II Domingo de Pascua. Año C
¡Señor mío y Dios mío!
P. Enrique Sánchez, mccj
“Al anochecer del día de la resurrección, estando cerradas las puertas de la casa donde se hallaban los discípulos, por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con ustedes”. Dicho esto, les mostró las manos y el costado.
Cuando los discípulos vieron al Señor, se llenaron de alegría. De nuevo les dijo Jesús: “La paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo”. Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Reciban al Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar”.
Tomás, uno de los Doce, a quien llamaban el Gemelo, no estaba con ellos cuando vino Jesús, y los otros discípulos le decían: “Hemos visto al Señor”. Pero él les contestó: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y si no meto mi dedo en los agujeros de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré”.
Ocho días después, estaban reunidos los discípulos a puerta cerrada y Tomás estaba con ellos. Jesús se presento de nuevo en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con ustedes”. Luego dijo a Tomás: “Aquí están mis manos; acerca tu dedo. Trae acá tu mano, métela en mi costado y no sigas dudando, sino cree”. Tomás le respondió : “¡Señor mio y Dios mio!”. Jesús añadió: “Tú crees porque me has visto; dichosos los que creen sin haber visto”.
Otras muchas señales milagrosas hizo Jesús en presencia de sus discípulos, pero no están escritas en este libro. Se escribieron estas para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengan vida en su nombre”. (Juan 20, 19 – 31)
Estamos en la octava de Pascua y seguimos celebrando la resurrección del Señor como una fiesta que se prolonga en el tiempo y como un acontecimiento que dura, manteniendo su actualidad.
El Señor está vivo, como lo estuvo desde la madrugada del primer domingo en que las mujeres fueron a buscarlo, al alba, en el sepulcro. Esta es la expresión de fe que nos llena de alegría y confirma nuestra esperanza.
El Evangelio de este domingo nos cuenta uno más de los muchos momentos que la comunidad de los discípulos vivió en aquel largo domingo de la resurrección, con todas las sorpresas y los testimonios de quienes lo iban encontrando vivo. Era de noche y los discípulos estaban atrapados por el miedo, encerrados en el cenáculo, porque no acababan de entender qué había pasado. No salían del asombro y de la confusión que les había creado ver a Jesús acabar sobre la cruz, y en tan sólo unas cuantas horas.
Todo había sucedido demasiado aprisa y seguramente los ánimos de todos aquellos que habían condenado y asesinado a Jesús seguían exaltados.
De ahí el miedo y la necesidad, en cierto modo comprensible, de esconderse para no acabar, de la misma manera que su maestro, en las manos de una turba dispuesta a todo, con tal de hacer desaparecer lo que hiciera referencia a Jesús. Además, como el evangelio lo dice, cuando Pedro y Juan habían llegado al sepulcro, al parecer, ninguno había entendido qué significaba que Jesús hubiese resucitado.
Y ver a Jesús aparecer de pronto ante ellos, simplemente era algo que no les cabía en la cabeza, aunque seguramente su corazón latía más fuerte que de costumbre. La comunidad de los discípulos y los apóstoles estaba viviendo un momento de gran turbación y Jesús viene a su encuentro ofreciéndoles el don de la paz. Por tres veces les invitará a permanecer serenos.
La paz en el corazón es el primer regalo de Jesús resucitado a sus discípulos. No hay motivo para vivir en el miedo. Yo estoy con ustedes, yo estoy aquí, no los he abandonado y no los abandonaré jamás.
Qué alegre nos resulta, también a nosotros hoy, escuchar ese saludo que nos brinda Jesús ofreciéndonos el don de su paz.
La paz que nos permite poner en su lugar nuestras preocupaciones. La paz que nos libera de las ansiedades que se multiplican en nuestros días por la presión que nos impone un mundo acelerado que no nos deja tomar respiro.
La paz que nos ayuda a vivir el presente agradecidos y libres de la angustia de querer resolver un futuro que todavía no conocemos. La paz que podemos experimentar cuando aceptamos que estamos en buenas manos, cuando ponemos nuestra confianza en el Señor.
La paz que nos libera de nuestros miedos, sobre todo cuando pensamos que somos el centro de nuestras vidas.
Luego, ante la imposibilidad de creer, Jesús les facilita el camino otorgándoles el don del Espíritu Santo. Él será, de ahora en adelante, quien haga posible que se abran los ojos de la fe a los discípulos para poder reconocer en Jesús al Mesías, al Salvador y Redentor que el Padre había prometido. Ya no será Jesús, el maestro a quienes habían seguido por los signos y prodigios que habían visto.
Ahora lo podrán reconocer como Cristo, como el Señor que había vencido a la muerte y continuaba presente para que pudiesen gozar de la vida. El Espíritu será quien llene sus corazones de confianza y valentía para salir de su encierro y convertirse en testigos que nadie podrá detener y que llegarán hasta los confines del mundo.
Pero lo que se había convertido en motivo de alegría para la mayoría, para Tomás seguía siendo un reto, un desafío que no lo dejaba dar el último paso. Él se había quedado atorado en sus criterios muy humanos que todo lo quieren controlar y manipular a su antojo. Él tenía necesidad de tocar y de verificar todo, quería tener la certeza muy humana que le permitiera satisfacer su razón y responder a sus convicciones e ideas.
Pero ante el resucitado eso no funciona. Ante la presencia de Jesús Resucitado lo único que permite la verdadera comprensión de lo que está pasando es la fe. Cuántas veces también nosotros nos quedamos a medias del camino porque no logramos dar el paso de la fe en nuestras vidas. Buscamos tener el control de todo y de todos para poder decir que las cosas funcionan bien.
Nos resulta casi imposible aceptar que Dios tiene otros caminos y sigue otros criterios para asegurarnos la vida.
A nosotros nos interesa tocar, poseer, controlar, dominar, tener la mano bien puesta en todo para que nada se escape de nuestro poder.
Queremos ver y tener certezas, seguridad en todo. Y cuando el Señor nos muestra que es él quien va guiando nuestros pasos y el rumbo de nuestra vida. Cuando las situaciones de nuestra vida nos obligan a caer en la cuenta de que muchas cosas se han realizado en nuestra vida porque Dios lo permitió, entonces, como Tomás decimos: Señor mio y Dios mio.
Y el Señor es tan paciente que, como a Tomás, nos dice una y muchas veces: ven y toca con tu mano. No seas incrédulo.
Son muchos los signos de su presencia y de su cercanía, pero tenemos que educarnos para aprender a percibir, a descubrir y a sentir esa presencia que está muchas veces más allá de lo que podríamos considerar lo inmediato de nuestra existencia.
Cuando decimos que Jesús está vivo, no se puede tratar sólo de una afirmación construida con unas cuantas palabras que nos resultan tener sentido.
Confesar que Jesús está vivo es decir que lo reconocemos con nuestras propias vidas, con el testimonio y la coherencia de lo que somos y lo que hacemos.
Jesús está vivo es algo que se ve en nuestros estilos de vida, en la manera en que practicamos el Evangelio, en los valores que defendemos y en la alegría que transmitimos a los demás.
Ojalá podamos decir un día que somos de aquellos dichosos que han creído sin haber visto; pero que han abierto su corazón al Señor y lo han sentido vivo y presente en cada instante de nuestra vida.
Entonces, también nosotros, podremos decir que hay muchas otras cosas que quisiéramos compartir de lo que ha hecho el Señor en nosotros y nos alegramos de poder ser hoy testigos para muchos de Jesús, el Señor, que ha resucitado y nos llama a la vida.
La Pascua de Tomás
Juan 20,19-31: “¡Señor mío y Dios mío!”
Hoy, segundo domingo de Pascua, celebramos… la “Pascua de San Tomás”, ¡el apóstol que estaba ausente de la comunidad apostólica el domingo pasado! Este domingo también se llama el “Domingo de la Divina Misericordia”, desde el 30 de abril de 2011, día de la canonización de Sor Faustina por el Papa Juan Pablo II. Mientras alabamos al Señor por su misericordia, le damos las gracias de forma muy especial por el don del Papa Francisco, que ha hecho de la misericordia uno de los “leitmotiv” de su pontificado.
Los temas que nos propone el evangelio son muchos: el domingo (“el primer día de la semana”); la Paz del Resucitado y la alegría de los apóstoles; el “Pentecostés” y la Misión de los apóstoles (según el evangelio de Juan); el don y la tarea confiados a los apóstoles de perdonar los pecados (razón por la que celebramos hoy el “Domingo de la Divina Misericordia”); el tema de la comunidad (¡de la cual Tomás se había ausentado!); pero sobre todo, ¡el tema de la fe! Me limitaré a centrarme en la figura de Tomás.
Tomás, nuestro gemelo
Su nombre significa “doble” o “gemelo”. Tomás ocupa un lugar destacado entre los apóstoles: tal vez por ello se le atribuyeron los Hechos y el Evangelio de Tomás, apócrifos del siglo IV, “importantes para el estudio de los orígenes cristianos” (Benedicto XVI, 27.09.2006).
Nos gustaría saber de quién es gemelo Tomás. Podría ser de Natanael (Bartolomé). De hecho, esta última profesión de fe de Tomás encuentra correspondencia con la primera, hecha por Natanael, al inicio del evangelio de Juan (1,45-51). Además, su carácter y comportamiento son sorprendentemente similares. Por último, ambos nombres aparecen relativamente cercanos en la lista de los Doce (véase Mateo 10,3; Hechos 1,13; y también Juan 21,2).
Esta incógnita da pie a afirmar que Tomás es “el gemelo de cada uno de nosotros” (Don Tonino Bello). Tomás nos consuela en nuestras dudas de creyentes. En él nos reflejamos y, a través de sus ojos y sus manos, también nosotros “vemos” y “tocamos” el cuerpo del Resucitado. ¡Una interpretación con mucho encanto!
Tomás, ¿un “doble”?
En la Biblia, la pareja de gemelos más famosa es la de Esaú y Jacob (Génesis 25,24-28), eternos antagonistas, expresión de la dicotomía y polaridad de la condición humana. ¿No será que Tomás (¡el “doble”!) lleva dentro de sí el antagonismo de esta dualidad? Capaz, a veces, de gestos de gran generosidad y valentía, y otras veces, incrédulo y terco. Pero, enfrentado con el Maestro, vuelve a surgir su profunda identidad de creyente que proclama la fe con prontitud y convicción.
Tomás lleva dentro a su “gemelo”. El evangelio apócrifo de Tomás subraya esta duplicidad: “Antes erais uno, pero os habéis convertido en dos” (nº 11); “Jesús dijo: Cuando hagáis de los dos uno solo, entonces os convertiréis en hijos de Adán” (nº 105). Tomás es imagen de todos nosotros. También nosotros llevamos dentro ese “gemelo”, inflexible y tenaz defensor de sus ideas, obstinado y caprichoso en su actitud.
Estas dos realidades o “criaturas” (el Adán antiguo y el nuevo) coexisten mal, en contraste, a veces en guerra abierta, en nuestro corazón. ¿Quién no ha experimentado nunca el sufrimiento de esta desgarradora división interior?
Ahora, Tomás tiene el valor de afrontar esta realidad. Permite que se manifieste su lado oscuro, contrario e incrédulo, y lo lleva a enfrentarse con Jesús. Acepta el desafío lanzado por su interioridad “rebelde” que pide ver y tocar… Lo lleva ante Jesús y, ante la evidencia, ocurre el “milagro”. Los dos “Tomás” se convierten en uno solo y proclaman la misma fe: “¡Señor mío y Dios mío!”
Por desgracia, no es lo que nos ocurre a nosotros. Nuestras comunidades cristianas están frecuentadas casi exclusivamente por “gemelos buenos” y sumisos, ¡pero también… pasivos y amorfos! El caso es que no están allí en toda su “integridad”. La parte enérgica, instintiva, el otro gemelo, la que tendría necesidad de ser evangelizada, no aparece en el “encuentro” con Cristo.
Jesús dijo que venía por los pecadores, pero nuestras iglesias están frecuentadas muchas veces por “justos” que… ¡no sienten la necesidad de convertirse! Aquel que debería convertirse, el otro gemelo, el “pecador”, lo dejamos tranquilamente en casa. Es domingo, aprovecha para “descansar” y deja el día al “gemelo bueno”. El lunes, entonces, el gemelo de los instintos y pasiones estará en plena forma para retomar el mando.
Jesús en busca de Tomás
¡Ojalá Jesús tuviera muchos Tomás! En la celebración dominical, es sobre todo a ellos a quienes el Señor sale a buscar… ¡Serán sus “gemelos”! Dios busca hombres y mujeres “reales”, que se relacionen con Él tal como son: pecadores que sufren en su carne la tiranía de los instintos. Creyentes que no se avergüenzan de aparecer con esa parte incrédula y resistente a la gracia. Que no vienen a quedar bien en la “asamblea de los creyentes”, sino a encontrarse con el Médico de la Divina Misericordia y ser curados. ¡Con estos es con quienes Jesús se hace hermano!
El mundo necesita el testimonio de creyentes honestos, capaces de reconocer sus errores, dudas y dificultades, y que no esconden su “duplicidad” tras una fachada de “respetabilidad” farisaica. La misión necesita verdaderamente discípulos que sean personas auténticas y no “de cuello torcido”. ¡Cristianos que miren de frente la realidad del sufrimiento y toquen con sus manos las llagas de los crucificados de hoy!…
¡Tomás nos invita a reconciliar nuestra doblez para celebrar la Pascua!
Palabra de Jesús, según el Evangelio de Tomás (nº 22 y nº 27): “Cuando hagáis que los dos sean uno, y que lo interior sea como lo exterior y lo exterior como lo interior, y lo alto como lo bajo, y cuando hagáis del varón y de la mujer una sola cosa (…) ¡entonces entraréis en el Reino!”
P. Manuel João Pereira Correia, mccj
NO SEAS INCRÉDULO SINO CREYENTE
Juan 20, 19-31
La figura de Tomás como discípulo que se resiste a creer ha sido muy popular entre los cristianos. Sin embargo, el relato evangélico dice mucho más de este discípulo escéptico. Jesús resucitado se dirige a él con unas palabras que tienen mucho de llamada apremiante, pero también de invitación amorosa: «No seas incrédulo, sino creyente». Tomás, que lleva una semana resistiéndose a creer, responde a Jesús con la confesión de fe más solemne que podemos leer en los evangelios: «Señor mío y Dios mío».
¿Qué ha experimentado este discípulo en Jesús resucitado? ¿Qué es lo que ha transformado al hombre hasta entonces dubitativo y vacilante? ¿Qué recorrido interior lo ha llevado del escepticismo hasta la confianza? Lo sorprendente es que, según el relato, Tomás renuncia a verificar la verdad de la resurrección tocando las heridas de Jesús. Lo que le abre a la fe es Jesús mismo con su invitación.
A lo largo de estos años, hemos cambiado mucho por dentro. Nos hemos hecho más escépticos, pero también más frágiles. Nos hemos hecho más críticos, pero también más inseguros. Cada uno hemos de decidir cómo queremos vivir y cómo queremos morir. Cada uno hemos de responder a esa llamada que, tarde o temprano, de forma inesperada o como fruto de un proceso interior, nos puede llegar de Jesús: «No seas incrédulo, sino creyente».
Tal vez, necesitamos despertar más nuestro deseo de verdad. Desarrollar esa sensibilidad interior que todos tenemos para percibir, más allá de lo visible y lo tangible, la presencia del Misterio que sostiene nuestras vidas. Ya no es posible vivir como personas que lo saben todo. No es verdad. Todos, creyentes y no creyentes, ateos y agnósticos, caminamos por la vida envueltos en tinieblas. Como dice Pablo de Tarso, a Dios lo buscamos «a tientas».
¿Por qué no enfrentarnos al misterio de la vida y de la muerte confiando en el Amor como última Realidad de todo? Ésta es la invitación decisiva de Jesús. Más de un creyente siente hoy que su fe se ha ido convirtiendo en algo cada vez más irreal y menos fundamentado. No lo sé. Tal vez, ahora que no podemos ya apoyar nuestra fe en falsas seguridades, estamos aprendiendo a buscar a Dios con un corazón más humilde y sincero.
No hemos de olvidar que una persona que busca y desea sinceramente creer, para Dios es ya creyente. Muchas veces, no es posible hacer mucho más. Y Dios, que comprende nuestra impotencia y debilidad, tiene sus caminos para encontrarse con cada uno y ofrecerle su salvación.
José A. Pagola
http://www.musicaliturgica.com
La figura de Tomás
Este día se conmemora la aparición de Cristo a sus discípulos en la tarde del domingo después de Pascua. También recuerda la aparición del Señor a sus discípulos ocho días más tarde, cuando San Tomas estaba presente y proclamó “Mi Señor y mi Dios” al ver las manos y el costado de Cristo.
La figura de Tomás, uno de los doce discípulos que aparece en el Evangelio de Juan (Jn 20, 19-31) se ha caracterizado comúnmente por ser signo de la duda, la falta de confianza y la incredulidad. El evangelista narra la aparición de Jesús resucitado que se coloca en medio de los discípulos saludándoles con un mensaje de paz, y mostrándoles sus manos, su costado traspasado y herido por los clavos de la crucifixión. La escena contiene imágenes y sentimientos encontrados: el resucitado se presenta herido y traspasado por los clavos, su saludo de paz se realiza entre las “heridas abiertas”; al mismo tiempo los discípulos experimentan la alegría de verlo, el envío que Jesús hace a sus discípulos sostenido por el aliento del Espíritu Santo que les comunica poder para perdonar. No obstante, los discípulos sienten miedo y como consecuencia se encierran temiendo vivir el destino de su maestro que venía de ser crucificado. No obstante, este miedo que los “encierra” no impide que el Cristo se haga presente en medio de ellos y les ofrezca una bendición que responda a la necesidad de ese instante: ¡la paz esté con ustedes !
Este pasaje consta de tres perícopas:
- (vv. 19-23), Jesús vuelve a los suyos, los libera del miedo que experimentan y los envía a continuar su misión, para lo cual les comunica el espíritu. La comunidad cristiana se constituye alrededor de Jesús vivo y presente.
- (vv24-29), relata la incredulidad de Tomás. Tomas no hace caso del testimonio de la comunidad, no busca a Jesús fuente de vida, sino a una reliquia del pasado que pueda constatar palpablemente, Jesús se la concede pero en el seno de la comunidad.
- (vv. 30-31). Jesús realizó en presencia de sus discípulos muchas señales. Para que creamos en Él y para que creyendo tengamos vida.
VIVIR SIN HABER EXPERIMENTADO LA RESURRECCIÓN
Muchos de nosotros que nos consideramos creyentes, podemos estar viviendo como los discípulos del evangelio, “al anochecer”, “con las puertas cerradas”,” llenos de miedo”, “temerosos de las autoridades”. Inmersos en la vieja creación; no hemos visto ni experimentado al Resucitado; la humanidad nueva parece ausente de nuestras vidas; nuestra vida puede estar oculta, replegada sin dar testimonio; como si no tuviéramos alegría, perdón y vida para transmitir.
Siendo el “Primer día de la semana”, el primero de la nueva creación, podemos seguir aferrados a lo viejo, a lo de antes. Abramos nuestra mente y nuestro corazón para reconocerlo vivo en medio de nosotros. Pero, ¿cuál es el signo que me permite reconocerlo en mi vida, en mi comunidad, en mi familia y en la iglesia Hoy?
SIGNOS DE SU PRESENCIA
- La donación de la paz. “paz a vosotros”. Ha sido el saludo del resucitado. Cada nuevo día Él se dirige a mí con este mismo saludo.
- Soplo creador que infunde aliento de vida. “Soplo sobre ellos”. Al soplar y darles el Espíritu, Jesús confiere a los discípulos la misión de dar vida y los capacita para dicha misión. Con este nuevo aliento de Jesús resucitado, el ser humano es re -creado. Nuestro compromiso por tanto es, el de luchar por una vida más humana, más plena y más feliz.
- Experiencia del Perdón. Los discípulos han experimentado al resucitado como alguien que les perdona. Ningún reproche, al abandono, a la cobarde traición, ninguna exigencia para reparar la injuria. El perdón despierta esperanza y energías en quien perdona y en el que es perdonado, es la virtud de la persona nueva de la persona resucitada.
- Los estigmas de Jesús. Los estigmas de su amor y sufrimiento por nosotros, son signos de su presencia. Puedo descubrir la presencia del Resucitado, en los que llevan señales de sufrimiento, marginación, pobreza, olvido, exclusión; en los que sufren y dan su vida por crear vida, en los que llevan los estigmas de la marginación por ello. ¡Ahí está el Resucitado!.
El encuentro con Jesús Resucitado para mí y para ti, debe ser experiencia que reanime nuestra fe y nuestra vida, nos abra horizontes nuevos y nos impulse a anunciar la Buena noticia y a dar testimonio, en un mundo donde existen dudas de fe, división, injusticia y sombras de muerte. También a nosotros, hoy, en este Domingo que san Juan Pablo II quiso dedicar a la Divina Misericordia, el Señor nos muestra, por medio del Evangelio, sus llagas. Son llagas de misericordia. Es verdad: las llagas de Jesús son llagas de misericordia.
Jesús nos invita a mirar sus llagas, nos invita a tocarlas, como a Tomás, para sanar nuestra incredulidad. Nos invita, sobre todo, a entrar en el misterio de sus llagas, que es el misterio de su amor misericordioso. A través de ellas, como por una brecha luminosa, podemos ver todo el misterio de Cristo y de Dios: su Pasión, su vida terrena –llena de compasión por los más pequeños y los enfermos–, su encarnación en el seno de María. Y podemos recorrer hasta sus orígenes toda la historia de la salvación: las profecías –especialmente la del Siervo de Yahvé–, los Salmos Ley y la alianza, hasta la liberación de Egipto, la primera pascua y la sangre de los corderos sacrificados; e incluso hasta los patriarcas Abrahán, y luego, en la noche de los tiempos, hasta Abel y su sangre que grita desde la tierra. Todo esto lo podemos verlo a través de las llagas de Jesús Crucificado y Resucitado y, como María en el Magnificat, podemos reconocer que «su misericordia llega a sus fieles de generación en generación» (Lc 1,50)
https://www.figliedellachiesa.org