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50 años en Mongoumba, Centroáfrica

El 18 de octubre se cumplen 50 años de la llegada de los Misioneros Combonianos a Mongoumba, Centroáfrica. El P. Fernando Cortés Barbosa, misionero comboniano mexicano y con varios años de trabajo misionero en Mongoumba, nos ofrece este pequeña crónica histórica de nuestra presencia en esta misión centroafricana.

Por: P. Fernando Cortés Barbosa, mccj

Una misión de echar las redes mar adentro

Los inicios de la evangelización en 1911

La misión de Mongoumba recibía sus primeras visitas pastorales hacia 1911 de parte del padre Marc Pédron, misionero espiritano, de nacionalidad francesa, como parte del recorrido que realizaba por la región de la Lobaye. El testimonio más antiguo que se tiene de la iglesia en Mongoumba es una carta del padre espiritano George Ratzmann, que data del 1 de marzo de 1950, en la que lamenta haber encontrado el templo en ruinas a causa de las fuertes lluvias. Mas no se arredró porque se apresuró a levantar uno nuevo el año siguiente.

Fundación de la parroquia de Mongoumba en 1968

Había Misioneros Dominicos, de nacionalidad española, desempeñando su labor en el antiguo Zaire (actual República Democrática del Congo), pero a causa de los conflictos políticos que se vivían en ese país, en la década de los 60, fueron recibidos en 1966 por el arzobispo de Bangui, Mons. Cucherousset, quien les ofreció la misión de Mongoumba. Ellos aceptaron y en febrero de 1968 ya se encontraban en la misión, que tres meses después se convertiría en parroquia. En este mismo año llegaron tres religiosas Dominicas de Namur, quienes se dedicaron a atender la maternidad, el servicio social y el apostolado, hasta que concluyeron su misión en 1983.

Misioneros Combonianos en Mongoumba hacia 1974

Seis años después de haber tomado posesión de la parroquia de Mongoumba, los Padres Dominicos la entregarían a los Misioneros Combonianos. De modo que, el 18 de octubre de 1974, llegaban a instalarse a la misión los padres italianos Euro Casale y Paolo Berteotti, que fueron recibidos por una comunidad católica de 2 mil miembros y con apenas veinte aspirantes a bautizarse. No fueron fáciles los primeros años de labor pastoral. Sucede que algunos misioneros no duraban suficiente tiempo en la misión a causa de enfermedades, por agotamiento físico y hasta psíquico o porque no se adaptaban al ambiente. Y no faltaron quienes tuvieron que repensar seriamente su vocación misionera frente a los desafíos u otras propuestas que se les iban presentando. Eran momentos críticos para meditar las palabras que san Daniel Comboni dirigía a quienes aspiraban ir a las misiones: “El misionero que no tuviera un real sentimiento de Dios y un vivo interés por su gloria y por el bien de las almas, le faltaría aptitud para su ministerio y con el tiempo caería en una suerte de vacío y de soledad insoportables”.[1]

Además, la misión contaba con sus propias dificultades, entre ellas, la gente no vivía con entusiasmo su fe cristiana, tanto así que en algunas comunidades la catequesis no funcionaba. El director de la escuela había prohibido la enseñanza religiosa y Mongoumba ya no era más que un lugar de esparcimiento que atraía visitantes de otros lados. Una realidad así recordaba aquella advertencia, tan actual, que en 1937 hiciera por carta el Provincial de Toulouse a los Misioneros Capuchinos destinados a Centroáfrica: “Los religiosos deben ser resistentes y de fe probada, porque continuamente tendrán que vivir solos… El país es difícil y agotador, por lo tanto se requiere de una gran voluntad para permanecer como un buen religioso y para resistir a diversas tentaciones”[2].

La falta de una asistencia estable de Padres Combonianos en la misión llevó a considerar hacia 1980 la idea de atender Mongoumba desde una localidad vecina, Mbata, que en noviembre de 1982 se convertiría en parroquia comboniana. La crisis no era fácil de sortear, tanto así que en 1988 los padres combonianos Venanzio Milani, asistente general en Roma, y Michele Russo, provincial de Chad y Centroáfrica, decidieron cerrar la casa de los padres en Mongoumba, con la indicación que desde Bangui y Mbata algunos sacerdotes se trasladaran a la misión al menos los fines de semana y las fiestas importantes. Y finalmente, a partir de 1995, Mbata se tomaría por sede para atender tres parroquias combonianas, entre ellas Mongoumba. Si ampliamos un poco la visión, nos daremos cuenta que la Delegación Comboniana de Centroáfrica a duras penas se daba abasto con su escaso personal para sostener las misiones que tenía a su cargo en el país y los padres tenían que hacer malabares para dar una mayor atención pastoral posible.

La labor misionera de Marisa Caira 1978-1999

No obstante la escasez de sacerdotes para atender adecuadamente la misión, la Divina Providencia no se olvidaría de Mongoumba al enviar un soporte valioso en la persona de Marisa Caira, una laica italiana, consagrada, de 52 años de edad, quien llegaría a Centroáfrica en 1978, procedente de una misión en Burundi, para poco después instalarse en Mongoumba donde permanecería hasta 1999, prestando sus servicios a la misión por más de 20 años, siendo al día de hoy la persona que por más tiempo y de modo ininterrumpido ha permanecido en Mongoumba desarrollando su labor misionera. Marisa Caira tuvo que echarse en hombros la misión, llegando a ser el referente de la labor pastoral, pues tuvo que guiar la catequesis, fundar algunas capillas, encargarse del área de la salud, dirigir la educación de la escuela católica y dar atención a los pigmeos. A ella se debe la fundación de la “Da ti ndoye” (Casa de acogida) el 1 de agosto de 1988, para personas con alguna discapacidad que requiriesen de rehabilitación o de alguna operación, que aun hoy sigue en funcionamiento. En octubre de 1991, para la conformación de una comunidad, Marisa recibía a Lucía Belloti y más tarde a Giuseppina Braga, ambas laicas consagradas de nacionalidad italiana, quienes poco antes de la partida de Marisa fueron destinadas a otra misión centroafricana.

Los Laicos Misioneros Combonianos en 1998

Hacia el final del servicio de Marisa Caira, y a petición de la Delegación Comboniana de Centroáfrica, los Laicos Misioneros Combonianos (LMC) de España envían a las laicas Teresa Monzón y Monserrat Benajes, que llegan a Mongoumba el 1 de junio de 1998. Marisa las recibió y las introdujo a la vida de la misión hasta su retorno definitivo a Italia ocho meses después. Con una presencia a distancia de los Padres Combonianos, también las laicas tuvieron que conducir la misión por algunos años. Cabe señalar que, desde entonces y hasta la fecha, han pasado 17 laicos por Mongoumba, siendo mujeres la mayoría. Algunas renovaron sus servicios a la misión. Las nacionalidades más representativas han sido de España, Portugal y Polonia. Ellas, además de asumir las obras creadas por Marisa, se hicieron cargo del servicio de Caritas, de la gestión de medicamentos, del seguimiento a la educación católica y de una atención más cercana al pueblo Aka. Los LMC junto con los Misioneros Combonianos constituyen actualmente la comunidad apostólica para la organización de la vida de la misión.

Reapertura de la comunidad de los Combonianos en 2009

La parroquia de Mbata pasaría al clero diocesano el 24 de octubre de 2009. Es entonces cuando se tiene pensado reabrir la comunidad comboniana en Mongoumba con tres objetivos específicos: servicio pastoral permanente en la parroquia, acercamiento al pueblo Aka y vivencia de la comunidad apostólica entre padres y LMC. Con esta novedad, en diciembre de 2009 llegaría el padre italiano Giuseppe Brisacani, pero antes, en octubre, había llegado para dirigir la parroquia el padre español Jesús Ruíz Molina, quien llegará a ser consagrado obispo en 2017, para pasar en 2021 a dirigir la diócesis de Mbaïki, a la que actualmente pertenece la misión. Con él serían dos los padres que, habiendo pasado por Mongoumba, terminarían siendo obispos. El otro es Michele Russo, italiano, que de 1976 a 1979 estuvo en Mongoumba, fue obispo de Doba, en Chad y falleció en 2019.

A partir de finales de 2009 la misión gozará de una mayor permanencia de padres combonianos, quienes comenzarán a hacer períodos de entre tres, seis y nueve años en la misión. Entre ellos, además de los ya mencionados, en orden de llegada se encuentran Maurice Kokou, de Togo; Samuel Yacob, de Etiopía; Fernando Cortés, de México; y más recientemente Giovanni Zaffanelli, de Italia; y Billo Junior, de Centroáfrica. Además, fueron recibidos un par de sacerdotes diocesanos para que comenzaran su servicio sacerdotal en la misión. La parroquia, dividida en sectores pastorales, gozará de un mayor seguimiento por parte de los misioneros. Con la apertura de las comunidades eclesiales de base se buscará que los católicos den testimonio de la Palabra de Dios en lo concreto de la vida cotidiana. Además, la comunidad apostólica se repartirá las comisiones, grupos y movimientos existentes para mejorar su atención a la gente. Se elaboró un plan pastoral para seguir ciertos objetivos por año y una carta de la comunidad religiosa que guiara un horario cotidiano, la vida fraterna y el fomento espiritual entre sus miembros. Tan bien había comenzado la reapertura de la comunidad de los Combonianos que, por esas vueltas que da la vida, también tuvieron que hacerse cargo de la pastoral en Mbata hasta 2011, no sin poco sacrificio, mientras se regularizaba la presencia de sacerdotes diocesanos en esa parroquia.

Una pastoral misionera puesta a prueba

Cuando el 6 de diciembre de 2009 el padre Jesús Ruiz tomaba posesión de la parroquia, apenas dos días después el territorio de Mongoumba se cimbraba con una avalancha de refugiados provenientes de la República Democrática del Congo huyendo de la violencia que se desataba en aquel país. En pocas semanas los refugiados eran alrededor de 25 mil. Este suceso supuso una dura prueba a la pastoral parroquial. Muchos refugiados, con el paso del tiempo, se dispersaron por el territorio o buscaron regresar poco a poco a su país. Fue en la comunidad de Batalimó donde unos 7 mil 500 fueron reagrupados. A los católicos, que venían, se dio atención pastoral durante cuatro años.

Ni bien se calmaba el asunto de los refugiados congoleños, en marzo de 2013 a Centroáfrica le tocaría vivir un golpe de Estado que dejaría profundas heridas entre sus habitantes. Por un lado los “Seleka”, de raigambre musulmana, eran los que habían dado el golpe; y de otro lado los “Antibalaka”, que los medios presentaban como milicias cristianas, eran los que se habían alzado contra los golpistas. Ambas partes provocarían muerte, destrucción y un sinnúmero de refugiados. Mongoumba no fue ajena a este conflicto, que también supuso una dura prueba para la misión. Los musulmanes que vivían en Mongoumba temían las represalias por parte de antibalaka, quienes llegaron a destruir su mezquita, razón por la cual tuvieron que salir huyendo. A causa de esta situación católicos, evangélicos y musulmanes, convocados por la parroquia, crearon el Comité de Acuerdo Interreligioso para la defensa de la justicia y la procuración de la paz. El 8 de diciembre de 2013 hacían una marcha por la unidad y para manifestarse por el cese de la violencia.

En la actualidad

En los últimos quince años la misión de Mongoumba ha visto cómo se ha vuelto más estable y significativa la presencia de los Combonianos, quienes, junto con los LMC, además de asegurar una mayor permanencia y cercanía con el pueblo, se han dado a la tarea de realizar algunas construcciones como capillas, salas de reuniones y una biblioteca, y en rehabilitar algunos espacios para un mejor servicio, especialmente en las áreas de la educación y de la salud. De hecho el templo parroquial, aquel que levantara el padre George Ratzmann en 1951, como dijimos al inicio, fue mejorado para su reinauguración el 1 de enero de 2017, bajo la gestión de Mons. Jesús Ruíz Molina, cuando fungía como párroco de la misión. Las casas de los padres y de los laicos también recibieron algunas mejoras para volverlas más confortables, y se pudo conseguir algunos vehículos para llegar a toda la parroquia en menos tiempo.

Una misión que se abre paso

La parroquia actualmente cuenta con unos 5 mil bautizados, de los cuales la mitad están confirmados. En sus diecisiete comunidades hay catequistas preparando a niños y jóvenes para los sacramentos de iniciación cristiana, y casi todas cuentan con grupos, movimientos o fraternidades que tienen una espiritualidad específica para el crecimiento de su fe y de su pertenencia eclesial. Se ha conseguido que algunas parejas lleguen al altar para el sacramento del matrimonio, pero ésta sigue siendo una ardua tarea. Se busca impulsar una mayor conciencia misionera para que los cristianos se sientan llamados y enviados por el Señor. No han faltado incluso el surgimiento de algunas vocacionales sacerdotales. También se procura acompañar al pueblo Aka en la vivencia de su fe cristiana y para atender a sus necesidades dada la exclusión en la que vive. El principal reto es hacer que los bautizados vivan como cristianos y que se liberen de creencias tradicionales que juegan en su contra, como el “likundú” o hechicería. Sin duda alguna hay mucho por hacer y mejorar. Pero la misión, que la hacen todos, sigue abriéndose paso según su lema: “Église londo, tambula, kpe mbeto pepe” (Iglesia levántate, avanza sin miedo).

A cincuenta años de atención pastoral en Mongoumba los misioneros han visto tanto sus límites como sus capacidades, pues no pocas veces les faltaron algunas condiciones o recursos para asegurar una permanencia más estable en la misión, y no obstante, por gracia de Dios, podían recoger con gusto los frutos del evangelio que como semilla iban sembrando con esfuerzo por el camino. Es entonces cuando se aprende aquel sentido de lo que Jesús dijera a sus discípulos, de no llevar ni oro ni plata por el camino mientras se anuncia el Reino, se curan enfermos y se expulsan demonios, pues al trabajador no le faltará su salario (Mt 10, 7-10). Lo cierto es que, de cualquier modo, con o sin personal suficiente, de cerca o de lejos y aun en medio de duras pruebas, los Misioneros Combonianos jamás dejaron de anunciar el evangelio y de brindar asistencia por básica que fuera a una misión a la que el Señor los envió no para quedarse en la comodidad de la orilla, sino para echar siempre las redes mar adentro (Lc 5,4).

P. Fernando Cortés Barbosa
Misionero Comboniano
Misión de Mongoumba, Centroáfrica


Fuentes de consulta:

  • Les Missionaires Comboniens en Republique Centrafricaine. Fundazione Nigrizi Onlus. 2015.
  • Ruiz Molina Jesús, MCCJ. Jubilé de la paroisse St. George de Mongoumba 1968-2018. Mundo Negro, Madrid, 2018.
  • Toso Carlo, OFM cap. Centrafrique, un siècle d’évangélisation. Conference Episcopale Centrafricaine. Bangui, 1994.

[1] Reglas del Instituto de las Misiones para el África, 1871. Décimo capítulo del reglamento destinado a desarrollar el espíritu y las virtudes de los postulantes.

[2] Centrafrique, un siecle d’evangelisation. Carlo Toso, ofm, cap. Bangui, Conference Episcopale Centrafricaine, 1994, p. 137.

Fallece el P. Cadé

Fecha de nacimiento: 11/01/1932
Lugar de nacimiento: Zanica, Bergamo (Italia)
Votos temporales: 09/09/1951
Votos perpetuos: 09/09/1957
Fecha de ordenación: 01/03/1958
Llegada a México: 1978
Fecha de fallecimiento: 14/10/2024
Lugar de fallecimiento: Castel d’Azzano, Italia

En la madrugada de este 14 de octubre, hora de Italia, nos dejaba el P. Pierluigi Cadé, conocido en México como el P. Pedro Cadé. Llegó a nuestro país en 1978 y dejó una gran huella en Ciudad Constitución, donde trabajó con gran entusiasmo misionero y donde construyó el hermoso Santuario de la Virgen de Guadalupe que hoy conocemos.

El P. Cadé nació el 11 de enero de 1932 en Zanica, en la diócesis de Bérgamo, en Italia. Hizo sus primeros votos en 1951 y fue ordenado sacerdote el 1 de marzo de 1958. Tras 5 años de labor misionera en Italia fue destinado a Burundi, donde trabajó hasta 1965, año en que se vio obligado a regresar a Italia para recuperarse de una fuerte malaria.

Tras pasar 15 años trabajando en la formación de misioneros, pidió ir a la misión de Centroáfrica, pero fue destinado a la Baja California, a donde llegó en 1978. Estuvo diez años en la parroquia del Corazón de María. Luego fue destinado a Ciudad Constitución, con la misión de ocuparse de la comunidad de Guadalupe, donde permanecería 16 años. Allí se dedicó en cuerpo y alma no sólo al cuidado pastoral de una comunidad que no dejaba de crecer, sino a construir el hermoso templo del Santuario de Guadalupe que conocemos hoy. En Ciudad Constitución dejó una gran huella entre la gente, que siempre lo recordará. Regresó a la Paz, al que era entonces templo expiatorio del Sagrado Corazón de Jesús, donde estuvo otros nueve años. Lo remodeló para darle el aspecto que tiene hoy, ya convertido en parroquia.

En 2013, mayor y enfermo, tuvo que regresar a Italia. Fueron 92 años de vida y 66 años de sacerdocio, de los cuales 35 los dedicó a la Baja California Sur. A sus espaldas, una gran labor misionera que muchos recuerdan y agradecen. Descansa en paz.



Compartimos también algunos videos de hace algunos años en los que el P. Cadé hace un repaso a su trabajo misionero en Baja California durante los 35 años que vivió entre nosotros.

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XXVIII Domingo ordinario. Año B

Marcos 10,17-30: ¡Una sola cosa te falta!
”El Evangelio de las miradas”

El evangelio de este domingo narra el episodio del llamado joven rico, que todos conocemos bien. Después del tema del matrimonio, la Palabra de Dios hoy nos invita a abordar otro tema delicado: el de las riquezas.

El pasaje está estructurado en tres momentos. En primer lugar, el encuentro de Jesús con un hombre rico que le pregunta: “Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?”. Luego, el famoso comentario de Jesús sobre el peligro del apego a las riquezas: “Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de Dios”, justo después de que, ante la propuesta de Jesús, el joven “se oscureció el rostro y se fue triste”. “Porque tenía muchos bienes”, añade el evangelista. Finalmente, la promesa del ciento por uno a quienes dejen todo “por causa de Él y del Evangelio”.

Tres miradas de Jesús marcan este evangelio: la mirada de simpatía y amor hacia el joven rico; la mirada triste y reflexiva hacia los que lo rodean, tras la partida del joven; y, finalmente, la mirada profunda y tranquilizadora hacia sus más cercanos, los doce. Hoy, la mirada de Jesús está dirigida hacia nosotros. Escuchar este evangelio debe hacerse con los ojos del corazón.

El texto comienza con el relato del encuentro de Jesús con “un hombre”, sin nombre, adinerado, un joven, según Mateo (19,16-29), y un jefe, según Lucas (18,18-30). Esta persona podría ser cualquiera de nosotros. Todos somos ricos, porque el Señor “siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para que nos hiciéramos ricos por medio de su pobreza” (2 Corintios 8,9). Al mismo tiempo, todos somos pobres, pobres de amor, de generosidad, de coraje. Este evangelio revela nuestra realidad profunda, poniendo al descubierto nuestras falsas riquezas y seguridades. “Tú dices: Soy rico, me he enriquecido, no necesito nada. Pero no sabes que eres un desdichado, miserable, pobre, ciego y desnudo” (Apocalipsis 3,17).

Jesús lo miró con cariño y lo amó”. Esta es sin duda la mirada más hermosa, profunda y singular de Jesús. Sin embargo, encontramos muchas referencias a la mirada de Jesús en los evangelios. Su mirada nunca es indiferente, apática o fría. Es una mirada clara, luminosa y cálida, que interactúa con la realidad y las personas. Es una mirada curiosa que se mueve, observa e interroga. Una mirada que revela los sentimientos profundos de su corazón. Una mirada que siente compasión por las multitudes y percibe sus necesidades. Una mirada atenta a cada persona que encuentra en su camino. Una mirada que suscita milagros, como en el caso de la viuda de Naín. Una mirada que nutre profundos sentimientos de amistad y ternura, hasta hacerlo llorar por su amigo Lázaro y por la ciudad santa de Jerusalén, la niña de los ojos de todo israelita.

Su mirada es también penetrante, como su palabra, “más cortante que una espada de doble filo”. “Todo está desnudo y descubierto” a sus ojos, como dice la segunda lectura (Hebreos 4,12-13). Su mirada es también una mirada llameante (Apocalipsis 2,18), que se enfurece ante la dureza de corazón, la negligencia hacia los pequeños y la injusticia hacia los pobres.

Los ojos de Jesús son protagonistas, los precursores de su palabra y de su acción. Nosotros, en general, consideramos el evangelio como un relato de las palabras y acciones de Jesús. Sin embargo, podríamos decir que también hay un evangelio de las miradas de Jesús. Son sobre todo los artistas quienes lo cuentan.

La pintura más famosa que representa la mirada de Jesús dirigida al joven rico es probablemente la de “Cristo y el joven gobernante rico” del pintor alemán Heinrich Hofmann (1889). La mirada profunda e intensa de Jesús está dirigida hacia el joven, mientras sus manos están extendidas hacia la mirada triste y lánguida de los pobres. El joven tiene una mirada perdida, incierta y esquiva, dirigida hacia abajo, hacia la tierra. Es una representación icónica de la vocación fallida del “decimotercer apóstol”, podríamos decir. En contraste, la pintura ilustra bien la vocación del cristiano: acoger la mirada de Cristo para luego dirigirla hacia los pobres. Sin la unificación de esta doble mirada, no hay fe, solo religiosidad alienante.

¡Una sola cosa te falta!”. ¿Cuál? Aceptar la mirada de Jesús sobre ti, sea cual sea, dejar que penetre en lo más profundo de tu corazón y lo transforme. Y entonces descubriremos, con asombro, alegría y gratitud, que realmente “¡todo es posible para Dios!”

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?

“Mientras Jesús iba de camino, un hombre corrió hacia él, se arrodilló y le preguntó: “Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”. Jesús le respondió: “¿por qué me llamas “bueno”? ¡Solo Dios es bueno! Ya conoces los mandamientos: No mates, no cometas adulterio, no robes, no des falso testimonio, no estafes, honra a tu padre y a tu madre”.

“Maestro -le contestó él-, todo esto lo cumplo desde mi juventud”. Jesús lo miró con amor y le dijo: “Una cosa te falta: anda, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo. Luego ven y sígueme”. Pero, afligido por estas palabras, aquel hombre se fue triste, porque tenía muchos bienes.

Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: “¡Qué difícil será para los que tienen riquezas entrar en el Reino de Dios!” … (Marcos, 10, 17-31)

Todos llevamos en lo profundo de nuestro ser el deseo de ver nuestra existencia prolongarse más allá de los límites del tiempo y del espacio que ocupamos en este mundo. La vida eterna representa de alguna manera la convicción de que nuestra vida no puede terminar al final de unos cuantos años, aunque éstos hayan sido vividos intensamente.

La vida eterna a la que aspiramos quiere responder a la verdad que llevamos inscrita en nuestro corazón y que nos recuerda que, habiendo sido queridos por Dios, nuestra plena realización como seres humanos será cuando podamos volver a él reconociéndonos como obra de sus manos, hijos queridos por él.

El hombre que se acercó a Jesús en el relato del Evangelio, podemos creer que se trata de alguien que verdaderamente buscaba esa plenitud de vida que sólo Dios podía otorgar y no esconde el anhelo de poder alcanzar esa meta como una bendición de Dios que se le acercaba en la persona de Jesús.

¿En qué consistía la vida eterna que andaba buscando? Jesús le ofrece una respuesta que no tiene complicaciones y que estaba al alcance de cualquier persona que practicara mínimamente su fe en Dios.

La vida eterna, dice Jesús, consiste fundamentalmente en darle un orden a la vida personal y comunitaria, de tal manera que lo que a la acción corresponda sea el deseo de hacer el bien, de vivir en la justicia y en el respeto de los demás. Se trata de vivir responsable y honestamente buscando el bien de los demás.

La vida eterna es empezar a vivir como tendremos que hacerlo durante toda la eternidad, amando como Dios nos ama y practicando el bien a nuestro alrededor siempre.

Con la respuesta de Jesús parece quedar claro que la vida eterna no es algo que tenemos que imaginarnos que sucederá en un futuro lejano y que se nos otorgará como premio por habernos portado bien.

No, la vida eterna empieza aquí y se prolongará en la eternidad si somos capaces de poner en práctica los valores de Evangelio, si somos capaces de crear relaciones sanas, buenas y santas con nuestros hermanos, y no sólo eso.

El hombre del Evangelio parece que había avanzado bastante en esa experiencia y dice con profunda convicción que desde joven había vivido de esa manera. Había, posiblemente, observado todas las leyes y mandamientos de su tiempo. Había sido un buen practicante de sus convicciones religiosas. Pero algo le faltaba y eso es lo que va a buscar en la persona de Jesús.

Dice el Evangelio que Jesús lo miró con amor y eso puede significar un reconocimiento y una empatía que acercaba sus corazones. Jesús siente aprecio y admira las buenas disposiciones de esta persona, pero al mismo tiempo lo invita a ir más lejos.

Si quieres gozar plenamente de la vida eterna, dice Jesús, ve vende todo lo que tienes dáselo a los pobres y sígueme.

En ese momento la vida eterna que andaba buscando aquel hombre se convirtió de pronto en una exigencia que lo obligaba a darse cuenta de que lo que más importaba a los ojos de Jesús no eran los grandes sacrificios que pudo haber hecho esa persona para merecer entrar en el Reino, sino que lo más importante sería la entrega de sí mismo, el abandono y la confianza en Dios que lo haría libre para ir a cualquier parte como discípulo de Jesús.

Lo más importante sería convertirse en un hombre libre de toda atadura y totalmente disponible para convertirse en discípulo y seguidor del Señor. Y la vida eterna se convertiría en una vida de entrega y donación, de servicio y de amor a los más pobres.

A partir de esa respuesta el entusiasmo y la gran disponibilidad de aquel hombre se convirtió en rostro sombrío y en pesada tristeza, el apego a las riquezas acabó por apoderarse del corazón, haciendo que la vida eterna quedara en espera para algún otro momento en donde no hubiera tales exigencias.

Y Jesús concluye diciendo que será muy difícil para quienes tienen riquezas entrar en el Reino de los cielos. Ciertamente no porque las riquezas sean malvadas, sobre todo cuando han sido adquiridas con el esfuerzo de grandes trabajos y sacrificios durante la vida.

Las riquezas serán un obstáculo cuando se conviertan en la gran preocupación y en el centro de interés de la vida. Cuando impidan ir al encuentro libremente de los demás y cuando no permitan crear lazos de fraternidad y de comunión.

Será muy difícil entender la vida eterna si, encandilados por la seguridad que pueden dar las riquezas, nos olvidamos de que Dios nos ha querido y pensado para que sólo en él encontráramos nuestra felicidad. Y las riquezas se convertirán en un obstáculo cada vez que les entreguemos nuestro corazón.

Al final, nos daremos cuenta de que la vida eterna a la que nuestro corazón anhela se encuentra únicamente en la medida en que vayamos creciendo en la conciencia de que sólo en Dios encontraremos la bondad que nos hace felices y esa bondad se nos ofrece a diario como un don maravilloso que Dios ha puesto a nuestro alcance en la persona de Jesús y en el amor que podemos ejercer reconociendo a los demás como nuestros hermanos.

¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna? Ciertamente no se trata de mucho quehacer, ni de muchos compromisos y propósitos personales; es cuestión más bien de abrir el corazón para dejarnos invadir por el amor de Dios y de aceptar vivir en la libertad que nos ofrece para vivir amando y olvidándonos, poco a poco, de nosotros mismos.

P. Enrique Sánchez G. Mccj

La santidad de Comboni

“Nuestra vida, la vida, la vida del Misionero, es una mezcla de dolor y gozo, de preocupaciones y esperanza, de sufrimientos y alivios. Se trabaja con las manos y con la cabeza, se viaja a pie y en piragua, se estudia, se suda, se sufre, se goza: esto es cuanto quiere de nosotros la Providencia”.
(Escritos 414)

Nos encontramos a veintiuno años del aniversario de la canonización de San Daniel Comboni, nuestro padre y fundador, de quien hemos heredado el carisma que nos permite hoy compartir su vida, su obra, su vocación y la pasión por los más pobres y abandonados.

Se trata de una fecha que nos recuerda la gracia de la santidad comboniana vivida en primer lugar por Comboni y después por tantos misioneros combonianos, combonianas, seculares, laicos que han seguido sus huellas y viven hoy la misión como lugar en donde se realiza el deseo de Dios que quiere que todos seamos santos, como él es santo.

Creo que sea también una buena ocasión para detenernos un momento para agradecer el don de la santidad de Comboni, que en estos años ha ido conquistando a muchas personas que descubren en él un modelo y una inspiración para vivir la espiritualidad y la belleza de la vocación misionera.

Y para quienes hemos hecho de su carisma la opción de nuestras vidas, es un momento especial para preguntarnos hasta qué punto su santidad se ha convertido en nuestro itinerario personal de santidad y cómo su santidad ha transformado nuestras vidas, haciendo de cada uno de nosotros auténticos hombres y mujeres de Dios, consagrados enteramente a la misión.

Seguramente es un momento de gratitud porque somos testigos y podemos afirmar con sencillez que Comboni sigue siendo hoy no sólo un gran misionero que inspira y atrae a muchas personas involucrándolas en la misión, sino también un itinerario probado de santidad que puede llevar al encuentro con el Señor a través de la consagración personal al servicio del anuncio del evangelio.

El Papa Francisco nos ha recordado no hace mucho tiempo que los pastores deben estar impregnados del olor de las ovejas. Sería bueno, en esta hora de festejos, preguntarnos ¿cuánto huelen nuestras vidas al perfume de la santidad de Comboni? ¿Cuánto nuestros intereses están centrados en la misión, cuánto y de qué manera hemos visto trasformadas nuestras vidas y mejorado nuestro compromiso misionero?

¿Qué celebramos en este aniversario?

Queremos celebrar la santidad misionera de un hombre que ha sabido abrir su corazón al proyecto de Dios en su vida, dejándose transformar en un incansable trabajador en la construcción del Reino en medio de aquellas personas que se convirtieron en la pasión de su vida.

Celebramos la santidad expresada y concretizada a través de la disponibilidad a la voluntad de Dios, manifestada en la llamada específica a consagrar toda su vida a la misión. ” si abandono la idea de consagrarme a las misiones extranjeras, soy mártir para toda la vida de un deseo que nació en mi alma hace más de catorce años, y que fue siempre creciendo a medida que conocí la sublimidad del apostolado.

Si abrazo la idea de las misiones, hago mártires a dos pobres padres…Pero en medio de esta lucha universal de mis ideas, encuentro oportuno el proyecto de hacer los ejercicios, de consultar a la Religión y a Dios; y El, que es justo y todo lo gobierna, sabrá sacarme e este atolladero, arreglarlo todo y consolar a mis padres, si me llama a dar la vida bajo la bandera de la Cruz en África; o bien, si no me llama, sabrá poner tales obstáculos que me sea imposible la realización de mis planes”. (Escritos 7-9)

Damos gracias por la santidad que es disponibilidad y fidelidad a un proyecto que no responde a exigencias personales, sino que acepta entrar en el mundo de Dios, convirtiéndose en familiar suyo, aprendiendo a leer la historia humana con los ojos de Dios para amarla como sólo Dios puede hacerlo, con un corazón lleno de misericordia y compasión.

Recordamos la santidad de Comboni que se realizará sólo cuando la totalidad de su persona será entregada y consagrada a quienes ha considerado por siempre los únicos destinatarios de su amor: “Yo vuelvo entre vosotros para ya nunca volver dejar de ser vuestro, y totalmente consagrado para siempre a vuestro mayor bien… Quiero hacer causa común con cada uno de vosotros, y el día más feliz de mi existencia será aquel en que por vosotros pueda dar la vida” (Escritos 3156-3164 homilía de Jartum).

Reconocemos la santidad de Comboni como santidad que se proyecta y se refleja en el rostro de los más abandonados en quienes se descubre la presencia del Señor que nos precede y nos espera en aquellos a quienes somos enviados como misioneros. Es la santidad del evangelizador que santifica a través del anuncio y se evangeliza y santifica a sí mismo en el encuentro con las personas en donde Dios lo precede y espera para revelarle su rostro.

Agradecemos hoy la santidad de Comboni que ha sabido, entendido y aceptado que, como misioneros, sólo podemos alcanzar la santidad cuando se hace causa común con las personas a quienes somos enviados; cuando no rechazamos el dolor y el sufrimiento de todos aquellos que no cuentan o simplemente no son considerados por los parámetros de nuestras sociedades contemporáneas. Cuando con sencillez y humildad nos comprometemos en la construcción de una humanidad más justa y respetuosa de los derechos de cada persona.

Es la santidad que se transforma en compromiso y que se paga de persona aceptando estar en donde otros no aceptan permanecer porque se pone a riesgo la propia vida. Es santidad que nos obliga salir de nosotros mismos, como primera experiencia misionera que implica partir, dejar lo seguro, lo gratificante y placentero; jugarnos la vida ofreciéndola totalmente para que otros puedan acceder a la vida que sólo Dios puede dar.

 Es la santidad que implica el sacrificio de dejarlo todo, hasta lo amado y a lo que, de algún modo, tendríamos derecho, sin lamentarse y sin hacer mucho ruido para que los demás se enteren.

Deseamos celebrar la santidad misionera marcada por la cruz y el sacrificio, recordando que las obras de Dios, en la experiencia de Comboni, nacen y crecen a los pies de la cruz y que la vida del misionero no tiene nada qué ver con el confort, el prestigio o la comodidad que aparecen hoy como los objetivos de la existencia de tantos en nuestro mundo enfermo de protagonismo y de auto referencialidad.

Santidad que nos recuerda que somos llamados a convertirnos en piedras escondidas en los cimientos del edificio, alejados de la tentación de la apariencia, de los primeros lugares, de los potentes reflectores o de los titulares de los periódicos. “Ya veo y comprendo que la cruz me es tan amiga, y la tengo siempre tan cerca, que desde hace tiempo la he elegido por Esposa inseparable y eterna. Y con la cruz como amada compañera y maestra sapientísima de prudencia y sagacidad, con María como mi madre queridísima, y con Jesús todo mío, no temo, Emmo. Príncipe, ni las tormentas de Roma, ni las tempestades de Egipto, ni los torbellinos de Verona, ni los nubarrones de Lyon y París; y ciertamente, con paso lento y seguro, andando sobre las espinas, llegaré a iniciar establemente e implantar la ideada Obra de la Regeneración de la Nigricia central, que tantos han abandonado, y que es la obra más difícil y fatigosa del apostolado católico”. (Escritos 1710)

En una palabra, la santidad de Comboni nos desafía y nos provoca para que no nos dejemos atrapar por las tentaciones de nuestro tiempo que pretenden presentarnos una misión “light” en la que se filtra un estilo de vida burgués y refractario a todo aquello que implica radicalidad, sacrificio y entrega sin condiciones.   

Contemplando a Comboni descubrimos en él al santo que ha sabido orientar todo su corazón a una sola pasión: la misión y ha vivido esa pasión en una relación profunda con el Señor a través de una experiencia de oración continua en donde experimentaba la conciencia de estar en las manos de Dios lo que le permitió confiar siempre y en toda circunstancia. 

Deseamos celebrar la santidad que nace y crece en el encuentro personal, perseverante, cotidiano con el Señor que nos invita a compartir su misión, a vivir su experiencia de constructor del Reino, a hacer nuestro su estilo de vida que se convierte en testimonio de la presencia del Padre en nuestras vidas.

Santidad misionera

Con San Daniel Comboni queremos celebrar la santidad misionera caracterizada por el compromiso total con el anuncio del Evangelio a todas las personas de nuestro tiempo y de manera particular a los más pobres y abandonados en cuanto primeros destinatarios del Evangelio.

Deseamos celebrar la santidad que nos habla de fiesta y de alegría, de esperanza y de confianza, de sencillez y de espontaneidad, de acogida y de amor sin límites, como frutos de la Palabra sembrada con generosidad en el corazón humano.

Es santidad que nos recuerda que, como misioneros, somos hombres y mujeres destinados a convertirnos en testigos que anuncian un futuro que no puede ser sombrío o amenazador porque es el mañana que Dios nos tiene preparado.

Es santidad que nos invita a leer la historia, a todos los niveles, con una mirada de fe que no nos concede alejarnos o ignorar los dramas que viven nuestros contemporáneos. Por lo tanto, es la santidad que se alcanza a través del compromiso solidario, de la coherencia de vida, de la espiritualidad sólida vivida en los pequeños detalles de la vida y en las grandes decisiones que definen nuestra existencia para siempre.

Con san Daniel Comboni, queremos vivir la santidad misionera como experiencia que implica una disponibilidad grande a la conversión continua que nos permita reconocer quién es el auténtico protagonista de la misión. Conversión que abre a la disponibilidad, a la generosidad, a la alegría de poder compartir lo que somos convirtiéndonos en hermanos, en padres y madres de las personas a quienes somos enviados.

Compartir la santidad de Comboni significa aceptar un itinerario que conduce por senderos marcados por la cruz que implica la renuncia a todo, el sacrificio, la soledad, el caminar contra corriente, el seguir una lógica que no es la del mundo. Se trata de entrar con humildad en la lógica de Dios que es gracia, ofrenda de sí, acogida siempre dispuesta, servicio sin distinciones; en una palabra, amor que se deja sacrificar sobre la cruz para vencer a la muerte y para que todos tengamos vida en él.

Comboni santo es capaz de formular toda esta experiencia diciendo, con la sencillez de las palabras, pero más aún con el silencio de su consagración a la misión, que: “las obras de Dios nacen y crecen a los pies de la cruz”.

La conclusión parece ser obvia, no hay santidad misionera comboniana que no pase por el camino de la cruz.

Como hijos e hijas de san Daniel Comboni nos sabemos llamados a trabajar con entusiasmo para que el Evangelio, la Palabra de Vida que se ha hecho uno de nosotros en la persona de Jesús, encuentre un espacio en el corazón de los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

Viviendo o intentando cada día hacer nuestra la santidad de Comboni, deseamos continuar con su obra evangelizadora consagrando todas nuestras energías, nuestras capacidades, la vida entera, con la esperanza de poder hacer un día nuestra la experiencia que le permitió decir sin titubeos: “África o Muerte” expresando así su abandono total a la voluntad de Dios en su vida.

Santidad misionera que nos obliga a desaparecer a nosotros mismos para permitir que sea el Señor quien se manifieste a través de nuestras vidas convirtiéndonos en testigos que anuncian la llegada del Reino, más con sus vidas que con sus predicaciones, discursos y palabras. Es la santidad que se vive en la alegría de poder ofrecer lo único que poseemos: la vida entera.

Casi veinte años después

¿Qué hemos hecho de la santidad de Comboni que la Iglesia ha querido poner como modelo a toda la Iglesia recordando que la misión, vivida como él lo ha hecho, es camino seguro de santificación?

Me alegra y me anima poder decir que, gracias a Dios, la santidad de Comboni ha rebasado los límites de nuestros institutos y hoy, andando por el mundo, nos encontramos cada día más con personas que viven la santidad de Comboni reconociéndolo como un modelo de discípulo, como gran misionero y como ejemplo extraordinario para descubrir al Señor en los caminos de la misión.

Espero y deseo que la celebración de este aniversario pueda ser para todos nosotros mucho más que un momento de festejo que pasa y se diluye en lo habitual de nuestras vidas y que se transforme en un tiempo de gracia para abrirnos al don de la santidad que tenemos en casa.

P. Enrique Sánchez G. Mccj

Carta del Papa a los católicos de Medio Oriente

7 de octubre de 2024

Queridos hermanos y hermanas,

Pienso en vosotros y rezo por vosotros. Deseo unirme a vosotros en este triste día. Hace un año, la mecha del odio prendió; no se apagó, sino que deflagró en una espiral de violencia, ante la vergonzosa incapacidad de la comunidad internacional y de los países más poderosos para silenciar las armas y poner fin a la tragedia de la guerra. La sangre corre, las lágrimas también; la ira aumenta, junto con el deseo de venganza, mientras parece que pocos se preocupan por lo que más se necesita y lo que la gente desea: el diálogo, la paz. 

No me canso de repetir que la guerra es una derrota, que las armas no construyen el futuro, sino que lo destruyen, que la violencia nunca trae la paz. La Historia lo demuestra y, sin embargo, años y años de conflictos parecen no habernos enseñado nada. Y vosotros, hermanos y hermanas en Cristo que habitáis en los Lugares de los que más hablan las Escrituras, sois un pequeño rebaño desamparado, sediento de paz. 

Gracias por ser quienes sois, gracias por querer permanecer en vuestras tierras, gracias por saber rezar y amar a pesar de todo. Sois una semilla amada por Dios. Y así como una semilla, aparentemente sofocada por la tierra que la cubre, sabe siempre encontrar el camino hacia arriba, hacia la luz, para dar fruto y vida, así vosotros no os dejáis tragar por las tinieblas que os rodean, sino que, plantados en vuestras tierras sagradas, os convertís en brotes de esperanza, porque la luz de la fe os lleva a dar testimonio del amor mientras se habla de odio, del encuentro mientras cunde el enfrentamiento, de la unidad mientras todo se vuelve oposición.

Con corazón de padre me dirijo a vosotros, pueblo santo de Dios; a vosotros, hijos de vuestras antiguas Iglesias, hoy «mártires»; a vosotros, semillas de paz en el invierno de la guerra; a vosotros que creéis en Jesús «manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29) y en Él os convertís en testigos de la fuerza de una paz sin armas.

La gente hoy no sabe cómo encontrar la paz, y los cristianos no debemos cansarnos de pedírsela a Dios. Por eso hoy he invitado a todos a vivir una jornada de oración y ayuno. La oración y el ayuno son las armas del amor que cambian la historia, las armas que derrotan a nuestro único y verdadero enemigo: el espíritu del mal que fomenta la guerra, porque es «homicida desde el principio», «mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8, 44). Por favor, dediquemos tiempo a la oración y redescubramos el poder salvador del ayuno.

Tengo una cosa en el corazón que quiero deciros, hermanos y hermanas, pero también a todos los hombres y mujeres de toda confesión y religión que en Oriente Medio sufren la locura de la guerra: Estoy cerca de vosotros, estoy con vosotros. Estoy con vosotros, habitantes de Gaza, maltratados y agotados, que estáis cada día en mi pensamiento y en mis oraciones. Estoy con vosotros, obligados a dejar vuestros hogares, a abandonar la escuela y el trabajo, a vagar en busca de un destino para escapar de las bombas. Estoy con vosotros, madres que derramáis lágrimas mirando a vuestros hijos muertos o heridos, como María viendo a Jesús; con vosotros, pequeños que habitáis las grandes tierras de Oriente Medio, donde las conspiraciones de los poderosos os arrebatan el derecho a jugar. Estoy con vosotros, que tenéis miedo de mirar hacia arriba, porque llueve fuego del cielo. Estoy con vosotros, que no tenéis voz, porque se habla mucho de planes y estrategias, pero poco de la situación concreta de los que sufren la guerra, que los poderosos hacen hacer a los demás; sobre ellos, sin embargo, pende la inquebrantable escrutación de Dios (cf. Sb 6,8). Estoy con vosotros, sedientos de paz y de justicia, que no os rendís a la lógica del mal y, en nombre de Jesús, «amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen» (Mt 5, 44).

Gracias, hijos de la paz, por consolar el corazón de Dios, herido por la maldad del hombre. Y gracias a todos los que en todo el mundo os ayudan; a ellos, que cuidan del hambriento, del enfermo, del forastero, del abandonado, del pobre y del necesitado Cristo en vosotros, os pido que sigáis haciéndolo con generosidad. Y gracias, hermanos obispos y sacerdotes, que lleváis el consuelo de Dios a las soledades humanas. Por favor, mirad al pueblo santo al que estáis llamados a servir y dejad que vuestro corazón se conmueva, dejando atrás, por el bien de vuestros fieles, toda división y ambición.

Hermanos y hermanas en Jesús, os bendigo y os abrazo con afecto, de corazón. Que Nuestra Señora, Reina de la Paz, os guarde. Que San José, Patrono de la Iglesia, os proteja.

Fraternalmente vuestro, FRANCISCO

Roma, San Juan de Letrán, 7 de octubre de 2024.


Oración del Santo Padre Papa Francisco por la Paz

Basílica de Santa María la Mayor
Domingo, 6 de octubre de 2024

Oh María, Madre nuestra, estamos de nuevo aquí ante ti. Tú conoces los dolores y las fatigas que en esta hora abruman nuestro corazón. Nosotros elevamos la mirada hacia ti, nos sumergimos en tus ojos y nos encomendamos a tu corazón.

También a ti, oh Madre, la vida te reservó difíciles pruebas y humanos temores, pero fuiste valiente y audaz; confiaste todo a Dios, le respondiste con amor, te ofreciste incondicionalmente. Como intrépida Mujer de la caridad, fuiste rápidamente a ayudar a Isabel; con prontitud percibiste la necesidad de los esposos durante las bodas de Caná; con fortaleza interior en el Calvario iluminaste de esperanza pascual la noche del dolor. Por último, con ternura de Madre animaste a los discípulos temerosos en el Cenáculo y, con ellos, acogiste el don del Espíritu.

Ahora te suplicamos, ¡escucha nuestro clamor! Necesitamos tu mirada, tu mirada amorosa que nos invita a confiar en tu Hijo Jesús. Tú que estás dispuesta a acoger nuestros dolores, ven a socorrernos en este tiempo en que estamos oprimidos por las injusticias y devastados por las guerras; enjuga las lágrimas sobre los rostros sufridos de cuantos lloran la muerte de sus seres queridos, de sus propios hijos; despiértanos del letargo que ha oscurecido nuestro camino y despoja nuestros corazones de las armas de la violencia, para que se cumpla pronto la profecía de Isaías: «Con sus espadas forjarán arados y podaderas con sus lanzas. No levantará la espada una nación contra otra ni se adiestrarán más para la guerra» (Is 2,4).

Madre, dirigetu mirada maternal a la familia humana, que ha perdido el gozo de la paz y ha extraviado el sentido de la fraternidad. Madre, intercede por nuestro mundo en peligro, para que custodie la vida y rechace la guerra; para que cuide a los que sufren, a los pobres, a los indefensos, a los enfermos y a los afligidos, y proteja nuestra casa común.

A ti imploramos, Madre, la misericordia de Dios, a ti que eres Reina de la paz. Convierte los corazones de quienes alimentan el odio, silencia el ruido de las armas que provocan la muerte, apaga la violencia que habita en el interior del hombre e inspira proyectos de paz en las decisiones de quienes gobiernan las naciones. 

María, Reina del santo Rosario, desata los nudos del egoísmo y disipa las nubes oscuras del mal. A nosotros tus hijos llénanos con tu ternura, levántanos con tu mano bondadosa y danos tu caricia de Madre, que nos hace esperar el advenimiento de una nueva humanidad donde «el desierto será un vergel y el vergel parecerá un bosque. En el desierto habitará el derecho y la justicia morará en el vergel. La obra de la justicia será la paz» (Is 32,15-17).

Oh Madre, Salus Populi Romani, ¡ruega por nosotros!

Domingo XXVII ordinario. Año B

El matrimonio cristiano ¿Una contracultura?

XXVII Domingo del Tiempo Ordinario (B)
Marcos 10,2-16 (10,2-12): “Que el hombre no separe lo que Dios ha unido”

El tema que emerge de las lecturas de este XXVII domingo es el matrimonio. Los fariseos, para poner a prueba a Jesús, le preguntan “si es lícito que un hombre repudie a su mujer”. Incluso la Ley de Moisés (Torá) lo permitía, por iniciativa del esposo, “si sucede que ella no halla gracia a sus ojos” (Deuteronomio 24,1-4). La ley mosaica, sin embargo, pretendía de alguna manera proteger a la mujer, obligando al hombre a escribir un acta de repudio, es decir, un certificado de divorcio, para permitirle a la mujer casarse con otro.

En cuanto a las motivaciones para el divorcio, en ese tiempo había dos escuelas rabínicas con opiniones muy diferentes. La escuela de Hillel interpretaba la ley de manera flexible, permitiendo al hombre repudiar a su esposa por cualquier motivo. La escuela de Shammai, más estricta, solo lo permitía en caso de adulterio. Jesús no toma partido en la disputa rabínica. Él considera que Moisés hizo esta concesión debido a la dureza del corazón humano. Sin embargo, el plan original de Dios para la pareja era otro. Dios los creó varón y mujer, y los dos al unirse se convierten en una sola carne. Y Jesús concluye diciendo: “Así que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió, que no lo separe el hombre”.

En casa, los discípulos vuelven a interrogar al Maestro sobre este tema. Jesús reafirma la indisolubilidad del matrimonio, igualando la responsabilidad entre hombre y mujer. En el texto paralelo de Mateo, los apóstoles reaccionan con asombro a esta afirmación de Jesús, diciendo: “Si tal es la situación del hombre con respecto a su mujer, no conviene casarse” (Mateo 19,10). ¡La convivencia matrimonial nunca ha sido fácil!

Puntos de reflexión

1. Un cambio de época. Desde hace algunas décadas estamos siendo testigos de un profundo cambio en la visión de la sexualidad, la identidad de género y la orientación sexual, poniendo en crisis la institución social de la familia. En este contexto se hace muy difícil hablar de la pareja y de la unión matrimonial, entre dos posiciones extremas: la tradicional, anclada en la cultura patriarcal, y la ideología de género. Entre ambas posiciones hay un amplio campo de debate que, para un cristiano, no puede ser de crítica y juicio, sino de respeto y misericordia.

La visión cristiana de la pareja natural parte del dato bíblico de que la humanidad fue creada a imagen de Dios, según Génesis 1,27: “Dios creó al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó: varón y mujer los creó”. Es, por tanto, el “sacramento primordial de la creación” (Juan Pablo II). El sacramento del matrimonio se fundamenta más específicamente en este texto de Jesús sobre el plan original de Dios: la unión indisoluble de la pareja hombre y mujer. Esta visión se enriquece aún más con el texto de San Pablo en Efesios 5, que desarrolla el concepto veterotestamentario de la alianza esponsal entre Dios y su pueblo, presentando a la pareja cristiana como un “sacramento” de la unión entre Cristo y su esposa, la Iglesia. A menudo, lamentablemente, del texto se enfatiza el elemento cultural cambiante (“las esposas deben someterse a sus maridos en todo”), oscureciendo el elemento bíblico perenne: “¡Este misterio es grande: yo lo digo respecto a Cristo y la Iglesia!” (Efesios 5,32).

El matrimonio cristiano es una verdadera vocación, un memorial de la unión esponsal entre Cristo y su Iglesia, así como la vida consagrada, con el voto de virginidad, lo es de nuestra condición escatológica. La crisis actual del “matrimonio en la iglesia” puede convertirse en una oportunidad de gracia para devolver el sacramento a su esencia. Naturalmente, esta situación requerirá de la Iglesia una capacidad cada vez mayor de creatividad para encontrar líneas pastorales de acogida a otros tipos de uniones, en la línea de la misericordia, teniendo en cuenta que nuestra humanidad es frágil y herida.

2. El matrimonio cristiano será cada vez más una contracultura, en contraste con la mentalidad dominante. Esto también puede ser un servicio a la sociedad, para contrarrestar la deriva subjetivista de una sexualidad una sexualidad “a gusto de cada uno” y un tipo de unión “usar y tirar”.

¡El cristiano no “lo hace a su gusto”! No renuncia a tener el horizonte ideal evangélico como meta de su vida. No baja el listón para evitar el esfuerzo. No se conforma con un estilo de vida a la baja, al “mínimo denominador común”. Y todo esto a pesar de la conciencia de su propia debilidad, que se convierte en una espina en la carne, pero que le lleva a confiar únicamente en la gracia de Dios.

¡El cristiano no “usa y tira” en sus relaciones personales y, aún menos, en la relación matrimonial! Por eso se convierte en un experto en “reparaciones”. ¡No tira, sino que repara! Otro nombre del cristiano podría ser “reparador de brechas” (Isaías 58,12). Solo así el discípulo/a de Cristo será sal de la tierra y luz del mundo.

3. ¿Cómo aspirar a un ideal de amor tan alto, sin condiciones? Tal vez también en este caso Jesús nos responda: “¡Imposible para los hombres, pero no para Dios! Porque todo es posible para Dios” (Marcos 10,27). La vocación matrimonial es realmente un desafío que pone a prueba la fe del cristiano. Por ello, el matrimonio cristiano solo puede vivirse… a tres, es decir, poniendo a Cristo en el centro. También aquí se cumple, de manera particular, la palabra del Señor: “Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18,20).

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


Los fariseos plantean a Jesús una pregunta para ponerlo a prueba. Esta vez no es una cuestión sin importancia, sino un hecho que hace sufrir mucho a las mujeres de Galilea y es motivo de vivas discusiones entre los seguidores de diversas escuelas rabínicas: “¿Le es lícito al varón divorciarse de su mujer?”.
Una humanidad que cree en el amor fiel

Un comentario a Mc 10, 2-13

La lectura bíblica que hacemos hoy pasa por alto el primer versículo del capítulo 10, en el que se dice que Jesús pasó “al otro lado del Jordán”. A muchos les parece que esta indicación geográfica es una referencia menor o incluso equivocada (un despiste de Lucas). Sin embargo, a mí, que no soy experto, sino solo lector habitual de los evangelios, me huele que detrás de esa nota geográfica se esconde una intención interesante, que me atrevo a compartir aquí.

El río Jordán tiene un valor profético muy importante para el pueblo de Israel, comparable quizá al Mar Rojo. Si éste fue el límite primero entre la esclavitud de Egipto y el camino hacia la tierra prometida, el Jordán fue el que tuvieron que atravesar para entrar precisamente en esa tierra de Dios. Por eso atravesar el Jordán puede tener mucho que ver con “volver a entrar” en la tierra prometida, regenerar profundamente la vida querida por Dios, perdida entre tantas traiciones y claudicaciones. Por eso el Bautista fue a bautizar al Jordán invitando a la gente a la conversión, es decir, a dejar atrás el hombre viejo y empezar de cero, con una nueva fidelidad al proyecto de Dios.

Jesús se inserta plenamente en esta propuesta de regeneración. Y por eso me suena que, después de atravesar el Jordán, se le plantea a Jesús una cuestión de gran importancia, que nos afecta a todos: el plan de Dios para el matrimonio, realidad primera y más significativa de la vida humana y de la alianza “matrimonial” de Dios con su pueblo.

Me parece que la respuesta de Jesús no tiene que ver con una casuística de derecho matrimonial, sino con una propuesta de renovación profunda; parte importantísima de esa renovación profunda es volver a los orígenes, volver a la fidelidad a Dios, tanto en el matrimonio mismo como en la vida social.

En todo caso, repito que este texto no se puede entender como una actitud moralista o canonista, un enredarse en cuestiones de hasta dónde puedo separarme y hasta donde soy libre para hacer lo que quiero. El texto es el llamado a una regeneración total de la vida, en la que el matrimonio se vuelve “sacramento”, signo y realidad de la vida entendida como amor y fidelidad.

Por eso podemos decir que la imagen más fiel de la Iglesia es una pareja que se aman y son ante el mundo imagen del amor original y definitivo de Dios, un amor fiel y definitivo. Algunos entenderán esto, otros dirán que eso es una ingenuidad. Yo he tenido la suerte de conocer parejas jóvenes y maduras que entienden esto y su experiencia de vida es una belleza. Estas parejas representan lo mejor de la humanidad y de la Iglesia. Pueden ser pocas o muchas, pero son una semilla clara del Reino, sin que eso implique desconocer las dificultades reales de la convivencia entre personas. En ese sentido, la vida en pareja es un laboratorio de la humanidad con sus caídas y fracasos, pero el modelo que Jesús propone es el de una humanidad reconciliada que cree en el amor fiel.
P. Antonio Villarino
Bogotá


Contra el poder del varón

José Antonio Pagola

Los fariseos plantean a Jesús una pregunta para ponerlo a prueba. Esta vez no es una cuestión sin importancia, sino un hecho que hace sufrir mucho a las mujeres de Galilea y es motivo de vivas discusiones entre los seguidores de diversas escuelas rabínicas: “¿Le es lícito al varón divorciarse de su mujer?”.

No se trata del divorcio moderno que conocemos hoy, sino de la situación en que vivía la mujer judía dentro del matrimonio, controlado absolutamente por el varón. Según la ley de Moisés, el marido podía romper el contrato matrimonial y expulsar de casa a su esposa. La mujer, por el contrario, sometida en todo al varón, no podía hacer lo mismo.

La respuesta de Jesús sorprende a todos. No entra en las discusiones de los rabinos. Invita a descubrir el proyecto original de Dios, que está por encima de leyes y normas. Esta ley “machista”, en concreto, se ha impuesto en el pueblo judío por la “dureza de corazón” de los varones que controlan a las mujeres y las someten a su voluntad. Jesús ahonda en el misterio original del ser humano. Dios “los creo varón y mujer”. Los dos han sido creados en igualdad. Dios no ha creado al varón con poder sobre la mujer. No ha creado a la mujer sometida al varón. Entre varones y mujeres no ha de haber dominación por parte de nadie.

Desde esta estructura original del ser humano, Jesús ofrece una visión del matrimonio que va más allá de todo lo establecido por la Ley. Mujeres y varones se unirán para “ser una sola carne” e iniciar una vida compartida en la mutua entrega sin imposición ni sumisión.

Este proyecto matrimonial es para Jesús la suprema expresión del amor humano. El varón no tiene derecho alguno a controlar a la mujer como si fuera su dueño. La mujer no ha de aceptar vivir sometida al varón. Es Dios mismo quien los atrae a vivir unidos por un amor libre y gratuito. Jesús concluye de manera rotunda: “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el varón”. Con esta posición, Jesús esta destruyendo de raíz el fundamento del patriarcado bajo todas sus formas de control, sometimiento e imposición del varón sobre la mujer. No solo en el matrimonio sino en cualquier institución civil o religiosa.

Hemos de escuchar el mensaje de Jesús. No es posible abrir caminos al reino de Dios y su justicia sin luchar activamente contra el patriarcado. ¿Cuándo reaccionaremos en la Iglesia con energía evangélica contra tanto abuso, violencia y agresión del varón sobre la mujer? ¿Cuándo defenderemos a la mujer de la “dureza de corazón” de los varones?
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Misión es no avergonzarse de llamarlos hermanos

Génesis  2,18-24; Salmo  127; Hebreos  2,9-11; Marcos  10,2-16

Reflexiones
Con lenguaje poético y mítico, la Palabra de Dios nos revela luminosas verdades sobre el ser humano – hombre y mujer – sobre la familia y el cosmos. La primera verdad es que Adán no se creó a sí mismo: es Dios quien lo creó (I lectura). La palabra Adán, en este caso, quiere decir varón y mujer. Este Adán (el hombre y la mujer) vive en soledad, a la que Dios mismo pone remedio: «No está bien que el hombre esté solo: voy a hacerle alguien como él que le ayude» (v. 18). En última instancia, según el texto bíblico, se podría decir que ni siquiera Dios es suficiente para satisfacer a Adán en su soledad. Para su existencia histórica, Adán necesita también de cosas, de animales, plantas… que el Creador le provee con creces en el encanto del universo, otorgándole incluso la potestad de imponer el nombre a los seres vivientes, es decir, el poder de tenerlos bajo su custodia (v. 19). Según la teología bíblica, la potestad de dominio sobre las cosas creadas corresponde, naturalmente, al ser humano en su globalidad de hombre y mujer, con igual dignidad. Dominio-custodia significa uso, no abuso.

Dios, que ha llamado a Adán a la vida, lo llama ahora a la comunión, a una vida de encuentros y relaciones aptos para llevar a la persona humana al crecimiento, a la plenitud, a la madurez. A Adán, en efecto, no le basta el dominio sobre las cosas: busca alguien como él que lo ayude (v. 20), en plena alteridad e igualdad. Dios mismo presenta al varón esa ayuda, la mujer, Eva, a la cual el hombre siente que no le puede imponer un nombre, esto es, apropiársela, dominarla, porque la reconoce igual a él, parte de sí mismo: “hueso de mis huesos y carne de mi carne” (v. 23). Ambos son iguales en dignidad, llamados a una plena comunión de vida. El primigenio proyecto del Creador era maravilloso, pero el pecado humano vino a romper el equilibrio de las relaciones entre iguales: el respeto cede el paso a la voluntad de dominio, a la violencia de un cónyuge sobre el otro, con las consecuencias dolorosas que todos conocen. Jesús (Evangelio), tras reprochar a su gente “por su terquedad” (v. 5), trató de hacerles volver al proyecto inicial de Dios. Lamentablemente, con escasos resultados, tanto entonces como hoy.

El Concilio Vaticano II tiene palabras que sustentan la dignidad y la santidad del matrimonio y de la familia: “Fundada por el Creador y en posesión de sus propias leyes, la íntima comunidad conyugal de vida y amor se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e irrevocable. Así, del acto humano por el cual los esposos se entregan y se reciben mutuamente, nace, aun ante la sociedad, una institución confirmada por la ley divina. Este vínculo sagrado, en atención al bien tanto de los esposos y de la prole como de la sociedad, no depende de la decisión humana. Pues es el mismo Dios el autor del matrimonio, al cual ha dotado con bienes y fines varios, todo lo cual es de suma importancia para la continuación del género humano, para el provecho personal de cada miembro de la familia y su suerte eterna, para la dignidad, estabilidad, paz y prosperidad de la misma familia y de toda la sociedad humana” (Gaudium et Spes, 48). Por eso la oración de la Iglesia se hace insistente, “para que el hombre y la mujer sean una sola vida, principio de la armonía libre y necesaria que se realiza en el amor” (oración colecta). La vida compartida entre el hombre y la mujer en el matrimonio contribuye al bien de la pareja, pero, a la vez, tiene una irradiación misionera sobre los hijos, sobre el ambiente social y eclesial.

Tras hablar de la familia, Jesús se dirige enseguida a los niños y, en general, a los débiles y a los pobres, a los excluidos y descartados de la sociedad, brindándoles afecto, protección, estima, bendiciones (v. 13-16). Jesús ha entrado plenamente en el engranaje y en los recovecos de la historia de los hombres, haciéndose solidario con ellos, compartiendo su origen y sufrimientos. Hasta tal punto que el autor de la carta a los Hebreos (II lectura), con palabras conmovedoras, afirma que Cristo, “no se avergüenza de llamarlos hermanos” (v. 11). Cristo no excluye a nadie de esa amorosa relación fraterna. ¡Aunque sea la persona más reprobable y lejana! Por eso Él es siempre el modelo más radical para cada misionero. He aquí un fuerte llamado para todos en el mes misionero. (*)

Palabra del Papa

(*) «La historia de la evangelización comienza con una búsqueda apasionada del Señor que llama y quiere entablar con cada persona, allí donde se encuentra, un diálogo de amistad (cfr. Jn 15,12-17). Los apóstoles son los primeros en dar cuenta de eso, hasta recuerdan el día y la hora en que fueron encontrados: “Era alrededor de las cuatro de la tarde” (Jn 1,39). La amistad con el Señor, verlo curar a los enfermos, comer con los pecadores, alimentar a los hambrientos, acercarse a los excluidos, tocar a los impuros, identificarse con los necesitados, invitar a las bienaventuranzas, enseñar de una manera nueva y llena de autoridad, deja una huella imborrable, capaz de suscitar el asombro, y una alegría expansiva y gratuita que no se puede contener…. El amor siempre está en movimiento y nos pone en movimiento para compartir el anuncio más hermoso y esperanzador: “Hemos encontrado al Mesías” (Jn 1,41)».
Papa Francisco
Mensaje para el DOMUND (Domingo Mundial de las Misiones) 2021

P. Romeo Ballán, mccj