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Jubileo: Constructores de paz

El verdadero Jubileo acontece dentro de nosotros, de las relaciones familiares, comunitarias y sociales. Se trata de un «tiempo santo» de crecimiento espiritual, de perdón y liberación, para que brote la paz, el regalo que Dios quiere otorgar a la humanidad.

Por: P. Rafael G. Ponce, mccj

OCTUBRE
4-5: Jubileo del Mundo Misionero
4-5: Jubileo de los Migrantes
8-9: Jubileo de la Vida Consagrada
11-12: Jubileo de la Espiritualidad Mariana 
27-2 noviembre: Jubileo del Mundo Educativo

Ese shalom (paz) de Dios no sólo es tranquilidad individual, sino fraternidad, justicia, verdad, libertad y solidaridad con los empobrecidos, compromiso por los valores del Evangelio y luz que da sentido a nuestras luchas existenciales. La «paz jubilar» es un encuentro con Cristo, Príncipe de la paz (Is 9,5), que todo lo transforma y armoniza. 

En la Sagrada Escritura, cuando se habla de un año para la «liberación de los cautivos» (Is 61,1-2; Lc 4,18-19), significa empeñarnos en construir esa paz que destruye las cadenas del pecado, el odio, la violencia y todo aquello que va contra la dignidad de las personas. Al escuchar este llamado de paz pensamos en la guerra en la franja de Gaza, en Ucrania, en nuestra patria y en numerosos conflictos olvidados de los pueblos más oprimidos. Por tanto, el Jubileo consistirá en remar a contracorriente para aniquilar la cultura de la muerte, en favor de una paz y esperanza (dos caras de la misma moneda) basadas en el amor auténtico. Y en ello, todos tenemos responsabilidad con nuestras decisiones de cada día. Ser «constructores de paz» es hoy el nombre de los discípulos misioneros de Jesucristo.
En la bula Spes non confundit (La esperanza no defrauda) que nos convocaba a iniciar el Jubileo, se nos insiste: «Que el primer signo de esperanza se traduzca en paz para el mundo… La humanidad, desmemoriada de los dramas del pasado, está sometida a una prueba nueva y difícil cuando ve a muchas poblaciones oprimidas por la brutalidad de la violencia… Dejemos que el Jubileo nos recuerde que los que “trabajan por la paz” podrán ser “llamados hijos de Dios” (Mt 5,9)» (n. 8). Y continúa: «Si verdaderamente queremos preparar en el mundo el camino de la paz, esforcémonos por remediar las causas que originan las injusticias, cancelemos las deudas injustas e insolutas y saciemos a los hambrientos» (n. 16). ¡Bienvenido este anuncio de paz en medio de tantos gritos de guerra!

XXVI Domingo ordinario. Año C

En aquel tiempo, Jesús dijo a los fariseos: “Había un hombre rico, que se vestía de púrpura y de telas finas y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo, llamado Lázaro, yacía a la entrada de su casa, cubierto de llagas y ansiando llenarse con las sobras que caían de la mesa del rico. Y hasta los perros se acercaban a lamerle las llagas.

Sucedió, pues, que murió el mendigo y los ángeles lo llevaron al seno de Abrahán. Murió también el rico y lo enterraron. Estaba éste en el lugar de castigo, en medio de tormentos cuando levantó los ojos y vio a lo lejos a Abrahán y a Lázaro junto a él.

Entonces gritó: Padre Abrahán, ten piedad de mí. Manda a Lázaro que moje en agua la punta de su dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas. Pero Abrahán le contestó: Hijo, recuerda que en tu vida recibiste bienes y Lázaro, en cambio, males. Por eso él goza ahora de consuelo, mientras que tú sufres tormentos. Además, entre ustedes y nosotros se abre un abismo inmenso, que nadie puede cruzar, ni hacia allá ni hacia acá.

El rico insistió: Te ruego, entonces, padre Abrahán, que mandes a Lázaro a mi casa, pues me quedan allá cinco hermanos, para que les advierta y no acaben también ellos en este lugar de tormentos. Abrahán le dijo: tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen. Pero el rico replicó: No, padre Abrahán. Si un muerto va a decírselo, entonces sí se arrepentirán. Abrahán repuso: Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso, ni aunque resucite un muerto”.


(Lucas 16, 19-31)

El pobre Lázaro
P. Enrique Sánchez, mccj

También hoy, la primera lectura nos introduce al texto del evangelio que vamos a reflexionar poniendo ante nuestros ojos una imagen que fácilmente nos ayuda a entrar en lo que Lucas quiere sembrar en nuestros corazones a través de la parábola del hombre rico y el pobre Lázaro.

Dice el profeta Amos: “¡Ay de ustedes, los que se sienten seguros…! Se atiborran de vino, se ponen los perfumes más costosos, pero no se preocupan por las desgracias de sus hermanos. Por eso irán al destierro a la cabeza de los cautivos y se acabará la orgía de los disolutos” (Amos 6, 1a. 4-7)

Y el evangelista nos muestra el contraste entre el hombre rico que banquetea y el pobre Lázaro que se conformaría con las migajas que caían de la mesa, pero que ni siquiera eso le era consentido.

La reflexión de este pasaje del evangelio nos obliga a hacer memoria de lo que leíamos unos versículos antes en este mismo capítulo, en donde se nos contaba la

historia del mal administrador que astutamente supo servirse del dinero, aunque mal habido, para protegerse en el futuro.

El tema sigue siendo el de la relación que estamos llamados a crear con el dinero y con la riqueza que podemos acumular, para no dejarnos engañar por promesas que terminan por desaparecer y defraudar.

En la parábola de hoy no se habla de riqueza mal obtenida, pero muy finamente se nos hace entender cómo esa riqueza puede convertirse en un obstáculo para crear auténticas relaciones con quienes tenemos a nuestro lado.

El problema no es ser rico o tener muchos bienes, sino la actitud que se puede tener, haciendo que se vayan creando abismos entre quienes se sienten seguros y satisfechos con sus bienes y los pobres que son puestos en el margen y lejos de los intereses personales.

El administrador astuto, de la parábola precedente, había sabido hacerse amigos con la riqueza que administraba y ese acercarse a quienes estaban necesitados y que no podían pagar sus deudas, al final fueron quienes le salvaron de terminar mal.

La riqueza que administraba le ayudó a darse cuenta de que valían más las personas que el dinero, que de un momento al otro podía desaparecer.

En el caso de Lázaro sucede un poco lo contrario, había sido ignorado y despreciado, acabó hundido en su miseria sin que el rico que estaba más allá́ de la puerta se diera cuenta. Tal vez porque vivía distraído y encandilado por su riqueza.

Entre los dos se había creado un abismo que nadie estaba en condiciones de atravesar, porque se trataba del abismo de la indiferencia y, tal vez, del desprecio generado por la convicción de que el rico y el pobre no podrían sentarse en la misma mesa.

Pero para Dios las cosas funcionan de otra manera y muchas veces hemos escuchado en el evangelio que Dios tiene una predilección por los pobres, por los marginados, por los que no cuentan a los ojos de quienes piensan que lo tienen todo.

Como botón de muestra podemos citar las palabras de María que dice en su cántico:

Mi alma engrandece al Señor, y mmi espíritu se alegra en Dios, mi salvador, porque se

fijó en la humildad de su servidora. Desde ahora, todas las generaciones me llamarán dichosa, porque obras grandes hizo en mí el Poderoso. Su nombre es santo, y su misericordia llega de generación en generación a sus fieles. Desplegó la fuerza de su brazo y deshizo los planes de los orgullosos, derribó a los poderosos de sus tronos y elevó a los humildes, a los hambrientos los llenó de bienes y a los ticos los despidió con las manos vacías”. (Lc 1, 47-53)

San Lucas parece poner en contraste dos maneras de usar la riqueza y las consecuencias que pueden resultar para quien busca alcanzar una vida plena. Mientras que para el mal administrador la historia termina relativamente bien, pues se reveló inteligente a la hora de usar de la riqueza que estaba a su disposición haciendo un bien, aunque podría ser criticado; para el rico, que sólo fue capaz de pensar y de disfrutar su riqueza ignorando las necesidades de los demás, el final fue la tristeza de la muerte y la incapacidad de hacer marcha atrás.

No es difícil descubrir la actualidad del mensaje de esta parábola cuando nos detenemos a contemplar un poco la realidad en que nos toca vivir hoy.

Hay personas que, a medida que han ido incrementando sus riquezas, se han ido alejando de la realidad. Viven convencidas de que en el mundo todo funciona bien y sin dificultad. Se crean burbujas geográficas y mentales que justifican un comportamiento que genera indiferencia, cuando no, un rechazo y desprecio por las necesidades de los demás.

La distancia entre ricos y pobres, desde hace muchos años, se dice que se ha convertido en una realidad escandalosa y las estadísticas hablan de un grupo cada día más pequeño de personas que acumulan inmensas fortunas, mientras que el número de pobres aumenta sin que nadie lo pueda detener. Es otra manera muy sencilla de entender el abismo que existía entre el hombre rico y Lázaro.

La dificultad de un encuentro entre ricos y pobres se acrecienta cuando no es sólo la riqueza la que marca la distancia, sino cuando interviene una mentalidad que justifica actitudes y comportamientos que facilitan la indiferencia, la indolencia y la falta de solidaridad.

El abismo que separaba al rico de Lázaro cuando se encontraron después de su paso por este mundo era la mejor imagen para representar lo que nos puede pasar, también a nosotros, cuando nos dejamos encandilar por el brillo de las riquezas.  Uno fue acogido en el seno de Abrahán y el rico acabo enterrado en el lugar de la soledad y del sufrimiento.

Pero sería injusto cargarle las tintas a la figura del rico que, en su momento no supo acercarse a Lázaro en su necesidad, pues no todos los ricos viven en esa actitud.

Todos hemos conocido ricos, aunque sean pocos, que ha vivido muy libres frente a las riquezas y que se han convertido en personas que recordamos por su generosidad y su capacidad de compadecerse de las necesidades de los demás; ricos que no se han dejado engañar por la tentación del derroche y del despilfarro, ricos que han vivido como pobres agradecidos.

Pero también hemos conocido pobres carentes de muchas cosas, pero con el corazón cargado de resentimientos, de rencores; pobres, si hablamos de riquezas, pero cerrados en su miseria.

Nuestra parábola se concluye presentando el drama que vive el rico al darse cuenta de que sus riquezas no le sirvieron para salvarse y sintiendo la desesperación al ver a los de su casa ir por el mismo camino.

Ante las súplicas que dirige a Abrahán la respuesta que recibe es que ahora ya es muy tarde y que los suyos tienen a su alcance la posibilidad de tomar el camino justo. Todo depende de su capacidad de abrir el corazón y sus oídos a la palabra de Dios y al grito de los pobres, a través de los cuales siempre les hablará.

La conclusión parece enseñarnos que, en las cosas de Dios, las historias se voltean y quienes en esta vida se han dado a la riqueza, acaban por perderse para la vida eterna.

Al contrario, a quienes les ha tocado vivir en la limitación y en la pobreza han creado las condiciones en su corazón para estar abiertos a la bondad y a la providencia de Dios que pone siempre nuestros pasos sobre el camino de la felicidad eterna.

Que el Señor nos ayude a poner el corazón en las riquezas que realmente valen la pena.


No ignorar al que sufre
José Antonio Pagola

Estaba echado en su portal.
El contraste entre los dos protagonistas de la parábola es trágico. El rico se viste de púrpura y de lino. Toda su vida es lujo y ostentación. Sólo piensa en «banquetear espléndidamente cada día». Este rico no tiene nombre pues no tiene identidad. No es nadie. Su vida vacía de compasión es un fracaso. No se puede vivir sólo para banquetear.
Echado en el portal de su mansión yace un mendigo hambriento, cubierto de llagas. Nadie le ayuda. Sólo unos perros se le acercan a lamer sus heridas. No posee nada, pero tiene un nombre portador de esperanza. Se llama «Lázaro» o «Eliezer», que significa «Mi Dios es ayuda».
Su suerte cambia radicalmente en el momento de la muerte. El rico es enterrado, seguramente con toda solemnidad, pero es llevado al «Hades» o «reino de los muertos». También muere Lázaro. Nada se dice de rito funerario alguno, pero «los ángeles lo llevan al seno de Abrahán». Con imágenes populares de su tiempo, Jesús recuerda que Dios tiene la última palabra sobre ricos y pobres.
El rico no se le juzga por explotador. No se dice que es un impío alejado de la Alianza. Simplemente, ha disfrutado de su riqueza ignorando al pobre. Lo tenía allí mismo, pero no lo ha visto. Estaba en el portal de su mansión, pero no se ha acercado a él. Lo ha excluido de su vida. Su pecado es la indiferencia.
Según los observadores, está creciendo en nuestra sociedad la apatía o falta de sensibilidad ante el sufrimiento ajeno. Evitamos de mil formas el contacto directo con las personas que sufren. Poco a poco, nos vamos haciendo cada vez más incapaces para percibir su aflicción.
La presencia de un niño mendigo en nuestro camino nos molesta. El encuentro con un amigo, enfermo terminal, nos turba. No sabemos qué hacer ni qué decir. Es mejor tomar distancia. Volver cuanto antes a nuestras ocupaciones. No dejarnos afectar.
Si el sufrimiento se produce lejos es más fácil. Hemos aprendido a reducir el hambre, la miseria o la enfermedad a datos, números y estadísticas que nos informan de la realidad sin apenas tocar nuestro corazón. También sabemos contemplar sufrimientos horribles en el televisor, pero, a través de la pantalla, el sufrimiento siempre es más irreal y menos terrible. Cuando el sufrimiento afecta a alguien más próximo a nosotros, no esforzamos de mil maneras por anestesiar nuestro corazón.
Quien sigue a Jesús se va haciendo más sensible al sufrimiento de quienes encuentra en su camino. Se acerca al necesitado y, si está en sus manos, trata de aliviar su situación.

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Siempre habrá un Lázaro a mi puerta
Fray Marcos

Por última vez, después de una insistencia machacona, nos habla Lucas de la riqueza. Yo también tengo claro que en materia de riqueza no haremos caso ni aunque resucite un muerto. La parábola va dirigida a los fariseos. Acaba de decir el evangelista: “Oyeron esto (no podéis servir a dos amos) los fariseos, que son amigos del dinero, y se burlaban de él”. Jesús apoyándose en las creencias que ellos aceptaban, quiere hacerles ver que, si de verdad creyeran lo que predican, no estarían tan pegados a las riquezas.

Esta parábola es clave para entender algo de lo que nos dice el evangelio sobre las riquezas. No se puede hablar de ellas en abstracto y la parábola nos obliga a pisar tierra. El rico no tiene en cuenta al pobre y sin esa toma de conciencia nada tiene sentido. Lo único negativo de la parábola es que, mal interpretada, nos ha permitido utilizarla como opio. Aguanta un poco, hombre, que aunque te parezca que el rico disfruta, espera al más allá y le verás freírse en el infierno, mientras tú encontrarás la dicha más completa.

Esta parábola nos dice lo mismo que (Mt 25,34-46) “Porque tuve hambre y no me disteis  de comer, tuve sed y no me disteis de beber.” Las dos hay que entenderlas dentro de una visión mitológica del más allá: premio y el castigo como solución de las injusticias del más acá. Utilizar estos textos para seguir hablando de un premio para los pobres y un castigo para los ricos en el más allá no tiene sentido alguno; a no ser que se busque la resignación de los pobres para que los ricos puedan seguir disfrutando de sus privilegios.

Para comprender por qué el rico, que comía y vestía de lo suyo, es lanzado al “hades”, debemos explicar el concepto de rico y pobre en la Biblia. Para nosotros “rico” y “pobre” son conceptos que hacen referencia a una situación social. Rico es el que tiene más de lo necesario para vivir y puede acumular bienes. Pobre es el que no tiene lo necesario para vivir y pasa necesidades vitales. En el AT la perspectiva es siempre religiosa. Fueron los profetas, empezando por Amós, los que levantaron la liebre y denunciaron la maldad de la riqueza. Su razonamiento es simple: la riqueza se amasa siempre a costa del pobre.

Pobres en el AT, sobre todo a partir del destierro, eran aquellos que no tenían otro valedor que Dios. Se trataba de los desheredados de este mundo que no tenía nada en qué apoyar su existencia; no tenían a nadie en quien confiar, pero seguían confiando en Dios. Esta confianza era lo que les hacía agradables a Dios, que no les podía fallar (Lázaro, Eleazar -´El ´azar en hebreo- significa Dios ayuda). No existe en el AT concepto puramente sociológico de rico y pobre, nada se podía desligar del aspecto religioso.

Ahora comprenderéis por qué el evangelio da por supuesto que las riquezas son malas sin más matizaciones. No se dice que fueran adquiridas injustamente ni que el rico hiciera mal uso de ellas, simplemente las utilizaba a su antojo. Si Lázaro no hubiera estado a la puerta, no habría nada que objetar. Pero es precisamente el pobre el que, con su sola presencia, llena de maldad el lujo y los banquetes del rico. Tampoco Lázaro se propone como ejemplo moral de pobre, sino como contrapunto a la opulencia del rico.

No es fácil comprender el mensaje del evangelio, basta ver el comportamiento de Jesús. Jesús manifiesta una predilección por todos los que necesitaban liberación, entre ellos los pobres; pero también admitió la visita de Nicodemo, era amigo de Lázaro, aceptó la invitación de Mateo, acogió con simpatía a Zaqueo, fue a comer a casa de un fariseo rico, etc. No es fácil descubrir las motivaciones profundas de la manera de actuar de Jesús. Jesús descubrió que la riqueza acumulada, y no compartida, impide entrar en el Reino. Pero su actitud no fue excluyente, sino abierta y de acogida para los ricos.

El mensaje del evangelio no pretende solucionar un problema social sino denunciar una falsa actitud religiosa. El evangelio está a años luz del capitalismo, pero también del comunismo. Jesús predica el “Reino de Dios”, que consiste en hacer a todos los hombres hermanos. La diferencia es sutil, pero sustancial. El comunismo reparte los bienes, pero mantiene al pobre en su pobreza para seguir justificándose. Jesús propone compartir como fruto del amor. La consecuencia sería la misma, que los ricos dejarían de acaparar y los pobres dejarían de serlo, pero la actitud humanizaría tanto al rico como al pobre.

Seguramente que el rico de hoy hacía favores e invitaría a comer a sus hermanos y a los amigos ricos como él. Esa actitud no garantiza humanidad alguna. El amor cristiano solo está garantizado cuando hago algo por aquel que no va a poder pagármelo. El amor que pide Jesús nunca se puede desligar de la compasión. Amor sin compasión es interés. Un niño no tiene compasión por su madre, por eso lo que siente por ella no es “amor” sino interés. La mayoría de las relaciones que calificamos de amor, no son más que egoísmo.

Ahora podemos entender por qué la incapacidad de cada uno para solucionar el hambre del mundo no es excusa para no hacer nada. Nuestra pasividad demuestra que la religión no es más que una tapadera que intenta sumar seguridad espiritual a las seguridades materiales. Jesús no está pidiendo que soluciones el hambre del mundo, sino que salgas de tu error al confiar en la riqueza. No se te pide que salves el mundo, sino que te salves tú. Si los ricos dejásemos de acaparar bienes, inmediatamente llegarían a los pobres.

Me daría por satisfecho si todos nosotros saliéramos de aquí convencidos de que la pobreza no es un problema que alguien tiene que solucionar, sino un escándalo en el que todos participa­mos y del que tenemos la obligación de salir. No es suficiente que aceptemos teóricamente el planteamiento y nos dediquemos a superar las injusticias que se están cometiendo hoy en el mundo. Debemos descubrir que aunque yo esté dentro de la legalidad cuando acumulo bienes materiales, eso no garantiza que sea lo correcto.

No basta despojar a los ricos de su riqueza, porque los ahora pobres ocuparían su lugar. Eso ha pasado en todas las revoluciones sociales. La única solución pasa por superar todo egoísmo para hacer un mundo de hermanos. Es verdad que los ricos no se consideran hermanos de los pobres, pero tampoco los pobres se consideran hermanos de los ricos. El evangelio va mucho más allá de la solución de unas desigualdades sociales, pero también esas injusticias quedarían superadas con un verdadero amor-compasión.

No podemos desarrollar una auténtica religiosidad sin tener en cuenta al pobre. Nuestra religión, olvidando el evangelio, ha desarrollado un individualismo absoluto. Lo que cada uno debe procurar es una relación intachable con Dios. La moral católica está encaminada a perfeccionar esta relación con Él. Pecado es ofender a Dios y punto. El evangelio nos dice que el único pecado que existe es olvidarse del que me necesita. Mi grado de acercamiento a Dios es el grado de acercamiento al otro. Lo demás es idolatría.

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La indiferencia como defensa
Enrique Martínez Lozano

“Ojos que no ven, corazón que no siente”, afirma con perspicacia el refrán popular. La indiferencia consiste justamente en eso: en no querer ver, como una forma de blindarse frente a aquello que podría amenazar nuestra zona de confort, los intereses y expectativas de nuestro ego.

La indiferencia, por tanto, es lo opuesto a la compasión, en cuanto capacidad de sentir y vibrar con el otro, particularmente en su dimensión de necesidad y vulnerabilidad. La compasión –en el sentido etimológico del término griego que aparece en el texto evangélico: “splagchnizomai”– nos remueve en las entrañas, nos ablanda y nos mueve a actuar en beneficio de la persona; la indiferencia nos ciega y endurece, nos paraliza y nos encierra.

Si tenemos en cuenta que la compasión constituye uno –si no el primero– de los ejes centrales del evangelio de Jesús, no es extraño que la indiferencia –junto con la hipocresía

(mentira) de quienes se consideraban superiores a los demás o utilizaban la religión en beneficio propio (el fariseo, como arquetipo)– sea la actitud denunciada con más dureza.

En esa denuncia se inscribe precisamente la parábola que estamos comentando, junto con otras dos bien conocidas: la que denuncia la indiferencia del sacerdote y del levita que no auxiliaron al hombre malherido (Lc 10, 25-37) y la del “juicio universal” que deja al descubierto a quienes no supieron ver al Señor en quien tenía hambre, estaba desnudo, enfermo o preso (Mt 25, 31-46).

La parábola rezuma sabiduría por los cuatro costados, mostrando con precisión lo que es la indiferencia. En ningún momento se dice que el “hombre rico” –innominado, es decir, es alguien que “no existe”– agrediera o cometiera algún acto positivo contra Lázaro –el pobre existe, tiene un nombre que significa: “Dios ayuda”–; simplemente no lo vio.

La indiferencia produce un “abismo inmenso”. En lugar de ver al otro como no-separado de mí –“carne de mi carne”, como dice el mito de la creación (Gen 2,23); “no te cierres a tu propia carne”, clamaba el profeta Isaías (58,7)–, la indiferencia lo ignora por completo, creando una separación tan abismal como errónea.

¿Qué signos de indiferencia percibo en mí?

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Gozar de la vida es renunciar a lo supeerfluo
Fernando Armellini

Introducción

Hubo un tiempo en que Dios aparecía aliado con los ricos: el bienestar, la suerte, la abundancia de bienes eran considerados signos de su bendición.

La primera vez que la palabra hebrea kesef (que significa “plata” o más comúnmente, “dinero”) aparece en la Biblia, se refiere a Abrahán: “Abrán poseía muchos rebaños y plata y oro” (Gén 13,2). “Isaac sembró en aquella tierra y ese año cosecharon un ciento por ciento”(Gén 26,12). Jacob tuvo innumerables propiedades: “bueyes, asnos, rebaños, hombres-siervos y siervas” (Gén 32,6). El salmista promete al justo: “En tu casa habrá riquezas y abundancia”(Sal 112,3).

La pobreza era una desgracia. Se creía que era resultado de la pereza, la ociosidad y el libertinaje: “Un rato duermes, un rato descansas, un rato cruzas los brazos para dormitar mejor, y te llega la pobreza del vagabundo, la penuria del mendigo” (Prov 24,33-34).

Un cambio de perspectiva llega con los profetas: se comienza a entender que las riquezas acumuladas por los ricos no son siempre el resultado de su trabajo honesto y de la bendición de Dios sino que a menudo son el resultado de hacer trampas o avasallar los derechos de las personas más vulnerables. Incluso los sabios de Israel denuncian los riesgos: “Dulce es el sueño del trabajador; coma mucho o coma poco, al rico sus riquezas no lo dejan dormir” (Ecl 5,11). “El oro ha arruinado a muchos” (Eclo 8,2).

Jesús considera tanto la codicia de los bienes de este mundo y la riqueza honesta como obstáculos casi insuperables para la entrada en el reino de los cielos. El engaño de la riqueza ahoga la semilla de la Palabra (Mt 13,22); gradualmente tiende a conquistar el corazón humano y no deja espacio ni para Dios ni para el otro.

Bendito es el que se hace pobre, que ya no está ansioso por lo que come o bebe, que no se preocupa por la ropa y no se inquieta por el mañana (Mt 6,25-34). Bienaventurado el que comparte todo lo que tiene con los demás.

Primera Lectura: Amós 6,1a.4-7

1¡Ay de los que se sienten seguros en Sión y confían en el monte de Samaría! 4Se acuestan en camas de marfil, se apoltronan en sus sillones, comen carneros del rebaño y terneras del establo; 5canturrean al son del arpa, inventan, como David, instrumentos musicales; 6beben vino en copas, se ungen con perfumes exquisitos y no se apenan por la ruina de José. 7Por eso irán al destierro, a la cabeza de los deportados y se acabará la orgía de los libertinos.

Vimos el domingo pasado cuál era la situación económica y social en Israel en la época de Amós. Hubo bienestar, paz, prosperidad, pero también muchas injusticias. El profeta levantó su voz contra los comerciantes que extorsionaron y engañaron a los pobres. La lectura de hoy propone otro pasaje del mismo profeta. Esta vez atacando a los dirigentes políticos y los aristócratas que viven en lujosas casas de piedras talladas (Am 5,11) en la ciudad de Samaria.

El pastor Amós no soporta la vista de estos vagos que banquetean, organizan fiestas y la pasan bien mientras los obreros explotados trabajan en sus campos desde el amanecer hasta la noche por poca paga. Amós, el pastor resistente, acostumbrado a dormir afuera, siente repugnancia por estas juergas. La sátira sobre los juerguistas de Samaria sigue viva y está detallada: “Se acuestan en camas de marfil, se apoltronan en sus sillones, comen carneros del rebaño y terneras del establo” (v. 4). “Canturrean al son del arpa, inventan, como David, instrumentos musicales” (v. 5). “Beben los mejores vinos y se ungen con perfumes exquisitos y no se apenan por la ruina de José” (v. 6).

La lectura termina con una terrible amenaza: en solo un par de años vendrán los enemigos asirios que quemarán los palacios y destruirán la ciudad. Los líderes indolentes han luchado desde sus sofás blandos y fueron arrastrados como esclavos a Nínive. Amós promete que la juerga desenfrenada deberá acabar: “Por eso irán al destierro, y se acabará la orgía de los libertinos” (v. 7). ¡Terribles palabras contra los ricos y poderosos! Palabras nunca antes oídas en Israel.

Segunda Lectura: 1 Timoteo 6,11-16

11Tú, hombre de Dios, huye de todo eso; busca la justicia, la devoción a Dios, la fe, el amor, la paciencia, la bondad. 12Pelea el noble combate de la fe. Aférrate a la vida eterna, a la cual te llamaron cuando hiciste tu noble confesión ante muchos testigos. 13En presencia de Dios, que da vida a todo, y de Cristo Jesús, que dio testimonio ante Poncio Pilato con su noble confesión, 14te encargo que conserves el mandato sin mancha ni tacha, hasta que aparezca nuestro Señor Jesucristo, 15quien será mostrado a su tiempo por el bienaventurado y único Soberano, el Rey de reyes y Señor de señores, 16el único que posee la inmortalidad, el que habita en la luz inaccesible, que ningún hombre ha visto ni puede ver. A él el honor y el poder por siempre. Amén.

El autor escribe a Timoteo, obispo de Éfeso. Está preocupado porque en la comunidad cristiana hay falsos maestros que difunden doctrinas extrañas que causan daño a los cristianos. En la última parte de la Carta se describen los vicios de estas personas: están cegados por el orgullo; no entienden nada; lo peor es que consideran la religión como una fuente de lucro. La Carta dice: “El amor al dinero es la raíz de todo mal” (1 Tim 6,10).

El pasaje que leemos hoy comienza luego de esta observación. El apóstol recomienda a Timoteo permanecer lejos de estos males y cultivar la justicia, la devoción a Dios, la fe, el amor, la paciencia, la bondad (v. 11).

Esta lista de virtudes se propone a cada cristiano para que pueda reflexionar sobre su situación espiritual. Sobre todo quien conduce la comunidad debe meditar sobre estas virtudes. Los fieles deben mirar al líder de la comunidad como un modelo a imitar.

En la última parte de la lectura (vv. 12-16) el autor vuelve otra vez sobre el problema que le preocupa mucho: las doctrinas falsas que pueden infiltrarse en la comunidad cristiana. Por este motivo llama a Timoteo a conservar irreprochable y sin mancha el Evangelio que le fue anunciado.

Evangelio: Lucas 16,19-31

“Queridos pobres, en este mundo nuestra vida es dura y, a veces, parece realmente un infierno: Ustedes viven en chabolas, sufren hambre, se cubren con trapos y están llenos de heridas. Los ricos en cambio viven en espléndidos palacios derrochando dinero en fiestas, casas de lujo y ropa de marca. No los culpo a ustedes. En el otro mundo se invertirán las condiciones: podrán disfrutar mientras ellos sufrirán. Es cuestión de tener un poco de paciencia y Dios cambiará los placeres de los ricos en atroces tormentos.”

Entendida así, la parábola del rico y del pobre Lázaro se convierte en “el opio del pueblo”: sirve para aplacar a los pobres, alimentando el sueño de un futuro mejor para ellos. También es bueno para los ricos que, sin mucha angustia por el infierno de la vida, empiezan a disfrutar de su paraíso aquí y ahora.

Las grandes desigualdades sociales eran prácticamente inconcebibles en el antiguo Israel, donde no era posible enriquecerse uno a expensas de los demás. De hecho, al llegar el año del Jubileo, todo debe volver a sus legítimos propietarios (Lev 25). Pero siempre pueden eludirse las leyes y los que no tienen miedo del castigo de Dios ya aparecen en la época de los profetas: “¡Ay de los que añaden casas a casas y juntan campos con campos, hasta no dejar sitio, y vivir ellos solos en medio del país!” (Is 5,8). Las pequeñas propiedades familiares son gradualmente absorbidas por grandes terratenientes y las tierras terminan en manos de un grupo muy restringido.

En la época de Jesús se esperaba que esta situación cambiara. Los pobres solían decir: “Un día los poderosos serán entregados en manos de los justos; les cortarán el cuello y los mataránsin piedad. Los que no cuentan para nada dominarán a los poderosos y los pobres reinarán sobre los ricos.”

La parábola que leemos en el evangelio de hoy nace en este contexto. Para entenderla debemos comenzar por identificar a los personajes.

Uno a quien no se nombra es Dios que, en el otro mundo, pondrá en orden lo que no fue bueno en este mundo. Sus pensamientos y sus decisiones se colocan en la boca de Abrahán que toma, por tanto, el papel de protagonista. Luego viene el rico, que tiene también una parte importante: el diálogo con Abrahán ocupa dos terceras partes de la historia (vv. 24-31). Finalmente tenemos a Lázaro, que permanece siempre en la sombra. No dice ni una palabra; no dice absolutamente nada; no mueve un dedo ni se mueve. Está siempre sentado: en la tierra a la puerta de los ricos, y en el cielo en el seno de Abrahán. Y, durante el viaje, es llevado por los ángeles.

Si quisiéramos dar un título a la parábola, sería incorrecto llamarla La Parábola del pobre Lázaro (ya que no es el protagonista). Tampoco La Parábola del rico malvado. El mensaje principal de la historia es el juicio de Dios sobre la distribución de la riqueza en el mundo.

En ninguna otra parábola Jesús asigna nombres a los personajes. Solo en esta se dice que el pobre se llamaba Lázaro. ¿Quién es el que tiene nombre en este mundo? ¿A quiénes están dedicadas las primeras páginas del periódico? A los ricos, a los que tienen éxito. Para Jesús, lo cierto es lo contrario. Para Él, el rico es un cualquiera mientras que el pobre tiene un nombre muy expresivo; su nombre es Lázaro, que significa “ayuda del Señor”.

Después de describir a los personajes, centrémonos en cada uno, comenzando por el rico que es condenado, aunque, a decir verdad, no sabe por qué. No ha hecho nada malo: no se dice que haya robado, que no haya pagado los impuestos, que haya tratado mal a sus siervos, blasfemado;que fuera un disoluto o que no practicara su fe.

Tal vez fuera insensible a las necesidades de los demás, no ayudara a los pobres y así cometiera un grave pecado de omisión. Pero esto no parece cierto: Lázaro estaba en su puerta y no en otro lugar. Significa que estaba recibiendo unas migajas.

Pero la condición en la que estaba Lázaro era inhumana. Tenía que conformarse con las migas con las que los comensales se limpiaban los dedos (en aquellos tiempos no se usaban utensilios) y los detalles sobre los perros le confieren un incomparable realismo a la escena.

¿Y el hombre rico? Vivió su vida deleitándose, vistiendo a la última moda, pero siempre gastando de los suyo. Por lo tanto –según la manera de pensar y juzgar de aquel tiempo– gozaba de un comportamiento moral impecable. Por otra parte, cuando Abrahán le niega la gota de agua, no lo acusa de ninguna falta. Simplemente le recuerda que él era rico y disfrutaba en este mundo mientras que Lázaro sufría. Luego en el cielo las cosas se invierten. Pero no se explica por qué. Así que es mejor no mencionarlo como “el rico malo”.

Hay una tendencia a demonizar a los ricos, considerarlos siempre llenos de iniquidad y exaltar a los pobres, poniéndolos como modelos de todas las virtudes. Lázaro sería el arquetipo, el ideal. ¿Pero estamos tan seguros de que Lázaro era un hombre bueno? ¿Qué hizo para merecer el cielo? No hizo nada. Lo constatamos: A lo largo de su vida no levantó un dedo. No se dice que fuera humilde y educado, que haya ido a orar a la sinagoga, que haya sido un hombre de familia ejemplar y laborioso y que se hubiera convertido en pobre porque fue golpeado por la desgracia. ¿Quién nos asegura que él no haya sido un vago que desperdició todas sus posesiones? Y sus heridas, ¿no pueden ser el resultado de enfermedades contagiadas por una vida disoluta? De él solo conocemos que en este mundo fue pobre y que su situación cambió. Pero no se explica por qué.

¿Qué decir también de la actitud de Abrahán? No cae simpático. Israel creía que Abrahán era el padre del pueblo y el amigo de Dios (Dn 3:35) y por tanto podría incluso, por su intercesión, hasta sacar a sus hijos del infierno. Pero aquí niega una gota de agua a un pobre hombre. ¿No se le puede achacar, acaso, ser cruel en este episodio? El rico manifiesta mejoressentimientos: aunque en tormentos, se preocupa por sus hermanos.

Juntando todos estos elementos podemos ya sacar una conclusión inicial: la parábola no está dando una opinión sobre el comportamiento moral de los ricos y los pobres. Esto no significa que quien se comporta bien va al cielo y el que hace el mal va al infierno, porque –es evidente– el rico no cometió pecados y Lázaro no hizo buenas obras.

¿Entonces, qué? Simplemente significa que la parábola tiene otro mensaje. Profundicemos. En la antigüedad, circulaban historias similares a esta en las que los ricos siempre terminaban mal. Se contaba una historia sobre un hombre rico que había explotado a los pobres, y después de su muerte, fue desterrado a un lugar de castigo. Lo ataron junto a una puerta donde había un clavo, de tal manera que cuando la puerta giraba y alguien entraba o salía, el clavo se le clavabaen el ojo, y este fue su tormento en el infierno. Los predicadores de la época de Jesús a menudo utilizaban estas imágenes coloridas. Hablaban a propósito de crueles castigos porque estaban convencidos de que estas amenazas eran necesarias para hacer que la gente entrase en cabales.

Jesús también usó estas imágenes incluyendo algunas terribles: habló de banquetes, de comida abundante, pero también de llamas que torturan, del rechinar de dientes y de un abismo infranqueable que separa a los justos de los malvados. Estas son las clásicas imágenes creadas por la fértil imaginación de los orientales para representar la vida eterna. Sería ingenuo sacar de todo esto conclusiones teológicas sobre el infierno, el castigo y el fuego eterno. Sería totalmente engañoso atribuir a Dios un comportamiento severo, de crueldad, casi tan cruel como el de Abrahán contra un pecador arrepentido.

El gran abismo es solo un recordatorio para el discípulo sobre la verdad fundamental: el destino del hombre se juega en esta vida que es única, irrepetible.

Llegamos al mensaje de la parábola.

Una distinción que a muchos les parece lógica y natural es que existen ricos buenos y ricos malvados: de esta manera se mantiene la convicción de que las desigualdades pueden seguir existiendo en este mundo y de que los súper-ricos pueden vivir junto a los miserables, siempre y cuando no roben y den limosna. Jesús considera que esta forma de pensamiento es peligrosa. Y esta es la convicción que Él quiere demoler.

La parábola habla de un hombre rico que fue condenado no porque era malo sino simplemente porque era rico, es decir, se encerró en su mundo y no aceptó la lógica de la justa distribución de los bienes.

Jesús quiere que sus discípulos entiendan que la existencia en este mundo de dos tipos de personas –los ricos y los pobres– está contra el plan de Dios. El bien es para todos y el que tiene más debe compartir con aquellos que tienen menos o no tienen nada, para que exista igualdad (cf. 2 Cor 8,13). Así que, antes de que uno pueda disfrutar de lo superfluo, es necesario que todos puedan haber satisfecho las necesidades más básicas.

Comentando sobre esta parábola, San Ambrosio dijo: “Cuando das algo a los pobres, no le ofreces lo que es tuyo, le devuelves lo que es de ellos, porque la tierra y los bienes de este mundo son para todas las personas, no de los ricos”.

La última parte de la parábola (vv. 27-31) cambia de foco y habla de los cinco hermanos del rico que siguen viviendo en este mundo. Corren el riesgo de arruinarse a sí mismos por el mal uso de sus riquezas. Representan a los discípulos de las comunidades cristianas (el número cinco indica a todo el pueblo de Israel) que se ven tentados a poner su corazón en la riqueza.

¿Cómo hacer para no caer en la seducción que la riqueza ejerce irresistiblemente? El hombre rico de la parábola da su propia propuesta. Lo repite con insistencia dos veces, porque él cree que es la única manera de alcanzar la meta y lograr la conversión de sus cinco hermanos. Le pide al padre Abrahán que transmita milagrosamente –a través de una visión o un sueño– un mensaje de más allá de la tumba.

La respuesta de Abrahán a esta confianza en la capacidad persuasiva de los milagros es firme y clara: la única fuerza capaz de separar el corazón de los ricos de sus bienes es la Palabra de Dios. “Moisés y los profetas” es la fórmula con la cual, en tiempos de Jesús, se abarcaba toda la Sagrada Escritura. Solo esta Palabra puede hacer el milagro de dejar entrar al hombre rico en el reino de los cielos. Difícil porque se trata realmente de un milagro, un milagro tan difícil como dejar que un camello pase por el ojo de una aguja (Lc 18,25). Quien no se deja interpelar por la Palabra de Dios es ciertamente insensible y refractario a cualquier otro argumento.

http://www.bibleclaret.org

Misioneros combonianos en oración por la paz

Los superiores de las circunscripciones combonianas, reunidos en Asamblea Intercapitular en Roma, al conocer estos cuatro días (22-25 de septiembre) de oración pública continua por la paz, en particular en Gaza y en toda Tierra Santa, han decidido adherirse a la iniciativa, promovida por varios institutos misioneros con la diócesis de Roma y con la Conferencia Episcopal Italiana (CEI), participando en la misa de apertura, el pasado lunes 22 de septiembre por la noche, en la iglesia de San Giuseppe dei Falegnami al Foro Romano. La misa fue presidida por el comboniano padre Giulio Albanese.

«No dejemos de orar y oremos con confianza». La exhortación, expresada recientemente por el papa León XIV, junto con la certeza de que «mucho vale la oración del justo hecha con insistencia», como escribe el Apóstol Santiago, y las enseñanzas de don Tonino Bello sobre el ser contemplativos, son la base de los cuatro días de oración ininterrumpida por Gaza y Tierra Santa en la iglesia de San Giuseppe dei Falegnami.

Mientras continúa el asedio en esa franja de tierra que da al Mediterráneo, varios institutos misioneros masculinos y femeninos, organismos eclesiales, como la Fundación Missio, y el Vicariato de Roma han promovido la iniciativa a través del Centro Misionero Diocesano, con sede en la iglesia del Foro Romano. En la noche del 22 de septiembre, la celebración eucarística presidida por el padre Giulio Albanese, director de la oficina para la cooperación misionera entre las Iglesias del Vicariato y rector de San Giuseppe dei Falegnami, dio inicio a la oración que continuará hasta el jueves 25. La adoración al Santísimo Sacramento será animada por varios grupos.

A los pies del altar, las banderas de Palestina, Sudán, la República Democrática del Congo y Colombia. Una pequeña representación de los muchos países en guerra. «Tenemos ante nosotros a tanta humanidad sufriendo, inmolada en el altar del egoísmo humano», dijo el padre Giulio. Ante la «matanza» que está teniendo lugar en Gaza, el sacerdote comboniano recordó la responsabilidad cristiana de no permanecer como espectadores pasivos e invitó a redescubrir la oración como fuerza generadora de paz.

«El dolor es un gran misterio», afirmó. Si confiamos en Dios, debemos creer que todo coopera para el bien de quienes lo aman. Por eso la oración se vuelve indispensable, fundamental». En el mundo se libran 56 conflictos y el padre Giulio reflexionó que lo que está sucediendo es «humanamente inaceptable. No hay justificaciones. Tenemos ante nosotros una crónica que clama venganza ante Dios. Es evidente que es necesario creer en la paz».

Constatando que hoy en día hay «una gran frustración y un profundo sentimiento de decepción e impotencia», Albanese señaló que la tarea del cristiano es ser «testigo del Dios vivo. Porque nunca como hoy es necesario ir más allá del muro de silencio que nos hace parte de un sistema hipócrita». La oración ininterrumpida en San Giuseppe dei Falegnami tiene precisamente este objetivo, porque no se puede vivir «un cristianismo desencarnado con respecto al fluir de la historia. Se nos pide que salgamos. Hay una necesidad apremiante de signos, de gestos proféticos. No olvidemos que estamos llamados a ser signo de contradicción».

La huelga de transportes y la lluvia no desanimaron a los fieles y a los representantes de las realidades misioneras de la diócesis, que abarrotaron la pequeña iglesia construida sobre la prisión Mamertina donde, según la tradición, fueron encarcelados los apóstoles Pedro y Pablo. Desde aquí se elevarán oraciones por la paz de los pueblos abatidos por tantas guerras olvidadas. Como la de Sudán, «la mayor crisis humanitaria del mundo», con 25 millones de personas sin asistencia alimentaria, 14 millones de desplazados y 7 millones de niños que no van a la escuela desde hace tres años. Así lo recordó el padre Diego Dalle Carbonare, superior de los misioneros combonianos en Egipto y Sudán. La de Sudán, subrayó, «es la metástasis del conflicto en Darfur que se prolonga desde 2004 y al que siempre hemos sido indiferentes a nivel mundial. Es grave que para África, y para muchos otros países, se diga no a la cooperación, al desarrollo, a la sanidad y a la educación, mientras que sí hay dinero para las armas. Rezar por la paz significa rezar por un mundo que está tomando un camino equivocado».

Crédito: Roma Sette

Un autoestopista y un viejo misionero

Por: P. Fernando Cortés Barbosa, mccj

Soy el padre Fernando y voy por mis 15 años de vida sacerdotal. Tengo la grata experiencia de haber realizado diez de ellos de labor misionera en la República Centroafricana y ahora estoy de vuelta en mi país. Quiero compartir aquí mi vocación misionera, que no ha dejado de invitarme a estar donde se encuentra Jesús.

Con apenas 21 años, una tarde me puse a la orilla de la carretera a esperar el autobús que iba rumbo a mi pueblo. No había pasado ni media hora cuando vi venir un coche al que hice una señal para que me llevara a mi destino. El conductor seguramente dudó si recogerme o no porque, disminuyendo con parsimonia la velocidad, se detuvo a unos 100 metros delante de mí. Recogí del suelo mi mochila, me la eché al hombro y corrí hacia el coche. Fue una carrera que me condujo a la misión.

El conductor era un sacerdote. Lo reconocí al instante porque un domingo había presidido la misa en la iglesia de mi pueblo. Se me quedaron grabadas las palabras con las que se presentó: «Soy misionero comboniano». Aproveché para preguntarle qué era eso de los misioneros combonianos y durante todo el trayecto hasta llegar a mi pueblo, un viaje de casi dos horas, no hablamos de otra cosa que no fuera acerca de la vocación misionera.

De esa conversación me atrajo la idea de salir hacia otros lugares de la Tierra, conocer gente de otras culturas, formar parte de una fraternidad de personas de distintos países que anuncian el Evangelio entre aquellos pueblos que presentan mayor necesidad. Sentía que el mundo me abría sus puertas de par en par. Solo faltaba tomar una decisión.

Al día siguiente, mi compañero de viaje fue a la parroquia para hablar con mi párroco y nada más verle le trasladé la decisión que había tomado: «Quiero ser misionero comboniano». Él lo asumió de buen grado y comenzó a regalarme revistas y libros sobre las misiones y san Daniel Comboni, padre fundador de los Misioneros Combonianos, con quien comencé a identificarme muy pronto.

Las palabras que utilizaba Comboni para alentar a la gente hacia la Misión parecían dirigidas a mí. Yo, que era un joven deseoso de hacer opciones radicales y de darme por entero a la causa de un ideal, sentía que los textos de Comboni me venían como anillo al dedo. Como aquel que dice: «La vida de un hombre, que de manera absoluta y perentoria llega a romper toda relación con el mundo y con las cosas más queridas según la naturaleza, debe ser una vida de espíritu y de fe». Sus palabras no hacían otra cosa que reforzar mi decisión de abrazar la vocación misionera.

La formación

Me puse en contacto con los promotores vocacionales combonianos. Fui aceptado para iniciar mi formación en el propedéutico tras un curso de preseminario en el cual se nos pintaba a los aspirantes el panorama de la misión junto con momentos de espiritualidad a través de los escritos de Comboni. Corría el año 1998. Fui avanzando hacia las siguientes etapas formativas: postulantado, noviciado y la Teología en Lima (Perú). Cuando terminé me quedé dos años en el país antes de mis votos perpetuos y de la ordenación diaconal. Durante todo este período formativo, vivimos dentro de un continuo proceso de discernimiento que viví como una llamada de Dios a salir de mí mismo. Lo peor que puede pasarte es acomodarte, cerrarte a las novedades y a los desafíos que te va presentando la vida porque los percibas como una amenaza a tu bienestar. Dios siempre nos inquieta y cambia nuestro plan personal por otro mejor que nos saca de nuestra zona de confort. Esto nos sitúa ante la aventura de realizar su voluntad una vez que damos un sí lleno de confianza. Y solo será en la actitud de servicio donde se vea que buscamos pasar del vivir para uno mismo a vivir para los demás. Esta actitud requiere un «don de sí» que manifiesta alegría y supera la lógica del sacrificio. Pasar del sacrificio al «don de sí» se ha convertido para mí en un desafío constante que permanece hasta el día de hoy.

Busco integrar mi vocación misionera desde el «don de sí» que, como nos recordaba el papa Francisco, es la entrega cotidiana en el servicio y la renuncia a las alegrías huecas, pasajeras y carentes de gozo que nos ofrece el mundo del consumo que busca convertirnos en seres pasivos y manipulables. Quienes por egoísmo por temor se encierran en sí mismos desconocen que la auténtica alegría es consecuencia de vivir desde el «don de sí». Es cierto aquello que leemos en los Hechos de los Apóstoles de que «hay más alegría en dar que en recibir» y nadie que se entregue de buen corazón se verá triste frustrado, porque Dios ama a quien se da con alegría.

En el centro de África

Volví a México para mi ordenación sacerdotal, que tuvo lugar el 8 de enero de 2011. Cuatro años más tarde, tras concluir mis estudios en Ciencias de la Comunicación, fui enviado a la República Centroafricana. En 2017, la ONU señaló a este país como el más pobre del mundo debido, entre otros factores, a los efectos de un golpe de Estado que provocó episodios muy dolorosos entre la población.

El país, que ha cumplido 130 años de evangelización, aún está en camino de constituir una Iglesia madura de la cual todos se sientan parte, superando el apego de la feligresía a grupos o movimientos por los cuales sienten mayor afinidad que por la Iglesia en su totalidad.

Mi labor misionera la realicé en nuestra misión de Mongoumba, al suroeste del país, que tiene la peculiaridad de contar con asentamientos del pueblo pigmeo aka, a quienes la misión ofrece servicios de salud y educación. Las mujeres de la localidad son muy participativas, pero siguen siendo los hombres quienes lideran los grupos eclesiales. Para que nuestra Iglesia sea más dinámica e inclusiva contamos con grupos de base, distribuidos en cada sector de la población, para que todos puedan hacer una lectura de la realidad que viven a la luz de la Palabra de Dios y buscar soluciones juntos.

El choque es inevitable. Al principio no me resultó fácil entrar en la cultura centroafricana, pero un misionero con mucha experiencia me dijo unas sabias palabras que me ayudaron: «Tienes que sufrir al pueblo para llegar a amarlo, porque amándolo llegarás a decir: “Me quedo”». Una década de misión en la República Centroafricana no es nada comparado con otros misioneros que han estado 50 años dando su vida por la evangelización y en situaciones más difíciles que las que yo he vivido. No tengo derecho a quejarme, y si algún día me piden volver allí, aceptaré con gusto, pues estuve contento, aprendí mucho y la gente me recibió muy bien.

El sacerdocio

La Misión me ha enseñado a vivir mi sacerdocio no como un título del que presumir, sino como un don, con la alegría propia de quien fue buscado, llamado y enviado por el Señor Jesús para anunciar el Evangelio más allá de sus fronteras. Jesús se fijó en mí y me eligió, no por los méritos que yo tuviera, pues ninguno me alcanzaría, sino por pura gracia suya. En esto radica el don. Con la convicción de que es Dios quien hace fructificar nuestros proyectos y vocaciones, busco que mi don sacerdotal no termine estéril, a pesar de mis errores. Lo digo con toda convicción. Como humanos nos equivocamos, pero el Señor no falla a su promesa. Con una sonrisa en el rostro, el Señor siempre tiene la mano tendida para sanar y animar con su amor y misericordia a aquel que ha elegido.

La vivencia de mi vocación sacerdotal me ha hecho pasar de la rigidez de los inicios a una apertura sobre la comprensión de la naturaleza humana, pues también he sentido en carne propia las debilidades de nuestra condición humana. De este modo me he visto movido a poner en el centro de mi vida no mis propios intereses, sino a Jesús. También he aprendido a no considerarme superior a nadie en lo moral, intelectual o espiritual. Del mismo modo que yo he sido acogido, trato de ser un compañero de camino que acoge a otros con sus luces y sombras para avanzar juntos, apoyándonos mutuamente, pues no tengo duda de que los demás tienen mucho que aportarme.

Un modelo de vocación

Para concluir pienso en María, aquella valiente joven de Nazaret que es modelo de vocación. Desde el silencio y la sencillez fue sensible a las manifestaciones de Dios. Para concebir al Salvador le dijo al ángel Gabriel: «Soy la sierva del Señor, que se haga en mí según su palabra». Estas palabras se pueden resumir en un sí.

Que María, madre de Jesús, madre nuestra y primera discípula, sea nuestra guía para que, ante la llamada vocacional, no tengamos temor de responder con un sí generoso al Señor, el único por el cual se gana todo cuando uno también decide dejarlo todo.

Apertura de la causa de beatificación del P. Alberto Ferri Garavelli

El 22 de octubre se abrirá en Portoviejo (Ecuador) la causa de beatificación del misionero comboniano P. Alberto Ferri Garavelli (1935-2009). La decisión fue comunicada por la curia de la archidiócesis de Portoviejo, tras un minucioso trabajo de recopilación de datos y testimonios, mediante decreto del arzobispo monseñor Edoardo Castillo el pasado 15 de septiembre.

Originario de Cologno al Serio, en la provincia de Bérgamo, el P. Alberto Ferri Garavelli ejerció su ministerio en Ecuador, en las parroquias de Limones y Viche (Vicariato de Esmeraldas) y, posteriormente, en diversas comunidades de la archidiócesis de Portoviejo, provincia de Manabí. A su muerte, acaecida en Cologno al Serio el 16 de octubre de 2009, por deseo de los fieles que lo habían conocido y amado, su cuerpo fue trasladado a Ecuador y enterrado en la iglesia de Honorato Vásquez (Manabí), donde había dedicado trece años de su vida visitando y formando numerosas comunidades cristianas.

La gente sigue recordándolo con gran afecto y dando testimonio de su santidad. Por ello, el 22 de octubre, Mons. Castillo abrirá la fase diocesana de la causa, en presencia de numerosos fieles, sacerdotes y una delegación de la provincia comboniana de Ecuador.

Con gratitud al Señor por su vida y testimonio misionero, invocamos para todo el Instituto la gracia de renovar, a la luz de su ejemplo, la pasión misionera que lo animó.

Fecha de nacimiento: 05/09/1935
Lugar de nacimiento: Cologno al Serio/BG/I
Votos temporales: 09/09/1954
Votos perpetuos: 09/09/1960
Fecha de ordenación: 18/03/1961
Fecha de fallecimiento: 16/10/2009
Lugar de fallecimiento: Cologno al Serio/Bergamo/I

«Ánimo y adelante en el Señor, trato de aceptar todo por voluntad de Dios y por la esperanza de volver pronto a la misión. Gracias, P. Ravasio, por los contactos que mantienes por mí con los superiores mayores, que me ayudan a sentirme parte viva de nuestro Instituto». Estas son las últimas frases de una carta, quizá una de las últimas, enviada desde Bérgamo al P. Pietro Ravasio. En estas palabras se pueden ver los dos grandes principios que motivaron la vida y la misión del P. Alberto: la pasión por la evangelización y la pertenencia al Instituto.

El P. Alberto Ferri nació el 5 de septiembre de 1935 en Cologno al Serio, cerca de Bérgamo, tierra de familias llenas de fe y amor a la Iglesia. Era el primogénito de una familia de clase media y su padre quería que continuara su trabajo en la empresa familiar. Tras vencer la resistencia inicial de su padre, el joven Alberto ingresó en la escuela apostólica de Crema: en aquellos años, un numeroso grupo de jóvenes respondía a una eficaz animación misionera de la diócesis de Bérgamo. Alberto emitió sus primeros votos en el noviciado de Florencia el 9 de septiembre de 1954 y comenzó el escolasticado en Verona, pasando luego, para el curso de teología, a Venegono. Emitió sus votos perpetuos el 9 de septiembre de 1960 y fue ordenado sacerdote por el cardenal Giovanni Battista Montini, en la catedral de Milán, el 18 de marzo de 1961.

Su primer destino fue España, donde colaboró con el P. Enrique Faré en la administración de nuestras revistas.

Enviado, después de dos años, a Ecuador, comenzó su apostolado en Quito ocupándose de los indígenas de la periferia de la ciudad. Mientras tanto, el norte de Esmeraldas necesitaba misioneros generosos y atentos a las necesidades de los pobres. El P. Alberto fue enviado a Limones, una isla del Pacífico, donde realizó su labor pastoral con el P. Luigi Zanini, el P. Alberto Vittadello, el P. Lino Campesan y el P. Rafael Savoia. Desde Limones, repartiéndose el trabajo, atendían a las numerosas comunidades de afrodescendientes de los ríos Onzole y Santiago. Permaneció en Limones hasta 1972. Después de las vacaciones y del Curso de Renovación en Italia, que le impulsó a profundizar en el estudio de los documentos conciliares y de la nueva eclesiología de comunión, fue enviado por el obispo Mons. Angelo Barbisotti a Viche, en la carretera de Quinindé, para iniciar una nueva parroquia.

Todas las cartas de este período se recogen en un libro publicado por EMI, 1976, «Una Iglesia sobre los ríos». Reproducimos dos breves extractos, de los que se puede entender el estilo muy personal que el P. Alberto adoptó, desde los primeros años, como su metodología misionera permanente.

Viche, 8 de abril de 1978: «El Sábado Santo, durante la celebración de la Vigilia de Resurrección, bauticé a unos treinta nuevos cristianos, muchos de ellos adultos… El Señor ha resucitado verdaderamente y esto lo cambia todo. Lo anuncié el día de Pascua en tres zonas: Viche, Male y Lagartera. Me da mucha alegría y esperanza ver también en este mundo la victoria sobre la muerte, el mal, la injusticia, la miseria, el hambre, sobre todo lo que el Señor ya ha vencido con su resurrección».

Chigue, 3 de junio de 1972: «Aquí seguimos talando árboles para poder empezar a sembrar… He visitado zonas en las que nunca había estado, caminando por los ríos, pasando de cabaña en cabaña y reuniendo a la gente por la noche en un lugar preestablecido, llevándoles el poco consuelo que puedo, con medicinas y algunas risas… Para visitar una nueva capilla, estuve tres horas con el barro hasta las rodillas y con la mochila a la espalda, y creo que nunca había sudado tanto, y eso sólo para llegar a la primera cabaña. Toda mi vida es así: un continuo anunciar al Señor y un continuo despertar a esta pobre gente aislada».

En 1978 formó parte del primer grupo de combonianos que, fieles al carisma y atentos a las necesidades de otras diócesis, se prestaron a salir de Esmeraldas para iniciar una nueva experiencia misionera en la diócesis de Portoviejo, mucho más extensa que Esmeraldas y que contaba con muy pocos sacerdotes. Eligió la difícil zona de Honorato Vásquez donde, junto con el P. Livio Martini, dedicó trece años de su vida visitando y formando numerosas comunidades cristianas.

Tenía una metodología que nosotros, los combonianos en Ecuador, hicimos nuestra y que dio muchos frutos pastorales. Consistía en involucrar y comprometer a la gente: a los laicos locales, no sólo a ser fieles a las promesas bautismales, sino también a comprometerse con la construcción y el crecimiento de su comunidad cristiana. De esta atención surgieron los diversos ministerios, con personas que seguían los distintos cursos de formación para convertirse en guías de comunidad, catequistas, ministros de la Eucaristía, ministros de la salud, ministros de la capilla y de los pobres. El P. Alberto también supo responsabilizar a los laicos en la administración del dinero de la comunidad, hasta el punto de iniciar, como su última obra, una cooperativa de ahorro.

De esta implicación de la gente, pero sobre todo de su ejemplo y de su estilo de vida, nacieron las primeras vocaciones a la vida religiosa, misionera y diocesana en una tierra donde era difícil prever tanta riqueza. Además, precisamente en este período y en línea con el fuerte compromiso que el P. Alberto pedía a los cristianos, nació el grupo de las «misioneras laicas», chicas que se comprometían al servicio de la Iglesia local para una actividad misionera en las zonas de la diócesis que, por diversas razones, requerían una presencia misionera. Este grupo se fue definiendo cada vez mejor, hasta convertirse en una asociación de personas consagradas, aprobada por el obispo.

Recordemos que Mons. Mario Ruiz, arzobispo de Portoviejo, repetía siempre que la metodología del P. Alberto era «admirable», pero no «imitable».

De hecho, era extremadamente meticuloso y exigente a la hora de programar las visitas a las comunidades sin dejar ninguna de lado y, sobre todo, a la hora de ser fiel, a cualquier precio, al compromiso adquirido con Dios, con la gente y con el Instituto. Había hecho suyo el lema de Comboni: «Tengo una vida, ojalá tuviera mil para entusiasmar al mundo con las misiones».

Honorato Vásquez lo envió, con gran sufrimiento por su parte, a El Carmen, para continuar la labor pastoral en las numerosas comunidades rurales, donde permaneció siete años. Sin embargo, el P. Alberto quería ocuparse de «Manga de cura», donde los cristianos eran más numerosos, y así, desde 1988 hasta su muerte, permaneció en esa zona, con el P. Antonio Mangili. Fundó la parroquia de La Bramadora y El Paraíso-La 14 y también tenía en proyecto las parroquias de Santa Teresa y Santa María.

Durante todos estos años, se construyeron numerosas capillas e iglesias con la colaboración de la gente, muchas aulas de catequesis y edificios para albergar los cursos de formación de sus colaboradores. En muchas capillas, la comunidad crecía con tanto fervor que dejó allí la Eucaristía.

En 2008, los médicos le diagnosticaron un tumor en el páncreas, pero después de un ciclo de quimioterapia, el P. Alberto quiso volver a su misión de La 14 para ayudar a los jóvenes sacerdotes de la archidiócesis a continuar su labor pastoral.

En abril de 2009 pidió a la Dirección General permanecer en familia para recibir cuidados en la casa de su hermano Mario, en Bérgamo, cerca del hospital «Beato Luigi Palazzolo». En las últimas semanas, su hermana quiso llevarlo cerca de su madre, de 103 años, también gran misionera como su hijo. Murió serenamente, abrazando al P. Enea Mauri, que había ido a visitarlo, en la tarde del 16 de octubre en Cologno al Serio, en la casa paterna.

Sólo la insistencia de los obispos locales y de la gente impulsó a los familiares a aceptar que el cuerpo del P. Alberto regresara a tierra manabita para permanecer allí y ser un «punto de referencia misionero y sacerdotal para los obispos, el clero y los fieles manabitas», en particular durante este año sacerdotal.

El P. Alberto fue un verdadero hijo de San Daniel Comboni. Se le puede aplicar lo que se escribió sobre el Fundador en los documentos para la canonización: «Desde que tomó conciencia de la autenticidad de su vocación misionera, toda su vida se convirtió en una dedicación sin reservas, coherente y constante frente a todas las dificultades. Su celo parecía sostenido constantemente por la fe en el valor universal del sacrificio de Cristo y por la urgencia de su mandato de evangelizar a todos los pueblos».

Tomado del Mccj Bulletin n. 242 suppl. In Memoriam, octubre de 2009, pp. 70-76.

XXV Domingo ordinario. Año C

“En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: Había una vez un hombre rico que tenía un administrador, el cual fue acusado ante él de haber malgastado sus bienes. Lo llamó y le dijo:

¿Es cierto lo que me han dicho de ti? Dame cuenta de tu trabajo, porque en adelante ya no serás administrador.

Entonces el administrador se puso a pensar: ¿Qué voy a hacer ahora que me quitan el trabajo? No tengo fuerzas para trabajar la tierra y me da vergüenza pedir limosna. Ya sé lo que voy a hacer, para tener a alguien que me reciba en su casa, cuando me despidan.

Entonces fue llamando uno por uno a los deudores de su amo. Al primero le preguntó: ¿Cuánto le debes a mi amo? El hombre respondió: Cien barriles de aceite. El administrador le dijo: Toma tu recibo, date prisa y haz otro por cincuenta. Luego preguntó al siguiente: Y tú, ¿cuánto debes? Este respondió: Cien sacos de trigo. El administrador le dijo: Toma tu recibo y haz otro por ochenta.

El amo tuvo que reconocer que su mal administrador había procedido con habilidad. Pues los que pertenecen a este mundo son más hábiles en sus negocios que los que pertenecen a la luz. Y yo les digo: con el dinero, tan lleno de injusticias, gánense amigos que, cuando ustedes mueran, los reciban en el cielo.

El que es fiel en las cosas pequeñas, también es fiel en las grandes; y el que es infiel en las cosas pequeñas, también es infiel en las grandes. Si ustedes no son fieles administradores del dinero, tan lleno de injusticias, ¿quién les confiará lo que sí es de ustedes?

No hay criado que pueda servir a dos amos, pues odiará a uno y amará al otro, o se apegará al primero y despreciará al segundo. En resumen, no pueden ustedes servir a Dios y al dinero”.

(Lucas 16, 1-13)


No pueden servir a Dios y al dinero
P. Enrique Sánchez, mccj

La parábola que hemos leído nos presenta un administrador que, al parecer, había perdido el sentido de su responsabilidad y en lugar de bien administrar había comenzado a abusar de la confianza que habían depositado en el.

Tal vez no nos sorprenderá mucho esta historia, pues en los tiempos que corren no es difícil escuchar historias muy semejantes de personas a las que se les ha confiado bienes y responsabilidades y han acabado mal, pues confundieron el ser administradores con ser propietarios.

Hoy también, no faltan los administradores que tuvieron que huir a la hora en que se les pidió rendir cuentas y éstas no cuadraban muy bien o, porque abusando de la confianza que habían depositado en ellos, no fueron capaces de respetar lo que no era suyo.

La parábola hace ver la astucia del administrador que, aun en el momento en que se encuentra en dificultades por no haber cumplido honestamente con lo que le correspondía, supo mostrar una inteligencia y una habilidad que le permitió no acabar del todo mal.

Esto nos muestra que existe una inteligencia que no es buena, una malicia que, a veces, les funciona a quienes toman caminos equivocados, caminos de maldad, pero que no se fundan en la verdad.

Poniendo ante nosotros este ejemplo, Jesús nos invita a hacer una reflexión que nos ayude a hacer buen uso de los bienes que se han puesto a nuestra disposición.

Todos hemos recibido muchos dones que deberíamos administrar bien, para que todas las personas con quienes compartimos la vida puedan disfrutar de lo bueno que el Señor nos ha confiado como administradores.

El buen administrador es el que sabe usar y disponer de los bienes que se le han confiado, sabiendo que no son suyos, sino que se le han puesto en las manos para que pasen a través de el a quienes son los destinatarios.

Un buen administrador es el que usa su inteligencia y todas sus capacidades para que no se pierda nada de lo que deberá estar al servicio de los demás. Ahí tiene que aplicar su astucia, velando por los intereses de los demás.

El Señor reconoce que hay una capacidad brillante, una inteligencia aguda en las personas que se manifiesta en la habilidad para sobresalir en las cosas de este mundo y no siempre los logros son en aquello que hace mejores a las personas. Muchas veces hemos visto que la astucia se manifiesta en la capacidad de sacar provecho en negocios turbios o se usa el engaño para obtener beneficios personales. No falta quien diga: “yo no quiero disponer de lo que no me pertenece, pero no es culpa mía si me ponen en donde hay modo”.

Esta es otra manera de decir lo que el evangelio nos menciona hoy cuando el amo afirma que los que pertenecen a este mundo son más hábiles en sus negocios que los que pertenece a la luz.

El valor que Jesús trata de enseñar a sus discípulos, y a quienes seguimos caminando tras sus huellas hoy, es el valor de la honestidad y de la rectitud, con el fin de alcanzar los bienes que realmente cuentan en la vida.

Y, seguramente, nosotros podemos afirmar que tiene razón cuando vemos a nuestro alrededor tantas historias de personas que le han apostado a lo deshonesto y no han cosechado más que desilusiones.

Las historias son muchas y se repiten, mostrando que nada de lo que se logra deshonestamente termina brindando satisfacción, seguridad o alegría.

Lo mal habido termina siempre en llanto y dolor, por no decir en tristeza y en muerte.

Finalmente, Jesús pone en claro que no se puede servir a Dios y al dinero.

Si nos dejamos seducir por el dinero lo que pasa es que acabamos poniendo en él nuestra confianza y caemos en la trampa de pensar que todo lo podemos, sin necesidad de poner a Dios en nuestras vidas.

El dinero, cuando se pone el corazón en él y nos olvidamos que es algo que sólo sirve cuando es usado para hacer el bien a los demás, se convierte en algo deshonesto que acaba por esclavizar.

Pero si se hace buen uso de él, como dice el evangelio, se convierte en algo que permite crecer en aquello que nos hace más humanos.

En la vida no podemos tener dos amos, pues siempre se acabará por quedar mal con alguno de ellos. De ahí que Jesús nos recuerde que no se puede servir a Dios y al dinero al mismo tiempo; sobre todo porque es imposible reconciliar el Uno con el otro.

Cuando se entrega el corazón al dinero, fácilmente nos dejamos seducir por todo lo que nos promete y acabamos pensando que la vida se limita a lo que tenemos delante de nosotros, a lo que podemos conseguir con nuestros recursos.

Pero cuando nos entregamos al Señor se abren ante nosotros muchas maneras de crecer, de amar, de vivir y de gozar de nuestro caminar como peregrinos por este mundo. Dios abre caminos que el dinero nunca lo permitirá.

Ojalá que aprendamos a mantener libre nuestro corazón para servir a quien realmente nos conviene y que tengamos la luz y el valor para alejarnos de la tentación del dinero que siempre tratará de encantarnos con sus promesas de poder. Qué la ambición por el dinero no nos haga caer en la trampa de creer que se puede servir a Dios y al dinero.

Para seguir con nuestra reflexión

¿Cómo me veo administrando los dones que el Señor ha puesto en mi vida?

¿En dónde estoy aplicando las cualidades y la astucia que Dios me ha dado?

¿Me sirvo de la confianza que han puesto en mí para buscar mis intereses o me preocupa el bien de los demás?

¿Siento que estoy sirviendo más a Dios o al dinero?


No sólo crisis económica
José A. Pagola

“No podéis servir a Dios y al Dinero”. Estas palabras de Jesús no pueden ser olvidadas en estos momentos por quienes nos sentimos sus seguidores, pues encierran la advertencia más grave que ha dejado Jesús a la Humanidad. El Dinero, convertido en ídolo absoluto, es el gran enemigo para construir ese mundo más justo y fraterno, querido por Dios.
Desgraciadamente, la Riqueza se ha convertido en nuestro mundo globalizado en un ídolo de inmenso poder que, para subsistir, exige cada vez más víctimas y deshumaniza y empobrece cada vez más la historia humana. En estos momentos nos encontramos atrapados por una crisis generada en gran parte por el ansia de acumular.
Prácticamente, todo se organiza, se mueve y dinamiza desde esa lógica: buscar más productividad, más consumo, más bienestar, más energía, más poder sobre los demás… Esta lógica es imperialista. Si no la detenemos, puede poner en peligro al ser humano y al mismo Planeta.
Tal vez, lo primero es tomar conciencia de lo que está pasando. Esta no es solo una crisis económica. Es una crisis social y humana. En estos momentos tenemos ya datos suficientes en nuestro entorno y en el horizonte del mundo para percibir el drama humano en el que vivimos inmersos.
Cada vez es más patente ver que un sistema que conduce a una minoría de ricos a acumular cada vez más poder, abandonando en el hambre y la miseria a millones de seres humanos, es una insensatez insoportable. Inútil mirar a otra parte.
Ya ni las sociedades más progresistas son capaces de asegurar un trabajo digno a millones de ciudadanos. ¿Qué progreso es este que, lanzándonos a todos hacia el bienestar, deja a tantas familias sin recursos para vivir con dignidad?
La crisis está arruinando el sistema democrático. Presionados por las exigencias del Dinero, los gobernantes no pueden atender a las verdaderas necesidades de sus pueblos. ¿Qué es la política si ya no está al servicio del bien común?
La disminución de los gastos sociales en los diversos campos y la privatización interesada e indigna de servicios públicos como la sanidad seguirán golpeando a los más indefensos generando cada vez más exclusión, desigualdad vergonzosa y fractura social. Los seguidores de Jesús no podemos vivir encerrados en una religión aislada de este drama humano. Las comunidades cristianas pueden ser en estos momentos un espacio de concienciación, discernimiento y compromiso. Nos hemos de ayudar a vivir con lucidez y responsabilidad. La crisis nos puede hacer más humanos y más cristianos.

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Astutos en el uso del dinero
Mari Paz López Santos

El hecho de que Jesús considerara la astucia del administrador corrupto como una cualidad que echaba de menos en los hijos de la luz, produce cierta sensación de extrañeza.

El administrador era un genuino ladrón de guante blanco que cuando se vio descubierto ni se arrugó ni se vino abajo. Actuó pensando exclusivamente en él, procurando abrirse camino en el futuro inmediato para seguir haciendo más de lo mismo.

Pero Jesús reconoce la astucia de los hijos de este mundo utilizada para cometer delitos, engañar, robar o llevar una vida corrupta, y pone delante de quienes le siguen la necesidad de ser astutos para hacer el bien y luchar por la justicia.

Quiere que los hijos de la luz sean astutos en positivo: estén atentos, sean hábiles y permanezcan despiertos y activos para librar el complicado y sutil combate contra los mecanismos del Mal. En este caso, el que genera la ambición del dinero, que en este tiempo es una complicada ingeniería financiera muy difícil de comprender, salvo por los entendidos que la generan. Pero sí en los resultados que produce:

‘Pisoteáis al pobre y elimináis a los humildes del país, diciendo: ‘¿Cuándo pasará la luna nueva, para vender el grano, y el sábado, para abrir los sacos de cereal –reduciendo el peso y aumentando el precios, y modificando las balanzas con engaños. Para comprar al indigente por plata y al pobre por un par de sandalias, para vender hasta el salvado del grano”. Así de claro lo dice el profeta Amós (8,4-7) y vale igual para este momento de la historia de la humanidad.

Cuando el dinero se convierte en el dios al que adorar, el ser humano se deprecia: derechos humanos a la baja, educación, sanidad, vivienda… los mínimos para una vida digna caen en picado.

El dinero es importante pero es necesario pero también lo es poner señales de alerta antes de atravesar esa sutil frontera que lleva a la ambición, la codicia y la avaricia (me doy cuenta que estas palabras casi no se usan hoy día), hasta transformar a la persona en un ser que ya no sabe valorar lo que le pasa por dentro, lo ve normal, se siente distinto y distante del resto de la humanidad.

El dinero es una droga muy poderosa. Produce una ambición que no tiene límites. Es una espiral infinita: siempre más con la ansiedad de conseguir todo, despojando a quienes tiene menos o nada.

¿Por qué es tan poderoso el efecto de droga del dinero? Porque lo que yace en fondo de la persona es el deseo de Poder. ¿Y qué hay tras ese deseo? La ambición primera, la del inicio de los tiempos: ser como Dios.

Seamos astutos en el uso del dinero, también los que no sabemos de ingeniería financiera. La ambición vive dentro del ser humano y el miedo también. Y una cosa y otra se expanden por todos lados: personas, instituciones, empresas, organismos internacionales, gobiernos, y la propia Iglesia.

Además, en este tiempo con tantos medios de difusión, estamos expuestos a multitud de estímulos exteriores que nos dicen que la felicidad se encuentra en poseer cosas materiales que se consiguen con dinero… ¡Peligro y frustración!

Dice el Papa Francisco (*): “Animaos a no sucumbir a la tentación de un modelo económico idólatra que siente la necesidad de sacrificar vidas humanas en el altar de la especulación y la mera rentabilidad, que sólo toma en cuenta el beneficio inmediato en detrimento de la protección de los más pobres, de nuestro medio ambiente y sus recursos”. (Del discurso a las autoridades en el viaje a Islas Mauricio, 9 septiembre 2019)

Gracias, Jesús, por hablar claro, ayudarnos a abrir los ojos y espabilarnos esa insana ingenuidad psicológica que no nos deja ver.

Gracias, Jesús, por hablar del dinero. Es un tema que o se oculta sibilinamente, o se comunica de forma que nadie, de los de abajo, pueda entender.

Gracias, muchas gracias, por poner el tema encima de la mesa con pocas palabras y para la posteridad: “Ningún siervo puede servir a dos señores” (…) “No podéis servir a Dios y al dinero”. ¡Está claro… es incompatible!

Dios es Amor gratuito y el dinero lo quiere todo… hasta el alma.

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Elogio del administrador ladrón y tramposo
José Luis Sicre

Que en una empresa, un banco, o un partido político, haya un administrador ladrón, que incluso hace trampas para disimular sus robos, no tiene nada de extraño. Que algunos de sus amigos o partidarios lo aprueben y defiendan, también puede ocurrir. Pero que Jesús ponga de modelo a un sinvergüenza, a un administrador ladrón y tramposo, es algo que desconcierta y escandaliza a mucha gente. Por eso, la traducción litúrgica no pone la alabanza en boca de Jesús, sino en la del “amo”; una opción bastante discutible. De hecho, Juliano el Apóstata (s. IV) usaba la parábola para demostrar la inferioridad de la fe cristiana y de Jesús, su fundador. El cardenal Cayetano (s. XVI) y Rudolph Bultmann (s. XX) la consideraban ininteligible; otros muchos piensan que es la más difícil de entender. [Quien desee conocer los diversos problemas puede consultar mi comentario El evangelio de Lucas. Una imagen distinta de Jesús (Verbo Divino, 2021), 355-360].

La ironía de la parábola (Lucas 16,1-9)

La principal dificultad para entender la parábola radica en que Jesús se basa en unos presupuestos contrarios a los nuestros:

1. Nosotros no somos propietarios sino administradores. Todo lo que poseemos, por herencia o por el fruto de nuestro trabajo, no es propiedad personal sino algo que Dios nos entrega para que lo usemos rectamente.

2. Esos bienes materiales, por grandes y maravillosos que parezcan, son nada en comparación con el bien supremo de “ser recibido en las moradas eternas”.

3. Para conseguir ese bien supremo, lo mejor no es aumentar el capital recibido sino dilapidarlo en beneficio de los necesitados.

La ironía de la parábola radica en decirnos: cuando das dinero al que lo necesita, tú crees que estás desprendiéndote de algo que es tuyo. En realidad, le estás robando a Dios su dinero para ganarte un amigo que interceda por ti en el momento decisivo. Jesús alaba a ese buen ladrón y lo pone de modelo.

La idolatría del dinero (Lucas 16,10-13)

En la versión larga, el evangelio de este domingo termina con unas palabras muy famosas: No podéis servir a dos amos, no podéis servir a Dios y al dinero.

Jesús no parte de la experiencia del pluriempleo, donde a una persona le puede ir bien en dos empresas distintas, sino de la experiencia del que sirve a dos amos con pretensiones y actitudes radicalmente opuestas. Es imposible encontrarse a gusto con los dos. Y eso es lo que ocurre entre Dios y el dinero.

Estas palabras de Jesús se insertan en la línea de la lucha contra la idolatría y defensa del primer mandamiento (“no tendrás otros dioses frente a mí”). Para Jesús, la riqueza puede convertirse en un dios al que damos culto y nos hace caer en la idolatría. Naturalmente, ninguno de nosotros acude a un banco o una caja de ahorros a rezarle al dios del dinero, ni hace novenas a los banqueros. Pero, en el fondo, podemos estar cayendo en la idola­tría del dinero. Según el Antiguo y el Nuevo Testamentos, al dinero se le da culto de tres formas:

1) mediante la injusticia directa (robo, fraude, asesinato, para tener más). El dinero se convierte en el bien absoluto, por encima de Dios, del prójimo, y de uno mismo. Este tema lo encontramos en la primera lectura, tomada del profeta Amós.

2) mediante la injusticia indirecta, el egoísmo, que no hace daño directo al prójimo, pero hace que nos despreocupemos de sus necesidades. El ejemplo clásico es la parábola del rico y Lázaro, que leeremos el próximo domingo.

3) mediante el agobio por los bienes de este mundo, que nos hacen perder la fe en la Providencia.

Unos casos de injusticia directa: Amós 8, 4-7

Amós, profeta judío del siglo VIII a.C. criticó duramente las injusticias sociales de su época. Aquí condena a los comerciantes que explotan a la gente más humilde. Les acusa de tres cosas:

1) Aborrecen las fiestas religiosas (el sábado, equivalente a nuestro domingo, y la luna nueva, cada 28 días) porque les impiden abrir sus tiendas y comerciar. Es un ejemplo claro de que “no se puede servir a Dios y al dinero”.

2) Recurren a trampas para enriquecerse: disminuyen la medida (el kilo de 800 gr), aumentan el precio (la guerra de Ucrania es un ejemplo que pasará a la historia) y falsean la balanza.

3) El comercio humano, reflejado en la compra de esclavos, que se pueden conseguir a un precio ridículo, “por un par de sandalias”. Hoy se siguen dando casos de auténtica esclavitud (como los chinos traídos para trabajar a escondidas en las fábricas de sus compatriotas) y casos de esclavitud encubierta (invernaderos; salarios de miseria aprovechando la coyuntura económica, etc.).

Reflexión final

Puede resultar irónico, incluso indignante, hablar del buen uso del dinero y de los demás bienes materiales cuando la preocupación de la mayoría de la gente es ver cómo afronta la crisis económica que se avecina. Sin embargo, Jesús nunca ofreció un camino cómodo a sus seguidores. Tanto la parábola como la enseñanza siguiente y el texto de Amós nos obligan a reflexionar y enfocar nuestra vida al servicio de los más necesitados.

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Administradores, no dueños
Fernando Armellini

Introducción

Dice el Salmo 24: “Del Señor es la Tierra y cuanto la llena, el mundo y todos sus habitantes.” El hombre es un peregrino; vive como un extraño en un mundo que no es suyo. Es un trotamundos que atraviesa el desierto. Es dueño de un lote de terreno tanto como sus pies pueden pisar. Pero lo que está más adelante ya no es suyo.

No somos propietarios sino solo administradores de los bienes de Dios. Esta es una afirmación insistentemente repetida a menudo por los Padres de la Iglesia. Recordamos a uno, Basilio: “¿No eres acaso un ladrón cuando consideras tuyas las riquezas de este mundo? Las riquezas te son dadas solo para administrarlas”.

El administrador es una persona que aparece a menudo en las parábolas de Jesús. Tenemos uno ‘fiel y prudente’ que no actúa arbitrariamente sino que utiliza los bienes confiados a él según la voluntad del propietario. Y tenemos otro que, en ausencia del Señor, se aprovecha de su posición “y se hace el dueño”, se emborracha y deshonra a los otros sirvientes (Lc 12,42-48).

Está el administrador emprendedor, que se compromete, tiene la valentía de arriesgarse y consigue beneficio para el dueño; y otro que es un vago y un perezoso. Pero el más vergonzoso es el administrador sagaz del que se habla en el evangelio de hoy.

El Señor pone un tesoro en la mano de cada persona. ¿Qué hacer para administrarlo bien?

Primera Lectura: Amós 8,4-7

4Escúchenlo los que aplastan a los pobres y eliminan a los miserables; 5ustedes piensan: ¿Cuándo pasará la luna nueva para vender trigo o el sábado para ofrecer grano y hasta el salvado de trigo? Para achicar la medida y aumentar el precio, 6para comprar por dinero al indefenso y al pobre por un par de sandalias. 7¡Jura el Señor por la gloria de Jacob no olvidar jamás lo que han hecho!

San Juan Crisóstomo –un Padre de la Iglesia del siglo IV– escribió una página memorable sobre la manera en que una persona puede enriquecerse. Se podría resumir en una frase: “El rico es ladrón o hijo de ladrones”. Es una afirmación provocativa, quizás demasiado drástica; sin embargo, el texto que se nos propone hoy como primera lectura parece confirmarlo.

Estamos en el año 750 a.C. e Israel está en su máximo esplendor. Su territorio se extiende desde Egipto hasta las montañas del Líbano donde, con los enormes cedros que allí crecen, se construyen gran cantidad de naves y palacios. Se introducen nuevas técnicas agrícolas que aumentan la producción. El rey Jeroboán II –un sagaz político– favorece el intercambio comercial, establece amistad con los pueblos vecinos y tiene oportunidad de vender vino, aceite y cereales a buen precio a los grandes terratenientes.

La religión también se ha puesto de moda: los templos están llenos de devotos y peregrinos que van a rezar y ofrecer sacrificios. Los sacerdotes son asalariados por el soberano y se les paga bien. No queda más que agradecer a Dios para que los bendiga y dar gracias al rey por tanta prosperidad y fervor.

Pero aparece un hombre que no se une al coro que elogia la política de Jeroboán II: es Amós, un pastor de Tecoa, una ciudad situada en la periferia del desierto, al sur de Belén. Explota en invectivas y terribles amenazas, porque –dice– es cierto que hay bienestar y riqueza en el país, pero solo para unos pocos. Se explota a los pobres de la tierra y contra los más débiles hacen toda clase de injusticia y abuso. “Venden al pobre por dinero y por un par de sandalias; revuelcan en el polvo al débil y no hacen justicia al indefenso” (Am 2,6-7). “¡Ay de los que convierten la justicia en veneno y arrastran por el suelo el derecho, odian al que juzga rectamente en el tribunal y detestan al que testifica con verdad!” (Am 5,7. 10).

El Profeta dirige sus acusaciones contra Jeroboán II, contra los sacerdotes, los terratenientes y los ricos. En el pasaje de la lectura de hoy, ataca a los comerciantes: “Escuchen esto los que aplastan a los pobres y eliminan a los miserables” (v. 4). ¿Cuáles son sus fechorías? Compran los productos de la tierra de los agricultores pobres y los revenden a otros más pobres a un precio superior, “por haber pisoteado al pobre exigiéndoles un tributo de grano” (Amós 5,11). ¿Cómo acumulan riquezas? Como siempre se ha hecho desde el comienzo del mundo: robando.

Amós describe en detalle la técnica que utilizan. Durante la semana la gente normal aguardapara elevar su mente a Dios, para descansar, para reunirse con amigos y familiares y celebrar el día de reposo el sábado. Los comerciantes, en cambio, no están interesados en la fiesta, el sábadoy la Luna nueva, porque en esos días el comercio está bloqueado. Ellos no podían esperar la hora de que pasara el sábado para reanudar sus ventas de grano y de trigo. Disminuir la medida, aumentar el precio, usar escalas falsas, dejar pasar los productos de desecho como buenos, y, lo que es peor, “comprar por dinero al indefenso y al pobre por un par de sandalias” (vv. 5-6). Unos cincuenta años más tarde Miqueas se hace eco: “Arrancan la piel del cuerpo, la carne de los huesos…” (Mi 3:2). Parece que oímos las palabras punzantes con las que, en el siglo IV, el obispo Basilio condenó a los usureros de su tiempo: “Explotar la miseria, extraer dinero de las lágrimas, estrangular a la persona que está desnuda, aplastar a los hambrientos…”.

Amós habla de comercio, trucos y trampas. ¿Qué tiene Dios que ver con estos problemas? Seguramente tiene algo que ver y en la última parte del pasaje de hoy (vv. 7-8) el profeta hace claro su pensamiento. Donde no hay justicia, donde los débiles son oprimidos y el sufrimiento ignorado, la religión es solo hipocresía (Am 5,21-24).

Frente a la explotación de los pobres, el Señor está indignado y pronuncia un juramento que nos da escalofrío: “¡Jura el Señor no olvidar jamás lo que han hecho!” (v. 7).

Segunda Lectura: 1 Timoteo 2,1-8

Querido Hermano, 1ante todo recomiendo que se ofrezcan súplicas, peticiones, intercesiones y acciones de gracias por todas las personas, 2especialmente por los soberanos y autoridades, para que podamos vivir tranquilos y serenos con toda piedad y dignidad. 3Eso es bueno y aceptable para Dios nuestro salvador, 4que quiere que todos los hombres se salven y lleguen a conocer la verdad. 5No hay más que un solo Dios, no hay más que un mediador, Cristo Jesús, hombre, él también, 6que se entregó en rescate por todos conforme al testimonio que se dio en el momento oportuno; 7y yo he sido nombrado su heraldo y apóstol –digo la verdad sin engaño–, maestro de los paganos en la fe y la verdad. 8Quiero que los hombres oren en cualquier lugar, elevando sus manos a Dios con pureza de corazón, libres de enojos y discusiones.

En esta parte de la Carta a Timoteo que se nos propone hoy, Pablo da disposiciones relativas a la oración en la comunidad cristiana. Recomienda hacer “peticiones, súplicas, oraciones y acción de gracias por todas las personas, por el rey y los poderosos”. El orden de nuestra sociedad depende de estas personas. Si ellos no cumplen bien su deber, no podemos “llevar una vida tranquila y apacible” (v. 2).

La oración de la comunidad cristiana es universal. Está dirigida a Dios por los que hacen el bien y el mal, por los amigos y los enemigos. En esta oración se muestra el gran corazón de los discípulos, que no acepta hacer diferencias por raza, tribu, nacionalidad, posición social oriqueza. De esta manera se reflejan los sentimientos del Padre del cielo “que quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (v. 4).

Llama la atención las veces que, en la lectura, se repite la palabra todos.

El pasaje concluye con una recomendación: “Quisiera, entonces, que en todas partes la gente ore, elevando sus manos… libres de enojos y discusiones” (v. 8). El cristiano no puede orar con manos impuras, con las manos que hacen mal a los hermanos (Mt 5,23-25).

Evangelio: Lucas 16,1-13

Esta parábola siempre ha despertado una cierta vergüenza porque, al parecer, el administrador deshonesto es elogiado y no puede recomendarse a los cristianos que lo imiten. Para entender su significado y dar sentido a todos los detalles, deben establecerse el cómo y cuándo este administrador engañó a su amo.

La interpretación tradicional admite que la estafa ocurrió cuando, para congraciarse con los deudores, falsificó las figuras de las Letras de cambio. Otros eruditos bíblicos sostienen que cometió irregularidades antes de ser despedido. Esta segunda hipótesis nos parece más coherente y lógica y es la que seguimos.

Más que contar una historia, parece que Jesús hace referencia a un acontecimiento de su tiempo. Un mayordomo es acusado ante el gran terrateniente del que depende por ser incompetente, devorar y dilapidar su fortuna. El maestro lo llama y le dice lo que oyó de él. Los hechos son tan claros y fuera de toda duda que el administrador no intenta justificarse o inventaruna explicación. Fue inmediatamente despedido de su responsabilidad (vv. 1-2). ¿Qué hacer ahora? Él está en problemas, se queda sin salario y debe encontrar cuanto antes una manera degarantizar su futuro.

¿Qué hacer? Esta es la pregunta que muchas personas se hacen en el evangelio de Lucas y en los Hechos de los Apóstoles. La multitud, los publicanos y los soldados acudieron a JuanBautista preguntando: “¿Qué debemos hacer?” El granjero rico de la parábola se hace a sí mismo, en su largo monólogo, la misma pregunta: “¿Qué debo hacer porque no sé dónde poner mi cosecha?” (Lc 12,17). Los oyentes del discurso de Pedro en el día de Pentecostés se preguntan: “Hermanos, ¿qué debemos hacer?” Se trata de alguien que se encuentra a sí mismo frente a una elección decisiva en la vida.

El administrador deshonesto sabe que tiene poco tiempo a su disposición. Igual que hizo el granjero tonto, el administrador empezó a reflexionar. Él sabe cómo supervisar, pero no es capaz de usar la azada ni humillarse a pedir limosna. “Más vale morir que vivir mendigando” (Eclo40,28).

Antes de abandonar el trabajo, debe poner las cuentas en orden; muchos deudores aún debenentregar los productos. Lo piensa detenidamente, calcula los pros y los contras, y, después de mucho pensar, tiene un destello de genio. (¡Entiendo! –exclama feliz–. Sé lo que debo hacer: cf.v. 4). No pregunta la opinión de nadie porque él ya conoce todos los trucos del oficio. Sabe cuáles la opción correcta y entra inmediatamente en acción.

Llama a todos los deudores y pide al primero de ellos: “¿Cuánto debes a mi amo?” “Cien barriles de aceite”, responde la persona. El administrador sonríe, le da una palmada en elhombro y le dice: “Toma el recibo, siéntate enseguida y escribe cincuenta”. La deuda era de 4.500 litros de aceite (el producto de 175 olivos) y se reduce a 2.250. Un ahorro de casi dos años de trabajo para un trabajador. Luego el segundo deudor entra en escena: tiene que entregar 40 toneladas de trigo (el producto de 42 hectáreas de terreno). El mismo escenario: “Toma tu recibo y escribe 30”. Un descuento del 25 por ciento. No está mal.

En el futuro estos deudores beneficiados seguramente no olvidarán la mucha generosidad y se sentirán obligados a ofrecerle hospitalidad en sus casas. La historia concluye con el maestro, y lo mismo Jesús, alabando al administrador. Actuó con astucia. Habrá que imitarlo.

Esperamos una conclusión diferente. Debería haber dicho Jesús a sus discípulos: “No deben actuar como este villano; sean honestos”. Pero Jesús aprueba lo que hizo. La dificultad se encuentra aquí: ¿Cómo puede una persona deshonesta ofrecerse como modelo? Antes de explicarlo, deseo señalar que elogiar la astucia de una persona no significa estar de acuerdo con lo que hizo. Me contaron de un ladrón que fue capaz de escapar de prisión abriendo todas las puertas con un simple alambre. Merece un elogio… Era un villano, pero era inteligente (vv. 5-8a).

Esta dificultad no existe si la parábola se interpreta de una manera diferente. Partimos de la consideración de que si el propietario se había sentido engañado se sentiría muy indignado (2.250 litros de aceite y 10 toneladas de trigo no son cosas pequeñas). Si alaba a su ex gerente significa que en este proceso el dueño no ha perdido nada. Tenemos que suponer que el administrador de la parábola ha renunciado a lo que solía tomar para sí mismo como comisión.

Me explico: los administradores deben entregar una cierta cantidad a su propietario; pero los administradores podían aumentar la cifra como parte de su ganancia. Esta fue la técnica utilizada por los publicanos para enriquecerse cuando recogían los impuestos.

¿Qué es lo que hizo el administrador de la parábola? En lugar de comportarse como un prestamista con los deudores, les cedió el beneficio que esperaba tener. Si las cosas fueron así, todo queda claro. La admiración del propietario y la alabanza de Jesús tienen una explicación lógica.

El administrador fue astuto—dice el Señor—porque entendió que debía apostar: no a las mercancías, productos a los que tenía derecho, que podrían pudrirse o robarse, sino a los amigos. Supo renunciar a lo primera para conquistar lo segundo. Este es el punto. Pronto lo retomaremos.

Siguen algunos dichos de Jesús relacionados con el uso de las riquezas. ¿Cuáles son las aplicaciones y enseñanzas extraídas de la parábola? La primera: “Los hijos de este mundo son más astutos con sus semejantes que los hijos de la luz” (v. 8).

Después de haber apreciado la capacidad del administrador, Jesús hace una observación: con respecto a la administración del dinero, hacer negocios e intercambios; sus discípulos (los hijos de la luz) son menos sagaces que aquellos que dedican sus vidas enteras en acumular bienes (los hijos de este mundo).

Es normal y debe ser así: mientras que “los hijos del mundo” pueden actuar sin escrúpulos (ya que solo tienen que preocuparse de no ir contra la Ley del Estado o, al menos, de no ser atrapados con las manos en la masa), los creyentes cristianos deben seguir otros principios y mantener un comportamiento correcto y transparente. Están prohibidos los subterfugios y los engaños.

¿Realmente sucede así? Tal vez hay cristianos que cuando compiten con “los hijos de las tinieblas” en los asuntos económicos, hacen un mal papel. Y esto es preocupante.

“Yo les digo que con el dinero sucio se ganen amigos, de modo que, cuando se acabe, ellos los reciban en la morada eterna” (v. 9). Esta es la frase más importante del pasaje de hoy. Sintetiza toda la enseñanza de la parábola.

Sobre todo destacar el duro juicio que el maestro da a la riqueza: La llama ‘injusta’,‘adquirida de una manera deshonesta’. Amós ya explicó la razón en la primera lectura. Hemos escuchado su explicación sobre el origen de la riqueza. Después de él, una persona sabia del Antiguo Testamento afirmó: “Una estaca se clava entre piedra y piedra; el pecado queda atrapado entre comprador y vendedor” (Eclo 27,2).

Esto no es una condenación de los bienes de este mundo. Tampoco es una invitación a destruirlas, liberarse de ellas como si fueran objetos impuros. Es una observación: en el dinero amontonado siempre hay alguna forma de injusticia, explotación y apropiación indebida. Jesús enseña el método para purificar las riquezas injustas.

El administrador es un modelo de habilidad porque tuvo una idea brillante. Si hubiera consultado con sus colegas, quizás le habrían aconsejado que tomara ventaja hasta el final de su posición y aumentara sus ingresos.

Su solución es diferente: entiende que el dinero se puede devaluar y entonces decide apostar todo en sus amigos. Esta es la sabia elección que Jesús anima a hacer, asegurando el éxito de la operación: las personas beneficiadas en esta vida siempre permanecerán a nuestro lado y serán testigos en nuestro favor en el día en que el dinero no tenga ningún valor.

No es cuestión de entregar todo lo que uno posee. Eso sería un gesto insensato, no virtuoso. No ayudaría a los pobres sino que aumentaría su miseria y favorecería a los perezosos. Lo que Jesús quiere que entendamos es que la manera sagaz de utilizar los bienes de este mundo es utilizarlos para ayudar a los demás, para hacerlos amigos. Ellos serán los que nos reciban en la vida.

La última parte del pasaje (vv. 10-13) contiene algunos refranes del Señor. Para comprenderlos es suficiente aclarar el significado de los términos. Lo ‘poco’ (v. 10) “dinero sucio” (v. 11) “las riquezas ajenas” (v. 12) indican los bienes de este mundo que no se pueden llevar con uno. San Ambrosio solía decir: “No debemos prestar atención a las riquezas que no podemos llevar con nosotros. Porque lo que dejamos en este mundo no nos pertenece. Pertenece a los demás”.

Los bienes del mundo futuro, los del Reino de Dios, por el contrario, se llaman “lo mucho”(v. 10), “las verdaderas riquezas” (v. 11) “nuestras riquezas” (v. 12). Esto puede obtenerse solo por la renuncia, como hizo paradójicamente el administrador de la parábola con todas las mercancías que no cuentan. “Quien no renuncie a sus bienes no puede ser mi discípulo” (cf. Lc 14,33).

Jesús concluye su enseñanza afirmando que ningún siervo puede servir a dos amos… Dios o el dinero.

Nos gustaría favorecer a los dos: Dar a Dios el domingo y al dinero los días ordinarios. No es posible porque ambos son maestros exigentes y excluyentes. No toleran que haya un lugar para otro en el corazón de una persona y, sobre todo, sus órdenes son opuestas. Uno dice “Compartir los bienes, ayudar a los hermanos, perdonar la deuda de los pobres…”. El otro se dice a sí mismo: “Piensa en tus propios intereses, estudia bien todas las maneras posibles deganancias… cómo acumular dinero… quedarte todo para ti…’” Es imposible complacer a los dos: Dejamos que uno nos rete o creemos ciegamente en el otro.

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