Desaprender para aprender
Texto y fotos: P. José Vieira
Desde Quillénso, Etiopía
El servicio misionero, especialmente en un nuevo contexto lingüístico-cultural, comienza con un proceso de (des)aprendizaje para preparar el camino hacia el nuevo mundo de la cultura anfitriona donde el enviado debe insertarse.
En este proceso inicial de deconstrucción, Cristo Jesús, el misionero del Padre, es el paradigma. Un himno cristológico de la Iglesia naciente proclama que «Él, siendo por naturaleza Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse, sino que se despojó de sí mismo, tomando la naturaleza de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Siendo hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» ( Filipenses 2:6-8).
Al inicio de cada envío misionero está este proceso de humilde despojo de experiencia humana y cristiana, de referencias para abrazar un nuevo modo de ser persona y de creer, a través de la lengua y de la cultura, de vivir.
Confieso que es difícil para un adulto aceptar volver a ser niño y reaprender la vida casi desde cero. Sin embargo, sin este “salto”, es imposible emprender una misión inculturada y aceptar al pueblo anfitrión como su nueva patria.

Tenía casi 33 años cuando llegué a Etiopía el 9 de enero de 1993. Robe, maestro de primaria en la misión Qillenso, me dio mis primeras clases de guji. Tras comprender la mecánica del idioma, cambié sus lecciones por socializar con los niños, quienes, a diferencia de los adultos, no tuvieron ningún problema en corregir y burlarse de mis errores gramaticales.
Me costaba balbucear “buenos días” en guji —que literalmente significa “¿Tuviste una buena noche?”— con las palabras jugando al escondite en mi memoria… Una vez, viajaba a Adís Abeba (la capital de Etiopía), casi 450 kilómetros, por una mezcla de tierra y asfalto. A mitad de camino, sediento, paré en una tienda de carretera. Quería pedir un refresco (lasselasse) y me dieron un Trinity (Selassie). Me di cuenta de la confusión al ver la cara de asombro del vendedor.
Para aprender un idioma, es necesario superar el miedo a cometer errores e intentar pensar en el idioma local en lugar de realizar una traducción mental simultánea. El proceso requiere tiempo y una ruptura radical con la lengua materna. Esto dificulta que los “nativos digitales” —que pasan gran parte de su tiempo en línea en su propio idioma— aprendan el idioma anfitrión.

La evangelización inculturada requiere conocimiento de la cultura local. Ilustrar el mensaje del Evangelio con un proverbio o una historia es muy útil. Un anciano, vecino de la misión de Haro Wato, mi segundo hogar en Etiopía, fue un apoyo fundamental. Al preparar la homilía dominical, lo visitaba, leíamos juntos el Evangelio y luego le preguntaba si había algún dicho similar al mensaje de Jesús. Sigo haciéndolo hoy, con la ayuda de la cocinera —quien, cuando no sabe, le pregunta a su padre— y de una pequeña colección de proverbios publicada por un colega mexicano.
Otra experiencia estimulante es aprender cómo se habla de Dios en su propia cultura. Los guji comienzan sus oraciones tradicionales evocando a Dios como «nuestro padre y madre, nuestro abuelo y abuela, nuestro bisabuelo, quien nos dio la vida». Y tienen muchas historias y proverbios sobre Dios. El uso de este lenguaje localiza el mensaje del evangelio, diluyendo su impronta extranjera.

El proceso de aprendizaje también es físico. Soy de Cinfães, un pueblo en medio de la sierra de Montemuro, en Portugal. Pensaba que era demasiado alto. Qillenso, mi hogar en Etiopía, está a 2300 metros sobre el nivel del mar, y mi cuerpo tardó casi un año en adaptarse al aire enrarecido y húmedo del bosque donde vivimos. Después de doce años en estos lugares, todavía me siento un poco mareado cuando celebro en la capilla de Gosa, a 2800 metros.
Hay otras cosas que aprender: el ritmo de vida (cuando no había luz, nos acostábamos con las gallinas y nos levantábamos con los gallos); hacer tiempo para las reuniones con la gente en lugar de para la agenda (en África, el tiempo no se cuenta, se crea); descubrir nuevos conceptos de justicia y equidad (en un proceso de reconciliación tradicional, nadie es completamente culpable ni nadie es completamente víctima); ralentizar la rutina diaria; los alimentos locales (que a veces provocan algún malestar intestinal).

Se dice que la paciencia es el mayor escudo del misionero. Es cierto: la paciencia se aprende y se practica en los diversos procesos en los que participamos. Un proverbio africano enseña que solos vamos más rápido, ¡pero juntos llegamos más lejos! Los gujis dicen que «el huevo caminó lentamente» para explicar que el proceso de crecimiento (de huevo a pollito) lleva tiempo.
La gramática del (des)aprendizaje puede parecer hecha de pérdidas, luchas y sacrificios. Sin embargo, esto es lo que hace de la vida misionera la aventura más privilegiada de todas, una experiencia humanizadora que lleva al misionero a abrazar nuevas formas de ser humano y experimentar a Dios. Al fin y al cabo, ¡lo que nos falta es lo que tenemos!
Fuente: agencia.ecclesia.pt