Category Comentarios dominicales

Epifanía del Señor

Tomado de: https://comboni2000.org

Lecturas

  • Primera lectura. Is 60, 1-6. Levántate y resplandece, Jerusalén, …
  • Salmo Responsorial. Salmo 71
  • Segunda Lectura. Ef 3, 2-3a. 5-6. …
  • Evangelio. Mt 2, 1-12. Jesús nació en Belén de Judá, en tiempos del rey Herodes

Habiendo nacido Jesús en Belén de Judea en tiempos del rey Herodes, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando:
«¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo».
Al enterarse el rey Herodes, se sobresaltó y toda Jerusalén con él; convocó a los sumos sacerdotes y a los escribas del país, y les preguntó dónde tenia que nacer el Mesías.
Ellos le contestaron:
«En Belén de Judea, porque así lo ha escrito el profeta:
“Y tú, Belén, tierra de Judá,
no eres ni mucho menos la última
de las poblaciones de Judá,
pues de ti saldrá un jefe
que pastoreará a mi pueblo Israel”».
Entonces Herodes llamó en secreto a los magos para que le precisaran el tiempo en que había aparecido la estrella, y los mandó a Belén, diciéndoles:
«ld y averiguad cuidadosamente qué hay del niño y, cuando lo encontréis, avisadme, para ir yo también a adorarlo».
Ellos, después de oír al rey, se pusieron en camino y, de pronto, la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el niño.
Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa, vieron al niño con Maria, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra.
Y habiendo recibido en sueños un oráculo, para que no volvieran a Herodes, se retiraron a su tierra por otro camino.


¿A quién adoramos?
José A. Pagola

Cayendo de rodillas, lo adoraron.

Los magos vienen del «Oriente», un lugar que evoca en los judíos la patria de la astrología y de otras ciencias extrañas. Son paganos. No conocen las Escrituras Sagradas de Israel, pero sí el lenguaje de las estrellas. Buscan la verdad y se ponen en marcha para descubrirla. Se dejan guiar por el misterio, sienten necesidad de «adorar».

Su presencia provoca un sobresalto en todo Jerusalén. Los magos han visto brillar una estrella nueva que les hace pensar que ya ha nacido «el rey de los judíos» y vienen a «adorarlo». Este rey no es Augusto. Tampoco Herodes. ¿Dónde está? Esta es su pregunta.

Herodes se «sobresalta». La noticia no le produce alegría alguna. Él es quien ha sido designado por Roma «rey de los judíos». Hay que acabar con el recién nacido: ¿Dónde está ese rival extraño? Los «sumos sacerdotes y letrados» conocen las Escrituras y saben que ha de nacer en Belén, pero no se interesan por el niño ni se ponen en marcha para adorarlo.

Esto es lo que encontrará Jesús a lo largo de su vida: hostilidad y rechazo en los representantes del poder político; indiferencia y resistencia en los dirigentes religiosos. Solo quienes buscan el reino de Dios y su justicia lo acogerán.

Los magos prosiguen su larga búsqueda. A veces, la estrella que los guía desaparece dejándolos en la incertidumbre. Otras veces, brilla de nuevo llenándolos de «inmensa alegría». Por fin se encuentran con el Niño y, «cayendo de rodillas, lo adoran». Después, ponen a su servicio las riquezas que tienen y los tesoros más valiosos que poseen. Este Niño puede contar con ellos pues lo reconocen como su Rey y Señor.

En su aparente ingenuidad, este relato nos plantea preguntas decisivas: ¿Ante quién nos arrodillamos nosotros? ¿Cómo se llama el «dios» que adoramos en el fondo de nuestro ser? Nos decimos cristianos, pero ¿vivimos adorando al Niño de Belén? ¿Ponemos a sus pies nuestras riquezas y nuestro bienestar?¿Estamos dispuestos a escuchar su llamada a entrar en el reino de Dios y su justicia?

En nuestras vidas siempre hay alguna estrella que nos guía hacia Belén.

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Seguir la Estrella

Epifanía del Señor – C
(Mateo 2,1-12)

Estamos demasiado acostumbrados al relato de los magos. Por otra parte, hoy apenas tenemos tiempo para detenernos a contemplar despacio las estrellas. Probablemente no es solo un asunto de tiempo. Pertenecemos a una época en la que es más fácil ver la oscuridad de la noche que los puntos luminosos que brillan en medio de cualquier tiniebla.

Sin embargo, no deja de ser conmovedor pensar en aquel escritor cristiano que, al elaborar el relato de los magos, los imaginó en medio de la noche, siguiendo la pequeña luz de una estrella. La narración respira la convicción profunda de los primeros creyentes después de la resurrección. En Jesús se han cumplido las palabras del profeta Isaías: «El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una luz grande. Habitaban en una tierra de sombras, y una luz ha brillado ante sus ojos» (Isaías 9,1).

Sería una ingenuidad pensar que nosotros estamos viviendo una hora especialmente oscura, trágica y angustiosa. ¿No es precisamente esta oscuridad, frustración e impotencia que captamos en estos momentos uno de los rasgos que acompañan casi siempre el caminar del ser humano a lo largo de los siglos?

Basta abrir las páginas de la historia. Sin duda encontramos momentos de luz en que se anuncian grandes liberaciones, se entrevén mundos nuevos, se abren horizontes más humanos. Y luego, ¿qué viene? Revoluciones que crean nuevas esclavitudes, logros que provocan nuevos problemas, ideales que terminan en «soluciones a medias», nobles luchas que acaban en «pactos mediocres». De nuevo las tinieblas.

No es extraño que se nos diga que «ser hombre es muchas veces una experiencia de frustración». Pero no es esa toda la verdad. A pesar de todos los fracasos y frustraciones, el hombre vuelve a recomponerse, vuelve a esperar, vuelve a ponerse en marcha en dirección a algo. Hay en el ser humano algo que lo llama una y otra vez a la vida y a la esperanza. Hay siempre una estrella que vuelve a encenderse.

Para los creyentes, esa estrella conduce siempre a Jesús. El cristiano no cree en cualquier mesianismo. Y por eso no cae tampoco en cualquier desencanto. El mundo no es «un caso desesperado». No está en completa tiniebla. El mundo está orientado hacia su salvación. Dios será un día el fin del exilio y las tinieblas. Luz total. Hoy solo lo vemos en una humilde estrella que nos guía hacia Belén.

José Antonio Pagola

La Epifanía, fiesta de los signos
Maurice Zundel

Resumen: Si la Epifanía es la fiesta de los signos, es que cada uno de nosotros debe ser auténtico signo de Dios encarnado y resucitado en el mundo de hoy. (Evangelio Mt 2:1-12)

Tres signos que nos hace Dios

La Epifanía es la fiesta de los signos, de los signos que Dios nos hace y que la antífona de Laudes evoca bajo esta forma lírica: “Hoy se unió la Iglesia al esposo fiel, pues en el Jordán Cristo lavó sus crímenes, los Magos acuden a las bodas reales y los invitados gozan del agua transformada en vino. ”

Tres signos:

— el hecho a los Magos,
— el del Bautismo de Jesús donde resuena la Gloria del Padre,
— el de las bodas de Caná, en que el agua es cambiada en vino.

A través de estos signos, lo importante es la manifestación de la Presencia de Dios que se revela a través de los elementos sensibles, alimentando precisamente la vocación del universo humano.

Nuestro universo tiene la propiedad admirable de poder simbolizar, de poder significar lo invisible por medio de lo visible. Y justamente, el poder de símbolo y de significación constituye toda la grandeza y belleza del mundo, así como todo el esplendor y dignidad de la vida humana.

A imagen de los signos que emitimos

Es verdad que, como todo ser vivo, estamos sometidos a necesidades imprescriptibles: beber, comer, dormir, etc. Pero más allá de estas necesidades, tenemos una necesidad mucho más imperiosa, una necesidad de libertad, de no estar encerrados en las necesidades materiales, una necesidad a través de las necesidades materiales mismas, de simbolizar un espacio ilimitado de luz y de amor. Y ustedes lo saben muy bien, lo hacen espontáneamente, cuando preparan una comida para sus amigos con el único fin de calmar el hambre, los reúnen alrededor de una mesa para comulgar en su amistad. Adornan la mesa justamente para borrar la huella de las necesidades materiales, para que los ojos se alegren de su generosidad para que cada elemento del festín sea símbolo del don de ustedes mismos.

Y cuando adornan la casa, al disponer los muebles no buscan solamente la utilidad, lo indispensable para la seguridad del cuerpo, sino que tratan de introducir en el amoblado una armonía, cierta música que transforme todo el mobiliario en capacidad de acogida. Quieren que su casa sea habitable, que quien entre en ella se sienta acogido por una presencia amistosa, y así aprendemos espontáneamente la majestad del mundo, el esplendor de la vida, a través de la simbolización como instintiva que nos hace recurrir a lo visible, a lo sensible como manifestación de lo invisible, de lo espiritual, de la presencia, la ternura, la bondad, el amor…

Nuestra realidad es el instrumento de la presencia divina

  • Dios nos habla por signos, por nosotros mismos, por la historia que somos, por todo lo creado. No hay una realidad que no pueda ser… instrumento de la Presencia divina, como palabra silenciosa que resuena en lo más íntimo de nuestro ser.

Y justamente, el régimen de los signos es por excelencia el régimen de la Revelación: Dios nos habla por signos, por nosotros mismos, por la historia que somos, por todo lo creado. No hay una realidad que no pueda ser vehículo, instrumento de la Presencia divina, como palabra silenciosa que resuena en lo más íntimo de nuestro ser.

Los Magos vieron la estrella y la estrella brilló en sus corazones y ellos marcharon hacia el corazón divino que los estaba esperando.

Jesús oyó la voz en su Bautismo, la voz que era signo de que su vida pública se hacía realidad ahora, que la asunción que había realizado, la humanidad, no puede seguir esperando. Y, en efecto, después de su Bautismo se entrega inmediatamente a su misión escogiendo el duro camino que lo llevará a la Cruz, a través de las tentaciones que reprime.

Nuestra realidad está orientada hacia el misterio de la presencia divina

Pero la Cruz no es la última palabra: la Cruz es el preludio de la Resurrección, la Cruz es el preludio de una transformación de todos los elementos del mundo, simbolizada en las bodas de Caná por la transformación del agua en vino.

Y vemos siempre la realidad orientada hacia el misterio, siempre capaz de estar en comunicación con el Espíritu. Vemos siempre a Dios recorriendo los caminos del universo. Nada hay mejor para nosotros, nada más útil, que meditar sobre la reconciliación de lo visible y lo invisible; nada es más maravilloso que pensar que no tenemos que rehusar el mundo ni despreciarlo, sino amarlo con amor infinito, amarlo y descifrarlo, amarlo escrutando el secreto de que desborda, amarlo para hacer de él una ofrenda en que nos intercambiamos con Dios.

  • A través de lo visible, a través de nuestra vida, a través de todos los gestos de nuestra existencia cotidiana, podemos ser encarnación de Dios… A través del universo que se transfigura, Dios mismo se hace más cercano.

Pero hay un aspecto complementario de éste: es que si nuestra vida se realiza a través de lo visible en cuanto que es vehículo, eso significa que si nuestra vida encuentra su nobleza en descifrarlo, en el desciframiento divino de una realidad que es don de Dios, eso significa que hay otro aspecto que no es menos esencial y que me conmueve más y es que a través de lo visible, a través de nuestra vida, a través de todos los gestos de nuestra existencia cotidiana, podemos ser encarnación de Dios. No solo la vida se transforma cuando la desciframos divinamente, acogiéndola como don de Dios, sino que a través del universo que se transfigura, Dios mismo se hace más cercano, Dios se hace más real y entra en la Historia como Presencia irrefutable. Y ahí justamente alcanza el régimen de la Encarnación todo su esplendor y se convierte en misión infinita y universal para nosotros.

Es ya magnífico ordenar nuestra vida en la hermosura, es maravilloso poder hacer de nuestra casa un signo de acogida amistosa. Pero es más hermoso aún poder hacer de toda nuestra vida el reflejo de la Presencia divina.

Dios entra en nuestra existencia por la Encarnación

Imaginamos que Dios es así: en la Encarnación del Verbo, Dios llega a nosotros en la realidad de una vida plenamente humana. Dios se nos manifiesta no como la revelación de un sistema abstracto que se debería descifrar difícilmente con claves filosóficas, sino como Presencia viva. Dios se revela con un rostro humano, Dios entra en la existencia viviéndola con lealtad, plena y auténticamente hasta la muerte en la Cruz. Y habiendo vencido la muerte, vuelve entre nosotros para que toda nuestra historia sea transfigurada, para que toda la vida humana sea divinizada, para que nuestra existencia cotidiana tenga consecuencias infinitas.

  • Ahora que estamos en el régimen de la resurrección, ahora que el rostro del Señor está oculto en el misterio del Verbo, para hacerlo visible a los ojos de nuestros hermanos humanos, solo tenemos nuestra propia vida, nuestro propio rostro.

Pero justamente ahora que tenemos la revelación, ahora que estamos en el régimen de la resurrección, ahora que el rostro visible del Señor se oculta en el misterio del Verbo, solo tenemos nuestra vida para hacer visible al Señor a los ojos de la carne, de nuestros hermanos humanos, solo tenemos nuestro propio rostro, la nobleza de nuestra existencia cotidiana.

Y me parece que, justamente, si la Epifanía es la fiesta de los signos, ella nos permite al mismo tiempo alcanzar el secreto más profundo de la Encarnación donde, en simbiosis, en comunión de vida, inefable pero también real, lo humano y lo divino están indisolublemente asociados. ¿Cómo podría Dios ser hoy para los hombres realidad en la Historia si no transparenta en nuestra vida?

La Encarnación continúa a través de nosotros

Es totalmente inútil demostrar la existencia de Dios, totalmente inútil componer silogismos abstractos. El corazón humano necesita presencia real y justamente, en la luz del presente surge una estrella que lo lleva al misterio más profundo de la vida encarnada en Dios y terminada por su Presencia.

Si queremos ir hasta el final de esta vocación, si queremos entrar en el misterio de los signos, pretendiendo su origen divino, necesitamos vivir el misterio de la Encarnación como el secreto más profundo de nuestra vida.

  • El corazón del Evangelio, eso es lo que constituye toda la dignidad de la vocación cristiana: que la Encarnación se perpetúa a través de nosotros.

Y ese es el corazón mismo del Evangelio, eso constituye toda la dignidad de la vocación cristiana: que la Encarnación se perpetúa a través de nosotros. Evidentemente, el Señor es la respiración del Misterio de la Iglesia. Evidentemente, el Señor está en el corazón del misterio del altar y de verdad lo van a recibir a Él dentro de un momento; pero el Señor es desconocido para millones y millones de almas que no tienen vínculo sensible, vínculo experimental con el Dios que habita en ellos lo mismo que en nosotros y que no cesa de esperarlos en lo más profundo de su ser.

Nosotros precisamente tenemos que ser mediadores, sacramentos visibles de la Presencia real del Señor en medio de nosotros. El cristiano es alguien que continúa la Encarnación en su vida y que, sin hablar de Dios, o al menos sin necesidad de hablar de él por ser él mismo palabra de Dios ya que vive de la vida misma de Dios, respirando la Presencia de Dios, lleva en sí el testimonio que es su existencia misma. Con su sola presencia abre un espacio de luz y amor. Sin violar el secreto de los demás, puede llegar a ellos en su eterna intimidad. Puede actuar en las profundidades de su alma, porque él mismo vive en las profundidades de Dios.

Cada uno de nosotros debe ser un gran signo de Dios para el mundo

Eso es lo que debe estimular continuamente en nosotros la vida del mundo, una vida cada vez más hermosa, más luminosa, más joven, más creadora y entusiasta, una vida que lleve paz, que despierte la fraternidad, que suscite la alegría. Si todo esto puede ser el alimento permanente y el motor más profundo, es que, prácticamente, solo a través de nosotros puede inscribirse hoy en la historia humana la vida de Dios. Cada uno de nosotros tiene que ser un gran signo de Dios en el mundo contemporáneo.

¡Es verdad! No se trata de salvarnos, ni de alcanzar un equilibrio ideal, una elegancia moral de la que podamos ufanarnos, cosas que son bien legítimas, sino de mucho más: es una urgencia infinita si es cierto que Cristo es el Salvador de todos, si es cierto que su humanidad expresa para siempre la Presencia de Dios en nuestra historia. No es menos cierto que la Presencia en que subsiste la humanidad de Nuestro Señor y que es para nosotros su fuente inagotable, solo será experiencia de vida para todos los que nos rodean si nuestra vida es Encarnación de Dios y Dios hace que nuestra vida respire su Presencia.

  • La existencia de Dios solo es real y experimental para los hombres que nos rodean si toda nuestra vida es la luz misma de su Presencia y el reflejo de su Amor.

¡Ah! Si esta noche pudiéramos escuchar ese llamado, si pudiéramos entender que es verdad que es inútil afirmar la existencia de Dios como explicación de un sistema del mundo. Que la existencia de Dios solo es real y experimental para los hombres que nos rodean si toda nuestra vida es la luz misma de su Presencia y el reflejo de su Amor.

Inscribamos pues esta noche en nuestro corazón, mediante la intercesión de los misteriosos extranjeros que han sido a través de los siglos objeto de una profunda devoción, inscribamos en nuestro corazón que nuestra vida cristiana no puede ser sino la Encarnación continuada, la Encarnación proseguida, la Encarnación expresada en todas las circunstancias de nuestra vida, sin ninguna especie de comportamiento artificial, simplemente en la medida en que vivamos de Aquél que en su impotencia es la vida de nuestra vida, en la medida en que simplemente estemos atentos al secreto maravilloso que vive en nuestro corazón y que es el gran milagro, la gran fuente de toda alegría.

Y finalmente, ¿qué mejor que la luz misma de la Presencia infinita como estrella divina en el cielo de nuestro corazón?

Homilía de Mauricio Zúndel en Lausana, en la Epifanía de 1967


Soñemos, busquemos, adoremos
Papa Francisco

Los magos viajan hacia Belén. Su peregrinación nos habla también a nosotros: llamados a caminar hacia Jesús, porque Él es la estrella polar que ilumina los cielos de la vida y orienta los pasos hacia la alegría verdadera. Pero, ¿dónde se inició la peregrinación de los magos para encontrar a Jesús? ¿Qué movió a estos hombres de Oriente a ponerse en camino?

Tenían buenas excusas para no partir. Eran sabios y astrólogos, tenían fama y riqueza. Habiendo alcanzado esa seguridad cultural, social y económica, podían conformarse con lo que sabían y lo que tenían, podían estar tranquilos. En cambio, se dejan inquietar por una pregunta y por un signo: «¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Porque vimos su estrella…» (Mt 2,2). Su corazón no se deja entumecer en la madriguera de la apatía, sino que está sediento de luz; no se arrastra cansado en la pereza, sino que está inflamado por la nostalgia de nuevos horizontes. Sus ojos no se dirigen a la tierra, sino que son ventanas abiertas al cielo. Como afirmó Benedicto XVI, eran «hombres de corazón inquieto. […] Hombres que esperaban, que no se conformaban con sus rentas seguras y quizás una alta posición social […]. Eran buscadores de Dios» (Homilía, 6 enero 2013).

¿Dónde nace esta sana inquietud que los ha llevado a peregrinar? Nace del deseo. Este es su secreto interior: saber desear. Meditemos esto. Desear significa mantener vivo el fuego que arde dentro de nosotros y que nos impulsa a buscar más allá de lo inmediato, más allá de lo visible. Desear es acoger la vida como un misterio que nos supera, como una hendidura siempre abierta que invita a mirar más allá, porque la vida no está “toda aquí”, está también “más allá”. Es como una tela blanca que necesita recibir color. Precisamente un gran pintor, Van Gogh, escribía que la necesidad de Dios lo impulsaba a salir de noche para pintar las estrellas (cf. Carta a Theo, 9 mayo 1889). Sí, porque Dios nos ha hecho así: amasados de deseo; orientados, como los magos, hacia las estrellas. Podemos decir, sin exagerar, que nosotros somos lo que deseamos. Porque son los deseos los que ensanchan nuestra mirada e impulsan la vida a ir más allá: más allá de las barreras de la rutina, más allá de una vida embotada en el consumo, más allá de una fe repetitiva y cansada, más allá del miedo de arriesgarnos, de comprometernos por los demás y por el bien. «Ésta es nuestra vida —decía san Agustín—: ejercitarnos mediante el deseo» (Tratados sobre la primera carta de san Juan, IV, 6).

Hermanos y hermanas, el viaje de la vida y el camino de la fe —para los magos, como también para nosotros— necesitan del deseo, del impulso interior. A veces vivimos en una actitud de “estacionamiento”, vivimos estacionados, sin este impulso del deseo que es el que nos que hace avanzar. Nos hace bien preguntarnos: ¿en qué punto del camino de la fe estamos? ¿No estamos, desde hace demasiado tiempo, bloqueados, aparcados en una religión convencional, exterior, formal, que ya no inflama el corazón y no cambia la vida? ¿Nuestras palabras y nuestros ritos provocan en el corazón de la gente el deseo de encaminarse hacia Dios o son “lengua muerta”, que habla sólo de sí misma y a sí misma? Es triste cuando una comunidad de creyentes no desea más y, cansada, se arrastra en el manejo de las cosas en vez de dejarse sorprender por Jesús, por la alegría desbordante e incómoda del Evangelio. Es triste cuando un sacerdote ha cerrado la puerta al deseo; es triste caer en el funcionalismo clerical, es muy triste.

La crisis de la fe, en nuestra vida y en nuestras sociedades, también tiene relación con la desaparición del deseo de Dios. Tiene relación con la somnolencia del alma, con la costumbre de contentarnos con vivir al día, sin interrogarnos sobre lo que Dios quiere de nosotros. Nos hemos replegado demasiado en nuestros mapas de la tierra y nos hemos olvidado de levantar la mirada hacia el Cielo; estamos saciados de tantas cosas, pero carecemos de la nostalgia por lo que nos hace falta. Nostalgia de Dios. Nos hemos obsesionado con las necesidades, con lo que comeremos o con qué nos vestiremos (cf. Mt 6,25), dejando que se volatilice el deseo de aquello que va más allá. Y nos encontramos en la avidez de comunidades que tienen todo y a menudo ya no sienten nada en el corazón. Personas cerradas, comunidades cerradas, obispos cerrados, sacerdotes cerrados, consagrados cerrados. Porque la falta de deseo lleva a la tristeza, a la indiferencia. Comunidades tristes, sacerdotes tristes, obispos tristes.

Pero mirémonos sobre todo a nosotros mismos y preguntémonos: ¿cómo va el camino de mi fe? Es una pregunta que nos podemos hacer hoy cada uno de nosotros. ¿Cómo va el camino de mi fe? ¿Está inmóvil o en marcha? La fe, para comenzar y recomenzar, necesita ser activada por el deseo, arriesgarse en la aventura de una relación viva e intensa con Dios. Pero, ¿mi corazón está animado todavía por el deseo de Dios? ¿O dejo que la rutina y las desilusiones lo apaguen? Hoy, hermanos y hermanas, es el día para hacernos estas preguntas. Hoy es el día para volver a alimentar el deseo. Y ¿Cómo hacerlo? Vayamos a la “escuela del deseo”, vayamos a los magos. Ellos nos lo enseñarán, en su escuela del deseo. Miremos los pasos que realizan y saquemos algunas enseñanzas.

En primer lugar, ellos parten cuando aparece la estrella: nos enseñan que es necesario volver a comenzar cada día, tanto en la vida como en la fe, porque la fe no es una armadura que nos enyesa, sino un viaje fascinante, un movimiento continuo e inquieto, siempre en busca de Dios, siempre con el discernimiento, en aquel camino.

Después, en Jerusalén, los magos preguntan, preguntan dónde está el Niño. Nos enseñan que necesitamos interrogantes, necesitamos escuchar con atención las preguntas del corazón, de la conciencia; porque es así como Dios habla a menudo, se dirige a nosotros más con preguntas que con respuestas. Y esto tenemos que aprenderlo bien: Dios se dirige a nosotros más con preguntas que con respuestas. Pero dejémonos inquietar también por los interrogantes de los niños, por las dudas, las esperanzas y los deseos de las personas de nuestro tiempo. El camino es dejarse interrogar.

Los magos también desafían a Herodes. Nos enseñan que necesitamos una fe valiente, que no tenga miedo de desafiar a las lógicas oscuras del poder, y se convierta en semilla de justicia y de fraternidad en sociedades donde, todavía hoy, tantos Herodes siembran muerte y masacran a pobres y a inocentes, ante la indiferencia de muchos.

Finalmente, los magos regresan «por otro camino» (Mt 2,12), nos estimulan a recorrer nuevos caminos. Es la creatividad del Espíritu, que siempre realiza cosas nuevas. Es también, en este momento, una de las tareas del Sínodo que estamos llevando a cabo: caminar juntos a la escucha, para que el Espíritu nos sugiera senderos nuevos, caminos para llevar el Evangelio al corazón del que es indiferente, del que está lejos, de quien ha perdido la esperanza pero busca lo que los magos encontraron, «una inmensa alegría» (Mt 2,10) Salir e ir más allá, seguir adelante.

Al final del viaje de los magos hay un momento crucial: cuando llegan a su destino “caen de rodillas y adoran al Niño” (cf. v. 11). Adoran. Recordemos esto: el camino de la fe sólo encuentra impulso y cumplimiento ante la presencia de Dios. El deseo se renueva sólo si recuperamos el gusto de la adoración. El deseo lleva a la adoración y la adoración renueva el deseo. Porque el deseo de Dios sólo crece estando frente a Él. Porque sólo Jesús sana los deseos. ¿De qué? Los sana de la dictadura de las necesidades. El corazón, en efecto, se enferma cuando los deseos sólo coinciden con las necesidades. Dios, en cambio, eleva los deseos y los purifica, los sana, curándolos del egoísmo y abriéndonos al amor por Él y por los hermanos. Por eso no olvidemos la adoración, la oración de adoración, que no es muy común entre nosotros. Adorar, en silencio. Por ello, no nos olvidemos de la adoración, por favor.

Y al ir así, día tras día, tendremos la certeza, como los magos, de que incluso en las noches más oscuras brilla una estrella. Es la estrella del Señor, que viene a hacerse cargo de nuestra frágil humanidad. Caminemos a su encuentro. No le demos a la apatía y a la resignación el poder de clavarnos en la tristeza de una vida mediocre. Abracemos la inquietud del Espíritu, tengamos corazones inquietos.El mundo espera de los creyentes un impulso renovado hacia el Cielo. Como los magos, alcemos la cabeza, escuchemos el deseo del corazón, sigamos la estrella que Dios hace resplandecer sobre nosotros. Y como buscadores inquietos, permanezcamos abiertos a las sorpresas de Dios. Hermanos y hermanas, soñemos, busquemos, adoremos.

Francisco, 6 Enero 2022


Epifanías misioneras: Cristo luz de los pueblos
P. Romeo Ballan

El cristiano inaugura el nuevo año con dos compromisos primordiales: la paz y la misión. Ambos proyectos tienen su centro en Jesucristo. El 1° de enero es Jesucristo nuestra paz; en la epifanía es Jesucristo luz de los pueblos. La Epifanía es una fiesta plural: toda manifestación del Señor es una epifanía. En la liturgia de la fiesta, la Iglesia proclama que este día santo se embellece con tres milagros: los Magos que llegan de Oriente a Jerusalén, guiados por una estrella; Jesús bautizado en el río Jordán; y en Caná el agua se convierte en vino. A estas tres epifanías clásicas, los evangelistas añaden otras: el mismo nacimiento de Jesús; Juan el Bautista que señala al Cordero de Dios ya presente (Jn 1,36); Jesús que se revela a Nicodemo (Jn 3) y a la samaritana (Jn 4), etc. Cada hecho tiene lugar en sitios, tiempos, maneras, personajes diferentes, pero el contenido es idéntico: es Cristo que se manifiesta, es Cristo que estamos llamados a descubrir y anunciar a otros, como hicieron los Magos, el Bautista, la samaritana.

Las Epifanías tienen lugar, normalmente, en un contexto de luz. La Navidad está envuelta en la luz que alumbra a los pastores; los Magos siguen una luz en el cielo, que los lleva hasta encontrar a Jesús… A menudo la luz es evidente por su presencia o, por contraste, por su ausencia. La luz vino al mundo, pero los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas (cfr. Jn 3,19). Dios mismo es luz sin tinieblas, es amor (1Jn 1 y 4). Es amor que calienta y hace vivir; es luz que ilumina el paso de la humanidad.

Esta fiesta habla de luz, de estrellas, de un viaje, de un proyecto, de un deseo, de una búsqueda: la humanidad va buscando a Dios y Dios busca la humanidad. La fiesta nos habla de un deseo, vocablo prefulgente que en su origen latino (desiderium) contiene la palabra sideros-estrella. Por tanto, se puede decir que la Epifanía es “la fiesta más nuestra”, como escribe el poeta-teólogo padre David Turoldo: «Magos, vosotros sois los santos más nuestros, los peregrinos del cielo, los elegidos, el alma eterna del hombre que busca, a quien solo Dios es luz y misterio». La narración evangélica y la luz de la fe nos aseguran que aquel Niño es el origen y el cumplimiento del deseo de los Magos. ¡Y de todo corazón humano!

Los Magos inauguraron el camino de los pueblos, cercanos y lejanos, hacia Cristo.Por eso, la Epifanía es la fiesta misionera de los pueblos, llamados a caminar en la luz y en el amor que vienen de Dios. Nuestro calendario misionero, que cada semana nos invita a caminar “siguiendo los pasos de los Misioneros”, nos presenta grandes evangelizadores y evangelizadoras, diferentes por su origen, época, grupo religioso, campo y método de apostolado; y a la vez eventos significativos relacionados con la misión: días por la paz y tantas otras motivaciones, migrantes, vocaciones, unidad de los cristianos… ¡Un auténtico mosaico de universalidad sobre los pasos de la Iglesia misionera! Con los Magos de Oriente en primera fila.

Epifanía es la fiesta misionera de los niños, fiesta de los pueblos migrantes, cita vocacional para jóvenes deseosos de entregar su vida al servicio del Evangelio. Aquí y en tierras lejanas.

La Epifanía no se realiza solamente entre los que están lejos o por medio de gestos grandiosos. La manifestación de Dios se realiza también en realidades pequeñas y cotidianas: un gesto de bondad, la sonrisa de un niño, la lágrima de un anciano, la angustia de una madre, el sudor del obrero, el miedo del migrante, la broma amable de un amigo, el regalo de un juguete, la mano tendida para ofrecer o recibir el perdón…

Nuestro desafío es ser Epifanías transparentes de Dios: ser misioneros, testigos con la vida y la palabra, misericordiosos y disponibles para acoger y servir a los demás. Jesús nos confía la misión de ser luz del mundo: “Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña. Y no se enciende una lámpara para meterla debajo de la cama, sino sobre el candelero para que ilumine a todos los que están en la casa. Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo” (Mt 5,14-16); cfr. Mc 4,21). Se trata de una tarea entusiasmante, confiada a cada bautizado; un enorme desafío misionero, ya que mucha gente prefiere las tinieblas a la luz; muchos rechazan o apagan la luz, o la apartan, o incluso matan al que la lleva… Pero la luz del testigo del Evangelio brilla aun después de su muerte. Y nosotros, ¿qué hemos hecho de la luz de la fe?

El Papa Francisco nos convoca: “Todos somos invitados a aceptar este llamado: salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio  (Evangelii Gaudium, n. 20) ; “estar siempre allí donde hace más falta la luz y la vida del Resucitado (ibid, n. 30). Y continúa: “Si algo debe inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de vida (ibid, n. 49). Son palabras que encienden y alimentan la pasión misionera por difundir el Evangelio hasta los confines de la tierra.

María Santísima Madre de Dios

Los Pilares del Año Nuevo

Lucas 2,16-21: “Y le pusieron por nombre Jesús”

El primer día del año civil, la Iglesia celebra la solemnidad de María Santísima Madre de Dios. Es también el último día de la Octava de Navidad, que recuerda el rito de la circuncisión de Jesús. Además, desde 1968, por voluntad del Papa Pablo VI, este día está dedicado a la oración por la paz.
La liturgia nos ofrece “la primera Palabra del año”, portadora de gracia y bendición. Meditémosla reflexionando sobre tres realidades: María, el nombre de Jesús y la Bendición de la Paz. Estos son los pilares sobre los cuales construir el edificio de nuestra vida en el nuevo año. Se nos entregan 365 ladrillos para hacerlo, y la Palabra nos proporciona el plano, el diseño.

¡MARÍA y el escándalo del pesebre!

“Todos los que oían se maravillaban de lo que les decían los pastores. María, por su parte, guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón.”

Entramos en el nuevo año bajo el amparo de María, la Madre de Dios. Durante este tiempo navideño, nuestra atención se centra naturalmente en el Niño. Sin embargo, hoy la Iglesia nos invita a elevar la mirada hacia la Madre. De ella aprendemos cómo contemplar, acoger y profundizar en el Misterio del nacimiento de Jesús.
Los pastores encuentran al Niño “acostado en el pesebre”, un hecho que los llena de alegría porque confirma la palabra del ángel y porque el Salvador nace en su entorno: es uno de ellos. Para todos, el testimonio de los pastores es motivo de asombro.
Pero, ¿para María? “Para María, la Santa Madre de Dios, no fue así. Ella tuvo que soportar ‘el escándalo del pesebre’” (Papa Francisco, 1 de enero de 2022).

Encontremos tiempo en estos días para detenernos frente a un icono de María o, mejor aún, para visitarla en una de sus numerosas “moradas”, los santuarios dedicados a ella, para pedirle su capacidad de meditar sobre los acontecimientos. No todos los 365 ladrillos del nuevo año serán bonitos, lisos, bien cortados y fáciles de encajar en el edificio de nuestra vida. ¡Ojalá fuera así! Algunos estarán deformados y serán difíciles de integrar. Sin duda, no faltarán los días problemáticos y difíciles. Estos son los “ladrillos” del desaliento, la tristeza o incluso del escándalo ante ciertos acontecimientos de la vida. Estaremos tentados a descartarlos como inútiles.
La mirada de María, que “guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón”, puede ayudarnos. Solo su “paciencia meditativa” nos permitirá integrar ciertos ladrillos en el rompecabezas de nuestra vida. Aquello que no entendemos y que estamos tentados a descartar debe ser conservado con mayor atención.

Entremos en el nuevo año con la mirada de María: a través de la Puerta de su corazón o la Ventana de sus ojos, aprendamos a guardar y meditar los acontecimientos, para encontrar sentido incluso en aquello que inicialmente nos resulta incomprensible.

¡JESÚS, el Nombre y los nombres!

“Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidarlo, le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de ser concebido en el vientre.”

Hoy, al octavo día de su nacimiento, el Niño es circuncidado y recibe un nombre: Jesús, que significa “El Señor salva”. Este nombre, designado por el Cielo a través del ángel, es la forma española del latín Jesus, que a su vez proviene del griego Iesoûs. El original arameo era Yeshua, una forma abreviada del hebreo Yehoshua. También Josué, el sucesor de Moisés, llevaba este nombre. Era un nombre muy común en la época.
En los Evangelios, el nombre de Jesús aparece 566 veces. Ya no es simplemente un nombre, sino que revela su identidad como Salvador. Pronunciarlo equivale a una profesión de fe para quienes lo invocan. Como afirma san Pedro: “No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres en el que podamos ser salvados” (Hechos de los Apóstoles 4,12).

Ahora Dios tiene un nombre: Jesús, “El Señor salva”. Podemos nombrarlo y establecer una relación personal con Él. ¡Qué hermoso sería si, durante este nuevo año, el nombre de Jesús fuera el más frecuente en nuestros labios y el más vivo en nuestro corazón! Esto nos invita a practicar un ejercicio espiritual: la llamada “Oración del Corazón”. Consiste en repetir continuamente el nombre de Jesús, al ritmo de nuestra respiración, como se repite el nombre de una persona amada. Una forma muy sencilla de oración, capaz de crear una comunión profunda con Él y con todos los que invocan su nombre.

BENDICIÓN: ¡bendecidos, bendigamos!

“Que el Señor te bendiga y te guarde. Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti y te conceda su gracia. Que el Señor vuelva su rostro hacia ti y te dé la paz.” (Números 6, 22-27, primera lectura)

Es particularmente consolador y estimulante tomar conciencia de que este nuevo año comienza bajo el signo de la bendición. La paz es tanto la fuente como el fruto de la bendición. Entramos en 2025 bendecidos, pero es fundamental permanecer en la Bendición. Para ello, es necesario: bendecir a Aquel que es el Bendito, fuente de toda bendición; bendecir la vida; bendecir nuestra historia. Sobre todo, debemos bendecir a las personas que encontramos a lo largo del día.
“¡Bendecid y no maldigáis!” (Romanos 12,14). Debemos reconocer que, a menudo, nos resulta más espontáneo maldecir: maldecir la vida, los políticos, los sacerdotes (¡ay, a veces con razón!), el jefe, los colegas, el autobús que llega tarde, el tráfico, o el vecino ruidoso… Y así corremos el riesgo de vivir una vida “maldita”.

Aquí está un tercer ejercicio para el nuevo año: salir de casa cada día con la conciencia de estar bendecidos y esparcir bendiciones por todas partes, ¡a derecha y a izquierda! La paz nos seguirá.

¡Feliz Año Nuevo! ¡Shalom!
P. Manuel João Pereira Correia, mccj


La Madre

José A. Pagola

María conservaba todas estas cosas.

A muchos puede extrañar que la Iglesia haga coincidir el primer día del nuevo año civil con la fiesta de Santa María Madre de Dios. Y sin embargo, es significativo que, desde el siglo IV, la Iglesia, después de celebrar solemnemente el nacimiento del Salvador, desee comenzar el año nuevo bajo la protección maternal de María, Madre del Salvador y Madre nuestra.

Los cristianos de hoy nos tenemos que preguntar qué hemos hecho de María estos últimos años, pues probablemente hemos empobrecido nuestra fe eliminándola demasiado de nuestra vida.

Movidos, sin duda, por una voluntad sincera de purificar nuestra vivencia religiosa y encontrar una fe más sólida, hemos abandonado excesos piadosos, devociones exageradas, costumbres superficiales y extraviadas.

Hemos tratado de superar una falsa mariolatría en la que, tal vez, sustituíamos a Cristo por María y veíamos en ella la salvación, el perdón y la redención que, en realidad, hemos de acoger desde su Hijo.

Si todo ha sido corregir desviaciones y colocar a María en el lugar auténtico que le corresponde como Madre de Jesucristo y Madre de la Iglesia, nos tendríamos que alegrar y reafirmar en nuestra postura.

Pero, ¿ha sido exactamente así? ¿No la hemos olvidado excesivamente? ¿No la hemos arrinconado en algún lugar oscuro del alma junto a las cosas que nos parecen de poca utilidad?

Un abandono de María, sin ahondar más en su misión y en el lugar que ha de ocupar en nuestra vida, no enriquecerá jamás nuestra vivencia cristiana sino que la empobrecerá. Probablemente hemos cometido excesos de mariolatría en el pasado, pero ahora corremos el riesgo de empobrecemos con su ausencia casi total en nuestras vidas.

María es la Madre de Cristo. Pero aquel Cristo que nació de su seno estaba destinado a crecer e incorporar a sí numerosos hermanos, hombres y mujeres que vivirían un día de su Palabra y de su gracia. Hoy María no es sólo Madre de Jesús. Es la Madre del Cristo total. Es la Madre de todos los creyentes.

Es bueno que, al comenzar un año nuevo, lo hagamos elevando nuestros ojos hacia María. Ella nos acompañará a lo largo de los días con cuidado y ternura de madre. Ella cuidará nuestra fe y nuestra esperanza. No la olvidemos a lo largo del año.

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Homilía del Papa Francisco

Las lecturas de la liturgia de hoy resaltan tres verbos, que se cumplen en la Madre de Dios: bendecir, nacer y encontrar.

Bendecir. En el Libro de los Números el Señor pide que los ministros sagrados bendigan a su pueblo: «Bendeciréis a los hijos de Israel: “El Señor te bendiga”» (6,23-24). No es una exhortación piadosa, sino una petición concreta. Y es importante que también hoy los sacerdotes bendigan al Pueblo de Dios, sin cansarse; y que además todos los fieles sean portadores de bendición, que bendigan. El Señor sabe que necesitamos ser bendecidos: lo primero que hizo después de la creación fue decir bien de cada cosa y decir muy bien de nosotros. Pero ahora, con el Hijo de Dios, no recibimos sólo palabras de bendición, sino la misma bendición: Jesús es la bendición del Padre. En Él el Padre, dice san Pablo, nos bendice «con toda clase de bendiciones» (Ef 1,3). Cada vez que abrimos el corazón a Jesús, la bendición de Dios entra en nuestra vida.

Hoy celebramos al Hijo de Dios, el Bendito por naturaleza, que viene a nosotros a través de la Madre, la bendita por gracia. María nos trae de ese modo la bendición de Dios. Donde está ella llega Jesús. Por eso necesitamos acogerla, como santa Isabel, que la hizo entrar en su casa, inmediatamente reconoció la bendición y dijo: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!» (Lc 1,42). Son las palabras que repetimos en el Avemaría. Acogiendo a María somos bendecidos, pero también aprendemos a bendecir. La Virgen, de hecho, enseña que la bendición se recibe para darla. Ella, la bendita, fue bendición para todos los que la encontraron: para Isabel, para los esposos de Caná, para los Apóstoles en el Cenáculo… También nosotros estamos llamados a bendecir, a decir bien en nombre de Dios. El mundo está gravemente contaminado por el decir mal y por el pensar mal de los demás, de la sociedad, de sí mismos. Pero la maldición corrompe, hace que todo degenere, mientras que la bendición regenera, da fuerza para comenzar de nuevo cada día. Pidamos a la Madre de Dios la gracia de ser para los demás portadores gozosos de la bendición de Dios, como ella lo es para nosotros.

El segundo verboes nacer. San Pablo remarca que el Hijo de Dios ha «nacido de una mujer» (Gal 4,4). En pocas palabras nos dice una cosa maravillosa: que el Señor nació como nosotros. No apareció ya adulto, sino niño; no vino al mundo él solo, sino de una mujer, después de nueve meses en el seno de la Madre, a quien dejó que formara su propia humanidad. El corazón del Señor comenzó a latir en María, el Dios de la vida tomó el oxígeno de ella. Desde entonces María nos une a Dios, porque en ella Dios se unió a nuestra carne para siempre. María —le gustaba decir a san Francisco— «ha convertido en hermano nuestro al Señor de la majestad» (San Buenaventura, Legenda major, 9,3). Ella no es sólo el puente entre Dios y nosotros, es más todavía: es el camino que Dios ha recorrido para llegar a nosotros y es la senda que debemos recorrer nosotros para llegar a Él. A través de María encontramos a Dios como Él quiere: en la ternura, en la intimidad, en la carne. Sí, porque Jesús no es una idea abstracta, es concreto, encarnado, nació de mujer y creció pacientemente. Las mujeres conocen esta concreción paciente, nosotros los hombres somos frecuentemente más abstractos y queremos las cosas inmediatamente; las mujeres son concretas y saben tejer con paciencia los hilos de la vida. Cuántas mujeres, cuántas madres de este modo hacen nacer y renacer la vida, dando un porvenir al mundo.

No estamos en el mundo para morir, sino para generar vida. La Santa Madre de Dios nos enseña que el primer paso para dar vida a lo que nos rodea es amarlo en nuestro interior. Ella, dice hoy el Evangelio, “conservaba todo en su corazón” (cf. Lc 2,19). Y es del corazón que nace el bien: qué importante es tener limpio el corazón, custodiar la vida interior, la oración. Qué importante es educar el corazón al cuidado, a valorar a las personas y las cosas. Todo comienza ahí, del hacerse cargo de los demás, del mundo, de la creación. No sirve conocer muchas personas y muchas cosas si no nos ocupamos de ellas. Este año, mientras esperamos una recuperación y nuevos tratamientos, no dejemos de lado el cuidado. Porque, además de la vacuna para el cuerpo se necesita la vacuna para el corazón: y esta vacuna es el cuidado. Será un buen año si cuidamos a los otros, como hace la Virgen con nosotros.

El tercer verbo es encontrar. El Evangelio nos dice que los pastores «encontraron a María y a José, y al Niño» (v. 16). No encontraron signos prodigiosos y espectaculares, sino una familia sencilla. Allí, sin embargo, encontraron verdaderamente a Dios, que es grandeza en lo pequeño, fortaleza en la ternura. Pero, ¿cómo hicieron los pastores para encontrar este signo tan poco llamativo? Fueron llamados por un ángel. Tampoco nosotros habríamos encontrado a Dios si no hubiésemos sido llamados por gracia. No podíamos imaginar un Dios semejante, que nace de una mujer y revoluciona la historia con la ternura, pero por gracia lo hemos encontrado. Y hemos descubierto que su perdón nos hace renacer, que su consuelo enciende la esperanza, y su presencia da una alegría incontenible. Lo hemos encontrado, pero no debemos perderlo de vista. El Señor, de hecho, no se encuentra una vez para siempre: sino que hemos de encontrarlo cada día. Por eso el Evangelio describe a los pastores siempre en búsqueda, en movimiento: “fueron corriendo, encontraron, contaron, se volvieron dando gloria y alabanza a Dios” (cf. vv. 16-17.20). No eran pasivos, porque para acoger la gracia es necesario mantenerse activos.

Y nosotros, ¿qué debemos encontrar al inicio de este año? Sería hermoso encontrar tiempo para alguien. El tiempo es una riqueza que todos tenemos, pero de la que somos celosos, porque queremos usarla sólo para nosotros. Hemos de pedir la gracia de encontrar tiempo: tiempo para Dios y para el prójimo: para el que está solo, para el que sufre, para el que necesita ser escuchado y cuidado. Si encontramos tiempo para regalar, nos sorprenderemos y seremos felices, como los pastores. Que la Virgen, que ha llevado a Dios en el tiempo, nos ayude a dar nuestro tiempo. Santa Madre de Dios, a ti te consagramos el nuevo año. Tú, que sabes custodiar en el corazón, cuídanos. Bendice nuestro tiempo y enséñanos a encontrar tiempo para Dios y para los demás. Nosotros con alegría y confianza te aclamamos: ¡Santa Madre de Dios! Y que así sea.

Francisco, 1 Enero 2021

Fiesta de la Sagrada Familia

Fiesta de la Sagrada Familia. Año C
Lucas 2, 41-52

comboni2000.org

Para la fiesta de Pascua iban los padres de Jesús todos los años a Jerusalén. Cuando cumplió doce años, subieron a la fiesta según costumbre. Al terminar ésta, mientras ellos se volvían, el niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que sus padres lo supieran. Pensando que iba en la caravana, hicieron un día de camino y se pusieron a buscarlo entre los parientes y los conocidos. Al no encontrarlo, regresaron a buscarlo a Jerusalén. Luego de tres días lo encontraron en el templo, sentado en medio de los doctores de la ley, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Y todos los que lo oían estaban maravillados ante su inteligencia y sus respuestas. Al verlo, se quedaron desconcertados, y su madre le dijo: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados”. Él replicó: “¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debo estar en los asuntos de mi Padre?”. Ellos no entendieron lo que les dijo. Regresó con ellos, fue a Nazaret y siguió bajo su autoridad. Su madre guardaba todas estas cosas en su corazón. Jesús crecía en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres.

Una Familia diferente
José A. Pagola

Entre los católicos se defiende casi instintivamente el valor de la familia, pero no siempre nos detenemos a reflexionar el contenido concreto de un proyecto familiar, entendido y vivido desde el Evangelio. ¿Cómo sería una familia inspirada en Jesús?

La familia, según él, tiene su origen en el misterio del Creador, que atrae a la mujer y al varón a ser “una sola carne”, compartiendo su vida en una entrega mutua, animada por un amor libre y gratuito. Esto es lo primero y decisivo. Esta experiencia amorosa de los padres puede engendrar una familia sana.

Siguiendo la llamada profunda de su amor, los padres se convierten en fuente de vida nueva. Es su tarea más apasionante. La que puede dar una hondura y un horizonte nuevo a su amor. La que puede consolidar para siempre su obra creadora en el mundo.

Los hijos son un regalo y una responsabilidad. Un reto difícil y una satisfacción incomparable. La actuación de Jesús, defendiendo siempre a los pequeños y abrazando y bendiciendo a los niños, sugiere la actitud básica: cuidar la vida frágil de quienes comienzan la andadura por este mundo. Nadie les podrá ofrecer nada mejor.

Una familia cristiana trata de vivir una experiencia original en medio de la sociedad actual, indiferente y agnóstica: construir su hogar desde Jesús. “Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. Es Jesús quien alienta, sostiene y orienta la vida sana de la familia cristiana.

El hogar se convierte entonces en un espacio privilegiado para vivir las experiencias más básicas de la fe cristiana: la confianza en un Dios bueno, amigo del ser humano; la atracción por el estilo de vida de Jesús; el descubrimiento del proyecto de Dios, de construir un mundo más digno, justo y amable para todos. La lectura del Evangelio en familia es una experiencia decisiva.

En un hogar donde se vive a Jesús con fe sencilla, pero con pasión grande, crece una familia acogedora, sensible al sufrimiento de los más necesitados, donde se aprende a compartir y a comprometerse por un mundo más humano. Una familia que no se encierra solo en sus intereses sino que vive abierta a la familia humana.

Muchos padres viven hoy desbordados por diferentes problemas, y demasiado solos para enfrentarse a su tarea. ¿No podrían recibir una ayuda más concreta y eficaz desde las comunidades cristianas? A muchos padres creyentes les haría mucho bien encontrarse, compartir sus inquietudes y apoyarse mutuamente. No es evangélico exigirles tareas heroicas y desentendernos luego de sus luchas y desvelos.

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Asombro y angustia
Papa Francisco

Hoy celebramos la fiesta de la Sagrada Familia y la liturgia nos invita a reflexionar sobre la experiencia de María, José y Jesús, unidos por un inmenso amor y animados por una gran confianza en Dios. El pasaje del Evangelio de hoy (cf. Lucas 2, 41-52) narra el viaje de la familia de Nazaret a Jerusalén, para la fiesta de Pascua. Pero, en el viaje de regreso, los padres se dan cuenta de que el hijo de doce años no está en la caravana. Después de tres días de búsqueda y temor, lo encuentran en el templo, sentado entre los doctores, concentrado discutiendo con ellos. Al ver al Hijo, María y José «quedaron sorprendidos» (v. 48) y la Madre expresó su temor diciendo: «Tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando».

El asombro, ellos «quedaron sorprendidos», y la angustia, «tu padre y yo, angustiados», son los dos elementos sobre los que me gustaría llamar tu atención: asombro y angustia.

En la familia de Nazaret, el asombro nunca cesó, ni siquiera en un momento dramático como la pérdida de Jesús: es la capacidad de sorprenderse por la manifestación gradual del Hijo de Dios. Es el mismo asombro que también afecta a los doctores del templo, admirados «por su inteligencia y sus respuestas» (v.47). Pero, ¿qué es el asombro, qué es sorprenderse? Sorprenderse y maravillarse es lo contrario a dar todo por sentado, es lo contrario a interpretar la realidad que nos rodea y los acontecimientos de la historia solo de acuerdo con nuestros criterios. Y una persona que hace esto no sabe lo que es la maravilla, lo que es el asombro. Sorprenderse es abrirse a los demás, comprender las razones de los demás: esta actitud es importante para sanar las relaciones comprometidas entre las personas y también es indispensable para sanar heridas abiertas dentro de la familia. Cuando hay problemas en las familias, asumimos que tenemos razón y cerramos la puerta a los demás. En su lugar, uno debe pensar: «¿Qué tiene de bueno esta persona?» Y maravillarse con eso «bueno». Y esto ayuda a la unidad de la familia. Si tenéis problemas en la familia, pensad en las cosas buenas que tiene el familiar con el que tenéis problemas, y maravillaos con eso. Y esto ayudará a sanar las heridas familiares.

El segundo elemento que me gustaría comprender del Evangelio es la angustia que experimentaron María y José cuando no encontraban a Jesús. Esta angustia manifiesta la centralidad de Jesús en la Sagrada Familia. La Virgen y su esposo habían acogido a ese Hijo, lo custodiaron y lo vieron crecer en edad, sabiduría y gracia en medio de ellos, pero sobre todo creció en sus corazones; Y, poco a poco, su afecto y comprensión por él aumentaron. He aquí por lo que la familia de Nazaret es santa: porque estaba centrada en Jesús, todas las atenciones y cuidados de María y José estaban dirigidas a él.

La angustia que sintieron en los tres días de la pérdida de Jesús también debe ser nuestra angustia cuando estamos lejos de Él, cuando estamos lejos de Jesús. Debemos sentir angustia cuando nos olvidamos de Jesús durante más de tres días, sin rezar, sin leer el Evangelio, sin sentir la necesidad de su presencia y su amistad consoladora. Y muchas veces pasan los días sin que yo recuerde a Jesús. Pero esto es malo, esto es muy malo. Debemos sentir angustia cuando suceden estas cosas. María y José lo buscaron y lo encontraron en el templo mientras enseñaba: nosotros también, es sobre todo en la casa de Dios donde podemos encontrarnos con el divino Maestro y acoger su mensaje de salvación. En la celebración eucarística hacemos una experiencia viva de Cristo; Él nos habla, nos ofrece su Palabra, nos ilumina, ilumina nuestro viaje, nos da su Cuerpo en la Eucaristía, del cual obtenemos fuerzas para enfrentar las dificultades de cada día.

Y hoy volvemos a casa con estas dos palabras: asombro y angustia. ¿Sé experimentar el asombro cuando veo las cosas buenas de los demás, y así resuelvo los problemas familiares? ¿Me siento angustiado cuando me he apartado de Jesús?

Recemos por todas las familias del mundo, especialmente aquellas en las que, por diversas razones, hay una falta de paz y armonía. Y las confiamos a la protección de la Sagrada Familia de Nazaret.

Angelus 30/12/2018


Ni desvalorizada ni idolatrada
Fernando Armellini

“Los niños son un regalo de Dios para el mundo y son de todos”. Es ésta una frase que a veces provoca los celos de las madres, celos que son síntoma de un amor posesivo por su hijo, lo más probable hijo único, sobreprotegido, súper mimado, súper defendido.

La familia es el lugar privilegiado para la formación y la educación, pero no el único. Hay una comunidad en la que se debe integrar al niño para que en ella crezca, madure, se encuentre con los hermanos y hermanas, y aprenda a acoger la disponibilidad gratuita, la colaboración, la tolerancia, el perdón.

Restringir los horizontes, replegarse complacidos sobre el pequeño mundo de afectos e intereses, encerrarse en estrechas fronteras que ignoran la fraternidad universal, es una idolatría peligrosa para la institución familiar.

La familia querida por Dios es abierta, es una etapa hacia la meta final, es un trampolín desde el que proyectarse hacia la familia del Padre celestial.

El momento de la separación puede ser doloroso –es la experiencia que han hecho María y José cuando Jesús los abandonó– y puede interpretarse como un rechazo y exclusión. En realidad se trata de un salto hacia la vida.

Evangelio: Lucas 2,41-52

Modelo mejor que la familia de Nazaret es imposible proponer a nuestras familias; sin embargo, el hecho que nos narra el evangelio de hoy es un tanto desconcertante. María y José se olvidan del niño en Jerusalén y caminan tranquilamente durante un día entero sin preocuparse por su ausencia. Por otra parte, Jesús se aleja de sus padres sin permiso y, cuando la madre le pide una explicación de su comportamiento, parece que no le da una buena respuesta. María y José no entendieron sus palabras; solo al final se dice que Jesús volvió a Nazaret y, a partir de entonces, “siguió bajo su autoridad” (v. 51); buena decisión, pero ¿cómo se explica su ‘desobediencia’anterior?

Es cierto que, leído como un hecho de crónica, el relato presenta no pocas dificultades. ¿Cómo interpretarlo? Todos sabemos que un encuentro casual con una persona se cuenta de manera muy diferente si se trata de alguien a quien uno no vuelve a ver más o si la persona en cuestión se ha convertido en nuestro mejor amigo. Lucas no escribe su evangelio el día siguiente de que ocurrieran los hechos sino cincuenta años después de la Pascua, y en todas las páginas de su obra revela su fe en Cristo Resucitado.

La muerte y Resurrección de Jesús les ha hecho entender a él y a los cristianos de su comunidad lo que ni siquiera pudieron imaginar María y José setenta años antes. Ya en el niño de doce años, Lucas y los cristianos reconocen al Cristo, el Hijo de Dios, el Salvador, el que es obediente al Padre hasta el don de la vida.

Después de esta introducción vayamos al pasaje de hoy. La Ley de Israel prescribía (solo para hombres adultos) la peregrinación a Jerusalén tres veces al año durante los principales días festivos (cf. Éx 23,17; Deut 16,16). Para aquellos que vivían muy lejos, sin embargo, era prácticamente imposible observar este precepto. Muchos judíos se consideraban muy afortunados si podían hacer el viaje santo una sola vez en la vida. María y José viven en Nazaret, cerca de Jerusalén, a solo tres días de camino, y subían cada año a la ciudad santa para celebrar la Pascua.

Es con ocasión de una de estas peregrinaciones que sucede el hecho narrado en el evangelio de hoy. Jesús tiene doce años. Por lo tanto, tiene ya casi la edad requerida para la peregrinación (a los trece años en Israel los niños se convierten en adultos y deben cumplir con todos los preceptos de la Ley). El templo era un edificio inmenso y hermoso, rodeado de grandes pórticos en los que los rabinos y escribas explicaban las Sagradas Escrituras, recitaban salmos y daban consejos piadosos a los peregrinos. Jesús está ansioso por descubrir la voluntad del Padre y sabe dónde encontrarlo: en los libros sagrados de su pueblo, en la Biblia. Esa es la razón por la que se detiene en Jerusalén: quiere entender la Palabra de Dios.

Caminando por el templo durante la fiesta, tal vez queda impresionado por las explicaciones de algún maestro mejor preparado y más piadoso que otros y quiere oírlo, hacerle algunas preguntas, aclarar sus dudas. Los peregrinos que lo oyen conversar con los rabinos se quedan asombrados y admirados por su precoz y extraordinaria inteligencia. No es fácil encontrar un chico de su edad que muestre tanto amor por la Biblia y que sea capaz de plantear preguntas tan profundas.

El propósito del relato de Lucas no es hacer hincapié en la inteligencia de Jesús, sino preparar al lector para poder entender la respuesta que Jesús da a su madre, preocupada y sorprendida por su comportamiento. Estas son las primeras palabras que Jesús pronuncia en el evangelio de Lucas. De ahí que para el evangelista sean de especial importancia, casi programáticas de lo que será después su vida. La respuesta está formulada en dos preguntas: “¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debo estar en los asuntos de mi Padre?” (v. 49).

Los niños están acostumbrados a hacer un número infinito de preguntas a sus padres, como Jesús ciertamente lo habrá hecho con los suyos. Ésta sería, probablemente, la primera vez que ellos, María y José, se quedarían sin saber qué responder; de ahí su asombro. “Ellos no entendieron lo que les dijo” (v. 50). Se dan cuenta de que Jesús ha comenzado a distanciarse del limitado entorno familiar y se abre a un horizonte más amplio. Nació en su familia, pero no les pertenece. Es un ciudadano del mundo y, como todos los hijos, es un don de Dios para toda la humanidad.

En aparente contraste con lo que estamos diciendo, la última parte del evangelio de hoy (vv. 51-52) señala que Jesús regresa a Nazaret con sus padres y “siguió bajo su autoridad”. Al parecer, después de la aventura, Jesús vuelve a la vida normal. El significado de la afirmación, sin embargo, es diferente. En Israel hay un mandamiento que impone “honrar a los padres”. Esto implica eldeber de asistirlos en su vejez pero, sobre todo, de seguir fielmente su fe religiosa. Los padres tienen el encargo de informar a sus hijos de lo que el Señor ha hecho por su pueblo (cf. Deut 6,20-25). Obedecer a los padres quiere decir aceptar sus enseñanzas e imitar su lealtad a Dios. En este sentido, Jesús ha honrado a sus padres, ha asimilado su profunda fe en el Dios de Abrahán y el amor por la palabra de Dios a la que hará referencia constante a lo largo de su vida.

Podríamos terminar aquí, pero los eruditos bíblicos nos invitan a leer con más profundidad este pasaje. Están convencidos de que Lucas lo escribió para señalar de manera simbólica, ya al comienzo de su evangelio, los detalles que rodearon la muerte y Resurrección de Jesús. ¿Cuáles? Recordemos algunos.

En primer lugar, ambos acontecimientos (Jesús perdido en el templo y su muerte-Resurrección) tienen lugar en Jerusalén, en la fiesta de Pascua. Jesús sube a Jerusalén dos veces para cumplir la voluntad del Padre y en ambas ocasiones todos regresan a sus casas y lo dejan solo: María y José se van sin entender que Jesús debe ocuparse de las cosas de su Padre; los apóstoles lo abandonan y no entienden que el don de la vida es el que abre las puertas a la gloria de la Resurrección (cf. Lc 24,12).

Al igual que en el evangelio de hoy, en los relatos de Pascua Jesús debe cumplir la voluntad del Padre (cf. Lc 24,7.26.44). Las mujeres están desesperadas, no lo encuentran, y escuchan la misma pregunta: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?” (Lc 24,5). Jesús (resucitado) les sale al encuentro “al tercer día”; los discípulos (como María y José) no entienden ni el acontecimiento ni las palabras que les son dirigidas. El domingo de Pascua, Jesús se sienta como un Maestro y hace preguntas acerca de las Escrituras (cf. Lc 24:44), enseña la Palabra de Dios con el fin de “calentar los corazones” y cautivar a sus oyentes (cf. Lc 24:32), tal como lo hizo en el templo cuando era niño.

En el templo los rabinos hacen preguntas a Jesús. Ellos, que también conocen bien la Biblia, no alcanzan a comprender su sentido último. Solo hay una persona que puede iluminar la oscuridad de esos textos: Jesús. Es Él quien, después de la Resurrección, abre la mente de sus discípulos para que comprendan las Escrituras (cf. Lc 24,32). El Antiguo Testamento se hace comprensible solo a la luz de la muerte y Resurrección de Cristo.

Si estas referencias a los acontecimientos de Pascua son intencionales, como sostienen los eruditos bíblicos, entonces el propósito por el que Lucas ha incluido este episodio en su evangelio está claro: quiere que los cristianos de su comunidad no se desanimen si todavía no pueden entender ni acoger el plan del Padre. No es fácil aceptar la idea de que la vida pasa a través de la muerte. El evangelista los invita a no huir; quiere hacerlos regresar a Jerusalén donde, observando y escuchando al Maestro, irán poco a poco abriendo sus corazones a la voluntad del Padre.

Frente a acontecimientos a menudo inexplicables e incomprensibles, solo hay una actitud correcta: “guardar todas las cosas en nuestro corazón”, como lo ha hecho María, y meditarlas a la luz de la Palabra de Dios. Tampoco para ella fue fácil entender y aceptar la senda por la que Dios quiso que su hijo se encaminara.

Alberto Rossa (Pastoral Bible Foundation)


Entrar en el silencio de Dios,
lugar de la verdadera grandeza (Lc. 2, 42)
Maurice Zundel

María y José no comprendieron las palabras que él les dijo. Sus padres humanos no lo entienden. La Virgen lo sabía, pero la sorprendieron las palabras de Jesús, por lo mucho que ella se parecía a los demás. Esto nos permite encontrar una escala de valores auténticos y nos libera de lo maravilloso de los evangelios apócrifos. (Jesús hacía pajaritos de barro y los hacía vivir, etc.)

Lo que hacemos no es nada. Lo que somos es todo. El Evangelio tiene horror de lo maravilloso. Felices los que no vieron pero creyeron.

La grandeza cristiana es grandeza escondida. Tenemos que aprender eso cada día.

No buscar parecer sino ser. Existir como espectáculo de libertad y Amor; no hay trampa posible con la grandeza. No podemos camuflar el vacío que somos, ni impedir el brillo de la grandeza. Actuamos por lo que somos. Nos libera el que existe olvidándose a sí mismo para difundir la luz que lleva dentro.

Tenemos tentación de desanimarnos con los días vacíos, o de enorgullecernos de tal o cual cosa. Ambas cosas son falsas pues basta que vivamos en la luz para que nuestra acción sea universal. Inmensa escuela de esperanza y verdad. Toda una cadena de infidelidades condiciona nuestras vidas. Toda vida recibe su grandeza a través de la vida oculta de la Sagrada Familia, cuya única grandeza está en existir. También es ése su único apostolado. Nadie se convertirá jamás si nosotros no somos para él un espacio de luz y de Amor. Ante la autenticidad, nadie puede permanecer totalmente insensible.

Nietzsche pensaba que Zaratustra no moriría jamás; pero su vida no era transparente a la Presencia divina sin revestirla de palabras que dan náuseas.

El Evangelio de la Sagrada Familia representa una nueva escala de grandeza. Entrar en el silencio que es Dios, un momento cada día, para que los demás puedan descubrir el tesoro escondido que llevamos. Jesús oculto en el seno de la Familia, tanto que su madre se acostumbra y recibe un choque cuando el plano profundo y silencioso se manifiesta… Dios será eternamente un Dios escondido y silencioso.

Homilía inédita de Mauricio Zúndel, en el Cenáculo de Ginebra, en 1957.

http://www.mauricezundel.com

Fiesta de la Navidad

La cercanía, la pobreza y lo concreto.
Papa Francisco

¿Qué es lo que le sigue diciendo esta noche a nuestras vidas? Después de dos milenios del nacimiento de Jesús, después de muchas Navidades festejadas entre adornos y regalos, después de todo el consumismo que ha envuelto el misterio que celebramos, hay un riesgo: sabemos muchas cosas sobre la Navidad, pero nos olvidamos del significado. Y entonces, ¿cómo encontrar de nuevo el sentido de la Navidad? Y, sobre todo, ¿dónde buscarlo? El Evangelio del nacimiento de Jesús parece estar escrito precisamente para esto, para tomarnos de la mano y llevarnos allí donde Dios quiere. Sigamos el Evangelio.

De hecho, comienza con una situación parecida a la nuestra. Todos están ocupados, disponiendo la realización de un importante evento, el gran censo, que exigía muchos preparativos. En este sentido, el clima de entonces era semejante al que rodea hoy la Navidad. Pero la narración evangélica toma distancia de aquel escenario mundano; se separa de esa imagen para ir a encuadrar otra realidad, sobre la que insiste. Fija su atención en un pequeño objeto, aparentemente insignificante, que menciona tres veces y en el que convergen los protagonistas de la narración. En primer lugar, María, que coloca a Jesús «en un pesebre» (Lc 2,7); después los ángeles, que anuncian a los pastores «un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (v. 12); finalmente, los pastores, que encuentran «al recién nacido acostado en el pesebre» (v. 16). Para encontrar de nuevo el sentido de la Navidad hay que mirar allí, al pesebre. Pero, ¿por qué el pesebre es tan importante? Porque es el signo —no casual— con el que Cristo entra en la escena del mundo. Es el manifiesto con el que se presenta, el modo con el que Dios nace en la historia para hacer renacer la historia. Por lo tanto, ¿qué es lo que nos quiere decir a través del pesebre? Nos quiere decir al menos tres cosas: la cercanía, la pobreza y lo concreto.

1. La cercanía. El pesebre sirve para llevar la comida cerca de la boca y consumirla más rápido. Puede así simbolizar un aspecto de la humanidad: la voracidad en el consumir. Porque, mientras los animales en el establo consumen la comida, los hombres en el mundo, hambrientos de poder y de dinero, devoran de igual modo a sus vecinos, a sus hermanos. ¡Cuántas guerras! Y en tantos lugares, todavía hoy, la dignidad y la libertad se pisotean. Y las principales víctimas de la voracidad humana siempre son los frágiles, los débiles. En esta Navidad, como le sucedió a Jesús (cf. v. 7), una humanidad insaciable de dinero, insaciable de poder e insaciable de placer tampoco le hace sitio a los más pequeños, a tantos niños por nacer, a los pobres, a los olvidados. Pienso sobre todo en los niños devorados por las guerras, la pobreza y la injusticia. Pero Jesús llega precisamente allí, un niño en el pesebre del descarte y del rechazo. En Él, niño de Belén, está cada niño. Y está la invitación a mirar la vida, la política y la historia con los ojos de los niños.

En el pesebre del rechazo y de la incomodidad, Dios se acomoda, llega allí, porque allí está el problema de la humanidad, la indiferencia generada por la prisa voraz de poseer y consumir. Cristo nace allí y en ese pesebre lo descubrimos cercano. Llega donde se devora la comida para hacerse nuestro alimento. Dios no es un padre que devora a sus hijos, sino el Padre que en Jesús nos hace sus hijos y nos nutre de ternura. Llega para tocarnos el corazón y decirnos que la única fuerza que cambia el curso de la historia es el amor. No permanece distante, no permanece potente, sino que se hace próximo y humilde; Él, que estaba sentado en el cielo, se deja recostar en un pesebre.

Hermano, hermana, esta noche Dios se acerca a ti porque para Él eres importante. Desde el pesebre, como alimento para tu vida, te dice: “Si sientes que los acontecimientos te superan, si tu sentido de culpa y tu incapacidad te devoran, si tienes hambre de justicia, yo, Dios, estoy contigo. Sé lo que tú vives, lo he experimentado en el pesebre. Conozco tus miserias y tu historia. He nacido para decirte que estoy y estaré siempre cerca de ti”. El pesebre de la Navidad, primer mensaje de un Dios niño, nos dice que Él está con nosotros, nos ama, nos busca. Ánimo, no te dejes vencer por el miedo, por la resignación, por el desánimo. Dios nace en un pesebre para hacerte renacer precisamente allí, donde pensabas que habías tocado fondo. No hay mal, no hay pecado del que Jesús no quiera y no pueda salvarte. Navidad quiere decir que Dios es cercano. ¡Que renazca la confianza!

2. El pesebre de Belén, además de la cercanía, nos habla también de la pobreza. Alrededor del pesebre, de hecho, no hay muchas cosas: maleza y algún animal y poco más. La gente no estaba en el frío establo de una vivienda, sino resguardada en los albergues. Pero Jesús nace en el pesebre y allí nos recuerda que no tuvo a nadie alrededor, sino a aquellos que lo querían: María, José y los pastores; todos eran pobres, unidos por el afecto y el asombro; no por riquezas y grandes posibilidades. El humilde pesebre, por tanto, saca a relucir las verdaderas riquezas de la vida: no el dinero y el poder, sino las relaciones y las personas.

Y la primera persona, la primera riqueza, es precisamente Jesús. Pero, ¿queremos estar a su lado? ¿Nos acercamos a Él, amamos su pobreza, o preferimos quedarnos cómodos en nuestros intereses? Sobre todo, ¿lo visitamos donde Él se encuentra, es decir, en los pobres pesebres de nuestro mundo? Allí Él está presente. Y nosotros estamos llamados a ser una Iglesia que adora a Jesús pobre y sirve a Jesús en los pobres. Como dijo un obispo santo: «la Iglesia […] apoya y bendice los esfuerzos por transformar estas estructuras de injusticia y sólo pone una condición: que las transformaciones sociales, económicas y políticas redunden en verdadero beneficio de los pobres» (San Óscar Arnulfo Romero, «La Verdad, Fuerza de la Paz» Mensaje pastoral de Año Nuevo,1 enero 1980). Cierto, no es fácil dejar la tibia calidez de la mundanidad para abrazar la belleza agreste de la gruta de Belén, pero recordemos que no es verdaderamente Navidad sin los pobres. Sin ellos se festeja la Navidad, pero no la de Jesús. Hermanos, hermanas, en Navidad, Dios es pobre. ¡Que renazca la caridad!

3. Llegamos así al último punto: el pesebre nos habla de lo concreto. En efecto, un niño en un pesebre representa una escena que impacta, hasta el punto de ser cruda. Nos recuerda que Dios se ha hecho verdaderamente carne. De manera que, respecto a Él, no son suficientes las teorías, los pensamientos hermosos y los sentimientos piadosos. Jesús, que nace pobre, vivirá pobre y morirá pobre; no hizo muchos discursos sobre la pobreza, sino la vivió hasta las últimas consecuencias por nosotros. Desde el pesebre hasta la cruz, su amor por nosotros fue tangible, concreto: desde su nacimiento hasta su muerte, el hijo del carpintero abrazó la aspereza del leño, la rudeza de nuestra existencia. No nos amó con palabras, no nos amó en broma.

Y, por tanto, no se conforma con apariencias. Él, que se hizo carne, no quiere sólo buenos propósitos. Él, que nació en el pesebre, busca una fe concreta, hecha de adoración y de caridad, no de palabrería y exterioridad. Él, que se pone al desnudo en el pesebre y se pondrá al desnudo en la cruz, nos pide verdad, que vayamos a la verdad desnuda de las cosas, que depositemos a los pies del pesebre las excusas, las justificaciones y las hipocresías. Él, que fue envuelto con ternura en pañales por María, quiere que nos revistamos de amor. Dios no quiere apariencia, sino cosas concretas. No dejemos pasar esta Navidad, hermanos y hermanas, sin hacer algo de bueno. Ya que es su fiesta, su cumpleaños, hagámosle a Él regalos que le agraden. En Navidad Dios es concreto, en su nombre hagamos renacer un poco de esperanza a quien la ha perdido.

Jesús, te miramos, acurrucado en el pesebre. Te vemos tan cercano, que estás junto a nosotros por siempre. Gracias, Señor. Te contemplamos pobre, enseñándonos que la verdadera riqueza no está en las cosas, sino en las personas, sobre todo en los pobres. Perdónanos, si no te hemos reconocido y servido en ellos. Te vemos concreto, porque concreto es tu amor por nosotros, Jesús, ayúdanos a dar carne y vida a nuestra fe. Amén.

Navidad 2022


EL CORAZÓN DE LA NAVIDAD
Lucas 2,1-14

Os ha nacido un Salvador.

Poco a poco lo vamos consiguiendo. Ya hemos logrado celebrar unas fiestas entrañables, sin conocer exactamente su razón de ser. Nos felicitamos unos a otros y no sabemos por qué. Se anuncia la Navidad y se oculta su motivo. Muchos no recuerdan ya dónde está el corazón de estas fiestas. ¿Por qué no escuchar el «primer pregón» de Navidad? Lo compuso el evangelista Lucas hacia el año ochenta.
Según el relato, es noche cerrada. De pronto, una «claridad» envuelve con su resplandor a unos pastores. El evangelista dice que es la «gloria del Señor». La imagen es grandiosa: la noche queda iluminada. Sin embargo, los pastores «se llenan de temor». No tienen miedo a las tinieblas sino a la luz. Por eso, el anuncio empieza con estas palabras: «No temáis».
No nos hemos de extrañar. Preferimos vivir en tinieblas.
Nos da miedo la luz de Dios. No queremos vivir en la verdad. Quien no ponga estos días más luz y verdad en su vida, no celebrará la Navidad.
El mensajero continúa: «Os traigo la Buena Noticia, la gran alegría para todo el pueblo». La alegría de Navidad no es una más entre otras. No hay que confundirla con cualquier bienestar, satisfacción o disfrute. Es una alegría «grande», inconfundible, que viene de la «Buena Noticia» de Jesús. Por eso, es «para todo el pueblo» y ha de llegar, sobre todo, a los que sufren y viven tristes.
Si ya Jesús no es una «buena noticia»; si su evangelio no nos dice nada; si no conocemos la alegría que sólo nos puede llegar de Dios; si reducimos estas fiestas a disfrutar cada uno de su bienestar o a alimentar un gozo religioso egoísta, celebraremos cualquier cosa menos la Navidad.
La única razón para celebrarla es ésta: «Os ha nacido hoy el Salvador». Ese niño no les ha nacido a María y José. No es suyo. Es de todos. Es «el Salvador» del mundo. El único en el que podemos poner nuestra última esperanza. Este mundo que conocemos no es la verdad absoluta.Jesucristo es la esperanza de que la injusticia que hoy lo envuelve todo no prevalecerá para siempre.
Sin esta esperanza, no hay Navidad. Despertaremos nuestros mejores sentimientos, disfrutaremos del hogar y la amistad, nos regalaremos momentos de felicidad. Todo eso es bueno. Muy bueno. Todavía no es Navidad.

José Antonio Pagola
http://www.musicaliturgica.com


LA ENCARNACIÓN ES REALIDAD DENTRO DE TI,
COMO LO FUE DENTRO DE JESÚS
Juan 1,1-18

Anoche nos hablaban de un Niño, del pesebre, de pastores, de ángeles. En esta mañana nos habla del Verbo, Palabra preexistente, de Dios eterno y trascendente. Es una prueba más de que nos encontramos ante algo indecible. Curiosamente termina diciendo exactamente lo mismo: y la PALABRA se hace carne, Niño. Los dos relatos, como buenos subalternos, te colocan ante el misterio, pero el que tienes que torearlo eres tú. Sólo tú puedes adentrarte en la realidad que está en ti, “más dentro de ti mismo que lo más íntimo de ti mismo”. Pero está ahí, y sólo tú puedes descubrir ese tesoro y disfrutar de él.

La encarnación sólo tiene realidad dentro de ti, como sólo tuvo realidad dentro de Jesús, no fuera en acontecimientos o fenómenos externos. Sólo dentro de ti y dentro del otro. Buscarlo en otra parte es engañarte. Dice un cuento oriental: Un señor que pasaba por la calle, ve a su vecino que está buscando algo enfrente de su casa. ¿Qué es lo que has perdido? Le pregunta. La llave de mi casa. Yo te ayudaré a encontrarla. Pasa media hora y la llave no aparece. ¿Pero dónde la has perdido? Le pregunta el vecino. Dentro de casa. ¿Entonces por que la estás buscado aquí? Es que aquí hay más luz… Si no vivo lo que hay de Dios en mí, jamás lo descubriré ni en los acontecimientos, ni en los demás, ni en Jesús.

Aunque el domingo segundo de Navidad volvemos a leer este evangelio, voy a adelantar una frase: “et Deis erat Verbum”. La traducción puede ser: “y Dios era la Palabra”. También podría traducirse por “un ser divino era el proyecto”, puesto que en esta frase “Theos” no lleva artículo. En castellano también podemos traducir: “y la Palabra era Dios”. Pero debemos tener en cuenta que no se explica lo que es la Palabra por lo que es Dios, sino al revés. Se explica lo que es Dios por lo que es la Palabra. Dios es el que se hizo hombre, y si se hizo hombre en Jesús, es que se hace hombre en todos los seres humanos. Por el contrario, si es Jesús el que se hace Dios, nosotros quedaremos al margen de lo que allí pasó. El despiste está asegurado.

No creernos que Dios se ha hecho hombre, y hacemos decir al evangelio lo que nos interesa que diga. No es el hombre el que tiene que escalar las alturas del cielo para llegar a ser Dios, ha sido Dios el que se ha abajado y ha compartido su ser con el hombre. Eso es lo que significa la encarnación. Por medio de Jesús, podemos llegar a saber lo que es Dios. Pero un Dios que no está ya en la estratosfera, ni en los templos, ni en los ritos, sino en el hombre… Las consecuencias de esta verdad en nuestra vida religiosa serían tan demoledoras que nos asustan; por eso preferimos seguir pensando en un Jesús que es Dios, pero dejando bien claro que eso no nos afecta a nosotros.

Meditación-contemplación

Dios es encarnación y se está encarnando siempre.
Esa verdad teórica, tengo que hacerla vida en mí.
Dios se ha hecho carne en mi propia carne,
Pero no es mi carne, sino mi Espíritu.
…………..

Mi verdadero ser, lo que hay de mí más allá de lo biológico,
es el mismo Dios que fundamenta el resto de mi ser.
Si consigo olvidarme de “mí”, soy Dios.
Si me olvido de Dios, soy nada.
……………

Atrévete a atravesar el “desván” de tu falso yo.
No te importe el tiempo que tardes en conseguirlo.
No tienes prisa, es la tarea de toda tu vida.
Descubrirás la perla que vale más que todo lo imaginable.

Fray Marcos
https://www.feadulta.com


Navidad misionera:
Buena noticia para todos los pueblos
Romeo Ballan, mccj

Reflexiones – Apuntes

La Navidad, un tema familiar a todos, puede contemplarse desde diferentes ángulos y experiencias, siempre con la certeza de que el misterio no se agota; más bien, ofrece a cada uno -en toda época de la vida y de la historia- riquezas insospechadas, tesoros aún por descubrir. En el contexto de esta serie de comentarios bíblico-misioneros, prefiero, por esta vez, presentar algunas reflexiones sueltas, tomadas de diferentes contextos culturales y geográficos, que nos pueden ayudar a una contemplación misionera del misterio y darnos pistas para compartir con otros -cercanos o lejanos- el gozo por el nacimiento del Hijo de Dios en carne humana. Con esta apertura de horizontes, nuestra lectura misionera de la Navidad será más cercana al hecho histórico de Belén.

Dios en carne humana: para todos

Navidad es encarnación, significa Dios en carne humana. Caro salutis est cardo (la carne es fundamento de la salvación), como decían los primeros Padres de la Iglesia. Estamos ante un hecho histórico: la salvación pasa a través de la carne de Cristo, su nacimiento, pasión, muerte, resurrección, ascensión, Eucaristía… Es la carne de Dios, carne de María. No es apariencia de carne, como aseguraban los primeros herejos, los docetistas, sino carne concreta, componente esencial de la persona humana. La salvación de Dios nos viene, históricamente, a través de la carne de Cristo Redentor; pero, a la vez, pasa necesariamente por nuestra carne: carne redimida y carne por redimir. Es preciso hablar con lenguaje realista y crudo de nuestra carne en todas sus situaciones y etapas: -es la carne fuerte de los años jóvenes y adultos (trabajo, actividades, viajes…); -es la carne hermosa (búsqueda de belleza, modas, lujos, vanidades…); -es la carne frágil, débil, enferma, dolorida, moribunda, muerta…; -es la carne destinada a la resurrección, como decimos en el CredoSin distinición de colores: la salvación de Dios es la misma para todos. La liturgia canta en este tiempo: “toda carne (es decir, todo ser humano) verá la salvación de Dios”. Esta es la buena noticia, la gran alegría anunciada por los ángeles en Belén para todo el pueblo y para todos los pueblos (Lc 2,10).

De Belén al Calvario

En tiempos de Hitler, Edith Stein compuso El misterio de la Navidad, donde escribe: “Los misterios del cristianismo son un todo indivisible. El que profundiza en un misterio, acaba por tocar todos los otros. Así el camino que empieza en Belén procede imparablemente hacia el Calvario, va del pesebre a la cruz”. Ahí están las palabras de Simeón en el templo, la huida a Egipto, el asesinato de los niños inocentes… Sor Teresa Benedicta de la Cruz (E. Stein) consumó su holocausto en 1942 en Auschwitz. Los hechos se repiten, hoy como ayer. En Iraq, en Orissa (India), en Indonesia, en Nigeria, en Sudán, en Rep. Dem. de Congo, en China, en otras partes del mundo, continúa el martirio de los cristianos y de otros inocentes. Pero el Niño del pesebre es el Resucitado. Concluye Edith Stein: “Cada uno de nosotros, la humanidad entera llegará, junto con el Hijo del hombre, a través del sufrimiento y de la muerte, a la misma gloria”. Son las últimas palabras del Misterio de la Navidad, escrito por una mártir de nuestro tiempo.

Mensaje desde Belén

“Desde este lugar quisiera alcanzar a toda la humanidad, quisiera que llegue a todos el mensaje que nace de esta gruta desnuda: aun en las cosas más pequeñas de nuestra jornada, aun en las más escondidas y aparentemente insignificantes, aun en aquellas que nos hacen sufrir, está presente el misterio de Dios que con amor se dirige hacia nosotros. Regreso, como cada año, de la Misa de Navidad cerca de la gruta con ojos nuevos. La vista de la ciudad de Belén, con su desolación y su abandono por la escasez de peregrinos, nos brinda la oportunidad de esperar que un día todo esto deje el sitio a la alegría, al bienestar y a la paz”.

(Carta desde Belén, 2004, del card. Carlos M. Martini, arzobispo emérito de Milán).

Los ojos del pintor

Giotto, pintor florentino, creador de la pintura moderna, ha pintado en un fresco el nacimiento de Jesús en Belén, que se encuentra en la Capilla Scrovegni de Padua. El fresco pone en evidencia el momento de la primera mirada: María y el Niño se miran a los ojos. Se miran por primera vez. ¡Sorpresa, estupor, gratitud, gozo…! María descubre en el rostro del Niño su propio rostro, porque Jesús es solamente suyo. El Niño se refleja en el rostro de su Madre y dice gracias a su Padre-Dios. En esos ojos que se contemplan mutuamente, se descubre la nueva mirada de Dios sobre el hombre, y la nueva mirada del hombre sobre Dios y sobre sus hermanos. Mirada de misericordia, acogida, confianza. A partir de ese momento, las relaciones con Dios, entre los seres humanos y con la creación, están contagiadas benéficamente por ese intercambio de miradas, que marca el nuevo estilo, basado en el respeto, la misericordia, la fraternidad…

Tomado de: comboni2000.org

IV Domingo de Adviento. Año C

La Visitación y la cultura del encuentro

María se levantó y se fue de prisa…
Lucas 1,39-45

Hemos llegado al último domingo de Adviento. La Navidad del Señor está cerca y la espera de su venida crece en el corazón de cada cristiano. La antífona de entrada de la Eucaristía proclama: “Cielos, destilen rocío desde arriba, y que las nubes lluevan al Justo; ábrase la tierra y brote el Salvador” (cf. Is 45,8). Nuestra mirada se dirige al Cielo, en espera del don de Dios, y al mismo tiempo a la tierra, fecundada por el Cielo, para reconocer los signos del “retoño que brota del tronco de Jesé” (Isaías 11,1).

María es la figura central del cuarto domingo de Adviento. El Evangelio relata el episodio de la Visitación. Después de saber por el ángel que su pariente Isabel estaba embarazada de seis meses, María “se levantó y se fue de prisa a la región montañosa, a una ciudad de Judá”. La tradición identifica esta ciudad como Ain Karim, a unos 130 kilómetros de Nazaret.

¿Qué impulsó a María a “levantarse y marchar de prisa” hacia Isabel? Normalmente decimos que quería ayudar a su pariente mayor. O quizás deseaba compartir la alegría del embarazo de Isabel, aquella que “era llamada estéril” (Lc 1,36). También es probable que María sintiera la necesidad de confiar a Isabel el misterio de su maternidad. ¿Quién, mejor que Isabel, podría comprenderla?

Sin embargo, la intención de San Lucas va más allá de estas consideraciones. Recuerda la transferencia del Arca de la Alianza a Jerusalén (cf. 2 Samuel 6 y 1 Crónicas 16). María es presentada como el Arca de la Nueva Alianza, el Tabernáculo viviente que lleva en su seno al Hijo de Dios.

La escena de la Visitación evoca también una pequeña “pentecostés”. En efecto, “apenas oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno” (Lc 1,41). En ese momento se cumple la promesa del ángel a Zacarías: Juan “será lleno del Espíritu Santo desde el seno de su madre” (Lc 1,15).

Además, el Espíritu Santo, descendido sobre Isabel, ofrece a María una sorpresa inesperada. “Isabel se llenó del Espíritu Santo y exclamó a gran voz: ‘¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!’” (Lc 1,41-42). Antes de que María diga algo a Isabel, es esta última, movida por el Espíritu Santo, quien confirma el misterio que se cumple en ella. Ante esta revelación, María estalla en alegría, gratitud y alabanza en el cántico del Magnificat.

Puntos de reflexión

El relato de la Visitación es un cofre lleno de mensajes para recoger y meditar. Señalamos tres.

La Visitación, icono del encuentro
La relación con los demás es una dimensión esencial de la vida humana. El encuentro entre estas dos mujeres, una joven y otra mayor, revela la belleza de todo encuentro auténtico, abierto a la amistad y al compartir. Entre María e Isabel se da el abrazo de comunión entre la Nueva y la Primera Alianza. Es un encuentro fecundo, en el que ambas mujeres son enriquecidas.
Hoy, nos falta una verdadera cultura del encuentro. Lamentablemente, a menudo prevalece el conflicto, en el que el otro es demonizado. El cristiano contempla, en estas dos mujeres, su vocación de salir al encuentro de los demás con una actitud de apertura y empatía. Bendecidos por Dios, somos portadores de bendiciones. Si llevamos el Espíritu en el corazón, ni siquiera un simple saludo o una sonrisa son gestos triviales.

María embarazada, icono de la Iglesia y del cristiano
La mujer “embarazada, que gritaba con los dolores y angustias del parto” mencionada en el Apocalipsis (capítulo 12) es una representación de María, una imagen de la Iglesia y, en cierto modo, también del cristiano. Orígenes de Alejandría, que vivió en el siglo III, utiliza esta imagen de extraordinaria intensidad para describir la vocación del cristiano: la de una mujer embarazada.
“El cristiano pasa por el mundo embarazado de Dios, ferens Verbum (Orígenes), llevando otra vida dentro de su vida, aprendiendo a respirar con el aliento de Dios, a sentir con los sentimientos de Cristo, como si tuviera dos corazones: el suyo y otro con un latido más fuerte, que nunca dejará de latir. Aún ahora, Dios busca madres para encarnarse” (Ermes Ronchi).
¿Estamos realmente “embarazados de Cristo” por la escucha de su Palabra? Podría sucedernos lo que describe Isaías: “Hemos concebido, sentimos dolores como si fuéramos a dar a luz: sólo fue viento; no hemos traído salvación a la tierra y no nacieron habitantes en el mundo” (Isaías 26,18).

La Visitación, icono de la misión
Finalmente, la Visitación puede representar un icono elocuente de la misión. El misionero, o el cristiano, no es el verdadero precursor de Cristo en los lugares o ámbitos donde es enviado a evangelizar. El verdadero precursor es el Espíritu, que actúa desde siempre en el corazón de cada persona, de cada cultura y de cada pueblo. La misión no consiste solo en evangelizar, sino también en dejarse evangelizar a través del encuentro con el otro.
Christian De Chergé, prior de la Abadía de Tibhirine, asesinado junto con otros seis monjes trapenses en Argelia en mayo de 1996, expresaba esta idea de manera incisiva. En 1977 escribía: “En los últimos tiempos, estoy convencido de que el episodio de la Visitación es el verdadero lugar teológico escritural de la misión, en el respeto por el otro ya investido por el Espíritu”. Así, podríamos decir que Dios nos espera en el otro.

¡Como María, levantémonos y caminemos de prisa hacia el Señor que viene!

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


Saborear y anunciar la Navidad

Miqueas  5,1-4; Salmo  79; Hebreos  10,5-10; Lucas  1,39-45

Reflexiones
A las puertas de Navidad, la Palabra de Dios nos ofrece hoy tres claves de lectura para comprender, saborear y anunciar a otros el misterio que celebramos. Estas claves se llaman: María, la carne y la pequeñez.

1-   Ante todo, María, que el evangelista Lucas nos presenta durante la Visitación a su parienta Isabel (Evangelio). En un clima de fe y de intensa alegría, se produce el encuentro entre dos mujeres que han llegado a ser madres gestantes por una especial intervención de Dios: Isabel en su ancianidad, María en su virginidad. Ambas están llenas del Espíritu Santo (v. 41; Lc 1,35), atentas para acoger las señales de su presencia, prontas a alabarlo y a darle gracias por sus obras grandes (v. 42-48). Estos elementos hacen de la Visitación un misterio de fe, alegría, servicio, anuncio misionero. María, apresurada en el viaje (v. 39), llevando en su vientre a Jesús, es imagen de la Iglesia misionera, que lleva al mundo el anuncio del Salvador. (*)

Dichosa tú, que has creído”, exclama Isabel (v. 45). Esta es la primera bienaventuranza que aparece en los Evangelios. Por la fe María ha concebido en su corazón al Hijo de Dios aun antes de engendrarlo en la carne. Ha creído, es decir, se ha fiado, se ha abandonado a Dios. Las palabras de María: “heme aquí, soy la sierva, hágase…” (v. 38) están en sintonía con el ‘’ de Jesús, el cual, según el autor de la carta a los Hebreos (II lectura), al entrar en el mundo ha dicho: “aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad” (v. 7). Este es el único culto que agrada a Dios, el culto de los auténticos adoradores del Padre “en espíritu y verdad”, como el mismo Jesús lo revelará también a la mujer samaritana (Jn 4,23).

2-   La carne es la segunda clave del misterio de la Navidad. Desde hace mucho tiempo  -podemos decir desde siempre–  Dios no se deleita con el perfume del incienso o con el humo de las carnes de animales inmolados en el templo, como repite la carta a los Hebreos (v. 6.8). Él quiere habitar en un templo de carne, en el corazón de las personas, ser el centro de cada pensamiento y de toda aspiración, la razón de cada elección y decisión, la raíz de toda alegría. Solamente llegando a este nivel, se puede hablar de una auténtica conversión del corazón, una conversión que va mucho más allá de unos gestos externos meramente rituales, de prácticas superficiales o de fórmulas abstractas repetidas de memoria.

Jesús es el verdadero adorador del Padre: desde el primer instante de su ingreso en el mundo, no le ofrece animales o incienso (v. 5-6), sino se presenta a sí mismo, en su cuerpo, como ofrenda de amor para santificar a todos (v. 10), sin excluir a nadie, porque Él “no se avergüenza de llamarles hermanos” (Heb 2,11). Los Padres de la Iglesia en los primeros siglos, con gran sentido teológico y antropológico, solían repetir: “Caro salutis est cardo” (la carne es la base de la salvación). Así ponían en evidencia que Dios ha querido manifestar concretamente su salvación, haciéndola pasar a través de la carne humana del Hijo de Dios, que es hijo de María.

3-   Esta maravillosa obra de salvación se realiza en la pequeñez, por medio de signos pequeños y pobres, de personas y realidades humildes. Un ejemplo bíblico del día es Belén (I lectura), aldea chica, pero cuna de uno que “pastoreará con la fuerza del Señor”, dará tranquilidad y paz a su pueblo, “se mostrará grande hasta los confines de la tierra” (v. 3). Belén es un pueblecito insignificante, pero Dios lo escoge para que allí nazca el que es ‘la más Bella Noticia’ para todos los pueblos. En el origen de este acontecimiento está María; que exulta y canta, consciente de que Dios “ha puesto los ojos en la pequeñez de su esclava” (v. 48).

También hoy, Dios realiza sus grandes obras por medio de instrumentos pobres, gestos humildes, situaciones humanamente desesperadas. Y uno se pregunta: entonces, ¿quién se salva? Aquellos que, con corazón sincero y bien dispuesto, acogen el misterio de ese Niño, nacido en Belén hace más de 2000 años; aquellos que escuchan su mensaje, se convierten en constructores de paz, portadores de alegría, mensajeros de su misericordia, misioneros que lo anuncian. ¡Como María, como los pastores!

Palabra del Papa

(*)  “María nos enseña que, en el arte de la misión y de la esperanza, no son necesarias tantas palabras ni programas; su método es muy simple: caminó y cantó. María caminó. Así nos la presenta el evangelio después del anuncio del Ángel. Presurosa  -pero no ansiosa–  caminó hacia la casa de Isabel para acompañarla en la última etapa del embarazo; presurosa caminó hacia Jesús cuando faltó vino en la boda; y ya con los cabellos grises por el pasar de los años, caminó hasta el Gólgota para estar al pie de la cruz: en ese umbral de oscuridad y dolor, no se borró ni se fue, caminó para estar allí. Caminó al Tepeyac para acompañar a Juan Diego y sigue caminando… para decir: «¿No estoy aquí yo, que soy tu madre?»”
Papa Francisco
Homilía en la fiesta de Santa María de Guadalupe, 12 de diciembre de 2018

[P. Romeo Ballan, MCCJ]


MUJERES CREYENTES

Después de recibir la llamada de Dios, anunciándole que será madre del Mesías, María se pone en camino sola. Empieza para ella una vida nueva, al servicio de su Hijo Jesús. Marcha “deprisa”, con decisión. Siente necesidad de compartir con su prima Isabel su alegría y de ponerse cuanto antes a su servicio en los últimos meses de embarazo.

El encuentro de las dos madres es una escena insólita. No están presentes los varones. Solo dos mujeres sencillas, sin ningún título ni relevancia en la religión judía. María, que lleva consigo a todas partes a Jesús, e Isabel que, llena de espíritu profético, se atreve a bendecir a su prima en nombre de Dios.

María entra en casa de Zacarías, pero no se dirige a él. Va directamente a saludar a Isabel. Nada sabemos del contenido de su saludo. Solo que aquel saludo llena la casa de una alegría desbordante. Es la alegría que vive María desde que escuchó el saludo del Ángel: “Alégrate, llena de gracia”.

Isabel no puede contener su sorpresa y su alegría. En cuanto oye el saludo de María, siente los movimientos de la criatura que lleva en su seno, y los interpreta maternalmente  como “saltos de alegría”.  Enseguida, bendice a María “a voz en grito” diciendo: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”.

En ningún momento llama a María por su nombre. La contempla totalmente identificada con su misión: es la madre de su Señor. La ve como una mujer creyente en la que se irán cumpliendo los designios de Dios: “Dichosa porque has creído”.

Lo que más le sorprende es la actuación de María. No ha venido a mostrar su dignidad de madre del Mesías. No está allí para ser servida sino para servir. Isabel no sale de su asombro. “¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?”.

Son bastantes las mujeres que no viven con paz en el interior de la Iglesia. En algunas crece el desafecto y el malestar. Sufren al ver que, a pesar de ser las primeras colaboradoras en muchos campos, apenas se cuenta con ellas para pensar, decidir e impulsar la marcha de la Iglesia. Esta situación nos esta haciendo daño a todos.

El peso de una historia multisecular, controlada y dominada por el varón, nos impide tomar conciencia del empobrecimiento que significa para la Iglesia prescindir de una presencia más eficaz de la mujer. Nosotros no las escuchamos, pero Dios puede suscitar mujeres creyentes, llenas de espíritu profético, que nos contagien alegría y den a la Iglesia un rostro más humano. Serán una bendición. Nos enseñarán a seguir a Jesús con más pasión y fidelidad.

José Antonio Pagola

III Domingo de Adviento. Año C

Grita de felicidad

“¡Grita de felicidad, hija de Sión, regocíjate, Jerusalén! El Señor ha anulado la sentencia que pesaba sobre ti, ha expulsado a tus enemigos; el Señor es rey de Israel en medio de ti, no tendrás que temer ya ningún mal. Aquel día dirán a Jerusalén: «No tengas miedo, Sión, que tus manos no tiemblen; el Señor tu Dios está en medio de ti, él es un guerrero que salva. Dará saltos de alegría por ti, su amor te renovará, por tu causa bailará  y se alegrará, como en los días de fiesta». (Sofonías 3, 14-18)

El tercer domingo de Adviento es una invitación especial a la alegría, a la felicidad sin límites, a lo bello que hace explotar los corazones porque Dios está más cerca que nunca de nuestras vidas y tan cercano a todas nuestras historias, tan sencillas y tan ordinarias.

La llegada del Señor se hace cada día más inminente y la palabra de Dios, en particular el mensaje que leemos del profeta Sofonías, nos introduce en el ambiente de fiesta y de regocijo que envuelven nuestro tiempo y nos recuerda que el nacimiento de Jesús entre nosotros no es algo casual. Bien podríamos decir que es la realización del sueño más profundo, del anhelo más grande que existe en el corazón de Dios, el deseo de hacerse uno de nosotros y compartir con nosotros su divinidad.

La Navidad, en las palabras del profeta, se nos presenta como el tiempo en el cual no hay espacios para la tristeza, para la amargura o el dolor. Es tiempo para gritar de felicidad porque el Señor viene, es más, ya está entre nosotros como el único que puede cambiarnos la vida y puede otorgarnos la paz. 

Es tiempo para deshacernos de nuestros miedos y de todo aquello que nos puede tener paralizados en estilos de vida que nos impiden amar, como hemos sido amados en Jesús. Es tiempo para agradecer a Dios el estar siempre entre nosotros, de manera gratuita, como un don extraordinario que no merecemos.

Son días en los que contemplando el pesebre estamos llamados a descubrir a un Dios que ha escogido la sencillez y la humildad para ayudarnos a entender que su grandeza está en su pequeñez y que lo inmensamente grande y poderoso llega hasta nosotros a través de entrega y abandono. 

El gran anuncio que se nos hace en este domingo es la buena noticia de la presencia del Señor entre nosotros como el Dios que nos salva, que nos libera y nos recuerda que hemos sido llamados a vivir como hijos de un Padre que no se cansa de amar. La presencia de Jesús entre nosotros nos hace personas nuevas, capaces de vivir confiando en el futuro, entusiastas y comprometidos en la construcción de un mundo más fraterno, solidario y en paz.

Navidad tiene que ser, por lo tanto, momento en que reconocemos al Dios que nos ha querido tanto que ha hecho camino para mezclarse con nuestra pobreza, con nuestra fragilidad, con nuestra humanidad. Es el Dios que ha encontrado su felicidad compartiendo su divinidad y haciendo suya la historia de cada uno de nosotros, mendicantes de felicidad.

¿Qué tendremos que hacer para alcanzar esa felicidad?

El Evangelio de este tercer domingo de Adviento nos presenta a Juan el Bautista rodeado de una gran multitud que lo interroga haciéndole la pregunta: ¿Qué tenemos que hacer? Se podría entender, ¿qué hay que hacer para entrar en el mundo de Jesús al cual Juan anuncia como la buena noticia esperada desde siempre? ¿Qué tenemos que hacer hoy nosotros para reconocer a Jesús que pone su morada entre nosotros y nos invita a participar de su alegría y a compartir su felicidad? ¿En dónde lo podemos descubrir y reconocer?

Juan nos da una respuesta: “El que tenga dos túnicas, dé una al que no tiene, y el que tenga comida compártala con el que no la tiene… A Jesús lo vamos a reconocer en el hermano que sufre, en la persona que no ha tenido las mismas oportunidades que nosotros, en el marginado que nuestra sociedad ha condenado a vivir sin poder gozar de los derechos que tiene como hijo de Dios.

La felicidad plena en nuestras vidas la experimentaremos cuando, como discípulos de Jesús, seamos capaces de generar felicidad y alegría en el corazón y en la vida de los hermanos que Dios ha puesto a nuestro lado. 

Por lo tanto, lo que tendremos que hacer será, al menos intentar, generar vida a nuestro alrededor asumiendo actitudes de bondad, de cordialidad, de respeto, de cariño, de tolerancia… como Jesús nos enseñó a su paso entre nosotros.

Seguramente nuestra felicidad será plena, también esta Navidad, si somos capaces de entender lo que ha significado que Dios haya renunciado a sí mismo para hacerse semejante a nosotros. ¿A qué nos estará llamando el Señor a renunciar? 

Seremos felices si por un momento aceptamos dejar de pensar sólo en nosotros mismos, en nuestros intereses personales, si dejamos de considerar que nuestros puntos de vista son los mejores, por no decir los únicos, si humildemente aceptamos ponernos al final de línea, sintiéndonos llamados a servir y a ofrecer nuestras vidas, en lugar de buscar lugares de protagonismo que nos alejan de los demás.

Sin lugar a dudas, gritaremos de felicidad, cuando contemplando a Jesús en el pesebre entenderemos lo que significa un Dios que se ha hecho pobre, que no se ha asustado con las miserias de nuestra humanidad, que ha cargado con lo triste de nuestros pecados y que desde lo alto de la cruz nos gritará con fuerza que no hay mayor felicidad que la que se alcanza dando la vida por los demás.

Alegrémonos pues, como invitaba San Pablo a los filipenses, porque la llegada del Señor es inminente, porque el Señor, podríamos decir nosotros, está llegando a cada instante en nuestras vidas con una propuesta de vida plena, una vida vivida en el reconocimiento de Dios que camina entre nosotros, como un Padre que no vive más que para amarnos y que sueña con nuestra felicidad.

P. Enrique Sánchez G. Mccj


Adviento, la temporada de la alegría

Año C – Adviento – 3er Domingo
Lucas 3,10-18: “¿Y nosotros, qué debemos hacer?”

El tercer domingo de Adviento se llama “domingo Gaudete”, por la primera palabra que abre la celebración: “Alegraos siempre en el Señor; os lo repito: alegraos. ¡El Señor está cerca!” (antífona de entrada, cf. Flp 4,4-5). En el ambiente penitencial que caracteriza el tiempo de Adviento, este domingo nos trae una invitación especial a la alegría.

El camino del Adviento es un recorrido guiado. La liturgia nos propone tres guías: el profeta Isaías, Juan el Bautista y la Virgen María. Son tres “pedagogos” que se alternan a medida que nos acercamos a la Navidad. Isaías es el profeta mesiánico por excelencia porque anuncia la llegada del Mesías. Es quien alimenta la espera y la esperanza. Juan el Bautista, por su parte, nos llama a la conversión para prepararnos para la llegada del Mesías. Finalmente, la Virgen María nos enseña cómo acogerlo: concibiéndolo en nuestro corazón.

La liturgia coloca en el centro del segundo y tercer domingo de Adviento la figura de Juan el Bautista, según el relato de San Lucas, el evangelio que nos guiará durante este año litúrgico “C”. Juan hace resonar en el desierto el grito del profeta Isaías: “Voz de uno que clama en el desierto: ¡Preparad el camino del Señor!” (Lucas 3,1-6, segundo domingo). El pasaje del Evangelio de este tercer domingo nos presenta la reacción de las multitudes ante su predicación: “¿Qué debemos hacer?”

Quisiera desarrollar mi reflexión en torno a dos palabras que encierran el mensaje de este domingo: Alegría y Conversión. A primera vista, alegría y conversión pueden parecer distantes, pero, reflexionando, descubrimos que se armonizan perfectamente. La alegría surge de la conversión (como muestran las parábolas de la misericordia en Lucas 15) y, al mismo tiempo, la conversión nace de la alegría (como ocurre en la historia de Zaqueo, en Lucas 19,8).

¡LA ALEGRÍA que da sabor a la vida!

Este tercer domingo – como decíamos – se caracteriza por una invitación fuerte, convincente y decidida a alegrarse, porque el Señor está cerca.

En la primera lectura, el profeta Sofonías exhorta insistentemente al pueblo de Dios a alegrarse: “Grita de alegría, hija de Sión, aclama, Israel, alégrate y regocíjate de todo corazón, hija de Jerusalén… ¡No temas, Sión, no dejes caer los brazos! El Señor, tu Dios, está en medio de ti, como un salvador poderoso.”
Nosotros también tenemos una necesidad extrema de ser reconfortados, especialmente en un contexto marcado por un pesimismo generalizado respecto al futuro.

El Salmo responsorial retoma un texto de Isaías que nos invita a expresar la alegría con el canto: “Canta y alégrate, porque grande es en medio de ti el Santo de Israel.”
En la segunda lectura, San Pablo refuerza con fuerza la invitación a la alegría: “Hermanos, alegraos siempre en el Señor; os lo repito: alegraos… ¡El Señor está cerca!”

Si miramos a nuestro alrededor, hay muy poco de qué alegrarse, atrapados como estamos en una red cada vez más intrincada de problemas y amenazas a la vida.
¿Cuál es la alegría del cristiano? Ciertamente no es una alegría despreocupada o ruidosa. Este tipo de alegría es superficial y efímera, a menudo oculta un vacío interior y actúa como un sedante. La alegría del cristiano, en cambio, nace de una experiencia única: la cercanía de Dios, sentirse amado, saber que el Señor está en medio de nosotros. “Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios tiene para nosotros. Dios es amor” (1 Juan 4,16).

En conclusión, el Adviento es un tiempo propicio para redescubrir la fuente del agua fresca y abundante de la alegría que brota del corazón de Dios.

LA CONVERSIÓN que hace florecer la alegría

¿Pero qué decir de Juan el Bautista? ¿Podemos considerarlo un testigo de la alegría? La austeridad de su persona y la severidad de su mensaje no parecen asociarse inmediatamente con la imagen de un mensajero de alegría. Sin embargo, la figura de Juan no es en absoluto ajena a la alegría. ¡Al contrario! Él es un evangelizador, es decir, un portador de buenas y alegres noticias. San Lucas resume su predicación afirmando: “Juan evangelizaba al pueblo” (Lucas 3,18).

Juan fue el primer “evangelizado” por la llegada del Mesías, incluso en el vientre de su madre. Isabel, su madre, dice durante la visita de María: “Apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, el niño saltó de alegría en mi vientre” (Lucas 1,44). El mismo Juan declarará ser el amigo del esposo que “se llena de alegría al oír la voz del esposo”, y concluirá: “Esta alegría mía es ahora completa” (Juan 3,29).

La austeridad y franqueza de Juan hacen que su mensaje sea aún más creíble. De hecho, las multitudes, tocadas por su enseñanza, le preguntan: “¿Qué debemos hacer?”. Incluso los publicanos y soldados se acercan a él para ser bautizados, preguntando: “Y nosotros, ¿qué debemos hacer?”.

La respuesta del profeta nos sorprende por dos razones. En primer lugar, Juan no propone peticiones de carácter “religioso”, como ir al Templo, rezar u ofrecer sacrificios. En su lugar, invita a practicar acciones de justicia social, compartir y respetar a las personas. Además, sorprende porque no pide a los publicanos ni a los soldados que abandonen su oficio, sino que lo ejerzan con honestidad.

A menudo interpretamos la conversión al estilo de Pablo, como la famosa “caída del caballo”. El Señor, en cambio, se adapta a nuestro paso, camina a nuestro lado y, con paciencia, nos educa para un cambio en nuestros estilos de vida. No adopta (¡generalmente!) la estrategia del “todo o nada”. Él conoce bien nuestra fragilidad y nuestro miedo a las medidas drásticas. En el fondo, somos como pajarillos helados en un día de invierno, deseosos de un poco de consuelo y de una caricia, pero demasiado asustados para acoger la mano extendida de Dios hacia nosotros.

Ten cuidado, Señor, de no pedirnos demasiado, de no exigirnos demasiado, de no creer demasiado en nosotros… ¡Ten cuidado conmigo, Señor, sé tranquilo y dulce, ten paciencia conmigo y con mi corazón aún demasiado temeroso!” (Alessandro Deho’).

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


Por una Navidad de misericordia, compartida y misionera

Sofonías  3,14-17; Salmo  Is 12,2-6; Filipenses  4,4-7; Lucas  3,10-18

Reflexiones
A primera vista, estamos ante dos mensajes contrapuestos: la insistente invitación a la alegría (y II lectura), y el exigente llamado a un cambio de vida, a la conversión (Evangelio). El contraste es tan solo aparente, como se desprende de los textos de hoy. Es más, alegría y conversión van juntas, porque el Señor es la raíz de ambas: la conversión al Señor genera alegría y fraternidad.

El lenguaje de Juan el Bautista (Evangelio) es duro, parece obsoleto, inaceptable hoy en día: se atreve a amonestar a las fuerzas del orden, a los recaudadores de impuestos, a todos… Llama a toda categoría de personas a cambiar su manera de vivir. Juan se había mostrado en el desierto, a orillas del río Jordán, “predicando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados” (Lc 3,3). El evangelista Lucas da cuenta, sin tapujos, del lenguaje duro del Precursor, que sacude a sus oyentes, llamándolos “raza de víboras”: los invita a dar “dignos frutos de conversión”, buenos frutos, para no ser arrojados al fuego (Lc 3,7-9). Pero, ¿qué tipo de conversión? ¿Cuáles son sus frutos?

El domingo pasado la llamada a la conversión se refería, ante todo, al retorno a Dios (dimensión vertical de la conversión), disponiendo el corazón para acoger su salvación. Hoy Juan da indicaciones precisas y concretas para una conversión que atañe directamente a las relaciones con los demás (dimensión horizontal). Lucas da cuenta de tres grupos de personas que, alcanzadas por la furia profética del Precursor, le preguntan: “¿Qué hacemos?” (v. 10.12.14). Es una pregunta frecuente en los escritos misioneros de Lucas, cuando habla de conversiones: la muchedumbre el día de Pentecostés, el carcelero de Filipos, Pablo mismo en el camino de Damasco (cfr. Hch 2,37; 16,30; 22,10). La pregunta indica la disponibilidad para un cambio de vida: es la actitud básica en cualquier conversión y, al mismo tiempo, es una súplica para que otra persona nos ayude a responder a Dios. A esta persona la llamamos habitualmente acompañantemisionero en general, que puede ser sacerdote, laico, religiosa, maestro, catequista…

Los tres grupos de personas que se presentan ante el Bautista son: la gente (personas no siempre bien definidas), los publicanos (los recaudadores de impuestos, por tanto, los odiados colaboracionistas con el imperio extranjero), los soldados (personas acostumbradas a modales duros). Son categorías consideradas a menudo como irrecuperables… El Bautista no les tiene miedo, los acoge y les da respuestas pertinentes y concretas, que atañen a las relaciones con los demás, con el prójimo: compartir vestidos y alimentos (v. 11), justicia en las relaciones con los demás (v. 13), respeto y misericordia hacia todos (v. 14). Se trata de relaciones que se establecen sobre la base del quinto y séptimo mandamiento. La novedad cristiana consiste en mirar a los demás desde la postura del que les lava los pies, como Jesús; desde el compromiso preferencial en favor de los necesitados.

Juan va más allá de su predicación y de su persona, mirando a una intervención cualitativa del Espíritu Santo (v. 16), que se manifestará en Pentecostés como un bautismo de fuego (Hch 2). Entonces el Espíritu hará nuevas todas las cosas, renovará sobre todo el corazón de las personas y unirá pueblos diferentes en el único lenguaje del amor. Será entonces más fácil comprender que la conversión a Cristo exige justicia y compasión hacia todos, conlleva el compartir con el necesitado. Así Juan  -modelo para los misioneros de cualquier época-  “anunciaba al pueblo el Evangelio” (v. 18). Hoy el misionero, por fidelidad a Cristo, está llamado a anunciar misericordia, esperanza  solidaridad. Juan no solicita un cambio en el campo religioso (oraciones, ayunos…), sino en el campo ético: ser solidarios, justos, honestos, respetuosos y, además, humanos, amables.
La adhesión personal a Cristo y el anuncio de su Evangelio conllevan siempre la alegría, como se ve por las insistentes invitaciones de Sofonías y de San Pablo (y II lectura), y de otros textos litúrgicos. Ante todo, porque Dios goza y se complace en nosotros, nos renueva con su amor, hace fiesta con nosotros. Por eso el profeta grita: “No temas, no desfallezcan tus manos”, porque el Señor es para nosotros un salvador poderoso (v. 16-18). Pablo vuelve a insistir sobre la razón de la alegría del creyente: porque el Señor está cerca, está presente (v. 4-5). No hay motivos para angustiarse, porque podemos siempre recurrir a Él en la oración, que fortalece nuestra alegría (v. 5-7).

La alegría de la Navidad es auténtica solo si es compartida con gestos concretos en favor del que sufre. He aquí un ejemplo entre muchos otros. En un pueblo de campo, una familia de marroquíes (musulmanes) acaba de sufrir una doble desgracia (la muerte de la madre y de un niño). El párroco no ha dudado en organizar entre los feligreses una colecta en beneficio de esa familia (el papá y otros hijos huérfanos). Ha sido una iniciativa concreta, inmediata, eficaz, para una Navidad compartida, auténtica, misionera. Solamente así la Navidad es cristiana. En el corazón de los fieles que acogen iniciativas semejantes, Jesús nace de veras. ¡Solo así la fe se fortalece y se difunde! Celebrar la Navidad significa descubrir que el verbo necesario para renovar la humanidad es ‘dar’, compartir: no hay amor más grande que dar la vida…; hay más alegría en dar que en recibir… Son palabras del Niño Jesús que nace en Belén, don del Padre, que amó al mundo hasta dar a su Hijo… ¡Para que el mundo, salvado por la misericordia del Padre, tenga vida en abundancia!

P. Romeo Ballan, MCCJ


La receta del Bautista para cambiar la sociedad
Comentario a Lc 3, 10 18

Una figura clave del Adviento es Juan el Bautista, un profeta sin pelos en la lengua que apareció en la orilla del Jordán antes de que Jesús de Nazaret tomara el testigo y se lanzara a caminar por pueblos y campos anunciando el Reino de Dios. A diferencia del Bautista, Jesús fue más positivo en su vida y en su predicación. Él vivió y testimonió el “sueño de su Padre”, el sueño de una humanidad amada por Dios y fraterna, que confía en Dios y en sí misma, se deja iluminar por su Palabra-Sabiduría, cuida a los pequeños y enfermos, se sabe perdonada y sabe perdonar cuando alguien falla, se deja “gobernar” por el Dios de la Vida, del Amor y de la Paz. Ese es el sueño de Jesús, el “banquete” de la vida al que nos invita  a participar.

Pero Jesús no era un “buenista” ingenuo y romántico, que confunde los sueños con la realidad o las buenas palabras con las acciones que cambian las cosas. Él conocía al ser humano y sabía que en nuestro mundo hay injusticia y corrupción, falso ritualismo religioso, abuso y desprecio de los más débiles, sufrimiento injusto e intolerable. Por eso Jesús se unió al movimiento altamente crítico y profético del Bautista, que pedía cambios profundos en la manera de vivir de todos, si no queremos que nuestra vida y nuestra sociedad sea “quemada en el fuego que no se apaga”.

Hoy precisamente leemos un texto de Lucas en el que se nos recuerdan las respuestas del Bautista a una serie de personas que preguntaban qué tenían que hacer, en qué tenían que cambiar para que el “reino de Dios” fuera una realidad en sus vidas y en la sociedad. Miren y vean si sus respuestas no son muy actuales para hoy mismo:

– El que tenga demasiadas cosas, que comparta la mitad.  ¿Cómo podemos tolerar que algunos tengan muchísimo, sobrándoles abundantemente de todo, y otros carezcan de los más elemental? No podemos pedir que todos tengan lo mínimo para vivir con dignidad, sin salir de nuestra zona de confort, bien asegurada y protegida.

– El que sea funcionario público, que cumpla la ley, sin abusar de ella y sin aprovecharse para ganar más de lo que le corresponde. Hoy todos nos lamentamos y escandalizamos de la corrupción que corroe nuestras organizaciones políticas. Con razón. Pero el Bautista nos alerta: no seamos hipócritas; exijámonos a nosotros mismos lo que exigimos a los demás.

 El que tenga poder (militar o de otro tipo) no ejerza violencia ni caiga en la tentación de extorsionar a nadie. En muchos países la extorsión es una de las plagas que sufre la gente en los barrios periféricos de las grandes ciudades. Por otra parte, la mayoría de nosotros tiene algún tipo de poder sobre otros. ¿Abusamos de ese poder?

¿Basta con esto? No, dice el Bautista. Eso es solo el inicio, es como desbrozar el campo, limpiar la corrupción de nuestra vida y de la sociedad. Pero, después hay que dejarse “bautizar con Espíritu Santo y fuego”, es decir, dejar que el amor de Dios nos invada y haga de nosotros creaturas nuevas, hijos que viven con alegría su condición de hijos. Eso es lo que aporta Jesús de Nazaret, esa es su Buena Noticia, ese es el vino nuevo que nos alegra la vida. Eso es la Navidad, la alegría de ser hijos en el Hijo.

Que nuestra conversión y cambio (Adviento) nos prepare para recibir este don gratuito de sabernos hijos amados, capaces de amar sin fronteras (Navidad).

P. Antonio Villarino, MCCJ


¿QUÉ PODEMOS HACER?
Lucas 3, 10-18

La predicación del Bautista sacudió la conciencia de muchos. Aquel profeta del desierto les estaba diciendo en voz alta lo que ellos sentían en su corazón: era necesario cambiar, volver a Dios, prepararse para acoger al Mesías. Algunos se acercaron a él con esta pregunta: ¿Qué podemos hacer?

El Bautista tiene las ideas muy claras. No les propone añadir a su vida nuevas prácticas religiosas. No les pide que se queden en el desierto haciendo penitencia. No les habla de nuevos preceptos. Al Mesías hay que acogerlo mirando atentamente a los necesitados.

No se pierde en teorías sublimes ni en motivaciones profundas. De manera directa, en el más puro estilo profético, lo resume todo en una fórmula genial: “El que tenga dos túnicas, que las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida, que haga lo mismo”. Y nosotros, ¿qué podemos hacer para acoger a Cristo en medio de esta sociedad en crisis?

Antes que nada, esforzarnos mucho más en conocer lo que está pasando: la falta de información es la primera causa de nuestra pasividad. Por otra parte, no tolerar la mentira o el encubrimiento de la verdad. Tenemos que conocer, en toda su crudeza, el sufrimiento que se está generando de manera injusta entre nosotros.

No basta vivir a golpes de generosidad. Podemos dar pasos hacia una vida más sobria. Atrevernos a hacer la experiencia de “empobrecernos” poco a poco, recortando nuestro actual nivel de bienestar para compartir con los más necesitados tantas cosas que tenemos y no necesitamos para vivir.

Podemos estar especialmente atentos a quienes han caído en situaciones graves de exclusión social: desahuciados, privados de la debida atención sanitaria, sin ingresos ni recurso social alguno… Hemos de salir instintivamente en defensa de los que se están hundiendo en la impotencia y la falta de motivación para enfrentarse a su futuro.

Desde las comunidades cristianas podemos desarrollar iniciativas diversas para estar cerca de los casos más sangrantes de desamparo social: conocimiento concreto de situaciones, movilización de personas para no dejar solo a nadie, aportación de recursos materiales, gestión de posibles ayudas…

Para muchos son tiempos difíciles. A todos se nos va a ofrecer la oportunidad de humanizar nuestro consumismo alocado, hacernos más sensibles al sufrimiento de las víctimas, crecer en solidaridad práctica, contribuir a denunciar la falta de compasión en la gestión de la crisis… Será nuestra manera de acoger con más verdad a Cristo en nuestras vidas.
José A. Pagola
http://www.musicaliturgica.com


Compartir las lágrimas para poder compartir también la sonrisa
Papa Francisco

En el Evangelio de hoy hay una pregunta que se repite tres veces: «¿Qué cosa tenemos que hacer?» (Lc 3, 10.12.14). Se la dirigen a Juan el Bautista tres categorías de personas: primero, la multitud en general; segundo, los publicanos, es decir los cobradores de impuestos; y tercero, algunos soldados. Cada uno de estos grupos pregunta al profeta qué debe hacer para realizar la conversión que él está predicando. A la pregunta de la multitud Juan responde que compartan los bienes de primera necesidad. Al primer grupo, a la multitud, le dice que compartan los bienes de primera necesidad, y dice así: «El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo» (v. 11). Después, al segundo grupo, al de los cobradores de los impuestos les dice que no exijan nada más que la suma debida (cf. v. 13). ¿Qué quiere decir esto? No pedir sobornos. Es claro el Bautista. Y al tercer grupo, a los soldados les pide no extorsionar a nadie y de acontentarse con su salario (cf. v. 14). Son las respuestas a las tres preguntas de estos grupos. Tres respuestas para un idéntico camino de conversión que se manifiesta en compromisos concretos de justicia y de solidaridad. Es el camino que Jesús indica en toda su predicación: el camino del amor real en favor del prójimo.

De estas advertencias de Juan el Bautista entendemos cuáles eran las tendencias generales de quien en esa época tenía el poder, bajo las formas más diversas. Las cosas no han cambiado tanto. No obstante, ninguna categoría de personas está excluida de recorrer el camino de la conversión para obtener la salvación, ni tan siquiera los publicanos considerados pecadores por definición: tampoco ellos están excluidos de la salvación. Dios no excluye a nadie de la posibilidad de salvarse. Él está —se puede decir— ansioso por usar misericordia, usarla hacia todos, acoger a cada uno en el tierno abrazo de la reconciliación y el perdón.

Esta pregunta —¿qué tenemos que hacer?— la sentimos también nuestra. La liturgia de hoy nos repite, con las palabras de Juan, que es preciso convertirse, es necesario cambiar dirección de marcha y tomar el camino de la justicia, la solidaridad, la sobriedad: son los valores imprescindibles de una existencia plenamente humana y auténticamente cristiana. ¡Convertíos! Es la síntesis del mensaje del Bautista. Y la liturgia de este tercer domingo de Adviento nos ayuda a descubrir nuevamente una dimensión particular de la conversión: la alegría. Quien se convierte y se acerca al Señor experimenta la alegría. El profeta Sofonías nos dice hoy: «Alégrate hija de Sión», dirigido a Jerusalén (Sof 3, 14); y el apóstol Pablo exhorta así a los cristianos filipenses: «Alegraos siempre en el Señor» (Fil 4, 4). Hoy se necesita valentía para hablar de alegría, ¡se necesita sobre todo fe! El mundo se ve acosado por muchos problemas, el futuro gravado por incógnitas y temores. Y sin embargo el cristiano es una persona alegre, y su alegría no es algo superficial y efímero, sino profunda y estable, porque es un don del Señor que llena la vida. Nuestra alegría deriva de la certeza que «el Señor está cerca» (Fil 4, 5). Está cerca con su ternura, su misericordia, su perdón y su amor. Que la Virgen María nos ayude a fortalecer nuestra fe, para que sepamos acoger al Dios de la alegría, al Dios de la misericordia, que siempre quiere habitar entre sus hijos. Y que nuestra Madre nos enseñe a compartir las lágrimas con quien llora, para poder compartir también la sonrisa.
Angelus 13.12.2018