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XXX Domingo ordinario. Año C

“En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola sobre algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás:
“Dos hombres subieron al templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos y adúlteros; tampoco soy como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todas mis ganancias.
El publicano, en cambio, se quedó lejos y no se atrevía a levantar los ojos al cielo. Lo único que hacía era golpearse el pecho diciendo: Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador.
Pues bien, yo les aseguro que este bajó a su casa justificado y aquel no; porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”. (Lucas 18, 9-14)


El que se enaltece y el que se humilla.
P. Enrique Sánchez, mccj

La liturgia de la Palabra de este domingo nos da la oportunidad de seguir profundizando, como lo hacía Jesús con sus discípulos, sobre el tema de la oración y su importancia en nuestras vidas.

El evangelio de san Lucas nos presenta dos protagonistas, a través de los cuales nos ayudará a entender cómo debe ser la oración para que la podamos considerar autentica y benéfica en nuestras vidas.

San Lucas nos presenta a un fariseo y a un publicano que llegan al templo para orar. El fariseo, como todos los de su grupo, era conocido por su aplicación a todo lo que la ley exigía. Seguramente era alguien que conocía perfectamente cómo tenía que hacer para vivir una profunda relación con Dios y los detalles de cómo aplicar la ley no le eran desconocidos.

De hecho, entra al templo y se mantiene de pie y empieza a hablar con el Señor recordándole que él no era como los demás. Él cumplía con la ley, daba gracias, hacía ayunos, pagaba el diezmo. En una palabra, era alguien irreprochable y ejemplar.

Observando a este fariseo podríamos reconocer que se trata de alguien a quien no se le podía reprochar nada, estando a lo que la ley establecía, pero no deja de existir una pequeña fisura en su comportamiento y en sus actitudes que hacen ver que todo lo que contemplamos en ese personaje, simplemente no es suficiente.

Todo parecía perfecto, pero en realidad estaba en el camino equivocado de quien verdaderamente quiere hacer una buena experiencia de oración.

En lugar de hablar con el Señor y no dando espacio para escucharlo, que es lo fundamental de la oración, él no había hecho otra cosa que hablar de sí mismo.

Le había preocupado exaltar sus aparentes virtudes y cualidades, casi como diciendo que a él el Señor no tenía nada que enseñarle y mucho menos que reprocharle.

Él, a través de sus palabras, no hacia más que crear una situación en la que Dios ya nada tenía que hacer. Y con pocas palabras, podríamos decir que había caído en la trampa de la arrogancia que acababa por hacer estéril todo su intento de perfección.

En su intento de oración, el fariseo lo que había hecho era ponerse en el centro de la atención manifestando una grande arrogancia que lo hacía pensar que él no era como los demás.

Y eso, en lugar de acercarlo al Señor, lo alejaba y hacía que Dios no lo pudiese escuchar, pues como dice la escritura Dios desprecia al arrogante y aprecia al humilde.

El límite o el error de la pretendida oración del fariseo había acabado en una experiencia de orgullo que hacía que se sintiera incluso con el derecho de despreciar y de ridiculizar a los demás, por no ser como él.

En realidad, el fariseo vive practicando la ley, pero se olvida de poner en práctica el espíritu de la ley que es toda otra cosa. Vivir el espíritu de la ley es dejarse invadir por el amor de Dios.

Podríamos decir que la escena del evangelio de este domingo lo que quiere hacernos entender es que estamos llamados a la santidad y en la experiencia de los dos personajes se nos presentan dos caminos: uno, el del fariseo, que pretendiendo aplicar la ley pero sin convertirse a ella, lleva por un camino que no tiene salida, mientras que el publicano abandonándose a la bondad y al amor de Dios, desde una actitud humilde, es quien alcanza a la verdadera santidad.

Ya lo escuchábamos en la primera lectura del Sirácide cuando dice: “El Señor es un juez que no se deja impresionar por apariencias. No menosprecia a nadie por ser pobre y escucha las súplicas del oprimido. No desoye los gritos angustiosos del huérfano ni las quejas insistentes de la viuda”. (Eclesiástico 35, 15-17)

Acogiendo estas palabras del Evangelio seguramente muchos de nosotros nos damos cuenta que llevamos dentro un pequeño o un gran fariseo, sobre todo cuando sentimos que no somos como los demás, cuando consideramos que nosotros siempre estamos en lo correcto, cuando, con una voz muy sutil nos decimos dentro de nosotros: “yo no entiendo por qué los demás no son perfectos como yo”.

Muchas veces el fariseo que llevamos dentro hace que se nos suba la cresta de la arrogancia y vemos a los demás, como decimos popularmente, como Dios a los conejos, es decir, chiquitos y orejones.

Nos sale espontáneo decirnos a nosotros mismos, y a lo mejor decirlo a los demás: “yo no soy como esa gente que no entiende, que no se supera, que vive en la miseria, que no habla bonito como yo…

La arrogancia que está presente en el corazón humano, si no tomamos conciencia de ella, hace que construyamos abismos que nos impiden acercarnos a los demás, y se convierte en una distancia que nos impide llegar al corazón de Dios.

Dice el libro de los Proverbios: El Señor aborrece al arrogante y tarde o temprano le dará su merecido. (Proverbios 16,5)

Entendemos pues que la oración del fariseo en realidad no es oración, pues lo que hace es fijar su mirada en sí mismo, es la experiencia de un narcisista que sólo tiene ojos para sí mismo y es incapaz de entrar en una relación que lo lleve a abrir su corazón a Dios y a los demás.

Contrariamente, el publicano, que se reconoce como pecador, que sabe que no tiene nada para presumir ante el Señor, se pone en una actitud de mendicante de la misericordia de Dios. No se siente con derecho a exigir nada, pero sabe que todo le puede ser otorgado porque la misericordia de Dios es infinita.

El publicano se humilla y no se atreve a levantar la cabeza ante el Señor, porque sabe que su pobreza, su miseria y su pecado son grandes e innumerables, pero la compasión de Dios está por encima de toda su miseria.

De esa actitud es de donde nace la posibilidad de un diálogo auténtico, de una oración profunda porque se habla desde lo profundo y no de lo superficial de la vida.

Como lo recuerda muchas veces la escritura santa, Dios siempre estará atento al corazón humillado, al espíritu humilde, a quien se reconoce necesitado de Dios y que acaba por abandonarse en sus brazos.

La verdadera y auténtica oración será, por lo tanto, la suplica, la acción de gracias y el reconocimiento de la bondad de Dios que brota de un corazón que se reconoce sin méritos para recibir tan extraordinarias gracias.

Como el publicano, tal vez, también a nosotros nos conviene ponernos en una actitud de reconocimiento del bien que Dios ha hecho ya en nuestras vidas, y la súplica espontánea que podría brotar de nuestro corazón podría ser simplemente, ten compasión de nosotros.


Dos gemelos en el corazón
P. Manuel João Pereira Correia, mccj

Lucas 18,9-14: «Quien se ensalza será humillado, y quien se humilla será ensalzado.»

En este 30º domingo, Jesús continúa su enseñanza sobre la oración. El domingo pasado, con la parábola del juez injusto y la viuda pobre, nos habló de CUÁNDO orar: siempre, sin cansarse jamás. Hoy, en cambio, nos enseña CÓMO orar. Y lo hace con otra parábola muy conocida: la del fariseo y el publicano.
Curiosamente, la figura del juez vuelve a aparecer en el trasfondo de las lecturas de este domingo. ¿Será acaso porque aún no logramos desprendernos de nuestra imagen de un Dios Juez, que nos justifica cuando hacemos el bien o nos condena cuando hacemos el mal?

El fariseo y el publicano

El evangelista introduce el pasaje del Evangelio dejando clara la intención de Jesús: esta parábola era «para algunos que confiaban en sí mismos por creerse justos y despreciaban a los demás».

«Dos hombres subieron al templo a orar: uno era fariseo y el otro publicano…»
Con esta introducción, Jesús ya ha delineado claramente a los dos personajes.

El fariseo pertenecía a un grupo religioso laico (activo del siglo II a.C. al siglo I d.C.). Etimológicamente, fariseo significa “separado”. En su afán de observar íntegramente la Ley de Moisés, los fariseos se separaban de los demás para no contaminarse. Eran los “puros”, muy respetados por su piedad y por su conocimiento de la Ley.

El publicano, en cambio, era un cobrador de impuestos (del latín publicanus, derivado de publicum, que significa “tesoro del Estado”). Los publicanos eran considerados pecadores e impuros. El pueblo los odiaba y despreciaba porque colaboraban con los invasores romanos y explotaban a los pobres.

Ambos “suben” al templo a orar y presentan ante Dios lo que realmente son, porque a Dios no se le puede mentir. El fariseo hace una oración de acción de gracias. Al mirarse en el espejo de la Ley, se ve justo, irreprochable, y se complace en sí mismo. No es como los demás. Mira a su alrededor y solo ve ladrones, injustos y adúlteros. Se infla de orgullo y hace ante Dios el balance de sus buenas obras, como si Dios fuera su contable. Se siente en paz con sus cuentas; es más, cree tener crédito acumulado para el cielo. Hoy diríamos que es el cristiano perfecto e intachable, con el paraíso asegurado.

El publicano, sin embargo, se queda atrás. No se atreve a acercarse al Santo. El peso de sus pecados le inclina la cabeza. Sabe que es un pecador empedernido. Solo logra decir: «Oh Dios, ten piedad de mí, que soy un pecador», golpeándose el pecho.

Jesús concluye la parábola afirmando con autoridad: «Os digo que éste [el publicano que imploró misericordia], y no aquél [el fariseo que se creía perfecto], volvió a su casa justificado, porque quien se ensalza será humillado y quien se humilla será ensalzado.»
¿Cuál de los dos me representa?

Lo confieso: me gustaría ser como el fariseo

Hoy todos miran al fariseo con desprecio y se golpean el pecho como el publicano. Me da pena el pobre fariseo. Lo confieso: ¡envidio a ese fariseo! Quisiera ser como él: un fiel observante de toda la Ley. ¡Perfecto, irreprochable! He pasado mi vida tratando de imitarlo, sin conseguirlo. En el fondo, también me gustaría alegrarme, como él, de mi propia vida.

Me parece que Jesús fue un poco severo con el fariseo, poniéndolo en mala luz. Y, después de todo, su oración empezó bien: con acción de gracias. Sí, luego se distrajo, miró hacia atrás (como nos pasa a todos, ¿no?), y al ver al publicano no pudo contener su desprecio por aquel colaboracionista, cayendo así en el juicio. ¡Qué lástima!

La tentación de imitar al publicano

Como no he logrado ser como el fariseo, no me queda más que golpearme el pecho y repetir la oración del publicano: «Oh Dios, ten piedad de mí, pecador.»
Pero me pregunto hasta qué punto he interiorizado la actitud del pecador convencido y arrepentido. En el fondo, él era un pecador público y sin salida. Yo, en cambio, soy sacerdote, y se supone que debería ser un ejemplo. No es tan sencillo rezar con la misma convicción que el publicano y confiar únicamente en la misericordia de Dios.
En el mismo momento en que me confieso pecador, noto mi tendencia a situarme un peldaño por encima de mis hermanos pecadores. Pecador, sí, pero… ¡sin exagerar!

Dos gemelos en el seno del corazón

Después de todo, me pregunto: ¿quién soy realmente? ¿El fariseo que quisiera ser o el publicano que no quisiera ser? ¡Ay de mí! Creo que llevo a ambos dentro de mi corazón, como dos gemelos. ¿Cómo pueden convivir? Al final, tendrán que aprender a hacerlo.

A mi fariseo le repito constantemente que no busque complacerse a sí mismo, sino complacer al Padre. A mi publicano no dejo de decirle que Dios lo ama tal como es. No necesita ganarse el amor del Padre: ¡es gratuito! Es más, mi pobreza y mi debilidad atraen la atención preferente de Jesús, que vino por los publicanos y los pecadores.

¿Conseguiré educar a ambos? No lo sé, pero lo intento. De algo sí estoy seguro: solo cuando los dos se hagan uno podré entrar en el Reino de los Cielos.

Para la reflexión personal

Medita algunos versículos de la primera y de la segunda lectura.

En la primera, el Sirácida (Eclesiástico 35,15-22) nos invita a orar como el pobre:
«La oración del pobre atraviesa las nubes, y no descansa hasta llegar; no se detiene hasta que el Altísimo interviene, haciendo justicia a los justos y restableciendo la equidad.»

En la segunda, Pablo —cansado, anciano y encarcelado— se despide con emoción de su joven discípulo Timoteo, confiándose a la justicia de Dios:
«Querido hijo, yo estoy a punto de ser derramado en libación, y se acerca el momento de mi partida. He combatido el buen combate, he terminado la carrera, he conservado la fe. Ahora me está reservada la corona de justicia que el Señor, el justo juez, me entregará en aquel día.» (2 Tim 4,6-8.16-18)
¡Que también nosotros podamos decir lo mismo al final de nuestra vida!

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Contra la ilusión de la inocencia
Yo no soy como los demás
José Antonio Pagola

La parábola de Jesús es conocida. Un fariseo y un recaudador de impuestos suben al templo a orar. Los dos comienzan su plegaria con la misma invocación: Oh Dios. Sin embargo, el contenido de su oración y, sobre todo, su manera de vivir ante ese Dios es muy diferente.
Desde el comienzo, Lucas nos ofrece su clave de lectura. Según él, Jesús pronunció esta parábola pensando en esas personas que, convencidas de ser justas, dan por descontado que su vida agrada a Dios y se pasan los días condenando a los demás.
El fariseo ora «erguido». Se siente seguro ante Dios. Cumple todo lo que pide la ley mosaica y más. Todo lo hace bien. Le habla a Dios de sus «ayunos» y del pago de los «diezmos», pero no le dice nada de sus obras de caridad y de su compasión hacia los últimos. Le basta su vida religiosa.
Este hombre vive envuelto en la «ilusión de inocencia total»: yo no soy como los demás. Desde su vida «santa» no puede evitar sentirse superior a quienes no pueden presentar- se ante Dios con los mismos méritos.
El publicano, por su parte, entra en el templo, pero se queda atrás. No merece estar en aquel lugar sagrado entre personas tan religiosas. No se atreve a levantar los ojos al cielo hacia ese Dios grande e insondable. Se golpea el pecho, pues siente de verdad su pecado y mediocridad.
Examina su vida y no encuentra nada grato que ofrecer a Dios. Tampoco se atreve a prometerle nada para el futuro. Sabe que su vida no cambiará mucho. A lo único que se puede agarrar es a la misericordia de Dios: Oh Dios, ten compasión de este pecador.
La conclusión de Jesús es revolucionaria. El publicano no ha podido presentar a Dios ningún mérito, pero ha hecho lo más importante: acogerse a su misericordia. Vuelve a casa trasformado, bendecido, «justificado» por Dios. El fariseo, por el contrario, ha decepcionado a Dios. Sale del templo como entró: sin conocer la mirada compasiva de Dios.
A veces, los cristianos pensamos que «no somos como los demás». La Iglesia es santa y el mundo vive en pecado. ¿Seguiremos alimentando nuestra ilusión de inocencia y la condena a los demás, olvidando la compasión de Dios hacia todos sus hijos e hijas?

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Los justificados y los que se justifican
María Dolores López Guzmán

Nadie quiere identificarse con el fariseo. Queda mal reconocer que uno ha pensado más de una vez que es mejor que los demás, que el orgullo le ha hecho esbozar una sonrisa de satisfacción al sentirse superior al resto, o aún peor, que ha dado gracias por ello en lo más recóndito de su corazón. “Yo habría discernido mejor la situación”, “no sé cómo han elegido a esta persona que lo hace tan mal”, “si me dejaran a mí ya verían cómo reorganizaba esto enseguida”, “porque no me han dado esa responsabilidad que si no…”, “fíjate ése qué mal camino lleva”… Innumerables razonamientos con los que excusamos nuestra envidia y falta de misericordia hacia otros con tal de salir reforzados nosotros. “Qué majo soy, qué solidario, qué buena gente”. Nos gusta salir ganando en las comparaciones y que la victoria se vea. Rebajar los dones de los demás, para dar más espacio a los nuestros.

Pensamos ingenuamente que la oración del publicano no es tan difícil. Que basta con sentarse en los bancos de atrás y mirar al suelo para desembarazarnos de ese “lado oscuro” de nuestra personalidad que nos hace caminar un palmo por encima del suelo. ¡Qué poco nos cuesta engañarnos!

Una de las prácticas más comunes y universales del ser humano es la justificación. Argumentar lo que sea con tal de no reconocer nuestra parte más miserable y nuestra enorme fragilidad. Discursos y más discursos para auto-convencernos y convencer de lo estupendos que somos. Tanto esfuerzo para nada. Imposible tapar la verdad tan sencilla como evidente de lo que uno es: un pobre pecador.

No. La oración del publicano no es nada fácil.

Con dos personajes –un fariseo y un publicano– y una elocuente imagen en la que se ve la actitud de cada uno en la oración, Jesús consigue ponernos ante el espejo de nuestra alma; y nos anima a meditar sobre la estupidez de la prepotencia y el buen juicio de la humildad:

– Que no se trata de negar los dones que tenemos, sino de reconocer que no son de nuestra propiedad. A ver, ¿qué te hace ser tan importante? ¿qué tienes que no hayas recibido? (1Co 4,7). El error del fariseo está en no reconocerse como tal; en presentarse ante Dios como dueño y señor de sus logros.

– Que la verdadera humildad nos anima a reconocer con sencillez, simplicidad y transparencia lo que somos. El acierto del publicano es reconocer que creía que merecía algo cuando en realidad no merece nada; presentarse ante Dios como un pecador que solo puede agradecer lo que otros le dan.

Cada uno de los personajes se retrata a sí mismo en su modo de orar. Porque ante Dios se ve con mayor claridad lo absurdo de creerse alguien, y la humanidad de la humildad.

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Subir y bajar
Papa Francisco

El Evangelio de la liturgia de hoy nos presenta una parábola que tiene dos protagonistas, un fariseo y un publicano (cf. Lc 18,9-14), es decir, un religioso y un pecador declarado. Ambos suben al templo a orar, pero sólo el publicano se eleva verdaderamente a Dios, porque desciende humildemente a la verdad de sí mismo y se presenta tal como es, sin máscaras, con su pobreza. Podríamos decir, entonces, que la parábola se encuentra entre dos movimientos, expresados por dos verbos: subir y bajar.

El primer movimiento es subir. De hecho, el texto comienza diciendo: «Dos hombres subieron al Templo a orar» (v. 10). Este aspecto recuerda muchos episodios de la Biblia, en los que para encontrar al Señor se sube a la montaña de su presencia: Abraham sube a la montaña para ofrecer el sacrificio; Moisés sube al Sinaí para recibir los mandamientos; Jesús sube a la montaña, donde se transfigura. Subir, por tanto, expresa la necesidad del corazón de desprenderse de una vida mediocre para encontrarse con el Señor; de elevarse de las llanuras de nuestro ego para ascender hacia Dios —deshacerse del propio yo—; de recoger lo que vivimos en el valle para llevarlo ante el Señor. Esto es “subir”, y cuando rezamos subimos.

Pero para experimentar el encuentro con Él y ser transformados por la oración, para elevarnos a Dios, necesitamos el segundo movimiento: bajar. ¿Por qué? ¿Qué significa esto? Para ascender hacia Él debemos descender dentro de nosotros mismos: cultivar la sinceridad y la humildad de corazón, que nos permiten mirar con honestidad nuestras fragilidades y nuestra pobreza interior. En efecto, en la humildad nos hacemos capaces de llevar a Dios, sin fingir, lo que realmente somos, las limitaciones y las heridas, los pecados y las miserias que pesan en nuestro corazón, y de invocar su misericordia para que nos cure y nos levante. Él será quien nos levante, no nosotros. Cuanto más descendemos en humildad, más nos eleva Dios.

De hecho, el publicano de la parábola se pone humildemente a distancia (cf. v. 13) —no se acerca, se avergüenza—, pide perdón y el Señor lo levanta. En cambio, el fariseo se exalta a sí mismo, seguro de sí mismo, convencido de su rectitud: de pie, se pone a hablar con el Señor sólo de sí mismo, alabándose, enumerando todas las buenas obras religiosas que hace, y desprecia a los demás:”No soy como ese de ahí…”. Porque esto es lo que hace la soberbia espiritual; pero Padre, ¿por qué nos habla de soberbia espiritual? Porque todos estamos en peligro de caer en esto. Te lleva a creerte bueno y a juzgar a los demás. Esto es la soberbia espiritual: “Yo estoy bien, soy mejor que los demás: este es tal y tal, aquel es tal y tal…”.  Y así, sin darte cuenta, adoras a tu propio yo y borras a tu Dios. Se trata de dar vueltas en torno a uno mismo. Esta es la oración sin humildad.

Hermanos, hermanas, el fariseo y el publicano nos conciernen de cerca. Pensando en ellos, mirémonos a nosotros mismos: veamos si en nosotros, como en el fariseo, existe “la presunción interior de ser justos” (v. 9) que nos lleva a despreciar a los demás. Ocurre, por ejemplo, cuando buscamos cumplidos y enumeramos siempre nuestros méritos y buenas obras, cuando nos preocupamos por aparentar en lugar de ser, cuando nos dejamos atrapar por el narcisismo y el exhibicionismo. Cuidémonos del narcisismo y del exhibicionismo, basados en la vanagloria, que también nos lleva a nosotros los cristianos, a nosotros los sacerdotes, a nosotros los obispos, a tener siempre la una palabra “yo” en los labios, ¿Qué palabra? “Yo”: “yo hice esto, yo escribí aquello, ya lo había dicho yo, yo lo entendí primero que ustedes”, etc. Donde hay demasiado yo, hay poco Dios. En mi tierra, esta gente se llama “yo mí, me, conmigo”. Y una vez se hablaba de un sacerdote que era así, centrado en sí mismo, y la gente solía bromear: “Ese, cuando inciensa, lo hace al revés, se inciensa a sí mismo”. Y así, también te hace caer en el ridículo.

Pidamos la intercesión de María Santísima, la humilde esclava del Señor, imagen viva de lo que el Señor ama realizar, derrocando a los poderosos de sus tronos y levantando a los humildes (cf. Lc 1,52).

Angelus, 23/10/2022

Compromiso de ocho nuevos LMC en Chad

Ocho nuevos Laicos Misioneros Combonianos (LMC) hicieron su compromiso misionero comboniano el pasado domingo 12 de octubre, en la parroquia de Saint Kizito en Bégou, diócesis de Sarh, Chad. Durante la misa de acción de gracias por las nuevas vocaciones, el asesor nacional de los LMC, el padre Ngoré Gali Célestin, pidió a los laicos que fueran un buen ejemplo para los fieles cristianos y los animó a comprometerse con esta nueva misión. Este compromiso surge tras ocho años de intensa formación humana y catequesis misionera y cristiana.

lmcomboni.org

Jubileo indígena virtual

+ Felipe Arizmendi Esquivel
Obispo Emérito de SCLC

Foto: Adn-CELAM

HECHOS

Como a nivel mundial no se previó un Jubileo para los Pueblos Originarios, con motivo de los 2025 años de la Encarnación del Verbo eterno del Padre, lo organizaron en forma virtual la Comisión de Pueblos Originarios del CELAM, que coordina Mons. José Hiraís, obispo de Huejutla, México, más el Equipo Asesor del CELAM en Teología India, que preside el cardenal Alvaro Ramazzini, de Huehuetenango, Guatemala, y la Articulación Ecuménica Latinoamericana de Pastoral Indígena (AELAPI), coordinada por la Hna. Josefa Ramírez, de Argentina. Algunos participaron por Zoom y otros por diversas redes. A pesar de la propaganda que hicimos, no fueron muchos los que se conectaron, quizá porque no les interesaba el asunto, o por sus múltiples ocupaciones. El Papa León XIV y el Prefecto del Dicasterio para el Desarrollo Humano Integral nos enviaron un profundo mensaje.

Hay una actitud recurrente de menosprecio hacia estos pueblos, como si fueran ignorantes, necios, tercos, medio paganos. ¡No los conocen! Cuando empecé a convivir con ellos, siendo párroco de una etnia otomí, San Andrés Cuexcontitlán, yo también los menospreciaba un poco, no como personas, pero sí en su cultura. Dios me concedió la gracia de empezar a valorarlos, sin desconocer sus deficiencias como las de otras culturas. Son otra forma, legítima como las demás, de ser personas, de vivir en familia y en pueblo, de ser creyentes. Como obispo en Chiapas, pude convivir más con ellos y comprender más su dignidad y su aporte a la humanidad.

Desde que era párroco con ellos, de 1966 a 1970, ya muchos menospreciaban su propia cultura, por toda la marginación que sufrían. Yo quería aprender su idioma, pero los catequistas se oponían, pues decían que ya no querían que sus hijos lo hablaran, para no exponerse a tantos desprecios, como los que ellos habían sufrido. Muchos indígenas no quieren aparecer como tales, por la misma razón: les hemos hecho sentir vergüenza de su forma de ser y de vivir. Sin embargo, seguimos luchando por que se valore su cultura y no se pierda. También algunos de entre ellos están empeñados en preservarla, ya que puede servir como un aporte para una vida digna de todos.

ILUMINACION

Resalto algunas frases del Papa León XIV, en su mensaje para esta ocasión:

“El jubileo debe ser para nosotros primordialmente un momento de encuentro vivo y personal con el Señor Jesús, ‘puerta’ de salvación, siendo ocasión de reconciliación, de memoria agradecida y de esperanza compartida, más que una mera celebración externa. Al programar los momentos jubilares, el Papa Francisco ha querido poner de relieve la universalidad de la Iglesia, que no uniforma, sino que acoge, dialoga y se enriquece con la diversidad de los pueblos; incluye de modo especial a ustedes, los Pueblos Originarios, cuya historia, espiritualidad y esperanza constituyen una voz irremplazable dentro de la comunión eclesial.

Somos un Pueblo de hermanos, uno en el Uno. Es desde esa Verdad que debemos releer nuestra historia y nuestra realidad, para afrontar el futuro con la esperanza a la que nos convoca el Año Santo, a pesar de los trabajos y la tribulación. Siendo Pueblos Originarios, fortalecen con la certeza de que Uno sólo es el origen y la meta del universo, el Primero en todo; origen de toda bondad, y por ello, fuente primera de todo lo que es bueno, también en nuestros pueblos.

La larga historia de evangelización que han conocido nuestros Pueblos Originarios, como han enseñado tantas veces los obispos de América Latina y del Caribe, va cargada de ‘luces y sombras’. No hay cismas entre nosotros. El Jubileo, tiempo precioso para el perdón, nos invita a perdonar de corazón a nuestros hermanos, a reconciliarnos con nuestra propia historia y a dar gracias a Dios por su misericordia para con nosotros.

De ese modo, reconociendo tanto las luces como las heridas de nuestro pasado, entendemos que sólo podremos ser Pueblo, si realmente nos abandonamos al poder de Dios, a su acción en nosotros. Él, que ha insertado en todas las culturas las ‘semillas del Verbo’, las hace florecer en una forma nueva y sorprendente, podándolas para que den más frutos. Así lo afirmaba mi Predecesor, san Juan Pablo II: «La fuerza del Evangelio es en todas partes transformadora y regeneradora. Cuando penetra una cultura ¿quién puede sorprenderse de que cambien en ella no pocos elementos? No habría catequesis si fuese el Evangelio el que hubiera de cambiar en contacto con las culturas» (CT, 53). Por ello, en el diálogo y el encuentro, aprendemos de los distintos modos de ver el mundo, valoramos lo que es propio y original de cada cultura, y juntos descubrimos la vida abundante que Cristo ofrece a todos los pueblos. Esa vida nueva se nos da precisamente porque compartimos la fragilidad de la condición humana marcada por el pecado original, y porque hemos sido alcanzados por la gracia de Cristo, que por todos derramó hasta la última gota de su Sangre, para que tuviéramos ‘Vida en abundancia’, sanando y redimiendo a cuantos le abren el corazón a la gracia que nos fue donada.

En el concierto de las naciones, los pueblos originarios han de presentar con valentía y libertad su propia riqueza humana, cultural y cristiana. La Iglesia escucha y se enriquece con sus voces singulares. Recordamos también la llamada del Evangelio a evitar la tentación de poner en el centro lo que no es Dios —sea el poder, la dominación, la tecnología o cualquier realidad creada—, para que nuestro corazón permanezca siempre orientado al único Señor, fuente de vida y esperanza.

Por eso, para quienes, por misericordia de Dios, nos llamamos y somos cristianos, todo nuestro discernimiento histórico, social, psicológico o metodológico encuentra su sentido último en el mandato supremo de dar a conocer a Jesucristo, que murió para el perdón de nuestros pecados y resucitó para que seamos salvos en su Nombre, ya desde esta tierra, y luego le adoremos con todo nuestro ser en la gloria del Cielo.

Les invito a renovar el compromiso con el mandato del Señor: «Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo», difundiendo la alegría que brota de haberse encontrado con su Divino Corazón” (12-X-2025).

(AQUÍ el mensaje completo)

ACCIONES

No despreciemos más a los hermanos de los Pueblos Originarios. Aprendamos a valorar su cultura, diferente a la nuestra, porque, en sus vivencias que son conformes con el Evangelio, Dios enrique a la sociedad y a la Iglesia.

AIN presenta su Informe de Libertad Religiosa en el Mundo 2025

El próximo jueves 23 de octubre se llevará a cabo la presentación del Informe de Libertad Religiosa en el Mundo 2025, organizado por Ayuda a la Iglesia Necesitada (ACN).
La voz de los que sufren y son perseguidos

El próximo jueves 23 de octubre a las 12:00 horas se llevará a cabo la presentación del Informe de Libertad Religiosa en el Mundo 2025, organizado por Ayuda a la Iglesia Necesitada (ACN). Será de manera presencial en la Universidad Panamericana (aula J05), en el Campus Mixcoac, Ciudad de México. Acceso por Cerrada de Valencia 10, Col. Insurgentes Mixcoac. Estacionamiento con parquímetro o por Extremadura 100.
La presentación será también transmitida en vivo vía Zoom. Se podrá ingresar a través del siguiente enlace: https://up-edu-mx.zoom.us/j/95453886713 
El Informe de Libertad Religiosa ofrece un panorama actual sobre la situación de este derecho fundamental en 196 países, destacando los desafíos, avances y testimonios de fe que inspiran esperanza en medio de la adversidad. Además se hará una presentación especial sobre la situación de México y la libertad religiosa.
Más información aquí

ACN MÉXICO – Ayuda a la Iglesia Necesitada
Sede: Moneda 2, Col. Tlalpan Centro, CP 14000, Alcaldía Tlalpan, CDMX
Tel.: 55 4161 3331
WhatsApp: +52 5536513630
acn-mexico.org
info@acn-mexico.org

XXIX Domingo ordinario. Año C

Domingo Mundial de las Misiones

“En aquel tiempo, para enseñar a sus discípulos la necesidad de orar siempre y sin desfallecer, Jesús le propuso esta parábola:
“En cierta ciudad había un juez que no temía a Dios ni respetaba a los hombres. Vivía en aquella misma ciudad una viuda que acudía a él con frecuencia para decirle: Hazme justicia contra mi adversario.
Por mucho tiempo, el juez no le hizo caso, pero después se dijo: Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, sin embargo, por la insistencia de esta viuda, voy a hacerle justicia para que no me siga molestando.
Dicho esto, Jesús comentó: Si así pensaba el juez injusto, ¿creen ustedes acaso que Dios no hará justicia a sus elegidos, que claman a Él día y noche, y que los hará esperar? Yo les digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿creen ustedes que encontrará fe sobre la tierra?

(Lucas 18, 1-8)


Pedir con insistencia
P. Enrique Sánchez, mccj

Nuestra reflexión en este domingo atraerá nuestra atención en dos direcciones. Por una parte, la invitación que nos hace el Evangelio de san Lucas para que profundicemos nuestra experiencia de oración y, por otra parte, quisiera que nos sintiéramos parte de la celebración de este día que nos invita a reflexionar, a apoyar y a orar por las misiones.

Este domingo celebramos la jornada mundial de las misiones y, en uno de sus últimos mensajes, el Papa Francisco nos invitaba a asumir nuestra responsabilidad misionera haciéndonos “Misioneros de esperanza entre los pueblos”.

En el Evangelio, san Lucas nos presenta a Jesús empeñado en enseñar a sus discípulos la importancia de orar y de hacerlo continuamente, sin desfallecer.

Con su misma experiencia, ejemplo y testimonio, Jesús había mostrado a sus discípulos que la propuesta de vida y el estilo de vida al que quería iniciarlos era algo que se sustentaba, se sostenía, sobre los cimientos de una experiencia profunda de oración.

Entendiendo como oración aquella intimidad que lograba establecer con su Padre alejándose muchas veces a lugares solitarios y por periodos prolongados para hablar con él en el silencio.

En muchas otras ocasiones, el Señor había enseñado también que la oración era algo que se hacía en medio de las situaciones más ordinarias de la vida; ahí en donde los dramas de la gente lo obligaban a intervenir implorando la ayuda y el poder de su Padre.

La oración no era una experiencia intimista o algo que lo alejara de la realidad, sino contrariamente, era la capacidad de sentir la presencia de Dios con él; era descubrir la cercanía de un Padre que estaba siempre disponible para intervenir en el momento necesario.

Y era, seguramente, la presencia que sorprendía manifestando su poder a través de muchos pequeños detalles de la vida en donde iba mostrando el cuidado constante que tiene por todos aquellos a los que ama profundamente.

Con la parábola que nos presenta san Lucas, aparecen algunos de esos aspectos importantes en la experiencia de orar.

En primer lugar, Jesús hace entender que la oración no es algo que se vive en un momento y luego se deja a un lado, hasta que se vuelva a ocupar. En la oración se necesita ser perseverante, constantes e insistentes. La oración tendría que ser algo que acompañe todo momento de la vida.

La imagen de la mujer que nos presenta el evangelio nos enseña que hay que saber tocar a la puerta del corazón de Dios con confianza y con la certeza de que dará una respuesta a todo lo que le presentemos.

Como la mujer de la parábola que no perdió el animo y volvió cuantas veces fueron necesarias a la puerta de quien sabía que podía dar una respuesta favorable a lo que urgía en su corazón, así tendríamos que presentarnos, una y mil veces ante el Señor, convencidos de que nos escucha y nos responde.

La insistencia y la perseverancia que aparecen en la actitud de la mujer del evangelio nos ayudan a entender que eso se alcanza cuando nuestra oración va acompañada de la confianza, de la humildad y de la esperanza.

Dios nunca nos abandonará con nuestra necesidad o con nuestra gratitud en el momento en que nos presentamos ante él.

El problema con que nos encontramos muchas veces en nuestro tiempo es la incapacidad de tolerar en la espera, nos cuesta perseverar e insistir.

Queremos que todo se nos resuelva inmediatamente, que se nos responda de acuerdo a nuestros tiempos, que no nos pidan muchas explicaciones y sobre todo que no se nos imponga alguna exigencia.

En la oración las cosas se dan de otra manera. Dios tiene sus tiempos y sigue criterios de conveniencia que no siempre son los nuestros. A veces actúa incluso antes de que nosotros lleguemos con nuestros ruegos y nuestras súplicas, pero no nos damos cuenta porque estamos aturdidos o encandilados con nuestras formas de ver y de pensar.

La parábola nos muestra también que Dios no actúa para quitarse de encima el enfado que podríamos ocasionarle con nuestros ruegos, nuestras súplicas o nuestros lamentos infinitos e insaciables. Él actúa por amor y nuestra insistencia no es algo que le moleste, sino que es algo que nos educa para que podamos llegar a poner en nuestro corazón la confianza suficiente que nos permita concluir nuestras oraciones diciendo: que se haga tu voluntad.

Pidamos al Señor que aumente nuestra fe para que podamos convertirnos en personas de oración profunda, constante y perseverante, de manera que no aprendamos a hacer oraciones, sino a convertirnos en personas de oración.

Personas capaces de vivir en una relación constante, profunda y sencilla con nuestro Padre, como Jesús nos enseñó.

Jornada misionera mundial 2025

Como misionero, no puedo dejar pasar este día sin compartir con ustedes, en primer lugar, mi gratitud por el don de la vocación misionera que ha marcado mi vida desde muy pequeño.

Inicié mi camino hacia las misiones a la edad de 13 años y durante 54 años ha sido la pasión que ha marcado mi vida, dándome la oportunidad de vivir sirviendo a la Iglesia en esa noble tarea de llevar el Evangelio por todo el mundo.

La misión, contrariamente a lo que se ha pensado durante mucho tiempo, no se trata simplemente de ir por el mundo ganando adeptos para nuestra Iglesia.

Poco a poco hemos ido entendiendo que el mandato de ir a anunciar el Evangelio ha sido la mejor herencia que Jesús nos ha dejado y no es otra cosa que continuar con la misión que él vino a cumplir como mandato de su Padre.

La misión es una, la de Jesús, y todos los bautizados hemos recibido el don de convertirnos en testigos y continuadores de la llegada del Reino de Dios entre nosotros, como lo ha vivido y nos lo ha enseñado Jesús.

Es el regalo más bello que Jesús nos ha dejado y es algo que llena nuestros corazones de alegría, cuando vemos a tantos hermanos que movidos por el Espíritu Santo se abren a la buena noticia del Evangelio.

En este domingo la Iglesia nos invita a consagrar esta jornada, de manera especial, en primer lugar, para que tomemos conciencia de nuestra responsabilidad misionera y para que aceptemos vivir esa dimensión de nuestro ser cristianos.

Todos hemos sido elegidos para ir y anunciar que Dios ha hecho de nosotros sus hijos y que estamos llamados a formar una familia en donde no hay diferencias de ningún tipo; en donde todos podamos vivir fraternalmente y en donde podamos gozar de la justicia y de la paz que sólo Dios nos puede dar.

Todos, si creemos verdaderamente en Jesús, no podemos quedarnos quietos y callados sin proclamar que se nos ha otorgado una vida nueva y que Cristo ha dado la suya para que podamos vivir en plena libertad.

En esta jornada se nos invita también a abrir nuestros corazones a tantas realidades en el mundo en donde el Evangelio no ha podido llegar.

Es una jornada que nos invita a la solidaridad y a la empatía con todos aquellos hermanos nuestros, los misioneros y las misioneras de nuestro tiempo, que han aceptado el riesgo de dejarlo todo para ponerse al servicio del Evangelio y se encuentran hoy presentes en todos los rincones del mundo como testigos de Jesús.

Es una jornada para apoyar con nuestros medios, con nuestra amistad, con nuestra oración y cariño a quienes, en nombre de la Iglesia se entregan, para que muchos hermanos puedan descubrirse hijos de Dios y llamados a iniciar su camino en la comunidad.

Como todos los años, el Santo Padre ha dirigido un mensaje para esta jornada.

Este año hemos recibido, casi como testamento, el último mensaje escrito por el Papa Francisco invitándonos a convertirnos en “Misioneros de esperanza entre los pueblos”

Es un mensaje que inicia recordándonos que, como comunidad de bautizados, tenemos como vocación fundamental ser mensajeros y constructores de la esperanza, siguiendo las huellas de Cristo. Nos toca, como dice el Papa Francisco, dejarnos guiar por el Espíritu de Dios para reavivar la esperanza en un mundo abrumado por densas sombras.

El mensaje del Santo Padre ha querido recordarnos, en primer lugar, que siguiendo las huellas de Cristo y poniéndolo en el centro de todos nuestros compromisos misioneros, tenemos que llegar a descubrirlo como el motivo y la fuente de nuestra esperanza.

El Señor Jesús, continúa su ministerio de esperanza para la humanidad por medio de sus discípulos, enviados a todos los pueblos acompañados místicamente por Él; también hoy sigue inclinándose ante cada persona pobre, afligida, desamparada y oprimida por el mal, para derramar sobre sus heridas el aceite del consuelo y el vino de la esperanza.1

Como misioneros de una Iglesia que tiene a Cristo como centro y referencia de todo su ser y de su quehacer estamos llamados a convertirnos en los discípulos que acogen, junto con el Señor, como bien dice el mensaje del Papa, el clamor de toda la humanidad y el gemido de toda criatura, en espera de la redención definitiva.

Somos una iglesia misionera que camina por las vías del mundo llevando la esperanza.

Como cristianos, es decir, siguiendo a Cristo el Señor, estamos llamados a transmitir la Buena Noticia compartiendo las condiciones de vida concretas de las personas que encontramos, siendo así portadores y constructores de esperanza.

El mensaje y la invitación del Santo Padre nos hace entender que no podemos ser sólo espectadores en el proyecto misionero de la Iglesia. Estamos llamados a ser protagonistas compartiendo y haciendo nuestras todas las realidades que viven nuestros hermanos, para convertirnos en signos de una esperanza que brota de la presencia del Señor entre nosotros a través del anuncio del Evangelio.

Hemos sido enviados para continuar con la misión: ser signo del Corazón de Cristo y del amor del Padre, abrazando el mundo entero.

Finalmente, somos invitados a renovar la misión de la esperanza.

Hoy, dice el Papa Francisco, ante la urgencia de la misión de la esperanza, los discípulos de Cristo están llamados en primer lugar a formarse, para ser artesanos de esperanza y restauradores de una humanidad con frecuencia distraída e infeliz.

Los misioneros de esperanza son hombres y mujeres de oración, porque “la persona   que espera es una persona que reza”. Rezar es la primera acción misionera y, al mismo tiempo, “la primera fuerza de la esperanza”.

Como el Papa León XIV lo ha hecho también en estos días, somos invitados a vivir esta jornada de manera especial, orando por todos los misioneros dispersos por el mundo, ayudando solidariamente con nuestros recursos materiales a todos los proyectos que la Iglesia lleva adelante a través de su labor misionera; pero, sobre

1 Todos los textos escritos en letra cursiva son frases tomadas del Mensaje del Papa Francisco para la XCIX Jornada Misionera mundial: “Misioneros de esperanza entre los pueblos”.

todo, asumiendo nuestro compromiso de bautizados empeñados en anunciar la buena nueva del Evangelio.

Estamos llamados a vivir este día pidiendo la gracia de convertirnos en auténticos misioneros llenos de esperanza, capaces de contagiar al mundo con la alegría que nace del Evangelio.

Qué el Señor nos conceda la gracia de abrir nuestros corazones para que podamos salir de nuestros lugares de confort y nos comprometamos decididamente en la construcción de una humanidad enriquecida por los valores del Evangelio, en donde la presencia de Jesús nos ayude a vivir nuestra vocación misionera.

Feliz día de las misiones.


Oración, fin del mundo e injusticia
 José Luis Sicre

Un enfoque distinto de la oración

Los cristianos para los que Lucas escribió su evangelio no estaban muy acostumbrados a rezar, quizá porque la mayoría de ellos eran paganos recién convertidos. Igual que muchos cristianos actuales, sólo se acordaban de santa Bárbara cuando truena. Lucas se esforzó por inculcarles la importancia de la oración: les presentó a Isabel, María, los ángeles, Zacarías, Simeón, pronunciando las más diversas formas de alabanza y acción de gracias; y, sobre todo, a Jesús retirándose a solas para rezar en todos los momentos importantes de su vida.

El comienzo del evangelio de este domingo (Lucas 18, 1-8) parece formar parte de la misma tendencia: “En aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola”. Sin embargo, el final nos depara una gran sorpresa. El acento se desplaza al tema de la justicia, a una comunidad angustiada que pide a Dios que la salve. No se trata de pedir cualquier cosa, aunque sea buena, ni de alabar o agradecer. Es la oración que se realiza en medio de una crisis muy grave.

Los elegidos que gritan día y noche

Recordemos que Lucas escribe su evangelio entre los años 80-90 del siglo I. Algunas fechas ayudan a comprender mejor el texto.

Año 62: Asesinato de Santiago, hermano del Señor.

Año 64: Nerón incendia Roma. Culpa a los cristianos y más tarde tiene una persecución en la que mueren, entre otros muchos, según la tradición, Pedro y Pablo.

Año 66: los judíos se rebelan contra Roma. La comunidad cristiana de Jerusalén, en desacuerdo con la rebelión y la guerra, huye a Pella.

Año 70: los romanos conquistan Jerusalén y destruyen el templo.

Años 81: sube al trono Domiciano, que persigue cruelmente a los cristianos y promulga la siguiente ley: “Que ningún cristiano, una vez traído ante un tribunal, quede exento de castigo si no renuncia a su religión”.

En este contexto de angustia y persecución se explica muy bien que la comunidad grite a Dios día y noche, y que la parábola prometa que Dios le hará justicia frente a las injusticias de sus perseguidores.

Sin embargo, Lucas termina con una frase desconcertante: «Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?»

La venida del Hijo del Hombre

¿Por qué esta referencia al momento final de la historia, que parece fuera de sitio? Para comprenderla conviene leer el largo discurso de Jesús que sitúa Lucas inmediatamente antes de la parábola de la viuda y el juez (Lc 17,20-37). Algunos pasajes de ese discurso parecen escritos teniendo en cuenta lo ocurrido el año 79, cuando el Vesubio entró en erupción arrasando las ciudades de Pompeya y Herculano. Muchos cristianos pudieron ver este hecho como un signo precursor del fin del mundo y de la vuelta de Jesús. Ese mismo tema lo recoge Lucas al final de la parábola para relacionar la oración en medio de las persecuciones con la segunda venida de Jesús.

La fe de una oración perseverante

El tema de la vuelta del Señor es esencial para entender el evangelio de Lucas, aunque subraya que nadie sabe el día ni la hora, y que es absurdo perderse en cálculos inútiles. Lo importante es que el cristiano no pierda de vista el futuro, la meta final de la historia, que culminará con la vuelta de Jesús y el final de las persecuciones injustas.

Pero esa no era entonces la actitud habitual de los cristianos, ni tampoco ahora. Lo habitual es vivir el presente, sin pensar en el futuro, y mucho menos en el futuro definitivo, que nos resulta, hoy día, mucho más lejano que a los hombres del siglo I.

Eso es lo que quiere evitar el evangelio cuando termina desafiándonos: Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra? Que nuestra fe no se limite a cinco minutos o a un comentario, sino que nos impulse a clamar a Dios día y noche.

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¿Hasta cuándo va a durar esto?
José Antonio Pagola

Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos…?

La parábola es breve y se entiende bien. Ocupan la escena dos personajes que viven en la misma ciudad. Un juez al que le faltan dos actitudes consideradas básicas en Israel para ser humano. No teme a Dios y no le importan las personas. Es un hombre sordo a la voz de Dios e indiferente al sufrimiento de los oprimidos.
La viuda es una mujer sola, privada de un esposo que la proteja y sin apoyo social alguno. En la tradición bíblica estas viudas son, junto a los niños huérfanos y los extranjeros, el símbolo de las gentes más indefensas. Los más pobres de los pobres.
La mujer no puede hacer otra cosa sino presionar, moverse una y otra vez para reclamar sus derechos, sin resignarse a los abusos de su adversario. Toda su vida se convierte en un grito: Hazme justicia.
Durante un tiempo, el juez no reacciona. No se deja conmover; no quiere atender aquel grito incesante. Después, reflexiona y decide actuar. No por compasión ni por justicia. Sencillamente, para evitarse molestias y para que las cosas no vayan a peor.
Si un juez tan mezquino y egoísta termina haciendo justicia a esta viuda, Dios que es un Padre compasivo, atento a los más indefensos, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?
La parábola encierra antes que nada un mensaje de confianza. Los pobres no están abandonados a su suerte. Dios no es sordo a sus gritos. Está permitida la esperanza. Su intervención final es segura. Pero ¿no tarda demasiado?
De ahí la pregunta inquietante del evangelio. Hay que confiar; hay que invocar a Dios de manera incesante y sin desanimarse; hay que gritarle que haga justicia a los que nadie defiende. Pero, cuándo venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?
¿Es nuestra oración un grito a Dios pidiendo justicia para los pobres del mundo o la hemos sustituido por otra, llena de nuestro propio yo? ¿Resuena en nuestra liturgia el clamor de los que sufren o nuestro deseo de un bienestar siempre mejor y más seguro?

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Acosos, ruegos y persecuciones
Dolores Aleixandre

A cada parábola se puede entrar por diferentes puertas y, sea la que sea la que elijamos, a ratos tenemos que avanzar un poco a oscuras hasta dar con un punto de luz.

Si entramos por la puerta del juez, en seguida nos detenemos: ¿cómo vamos a comparar a Dios con alguien tan cruel y depravado? Pero si seguimos intentando comprender algo, llegamos a un lugar luminoso: a Dios también “le pasa” lo que a ese juez: “se derrite”, cede, consiente, cambia y se deja vencer por la insistencia de quien se acerca a él con una súplica desvalida y confiada. Nosotros somos entonces el personaje de la viuda, ella nos representa y nos comunica además una increíble noticia: somos poseedores de un misterioso poder sobre el corazón de Dios y es precisamente nuestro desvalimiento confiado lo que nos da capacidad para “derrotarle”.

Pero la parábola tiene también otra puerta de acceso y nos invita a adentrarnos sin miedo en la imagen de un Dios-viuda-insistente que llama constantemente y sin cansarse a la puerta de nuestro corazón esperando darnos alcance. En ese caso no nos resulta difícil reconocernos en el juez de corazón endurecido y esta perspectiva de ser buscados, deseados y perseguidos, nos deslumbra como una ráfaga de luz: estamos llamados a creer que el deseo de Dios precede siempre al nuestro, que le resulta un regalo nuestra presencia, que tiene planes e iniciativas y palabras que dirigirnos y que lo mejor que podemos hacer es rendirnos a su persecución.

Dios nos “acosa” para conseguir de nosotros “justicia”, una manera de relacionarnos con él en la que, de una vez por todas, nos decidamos a fiarnos perdidamente de su amor.

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Fuerza de la oración misionera para hacer frente a los nuevos desafíos
Romeo Ballan, mccj

En el corazón del octubre misionero, vuelve la cita anual de la Jornada Mundial de las Misiones, el próximo Domingo del DOMUND, como expresión de un compromiso que no se limita a un día ni a la simple recaudación de ayudas materiales. El DOMUND es más bien una oportunidad pastoral estupenda para sentirse Iglesia, comunidad viva de personas que han encontrado a Cristo y lo sienten como un don para compartirlo con otros, a través de gestos concretos: la oración, el sacrificio, actos de solidaridad y -¿por qué no?- también la entrega de la vida. El tema fuerte de la misión es la salvación de cada persona en Cristo. Vuelven, por consiguiente, los temas misioneros de siempre: urgencia del anuncio, escasez de obreros del Evangelio, necesidad de oración insistente, cooperación por parte de todos los creyentes… (*)

La misión, en cuanto anuncio del Evangelio, está pasando por épocas complejas pero prometedoras. Realidades nuevas están naciendo para la Iglesia misionera. La Palabra de Dios ofrece hoy mensajes de esperanza para los momentos trágicos de la existencia humana, tanto a nivel individual como social y político. Dios interviene y salva, aunque a veces parece tardar. Su salvación es gratuita, pero nunca nos exime de nuestra libre aportación. El pueblo de Israel (I lectura), en una de sus frecuentes luchas contra los enemigos de turno, alcanza una victoria contra las tropas de Amalec, gracias a la plegaria de un orante extraordinario, Moisés, el cual, con la ayuda de dos colaboradores, sostiene en alto los brazos mientras suplica a Dios (v. 11-12). La verdadera oración no es ‘fuga del mundo’, sino lugar de transformación de la vida y del mundo.

La experiencia orante de Moisés se prolonga en el salmo y se ve confirmada en el Evangelio de la viuda, la cual, con su insistente súplica “sin desanimarse” (v. 1), alcanza un resultado importante, ganando un pleito en situaciones adversas: una causa judicial, un juez que “ni temía a Dios ni le importaban los hombres” (v. 2.4)… El apóstol Pablo (II lectura), desde la cárcel exhorta vivamente al discípulo Timoteo a cumplir la misión de anunciar la Palabra, amonestar, exhortar, insistir en cada ocasión “a tiempo y a destiempo” (v. 4,2)… Son estos algunos de los verbos irrenunciables de la Misión. Los ejemplos bíblicos de Moisés y de la viuda subrayan la importancia de orar al Dueño de la mies, que dijo a sus discípulos: “La mies es mucha, pero los obreros son pocos. Rueguen, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (Mt 9,37-38; Lc 10,2). La oración de intercesión es un instrumento irremplazable de misión. Lo expresaba bien el gran misionero San Daniel Comboni, que, entre grandes dificultades, escribía desde África: “La omnipotencia de la oración es nuestra fuerza”. La palabra de Jesús nos lo asegura: “Y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que claman a Él día y noche?… Les aseguro que en un abrir y cerrar de ojos les hará justicia” (Lc 18,7-8).

El Papa Francisco no pierde ocasión para renovar a todas las Iglesias su llamado misionero, a las de antigua tradición y a las de reciente evangelización, y las invita a todas a relanzar la actividad misionera para hacer frente a los múltiples y graves desafíos de nuestro tiempo. En efecto, hay signos evidentes de un enfriamiento, e incluso de un invierno de la fe cristiana en los países occidentales, que amenazan también la vida cristiana en nuestros países. Conscientes de esta realidad, podemos entender la inquietante pregunta de Jesús al final del Evangelio de hoy: “Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?” (v. 8). Es esta probablemente la pregunta más provocadora para la vida de la familia humana y, por tanto, para la Iglesia y la misión. El riego es “el silencio del amor en la noche de la indiferencia” (G. Bernanos). ¿Palabras pesimistas o realistas? Tú ¿qué opinas?

Para el bautizado y para la comunidad cristiana, no es el momento de encerrarse en sí mismos, de estrechar los espacios de la esperanza, o de reducir el compromiso misionero. Por el contrario, es la oportunidad de abrirse con confianza a la Providencia de Dios, que nunca abandona a su pueblo. Es la ocasión para renovar el compromiso de anunciar el Evangelioorar más y abrir nuevos espacios a la actividad misionera.


Es difícil, a veces, no perder la fe
Fernando Armellini

Introducción

Un sabio del Antiguo Testamento resume así la esperanza acumulada durante la vida: “Fui joven, ya soy viejo: nunca he visto a un justo abandonado ni a su descendencia mendigando pan… Pues el Señor ama el derecho y no abandona a sus fieles, los protege siempre, pero la descendencia de los malvados, será exterminada” (Sal 37,25.28).

Bonitas palabras, pero ¿se pueden aceptar sin ninguna reserva? ¿Quién no conoce ejemplos que las contradicen? Hace un par de semanas escuchábamos a Habacuc lamentarse con Dios. En el país—decía—dominan los malvados y se cometen toda suerte de injusticias y tú, Señor, no intervienes.

Se encuentran en la Biblia muchas invocaciones a Dios para que intervenga cuando la vida sobre la tierra se vuelve intolerable. El salmista implora: “Tú lo has visto, Señor, no te calles. Dueño mío, no te quedes lejos. Despierta, levántate en mi juicio, en defensa de mi causa, Dios y Dueño mío” (Sal 35,22-23). En el Apocalipsis los mártires alzan su grito al Señor: “Señor santo y verdadero, ¿cuándo juzgarás a los habitantes de la tierra y vengarás nuestra sangre” (Ap 6,10).

¿Cómo es que Dios no responde siempre e inmediatamente a estas súplicas? Si, pudiendo, no pone fin a la injusticia ¿puede ser considerado inocente? ¿Cómo justifica Dios su silencio?

Primera Lectura: Éxodo 17,8-13a

En aquellos días, los amalecitas fueron y atacaron a los israelitas en Rafidín. Moisés dijo a Josué: –Escoge unos cuantos hombres, haz una salida y ataca a Amalec. Mañana yo estaré de pie en la cima del monte con el bastón prodigioso en la mano. Hizo Josué lo que le decía Moisés y atacó a los amalecitas; entretanto, Moisés, Aarón y Jur subían a la cima del monte. Mientras Moisés tenía en alto la mano vencía Israel, mientras la tenía bajada vencía Amalec. Y como le pesaban las manos, ellos tomaron una piedra y se la pusieron debajo para que se sentase; mientras, Aarón y Jur le sostenían los brazos, uno a cada lado. Así sostuvo los brazos hasta la puesta del sol. Josué derrotó a Amalec y a su tropa a filo de espada.

Los amalecitas eran una tribu nómade que vivían en las regiones desoladas del desierto de Sinaí. Pocos pueblos han sido odiados por los israelitas con éste.

Habían cometido un crimen imperdonable. Los Israelitas estaban de camino hacia la Tierra Prometida y debían atravesar su territorio. Cansados del viaje, les pedían un poco de agua pero los amalecitas, en vez de ayudarles, los asaltaron y mataron a los más débiles de la retaguardia de la caravana (Dt 25,17-19).

La lectura de hoy se refiere a uno de los primeros encuentros con esta tribu. Dice el texto que Moisés ordenó a Josué que los atacara, mientras que él, junto con Aarón y Jur, subirían al monte para invocar la ayuda de Dios (vv. 12-13). Sucede que, mientras Moisés mantenía las manos elevadas en oración, Josué vencía, pero cuando, debido al cansancio, Moisés dejaba caer los brazos, los amalecitas llevaban ventaja (v. 11).

¿Cómo hacer para que Moisés tenga siempre los brazos elevados en oración? Aarón y Jur encontraron una solución: sentaron a Moisés en una piedra y, uno a la derecha y el otro a la izquierda, le sostenían. Permanecieron así hasta caer de la tarde cuando Israel venció a los amalecitas.

¡El pasaje bíblico no quiere ser una invitación a pedir a Dios la fuerza para matar a los enemigos!

Los pueblos de la antigüedad sostenían que los dioses combatían al lado del pueblo que los adoraba. Nosotros hoy, instruidos por Jesús, sabemos que esta es una concepción arcaica y grosera de Dios. El episodio narrado en la lectura ha sido inserto en la Biblia porque tiene un mensaje teológico: enseña que si uno quiere obtener un resultado superior a las propias fuerzas, debe orar… sin cansarse.

Hay resultados que no pueden ser obtenidos a no ser con la oración. Nos encontramos con enemigos que nos impiden vivir, que nos quitan el aliento: la ambición, el odio, las pasiones incontroladas.

Si dejamos caer los brazos solo un momento, si interrumpimos la oración, inmediatamente estos enemigos toman la delantera y solo nos queda resignarnos a la dramática experiencia de la derrota.

Los brazos deben mantenerse siempre en alto… hasta el atardecer, hasta el término de la vida, sin cansarse.

Segunda Lectura: 2 Timoteo 3,14—4,2

Querido hermano: Tú permanece fiel a lo que aprendiste y aceptaste con fe: sabes de quién lo aprendiste. Recuerda que desde niño conoces la Sagrada Escritura, que puede darte sabiduría para salvarte por la fe en Cristo Jesús. Toda Escritura es inspirada y útil para enseñar, argumentar, encaminar e instruir en la justicia. Con lo cual el hombre de Dios estará formado y capacitado para toda clase de obras buenas. Delante de Dios y de Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y muertos, te ruego por su manifestación como rey: proclama la palabra, insiste a tiempo y destiempo, convence, reprende, exhorta con toda paciencia y pedagogía. – Palabra de Dios

¿Por qué valores vale la pena jugarse la vida? ¿Qué principios inculcar a los hijos? ¿Deberán ser educados para poder competir y triunfar en la vida o en ayudar a los más débiles? ¿Qué valor debe darse a la familia, a los hijos, a la salud, a la propia imagen social, al éxito? La respuesta a estos interrogantes son muchas y muy diversas. ¿Cuán es la respuesta justa?

La soluciones propuesta por los hombres son inciertas y cambiantes, condicionadas más por la moda que por motivaciones sólidas.

Pablo sugiere a Timoteo un punto de referencia seguro: la sagrada Escritura. Para convencerlo le recuerda el vínculo, incluso afectivo, que lo liga a la fe. Le recuerda que en esa fe fue educado desde la infancia, “fe sincera, la que tuvo primero tu vuela Loide, después tu madre Eunice” (2 Tim 1,5).

Continúa explicando el valor de la sagrada Escritura. Dice: “es inspirada y útil para enseñar, argumentar, encaminar e instruir en la justicia. Con lo cual el hombre de Dios estará formado y capacitado para toda clase de obras buenas” (vv. 14-16).

El que ha encontrado este tesoro, no puede esconderlo o considerarlo un bien solo para gozarlo en soledad, debe comunicar su descubrimiento a los hermanos y hermanas.

Pablo conjura a Timoteo—y a través de él a todos los animadores de la comunidad—a aprovechar toda ocasión para dar a conocer el Evangelio (2 Tim 4,1-2).

El apóstol se preocupa que la fe de los discípulos esté alimentada adecuadamente. No con doctrinas cambiantes, sino con el único alimento nutriente y sólido: la Palabra de Dios contenida en los textos sagrados. Por esos mismo años Pedro, dirigiéndose a los neófitos, utiliza otra imagen conmovedora: compara esta Palabra a la leche que la madre Iglesia ofrece a sus hijos e hijas. Dice: “Busquen como niños recién nacidos la leche espiritual, no adulterada, para crecer sanos” (1 Pe 2,2).

Es una invitación a toda la comunidad a no reducir la vida cristiana a devociones, a la repetición de ritos y ceremonias religiosas, sino a dar importancia al estudio y a la meditación de la sagrada Escritura.

Evangelio: Lucas 18,1-8

La oración no debe ser una manera de forzar a Dios para hacer nuestra voluntad. ¿Por qué se nos invita a dirigirnos a él con insistencia? ¿Qué sentido tiene la oración? Ante esta pregunta Jesús responde hoy con una parábola (vv. 1-5) y con una aplicación para la vida de la comunidad (vv. 6-8). La parábola comienza con la presentación de los personajes.

El primero es un juez cuyo deber es el proteger a los débiles y a los indefensos, pero en vez es un insensato, uno que no tiene sentimientos de piedad (v. 2). Él mismo, en su soliloquio, reconoce que la mala fama que se ha hecho está del todo justificada: “Aunque no temo a Dios, ni respeto a los hombres” (v. 40). La descripción que Jesús hace de este hombre es muy realista. Quizás se refiera a un caso de injusticia descarada de la cual ha oído hablar o ha sido testigo.

El segundo personaje es la viuda. En la literatura del antiguo Medio Oriente y en la Biblia es el símbolo de la persona indefensa, expuesta a abusos, víctima de supercherías, que no puede acudir a nadie sino solamente al Señor. El libro del Eclesiástico se conmueve frente a esta condición y amenaza al que abusa de ella: “Dios es justo y trata a todos por igual; no favorece a nadie contra el pobre, escucha las suplicas del oprimido; no desoye los gritos del huérfano o de la viuda cuando repite su queja; mientras recorre las lágrimas por las mejillas y el gemido se añade a las lágrimas, sus penas consiguen su favor y su grito alcanza las nubes” (Eclo 35,15-21).

La parábola pone en escena a una viuda que ha sufrido una injusticia. Quizás ha sido engañada en un asunto de herencia o fue víctima de una trampa, quizás alguien se ha aprovechado de su trabajo; lo cierto es que ha sufrido un agravio y reivindica sus derechos, pero nadie le hace caso. No tiene dinero para pagar a un abogado, no conoce a nadie que se pueda ocupar de su causa, ninguno que la pueda recomendar. Tiene en mano una sola carta y es la que juega: importuna al juez continuamente, con obstinación, a fuer de parecer indiscreta (v. 3).

Luego de haber presentado a los dos personajes, la parábola continúa con el soliloquio del magistrado el cual decide un día darle solución al caso. No porque se haya convertido de su comportamiento incorrecto, sino porque está exhausto y fastidiado por la insistencia de la mujer. Dice: este viuda es muy molesta, me inoportuna, se ha vuelto insoportable (vv. 4-5).

La parábola concluye aquí. Los siguientes versículos (vv. 6-8) contienen una actualización. Los comentaremos más adelante. Primero tratemos de encontrar el sentido del mensaje de la parábola.

¿A quién representa el juez malvado? La respuesta parece evidente, y aun un poco embarazosa: a Dios. Pero no es así. Este personaje es, en realidad, secundario, y es introducido solamente para crear la situación insostenible en la cual está envuelta la viuda. Es sobre esta situación que Jesús quiere llama la atención. Esta es la condición en que los discípulos se van a encontrar en este mundo, que ya está siendo dominado por el maligno y profundamente marcado por la muerte.

En el tiempo de Jesús la injusticia se concretizaba en los sistemas opresivos políticos, sociales y religiosos. Hoy está representado por el abuso, la estafa y daño a los más pobres y por aquellos acontecimientos inexplicables, absurdos que perturban y que son contrarios a nuestro anhelo de vida.

¿Qué hacer en estas circunstancias?

Este es el mensaje de la parábola: orar. Dice el evangelista que Jesús contó esta parábola para inculcar la convicción de que es necesario rezar siempre, sin cansarse (v. 1).

La oración es el gran medio para no perder la cabeza aun en los momentos más difíciles y dramáticos, cuando todo parece conjugarse contra nuestro y contra el reino de Dios.

¿Cómo se hace para rezar siempre? La oración no se identifica con la repetición monótona de fórmulas que enerva al que la recita, al que la escucha y—me imagino—también a Dios que ciertamente se aburre al escucharlas si no son expresión de un auténtico sentimiento del corazón (cf. Am 5,23). Jesús pidió a sus discípulos que no hagan como los paganos que piensan que por mucho hablar serán escuchados (Mt 6,7).

La verdadera oración, esa que no debe ser interrumpida, consiste en mantenerse en constante diálogo con el Señor. Un diálogo con él hace valorar la realidad, los acontecimientos, los hombres con su criterio de juicio. Valoramos con ellos nuestros pensamientos, nuestros sentimientos, nuestras reacciones, y nuestros proyectos.

Orar siempre significa no tomar ninguna decisión sin haberlo antes consultado con él. Si rompemos, aunque sea por un instante, esta relación con Dios, si—para utilizar la imagen de la primera lectura—dejamos caer los brazos, inmediatamente los enemigos de la vida y de la libertad tomarán la delantera. Enemigos que se llaman pasión, impulsos incontrolados, reacciones instintivas. Se crean las premisas para decisiones absurdas.

La oración es la que permite, por ejemplo, controlar la impaciencia de querer instaurar el reino de Dios a toda costa y recurriendo a cualquier medio. Y es la plegaria la que nos impide forzar la conciencia y nos enseña a respetar la libertad de todas las personas.

La conclusión del fragmento (vv. 6-8) es un poco enigmática. La última frase: “Solo que, cuando llegue el Hijo del Hombre, ¿encontrará esa fe en la tierra?” parece insinuar una duda sobre el final de la obra de Cristo. Para comprenderla es necesario verificar quién está hablando y quienes son los destinatarios del mensaje; luego se debe también aportar una corrección a la traducción.

El que toma la palabra es el Señor que en el Evangelio de Lucas indica el Resucitado. Se refiere a los elegidos que son los cristianos perseguidos en la comunidad de Lucas. Se trata de dar una respuesta al interrogante angustiante de ellos.

Estamos en los años 80 y en Asia Menor ha comenzado una persecución solapada y más que violenta. Domiciano pretende que todos le adoren como a un Dios. La institución religiosa pagana, servil y aduladora, enseguida se adecuó a seguir las excentricidades y manías del soberano. Los cristianos no. No pueden—como dice el libro del Apocalipsis (Ap 13)—inclinarse delante de la “bestia” (el divo Domiciano) y por eso sufren acoso y discriminación.

Ahora resulta claro quién es la viuda de la parábola: es la iglesia de Lucas, la iglesia que está privada de su Esposo, es la comunidad que espera su venida, aunque no conoce el día ni la hora de su retorno y que todos los días, con insistencia, implora: “Ven, Señor Jesús” (Ap 22,20).

A esta invocación el Señor da una respuesta consoladora, con una pregunta retórica (Y Dios ¿no hará justicia a sus elegidos si claman a él día y noche?), seguida de una afirmación perentoria (¡Les digo que inmediatamente les hará justicia! Aunque tengan que esperar mucho). Habrán notado que al final desaparece el interrogante. Esto modifica la traducción y hace más coherente el sentido del texto.

La tentación mayor de los cristianos es el descorazonamiento y la desconfianza frente a la larga espera del Esposo que tardará en manifestarse, que cambiará la injusticia.

La última frase: “Cuando llegue el Hijo del Hombre, ¿encontrará esa fe en la tierra?”, no se refiere al fin del mundo, sino a la venida salvadora de Cristo en este mundo.

De frente a la inexplicable tardanza del juez la viuda podría haberse resignado y haber perdido la esperanza de poder obtener justicia un día. El Señor quiere llamar la atención a la comunidad cristiana contra el peligro del descorazonamiento, de la resignación, de pensar que el Esposo no llegará ya más para “hacer justicia”. Él ciertamente vendrá, pero ¿estarán sus elegidos atentos para recibirlo? Para algunos esta tardanza podría haberles hecho perder la fe.

http://www.bibleclaret.org

Quinta edición del Curso Comboniano para Ancianos en Roma

«La vida es ahora…»: el lema del Curso Comboni para Ancianos (CCA) expresa bien el sentido de la iniciativa, que quiere ayudar a los participantes a no mirar con nostalgia al pasado, sino a valorar el tiempo presente como kairos, como oportunidad de gracia y de crecimiento humano y espiritual.

Llegado a su quinta edición y pensado para los hermanos que han cumplido 70 años o más, el curso cuenta con la participación de 12 misioneros procedentes de varios países: España, Portugal, Sudáfrica, Alemania, Perú e Italia. Algunos de nosotros ya nos conocemos; para otros, el curso es una oportunidad para encontrarnos, conocernos mejor y fortalecer los lazos de fraternidad. Comenzó el 7 de octubre y finalizará el 7 de diciembre.

Las motivaciones que han llevado a cada uno a participar son diferentes, pero, como se ha puesto de manifiesto desde el primer día de convivencia, se pueden resumir en el deseo de vivir un tiempo de descanso, también físico, de desconectar un poco de la rutina diaria y de dedicar más espacio a la oración, la reflexión y el estudio.

El objetivo del curso, tal y como se explica en el folleto elaborado por los dos coordinadores, el padre Alberto Silva y el padre Sylvester Hategk’Imana, es ayudar a cada uno a vivir con serenidad y fecundidad la etapa de la vejez; a crecer en la relación con el Señor; madurar una libertad interior que nos haga menos dependientes del papel, el poder y el activismo; y profundizar la relación personal con San Daniel Comboni, nuestro fundador.

Entre los medios propuestos para alcanzar estos objetivos se encuentran la oración personal, a la que dedicar más tiempo; la liturgia comunitaria, que hay que vivir con mayor calma y participación; la presentación de algunos temas relacionados con la dimensión física, psicológica, espiritual y misionera de la vejez; los ejercicios espirituales de seis días; y una peregrinación a Limone sul Garda y Verona.

En la relación introductoria, el padre Giulio Albanese nos ayudó a situar esta experiencia en el contexto más amplio de la formación permanente, ofreciendo una lectura lúcida de la compleja realidad mundial desde el punto de vista político y económico-financiero. También se refirió a la situación eclesial de Roma, con sus numerosos retos, recordando que solo el 6-7 % de los católicos de la diócesis son practicantes.

Los tres primeros días de la segunda semana fueron guiados por el padre David Glenday, quien nos invitó a redescubrir el don de nuestro fundador, san Daniel Comboni. Con sencillez y profundidad, nos planteó algunas preguntas fundamentales para ayudarnos a vivir un encuentro más personal con él. Cada día, las reflexiones del padre Glenday fueron seguidas de momentos de intercambio en los que cada uno contó cómo el ejemplo y el mensaje de Comboni han marcado y siguen inspirando su camino misionero.

En las próximas semanas, y en particular durante los días de retiro espiritual, tendremos la oportunidad de volver sobre este tema, para crecer en nuestra relación con san Daniel Comboni.

Padre Efrem Tresoldi, mccj

comboni.org