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La Asunción de María

Lecturas

-1ª Lectura: Ap 11, 19a; 12, 1. 3-6a. 10ab : Una mujer vestida de sol, la luna por pedestal.
-Salmo: 44, 10-16 : R. De pie a tu derecha está la reina, enjoyada con oro de Ofir.
-2ª Lectura: 1 Cor 15, 20-27a : Primero Cristo, como primicia; después todos los que son de Cristo.
+Evangelio: Lc 1, 39-56 : El Poderoso ha hecho obras grandes por mí; enaltece a los humildes.

SEGUIDORA FIEL DE JESÚS
José Antonio Pagola

Mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador.

Los evangelistas presentan a la Virgen con rasgos que pueden reavivar nuestra devoción a María, la Madre de Jesús. Su visión nos ayuda a amarla, meditarla, imitarla, rezarla y confiar en ella con espíritu nuevo y más evangélico.

María es la gran creyente. La primera seguidora de Jesús. La mujer que sabe meditar en su corazón los hechos y las palabras de su Hijo. La profetisa que canta al Dios, salvador de los pobres, anunciado por él. La madre fiel que permanece junto a su Hijo perseguido, condenado y ejecutado en la cruz. Testigo de Cristo resucitado, que acoge junto a los discípulos al Espíritu que acompañará siempre a la Iglesia de Jesús.

Lucas, por su parte, nos invita a hacer nuestro el canto de María, para dejarnos guiar por su espíritu hacia Jesús, pues en el “Magníficat” brilla en todo su esplendor la fe de María y su identificación maternal con su Hijo Jesús.

María comienza proclamando la grandeza de Dios: «mi espíritu se alegra en Dios, mi salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava». María es feliz porque Dios ha puesto su mirada en su pequeñez. Así es Dios con los sencillos. María lo canta con el mismo gozo con que bendice Jesús al Padre, porque se oculta a «sabios y entendidos» y se revela a «los sencillos». La fe de María en el Dios de los pequeños nos hace sintonizar con Jesús.

María proclama al Dios «Poderoso» porque «su misericordia llega a sus fieles de generación en generación». Dios pone su poder al servicio de la compasión. Su misericordia acompaña a todas las generaciones. Lo mismo predica Jesús: Dios es misericordioso con todos. Por eso dice a sus discípulos de todos los tiempos: «sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso». Desde su corazón de madre, María capta como nadie la ternura de Dios Padre y Madre, y nos introduce en el núcleo del mensaje de Jesús: Dios es amor compasivo.

María proclama también al Dios de los pobres porque «derriba del trono a los poderosos» y los deja sin poder para seguir oprimiendo; por el contrario, «enaltece a los humildes» para que recobren su dignidad. A los ricos les reclama lo robado a los pobres y «los despide vacíos»; por el contrario, a los hambrientos «los colma de bienes» para que disfruten de una vida más humana. Lo mismo gritaba Jesús: «los últimos serán los primeros». María nos lleva a acoger la Buena Noticia de Jesús: Dios es de los pobres.

María nos enseña como nadie a seguir a Jesús, anunciando al Dios de la compasión, trabajando por un mundo más fraterno y confiando en el Padre de los pequeños.

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Tres palabras clave:
lucha, resurrección, esperanza
Papa Francisco

El Concilio Vaticano II, al final de la Constitución sobre la Iglesia, nos ha dejado una bellísima meditación sobre María Santísima. Recuerdo solamente las palabras que se refieren al misterio que hoy celebramos. La primera es ésta: «La Virgen Inmaculada, preservada libre de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo» (n. 59). Y después, hacia el final, ésta otra: «La Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el Pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo» (n. 68). A la luz de esta imagen bellísima de nuestra Madre, podemos considerar el mensaje que contienen las lecturas bíblicas que hemos apenas escuchado. Podemos concentrarnos en tres palabras clave: lucha, resurrección, esperanza.

El pasaje del Apocalipsis presenta la visión de la lucha entre la mujer y el dragón. La figura de la mujer, que representa a la Iglesia, aparece por una parte gloriosa, triunfante, y por otra con dolores. Así es en efecto la Iglesia: si en el Cielo ya participa de la gloria de su Señor, en la historia vive continuamente las pruebas y desafíos que comporta el conflicto entre Dios y el maligno, el enemigo de siempre. En esta lucha que los discípulos de Jesús han de sostener – todos nosotros, todos los discípulos de Jesús debemos sostener esta lucha –, María no les deja solos; la Madre de Cristo y de la Iglesia está siempre con nosotros. Siempre camina con nosotros, está con nosotros. También María participa, en cierto sentido, de esta doble condición. Ella, naturalmente, ha entrado definitivamente en la gloria del Cielo. Pero esto no significa que esté lejos, que se separe de nosotros; María, por el contrario, nos acompaña, lucha con nosotros, sostiene a los cristianos en el combate contra las fuerzas del mal. La oración con María, en especial el Rosario – pero escuchadme con atención: el Rosario. ¿Vosotros rezáis el Rosario todos los días? No creo [la gente grita: Sí] ¿Seguro? Pues bien, la oración con María, en particular el Rosario, tiene también esta dimensión «agonística», es decir, de lucha, una oración que sostiene en la batalla contra el maligno y sus cómplices. También el Rosario nos sostiene en la batalla.

La segunda lectura nos habla de la resurrección. El apóstol Pablo, escribiendo a los corintios, insiste en que ser cristianos significa creer que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos. Toda nuestra fe se basa en esta verdad fundamental, que no es una idea sino un acontecimiento. También el misterio de la Asunción de María en cuerpo y alma se inscribe completamente en la resurrección de Cristo. La humanidad de la Madre ha sido «atraída» por el Hijo en su paso a través de la muerte. Jesús entró definitivamente en la vida eterna con toda su humanidad, la que había tomado de María; así ella, la Madre, que lo ha seguido fielmente durante toda su vida, lo ha seguido con el corazón, ha entrado con él en la vida eterna, que llamamos también Cielo, Paraíso, Casa del Padre.

María ha conocido también el martirio de la cruz: el martirio de su corazón, el martirio del alma. Ha sufrido mucho en su corazón, mientras Jesús sufría en la cruz. Ha vivido la pasión del Hijo hasta el fondo del alma. Ha estado completamente unida a él en la muerte, y por eso ha recibido el don de la resurrección. Cristo es la primicia de los resucitados, y María es la primicia de los redimidos, la primera de «aquellos que son de Cristo». Es nuestra Madre, pero también podemos decir que es nuestra representante, es nuestra hermana, nuestra primera hermana, es la primera de los redimidos que ha llegado al cielo.

El evangelio nos sugiere la tercera palabra: esperanza. Esperanza es la virtud del que experimentando el conflicto, la lucha cotidiana entre la vida y la muerte, entre el bien y el mal, cree en la resurrección de Cristo, en la victoria del amor. Hemos escuchado el Canto de María, el Magnificat es el cántico de la esperanza, el cántico del Pueblo de Dios que camina en la historia. Es el cántico de tantos santos y santas, algunos conocidos, otros, muchísimos, desconocidos, pero que Dios conoce bien: mamás, papás, catequistas, misioneros, sacerdotes, religiosas, jóvenes, también niños, abuelos, abuelas, estos han afrontado la lucha por la vida llevando en el corazón la esperanza de los pequeños y humildes. María dice: «Proclama mi alma la grandeza del Señor», hoy la Iglesia también canta esto y lo canta en todo el mundo. Este cántico es especialmente intenso allí donde el Cuerpo de Cristo sufre hoy la Pasión. Donde está la cruz, para nosotros los cristianos hay esperanza, siempre. Si no hay esperanza, no somos cristianos. Por esto me gusta decir: no os dejéis robar la esperanza. Que no os roben la esperanza, porque esta fuerza es una gracia, un don de Dios que nos hace avanzar mirando al cielo. Y María está siempre allí, cercana a esas comunidades, a esos hermanos nuestros, camina con ellos, sufre con ellos, y canta con ellos el Magnificat de la esperanza.

Queridos hermanos y hermanas, unámonos también nosotros, con el corazón, a este cántico de paciencia y victoria, de lucha y alegría, que une a la Iglesia triunfante con la peregrinante, nosotros; que une el cielo y la tierra, que une nuestra historia con la eternidad, hacia la que caminamos. Amén.


El Señor de la vida ha hecho grandes cosas por nosotros
Fernando Armellini

Introducción

María es recordada por última vez en el Nuevo Testamento al comienzo del libro de Hechos: en la oración, rodeada por los apóstoles y la primera comunidad cristiana (Hch 1,14). Entonces esta dulce y reservada mujer abandona la escena, silenciosa y discretamente lo mismo que al entrar. Desde entonces no sabemos nada de ella. Dónde pasó los últimos años de su vida y cómo dejó esta tierra no se menciona en los textos canónicos. Muchas versiones de un solo tema –la Dormición de la Virgen María– se difundieron entre los cristianos a partir del siglo VI.

Estos textos apócrifos transmitieron una serie de noticias sobre los últimos días de María y sobre su muerte. Se trata de cuentos populares, en gran parte ficticios, cuyo núcleo original, sin embargo, se remonta al siglo II en torno a la Iglesia madre de Jerusalén, pero donde encontramos información más confiable.

Después de la Pascua, María, con toda probabilidad, vivió en Jerusalén, en el Monte Sión, tal vez en la misma casa donde su hijo había celebrado la Última Cena con sus apóstoles. Cuando llegó su hora de salir de este mundo –y aquí comienza el aspecto legendario de las historias apócrifas– apareció un mensajero celestial y le anunció su próxima salida. Desde las tierras más remotas, los apóstoles, milagrosamente transportados sobre las nubes, llegaron a su lecho, conversaron con ella tiernamente permaneciendo a su lado hasta el momento en que Jesús, con una multitud de ángeles, vino a llevar su alma.

Acompañaron su cuerpo en procesión al arroyo de Cedrón, y allí lo colocaron en una tumba cortada en la roca. Este es probablemente un detalle histórico. Desde el siglo I, de hecho, su tumba, cerca de la gruta de Getsemaní, ha sido continuamente venerada. En el siglo IV, este sitio fue aislado de los demás y en este lugar se construyó una iglesia.

Tres días después de su entierro –y aquí las noticias legendarias se reanudan– Jesús aparece de nuevo para tomar también su cuerpo, que los apóstoles habían seguido observando. Dio órdenes a los ángeles para que la elevaran sobre las nubes y los apóstoles la acompañaran. Las nubes se dirigían al este, al arco del paraíso y llegaban al reino de la luz. Entre las canciones de los ángeles y los aromas más deliciosos, la pusieron al lado del árbol de la vida.

Estos detalles ficticios, evidentemente, no tienen valor histórico; sin embargo, dan testimonio, a través de imágenes y símbolos, de la incipiente devoción del pueblo cristiano por la Madre del Señor. La reflexión de los creyentes sobre el destino de María después de la muerte siguió creciendo a lo largo de los siglos. Llevó a la creencia en su Asunción y, el 1 de noviembre de 1950, vino la definición papal: “La Inmaculada Concepción Madre de Dios siempre Virgen terminó el curso de su vida terrenal, fue asunta cuerpo y alma en la gloria celestial”.

¿Qué significa este dogma? ¿Acaso es que el cuerpo de María no sufrió corrupción o que solo ella y Jesús estarían en el cielo en carne y hueso mientras que los demás estarían muertos y sólo con sus almas en el cielo esperando la reunificación con sus cuerpos? Esta visión ingenua de la Ascensión de Jesús y de la Asunción de María, además de ser un legado de la filosofía dualista griega –que contradice a la Biblia en la que el ser humano se entiende como una unidad inseparable– es positivamente excluida por Pablo. Escribiendo a los Corintios, Pablo aclara que no es el cuerpo material el que resucita sino “un cuerpo espiritual” (1 Cor 15,44).

El texto de la definición papal no habla de “asunta al cielo” –como si hubiera habido un cambio en el espacio o un ‘rapto’ de su cuerpo de la tumba a la morada de Dios– sino que dice: “asunta a la gloria celestial”. La gloria celestial no es un lugar sino una nueva condición. María no fue a otro lugar, llevando con ella los frágiles restos que están destinados a volver al polvo. Ella no ha abandonado la comunidad de discípulos que continúan caminando como peregrinos en este mundo. Ella ha cambiado la manera de estar con ellos, como lo hizo su Hijo el día de Pascua.

María, “la sierva del Señor”, se presenta hoy a todos los creyentes no como una privilegiada sino como el modelo más excelente, como el signo del destino que espera a toda persona que cree “que la Palabra del Señor se hará realidad” (Lc 1,45).

Las fuerzas de la vida y de la muerte se enfrentan en un duelo dramático en el mundo. El dolor, la enfermedad, las debilidades de la vejez son las escaramuzas que anuncian el asalto final del temible dragón. Eventualmente, la lucha se convierte en unilateral y la muerte siempre atrapa a su presa. ¿Acaso Dios, amante de la vida, ve impasiblemente esta derrota de las criaturas en cuyo rostro se imprime su imagen? La respuesta a esta pregunta se nos ofrece hoy en María. En ella estamos invitados a contemplar el triunfo del Dios de la Vida.

Evangelio: Lucas 1,39-56

Ante la evidencia de la muerte y corrupción de un cuerpo en la tumba, se necesita mucho valor para creer que el Señor es el Dios de la vida y la esperanza de una vida más allá de la vida. En la fiesta de hoy, se nos ofrece como modelo a aquel que siempre ha confiado en Dios.

Isabel proclama su bendición porque “ella creía que la palabra del Señor se haría realidad” (v. 45). María le responde con un himno de alabanza al Señor. Cada noche la comunidad cristiana lo canta al final de las vísperas. Es para mantener viva en los fieles, quizás perturbados por las vicisitudes del día, la mirada de fe en la que María ha podido leer los acontecimientos de su vida y la historia de su pueblo.

Comienza con un grito de alegría: “Mi alma proclama la grandeza del Señor” (v. 47). Literalmente, la frase dice: “Yo me rindo ante el Señor, que es grande”. Nuestro corazón tiende a imaginarlo pequeño, modelándolo adaptado a nuestra mezquindad: un Dios generoso con el vencedor bueno y enojado, implacable, con aquellos que transgreden sus órdenes, como nosotros. María tiene una mirada pura; ella ha experimentado la inmensidad del amor de Dios. Ella comprendió que Él hace que su sol salga sobre los malos y sobre los buenos; para esto, ella siente la necesidad irreprimible de proclamar su grandeza.

Quien asimile la mirada de María y descubra que el Señor ama a la gente sin condiciones, exultará –como ella– en Dios su Salvador. Estará complacido porque la Salvación no depende de sus habilidades y buenas obras sino que está anclada en la fidelidad infalible de Dios. Esta certeza pone fin a las angustias, que surgen del deseo de construir la propia perfección, y es la fuente de la serenidad interior, de la paz, de la alegría sin límites.

Después de haber engrandecido al Señor, María aclara el motivo por el que le hace un himno de alabanza: “Ha visto la humildad de su sierva” (v. 48). La mirada de Dios no es atraída por las virtudes morales y las cualidades de una persona sino por su pobreza, su necesidad de ser enriquecida por los dones del cielo. María sabe que es una mujer estupenda, pero no tiene motivos para jactarse. Ella es consciente de no tener ningún mérito y reconoce que todo en ella es un regalo gratuito del Señor.

Ella dijo al ángel de la Anunciación: “He aquí la sierva del Señor”. En su canto de alabanza se repite la auto-presentación: “Yo soy la sierva”. Es el título de honor que la Biblia reserva a aquellos que han puesto sus vidas a disposición de Dios. La proclamarán ‘bienaventurada’ porque, al mirarla, aquellos que son despreciados por su condición angustiosa, física o moral, dejarán de sentirse derrotados y rechazados por Dios. Se darán cuenta de estar en la posición única de convertirse en los destinatarios de la ternura del Señor.

“El Poderoso ha hecho grandes cosas por mí” (v. 49). “Grandes cosas” es la expresión con la que la Biblia presenta las intervenciones extraordinarias de Dios: “Él hace prodigios incomprensibles, maravillas innumerables” (Job 5,9). Él no es el Todopoderoso que puede hacer lo que quiere. Es el poderoso que, respetuoso de las leyes de la Creación y de la libertad humana, logra siempre hacer prodigios inesperados y sorprendentes de amor.

La segunda parte del pasaje comienza (vv. 50-55) donde María revisa las maravillosas obras de Amor del Señor. Ella explica primero por qué es tan atento y cariñoso. Distribuye generosamente sus beneficios porque es misericordioso: de tiempo en tiempo su misericordia se extiende a los que viven en su presencia (v. 50). Misericordioso para nosotros es el que se mueve ante la desgracia, el dolor, la condición de los pobres y los afectados por los desastres. Sin embargo, este sentimiento sería en vano si no nos intercedemos en nombre de aquellos que necesitan ayuda.

En la Biblia, Dios se presenta a sí mismo como “compasivo y misericordioso” (Éx 34,6) y las palabras hebreas que se usan, no sólo expresan una emoción intensa y profunda –la que la madre siente por el niño que lleva– sino también la acción que este sentimiento causa: el irresistible impulso de rescatar al ser amado. A lo largo de los siglos, aquellos que temen al Señor, es decir, los que confiaron en Él y en su Palabra, siempre han experimentado su ternura y su cuidado.

El texto continúa enumerando siete de las intervenciones salvadoras de Dios. Él ha actuado con el poder de su brazo y ha hecho maravillas (v. 51). La Biblia a menudo menciona el brazo de Dios, símbolo de la fuerza con la que interviene para liberar a los oprimidos, proteger a los débiles, defender a los que sufren injusticia. María conoce la historia de su pueblo y recuerda que el Señor fue a Egipto a elegir a Israel “por la fuerza de pruebas y señales, por maravillas y por guerras, con mano firme y brazo extendido” (Dt 4,34). Ella ni siquiera es tocada por la duda de que el mal prevalecerá sobre el bien, la mentira sobre la verdad, la prevaricación sobre la justicia, la arrogancia sobre la mansedumbre. Ella sabe que el brazo del Señor mantiene un firme control sobre los destinos del mundo y la vida de cada persona.

“Él ha esparcido a los soberbios” (v. 51). Con este término la Biblia indica a los insolentes, aquellos que no están interesados ​​en Dios; hablan con orgullo y miran hacia abajo a todos. El Señor, dice María, los dispersa. No es una invitación a esperar pacientemente que Dios intervenga para derribar y reducir al ridículo a los que prevalecen. El Señor no triunfa humillando a los que se burlan de él, sino que vuelve su palabra paternal y los convierte con su Amor. Es el mundo nuevo el que anuncia María, el mundo en el cual los arrogantes y los dominadores se dispersan y desaparecen. Todos son convertidos en humildes siervos de sus hermanos.

“Él ha derribado a los poderosos de sus tronos y levantado a los oprimidos” (v. 52). La historia enseña que los fuertes siempre han dominado, y los débiles estuvieron subyugados. María lo sabe. Ella pertenece a un pueblo tiranizado por los grandes imperios. Ahora –asegura– Dios está del lado de los pobres y ha puesto en acción una revolución; volcó el equilibrio de poder: los poderosos fueron derrotados y los miserables levantados.

¿Ha llegado el momento de la venganza? ¿Con la ayuda de Dios, los débiles elevarán su cabeza, conquistarán a los poderosos y someterán a los que los han oprimido? Si eso fuera el resultado de la intervención divina, no veríamos un nuevo acontecimiento sino solo el reemplazo de una clase de explotadores por otra. Dios no entra en la historia para desempeñar el papel del héroe en ese guión insano que siempre las personas han puesto en escena. No interviene con fuerza para cambiar a los actores sino para introducir un guión completamente diferente: antes el juego era esforzarse para subir y gobernar al resto; ahora se compite para bajar y convertirse en sirviente por amor, para ser pan para los hambrientos. Grande y digno de honor ya no es el que está sentado en un trono sino el que se queda abajo y responde con alegría a las demandas de aquellos que lo necesitan.

Esta es la verdadera novedad: un corazón nuevo dado a todos, un corazón como el de Cristo, un corazón de sirvientes. ¿Veremos alguna vez este tipo de humanidad? María está tan segura de que Dios la edificará, que habla al pasado –“ha derrumbado, ha levantado”– como si esta prodigiosa transformación del mundo ya estuviera hecha. Ella recuerda las palabras del mensajero celestial: “Con Dios nada es imposible” (Lc 1,37).

“Él ha llenado a los hambrientos con cosas buenas, pero ha enviado a los ricos con las manos vacías” (v. 53). “La tierra y su plenitud pertenecen al Señor, al mundo y a todos los que habitan en él” (Sal 24,1). Si todo pertenece a Dios, los seres humanos no son dueños de nada; son invitados, comensales a la mesa que el generoso Padre ha tendido a sus hijos. Él concede sus dones a todos para que todos participen por igual; el que los reúne para sí, el que se niega a compartirlos tomando posesión de bienes que no son suyos, comete un robo. La codicia –la raíz de todo mal (1 Tim 6,10)– lleva a tomar más de lo necesario y a enriquecerse. La injusticia, la desigualdad, la discriminación y un mundo en desacuerdo con la voluntad de Dios son los resultados de la codicia inextinguible. María ve surgir un nuevo mundo, un mundo en el que los comensales comparten lo que el Padre pone a su disposición; un mundo donde todo el mundo está saciado de pan, libertad y amor.

María tiene un mensaje de esperanza para los ricos: Dios los deja vacíos. No es una amenaza de castigo; es una proclamación de Salvación. Los bienes que han acumulado –a menudo por extorsión y robo– han sido para ellos una fuente de placer, pero también de preocupaciones y ansiedades; se han convertido en un peso voluminoso, una carga que ha pesado en sus corazones haciéndolos insensibles a las necesidades de los hermanos.

Dios los envía vacíos, los aligera del peso de las riquezas, advirtiendo que “no hemos traído nada al mundo, y lo dejaremos con nada” (1 Tim 6,7), haciéndoles entender que “aunque tengan muchas posesiones, no es lo que les da vida” (Lc 12,15). Y convenciéndolos de que “la felicidad radica más en dar que en recibir” (Hch 20,35).

El texto cierra con una reflexión sobre la fidelidad de Dios a las promesas hechas a los patriarcas y a David (vv. 54-55). Israel es un pueblo que recuerda. El Señor a menudo lo invita a no olvidar las maravillas que ha realizado y las promesas hechas a los padres de la antigüedad (Deut 4,9; 7,18). María –hija de este pueblo– también recuerda y está segura de que Dios no olvida el juramento que juró a Abrahán ya sus descendientes. El niño que lleva en su vientre es la fiel respuesta de Dios a los compromisos que ha asumido con su pueblo.

No solo ahora, sino para siempre, por la eternidad –asegura María–, Dios permanecerá fiel. Él nunca fallará a su pacto de Amor con nosotros y, ciertamente, no nos abandonará ni siquiera en la muerte.

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UISG: Declaración por la Paz y Jornada de oración y ayuno.

La UISG (Unión Internacional de Superioras Generales) propone que el 14 de agosto sea vivido como día de ayuno y oración, invocando la intercesión de la Madre de Dios, Nuestra Señora de la Paz. Ante un mundo desgarrado por las guerras, no podemos permanecer indiferentes. Este es el comunicado (UISG):

En un mundo desgarrado por la guerra y la deshumanización —en Gaza, Sudán, Ucrania, Myanmar, Siria, Haití, República Democrática del Congo y en tantos otros países heridos por conflictos visibles e invisibles— no podemos permanecer como espectadoras silenciosas.


Cada día vemos rostros marcados por el dolor, vidas destruidas, pueblos privados de su dignidad y de la paz, especialmente mujeres y niños.

Como mujeres de esperanza, arraigadas en la fe e inmersas en las heridas de nuestro tiempo, sentimos la profunda necesidad de alzar la voz y unir nuestros corazones.

Como mujeres en las fronteras, que caminan junto a quienes sufren, escuchando el clamor de los pobres y de la tierra, tenemos la responsabilidad de construir comunión, proteger la vida y exigir justicia.

Por ello, las invitamos, en espíritu de comunión y de corresponsabilidad evangélica, a unirse en un acto colectivo de oración, discernimiento y testimonio, para que la paz no sea solo un deseo, sino una realidad construida entre todas.

En particular, proponemos que el 14 de agosto sea vivido como día de ayuno y oración, invocando la intercesión de la Madre de Dios, Nuestra Señora de la Paz, cuya fiesta celebramos el 15 de agosto.

Confiémonos a ella, para que acoja con ternura el clamor de los pueblos y nos enseñe a ser una presencia humilde y profética en los lugares del sufrimiento.

Les pedimos:

  • Promover momentos de oración y reflexión sobre la Palabra en sus comunidades, a la luz de los sufrimientos actuales del mundo, dejándonos transformar interiormente.
  • Comprometerse con las autoridades civiles y eclesiales de sus respectivos países, exhortándolas a abrir caminos de reconciliación, desarme, defensa de los derechos humanos y protección de las víctimas.
  • Apoyar acciones concretas de solidaridad global, a través de redes de ayuda humanitaria, acogida y testimonio profético a favor de los pueblos más afectados.

Como mujeres que velan en la noche, seguimos creyendo que incluso en la hora más oscura puede brillar una luz: la luz del Evangelio, de la justicia y de la fraternidad.

Juntas invoquemos al Dios de la paz, para que podamos ser instrumentos de su amor, y confiamos este camino a la intercesión de María, nuestra Madre de la esperanza.


Oración por la Paz – 14 de agosto Jornada de Oración y Ayuno

Con motivo de la Jornada de Oración y Ayuno por la Paz, propuesta por la UISG (Unión Internacional de Superioras Generales) para el 14 de agosto de 2025, nos unimos en oración con un corazón abierto y solidario.

Esta oración, preparada por la UISG para acompañar este momento, nos invita a dirigirnos a Dios en un tiempo marcado por guerras, violencias y divisiones.

Confiándonos a la intercesión de María, Madre de la Paz, oremos para que cada pueblo pueda reencontrar la esperanza, la justicia y el don de la reconciliación, en comunión con tantas personas en el mundo que desean la paz.

María, Madre de la Paz,
en este tiempo herido por la guerra,
te encomendamos a los pueblos desgarrados por el odio,
a las familias divididas, a los corazones rotos por la violencia.

Tú que guardaste en silencio el dolor,
enséñanos a velar, a no cerrar los ojos,
a permanecer junto a quien sufre,
a orar incluso cuando faltan las palabras.

Dona al mundo la paz, Señor Jesús,
no la que se impone con la fuerza,
sino la que nace de la justicia,
del perdón, de la verdad, del amor.

Haznos instrumentos de tu paz:
manos que levantan,
voces que consuelan,
corazones que se abren.

Te rogamos por las mujeres y los niños víctimas de los conflictos,
por los migrantes en fuga, por quienes son prisioneros del miedo.
Te rogamos por quienes han perdido la esperanza
y por quienes siguen sembrando odio.

Haz que nuestro ayuno sea solidaridad,
que nuestra oración se convierta en acción,
que nuestro silencio sea voz para los que no tienen voz.

María, Reina de la Paz,
intercede por nosotros,
para que en cada rincón de la tierra
vuelva a brillar la luz del Evangelio.

Amén.

UISG

XIX Domingo ordinario. Año C

“En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: No temas, rebañito mío, porque tu Padre ha tenido a bien darte el Reino. Vendan sus bienes y den limosnas. Consíganse unas bolsas que no se destruyan y acumulen en el cielo un tesoro que no se acaba, allá donde no llega el ladrón, ni carcome la polilla. Porque donde está su tesoro, ahí estará su corazón.

Estén listos, con la túnica puesta y las lámparas encendidas. Sean semejantes a los criados que están esperando a que su señor regrese de la boda, para abrirle en cuanto llegue y toque. Dichosos aquellos a quienes su señor, al llegar, encuentre en vela. Yo les aseguro que se cogerá la túnica, los hará sentar a la mesa y él mismo les servirá. Y si llega a medianoche o a la madrugada y los encuentra en vela, dichosos ellos.

Fíjense en esto: si un padre de familia supiera a qué hora va a venir el ladrón, estaría vigilando y no dejaría que se metiera por un boquete en su casa. Pues también ustedes estén preparados, porque a la hora en que menos lo piensen vendrá el Hijo del hombre.

Entonces Pedro le preguntó a Jesús: ¿Dices esta parábola solo por nosotros o por todos? El Señor le respondió: supongan que un administrador, puesto por su amo al frente de la servidumbre, con el encargo de repartir a su tiempo los alimentos, se porta con fidelidad y prudencia. Dichoso este siervo, si el amo, a su llegada, lo encuentra cumpliendo con su deber. Yo les aseguro que lo pondrá al frente de todo lo que tiene. Pero si este siervo piensa: Mi amo tardará en llegar y empieza a maltratar a los criados y a las criadas, a comer a beber y a embriagarse, el día menos pensado y a la hora más inesperada, llegará su amo y lo castigará severamente y le hará correr la misma suerte que a los hombres desleales.

El Servidor que, conociendo la voluntad de su amo, no haya preparado ni hecho lo que debía, recibirá muchos azotes; pero el que, sin conocerla, haya hecho algo digno de castigo, recibirá pocos.

Al que mucho se le da, se le exigirá mucho, y al que mucho se le confía, se le exigirá mucho más”. (Lucas 12, 32-48)


Donde está su tesoro, ahí estará su corazón
P. Enrique Sánchez, mccj

El capítulo 12 del evangelio de san Lucas nos sigue conduciendo en una reflexión sobre los bienes que convienen y la riqueza que no se acaba, invitándonos a tomar conciencia de la importancia de adquirir una libertad interior que nos permita disfrutar de los bienes materiales sin entregarles nuestro corazón.

Es una invitación a vivir sin miedo, porque nuestro Padre Dios ha tenido a bien tomarse el cuidado de nosotros dándonos la posibilidad de vivir en su Reino.

Acumulen en el cielo

Si hay que acumular algo, nos dice el evangelio, habría que hacerlo en las bodegas del cielo, porque ahí́ se conserva lo bueno, lo que no se destruye y no se acaba con el tiempo, lo que no desaparece cuando llega la ultima crisis financiera y en donde lo que realmente tiene valor no se cuantifica con cifras de seis ceros.

El bien hecho por los demás y la felicidad que hayamos podido sembrar en el corazón de quienes tenemos cerca es algo que ningún ladrón podrá arrebatarnos.

La caridad ejercida de manera discreta, en bien de quien la está pasando mal porque se ha quedado sin trabajo o porque se le ha presentado una enfermedad inesperada; ese es un bien que no se puede carcomer la polilla.

El perdón y la misericordia que podemos tener con aquellas personas que nos han hecho sufrir y que nos han maltratado donde duele; esa es una riqueza de la que ningún ladrón podrá́ despojarnos, porque se trata de lo más noble que llevamos custodiado en lo profundo del corazón.

La compasión que mueve nuestros sentimientos más profundos, cuando vemos el sufrimiento de nuestros hermanos y no somos capaces de pasar indiferentes ante el dolor y la angustia de quienes no saben a donde elevar sus suplicas; eso representa lo mejor de nuestro tesoro que nadie podrá arrebatarnos, porque habla de lo mejor de nosotros mismos.

Estas, y muchas más, son las riquezas que el Señor ha tenido a bien concedernos cuando nos llama a entrar y gozar de su Reino; ese Reino en donde lo que importa no son las cosas que, tarde o temprano, tendremos que dejar.

Ligeros y con la lámpara encendida

El evangelio de hoy nos invita a ir ligeros y a mantener la lámpara encendida. Ir con la cintura ceñida para no dejar que nuestro corazón se apegue a todo aquello que  nos haría difícil el avanzar por el camino.

Ligeros para mantenernos libres y disponibles a todas las riquezas con las que el Señor nos irá sorprendiendo, abiertos a la novedad de Dios que no se dejará ganar jamás en generosidad.

El Señor se encarga y piensa ya a lo que nos hace falta para responder a nuestras necesidades de cada día. Por lo tanto, no tiene sentido afanarse en atesorar y acumular, como si nuestra vida dependiera de nuestras reservas.

La parábola que nos presenta el evangelio nos hace entender la importancia que tiene el saber que lo que hemos recibido como bienes es algo que estamos llamados a administrar en bien de los demás y la importancia aparece en el saber servir y compartir con los demás. Ahí está el valor que podríamos dar a aquello que se atesora.

Del trata de administrar y de servir

Y, ¿de qué se trata cuando hablamos de servicio? Seguramente de saber poner a disposición de los demás los dones, cualidades, aptitudes y carismas que hemos recibido gratuitamente y que reconocemos como gracias que se nos han dado para compartirlas con los demás.

Por otra parte, se nos dice que, hay que estar listos y preparados, con las lámparas encendidas, para reconocer lo bueno y lo bello que Dios nos va dando en medio de las tinieblas en las que muchas veces nos vemos atrapados.

Esas tinieblas que nos impiden ser agradecidos y que, encerrándonos en nuestros egoísmos, pretenden hacernos creer que todo nos es debido y que tenemos derecho a que todo nos sea dado.

Estar listos y preparados al encuentro con el Señor es la actitud que nos permite vivir desprendidos de nosotros mismos y disponibles a recibir cada momento de nuestra vida como una gracia y una bendición. Como algo que no tiene precio y que no podemos conseguir con nuestros recursos, tan perecederos, tan frágiles y tan humanos.

Vivir cimentados en la fe

En otras palabras, de lo que se trata es de vivir en una actitud de fe en donde se nos enseña que, aún en los momentos de oscuridad y de tinieblas, cuando, aparentemente todo está perdido, el Señor no nos abandonará y nos dará siempre lo necesario para vivir en plenitud.

Dichosos los que son encontrados en vela, despiertos, con la atención puesta en lo que realmente es importante y esencial en la vida.

Estar en vela podría significar vivir atentos y dispuestos a reconocer cómo Dios se va tomando cuidado de nosotros y cómo se preocupa para que nada nos falte de aquello que nos permite vivir con dignidad.

Estar listos, preparados y vigilantes es lo que permite custodiar el corazón para que ahí se vaya acumulando lo que realmente podamos reconocer como nuestro tesoro, como la riqueza que nos permite estar en este mundo con una actitud profunda de libertad y de desprendimiento de cualquier cosa que nos pudiese esclavizar.

Ojalá, pues, que nuestro tesoro consista en una infinidad de bienes, materiales y espirituales. De gracias y bendiciones que nos reconocemos presentes en nuestras vidas. Qué sean todo lo bello que descubrimos como la razón que da sentido a nuestra vida y que nos llena de entusiasmo para seguir adelante, considerando la vida y el encuentro con nuestros hermanos, como lo más grande que nos pudo haber sucedido.

Pidamos la sabiduría de Dios para que sepamos conducir nuestro corazón a lo que realmente vale la pena, a todo aquello que dignifique nuestra vida y nos convierta en instrumentos de promoción humana y divina para todas las personas que vamos encontrando en nuestro caminar en este mundo tan lleno de sorpresas que nos hablan del Señor que va a nuestro lado, como presencia fiel que sólo sueña con nuestra felicidad.

Siempre vigilantes y atentos

Que el Señor nos encuentre siempre vigilantes, atentos y disponibles para servir a los demás. Que nos dé un corazón enorme para llenarlo de las riquezas que representan los hermanos que alegran nuestro peregrinar.

Que la esperanza sea la luz que ilumine nuestros horizontes y se transforme en alegría que estemos llamados a compartir con los demás.

Para continuar nuestra reflexión personal

¿Cuáles son las alegrías de nuestro corazón?

¿Qué es lo que vamos atesorando y a lo que tenemos adherido nuestro corazón?

¿Nos sentimos iluminados y sostenidos por nuestra fe?

¿Reconocemos al Señor Jesús presente en nuestras vidas?

¿Somos vigilantes para detectar el paso de Dios por nuestras vidas?

¿Nos alegra el ser servidores de los demás?


Esperando a Dios en la noche
P. Manuel João Pereira Correia, mccj

En estos domingos estamos leyendo el capítulo XII de san Lucas, un entramado de dichos, enseñanzas y breves parábolas, sin una clara unidad entre ellos. A algunos de nosotros que lo escuchemos en tiempo de vacaciones nos podrá parecer un Evangelio fuera de tiempo y de lugar. Mientras buscamos un poco de descanso y distracción para olvidar las preocupaciones de la vida, esta Palabra nos desconcierta, proponiéndonos temas demasiado serios e incómodos. Tal vez por eso el Señor nos dice, ante todo: «No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino».

Vigilando en la noche

El pasaje de este domingo tiene un tono de espera apocalíptica, presentando la vida cristiana como la espera del regreso del Señor en la “noche”. Tres veces se repite la invitación a estar preparados: «Tened ceñida vuestra cintura y encendidas las lámparas»«Estad preparados, porque a la hora que no penséis, vendrá el Hijo del hombre». La invitación de Jesús a vigilar para no ser sorprendidos desprevenidos a su llegada se ilustra con tres breves comparaciones: la espera del señor que regresa de unas bodas, el ladrón y el administrador de la casa.

La noche que se alterna con el día es una fuerte metáfora de la vida. ¡Cuántas veces nos parece estar en la oscuridad, sin saber adónde ir, agobiados por los problemas, con amenazas que se ciernen sobre nuestra vida…! O vivir tiempos oscurecidos por la guerra y la injusticia, por la incertidumbre sobre el futuro… La Palabra de este domingo nos ayuda a comprender y a vivir en esta “noche”.

La noche del Éxodo

La primera lectura (Sabiduría 18,6-9) presenta esta noche como la noche del Éxodo, cuando todo el pueblo en espera «se impuso, de común acuerdo, esta ley divina: compartir por igual los éxitos y los peligros».

La vida cristiana es un éxodo, un camino de liberación, muchas veces jalonado de tentaciones, de incertidumbre sobre las decisiones tomadas, de nostalgia del pasado… A menudo se convierte en una larga noche. Habíamos imaginado una travesía más rápida y menos fatigosa, y que pronto estaríamos instalados en la Tierra Prometida. Llegados al Sinaí, Dios nos dijo: «Vosotros mismos habéis visto lo que hice a Egipto, y cómo os llevé sobre alas de águila y os traje hasta mí» (Ex 19,4). Pensábamos, por tanto, que lo peor había pasado. Pero el Señor consideró que aún no estábamos preparados para entrar y que se necesitaban “cuarenta años” de desierto para liberar nuestro corazón de las estructuras mentales y de los hábitos que nos mantenían en “Egipto”, en la “casa de esclavitud”. Allí seguían estando nuestros tesoros. Y «donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón».

Por eso la noche de nuestro éxodo será aún larga. Nosotros también gritaremos a la centinela del profeta Isaías: «Centinela, ¿cuánto queda de la noche?». Y la centinela nos responderá, algo enigmática: «Llega la mañana, pero también la noche; si queréis preguntar, preguntad; conver­tíos, venid» (Is 21,11-12). ¡Corresponde a cada uno de nosotros escuchar e interpretar esta Voz!

La noche de la fe

La segunda lectura (Hebreos 11,1-19) presenta la noche del creyente como la noche de la fe: «En la fe murieron todos estos, sin haber recibido lo prometido, pero viéndolo y saludándolo de lejos, confesando que eran extranjeros y peregrinos en la tierra».

La definición de la fe que encontramos al comienzo de la lectura es sorprendente: «La fe es garantía de lo que se espera, y prueba de lo que no se ve». Por eso la noche es el ámbito de la fe. Aunque somos hijos de la luz, «caminamos por fe y no por vista» (2Cor 5,7). Es necesario aceptar y atravesar la noche de la fe para aprender a «esperar contra toda esperanza» (Rom 4,18).

Para el creyente, la fe es una elección radical de vida. Significa confiar en una promesa de Dios, como Abraham. De hecho, hay dos maneras de planificar la vida: según un proyecto personal o según una vocación orientada por una promesa de Dios. Proyecto proviene del latín proiectum (pro-icere, arrojar hacia adelante), mientras que promesa proviene de promissa (pro-mittere, enviar hacia adelante). El proyecto lo planifico yo; la promesa la hace Dios. ¿Qué está orientando mi vida: un proyecto mío o una promesa de Dios?

La noche de la vigilia en el servicio

En el pasaje del Evangelio, Jesús habla tres veces de bienaventuranza: «Dichosos los siervos a quienes el señor, al llegar, encuentre en vela»«Y si llega a medianoche o al amanecer y los encuentra así, ¡dichosos ellos!»«Dichoso aquel siervo a quien su señor, al llegar, encuentre actuando así».

En el Evangelio de Lucas, el uso de las palabras “dichoso” y “dichosos” (del griego μακάριος – makários, es decir, “feliz”, “bendito”, “afortunado”) aparece en diversos contextos. Jesús vino a revelarnos el camino de la bienaventuranza. Es el camino que conduce al Reino, la meta de todo ser humano. Es un camino que aún hoy permanece oculto y misterioso para muchos, creyentes y no creyentes. Se presenta de forma tan contraria a la lógica que puede parecer una locura. Pero se ha hecho creíble porque Jesús y otros que se atrevieron a confiar en él lo encarnaron. El Evangelio ha recogido su trazado y se ha convertido en la guía para las mujeres y los hombres del Camino, como llaman a los cristianos los Hechos de los Apóstoles.

El Camino es único: es Cristo, pero ¿podemos hablar de senderos diferentes? Tal vez sí. Algunos nos parecen más arduos que otros. Algunos no nos sentimos capaces de recorrerlos. Pensamos en la santidad de ciertos cristianos o en la “santidad” laica de ciertas personas que se dedican heroicamente a aliviar el sufrimiento. Inalcanzables. Pues bien, el sendero que Jesús nos propone hoy me parece accesible a todos. Ciertamente, siempre es para recorrer en la noche del éxodo y de la fe, pero aun así al alcance de los pequeños, de los siervos. No tenemos que hacer cosas extraordinarias, sino simplemente permanecer despiertos y hacer lo que es nuestro deber: ¡servir! Un servicio humilde, oculto, quizá incluso banal, que no se publicitará en las redes sociales ni buscará “me gusta”, pero que se da por hecho: «Somos siervos inútiles. Hemos hecho lo que debíamos hacer» (Lc 17,10). ¿No os parece esta una versión del “caminito” del “camino del amor sencillo y confiado”, al alcance de todos, trazado por santa Teresa del Niño Jesús?


La última alegría
Papa Francesco

En la página del Evangelio de hoy (cf. Lc 12, 32-48), Jesús llama a sus discípulos a una vigilancia constante. ¿Por qué? Para captar el paso de Dios en su vida, porque Dios pasa continuamente por la vida. Y señala las formas de vivir bien esta vigilancia: «Estén ceñidos vuestros lomos y las lámparas encendidas» (v. 35). Este es el camino. En primer lugar, «ceñidos los lomos», una imagen que recuerda la actitud del peregrino, dispuesto a emprender el camino. Se trata de no echar raíces en moradas cómodas y tranquilizadoras, sino de abandonarse, de abrirse con sencillez y confianza al paso de Dios en nuestras vidas, a la voluntad de Dios, que nos guía hacia la meta sucesiva. El Señor siempre camina con nosotros y tantas veces nos acompaña de la mano, para guiarnos, para que no nos equivoquemos en este camino tan difícil. Efectivamente, el que confía en Dios sabe bien que  la vida de fe no es algo estático, ¡es dinámica! La vida de fe es un itinerario continuo, para dirigirse hacia etapas siempre nuevas, que el Señor mismo indica día tras día. Porque Él es el Señor de las sorpresas, el Señor de las novedades, pero de las verdaderas novedades.

Y entonces ―el primer modo era “los lomos ceñidos”― después se nos pide que mantengamos “las lámparas encendidas”, para poder iluminar la oscuridad de la noche. Es decir, estamos invitados a vivir una fe auténtica y madura, capaz de iluminar las muchas “noches” de la vida. Bien sabemos que todos hemos tenido días que han sido verdaderas noches espirituales. La lámpara de la fe requiere ser alimentada continuamente, con el encuentro de corazón a corazón con Jesús en la oración y en la escucha de su Palabra. Reitero algo que he dicho muchas veces: llevad siempre un pequeño Evangelio en el bolsillo, en el bolso, para leerlo. Es un encuentro con Jesús, con la Palabra de Jesús. Esta lámpara del encuentro con Jesús en la oración y en su Palabra nos ha sido confiada para el bien de todos: nadie, por tanto, puede encerrarse de forma intimista en la certeza de su propia salvación, desinteresándose de los demás. Es una fantasía creer que uno puede iluminarse por dentro solo. No, es una fantasía. La verdadera fe abre el corazón al prójimo y lo impulsa a una comunión concreta con los hermanos, especialmente con los que viven en la necesidad.

Y Jesús, para hacernos comprender esta actitud, cuenta la parábola de los siervos que esperan el regreso del Maestro cuando vuelve de las bodas (vv. 36-40), presentando así otro aspecto de la vigilancia: estar preparados para el encuentro último y definitivo con el Señor. Cada uno de nosotros se encontrará, nos encontraremos en ese día del encuentro. Cada uno de nosotros tiene la propia fecha para el encuentro definitivo. Dice el Señor: «Dichosos los siervos que el señor al venir encuentre despiertos… Que venga en la segunda vigilia o en la tercera, si los encuentra así ¡dichosos ellos!» (vv. 37-38). Con estas palabras, el Señor nos recuerda que la vida es un camino hacia la eternidad; por eso, estamos llamados a emplear todos los talentos que tenemos, sin olvidar nunca que «no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro» (Hb 13,14). Desde esta perspectiva, cada momento se vuelve precioso, así que debemos vivir y actuar en esta tierra teniendo nostalgia del cielo: los pies en la tierra, caminar en la tierra, trabajar en la tierra, hacer el bien en la tierra, y el corazón nostálgico del cielo.

No podemos comprender realmente en qué consiste esta alegría suprema, pero Jesús nos hace darnos cuenta de ello con el ejemplo del amo que, al volver, encuentra a sus siervos aún despiertos: «Se ceñirá, los hará ponerse a la mesa y yendo de uno a otro los servirá» (v. 37). La alegría eterna del paraíso se manifiesta así: la situación se invertirá, y ya no serán los siervos, es  decir, nosotros, los que sirvamos a Dios, sino que Dios mismo se pondrá a nuestro servicio. Y esto lo hace Jesús ya desde ahora. Jesús reza por nosotros, Jesús nos mira y pide al Padre por nosotros, Jesús nos sirve ahora, es nuestro siervo. Y esta será la última alegría. El pensamiento del encuentro final con el Padre, rico en misericordia, nos llena de esperanza y nos estimula a comprometernos constantemente en nuestra santificación y en la construcción de un mundo más justo y fraterno.

Angelus 11.08.2019


VIVIR EN MINORÍA
José A. Pagola

Lucas ha recopilado en su evangelio unas palabras, llenas de afecto y cariño, dirigidas por Jesús a sus seguidores y seguidoras. Con frecuencia, suelen pasar desapercibidas. Sin embargo, leídas hoy con atención desde nuestras parroquias y comunidades cristianas, cobran una sorprendente actualidad. Es lo que necesitamos escuchar de Jesús en estos tiempos no fáciles para la fe.
“Mi pequeño rebaño”. Jesús mira con ternura inmensa a su pequeño grupo de seguidores. Son pocos. Tienen vocación de minoría. No han de pensar en grandezas. Así los imagina Jesús siempre: como un poco de “levadura” oculto en la masa, una pequeña “luz” en medio de la oscuridad, un puñado de “sal” para poner sabor a la vida.
Después de siglos de “imperialismo cristiano”, los discípulos de Jesús hemos de aprender a vivir en minoría. Es un error añorar una Iglesia poderosa y fuerte. Es un engaño buscar poder mundano o pretender dominar la sociedad. El evangelio no se impone por la fuerza. Lo contagian quienes viven al estilo de Jesús haciendo la vida más humana.
“No tengas miedo”. Es la gran preocupación de Jesús. No quiere ver a sus seguidores paralizados por el miedo ni hundidos en el desaliento. No han de perder nunca la confianza y la paz. También hoy somos un pequeño rebaño, pero podemos permanecer muy unidos a Jesús, el Pastor que nos guía y nos defiende. El nos puede hacer vivir estos tiempos con paz.
“Vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino”. Jesús se lo recuerda una vez más. No han de sentirse huérfanos. Tienen a Dios como Padre. Él les ha confiado su proyecto del reino. Es su gran regalo. Lo mejor que tenemos en nuestras comunidades: la tarea de hacer la vida más humana y la esperanza de encaminar la historia hacia su salvación definitiva.
“Vended vuestros bienes y dad limosna”. Los seguidores de Jesús son un pequeño rebaño, pero nunca han de ser una secta encerrada en sus propios intereses. No vivirán de espaldas a las necesidades de nadie. Será comunidades de puertas abiertas. Compartirán sus bienes con los que necesitan ayuda y solidaridad. Darán limosna, es decir “misericordia”. Este es el significado original del término griego.
Los cristianos necesitaremos todavía algún tiempo para aprender a vivir en minoría en medio de una sociedad secular y plural. Pero hay algo que podemos y debemos hacer sin esperar a nada: transformar el clima que se vive en nuestras comunidades y hacerlo más evangélico. El Papa Francisco nos está señalando el camino con sus gestos y su estilo de vida.

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UNA CRISIS ANTIGUA SEMEJANTE A LA NUESTRA
José Luis Sicre

El Nuevo Testamento termina con unas palabras de Jesús en el libro del Apocalipsis: “Sí, vengo pronto”. A las que responde el autor: “Amén. Ven, Señor Jesús”. Aunque la mayoría de los católicos no ha leído el Nuevo Testamento de punta a cabo, a muchos les suena la idea de “la segunda venida de Jesús” o “la vuelta del Señor”, sin que a nadie le quite el sueño. Esa vuelta no la ven como algo inmediato, ni siquiera a largo plazo.

A gran parte de los cristianos de finales del siglo I, cuando Lucas escribe su evangelio, le ocurría lo mismo. Desde niños, o desde que se convirtieron, les habían anunciado la pronta vuelta del Señor. Pero pasaron años, décadas, y no volvía. Escritos muy distintos del Nuevo Testamento recogen el desánimo y el escepticismo que se fue difundiendo en las comunidades. Hasta el punto de que el autor de la segunda carta a los Tesalonicenses se siente obligado a negar la inminencia de esa vuelta: «No perdáis fácilmente la cabeza ni os alarméis por profecías o discursos o cartas fingidamente nuestras, como si el día del Señor fuera inminente» (2 Tes 2,2).

Lucas también está convencido de que el fin del mundo no es inminente. Antes habrá que extender el evangelio «hasta los confines de la tierra», como expone en los Hechos de los Apóstoles. Pero aprovecha la enseñanza de generaciones anteriores para exhortar a la vigilancia.

[El sacerdote puede elegir este domingo entre una lectura breve y otra larga. Sin detenerme en justificar los motivos, aconsejo limitarse a la breve: Lucas 12,39-40.]

Si se lee el texto de forma rápida parece hablar de los mismos personajes: unos criados y su señor. Sin embargo, habla de dos señores distintos:

1) uno que vuelve de un banquete o una boda, al que esperan sus criados;

2) otro, que no tiene criados, se entera de que esa noche va a venir un ladrón, y lo espera en vela.

Dos comparaciones anticuadas

Veinte siglos hacen que incluso las imágenes más expresivas se desvirtúen. La primera comparación trae a la memoria la serie Downton Abbey, con toda la servidumbre perfectamente uniformada y dispuesta a la entrada del palacio esperando la llegada del señor o la familia. Esto pasó a la historia. Imaginando una comparación actual diría: “Tened los chalecos antibalas puestos y las armas preparadas, igual que los agentes de seguridad que esperan que el Presidente salga de la recepción”. Demasiado llamativo, y aplicable a poca gente. Pero lo más desconcertante es lo que hace el Presidente: en vez irse a descansar o a dormir, se dedica a servir la cena a sus guardias.

La segunda comparación, la del que espera la venida del ladrón, también parece anticuada. Esa función la cumplen las agencias de seguridad y la policía. Sin embargo, dados los numerosos fallos en este campo, es posible que el dueño de la casa se mantuviese en vela.

Los protagonistas y los consejos

Las imágenes tan distintas de los criados (1ª comparación) y del dueño de la casa (2ª) se refieren a nosotros, los cristianos. El otro gran protagonista es Jesús, presentado una vez como señor y otra como ladrón. Como señor es algo caprichoso, puede volver a cualquier hora, sin avisar; y lo mismo le ocurre como ladrón.  

Ya que se trata de dos comparaciones distintas, los consejos también difieren: en el primer caso, debemos imitar a los criados que esperan a su señor, con paciencia, aceptando que venga cuando quiera; en el segundo, imitar al propietario que espera al ladrón, preparados para la llegada imprevista del Hijo del hombre.

Hay también una notable diferencia en cuanto al tono: la primera comparación da por supuesto que el señor encontrará a los criados vigilando y los proclama dos veces bienaventurados. La segunda tiene un tono de amenaza y peligro.

De la vuelta del Señor al encuentro con el Señor

A mediados del siglo XX, los Testigos de Jehová estaban convencidos de que el fin del mundo sería en 1984 (70 años después de 1914, el comienzo de la Primera Guerra Mundial). Supongo que ahora mantendrán otra fecha. Pero no debemos reírnos de ellos. La adaptación de antiguas profecías a nuevas realidades es frecuente en el Antiguo Testamento y también en la iglesia primitiva.

En el caso concreto de la lectura de hoy, sin negar la vuelta del Señor, el acento se ha desplazado a algo más cercano e indiscutible: el encuentro personal con él después de la muerte. En esta perspectiva, la exhortación a la vigilancia sigue siendo totalmente válida.

Pero vigilar no significa vivir angustiados, sino cumplir adecuadamente las propias obligaciones, como recuerdan las exhortaciones de las cartas del Nuevo Testamento: en la vida de familia, el trabajo, la sociedad, la comunidad, es donde el cristiano demuestra su actitud de vigilancia.

La primera lectura

La primera lectura, tomada del libro de la Sabiduría 18, 6-9, ofrece dos posibles puntos de contacto con el evangelio.

Primer punto de contacto: vigilancia esperando la salvación.

  • El libro de la Sabiduría piensa en la noche de la liberación de Egipto
  • El evangelio, en la salvación que traerá la segunda venida de Jesús.
  • En ambos casos se subraya la actitud vigilante de israelitas y cristianos.

Segundo punto de contacto: solidaridad

  • Al momento de salir de Egipto, los israelitas se comprometen a compartir los bienes: serían solidarios en los peligros y en los bienes.
  • En la forma larga del evangelio, Jesús anima a los cristianos a ir más lejos: Vended vuestros bienes y dad limosna; haceos talegas que no se echen a perder, y un tesoro inagotable en el cielo.

Reflexión final

Leer este evangelio en el primer domingo de agosto, cuando muchos acaban de empezar las vacaciones, no parece lo más adecuado. Sin embargo, precisamente al comienzo de las vacaciones es cuando más nos aconsejan una actitud de vigilancia: con respecto a la protección de la casa, las ruedas del coche, la revisión del motor, la protección de los rayos solares… Siendo realistas, también al comienzo de las vacaciones es cuando muchos se encuentran definitivamente con el Señor. La vigilancia no es solo para el otoño.

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Asamblea Provincial de los Misioneros Combonianos de México

Texto: P. Ismael Piñón, mccj
Fotos: Hno. Raúl A. Cervantes

Los días 5, 6 y 7 de agosto tuvo lugar en Xochimilco la asamblea provincial de los Misioneros Combonianos de México. Precedida de cinco días de ejercicios espirituales, la asamblea dio la oportunidad a los combonianos de analizar en profundidad los diferentes servicios misioneros que realizan en México.

Durante los cinco días de ejercicios y animados por la Hna. Socorro Becerra, Misionera de la Palabra, los participantes pudieron adentrarse en el amor y la ternura de Dios a través de su Palabra y de su presencia constante, teniendo como eje conductor el Sagrado Corazón de Jesús.

La asamblea propiamente dicha comenzó la mañana del día 5 con un tema de formación permanente en el que la licenciada Velia Rangel ayudó a los participantes a “resignificar las pérdidas”, invitándolos a leer su propia historia y ver los momentos difíciles o de “pérdidas” con una actitud de esperanza. La tarde del día 5 y todo el día 6 estuvieron dedicados a ver y analizar las actividades de los diferentes sectores (animación misionera, evangelización, formación…) dando una especial importancia a la economía, después de la visita realizada por el ecónomo general del Instituto. Ese día concluyó con una eucaristía presidida por Mons. Juan María Huerta, nuevo obispo de Xochimilco.

El último día estuvo dedicado a hacer una reflexión sobre las próximas elecciones, ya que el 31 de diciembre termina el mandato del actual Provincial y de su Consejo. El diálogo fue profundo y sincero, en el que la esperanza, la confianza, la cercanía o la serenidad, entre otros, fueron los deseos y sentimientos que se viven en este momento y que se esperan también del nuevo equipo de gobierno. También se programaron las celebraciones de cuatro combonianos mexicanos que este año cumplen 25 años de ordenación: los padres Víctor Alejandro Mejía, Lauro Betancourt, Armando Máximo y Aldo Sierra.

La asamblea concluyó con una misa muy emotiva y festiva, durante la cual se celebró el envío del escolástico Carlos Lemus, que partirá próximamente para Nairobi, del Hno Joel Cruz, que acaba de iniciar su servicio como coordinador de la pastoral Afromexicana en la Conferencia del Episcopado Mexicano, y del P. José de la Cruz, que lleva ya tres años trabajando en las OMPE, ahora como secretario nacional de la Pontificia Unión Misional.

Nuevo sacerdote etíope, misionero para Brasil

El 2 de agosto de 2025 tuvo lugar un acontecimiento significativo en el Vicariato Apostólico de Harar en Jijiga, ubicado en la región somalí de Etiopía, cuando el diácono comboniano Mintesnot Simeneh Lemessa fue ordenado sacerdote. La ceremonia contó con la presencia del Vicario Apostólico de Harar, SE Mons. Angelo Pagano, OFM Cap., y del Obispo Auxiliar de la Arquidiócesis de Addis Abeba, SE Mons. Tesfasilasie Tadesse, MCCJ. El nuevo sacerdote ha sido destinado a Brasil.

Durante su homilía, el obispo ordenante, Monseñor Tesfaye Tadesse, destacó la belleza del ministerio sacerdotal, enfatizando la sagrada responsabilidad que conlleva servir a la Iglesia y a la comunidad.

El evento fue solemnizado por una gran reunión de sacerdotes y religiosas, incluyendo representantes de los Misioneros Combonianos y las Hermanas Combonianas. La parroquia de San José, bendecida con la presencia de misioneros durante más de un siglo, celebró esta ocasión especial con júbilo y un profundo sentido de plenitud espiritual.

Mintesnot Simeneh, quien completó sus estudios teológicos en Brasil y fue ordenado diácono, ha sido destinado para ejercer su ministerio en el país sudamericano. El provincial, en un mensaje de agradecimiento, destacó la designación del nuevo sacerdote como una contribución misionera de la parroquia de San José, el Vicariato Apostólico de Harar, los Misioneros Combonianos en Etiopía y la Iglesia Católica Etíope en su conjunto.

El día de celebración concluyó con una comida festiva preparada en el salón parroquial, simbolizando la unidad, la alegría y las bendiciones de un nuevo capítulo en la vida de Minstesnot Simeneh mientras emprende su viaje como sacerdote recién ordenado al servicio de los fieles en Brasil.

Padre Asfaha Yohannes, mccj

XVIII Domingo ordinario. Año C

En aquel tiempo, uno de la gente le dijo a Jesús: “Maestro, dile a mi hermano que reparta la herencia conmigo”. Jesús le respondió: “Amigo, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre ustedes?”. Y les dijo: “¡Estén atentos y cuídense de cualquier codicia, que, por más rico que uno sea, la vida no depende de los bienes!”. Y les propuso una parábola: “Las tierras de un hombre dieron una gran cosecha. Él se dijo: «¿Qué haré, si no tengo dónde guardar toda la cosecha?». Y dijo: «Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros mayores en los cuales meteré mi trigo y mis bienes. Después me diré: Querido amigo, tienes acumulados muchos bienes para muchos años; descansa, come, bebe y disfruta». Pero Dios le dijo: «¡Necio, esta noche te reclamarán la vida! Lo que has preparado, ¿para quién será?». Así le pasa al que acumula tesoros para sí y no es rico a los ojos de Dios”.


¿Para quién serán todos tus bienes?
P. Enrique Sánchez, mccj

El tema de las herencias parece seguir siendo de mucha actualidad y en la reflexión de este domingo nos permite acercarnos, con la ayuda de Jesús, a nuestra relación con el dinero y con las riquezas.

Con cierta frecuencia nos enteramos de historias que cambian la vida de algunas personas que, sin esperarlo, reciben un patrimonio en bienes materiales que jamás se habían imaginado.

Son personas que muchas veces valoramos como afortunadas, pues de un día al otro se encontraron con una fortuna que parece llegar a colorear sus vidas solo de placer y felicidad.

Hay, también quienes se pasan la vida esperando el momento en que les será repartida en herencia un patrimonio que muchas veces no les ha costado ningún trabajo y mucho menos algún sacrificio.

Pero no faltan también las historias que cuentan como familias enteras se han acabado, se han dividido y destrozado por unos cuantos metros de tierra, por una vieja casa que no se mantenía en pie o por algunos pocos ahorros bancarios que aparecieron en un testamento mencionando a unos cuantos beneficiarios.

Por otra parte, cuantas historias conocemos en donde personas que han trabajado toda la vida, privándose de todo, ahorrando cuanto se podía, renunciando a gastar en algo que no fuera estrictamente necesario. Gente que vivió atesorando,

acumulando, invirtiendo y reinvirtiendo lo que con sudores se iba ganando. Gente que vivió con la ilusión de llegar al final de sus días con algo que pudiesen disfrutar sus familias, sus hijos o sus más cercanos.

Y al final, la historia enseña y se repite, que quienes recibieron en herencia algo que no les ha costado, acaban por dilapidarlo y despilfarrarlo y así, lo que no se ha ganado con esfuerzo, trabajo y sacrificio acaba por ser mal usado.

Jesús, en estos cuantos versículos del evangelio, nos pone en guardia para que no dejemos que nuestro corazón se apegue a las cosas, a los bienes o a las riquezas de este mundo.

Nos invita a ser vigilantes, porque sabe que nosotros estamos muy expuestos y si no aprendemos a dar el justo valor a las cosas y a las riquezas, es muy fácil que caigamos en la trampa de la avaricia, es decir, en la necesidad enfermiza de querer poseer sin límites y en la incapacidad de compartir con los demás.

El avaro, lo sabemos, es alguien que jamás está satisfecho con lo que tiene y cuida de muchas maneras que nada de lo suyo vaya a terminar en manos de los demás.

El avaro encuentra su placer y satisfacción en contemplar sus bienes y no en disfrutar de ellos. Hace de las cosas y del dinero un dios al que se le rinde culto y se termina siendo esclavos.

La avaricia es una pobreza humana que lleva no solo a buscar todos los bienes para uno mismos, sino que nos hace incapaces de compartir con los demás lo que somos, nuestro tiempo, nuestros afectos, nuestras cualidades y los dones que hemos recibido para disfrutarlos con los demás.

La avaricia nos hace egoístas y acaba por condenarnos a vivir aislados y lejos de los demás porque los consideramos una amenaza que nos puede perjudicar.

Recuerdo a una anciana que durante un terremoto que destruyó buena parte de una ciudad, estando ella en un asilo para ancianos, las personas que se ocupaban de ella le preguntaban si sabía algo acerca de como estaban sus hijos y ella, para sorpresa de todos, no hacia más que preguntar si sus casas no se habían derrumbado y en donde estaban los encargados de cobrar el alquiler de sus departamentos.

La avaricia lleva a cualquiera a olvidarse de los demás, hasta de las personas que supuestamente decimos amar con todo el corazón.

Escuchando esto podemos afirmar: qué sabio es Jesús cuando dice que la vida del ser humano no depende de la abundancia de los bienes que pueda acumular.

Por el contrario, también aquí, cuantas historias conocemos de personas que viven en una gran pobreza, que no saben como harán para llegar al fin de semana, que viven sin saber lo que es un seguro de vida o una cuenta de inversiones; pero llevan

en el corazón una profunda serenidad que les permite ser agradecidos con lo poco que la vida les va dando día a día y que les asegura vivir alegres en el compartir lo que son con los demás.

Y por si no lo entendiéramos, Jesús nos lo explica con la parábola del hombre insensato del Evangelio que, aturdido y encandilado por la cantidad de bienes que ha podido acumular, no se da cuenta de lo frágil que puede ser poner la confianza de la vida en las cosas que se pueden acumular.

¿Quien tiene seguro que vivirá mañana? ¿Quien, prudentemente, puede hacer planes para los próximos veinte años de vida?

Quien pone el corazón en las cosas y en los bienes de este mundo corre el riesgo de ver que todo se puede evaporar y desaparecer.

La enseñanza que nos deja el Evangelio nos ayuda a entender que no se trata de despreciar los bienes y riquezas que Dios, a través de su providencia, nos otorga continuamente. No se trata tampoco de ser ingenuos pensando que como no hay que acumular, entonces no hay que trabajar.

Se trata más bien de entender que el secreto de las cosas y de las riquezas que se ponen a nuestra disposición, por medio del trabajo y del sacrificio que nos toca hacer cada día para ganarnos la vida, está en saber disfrutar y aprovechar con libertad todo lo que se nos da.

Se trata de servirse sanamente de las cosas, sin caer en la trampa de la avaricia, ni en la tentación del despilfarro irresponsable, del consumismo sin medidas.

Jesús nos enseña que es importante tomar conciencia de que Dios se preocupa de que no nos falte lo necesario para vivir con dignidad y eso debería mover nuestro corazón al agradecimiento, porque Dios está al pendiente y siempre responde a nuestra necesidad.

Igualmente, nos ayuda, con mucha claridad, a entender que no vale la pena hacer depender nuestra seguridad de los bienes que podemos poseer.  Y mucho menos tiene sentido pensar que mientras más acumulemos más en paz viviremos.

Los bienes de este mundo cumplen con su misión cuando aprendemos a hacer buen uso de ellos y cuando logramos mantener un sano espíritu de desprendimiento, pues al final de nuestras vidas nada nos podremos llevar.

Si se tratara de acumular, el Señor nos enseña que en ese caso de lo que tendríamos que llenar nuestros graneros y almacenes es de buenas obras, de experiencias de amor a los demás, de muchas horas gastadas buscando la felicidad de los demás, de las obras de solidaridad que nos ayudaron a comprometernos con los más desfavorecidos y marginados, de las horas compartidas con quienes viven en situaciones de soledad.

En fin, se trataría de acumular todo aquello que no se puede contabilizar, que no tiene un valor monetario, lo que no ocupa espacios en almacenes, pero que es capaz de llenar lo profundo de los corazones.

Para continuar nuestra reflexión.

Convendría preguntarnos ¿Cuál es nuestra actitud ante el dinero y la riqueza?

¿Sabemos disfrutar y compartir?

¿De qué depende nuestra felicidad en este momento de nuestra vida?

¿Estamos conscientes que al final de nuestra vida solo nos llevaremos el bien que pudimos hacer y nada de lo que pudimos acumular?

¿En donde está lo que realmente es valioso en nuestras vidas?


CONTRA LA INSENSATEZ
José A. Pagola

Cada vez sabemos más de la situación social y económica que Jesús conoció en la Galilea de los años treinta. Mientras en las ciudades de Séforis y Tiberíades crecía la riqueza, en las aldeas aumentaba el hambre y la miseria. Los campesinos se quedaban sin tierras y los terratenientes construían silos y graneros cada vez más grandes.

En un pequeño relato, conservado por Lucas, Jesús revela qué piensa de aquella situación tan contraria al proyecto querido por Dios, de un mundo más humano para todos. No narra esta parábola para denunciar los abusos y atropellos que cometen los terratenientes, sino para desenmascarar la insensatez en que viven instalados.

Un rico terrateniente se ve sorprendido por una gran cosecha. No sabe cómo gestionar tanta abundancia. “¿Qué haré?”. Su monólogo nos descubre la lógica insensata de los poderosos que solo viven para acaparar riqueza y bienestar, excluyendo de su horizonte a los necesitados.

El rico de la parábola planifica su vida y toma decisiones. Destruirá los viejos graneros y construirá otros más grandes. Almacenará allí toda su cosecha. Puede acumular bienes para muchos años. En adelante, solo vivirá para disfrutar: ”túmbate, come, bebe y date buena vida”. De forma inesperada, Dios interrumpe sus proyectos: “Imbécil, esta misma noche, te van a exigir tu vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será?”.

Este hombre reduce su existencia a disfrutar de la abundancia de sus bienes. En el centro de su vida está solo él y su bienestar. Dios está ausente. Los jornaleros que trabajan sus tierras no existen. Las familias de las aldeas que luchan contra el hambre no cuentan. El juicio de Dios es rotundo: esta vida solo es necedad e insensatez.

En estos momentos, prácticamente en todo el mundo está aumentando de manera alarmante la desigualdad. Este es el hecho más sombrío e inhumano: ”los ricos, sobre todo los más ricos, se van haciendo mucho más ricos, mientras los pobres, sobre todo los más pobres, se van haciendo mucho más pobres” (Zygmunt Bauman).

Este hecho no es algo normal. Es, sencillamente, la última consecuencia de la insensatez más grave que estamos cometiendo los humanos: sustituir la cooperación amistosa, la solidaridad y la búsqueda del bien común de la Humanidad por la competición, la rivalidad y el acaparamiento de bienes en manos de los más poderosos del Planeta.

Desde la Iglesia de Jesús, presente en toda la Tierra, se debería escuchar el clamor de sus seguidores contra tanta insensatez, y la reacción contra el modelo que guía hoy la historia humana.

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CRISIS ECONÓMICA Y DISFRUTE DE LA RIQUEZA
José Luis Sicre

En un momento de grave crisis económica, cuando muchas familias no saben cómo llegarán al fin de mes, resulta irónico que el evangelio nos ponga en guardia contra el deseo de disfrutar de nuestra riqueza. Sin embargo, Lucas no escribía para millonarios, y algún provecho podían sacar de la enseñanza de Jesús incluso los miembros más pobres de su comunidad. Las dos lecturas de hoy coinciden en denunciar el carácter engañoso de la riqueza, pero Jesús añade una enseñanza válida para todos.

Una elección curiosa: la primera lectura

En el Antiguo Testamento, la riqueza se ve a veces como signo de la bendición divina (casos de Abrahán y Salomón); otras, como un peligro, porque hace olvidarse de Dios y lleva al orgullo; los profetas la consideran a menudo fruto de la opresión y explotación; los sabios denuncian su carácter engañoso y traicionero. En esta última línea se inserta la primera lectura de hoy, que recoge dos reflexiones de Qohélet, el famoso autor del “Vanidad de vanidades, todo vanidad”.

La primera reflexión afirma que todo lo conseguido en la vida, incluso de la manera más justa y adecuada, termina, a la hora de la muerte, en manos de otro que no ha trabajado (probablemente piensa en los hijos).

La segunda se refiere a la vanidad del esfuerzo humano. Sintetizando la vida en los dos tiempos fundamentales, día y noche, todo lo ve mal: De día su tarea es sufrir y penar, de noche no descansa su mente.

Ambos temas (lo conseguido en la vida y la vanidad del esfuerzo humano) aparecen en la descripción del protagonista de la parábola del evangelio.

Petición, parábola y enseñanza (Lc 12,31-21)

En el evangelio de hoy podemos distinguir tres partes: el punto de partida, la parábola, y la enseñanza final.

El punto de partida es la petición de uno: Maestro, di a mi hermano que reparta la herencia conmigo. Si esa misma propuesta se la hubieran hecho a un obispo o a un sacerdote, inmediatamente se habría sentido con derecho a intervenir, aconsejando compartir la herencia y encontrando numerosos motivos para ello. Jesús no se considera revestido de tal autoridad. Pero aprovecha para advertir del peligro de codicia, como si la abundancia de bienes garantizara la vida. Esta enseñanza la justifica, como es frecuente en él, con una parábola.

La parábola. A diferencia de Qohélet, Jesús no presenta al rico sufriendo, penando y sin lograr dormir, sino como una persona que ha conseguido enriquecerse sin esfuerzo; y su ilusión para el futuro no es aumentar su capital de forma angustiosa sino descansar, comer, beber y banquetear.

Pero el rico de la parábola coincide con el de Qohélet en que, a la larga, ninguno de los dos podrá conservar su riqueza. La muerte hará que pase a los descendientes o a otra persona.

La enseñanza final. Si todo terminara aquí, podríamos leer los dos textos de este domingo como un debate entre sabios.

Qohélet, aparentemente pesimista (todo lo obtenido es fruto de un duro esfuerzo y un día será de otros) resulta en realidad optimista, porque piensa que su discípulo dispondrá de años para gozar de sus bienes.

Jesús, aparentemente optimista (el rico se enriquece sin mayor esfuerzo), enfoca la cuestión con un escepticismo cruel, porque la muerte pone fin a todos los proyectos.

Pero la mayor diferencia entre Jesús y Qohélet la encontramos en la última frase.

Así es el que atesora riquezas para sí, y no se enriquece en orden a Dios. Frente al mero disfrute pasivo de los propios bienes (Qohélet), Jesús aconseja una actitud práctica y positiva: enriquecerse a los ojos de Dios.

Jesús y el Banco Central Europeo

El BCE, en su intento de frenar la inflación, ha decidido subir los tipos de interés para que no invirtamos ni gastemos más de lo preciso. Jesús, en cambio, nos invita a invertir, pero de forma muy distinta, enriqueciéndonos a los ojos de Dios. Las posibilidades son múltiples, recuerdo una sola. Las ONG que trabajan en África y otros países del Tercer Mundo recuerdan a menudo lo mucho que se puede hacer a nivel alimenticio, sanitario, educativo, con muy pocos euros. Quienes no corren peligro, como el protagonista de la parábola, de disfrutar de enormes riquezas, pueden aprovechar lo que tienen, incluso poco, para hacer el bien y enriquecerse a los ojos de Dios.

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Acumular bienes para uno mismo: ¡una locura!
Fernando Armellini

Introducción

Tres veces, en el evangelio de Lucas, se le pide a Jesús indicaciones acerca de la herencia. “¿Qué debo hacer para heredar la vida eterna?”, pregunta primero un Doctor de la Ley (Lc 10,25) y después un notable (Lc 18,18). Jesús responde a ambos explicando detalladamente cuáles son las condiciones para tener parte en esta herencia. En diálogo con los discípulos, Jesús mismo introduce el tema sobre la herencia eterna: “Todo aquel que por mí deje casa, hermanos o hermanas, padre o madre, hijos o campos recibirá cien veces más y heredará la vida eterna” (Mt 19,29).

La tercera pregunta es la que viene referida en el evangelio de hoy. Dos hermanos no logran ponerse de acuerdo sobre la herencia. Nótese el hecho curioso: la herencia debía ser dividida; sin embargo, es ‘ésta’ la que divide. El dinero arrastra al desapercibido a una trampa sigilosa. Lo lleva a dónde quiere, le programa su vida, lo aparta de sus amigos, divide a su familia, le hace olvidar incluso a Dios. Pero, sobre todo, lo engaña porque elimina de su mente el pensamiento de la muerte.

En el pasado la muerte se agitaba como un espantajo. Hoy asistimos al fenómeno opuesto, pero igualmente deletéreo: se intenta de todas las maneras posibles hacer olvidar que, desde el momento en que se comienza a vivir, se comienza también a morir. La insensatez, la ofuscación mental provocada por el dinero se hacen patentes en el hecho de que, justamente en presencia de la muerte (la división de una herencia tiene lugar después de un fallecimiento) la codicia hace desaparecer el pensamiento de la muerte.

Jesús no ha despreciado los bienes de este mundo, pero nos ha puesto en guardia ante el peligro de convertirnos en sus esclavos.

Evangelio: Lucas 12,13-21

Los hermanos se suelen llevan bien entre sí a pesar de las peleas normales. Pero ¿hasta cuándo? Hasta el día en que se reúnen para la distribución de la herencia. Frente al dinero y los bienes, aun las mejores personas, también los cristianos, terminan frecuentemente por perder la cabeza y convertirse en sordos y ciegos y no ver más que el propio interés, dispuestos a pasar por encima de los sentimientos más sagrados. A veces, por mediación de algún amigo sabio, las partes logran ponerse de acuerdo; otras veces, sin embargo, el odio se enquista y se prolonga por años y los hermanos llegan hasta a no dirigirse más la palabra.

Un día Jesús es elegido como mediador para resolver uno de estos conflictos familiares (v. 13). En casos por el estilo, una sugerencia, un buen consejo no se le niega a nadie. La respuesta del Maestro, por el contrario, es sorprendente: “Amigo ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre ustedes? (14). Es difícil estar de acuerdo con semejante respuesta. ¿Por qué se echa para atrás? ¿Está queriendo enseñar que no hay que dar valor a las realidades de este mundo? ¿Es una invitación a rehuir los problemas concretos de la vida? ¿Recomienda no hacer nada ante la prepotencia de los más arrogantes? No puede ser. Una elección semejante sería contraria a todo el resto del Evangelio. Tratemos de entender mejor el asunto.

La situación a que se enfrenta Jesús se debe a que una de las partes en litigio ha intentado cometer una injusticia y la otra corre el riesgo de sufrirla. ¿Qué hacer? Se pueden adoptar varias soluciones: inventarse una excusa para eludir la intrincada cuestión, o bien recurrir a las normas vigentes que, en tiempos de Jesús, eran las establecidas en Deuteronomio 21,15-17 y en Números 27,1-11. Solo había que aplicarlas al caso concreto, acompañadas, si acaso, con una amistosa llamada al sentido común. Esta hubiera sido probablemente la solución que nosotros hubiéramos adoptado. Parece la más lógica y la más sabia, pero presenta un serio inconveniente: no elimina la causa de la que nacen todas las discordias, los odios, las injusticias.

En vez de resolver un caso aislado, Jesús decide ir a la raíz del problema y, así, les dice: “¡Estén atentos y cuídense de cualquier codicia, que por más rico que uno sea, la vida no depende de los bienes!” (v. 15).

He aquí identificada la causa de todos los males: la codicia del dinero, el instinto de acaparar cosas. Los malentendidos surgen siempre que se olvida una verdad elemental: los bienes de este mundo no pertenecen a los hombres sino a Dios, que los ha destinado para todos. Quien los acapara para sí, quien acumula más de lo necesario sin pensar en los demás, trastorna el proyecto del Creador. Los bienes no son ya considerados dones de Dios sino propiedad del hombre, objetos preciosos que se transforman en ídolos a los que hay que adorar.

Aquí se nota verdaderamente no el desprecio de Jesús por los bienes materiales sino su desapego de este mundo y la superioridad de sus proyectos y propuestas. Es muy diferente la herencia que al Maestro le interesa. Él tiene en mente el Reino que será “heredado” por los pobres (cf. Mt 5,5), tiene en mente –como dirá Pedro a los nuevos bautizados– “una herencia que no puede destruirse, ni mancharse, ni marchitarse” (1 Pe 1,4).

Para aclarar mejor su pensamiento, les cuenta una parábola (vv. 16-20) cuya parte central está constituida por un largo razonamiento que el rico agricultor se hace a sí mismo. A primera vista, este hombre nos resulta simpático: se empeña, es previsor, obtiene óptimos resultados; además es afortunado y ha sido bendecido por Dios. No se dice que se haya enriquecido cometiendo injusticias y atropellos: hay que suponer que es honesto. Habiendo logrado el bienestar, decide retirarse a un merecido descanso: no está pensando en juergas y desenfrenos; desea solamente una vida tranquila, cómoda y feliz. Si en esta parábola alguien se comporta de manera aparentemente incomprensible –se diría casi cruel– parece que ese es justamente el propio Dios. ¿En qué se ha equivocado el agricultor? ¿Por qué es considerado un loco?

Los personajes de la parábola son solamente tres: Dios, el hombre rico…y los bienes. ¿Dónde está –nos preguntamos– la familia de este agricultor, su mujer, sus hijos, sus vecinos de casa, sus obreros, sus criados? Los tiene ciertamente. Vive en medio de ellos, pero no los ve. No tiene tiempo para ninguno de ellos, ni se preocupa, ni piensa en ellos, ni tiene nada que decirles; carece de sentimientos. Solo le interesa el que le habla de bienes y le sugiere cómo acrecentarlos. Está obsesionado por las cosechas, los graneros abarrotados. No hay lugar en su mente para las personas y ciertamente tampoco para Dios. Los bienes son el ídolo que ha creado el vacío a su alrededor, que ha deshumanizado todo. El agricultor ha dejado de ser hombre para convertirse en ‘cosa’, en una máquina de producir, calcular y registrar ganancias.

Es digno de compasión, es un pobre hombre, un desgraciado, un loco, como dice Jesús. Algo se ha roto en él, perdiendo equilibrio interior, la orientación y el sentido de la vida. Consideremos su monólogo: usa cincuenta y nueve palabras de las cuales, cuarenta y cinco se refieren al ‘yo’ y a lo ‘mío’…Todo es suyo; solo existen él y sus bienes. Está loco.

Pero, he aquí que aparece el tercer personaje: Dios, que, aquella misma noche, le pide cuentas de su vida. No me vengan a preguntar ahora por qué el Señor se comporta de esta manera ‘cruel’ y ‘vengativa’. ¡Se trata de una parábola! Dios, ¡que quede claro!, no se comporta así. Si Jesús lo introduce en el relato es para mostrar a sus oyentes cuáles son los valores auténticos que merece la pena cultivar en la vida y cuáles son los efímeros y engañosos.

El juicio de Dios es duro: quien vive para acumular bienes es un loco. ¿Es, entonces, la riqueza un mal? Absolutamente no. Jesús nunca la ha condenado, ni invitado a nadie a destruirla, solamente ha puesto en guardia sobre los peligros serios que esconde. El ideal del cristiano no es una vida miserable.

Al final de la parábola se indica el error cometido por el agricultor. No es condenado por producir muchos bienes, por su empeño, por haber trabajado duro, sino porque “ha acumulado para sí” y, por tanto “no se ha enriquecido a los ojos de Dios” (v. 21).

Estos son los dos males producidos por la ceguera de los bienes. El primero: enriquecerse en solitario, acumular bienes para sí mismo sin pensar en los demás. Se debe incrementar la riqueza, pero para todos, no solo para algunos. Incompatibles con el Evangelio son la “codicia”, el “afán insaciable de poseer”, los sentimientos y pensamientos insensatos de quien, como el agricultor de la parábola, repite obsesivamente ese maldito adjetivo: ‘mío’. Cuando las energías de todos los hombres se aúnen para acrecentar no lo mío ni lo tuyo, sino lo nuestro, entonces habrán sido eliminadas las causas de las guerras, de las discordias, de los problemas de herencia.

El segundo mal: haber excluido a Dios de la propia vida, substituyéndolo por un ídolo. Esta elección lleva a la ‘locura’, y su síntoma más evidente es la eliminación del pensamiento de la muerte. Quien idolatra al dinero se convierte en un paranoico, no vive en el mundo real sino en el que su paranoia le ha construido y que imagina ser eterno; olvida pensar en “cuántos van a ser mis días y cuán caduco soy”. No tiene presente “que el hombre no dura más que un soplo; es como una sombra que pasa; solo un soplo son las riquezas que acumula sin saber quién será su heredero” (Sal 39,5-7).

¿Se dirige esta parábola también a quien no posee campos ni tiene una cuenta en el banco? Jesús no alerta a quien tiene muchos bienes sino a quien acumula para sí. Se puede ser pobre y tener un ‘corazón de rico’. Todos debemos tener presente que los tesoros de este mundo son traicioneros. No nos acompañan a la otra vida.

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