40 años de sacerdocio misionero comboniano

El pasado 29 de septiembre, fiesta de los Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael, el P. Enrique Sánchez González cumplió 40 años de sacerdocio. Aquí nos deja este hermoso testimonio de agradecimiento a Dios por todos esos años de ministerio sacerdotal, misionero y comboniano.

«El próximo 29 de septiembre de 2024, Dios mediante, cumpliré 40 años de mi ordenación sacerdotal misionera y comboniana. Pienso que sea una fecha que no puede pasar inadvertida y puede ser una oportunidad para agradecer al Señor por este bello don.

Es también una ocasión para decir gracias, a través de la oración, a tantas personas que han compartido conmigo este largo caminar y que han hecho posible que llegara a este día, sobre todo quienes me han acompañado con su cariño, su amistad, su apoyo material y espiritual.

No he sido un sacerdote solitario, sino que he gozado de la cercanía de muchas personas que me han ayudado a vivir con gratitud este regalo inmerecido. Con todas ellas quisiera bendecir al Señor por haberme llamado a este ministerio, a esta vocación.

Para recordar lo que han sido cuarenta años de ministerio sacerdotal, como misionero comboniano, necesitaría escribir muchas páginas y creo que no terminaría. Porque ha sido una experiencia marcada principalmente por la fidelidad, la misericordia y la bondad del Señor que no tienen límites.

Basta una palabra para resumir todo lo que he vivido y esa palabra es simplemente: Gracias, no merecía tanto.

Recorriendo los años hacia atrás, sólo puedo darme cuenta de que he llegado hasta el día de hoy porque el Señor ha mantenido su palabra, nunca me abandonó y siempre se mantuvo a mi lado.

Él ha sido presencia, consuelo, luz en el camino, fortaleza en los momentos de cansancio, misericordia en los tropiezos y caídas; pero también motivo de entusiasmo, de felicidad y de inmensa alegría.

He sido sacerdote, ciertamente, no por mis méritos o virtudes. Ha sido gracia suya que se ha ido derramando a través del tiempo y que me ha permitido ir diciendo un “sí” día tras día. A veces con el corazón lleno de alegría y de entusiasmo, en otras ocasiones agarrado sólo de lo pobre de mi fe y confiando en su Palabra.

Como a Josué, en el antiguo testamento, a mí también se me ha dado muchas veces el poder escuchar aquellas palabras del Señor que decía: “Como estuve con Moisés estaré contigo; no te dejaré ni te abandonaré. ¡Ánimo, sé valiente! Que tú repartirás a este pueblo la tierra que prometí con juramento a sus padres. Tú ten mucho ánimo y sé valiente para cumplir todo lo que te mandó mi siervo Moisés; no te desvíes ni a derecha ni a la izquierda, y tendrás éxito en todas tus empresas” (Josué 1, 5-7)

Durante cuarenta años puedo decir que me ha tocado ser más testigo que protagonista de una historia que ha ido creciendo y floreciendo. Ha sido una historia en donde el Señor me ha llevado de sorpresa en sorpresa y en donde me ha concedido vivir todo lo que nunca hubiese pensado.

Han sido años durante los cuales no todo ha sido grandioso y espectacular, y no han faltado los momentos de prueba, de dolor, de tentación y de oscuridad. Sobre todo, cuando me olvidé de que no era yo quien llevaba las riendas de mi vida, sino que había optado porque fuera Él quien se encargara de guiar mis pasos.

Hoy, de lo profundo de mi corazón brota espontáneo el agradecimiento, sobre todo porque han sido años bendecidos y vividos en el ejercicio de un ministerio, de un servicio a la vocación misionera comboniana que el Señor me regaló.

Mis cuarenta años de sacerdocio han sido vividos, en su mayor parte, sirviendo a la misión a través de muchos años de entrega al Instituto de los Misioneros Combonianos. Mi experiencia no me permitió vivir en un ministerio directo al servicio de una comunidad parroquial, pero eso no ha impedido que, a lo largo de todos estos años, haya tenido la fortuna de compartir la vida con muchas personas que han entrado a mi corazón para quedarse ahí por siempre.

Lo que me ha permitido perseverar en mi vocación misionera, puedo decirlo con toda honestidad, no han sido mis virtudes o mis capacidades, sino la presencia de tantas personas que me han hecho entender que el sacerdocio no es un regalo personal, sino un instrumento para entregarse amando a los demás.

Con sencillez, puedo decir que, si soy hoy, todavía, sacerdote y misionero es algo que se lo debo a tantas personas que he encontrado por los caminos de la misión. Todas sin excepción han contribuido en la construcción de lo que soy, como persona y como sacerdote, como misionero y como comboniano.

Tal vez, las personas que más me han ayudado a ser agradecido con la bendición del sacerdocio son aquellas con las que compartí apenas unos cuantos meses en la misión de Mungbere, en la República Democrática del Congo.

Ahí quedó mi corazón misionero y ese ha sido un punto de referencia que me ha ayudado a seguir agradeciendo en todas partes el poder compartir el cariño que brota de mi corazón como don que Dios me va otorgando a cada paso. Pero igual están todas aquellas que la misión me permitió encontrar en continentes y contextos tan distintos.

Dios tiene sus tiempos y sus caminos y estoy convencido de que él me ha llevado por donde ha querido y me ha permitido vivir lo que sólo él sabía que me convenía.

En mis tiempos, muchas veces he tenido que hacer las cuentas con mi fragilidad, mi inmadurez y mi incapacidad de entregarme totalmente. Sacerdote no se nace y cada día el Señor va haciendo el milagro de hacernos según su corazón.

En mis caminos me ha tocado vivir días de lágrimas amargas, sintiéndome pequeño ante lo grandioso del sacerdocio; pero, al mismo tiempo, cada momento ha sido escuela que me ha enseñado a entender que mi sacerdocio no depende de mis capacidades, de mis habilidades, ni de lo perfecto que quisiera ser.

Muchas veces he hecho mías las palabras de Jesús cuando agradece a su Padre el haber revelado a los pequeños los misterios de su amor. “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has revelado todo esto a los pequeños y lo has ocultado a los sabios y astutos”. (Mateo, 11, 25) Y, No creo que exista un sacerdote que pueda presumir de sí mismo, ni considerarse digno del don del sacerdocio.

Dios se ha servido, incluso de mi pobreza humana para ayudarme a entender que sólo su amor basta. Que es en la debilidad en donde se manifiesta su fuerza y que sólo con su gracia es posible seguir avanzando.

En muchos momentos he podido sentir su mano que me protegía, me cuidaba y me guiaba. De todo se ha servido para que pudiera llegar hasta este día, dándome cuenta de que ser sacerdote es una gracia que Dios se encarga de inventar cada día y que va poniendo en mí corazón para vivirla compartiéndola con los demás.

Cuarenta años de sacerdocio, en mi caso, se trata de una vida que ha estado marcada por la sencillez y lo ordinario de cada día entregado con generosidad y con el deseo de brindar a otros la posibilidad de encontrar, aunque sea, un pequeño espacio de felicidad, de consuelo y de paz en sus vidas. Ser instrumento de reconciliación y de perdón ha sido uno de los dones más bellos que he vivido viendo a muchas personas salir de su dolor retomando la vida con esperanza y gratitud.

En el día a día de todos estos años lo extraordinario y lo más bello que me ha sucedido es poder celebrar la Eucaristía siendo testigo de primera mano del gran misterio por medio del cual el Señor ha querido quedarse entre nosotros. Creo que puedo contar los días en que no pude celebrar la misa, incluso en ocasiones solo, en los momentos de la enfermedad que nos obligó a aislarnos.

Ha sido un gran regalo para mí el poder ser instrumento del perdón de Dios y me ha llenado el alma de alegría ver a tantos hermanos y hermanas salir del confesionario con el rostro resplandeciente y agradecido, porque a través del instrumento que soy, pudieron reencontrar el camino de la libertad y de la vida.

He sido padre y hermano para muchas personas y para muchos de mis compañeros combonianos. He sido oído que escucha, hombro sobre el cual han podido recargarse cuando la carga se hacía pesada. He sido simple instrumento en las manos de Dios que quiso tocar por mi medio la vida y el corazón de muchos que volvieron a sentirse amados.

Creo poder decir que mi sacerdocio ha sido un sacerdocio misionero y para la misión. He querido estar siempre disponible y he tratado de responder siempre con disponibilidad y generosidad a todos los servicios y ministerios que se me han solicitado. Deseo seguir en esa actitud y le pido a Dios la gracia de poder seguir diciendo sí a todo lo que se me pida con la certeza de que él me llevará por los caminos que me convienen.

De cara al futuro, siento que no tengo grandes planes ni proyectos y en mi corazón se mueve sólo el querer estar disponible y abierto a todo lo que el Señor seguirá haciendo en mi vida y a través de mí.

Me gustaría que los años que vienen me bridaran la oportunidad de crecer en la experiencia del abandono y que mi sacerdocio siga siendo envuelto por la experiencia de la alegría de saber que Dios pue de hacer grandes cosas en mi vida con lo poco que siento que puedo poner a su disposición.

Pido, como gracia, el seguir creciendo en entrega y generosidad para hacer de este ministerio un instrumento que brinde un poco de vida y de felicidad a todas las personas que iré encontrando por los caminos de la misión.

Me gustaría que los años de sacerdocio misionero que me esperan en el futuro sean años vividos con la pasión que movió siempre a san Daniel Comboni. Una pasión misionera vivida entre los más pobres y abandonados. Una misión vivida en comunión y construyendo fraternidad con las personas que podrá a mi lado.

Me encantaría que los años que vienen mi sacerdocio me permita acercarme un poco más a la cruz del Señor y que se me conceda la gracia de vivir sin poner límites a la entrega, al sacrificio, a la cercanía con quienes tienen necesidad de una palabra y de una mano tendida que les permita descubrir la presencia de Dios en sus vidas.

Hoy doy gracias porque el Señor ha sido bueno conmigo, porque me ha acompañado con una gran paciencia, porque ha sido fiel y en ningún momento me ha dejado solo. Doy gracias porque ha sido misericordioso y compasivo en los momentos en que, por mi fragilidad, no he sabido responder como él lo hubiera esperado.

Doy gracias porque voy entendiendo que soy sacerdote y misionero no por méritos míos, sino por una gracia enorme que el Señor sigue concediéndome, simplemente porque me ama.

Agradezco a quienes se alegran hoy conmigo y a quienes me han acompañado a lo largo de estos cuarenta años. Ha sido una bella experiencia, ha sido un largo peregrinar, ha sido un tiempo único en el que Dios nos ha hecho entender cuanto nos ama.

Que la aventura siga por muchos años y que cada instante se convierta en oportunidad para vivir dando gracias».

P. Enrique Sánchez González Mccj
29 de septiembre de 2024

Domingo XXVI ordinario. Año B

En su nombre: Marcos 9,38-48
“El que no está contra nosotros está a nuestro favor”

El pasaje del evangelio de hoy es la continuación del de la semana pasada. Todavía estamos “en casa” (Marcos 9,33), la casa de Pedro y de Jesús. El hecho de que esto suceda en casa tiene un valor simbólico. Significa que Jesús se dirige en particular a la comunidad cristiana, dando a los suyos normas de vida.

Después de la cuestión de quién sería el más grande y la catequesis de Jesús sobre la pequeñez, surge otro tema, planteado por el apóstol San Juan: “Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y queríamos impedírselo, porque no nos seguía”. Los “exorcistas”, para darle fuerza a su exorcismo, solían invocar nombres de ángeles y de personajes que se suponía tenían poder para sanar. Los Doce estaban celosos (como Josué en la primera lectura) de que otros, fuera del grupo, utilizaran el nombre de su Maestro. La respuesta de Jesús es contundente: “No se lo impidáis, porque nadie que haga un milagro en mi nombre podrá enseguida hablar mal de mí: el que no está contra nosotros, está a nuestro favor”.

Siguen tres dichos de Jesús insertados aquí, aparentemente desconectados entre sí. En realidad, cada sentencia está conectada con la anterior a través de una palabra o un tema. Tres temas emergen del conjunto del texto del evangelio: el nombre de Jesús, la pequeñez y el escándalo (hacia los pequeños y hacia nosotros mismos).

Puntos de reflexión

1. “En tu nombre”. Según lo que dice el apóstol San Juan, parece que los Doce querían “apropiarse” del nombre de Jesús. Solo ellos podían expulsar demonios en su nombre. Pretendían tener la exclusividad. Aquel otro lo hacía de forma indebida porque no era “uno de ellos”. La tentación de monopolizar el nombre de Cristo, de encapsularlo en nuestra iglesia, en nuestro grupo, asociación o movimiento, sigue siendo actual. Hemos dividido el mundo en dos: nosotros, que estamos “dentro”, y los otros, que están “fuera”. Pero, ¿quién está realmente “dentro” y quién está “fuera”?

El Espíritu es libre y no se deja confinar. El Reino de Dios no conoce fronteras de pensamiento, credo o religión. Él está presente y actúa en todas partes, tanto en el corazón del creyente como en el del agnóstico o ateo. ¡Solo Dios es realmente “católico”, es decir, universal, Dios y Padre de todos! Lamentablemente, a veces somos como San Juan y Josué: queremos apropiarnos del Espíritu y sufrimos de celos al ver que tantos son mejores, más generosos y solidarios que nosotros, sin hacer referencia al nombre de Cristo. Un día, ellos escucharán con asombro esta palabra de Jesús: “lo hicisteis a mí” y “lo hicisteis gracias a mí”. ¡Se puede actuar en nombre de Cristo sin siquiera saberlo! El cristiano “católico” es aquel que es capaz de reconocer la presencia de Dios dondequiera que se haga el bien, de maravillarse y alabar al Señor, santificando así su Nombre.

La expresión “en mi nombre” (en boca de Jesús) o “en tu nombre” (en boca de los apóstoles) o en el nombre de Jesús/Cristo/Señor aparece frecuentemente en el Nuevo Testamento, pero particularmente en los evangelios (casi cuarenta veces) y en los Hechos de los Apóstoles (unas treinta veces). El cristiano es aquel que actúa en el nombre de Jesús: nace, vive, ama, obra, ora, anuncia, hace el bien, combate el mal, sufre, es perseguido, muere… siempre por causa de Su Nombre. Su Nombre se convierte progresivamente en nuestra identidad, en nuestro nombre, hasta poder decir como Pablo: “Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gálatas 2,20).

Podemos preguntarnos, sin embargo, si es este nombre el que regula nuestra vida. Porque puede suceder que sean otros nombres (de los numerosos ídolos) los que dominen nuestra vida, olvidándonos de que “en ningún otro hay salvación; no hay otro nombre bajo el cielo dado a los hombres, en el cual estemos llamados a salvarnos” (Hechos 4,12).

2. Los pequeños gestos hechos en Su Nombre. “Cualquiera que os dé a beber un vaso de agua (Mateo añade: “fresca”) en mi nombre porque sois de Cristo, en verdad os digo, no perderá su recompensa”. Este dicho de Jesús, sobre el valor de los pequeños gestos, se conecta con el anterior por la alusión al nombre de Jesús. Hacer las cosas en el nombre de Cristo trae un excedente de gracia, incluso si se trata de pequeños gestos, porque “son los gestos mínimos los que revelan la verdad profunda del hombre” (S. Fausti).

3. La atención a los pequeños: “El que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, mejor le sería que le colgaran al cuello una piedra de molino y lo arrojaran al mar”. Ser arrojado al mar era la peor de las muertes, ya que solo el cuerpo sepultado podría resucitar. Jesús se refiere aquí a los débiles en la fe, pero lo que él dice se puede aplicar a todo tipo de pequeños: los marginados, los pobres, los sufrientes, los necesitados…

4. La poda continua. “Si tu mano te es ocasión de pecado, córtala… Si tu pie…, córtalo… Si tu ojo…, arrójalo”. Jesús usa expresiones muy duras para expresar la determinación en la lucha contra lo que en nuestra vida nos hace tropezar y caer. Quizás tengamos manos, pies y ojos que cortar o arrancar. Muchas veces somos como ciertas figuras de la mitología griega, con cien manos que agarran todo, cien pies que continuamente nos desvían del camino correcto, cien ojos que nos impiden centrar nuestra mirada en Cristo. La vida del cristiano requiere una poda continua. Tal vez hoy esta palabra nos invite a un examen de conciencia para discernir qué debo cortar para no correr el riesgo de perder la vida.

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


Tres “dichos” de Jesús
Comentario a Mc 9, 38-48

Los evangelios, además de narrar episodios de la vida de Jesús y reproducir las parábolas que contaba, recogen y organizan, cada evangelista a su modo, colecciones de “dichos” que Él seguramente pronunció en distintas ocasiones y  que los primeros discípulos recordaban de memoria, compartían entre sí y transmitían a los nuevos discípulos como un tesoro de sabiduría y una guía práctica para sus vidas. En el texto que leemos en este domingo podemos identificar tres de estos dichos, que yo entiendo de la siguiente manera:

1. El bien no tiene fronteras religiosas o de otro tipo. El dicho exacto de Jesús es “quien no está contra nosotros está con nosotros” y lo dice porque algunos querían impedir que personas que no pertenecían al grupo de los discípulos actuasen en su nombre. Es como si hoy prendiéramos que un no cristiano no ayudase a los pobres, porque no es cristiano. Cualquier bien, venga de donde venga, es una participación de la bondad de Dios. Debemos reconocerlo, agradecerlo y alegrarnos.

2. Un vaso de agua puede tener un valor infinito. Jesús dice exactamente: “Quien dé un vaso de agua en mi nombre, no perderá su recompensa”. A veces hace falta poco para alegrar la vida de una persona, para hacer que se sienta respetada, para darle esperanza ante las dificultades. Dar un vaso de agua es signo de acogida, de respeto, de disponibilidad a “echar una mano” si hace falta. El que da un vaso de agua al que lo necesita, está abierto al otro y quien se abre al otro se abre a Dios. ¿Cuál es el “vaso de agua” que yo puedo ofrecer a las personas que encuentro e mi alrededor?

3. ¡Ojo con ser un tropiezo para los pequeños! Marcos recoge aquí varias sentencias que tienen como elemento común una referencia al “escándalo”. Sabemos que esta palabra significa, en realidad, “tropiezo”, es decir, “zancadilla”, hacer que una persona indefensa caiga. Jesús, que es bondadoso y lleno de ternura, se vuelve serio y duro cuando alguien profana la casa de su Padre (el templo) o cuando alguien quiere hacer tropezar a los pequeños, a los “pobres de Yahvè”, a los que sólo tienen a Dios en quien confiar. Con los “pequeños” de Dios no se juega. Al mismo tiempo, Jesús nos dice algo así como: “No te hagas trampas a ti mismo”; si algo te está haciendo daño, no pactes con el mal, córtalo de raíz, escoge el camino del bien con decisión y claridad.

Como cada domingo, al celebrar la Eucaristía y escuchar estas palabras de Jesús, le decimos: Amén, gracias, quiero que estas palabras iluminen mi vida de hoy y de siempre. Ayúdame a hacer que sean verdad en mí.

P. Antonio Villarino
Bogotá


Evangelizar sin monopolizar a Dios
Números 11,25-29; Salmo 18; Santiago 5,1-6; Marcos 9,38-43.45.47-48

Reflexiones
Fanatismo, fundamentalismo, intolerancia, sectarismo, integrismo, intransigencia, proselitismo, relativismo, sincretismo, diálogo, apertura, misión… La palabra de Jesús en el Evangelio de hoy viene a aclarar un cúmulo de palabras que abundan en el lenguaje de muchas personas y en los medios de comunicación social, que, con diferentes enfoques, discuten sobre estos temas de actualidad religiosa y política. Jesús toma la ocasión del exceso de celo del apóstol Juan y de otros discípulos, que querían prohibir a otra persona echar demonios en el nombre de Jesús, “porque no es de los nuestros” (v. 38). Jesús interviene diciendo: “No se lo impidan” (v. 39). En una circunstancia análoga, también Moisés (I lectura) había reaccionado en contra de la petición recelosa de su colaborador y futuro sucesor, Josué, deseando no una restricción sino una mayor efusión del Espíritu del Señor sobre su pueblo “¡Ojalá todo el pueblo fuera profeta!” (v. 29).

Josué y Juan –el joven apóstol bien merece el sobrenombre de ‘hijo del trueno’, como lo llama Jesús (Mc 3,17)– tienen, lamentablemente, numerosos seguidores en cada cultura y religión. Impedirprohibir…los verbos usados por Josué y Juan no agradan a Jesús, el cual no quiere impedir a nadie hacer el bien o pronunciar palabras buenas (v. 39). La de Josué y Juan es la tentación típica de todo movimiento integrista, así como de las personas que viven encerradas en su gueto. El miedo de lo que es diferente por origen, cultura, religión, etc., provoca sentimientos y actos de cerrazón, exclusivismo, rechazos. En algunos partidos y ambientes políticos la xenofobia llega al punto de considerar a otros como criminales por el solo hecho de ser extranjeros, inmigrantes, prófugos, refugiados, clandestinos.

Cabe subrayar la razón aducida por Juan: “Se lo hemos querido impedir, porque no es de los nuestros” (v. 38). “No dice que no sigue a Jesús, sino que no les sigue a ellos, los discípulos, revelando así que tenían muy arraigada la convicción de ser ellos los únicos detentores del bien. Jesús les pertenecía tan solo a ellos, que eran el punto de referencia obligado para todo el que quisiera invocar su nombre; se sentían molestos por el hecho de que alguien realizara prodigios sin pertenecer a su grupo… El orgullo de grupo es muy peligroso: es solapado y hace que se tome por santo celo lo que es puro egoísmo camuflado, fanatismo e incapacidad de admitir que el bien existe también más allá de la estructura religiosa a la que se pertenece” (Fernando Armellini).

Aquí están en juego valores misioneros de primera magnitud. La salvación y la posibilidad de hacer el bien no son monopolio de una clase privilegiada de elegidos y especialistas, sino un don que Dios ofrece ampliamente a cada persona abierta al bien y disponible para ser portadora de amor y de verdad. El Espíritu del Señor se nos da gratuitamente, pero no en exclusiva: nadie, ninguna religión debe pretender monopolizar a Dios, a su Espíritu, la verdad o el amor. La respuesta de Jesús (v. 39) no varía si el que hace una obra buena es clandestino, musulmán, gitano, rechazado, encarcelado, drogadicto… Jesús daría la misma respuesta que dio a Juan, aunque el que lo pidiese fuera un budista, un musulmán u otro. Se trata de una afirmación que no disminuye en nada la verdad de Cristo único Salvador y fundador de la Iglesia; más bien, subraya su universal irradiación misionera.

Para una correcta comprensión de esta doctrina, hay que evitar dos extremos: por un lado, el fanatismo intolerante de quien no admite otras verdades fuera de la propia; y, por otro, el relativismo que no reconoce nada como definitivo y lo deja todo incierto y confuso. “La verdad es una sola, pero tiene muchas facetas como un diamante”, afirmaba Gandhi. Según la fe cristiana, Jesús es la Palabra del Padre, es la verdad personificada y encarnada, de la cual proceden las semillas de verdad y de amor presentes en el mundo entero: de Él vienen y a Él hacen referencia. Solo con este doble movimiento –centralidad e irradiación de Cristo– se superan los peligros del integrismo y del relativismo. La evangelización se funda sobre la posibilidad de un diálogo. El celo misionero bien entendido no es fanatismo, ni imposición, sino la propuesta gozosa y respetuosa de la propia experiencia de vida. Siempre respetando la libertad de las personas, el único camino para la difusión del Evangelio es el testimonio gozoso de la fe y del amor por Jesucristo.

Palabra del Papa

“La mayor parte de los habitantes del planeta se declaran creyentes, y esto debería provocar a las religiones a entrar en un diálogo entre ellas orientado al cuidado de la naturaleza, a la defensa de los pobres, a la construcción de redes de respeto y de fraternidad”.
Papa Francisco
Encíclica «Laudato si’», 24-5-2015, n. 201

A cargo de: P. Romeo Ballán
Misioneros Combonianos (Verona)


NADIE TIENE
LA EXCLUSIVA DE JESÚS

José Antonio Pagola

La escena es sorprendente. Los discípulos se acercan a Jesús con un problema. Esta vez, el portador del grupo no es Pedro, sino Juan, uno de los dos hermanos que andan buscando los primeros puestos. Ahora pretende que el grupo de discípulos tenga la exclusiva de Jesús y el monopolio de su acción liberadora.

Vienen preocupados. Un exorcista no integrado en el grupo está echando demonios en nombre de Jesús. Los discípulos no se alegran de que la gente quede curada y pueda iniciar una vida más humana. Solo piensan en el prestigio de su propio grupo. Por eso, han tratado de cortar de raíz su actuación. Esta es su única razón: “No es de los nuestros”.

Los discípulos dan por supuesto que, para actuar en nombre de Jesús y con su fuerza curadora, es necesario ser miembro de su grupo. Nadie puede apelar a Jesús y trabajar por un mundo más humano, sin formar parte de la Iglesia. ¿Es realmente así? ¿Qué piensa Jesús?

Sus primeras palabras son rotundas: “No se lo impidáis”. El Nombre de Jesús y su fuerza humanizadora son más importantes que el pequeño grupo de sus discípulos. Es bueno que la salvación que trae Jesús se extienda más allá de la Iglesia establecida y ayude a las gentes a vivir de manera más humana. Nadie ha de verla como una competencia desleal.

Jesús rompe toda tentación sectaria en sus seguidores. No ha constituido su grupo para controlar su salvación mesiánica. No es rabino de una escuela cerrada sino Profeta de una salvación abierta a todos. Su Iglesia ha de apoyar su Nombre allí donde es invocado para hacer el bien.

No quiere Jesús que entre sus seguidores se hable de los que son nuestros y de los que no lo son, los de dentro y los de fuera, los que pueden actuar en su nombre y los que no pueden hacerlo. Su modo de ver las cosas es diferente: “El que no está contra nosotros está a favor nuestro”.

En la sociedad moderna hay muchos hombres y mujeres que trabajan por un mundo más justo y humano sin pertenecer a la Iglesia. Algunos ni son creyentes, pero están abriendo caminos al reino de Dios y su justicia. Son de los nuestros. Hemos de alegrarnos en vez de mirarlos con resentimiento. Hemos de apoyarlos en vez de descalificarlos.

Es un error vivir en la Iglesia viendo en todas partes hostilidad y maldad, creyendo ingenuamente que solo nosotros somos portadores del Espíritu de Jesús. El no nos aprobaría. Nos invitaría a colaborar con alegría con todos los que viven de manera evangélica y se preocupan de los más pobres y necesitados.

José Antonio Pagola

Domingo XXV ordinario. Año B

Ser el primero y el más grande es una ambición instintiva, presente en el corazón de cada persona y en todas las culturas, incluso en las comunidades cristianas de antigua o de reciente fundación. Jesús invierte esta lógica humana y mundana. Lo afirma con palabras; más tarde dará testimonio de ello, arrodillándose, como un esclavo, para lavar los pies a sus discípulos. Él, “el Señor y el Maestro” (Jn 13,14) ha escogido el último lugar.
El anuncio entre el camino y la casa

El último de todos y el servidor de todos.
Marcos 9,30-37

La palabra de Dios de este domingo vuelve sobre el tema de la muerte y resurrección de Jesús. Es la segunda vez que Jesús anuncia a sus discípulos el evento trágico de su muerte, que marcará su mesianismo. La primera vez, lo hizo cerca de Cesarea de Filipo, en territorio pagano (8,31). Hoy repite este anuncio mientras atravesaban Galilea (9,31). La tercera vez, lo hará en el camino para subir a Jerusalén (10,32-34). Tres veces para subrayar su importancia.

La reacción de los apóstoles ante este anuncio es, cada vez, de incomprensión: “Pero ellos no entendían estas palabras y tenían miedo de preguntarle”. El evangelista subraya esta incomprensión relatando cada vez un episodio en el que los apóstoles se comportan de manera contraria a lo que Jesús les está diciendo. La primera vez es Pedro quien lo reprende por esta predicción inaudita, provocando una fuerte reacción de Jesús, que lo llama “Satanás”. La segunda vez (hoy) los apóstoles discuten entre ellos sobre quién es el más grande. La tercera vez serán Santiago y Juan, quienes pedirán a Jesús sentarse uno a su derecha y el otro a su izquierda, provocando la indignación de los otros diez. Ante esta incomprensión y terquedad, Jesús responde cada vez con una catequesis: la primera vez sobre la cruz; la segunda (hoy) sobre la pequeñez; la tercera vez sobre el servicio.

¿Cómo se puede explicar tal obstinación? San Marcos no nos presenta una imagen idealizada de los apóstoles. Más bien, subraya sus límites y debilidades. Jesús no eligió personas perfectas, sino personas normales, como nosotros. San Pablo incluso dirá que Dios eligió a los últimos en la escala social para llevar adelante su proyecto: “Considerad, hermanos, vuestra vocación: no hay entre vosotros muchos sabios desde el punto de vista humano, ni muchos poderosos, ni muchos nobles… para que nadie pueda gloriarse ante Dios.” (1 Corintios 1,26-29).

La dificultad de los apóstoles para seguir al Señor nos conforta y nos fortalece en la esperanza de que la gracia de Dios puede realizar en nosotros lo que ha hecho en la vida de los apóstoles.

Puntos para la reflexión

1. Jesús hace los tres anuncios caminando. San Marcos gusta de presentar a Jesús en movimiento, en el camino. Imparta su enseñanza mientras camina. Es un rabino itinerante y viene a nuestro encuentro en los caminos de la vida. Se acerca y camina con nosotros como compañero de viaje, muchas veces sin ser reconocido de inmediato, como en el caso de los dos de Emaús. El signo de su paso es la relectura iluminada de los eventos dolorosos de la vida y el ardor que despierta en nuestro corazón.

2. Jesús “enseñaba a sus discípulos”, revelándoles el proyecto de Dios. “Pero ellos no entendían estas palabras y tenían miedo de preguntarle”. ¿Por qué tenían miedo de preguntarle? ¡Porque no querían entender! A veces también a nosotros nos pasa que no queremos hacerle preguntas sobre ciertas situaciones de nuestra vida, porque tememos la respuesta. Preferimos no entender, porque no estamos listos para actuar en consecuencia.

3. “Quando estuvo en casa, les preguntó…”. Jesús sale de casa para recorrer los caminos y encontrarse con la gente, pero también le gusta volver a casa para disfrutar de la intimidad con los suyos. Allí comentan los hechos del día y los discípulos piden explicaciones sobre lo que no han entendido (esta vez no, sin embargo). La casa de Jesús (que en realidad es la de Pedro) está abierta a cuantos acuden para escucharlo o ser sanados. Jesús se deja molestar y no fija horarios de citas. También le gusta visitar la casa de sus amigos y de aquellos que lo invitan, sean fariseos o publicanos. A veces incluso se invita a sí mismo, como hizo con Zaqueo. Esta costumbre suya se ha mantenido. De hecho, en el Apocalipsis dice: “Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré a su casa, cenaré con él y él conmigo.” (3,20).

4. “¿De qué discutíais por el camino? Y ellos callaban. Porque en el camino habían discutido entre ellos sobre quién era el más grande”. ¿No sucede algo parecido entre nosotros? Todos buscamos un pequeño lugar al sol del aprecio y la estima de los demás. Todos queremos destacar en algo. Y nuestra psique es realmente ingeniosa para encontrarlo, incluso en situaciones de infelicidad, atrayendo la compasión de los demás. Por eso también nosotros guardamos silencio. Nos avergonzaríamos de decirlo. Pero, ¿por qué no preguntarnos personalmente: ¿dónde busco yo sobresalir? Sería una buena ocasión para desenmascarar la serpiente de nuestra vanagloria.

5. “Se sentó, llamó a los Doce y les dijo…”. El Maestro se sienta en cátedra, los llama y les habla. Esta vez lo hace con calma y paciencia. ¡No como el domingo pasado con el pobre Pedro, cuando parecía haber perdido los estribos! Pues bien, ¿queréis saber quién es el más grande? “¡El último de todos y el servidor de todos!”. Así que, ¡tienes que ir al final de la fila! Y para ser más claro, a la palabra añade un gesto: “Tomó a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: Quien recibe a uno de estos niños en mi nombre, me recibe a mí…”. El niño era el símbolo de la pequeñez, de quien no contaba entre los “grandes” de la casa. Hoy, sin embargo, tal vez Jesús colocaría en medio de nosotros a otra persona. ¿A quién? Tal vez a uno de los que menciona en Mateo 25: “En verdad os digo: todo lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, me lo hicisteis a mí.”

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


Servidores humildes y testigos valientes
del Evangelio

Sab  2,12.17-20; Sl  53; Stg  3,16-4,3; Mc  9,30-37

Reflexiones
El Evangelio no es un código de leyes, sino el autorretrato de Jesucristo. En el pasaje del Evangelio de hoy Marcos presenta a Jesús maestro que instruye, repetidamente, a sus discípulos acerca de su identidad de Hijo del hombre que será matado, pero a los tres días resucitará (v. 31). Es una lección que los discípulos no pueden entender, porque están preocupados por los primeros puestos (v. 34). Jesús desarma sus ambiciones  de poder, definiéndose a sí mismo como “el último de todos y el servidor de todos” (v. 35). Es el pequeño, el niño, a quien el Padre ha enviado (v. 37).

Ser el primero y el más grande es una ambición instintiva, presente en el corazón de cada persona y en todas las culturas, incluso en las comunidades cristianas de antigua o de reciente fundación. Jesús invierte esta lógica humana y mundana. Lo afirma con palabras; más tarde dará testimonio de ello, arrodillándose, como un esclavo, para lavar los pies a sus discípulos. Él, “el Señor y el Maestro” (Jn 13,14) ha escogido el último lugar. De esta manera, Jesús tiene autoridad moral para enseñar a cada persona y a todos los pueblos un nuevo estilo de relaciones humanas, espirituales y sociales. La primera relación que toda persona está llamada a vivir es la filiación con Dios, es decir, la relación filial respecto a Dios, Padre-Madre y Creador. Le sigue la relación de fraternidad con sus semejantes: todos somos hijos del mismo Padre y, por tanto, hermanos/hermanas. Cultivar estas relaciones de filiación y fraternidad hace vivir, da serenidad y alienta el corazón de las personas.

En cambio, las relaciones ‘patrón-dependiente’, ‘superior-súbdito’ son posteriores, empobrecedoras y estériles. La mera relación de dependencia a menudo contamina las relaciones humanas y sociales, incluso en el seno de la Iglesia. En efecto, enseña el apóstol Santiago (II lectura) que las “envidias y rivalidades” (v. 16) son pasiones que perturban las relaciones humanas y provocan desorden, guerras, contiendas… Todo lo contrario de la “sabiduría que viene de arriba”, la cual produce frutos de paz, mansedumbre, misericordia, servicio (v. 17). “Dios no se identifica con el héroe sino con el Dios frágil que asume el escándalo del amor. Porque, si la cruz como condenación es injusta y violenta (un acuerdo entre poder político y religioso), su ir hacia la muerte es, en cambio, la consciente y libre adhesión a ese Reino de justicia que es el contenido mismo de su misión. Si los brazos de Jesús son clavados en la cruz por un poder perverso, Él por toda la vida abre los brazos como estilo de su entrega. En este sentido Jesús asume la injusta condena, pero la vive desde dentro como extrema consecuencia de su amor entregado” (Marco Campedelli). (*))

Jesús, que no ha venido para ser servido, sino para servir (Mc 10,45) y ser “el servidor de todos”, hace el gesto muy significativo de acercar a un niño, ponerlo en medio de ellos y abrazarlo, invitando a sus discípulos a hacer lo mismo (v. 35-37). Un gesto que revela un mensaje y un etilo. Lanza un mensaje de atención amorosa a las personas más débiles, indefensas, necesitadas que dependen en todo. El hecho de que Jesús tome y abrace a un niño  -más adelante acariciará y bendecirá a varios niños-  (cfr. Mc 10,13-16) nos confirma que Él era una persona agradable, afable. Aunque los Evangelios nunca dicen que Jesús haya reído o sonreído, el estilo de su relación con los niños nos revela que era una persona amable, acogedora, sonriente. De lo contrario, los niños no se hubieran acercado, sino que se habrían alejado de Él. El llamado de Jesús en favor de los niños tiene plena actualidad, ante los muchos casos de pequeños víctimas de guerras, abusos y faltas de atención. El objetivo de la “Jornada para los Niños de la Calle” (30 de septiembre) está en sintonía con el Evangelio.

Se acerca el octubre misionero y el Sínodo sobre los jóvenes . La conducta transparente y humilde, pero firme, de la persona honesta, que sirve a su Dios y ama al prójimo, provoca a menudo la indignación de los malvados, que la quieren eliminar (I lectura). Esta es la historia, antigua y moderna, de muchos misioneros asesinados porque eran testigos incómodos: o bien porque denunciaban injusticias y abusos (por ejemplo, Juan el Bautista, Óscar Romero…), o bien porque eran un estorbo por su servicio silencioso (Carlos de Foucauld, Pino Puglisi, Annalena Tonelli…). Con afecto y oración recordamos siempre a los anunciadores del Evangelio (misioneros, simples fieles y comunidades cristianas) que dan testimonio y difunden el Reino de Dios en situaciones de persecución, opresión, cárcel, discriminación, tortura, muerte. Pero el que cree y sufre con amor no está nunca solo. Porque está seguro de que “el Señor sostiene mi vida” (Salmo responsorial). Así va creciendo el Reino de Dios.

Palabra del Papa

(*)  “Ponerse al seguimiento de Jesús significa tomar la propia cruz… para acompañarle en su camino, un camino incómodo que no es el del éxito, de la gloria pasajera, sino el que conduce a la verdadera libertad, la que nos libera del egoísmo y del pecado… Jesús nos invita a perder la propia vida por Él, por el Evangelio, para recibirla renovada, realizada y auténtica… Hay jóvenes aquí en la plaza: chicos y chicas. Yo les pregunto: ¿habéis sentido el deseo de seguir a Jesús más de cerca? Piensen. Recen. Y dejen que el Señor les hable”.
Papa Francisco
Angelus, domingo 13 de septiembre de 2015

P. Romeo Ballán, misionero comboniano

Domingo XXIV ordinario. Año B

El tiempo del testimonio

24ª Domingo del Tiempo Ordinario (B)
Marcos 8,27-35: “Tú eres el Cristo”

El pasaje del evangelio de hoy nos presenta la llamada confesión de Pedro en Cesarea de Filipo, un episodio también relatado por San Mateo y San Lucas. El evangelio de San Marcos, escrito principalmente para los catecúmenos, tiene como tema central la identidad de Jesús. Una pregunta lo recorre de principio a fin: “¿Quién es este?” (Mc 4,41). El título que San Marcos dio a su evangelio era: “Comienzo del evangelio de Jesús, Cristo, Hijo de Dios” (1,1). Con el pasaje de hoy llegamos al centro del itinerario que nos propone su evangelio: “¡Tú eres el Cristo!”. La confesión de fe en la mesianidad de Jesús es el primer gran objetivo y marca el punto de cambio hacia una segunda etapa, la del reconocimiento de su filiación divina, que ocurrirá ante la cruz: “¡Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios!” (15,39).

¡Tú eres el Cristo!”. Mientras la multitud intuye que Jesús es un personaje especial, pero lo interpreta con categorías del pasado (Juan el Bautista, Elías o uno de los profetas), Pedro ve en Jesús al Mesías, aquel que Israel esperaba desde hace siglos, anunciado por los profetas. Una figura, por tanto, que viene “del futuro”, en cuanto promesa de Dios, y se proyecta hacia el porvenir como esperanza de Israel.

La palabra hebrea Mashiah o Mesías, traducida como “Cristo” en griego, significa “Ungido”. Los ungidos (con aceite perfumado) eran los reyes, los profetas y los sacerdotes en el momento de su elección. Con el tiempo, el Mesías, el Cristo, el Ungido por excelencia, se convirtió en el libertador escatológico esperado por el pueblo de Dios, considerado por algunos de estirpe sacerdotal, por otros de estirpe real.

Jesús era el Mesías, el Cristo. Él mismo lo reconoce durante el interrogatorio ante el sanedrín: “¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?” Jesús respondió: “¡Yo soy!” (Mc 14,60-61), provocando el escándalo del sumo sacerdote. Entonces, ¿por qué Jesús impuso silencio a los apóstoles, “ordenándoles severamente que no hablaran de él a nadie”? Porque ese título estaba cargado de expectativas terrenales y de ambigüedades. Israel esperaba un Mesías terrenal y glorioso, mientras que Jesús sería un Mesías derrotado y humillado. Solo después de su pasión y muerte, cuando quedó claro qué tipo de mesianismo era el suyo –el del “Siervo de Yahvé” de la primera lectura–, entonces el título de Cristo se convirtió en su segundo nombre. Lo encontramos más de 500 veces en el Nuevo Testamento, casi siempre como un nombre compuesto: Jesucristo, o Nuestro Señor Jesucristo.

Jesús “comenzó a enseñarles que el Hijo del Hombre debía sufrir mucho… y hacía este discurso abiertamente”. “Comenzó”: ¡se trata de un nuevo comienzo! Cada etapa alcanzada se convierte en un nuevo punto de partida, porque Dios siempre está más allá. La nueva etapa es la de la cruz, palabra que aparece aquí en San Marcos por primera vez. Y aquí Pedro, orgulloso de haber superado la etapa anterior, tropieza de inmediato, es más, se convierte él mismo en piedra de tropiezo (Mt 16,23).

A este nuevo comienzo corresponde una nueva vocación, dirigida tanto a los discípulos como a la multitud: “Convocando a la multitud junto con sus discípulos, les dijo: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”. Esta nueva etapa no es para simples simpatizantes o aficionados. El camino se hace arduo. Se trata de llevar la cruz (cada día, dice Lucas), es decir, asumir la propia realidad, sin soñar con otra, y seguir a Jesús. La apuesta es grande: ganar o perder la propia vida, ¡la verdadera!

Puntos de reflexión

Pero vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Esta pregunta interroga a los discípulos de Jesús de todos los tiempos y exige de nosotros una respuesta personal, consciente y existencial. Conocemos bien la opinión de la gente. Para muchos, Jesús de Nazaret es un personaje especial de la historia, un hombre de Dios, un soñador o un revolucionario. Sin embargo, para la mayoría, es una figura del pasado que ha cumplido su tiempo. “Pero para vosotros, ¿para ti quién soy yo?”. La conjunción adversativa “pero” que precede a la pregunta siempre nos opondrá a la opinión común. El discípulo de Jesús se separa de la multitud anónima para hacer una profesión de fe en Jesús de Nazaret como el Mesías, el Cristo, consagrado con la unción y enviado a traer la Liberación al mundo (Lucas 4,18-21).

Para el cristiano, Cristo es la clave de la historia y el sentido de la vida. “Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que ha de venir, el Todopoderoso”, “el Primero y el Último, y el Viviente”, “el Principio y el Fin” (Apocalipsis 1,8; 1,17-18; 21,6; 22,13). Sin su “Yo Soy”, yo no soy. Como oraba Hilario de Poitiers (+367): “Antes de conocerte, no existía, era infeliz, el sentido de la vida me era desconocido y en mi ignorancia mi ser profundo se me escapaba. Gracias a tu misericordia, he comenzado a existir”.

Confesar que Jesús es el Cristo implica estar dispuesto a sufrir su mismo destino. El nuestro será siempre más un tiempo de mártires, de testigos. No será un martirio glorioso y heroico, sino humilde y oculto. El cristiano es quien acoge y custodia “el testimonio de Jesús” (Apocalipsis 1,2.9; 12,17; 19,10; 20,4), el “Testigo fiel” (1,5; 3,14) para comunicarlo a la humanidad: “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito” (Juan 3,16).

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


¿Quién dice la gente que soy yo?

Jesús se dirigió con sus discípulos a las aldeas de Cesarea de Filipo, por el camino les preguntó: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. Ellos le contestaron: “Algunos dicen que eres Juan el Bautista; otros que Elías; y otros que alguno de los profetas”. “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”, les preguntó Jesús. Pedro le respondió: “¡Tú eres el Mesías!”. Pero Jesús les ordenó que no dijeran nada a nadie acerca de él.

Jesús, entonces, comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía padecer mucho, que sería rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los maestros de la Ley, que lo matarían, pero que resucitaría a los tres días. Y con absoluta claridad les hablaba de estas cosas. Pedro llevó aparte a Jesús y comenzó a reprenderlo. Pero Jesús se volvió y, en presencia de sus discípulos, reprendió a Pedro diciéndole: “¡Ponte detrás de mí, Satanás, tú no piensas como Dios sino como los hombres!”.

Luego Jesús convocó a la gente y a sus discípulos y les dijo: “Si alguno quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará”.

(Marcos, 8, 27-35)

¿Quién dice la gente que soy yo? Ciertamente no se trata de una pregunta que manifieste la preocupación de Jesús por el qué dirá la gente. No es cuestión de defender o de proteger una imagen o una opinión que puede situar a la persona en niveles de popularidad o de desconocimiento.

¿Qué dice la gente y qué dicen ustedes? Son preguntas que llevan a los discípulos a una profesión de fe, a un reconocimiento de Jesús como el Mesías. Tú eres nuestro Señor y nuestro Salvador, tú eres la presencia de Dios entre nosotros. Tú eres la persona en quien se cumplen todas las promesas de nuestro Dios.

Estamos en la mitad del evangelio de san Marcos y es el momento crucial. Se termina una experiencia que ha llevado a los discípulos a reconocer, a través de los signos y de los prodigios hechos, a Jesús como el Señor de sus vidas, el Mesías que estaban esperando.

Ha sido maravilloso ver cómo Jesús con su poder y su autoridad puede transformar la vida de todas las personas que se encuentran con él.

Han visto enfermos ser sanados, paralíticos que se ponían de pie, sordos que han empezado a oír, mudos a los que se les soltó la lengua, pobres que han disfrutado de las multiplicaciones de los panes y de los peces, muertos que han vuelto a la vida. Y, sobre todo, han visto a pecadores volver al camino de Dios y se han maravillado con la propuesta de una vida distinta en donde toda persona tiene un lugar y en donde se puede vivir en respeto y en fraternidad.

Pedro, tomando la palabra en nombre de los demás apóstoles, no podía decir otra cosa distinta a lo que cada uno de ellos tenía en la punta de la lengua. Tú eres el Mesías, el enviado de Dios que estábamos esperando.

La gente podía decir muchas cosas acerca de Jesús, cada uno según la experiencia que había hecho encontrándose con él, pero para los apóstoles era algo distinto, era el Señor que les había cambiado la vida y ahora les compartía la misión que había recibido para cumplir la voluntad de su padre. Esa misión que pasaría por el camino de la pasión, de la muerte y de la resurrección.

En contraste a todo lo maravilloso que habían visto durante los primeros años de la misión de Jesús, ahora él les empezaba a hablar de otra realidad que les resultaría difícil de entender y de aceptar. ¿Cómo era posible que el Señor, con tanto poder, hablara ahora de ser entregado, de tener que padecer y sufrir humillaciones y de morir en una cruz? Ese anuncio ya desentonaba con todo lo que cada uno se había ido imaginando que sería su futuro en el Reino iniciado por Jesús.

Los apóstoles y muchos otros discípulos se esperaban algo muy distinto. Basta recordar a los dos que bajaban de Jerusalén a Emaús, con el corazón desconsolado y sus ilusiones por los suelos. Nosotros creíamos que éste vendría a cambiarnos la vida.

Y Pedro, tratando de arreglar las cosas a su conveniencia, va a hacer la amarga experiencia de constatar que su manera de pensar no es la de Dios, que sus intereses no son los del Reino, que, a lo mejor, su estar con Jesús todavía no está fincado en auténticas motivaciones.

Todavía no había entendido que para llegar a la gloria del Señor le sería necesario poner sus píes sobre las huellas del Señor y hacer el duro camino de la pasión y de la muerte, de la entrega total de toda su vida.

Esta va a ser precisamente la segunda etapa del Evangelio. De aquí en adelante Pedro y los demás discípulos van a ser preparados para acompañar a Jesús en la experiencia que lo llevará hasta Jerusalén para ahí entregar su vida y cada uno de ellos tendrán que pasar por esa misma experiencia.

Y la conclusión de esta página del Evangelio aparece clara. Ahora que han entendido quién soy, podría decir Jesús, saben que para ser discípulos míos van a tener que renunciar a sus vidas, van a tener que aceptar una vida que no está hecha de comodidades y de confort, van a tener que cargar con la cruz del sufrimiento, de la incomprensión, del rechazo y del desprecio de los demás. Los que quieran salvar sus vidas las perderán, pero los que las pierdan por mí las salvarán.

Es muy probable que escuchando este evangelio también nosotros nos sintamos interpelados por Jesús y escuchamos en nuestro interior las mismas interrogantes. ¿Quién dice la gente de hoy que soy yo? Ciertamente que muchas personas ni siquiera se molestan en hacerse la pregunta. Para muchos de nuestros contemporáneos Jesús es un desconocido o alguien ante quien se asume una actitud de total indiferencia. No hace parte de nuestras prioridades o de nuestros intereses.

Para nosotros, cristianos, también no resulta dar una respuesta contundente, pues muchas veces nuestras actitudes demuestran que nos intereses están puestos en todo menos en la persona de Jesús.

Podemos muchas veces tener el nombre de Jesús en nuestros labios y no podemos negar que sabemos muchas cosas sobre él, pero a la hora de poner nuestra confianza en él no acabamos de dar el último paso. Como Pedro, quisiéramos que Jesús fuera menos exigente y que se adecuara más a nuestras necesidades.

Nos cuesta entender y aceptar esa lógica del Evangelio que va contra corriente de lo que nos propone a diario el mundo en el que estamos sumergidos. Nos resulta inaceptable el lenguaje que habla de sacrificio, de entrega, de resistencia en el sufrimiento y en dolor. No acabamos de comprender por qué es necesario entregar la vida para poder salvarla.

Y, tal vez, la razón es porque no acabamos de entender que el secreto de la vida es el amor y amar no es otra cosa que vivir dándose a los demás.

P. Enrique Sánchez G., mccj

Las guerras son una derrota

Por: + Felipe Cardenal Arizmendi Esquivel
Obispo Emérito de SCLC

Foto: ADN-CELAM

MIRAR

Las guerras actuales más conocidas mediáticamente son la de Rusia contra Ucrania y la de Israel contra el Grupo Palestino Hamás. Hay muchas otras guerras en diversas partes del mundo, que no son tan conocidas, pero que causan enormes sufrimientos, sobre todo en los civiles, en los niños y en tantas víctimas inocentes. Aunque se alegue que pelean por defender sus derechos violentados por la contraparte, siempre es una derrota de la fraternidad y del diálogo, una derrota de la paz y de la justicia. También hay guerras en las familias, en la política partidista y en otras instancias, a veces con armas muy destructoras de la convivencia pacífica.

El 1 de enero de 1994, en Chiapas, se levantaron en armas miles de indígenas para exigir un cambio en las políticas económicas y sociales del sistema imperante en el país. Los obispos de entonces en esa región, Samuel Ruiz, Felipe Aguirre y un servidor, al tercer día del levantamiento emitimos un comunicado en que denunciábamos las causas estructurales de la marginación indígena y pedíamos justicia hacia ellos, pero rechazábamos la vía armada como método de cambio. Mons. Samuel siempre luchó por los derechos indígenas, pero nunca estuvo de acuerdo en el uso de las armas, porque sabía que muchos indígenas serían masacrados por el ejército nacional. Afortunadamente, la sociedad civil del país se movilizó pidiendo justicia para los oprimidos, pero también el cese de la guerra. Esta duró sólo diez días, pero dejó una gran cantidad de heridos y muertos, así como divisiones internas en la sociedad chiapaneca, incluso entre los mismos indígenas.

La política seguida en el actual sexenio de gobierno, que está por concluir, fue abrazos y no balazos, para no seguir la llamada guerra contra el narcotráfico del gobierno anterior, con el argumento de evitar más derramamiento de sangre en el país. Sin embargo, esa estrategia ha dejado como consecuencia la libre actuación de grupos criminales dedicados no tanto al trasiego de drogas, sino a la extorsión. Ellos, con armamento pesado y sofisticado, han ganado en poder y dominan amplias regiones del país, incluido mi pueblito; secuestran, levantan y asesinan a quienes no se someten a sus arbitrariedades. Nos sentimos desprotegidos por el gobierno e indefensos para defender el trabajo honrado de tantas personas a quienes aquellos exigen grandes cantidades de dinero para dejarlos vivir y trabajar. No abogamos por guerras sangrientas, sino por una nueva inteligencia que desarme a esos tipos y evite tanta injusticia que sufren los pobres. Y que no se presuma en informes finales de que todo está bien y de que hemos progresado mucho. ¿Con qué ojos ven la realidad?

DISCERNIR

El Dicasterio para la Doctrina de la Fe, en su Declaración Dignitas infinita, considera las guerras como algo contrario a la dignidad humana:

“Otra tragedia que niega la dignidad humana es la que provoca la guerra, hoy como en todos los tiempos: guerras, atentados, persecuciones por motivos raciales o religiosos, y tantas afrentas contra la dignidad humana van multiplicándose dolorosamente en muchas regiones del mundo, hasta asumir las formas de la que podría llamar una ‘tercera guerra mundial en etapas’. Con su estela de destrucción y dolor, la guerra atenta contra la dignidad humana a corto y largo plazo: incluso reafirmando el derecho inalienable a la legítima defensa, así como la responsabilidad de proteger aquellos cuya existencia está amenazada, debemos admitir que la guerra siempre es una ‘derrota de la humanidad’. Ninguna guerra vale las lágrimas de una madre que ha visto a su hijo mutilado o muerto; ninguna guerra vale la pérdida de la vida, aunque sea de una sola persona humana, ser sagrado, creado a imagen y semejanza del Creador; ninguna guerra vale el envenenamiento de nuestra Casa Común; y ninguna guerra vale la desesperación de los que están obligados a dejar su patria y son privados, de un momento a otro, de su casa y de todos los vínculos familiares, de amistad, sociales y culturales que se han construido, a veces a través de generaciones. Todas las guerras, por el mero hecho de contradecir la dignidad humana, son conflictos que no resolverán los problemas, sino que los aumentarán. Esto es aún más grave en nuestra época, en la que se ha convertido en normal que, fuera del campo de batalla, mueran tantos civiles inocentes” (38).

“En consecuencia, aún hoy la Iglesia no puede dejar de hacer suyas las palabras de los Pontífices, repitiendo con san Pablo VI: «¡Nunca jamás guerra! ¡Nunca jamás guerra!», y pidiendo, junto a san Juan Pablo II, «a todos en nombre de Dios y en nombre del hombre: ¡no matéis! ¡No preparéis a los hombres destrucciones y exterminio! ¡Pensad en vuestros hermanos que sufren hambre y miseria! ¡Respetad la dignidad y la libertad de cada uno!». Precisamente en nuestro tiempo, éste es el grito de la Iglesia y de toda la humanidad. Por último, el Papa Francisco subraya que «no podemos pensar en la guerra como solución, debido a que los riesgos probablemente siempre serán superiores a la hipotética utilidad que se le atribuya. Ante esta realidad, hoy es muy difícil sostener los criterios racionales madurados en otros siglos para hablar de una posible ‘guerra justa’. ¡Nunca más la guerra!». Como la humanidad vuelve a caer a menudo en los mismos errores del pasado, para construir la paz es necesario salir de la lógica de la legitimidad de la guerra. La íntima relación que existe entre fe y dignidad humana hace contradictorio que se fundamente la guerra sobre convicciones religiosas: quien invoca el nombre de Dios para justificar el terrorismo, la violencia y la guerra, no sigue el camino de Dios: la guerra en nombre de la religión es una guerra contra la religión misma” (39).

ACTUAR

Oremos por la paz en el mundo y por el bienestar de nuestra patria: que ya no haya guerras en las familias, en las comunidades, en la política partidista, y que se conviertan los grupos criminales hacia el respeto a los derechos de los demás, para que gocemos de paz y tranquilidad. Empecemos por nuestra familia.

Domingo XXIII ordinario. Año B

Jesús sana nuestra comunicación

23ª Domingo del Tiempo Ordinario (B)
Marcos 7,31-37: “¡Hace oír a los sordos y hablar a los mudos!”
JESÚS SANA NUESTRA COMUNICACIÓN

El episodio de la curación del sordomudo narrado en el evangelio de hoy se encuentra solo en San Marcos. Está situado fuera de los límites de Palestina, en la Decápolis, en territorio pagano. La anotación geográfica es un poco extraña porque Jesús, para descender hacia el lago de Genesaret, primero se desplaza hacia el norte (de Tiro a Sidón, en el actual Líbano) y luego desciende por la vertiente oriental del Jordán, en territorio de la Decápolis (en la actual Jordania). Jesús es un “traspasador de fronteras” y a menudo no sigue el camino recto, porque quiere alcanzar a todos en nuestros caminos tortuosos y llevar el evangelio a los vastos territorios paganos de nuestra vida.

El texto dice que el sordomudo fue “llevado” a Jesús por otras personas que “le rogaron que le impusiera las manos”. Encontramos otros casos en los evangelios en los que la iniciativa para pedir la curación de alguien es tomada por otros. Esto ocurre especialmente cuando el enfermo está imposibilitado de acudir a Jesús (véase el paralítico de Cafarnaúm: Marcos 2,1-12; y el ciego de Betsaida: Marcos 8,22-26). Pero todos necesitamos ser “llevados” por los hermanos y la comunidad. Jesús entonces “lo toma aparte, lejos de la multitud”, no solo para evitar la publicidad, sino para favorecer un encuentro personal con este hombre.

La modalidad de curación es bastante inusual: Jesús “le puso los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua; luego, mirando al cielo, suspiró y le dijo: ‘Effatá’, es decir: ‘¡Ábrete!'”. Por lo general, basta un gesto o una palabra de Jesús para operar la curación. Aquí el evangelista quizá quiera subrayar nuestra resistencia, por un lado, y el involucramiento de Jesús en nuestra situación, por otro. Este relato nos recuerda la curación del ciego de Betsaida, en territorio de Galilea, que ocurrirá más tarde (Marcos 8,22-26). Paganos o creyentes, todos necesitamos ser sanados en nuestros sentidos espirituales para tener una relación nueva con Dios y con los hermanos. Así se cumple lo que Isaías había profetizado en la primera lectura: “Entonces se abrirán los ojos de los ciegos y se destaparán los oídos de los sordos. Entonces el cojo saltará como un ciervo, gritará de alegría la lengua del mudo”.

Puntos de reflexión

1. Todo comienza con la escucha.

En la Sagrada Escritura, el sentido privilegiado en la relación con Dios es el oído. Encontramos 1.159 veces el verbo escuchar en el Primer Testamento, a menudo teniendo a Dios como sujeto (biblista F. Armellini). Por eso el primer mandamiento es Shemá Israel, Escucha Israel (Dt 6,4). Ser sordo era una patología grave, un castigo (véase Juan 9,2), porque imposibilitaba la escucha de la Torá. Por eso los profetas anunciaban para los tiempos mesiánicos: “Oirán en aquel día los sordos las palabras del libro” (Isaías 29,18). En realidad, el camino del creyente es una apertura progresiva y una sensibilidad hacia la escucha: “Cada mañana hace atento mi oído para que escuche como los discípulos. El Señor Dios me ha abierto el oído y yo no he opuesto resistencia” (Isaías 50,4-5).

Vivimos en una sociedad acústicamente contaminada, con el riesgo de una “otosclerosis”, el endurecimiento de nuestro oído, por habituación o por defensa. Esta “sordera física” puede repercutirse en la esfera espiritual. La voz de Dios se convierte en una entre tantas y, incluso, superada por otras voces amplificadas por los medios. El creyente tiene una extrema necesidad de ser continuamente sanado de la sordera del corazón.

2. De la escucha nace la palabra.

De la escucha nace la palabra verdadera, la comunicación auténtica. La sanación de la lengua es consecuente a la del oído: “Se le abrieron los oídos, se desató el nudo de su lengua y hablaba correctamente”.

En un mundo hiperconectado crece la Babel de la incomunicabilidad, que se manifiesta en el lenguaje falso y manipulador, en el acoso y la opresión. La palabra se banaliza, se mortifica y se vuelve insignificante, generando un bloqueo comunicativo, la soledad y el mutismo. Esta situación se refleja tanto en el ámbito familiar y en las relaciones interpersonales como en la sociedad y en la Iglesia.

Debería preocuparnos especialmente la afonía de la Iglesia y del cristiano. Un cristiano afónico difícilmente puede comunicar la buena nueva del evangelio. La afonía de la Iglesia corroe la dimensión profética de la fe, con el riesgo de hacerla cómplice de la injusticia que se propaga en el mundo.

¿Qué hacer para “hablar correctamente” como el hombre del evangelio? ¿Cómo recuperar la voz profética de “quien clama en el desierto”, para hacer resonar la Palabra en los numerosos desiertos del mundo de hoy?

Tal vez nos falte esa media hora de silencio de la que habla el Apocalipsis: “Cuando el Cordero abrió el séptimo sello, hubo silencio en el cielo como por media hora.” (8,1). Tal vez en la Iglesia estamos demasiado acostumbrados a subir a la cátedra y menos a callar y hacer silencio. Sin silencio: no hay discernimiento para captar la “gravedad” del momento que vivimos; no hay sensibilidad para abrirse al asombro de la intervención divina; no hay palabra iluminada para leer el presente. Como el profeta Elías, necesitamos frecuentar el Horeb de nuestra fe, la cruz de Cristo, para captar la nueva modalidad de la presencia de Dios en la “voz del silencio” (1 Reyes 19,12).

Tal vez nos falta la higiene matutina del alma. Todos los días lavamos cuidadosamente los oídos y la boca, pero a menudo descuidamos el lavado de los oídos y de la boca del corazón. Habría que recordar, cada mañana, el evento de nuestro bautismo y, sumergiendo en esas aguas nuestras manos, repetir interiormente, en oración, el Effatá bautismal: “¡El Señor Jesús, que hizo oír a los sordos y hablar a los mudos, me conceda escuchar hoy su palabra y profesar mi fe, para alabanza y gloria de Dios Padre!”

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


¡Effatá! ¡Ábrete!

“Jesús dejó el territorio de Tiro, pasó por Sidón y se dirigió de nuevo al lago de Galilea atravesando la Decápolis. Le llevaron a un hombre sordo y tartamudo y le suplicaban que impusiera sobre él la mano. Jesús lo apartó de la multitud y, a solas con él, le metió los dedos en los oídos y con su saliva le tocó la lengua. Luego, mirando al cielo, suspiró y dijo: “¡Effatá!”, que quiere decir: “¡Ábrete!”. Al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de su lengua y comenzó a hablar sin ninguna dificultad. Jesús les ordenó que no lo dijeran a nadie, pero cuanto más él insistía, más lo divulgaban ellos. Y llenos de asombre comentaban: “Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos”. (Marcos 7, 31-37)

La historia del evangelio de hoy seguramente traía muchos recuerdos a quienes veían actuar a Jesús con tanto poder y autoridad. El profeta Isaías había anunciado que el Dios de Israel “despegaría los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos se abrirán. Entonces el lisiado saltará como un ciervo y la lengua del mudo cantará”. (Isaías 35, 4-6) Esos serían los signos que manifestarían la presencia de Dios en medio de su pueblo.

Jesús pasa incansablemente en medio de toda la gente de su pueblo y en todas partes va haciendo obras extraordinarias que manifiestan la llegada del Reino de Dios, la llegada de los tiempos nuevos en los cuales él aparece como el Mesías, el Salvador en quien se cumplen todas las promesas de los profetas.

El Señor acercándose a ese hombre sordo y tartamudo, lo invita a entrar en su corazón, lo lleva a parte y se ocupa de él. Como se ocupará siempre de todas las personas que tienen necesidad, de todos aquellos que no logran escuchar y entender su palabra.

Hay, en este pequeño texto, algunas palabras que son muy importantes para entender el mensaje que se nos quiere compartir. Oír, hablar, tocar, abrir, anunciar, reconocer.

El hombre que le llevan a Jesús está sordo, no oye y, por lo tanto, seguramente tampoco entiende en profundidad lo que le dicen. La sordera es algo que lo encierra en su mundo y lo aísla de los demás, negándole una posibilidad de vida plena. Se le niega hacer la experiencia de las relaciones necesarias para vivir como persona.

 No oye y eso crea en él una dependencia, una incapacidad que obliga a los demás a intervenir para poder ponerlo en contacto con Jesús. Este es un detalle importante que nos recuerda que siempre tendremos necesidad de mediaciones para acercarnos al Señor y que no vamos solos en el camino de la fe.

Era sordo y tartamudo y con ello aparece también su incapacidad de comunicarse tranquila y confiadamente. No puede compartir la riqueza que lleva dentro.

Tal vez no le faltaban las palabras, pero no lograba transmitir adecuadamente la riqueza de su vida. Todos llevamos dones magníficos en nosotros mismo cuyos destinatarios son los demás, pero muchas veces somos torpes en nuestra manera de compartirlos, tartamudeamos.

Pero aquel hombre tuvo la fortuna de que Jesús apareciera en su camino y se acercara para sacarlo de su sufrimiento. Jesús lo toca y su mano se convierte en instrumento que reintegra a la vida. Lo toca con su mano y con el gesto de la saliva le hace el don de su propia vida.

Y el milagro se lleva a cabo cuando, con autoridad Jesús le dice “ábrete”. Jesús lo libera de su incapacidad, lo sana abriéndolo a una experiencia nueva que le permite reconocerlo y aceptarlo en su vida como salvador. Empezó a hablar sin dificultad, volvió a ser la persona que tenía que ser siempre y se convierte en testigo del Señor.

En nuestras vidas se repite la misma historia y muchas veces nos damos cuenta de que no oímos lo que el Señor nos está diciendo. No entendemos por qué nos toca pasar por algunas experiencias que nos roban el aliento y la vida.

Estamos sordos a la voz del Señor que nos habla a través de su palabra, pero también a través de tantos acontecimientos sencillos que la vida va poniendo ante nosotros.

Atrapados en las preocupaciones de todos los días, no sabemos decir a los demás lo bello que Dios va haciendo en nosotros. Nuestras palabras parecen inadecuadas y nos cuesta compartir lo bueno que llevamos en nuestro interior. Dejamos que el silencio nos gane y nos aislamos de los demás, dejamos que el egoísmo nos gane y vivimos preocupados de nosotros mismos.

En lugar de cantar alegremente las maravillas del Señor, nos contentamos con tartamudear aquello que nos aflige y nos roba las ganas de vivir.

Pero el evangelio nos trae la buena noticia. Jesús está en camino hacia nosotros y no le importa dar una gran vuelta hasta encontrarnos. Como lo hizo yendo de Tiro hasta Galilea.

Jesús llega para poner su mano sobre nosotros, de manera que podamos sentir la bendición, el alivio y la curación que se nos otorga a través de él.

Aquí lo importante es estar dispuestos a dejarse tocar por él, dejar que su presencia cubra todo nuestro ser, que sus manos toquen nuestras sorderas y su saliva se convierta en medicina que nos sane de todas nuestras mediocridades.

¡Ábrete! Es invitación y orden. Abrirnos a su presencia y a su palabra es la oportunidad que se nos brinda a diario para salir de lo que nos tiene atrapados en vidas vividas a mitad.

Abrirse significa, creer, confiar, esperar. Es capacidad de apostarle a lo positivo, a lo que entusiasma y a lo que genera alegría en nuestra vida. Abrirse, quiere decir capacidad de reconocer la presencia bondadosa de Dios a cada instante y en cada situación que nos toca afrontar. Es poder decir: aquí está Dios y está haciendo lo mejor por mí.

¿Cuántas veces tendremos que oír con fuerza esa invitación de la parte del Señor? ¿A cuántas cosas tendremos que abrirnos para caer en la cuenta de que él nos lleva por caminos seguros y que podemos confiar en su palabra como garantía de felicidad?

Aquí está Jesús y todo lo está haciendo bien para que nada me falte y para que con sencillez pueda convertirme en testigo de su presencia en mí.

Aquí está Jesús y siento su mano que toca mi corazón y me convierte en testigo de su amor.

Aquí está Jesús hoy, en medio de nosotros, y reconociendo su presencia seguramente iremos como misioneros a llevarlo al corazón de tantas personas que lo necesitan, porque son los sordos y los tartamudos de nuestro tiempo.

Como aquella gente que encontró a Jesús, también nosotros estamos invitados a ir y compartir la experiencia que hemos hecho de él, pues reconocemos con asombro y gratitud todo lo que está haciendo en nosotros.

Que su mano toque nuestros oídos para entenderlo y nuestras bocas para anunciarlo.

P. Enrique Sánchez G. mccj


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