeta es Cristo que viene, pero también lo es cada cristiano por vocación. Esta es la gracia a pedir en Adviento: despertar y difundir la esperanza.

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


Erguidos, sobrios y vigilantes

Un comentario a Lc 21, 25-28.34-36

Iniciamos el nuevo año litúrgico (I domingo de adviento), cuyas lecturas parecen enlazarse directamente con las lecturas de la última semana del año anterior. La primera parte del texto de Lucas que leemos hoy (versos 25 a 28) habla con lenguaje apocalíptico del “final de la historia” y de un tiempo en el que parece que “todo se derrumba”. “La angustia –dice Lucas- se apoderará de los pueblos, asustados por el estruendo del mar y de sus olas”.

No hay que olvidar que en la Biblia frecuentemente el mar es el lugar de una violencia incontrolada y una maldad que a veces parece amenazar a la humanidad, como en el caso del Diluvio o del Mar  Rojo que impedía la liberación el pueblo elegido. El mar es imagen de un tiempo de desazón, desorden y confusión que produce temor e inquietud.

En los museos capitolinos de Roma hay una sala dedicada a la “era de la angustia”, en referencia a los siglos de transición de la cultura romana antigua a la era de la cristiandad. Era un tiempo en el que un mundo viejo desaparecía y el nuevo no acababa de afirmarse. Algo así vivieron las primeras comunidades cristianas en el siglo Primero, con la destrucción del Templo, de Jerusalén y del Sistema judío al que pertenecían.

Hoy no usamos ese lenguaje, pero sí hablamos de una época de crisis, en la que parece que ya no vivimos los valores de la Tradición, en la que abunda la confusión y una cierta violencia que nos hace perder la confianza en nosotros mismos y en Dios.

Ante tal situación, la conclusión del evangelista es: cuando suceda todo esto, no se asusten, levántense, alcen la cabeza, manténganse vigilantes y orantes. Quien está con Dios no tiene por qué temer ante las convulsiones dela historia. Como dice San Pablo, ¿quién nos separará del amor de Dios?

Vivir el adviento es renovar esta actitud de esperanza y de orante vigilancia. No se trata de ponernos nerviosos ante los males de nuestro tiempo, sino de mantenernos erguidos, sobrios y vigilantes para ver las nuevas oportunidades que se nos ofrecen.

¡Buen Adviento! ¡Buena preparación de la Navidad!
P. Antonio Villarino, MCCJ


Adviento
tiempo de esperanza y de Misión

Jeremías  33,14-16; Salmo  24; 1Tesalonicenses  3,12-4,2; Lucas  21,25-28.34-36

Reflexiones
Comenzamos hoy el tiempo de Adviento, que significa llegada, espera, encuentro. La buena noticia de Jesús viene a iluminar tres situaciones de la existencia humana y cristiana: la realidad en la cual vivimos, la respuesta de la fe, el camino del cristiano. El Adviento litúrgico nos ayuda a iluminar y vivir el adviento existencial de las esperas personales, entre  los gozos y ansiedades diarias, en las relaciones interpersonales.

1. El evangelista Lucas  -que será nuestro compañero de viaje en el nuevo ciclo litúrgico-  presenta con tono fuerte (Evangelio) la situación real de la humanidad “oprimida por muchos males” (oración colecta): habla de angustia, estruendo, muerte, terror, ansiedad, sacudidas… (v. 25-26). Estos males no se refieren directamente al fin del mundo, sino a la situación actual de la humanidad, con todas sus cargas negativas (múltiples atentados, homicidios, corrupciones, violencias de todo tipo… que siembran muertes, miedos, angustias). La raíz de estos males es el pecado, que contamina todas las relaciones humanas: las relaciones con Dios, consigo mismo, con los demás, con el cosmos. Sumergidos en varias formas de negatividad, algunos dicen que no creen en nada y, sin embargo, luego tienen miedo de todo. El Adviento nos invita a la esperanza: en el derrumbe de los astros podemos leer la caída de  los sistemas humanos de poder, de opresión económica, ideologías, sistemas cerrados que impiden libertad, encuentro, alteridad.

2. La humanidad, sumergida en el mal y en el pecado, es incapaz de salvarse por sí sola. Necesita un Salvador que venga de afuera: Jesús, Hijo de Dios e Hijo del hombre, es el Salvador que viene. Tiene el poder de Dios para debelar cualquier mal del mundo (v. 27). En efecto, no existe ningún mal, caos o situación negativa que sean más fuertes que Él. Esta es la buena noticia: la liberación del mal es posible, está cerca. Basta con mirar hacia Cristo con confianza: “Cobren ánimo y levanten la cabeza” (v. 28). El Señor que viene tiene la lozanía del brote que despunta (I lectura), de la vida que se renueva, de un mundo nuevo. La venida del Señor es siempre buena noticia; Él tiene solamente “palabras buenas” (v. 14) para nuestra existencia: compromisos diarios, afectos, relaciones interpersonales.

3. Este sueño de Dios es posible con una condición: hay que hacer un camino en la vigilancia y en la oración, para que el corazón no se haga pesado por el libertinaje y por las preocupaciones de la vida (v. 34.36); para vivir agradando a Dios (II lectura); para “progresar y sobreabundar en el amor de unos con otros y en el amor para con todos” (v. 12). Los textos litúrgicos de hoy contienen una persistente invitación a la vigilancia, a la oración y a la esperanza, que son actitudes características del tiempo de Adviento. La espera del Señor que salva no acabará en una desilusión, quedará satisfecha. “La vida de cada uno es una espera. El presente no basta para nadie. En un primer momento parece que nos falte algo. Más tarde nos damos cuenta de que nos falta Alguien: y lo esperamos” (don Primo Mazzolari). Su venida  -la de cada día y, en especial, la de Navidad-  es siempre una sorpresa grata, cierta, gozosa.

La liturgia nos invita a vivir la espera del Señor Jesús, haciéndonos revivir eficazmente su primera venida en la Navidad. Esta es, en realidad, la fuerza especial de los sacramentos de la Iglesia, que hacen presentes hoy los misterios cristianos que tuvieron lugar en el pasado. De este modo, la historia se recupera plenamente y se convierte en historia de salvación en el hoy de cada cristiano. Para ello es necesario que la espera se convierta en atención al Señor que viene, es decir, preparación paciente de un corazón disponible y purificado, sensible a las necesidades de los demás, pronto a compartir con otros la propia experiencia de Jesús Salvador.

Nosotros los cristianos, que ya creemos en Cristo, sabemos quién es el Salvador que viene, mientras que los no cristianos  –que son todavía la mayor parte de la humanidad (dos terceras partes)–  esperan aún el primer anuncio de Cristo Salvador. Por esta razón, el Adviento es un tiempo litúrgico muy propicio para fortalecer en los cristianos la gratitud a Dios por el don de  la fe y acrecentar en ellos la conciencia de la responsabilidad misionera. Ya el Papa Pío XII exhortaba a la oración y al compromiso misionero, de manera especial durante el Adviento, que es el tiempo de la espera de la humanidad.

P. Romeo Ballan, mccj


Indignación y esperanza
Lucas 21, 25-28.34-36

Una convicción indestructible sostiene desde sus inicios la fe de los seguidores de Jesús: alentada por Dios, la historia humana se encamina hacia su liberación definitiva. Las contradicciones insoportables del ser humano y los horrores que se cometen en todas las épocas no han de destruir nuestra esperanza.

Este mundo que nos sostiene no es definitivo. Un día la creación entera dará «signos» de que ha llegado a su final para dar paso a una vida nueva y liberada que ninguno de nosotros puede imaginar ni comprender.

Los evangelios recogen el recuerdo de una reflexión de Jesús sobre este final de los tiempos. Paradójicamente, su atención no se concentra en los «acontecimientos cósmicos» que se puedan producir en aquel momento. Su principal objetivo es proponer a sus seguidores un estilo de vivir con lucidez ante ese horizonte.

El final de la historia no es el caos, la destrucción de la vida, la muerte total. Lentamente, en medio de luces y tinieblas, escuchando las llamadas de nuestro corazón o desoyendo lo mejor que hay en nosotros, vamos caminando hacia el misterio último de la realidad que los creyentes llamamos «Dios».

No hemos de vivir atrapados por el miedo o la ansiedad. El «último día» no es un día de ira y de venganza, sino de liberación. Lucas resume el pensamiento de Jesús con estas palabras admirables: «Levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación». Solo entonces conoceremos de verdad cómo ama Dios al mundo.

Hemos de reavivar nuestra confianza, levantar el ánimo y despertar la esperanza. Un día los poderes financieros se hundirán. La insensatez de los poderosos se acabará. Las víctimas de tantas guerras, crímenes y genocidios conocerán la vida. Nuestros esfuerzos por un mundo más humano no se perderán para siempre.

Jesús se esfuerza por sacudir las conciencias de sus seguidores. «Tened cuidado: que no se os embote la mente». No viváis como imbéciles. No os dejéis arrastrar por la frivolidad y los excesos. Mantened viva la indignación. «Estad siempre despiertos». No os relajéis. Vivid con lucidez y responsabilidad. No os canséis. Mantened siempre la tensión.

¿Cómo estamos viviendo estos tiempos difíciles para casi todos, angustiosos para muchos, y crueles para quienes se hunden en la impotencia? ¿Estamos despiertos? ¿Vivimos dormidos? Desde las comunidades cristianas hemos de alentar la indignación y la esperanza. Y solo hay un camino: estar junto a los que se están quedando sin nada, hundidos en la desesperanza, la rabia y la humillación.

José Antonio Pagola

Mensaje del papa Francisco para la Jornada Mundial de los Pobres: 17 de noviembre de 2024

«La esperanza cristiana abraza también la certeza de que nuestra oración llega a la presencia de Dios; pero no cualquier oración: ¡la oración de los pobres!». Lo dice el papa Francisco en su mensaje para la octava Jornada Mundial de los Pobres, que se celebra el domingo 17 de noviembre. Su título «La oración del pobre sube hasta Dios (cf. Sirácida 21,5)» está relacionado con este año dedicado a la oración en vista del Jubileo de 2025.

Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario
17 de noviembre de 2024

La oración del pobre sube hasta Dios (cf. Sirácida 21,5)

Queridos hermanos y hermanas:
1. La oración del pobre sube hasta Dios (cf. Si 21,5). En el año dedicado a la oración, con vistas al Jubileo Ordinario 2025, esta expresión de la sabiduría bíblica es muy apropiada para prepararnos a la VIII Jornada Mundial de los Pobres, que se celebrará el próximo 17 de noviembre. La esperanza cristiana abraza también la certeza de que nuestra oración llega hasta la presencia de Dios; pero no cualquier oración: ¡la oración del pobre! Reflexionemos sobre esta Palabra y “leámosla” en los rostros y en las historias de los pobres que encontramos en nuestras jornadas, de modo que la oración sea camino para entrar en comunión con ellos y compartir su sufrimiento.

2. El libro del Eclesiástico, al que nos referimos, no es muy conocido, y merece ser descubierto por la riqueza de temas que afronta sobre todo cuando se refiere a la relación del hombre con Dios y con el mundo. Su autor, Ben Sirá, es un maestro, un escriba de Jerusalén, que escribe probablemente en el siglo II a. C. Es un hombre sabio, arraigado en la tradición de Israel, que enseña sobre varios ámbitos de la vida humana: del trabajo a la familia, de la vida en sociedad a la educación de los jóvenes; presta atención a los temas relacionados con la fe en Dios y con la observancia de la Ley. Afronta los problemas arduos de la libertad, del mal y de la justicia divina, que también hoy son de gran actualidad para nosotros. Ben Sirá, inspirado por el Espíritu Santo, quiere transmitir a todos el camino a seguir para una vida sabia y digna de ser vivida ante Dios y ante los hermanos.

3. Uno de los temas a los que este autor sagrado dedica mayor espacio es la oración. Lo hace con mucho ímpetu, porque da voz a su propia experiencia personal. En efecto, ningún escrito sobre la oración podría ser eficaz y fecundo si no partiera de quien cada día está en la presencia de Dios y escucha su Palabra. Ben Sirá declara haber buscado la sabiduría desde la juventud: «En mi juventud, antes de andar por el mundo, busqué abiertamente la sabiduría en la oración» (Si 51,13).

4. En su recorrido, descubre una de las realidades fundamentales de la revelación, es decir, el hecho de que los pobres tienen un lugar privilegiado en el corazón de Dios, de tal manera que, ante su sufrimiento, Dios está “impaciente” hasta no haberles hecho justicia, «hasta extirpar la multitud de los prepotentes y quebrar el cetro de los injustos; hasta retribuir a cada hombre según sus acciones, remunerando las obras de los hombres según sus intenciones» (Si 35,21-22). Dios conoce los sufrimientos de sus hijos porque es un Padre atento y solícito hacia todos. Como Padre, cuida de los que más lo necesitan: los pobres, los marginados, los que sufren, los olvidados. Pero nadie está excluido de su corazón, ya que, ante Él, todos somos pobres y necesitados. Todos somos mendigos, porque sin Dios no seríamos nada. Tampoco tendríamos vida si Dios no nos la hubiera dado. Y, sin embargo, ¡cuántas veces vivimos como si fuéramos los dueños de la vida o como si tuviéramos que conquistarla! La mentalidad mundana exige convertirse en alguien, tener prestigio a pesar de todo y de todos, rompiendo reglas sociales con tal de llegar a ganar riqueza. ¡Qué triste ilusión! La felicidad no se adquiere pisoteando el derecho y la dignidad de los demás.

La violencia provocada por las guerras muestra con evidencia cuánta arrogancia mueve a quienes se consideran poderosos ante los hombres, mientras son miserables a los ojos de Dios. ¡Cuántos nuevos pobres producen esta mala política hecha con las armas, cuántas víctimas inocentes! Pero no podemos retroceder. Los discípulos del Señor saben que cada uno de estos “pequeños” lleva impreso el rostro del Hijo de Dios, y a cada uno debe llegarles nuestra solidaridad y el signo de la caridad cristiana. «Cada cristiano y cada comunidad están llamados a ser instrumentos de Dios para la liberación y promoción de los pobres, de manera que puedan integrarse plenamente en la sociedad; esto supone que seamos dóciles y atentos para escuchar el clamor del pobre y socorrerlo» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 187).

5. En este año dedicado a la oración, necesitamos hacer nuestra la oración de los pobres y rezar con ellos. Es un desafío que debemos acoger y una acción pastoral que necesita ser alimentada. De hecho, «la peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual. La inmensa mayoría de los pobres tiene una especial apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su Palabra, la celebración de los Sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y de maduración en la fe. La opción preferencial por los pobres debe traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y prioritaria» (ibíd., 200).

Todo esto requiere un corazón humilde, que tenga la valentía de convertirse en mendigo. Un corazón dispuesto a reconocerse pobre y necesitado. En efecto, existe una correspondencia entre pobreza, humildad y confianza. El verdadero pobre es el humilde, como afirmaba el santo obispo Agustín: «El pobre no tiene de qué enorgullecerse; el rico tiene contra qué luchar. Escúchame, pues: sé verdadero pobre, sé piadoso, sé humilde» (Sermón 14,3.4). El humilde no tiene nada de que presumir y nada pretende, sabe que no puede contar consigo mismo, pero cree firmemente que puede apelarse al amor misericordioso de Dios, ante el cual está como el hijo pródigo que vuelve a casa arrepentido para recibir el abrazo del padre (cf. Lc 15,11-24). El pobre, no teniendo nada en que apoyarse, recibe fuerza de Dios y en Él pone toda su confianza. De hecho, la humildad genera la confianza de que Dios nunca nos abandonará ni nos dejará sin respuesta.

6. A los pobres que habitan en nuestras ciudades y forman parte de nuestras comunidades les digo: ¡no pierdan esta certeza! Dios está atento a cada uno de ustedes y está a su lado. No los olvida ni podría hacerlo nunca. Todos hemos tenido la experiencia de una oración que parece quedar sin respuesta. A veces pedimos ser liberados de una miseria que nos hace sufrir y nos humilla, y puede parecer que Dios no escucha nuestra invocación. Pero el silencio de Dios no es distracción de nuestros sufrimientos; más bien, custodia una palabra que pide ser escuchada con confianza, abandonándonos a Él y a su voluntad. Es de nuevo Sirácida quien lo atestigua: “la sentencia divina no se hace esperar en favor del pobre” (cf. Si 21,5). De la palabra pobreza, por tanto, puede brotar el canto de la más genuina esperanza. Recordemos que «cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. […] Esa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 2).

7. La Jornada Mundial de los Pobres es ya una cita obligada para toda comunidad eclesial. Es una oportunidad pastoral que no hay que subestimar, porque incita a todos los creyentes a escuchar la oración de los pobres, tomando conciencia de su presencia y su necesidad. Es una ocasión propicia para llevar a cabo iniciativas que ayuden concretamente a los pobres, y también para reconocer y apoyar a tantos voluntarios que se dedican con pasión a los más necesitados. Debemos agradecer al Señor por las personas que se ponen a disposición para escuchar y sostener a los más pobres. Son sacerdotes, personas consagradas, laicos y laicas que con su testimonio dan voz a la respuesta de Dios a la oración de quienes se dirigen a Él. El silencio, por tanto, se rompe cada vez que un hermano en necesidad es acogido y abrazado. Los pobres tienen todavía mucho que enseñar porque, en una cultura que ha puesto la riqueza en primer lugar y que con frecuencia sacrifica la dignidad de las personas sobre el altar de los bienes materiales, ellos reman contracorriente, poniendo de manifiesto que lo esencial en la vida es otra cosa.

La oración, por tanto, halla la confirmación de su propia autenticidad en la caridad que se hace encuentro y cercanía. Si la oración no se traduce en un actuar concreto es vana, de hecho, la fe sin las obras «está muerta» (St 2,26). Sin embargo, la caridad sin oración corre el riesgo de convertirse en filantropía que pronto se agota. «Sin la oración diaria vivida con fidelidad, nuestra actividad se vacía, pierde el alma profunda, se reduce a un simple activismo» (Benedicto XVI, Catequesis, 25 abril 2012). Debemos evitar esta tentación y estar siempre alertas con la fuerza y la perseverancia que provienen del Espíritu Santo, que es el dador de vida.

8. En este contexto es hermoso recordar el testimonio que nos ha dejado la Madre Teresa de Calcuta, una mujer que dio la vida por los pobres. La santa repetía continuamente que era la oración el lugar de donde sacaba fuerza y fe para su misión de servicio a los últimos. El 26 de octubre de 1985, cuando habló a la Asamblea General de la ONU mostrando a todos el rosario que llevaba siempre en mano, dijo: «Yo sólo soy una pobre monja que reza. Rezando, Jesús pone su amor en mi corazón y yo salgo a entregarlo a todos los pobres que encuentro en mi camino. ¡Recen también ustedes! Recen y se darán cuenta de los pobres que tienen a su lado. Quizá en la misma planta de sus casas. Quizá incluso en sus hogares hay alguien que espera vuestro amor. Recen, y los ojos se les abrirán, y el corazón se les llenará de amor».

Y cómo no recordar aquí, en la ciudad de Roma, a san Benito José Labre (1747-1783), cuyo cuerpo reposa y es venerado en la iglesia parroquial de Santa María ai Monti. Peregrino de Francia a Roma, rechazado en muchos monasterios, trascurrió los últimos años de su vida pobre entre los pobres, permaneciendo horas y horas en oración ante el Santísimo Sacramento, con el rosario, recitando el breviario, leyendo el Nuevo Testamento y la Imitación de Cristo. Al no tener siquiera una pequeña habitación donde alojarse, solía dormir en un rincón de las ruinas del Coliseo, como “vagabundo de Dios”, haciendo de su existencia una oración incesante que subía hasta Él.

9. En camino hacia el Año Santo, exhorto a cada uno a hacerse peregrino de la esperanza, ofreciendo signos concretos para un futuro mejor. No nos olvidemos de cuidar «los pequeños detalles del amor» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 145): saber detenerse, acercarse, dar un poco de atención, una sonrisa, una caricia, una palabra de consuelo. Estos gestos no se improvisan; requieren, más bien, una fidelidad cotidiana, casi siempre escondida y silenciosa, pero fortalecida por la oración. En este tiempo, en el que el canto de esperanza parece ceder el puesto al estruendo de las armas, al grito de tantos inocentes heridos y al silencio de las innumerables víctimas de las guerras, dirijámonos a Dios pidiéndole la paz. Somos pobres de paz; alcemos las manos para acogerla como un don precioso y, al mismo tiempo, comprometámonos por restablecerla en el día a día.

10. Estamos llamados en toda circunstancia a ser amigos de los pobres, siguiendo las huellas de Jesús, que fue el primero en hacerse solidario con los últimos. Que nos sostenga en este camino la Santa Madre de Dios, María Santísima, que, apareciéndose en Banneux, nos dejó un mensaje que no debemos olvidar: «Soy la Virgen de los pobres». A ella, a quien Dios ha mirado por su humilde pobreza, obrando maravillas en virtud de su obediencia, confiamos nuestra oración, convencidos de que subirá hasta el cielo y será escuchada. 

Roma, San Juan de Letrán, 13 de junio de 2024, Memoria de san Antonio de Padua, patrono de los pobres.

FRANCISCO