VII Domingo ordinario. Año C

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «A los que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian. Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo hacen. Y si prestáis sólo cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo. ¡No! Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; tendréis un gran premio y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos. Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis, la usarán con vosotros».


Abrir las puertas del corazón

Año C – Tiempo Ordinario – 7º domingo
Lucas 6,27-38: “Yo os digo: amad a vuestros enemigos”

El Evangelio de este domingo continúa con las bienaventuranzas del “discurso de la llanura” de San Lucas (Lc 6,17-49). Jesús indica cuál debe ser la conducta de sus discípulos. La esencia de su mensaje es: “Amad a vuestros enemigos”. Se trata de uno de los textos más impactantes del Evangelio, que exige una transformación radical de nuestras reacciones instintivas y de nuestros comportamientos sociales.

En el texto, Jesús utiliza hasta dieciséis imperativos. Sin embargo, sus palabras no constituyen una nueva legislación, sino que deben releerse a la luz de las bienaventuranzas. Son palabras de sabiduría divina que nos conducen al mismo corazón de Dios. Jesús, por paradójico que parezca, nos entrega la clave de acceso a las bienaventuranzas.

La historia de la salvación y la existencia cristiana son un camino, un proceso de paso del orden de la justicia (“ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie”: Éxodo 21,24) al orden de la gracia (“Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso”: Lc 6,36). Es un tránsito de la lógica retributiva a la lógica de la gratuidad, un cambio radical que Jesús propone a sus discípulos. San Pablo, en la segunda lectura (1 Corintios 15,45-49), presenta este proceso como el paso del “primer Adán” al “último Adán”, del hombre terreno al hombre celestial.

Las olas del Amor divino

El discurso de Jesús avanza en cuatro olas sucesivas, marcadas por cuatro imperativos cada una. Se trata del Amor de Dios que quiere cubrir toda la tierra, un tsunami divino que nos arrastra a esta aventura.

1. La primera ola está formada por cuatro imperativos dirigidos a los discípulos:
A vosotros que me escucháis, os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os maltratan.
El verbo utilizado aquí para “amar” no es el verbo griego philein (ser amigo, es decir, un amor de amistad, de reciprocidad), sino agapan (amar con un amor totalmente gratuito). Este amor se traduce en hacer el bien, bendecir y orar por la persona que nos considera su enemigo.

2. Sigue una segunda ola con cuatro ejemplos concretos, en segunda persona del singular, para hacer el discurso más directo y comprometedor: ofrecer la otra mejilla al violento, no negar la túnica al ladrón, dar a quien nos pide y no reclamar lo que nos han quitado. No se trata de comportamientos que deban seguirse al pie de la letra ni de renunciar a los propios derechos, sino de no responder al mal con mal y de renunciar a la violencia. Esto exige discernimiento para saber cómo actuar en cada situación en la que sufrimos injusticia. Se trata de vencer el mal con el bien: “No te dejes vencer por el mal, antes bien, vence al mal con el bien” (Romanos 12,14-21).

3. En el centro del discurso de Jesús encontramos la llamada “regla de oro”: “Lo que queráis que los hombres hagan con vosotros, hacedlo también vosotros con ellos.”
Jesús da cuatro motivaciones: tres negativas y una positiva. Tres negativas: ¿Qué gracia, qué mérito, qué bondad, qué generosidad hay… si amáis a los que os aman? Si hacéis el bien a los que os hacen el bien? Si prestáis esperando recibir algo a cambio? Cualquiera es capaz de hacerlo. Luego, añade una cuarta motivación positiva: “Amad, en cambio, a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada a cambio, y vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísimo.”

4. El pasaje concluye con la invitación a “ser misericordiosos, como el Padre es misericordioso”, y nos ofrece otras cuatro recomendaciones para asemejarnos a Dios: dos negativas y dos positivas: No juzguéis y no condenéis. Perdonad y dad.

¿Qué ley rige nuestra vida?

“¿Ojo por ojo, diente por diente?” Esta máxima nos parece bárbara y cruel, y hoy diríamos que nadie se atrevería a aplicarla. ¿Pero será realmente así? Sí, quizá no estrangulemos al otro con nuestras manos, pero con nuestras palabras… podemos arrastrarlo por el fango. O, en nuestra mente, alimentar el deseo de venganza. O despreciarlo con nuestra indiferencia. O incluso, en nuestro corazón, odiarlo y borrarlo de nuestra vida.

En realidad, el corazón humano no ha cambiado: solo se ha refinado. La ley del talión sigue rigiendo muchas de nuestras relaciones, incluso con el riesgo de instrumentalizar a Dios para justificar nuestra violencia. Un ejemplo claro es lo que está ocurriendo ante nuestros ojos en la guerra entre Rusia y Ucrania. Cuánta razón tenía el filósofo y creyente judío Martin Buber cuando afirmaba: “El nombre de Dios es el más ensangrentado de toda la tierra.”

¿Amar al enemigo?

“Bueno, yo no tengo enemigos”, solemos decir. Pero, en realidad, fabricamos enemigos todos los días. Una verdadera cadena de producción. Nuestros oídos escuchan una noticia negativa o nuestros ojos ven una imagen desagradable, la mente la procesa, la imaginación la agranda, el juicio dicta su sentencia y el corazón reacciona en consecuencia. Nos convertimos en jueces despiadados. Y qué difícil es desmontar este mecanismo. Se necesita una vigilancia constante. San Agustín dice: “La ira es una paja, el odio es una viga. Pero alimenta la paja, y se convertirá en una viga.”

Liberar a los prisioneros

En su discurso programático, Jesús afirma que ha sido enviado “a proclamar la liberación a los cautivos, a poner en libertad a los oprimidos, a proclamar el año de gracia del Señor” (Lucas 4,18-19). Son muchas las prisiones que mantienen esclavizada a gran parte de la humanidad, pero ¿no habrá también nuestro corazón llegado a ser una prisión?

Demasiadas veces, en los rincones más oscuros de nuestra alma, hemos encerrado a muchas personas, condenándolas según la ley de “ojo por ojo, diente por diente.” La ocasión del Jubileo es un kairos de gracia, el momento oportuno para abrir de par en par las puertas del corazón.

P. Manuel João Pereira Correia, MCCJ


El precepto más impopular
Antonio Pariente

Si las bienaventuranzas el domingo pasado nos pusieron un poco la cara colorada al reconocer lo lejos que estamos de cumplirlas, hoy y sin habernos recuperado todavía de la impresión, tenemos otro trozo del evangelio de Lucas continuación del texto de domingo anterior, que nos vuelve a poner las cosas en su sitio.

Jesús continúa el discurso dirigido a los discípulos. Las instrucciones que les da son los comportamientos y actitudes adecuadas hacia aquellos que desprecian a los que le siguen. Esta instrucción de Jesús tiene un carácter de mandamiento. Y de todos el que pone el primero es el amor a los enemigos. Quizá sea esta la exigencia mas dura de cumplir por parte de los discípulos; no es sólo la gran novedad que apunta el mensaje de Jesús, sino su precepto más impopular y uno de los mas difíciles de llevar a efecto. Pero es que el genérico amad se desarrolla o se concreta luego en otros tres imperativos: haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen y orad por los que os injurian. O sea que Jesús nos pide no que no respondamos al que nos hace el mal, sino que le respondamos con el bien. De tejas para abajo la respuesta normal es: no puede ser. No me puedes pedir esto.

La razón por la que Dios nos pide esto, es clara, es porque en su trato con nosotros, nos trata así, lo que nos está pidiendo es que nosotros tratemos a los demás como él nos trata. Puesto que él es misericordioso con nosotros, él quiere que nosotros lo seamos también con los demás, puesto que él nos ama sin merecerlo nosotros, a causa de nuestros pecados, quiere que amemos incluso a aquellos que no se lo merecen, a aquellos que nos hacen mal. Desde la lógica de Dios perfecto, desde nuestro lógica no puede ser, hay algo que no encaja.

El que este sea un programa de difícil cumplimiento, no significa que haya que descartarlo como imposible. Siempre será una meta y una referencia de aquello a lo que debemos aspirar como discípulos de Jesús. Y en lo que a nosotros nos parece imposible, tendremos que implorar la ayuda de Dios para ir dando pasos posibles y necesarios en esta dirección. La eucaristía de cada domingo debe ser también celebración de lo que vamos avanzando en esta dirección.

Le pedimos al Señor que nos abra los ojos para valorar este mensaje, que por lo menos lo tengamos presente en nuestras actitudes, y que el reconocer nuestro fallos, nos de la fuerza suficiente para seguir intentándolo.


Comentarios de José Antonio Pagola
SIN ESPERAR NADA

¿Por qué tanta gente vive secretamente insatisfecha? ¿Por qué tantos hombres y mujeres encuentran la vida monótona, trivial, insípida? ¿Por qué se aburren en medio de su bienestar? ¿Qué les falta para encontrar de nuevo la alegría de vivir?

Quizás, la existencia de muchos cambiaría y adquiriría otro color y otra vida sencillamente si aprendieran a amar gratis a alguien. Lo quiera o no, el ser humano está llamado a amar desinteresadamente; y, si no lo hace, en su vida se abre un vacío que nada ni nadie puede llenar. No es una ingenuidad escuchar las palabras de Jesús: «Haced el bien… sin esperar nada». Puede ser el secreto de la vida. Lo que puede devolvernos la alegría de vivir.

Es fácil terminar sin amar a nadie de manera verdaderamente gratuita. No hago daño a nadie. No me meto en los problemas de los demás. Respeto los derechos de los otros. Vivo mi vida. Ya tengo bastante con preocuparme de mí y de mis cosas.

Pero eso, ¿es vida? ¿Vivir despreocupado de todos, reducido a mi trabajo, mi profesión o mi oficio, impermeable a los problemas de los demás, ajeno a los sufrimientos de la gente, me encierro en mi «campana de cristal”?

Vivimos en una sociedad en donde es difícil aprender a amar gratuitamente. Casi siempre preguntamos: ¿Para qué sirve? ¿Es útil? ¿Qué gano con esto? Todo lo calculamos y lo medimos. Nos hemos hecho a la idea de que todo se obtiene «comprando»: alimentos, vestido, vivienda, transporte, diversión…. Y así corremos el riesgo de convertir todas nuestras relaciones en puro intercambio de servicios.

Pero, el amor, la amistad, la acogida, la solidaridad, la cercanía, la confianza, la lucha por el débil, la esperanza, la alegría interior… no se obtienen con dinero. Son algo gratuito, que se ofrece sin esperar nada a cambio, si no es el crecimiento y la vida del otro.

Los primeros cristianos, al hablar del amor utilizaban la palabra ágape, precisamente para subrayar más esta dimensión de gratuidad, en contraposición al amor entendido sólo como eros y que tenía para muchos una resonancia de interés y egoísmo.

Entre nosotros hay personas que sólo pueden recibir un amor gratuito, pues apenas tienen nada que poder devolver a quien se les quiera acercar. Personas solas, maltratadas por la vida, incomprendidas por casi todos, empobrecidas por la sociedad, sin apenas salida en la vida.

Aquel gran profeta que fue Hélder Câmara nos recuerda la invitación de Jesús con estas palabras: «Para liberarte de ti mismo lanza un puente más allá del abismo que tu egoísmo ha creado. Intenta ver más allá de ti mismo. Intenta escuchar a algún otro, y, sobre todo, prueba a esforzarte por amar en vez de amarte a ti solo».

NADA HAY MAS IMPORTANTE

Para muchas personas, el perdón es una palabra sin apenas contenido real. La consideran un valor con el que se identifican interiormente, pero nunca han pedido perdón ni lo han concedido. No han tenido ocasión de experimentar personalmente la dificultad que encierra ni tampoco la riqueza que entraña el acto de perdonar.

Sin embargo, el clima social que se ha generado entre nosotros, con enfrentamientos callejeros, insultos, amenazas y agresiones, al mismo tiempo que abre heridas y despierta sentimientos de odio y rechazo mutuo, está exigiendo, a mi juicio, un planteamiento realista del perdón.

Las posturas ante el perdón son diferentes. Muchos lo rechazan como algo inoportuno e inútil. En algunos sectores se escucha que hay que «endurecer» la dinámica de la lucha, «hacer sufrir» a todos, «presionar» con violencia a la sociedad entera; desde esta perspectiva, el perdón sólo sirve para «debilitar» o «frenar» la lucha; hay que llamar al pueblo a todo menos al perdón. En otros sectores, se dice que es necesario «mano dura», «cortar por lo sano», «devolver con la misma moneda»; el perdón sería, entonces, un «estorbo» para actuar con eficacia.

Otros lo consideran, más bien, como una actitud sublime y hasta heroica, que está bien reconocer, pero que en estos momentos es mejor dejar a un lado como algo imposible. Ya hablaremos de perdón, amnistía y reconciliación cuando se den las condiciones adecuadas. Por ahora es más realista y práctico alimentar la agresividad y el odio mutuo.

Hay, además, quienes se erigen en jueces supremos que dictaminan lo que se podría tal vez perdonar y lo que resulta «imperdonable». Ellos son los que deciden cuándo, cómo y en qué circunstancias se puede conceder el perdón. Por otra parte, si se perdona, será para recordar siempre al otro que ha sido perdonado; el perdón se convierte así en lo que el filósofo francés, Olivier Abel, llama «eternización del resentimiento».

Sé que no es fácil hablar del perdón en una situación como la nuestra. ¿Cómo perdonar a quien no se considera culpable ni se arrepiente de nada?, ¿a quién perdonar cuando uno se siente herido por un colectivo?, ¿qué significa perdonar cuando, al mismo tiempo, es necesario exigir en justicia la sanción que restaure el orden social? Cuestiones graves todas ellas, que muestran el carácter complejo del perdón cuando se plantea con rigor y realismo.

Sin embargo, hay algo que para mí está claro. Nada hay más importante que ser humano. Y estoy convencido de que el hombre es más humano cuando perdona que cuando odia. Es más sano y noble cuando cultiva el respeto a la dignidad del otro que cuando alimenta en su corazón el rencor y el ánimo de venganza.

Entre nosotros se está olvidando que lo primero es ser humanos. Inmenso error. Un pueblo camina hacia su decadencia cuando las ideologías y los objetivos políticos son usados contra el hombre. Mientras tanto, el mensaje de Jesús sigue siendo un reto: «Haced el bien a los que os odian.»

¿QUÉ ES PERDONAR?

El mensaje de Jesús es claro y rotundo: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian».

¿Qué podemos hacer con estas palabras?, ¿suprimirlas del Evangelio?, ¿tacharlas como algo absurdo e imposible?, ¿dar rienda suelta a nuestra irritación? Tal vez, hemos de empezar por conocer mejor el proceso del perdón.

Es importante, en primer lugar, entender y aceptar los sentimientos de cólera, rebelión o agresividad que nacen en nosotros. Es normal. Estamos heridos. Para no hacernos todavía más daño, necesitamos recuperar en lo posible la paz y la fuerza interior que nos ayuden a reaccionar de manera sana.

La primera decisión del que perdona es no vengarse. No es fácil. La venganza es la respuesta casi instintiva que nos nace de dentro cuando nos han herido o humillado. Buscamos compensar nuestro sufrimiento haciendo sufrir al que nos ha hecho daño. Para perdonar es importante no gastar energías en imaginar nuestra revancha.

Es decisivo, sobre todo, no alimentar nuestro resentimiento. No permitir que la hostilidad y el odio se instalen para siempre en nuestro corazón. Tenemos derecho a que se nos haga justicia; el que perdona no renuncia a sus derechos. Lo importante es irnos curando del daño que nos han hecho.

Perdonar puede exigir tiempo. El perdón no consiste en un acto de la voluntad que lo arregla rápidamente todo. Por lo general, el perdón es el final de un proceso en el que intervienen también la sensibilidad, la comprensión, la lucidez y, en el caso del creyente, la fe en un Dios de cuyo perdón vivimos todos. Para perdonar es necesario a veces compartir con alguien nuestros sentimientos, recuerdos y reacciones. Perdonar no quiere decir olvidar el daño que nos han hecho, pero sí recordarlo de otra manera menos dañosa para el ofensor y para uno mismo.

El que llega a perdonar se vuelve a sentir mejor. Es capaz de desear el bien a todos incluso a quienes lo habían herido.

Quien va entendiendo así el perdón, comprende que el mensaje de Jesús, lejos de ser algo imposible e irritante, es el camino más acertado para ir curando las relaciones humanas, siempre amenazadas por nuestras injusticias y conflictos.

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La novedad cristiana -¡y misionera!- del perdón al enemigo
Romeo Ballan, mccj

¡Un mensaje inaudito, sobrecogedor, más allá de toda lógica! Sin embargo, Jesús nos lo propone -es más, ¡lo ordena!- en el Evangelio de hoy: “Amen a sus enemigos… hagan el bien… bendigan… oren por los que los injurian” (v. 27-28). La orden es única -amar y perdonar al enemigo- y Jesús la subraya con cuatro verbos sinónimos. Estas órdenes de Jesús en su discurso inaugural no nacen de teorías, son elementos autobiográficos, momentos de su vida: Él ha experimentado el amor y el perdón al enemigo. Por eso nos ha dato ante todo el ejemplo, además de la invitación a imitarlo. Nos basta pensar en Jesús que en la cruz ruega al Padre por quienes lo están crucificando: “Padre, perdónales…” (Lc 23,34). Jesús sigue revelando su autorretrato. Había empezado en el discurso programático de las Bienaventuranzas (Evangelio del domingo pasado), hablando de sí mismo: pobre, perseguido… Hoy Él desarrolla el mismo tema, evidenciándonos hasta qué punto ha amado -y hay que amar- a los enemigos.

¿Un mensaje imposible de realizar? Por supuesto, si no existieran el ejemplo de Cristo, la ayuda de su gracia y el testimonio de cristianos -más numerosos de lo que se piensa- que han sido capaces de perdonar y de responder al mal con el bien. Nos encontramos ante una novedad cualitativa del Evangelio, que supera los contenidos de las otras religiones. En efecto, el amor al enemigo y el perdón no se hallan en las culturas de los pueblos; son auténticas novedades misioneras del Evangelio. El gesto de David que perdona la vida del rey Saúl (I lectura) es ciertamente magnánimo, pero se limita a no hacer mal al enemigo. Jesús nos invita a ir más allá: amen… hagan el bien a los que los odian (v. 27). Hay que subrayar la razón que mueve a David a cumplir su gesto de clemencia: respetar al “ungido del Señor” (v. 9.23). Toda persona es imagen de Dios, aunque afeada. Por tanto, ¡hay que respetarla!

El mensaje de Jesús sobre el amor y el perdón al enemigo revela el rostro auténtico de Dios: “Sean misericordiosos (compasivos), como su Padre es misericordioso” (v. 36). Hay que leer estas palabras paralelamente a las de Mateo: “Sean perfectos, como el Padre…” (Mt 5,48). Pero con una diferencia y una novedad importantes: Mateo se dirige a un público judío-cristiano con experiencia de la ley y de su cumplimiento ‘perfecto’. Lucas, en cambio, habla a personas procedentes del mundo pagano y escoge el término ‘misericordia’ para designar el rostro de Dios: Padre “rico en misericordia” (Ef 2,4).

Jesús ha optado por un rechazo total, enérgico, a la violencia. ¡De todo tipo! Venga de donde viniere. Él enseña a resolver los conflictos con métodos pacíficos, no-violentos: los métodos de Dios, amante de la vida y de la paz. Jesús no nos ordena sentir ‘simpatía’ por el que nos hace mal, ni tampoco ‘olvidar’: dos actitudes psicológicas y emocionales que no dependen de un acto de voluntad. Su mensaje va más allá. Recomienda el diálogo en diferentes instancias y no excluye tampoco legítimas sanciones (Mt 18,15-17). Indica sobre todo caminos nuevos, tales como el perdón y la oración: “oren por los que los injurian” (v. 28-30).

Con la oración el hombre entra en el mundo de Dios, sintoniza con la manera de pensar y de actuar de Dios; comprende que el Padre misericordioso no rechaza nunca a nadie y perdona a todos, siempre. “Perdonar” quiere decir “hiper-donar”, donar más, dar en exceso: algo propio de Dios y del que vive como Él. El hombre aprende de Dios a perdonar y recibe de Él la fuerza para hacerlo. Amar y perdonar al enemigo serían valores inviables, si estuviéramos abandonados a nosotros mismos. Nos hace falta un suplemento de energía, que solo Dios nos puede dar. Perdonar es un don que purifica el corazón y libera de la agresividad; perdonar es una gracia que Dios otorga al que se la pide; perdonar es posible para el que primeramente ha hecho la experiencia del amor gratuito y universal de Dios. Da prueba de ello la vida de muchos personajes ligados a la historia misionera.

– Empezando por el primer mártir de la Iglesia: el diácono San Esteban, en Jerusalén, aun bajo una granizada de piedras, oraba de rodillas por sus asesinos (Hch 7,60).

– En los comienzos de la evangelización de Japón, el jesuita S. Pablo Miki, mientras moría crucificado junto con 25 compañeros sobre la colina de Nagasaki (1597), declaró: “Con gusto le perdono al emperador y a todos los responsables de mi muerte, y les ruego que se instruyan en torno al bautismo cristiano”.

– S. Josefina Bakhita, africana nacida en Sudán, vendida cinco veces como esclava, al final de su vida (1947) afirmaba no haber guardado nunca rencor a los que le habían hecho mal.

– La B. Clementina Anuarite, joven religiosa congoleña (24 años), tuvo la fuerza de decirle al jefe de los rebeldes ‘simba’ que la estaba matando (Isiro, 1964): “Yo te perdono”.

– La B. Leonela Sgorbati, italiana de 66 años, misionera de la Consolata en Somalia, herida mortalmente (2006) mientras iba a trabajar en el hospital, repitió tres veces: “Yo perdono, perdono, perdono”.

– Todos recordamos el gesto de perdón de S. Juan Pablo II hacia su agresor, Alí Agcá (1981).

Estos testigos -y muchos otros menos conocidos- han descubierto la cumbre de las Bienaventuranzas: ¡la fuerza, el gozo de perdonar!


CUANDO DESCUBRA QUE NO HAY ENEMIGO, PODRÉ AMAR A TODOS
Fray Marcos

Seguimos con el sermón del llano de Lc. Después de las bienaventuranzas, nos propone otro de los hitos del mensaje evangélico: “Amad a vuestros enemigos”. Es el único dato que puede convencernos de que cumplimos la propuesta “amaos los unos a los otros como yo os he amado”. Tampoco es fácil entenderlo, mejor dicho, es imposible entenderlo si no se tiene la vivencia de unidad con Dios. Como programación o como obligación venida de fuera, nunca tendrá éxito, aunque el que lo proponga sea el mismo Dios. Que somos hijos de Adán (carnales) es evidente. Para ser hijos del Espíritu y dejarnos guiar por él, hay que nacer de nuevo.
Si sigo pensando que estas exigencias son demasiado radicales, es que no he entendido nada del mensaje evangélico; aún estás pensándote como individualidad separada y egótica; no te has enterado de lo que realmente eres. Es un planteamiento existencial, que va más allá de toda comprensión racional. Compromete al ser entero, porque se trata de dar sentido a toda mi existencia. Es verdad que desbarata el concepto de justicia del todo el AT y también el del Derecho Romano, que nosotros manejamos. Pagar a cada uno según sus obras o la ley del talión, quedan superadas; a años luz del “Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo”.
El amor al enemigo es la única garantía de que está en nosotros el amor de Dios, el que nos pide Jesús en el evangelio. La falta de amor hacia uno solo de los seres humanos es la certeza absoluta de que nuestro Amor (ágape) es cero. Todo lo demás, sin ese amor al enemigo, es egoísmo camuflado, y nuestra vida espiritual será una farsa. Todo lo que normalmente llamamos amor no pasa de ser instinto, pasión, interés, amistad, que buscamos para potenciar el yo periférico, superficial. En el fondo no es más que egoísmo. Pero si anida en nosotros el más mínimo odio a una sola persona, entonces es evidente que estamos en las antípodas del evangelio. En esta materia no sirve de nada engañarnos a nosotros mismos.
Debemos distinguir entre el enemigo sujeto activo: el que odia a otro y el enemigo objeto, el que es aborrecido. Normalmente ponemos la meta de nuestra moral en no hacernos enemigo de nadie, es decir, no odiar o aborrecer a nadie. Pero Jesús no se contenta con eso. El evangelio nos pide que debiéramos contestar con amor al odio expresado por el que nos tiene aversión y está haciendo todo lo posible por machacarnos. Tampoco se trata de que le tengamos simpatía o amistad. Los sentimientos son anteriores a nuestra voluntad y no podemos impedirlos. El texto griego dice “agapate”, imperativo de “agapao”. Ya sabéis que este verbo significa, para los primeros cristianos, el amor de Dios que se manifestó en Jesús. Se nos pide que amemos con el mismo amor con que Dios nos ama. Yo no puedo tener simpatía hacia el que me está haciendo daño, pero puedo considerar que hay algo en ese sujeto por lo que Dios le ama; y yo estoy obligado a considerar ese aspecto que me permita amarlo a pesar de su actitud y de sus actos.
Esto quiere decir que el amor que nos pide Jesús no está provocado por las cualida­des del otro, si no que es consecuencia exclusiva de una maduración personal. En la vida normal damos por supuesto que tenemos que amar a la persona amable; que debemos acercar­nos a las personas que nos pueden apartar algo. No es eso lo que nos pide el evangelio. Dios ama a todos los seres, no por lo que son, sino por lo que Él es. No porque son buenos, sino porque Él es bueno. Fijaos lo retorci­dos que somos los humanos, que en vez de entrar en la dinámica del amor gratuito y desinteresado de Dios, le hemos metido a Él en la dinámica de nuestro raquítico amor. De esa manera predicamos un Dios que premia a los buenos y castiga a los malos y nos quedamos tan anchos. Si pensamos que Dios ama solo a los buenos, ¡qué puedo hacer yo!

El Amor no puede ser nunca consecuencia de un mandamiento. Cualquier forma de programación es lo más contrario al amor que podamos imaginar. Para nada valen propósitos y voluntarismos. Ésta es la causa de tanto fracaso espiritual. El amor de que habla el evangelio, como todo amor, tiene que ser consecuencia de un conocimiento. Me lo habéis oído muchas veces: la voluntad es una potencia ciega, no tiene capacidad ninguna de elección. Solo puede ser movida por un objeto que la inteligencia le presente como bueno. Lo que le es presentado como malo, lo rechaza sin paliativos, no puede hacer otra cosa. Cuando en la vida real, repetimos una y otra vez una acción que consideramos mala, es que, en el fondo, no hemos descubierto la razón de mal en esa acción, y solamente la hemos considerado mala como fruto de una programación externa o una obligación impuesta. Esta es la causa de todos los conflictos de conciencia.
Pero ese conocimiento que nos lleve a descubrir como algo bueno el amor al enemigo, no puede ser el que nos dan los sentidos ni el razonamiento discursivo, que ha surgido exclusivamente para apoyar a los sentidos y garantizar la vida individual. El conocimiento que me lleve a amar al enemigo tiene que venir de otra parte. Tiene que ser una toma de conciencia de lo que realmente soy, y por ese camino, descubrir los que son los demás. Nace del conocimiento de mi ser. El verdadero amor es lo contrario del egoísmo. Llamamos egoísmo a una búsqueda del interés individual del falso yo. Cuando descubro que mi verdadero ser y el ser del otro se identifican, no necesitaré más razones para amarle. De la misma manera que no tengo que hacer ningún esfuerzo para amar todos los miembros de mi cuerpo, aunque estén enfermos y me duelan.
No podemos esperar que este Amor que se nos pide en el evangelio, sea algo espontáneo. Todo lo contrario, va contra la esencia del ADN que nos empuja al egoísmo, es decir a hacer todo aquello que puede afianzar nuestro ser biológico y a evitar todo lo que pueda dañarlo. Para dar el paso de lo biológico a lo espiritual, el ser humano tiene que recorrer un proceso de aprendizaje inteligente, pero más allá de la razón. Solo la intuición puede llevarle al verdadero conocimiento, del que saldrá como consecuencia, el verdadero Amor. Tiene que descubrir su verdadero fin, ante el cual todo lo demás, hasta la conserva­ción de la vida, no es más que un medio.
El motivo que apunta el evangelio para ese amor, tiene mucha miga. “Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo”. Mt es más radical y habla de “sed perfectos como vuestro Padre del cielo es perfecto.” Se nos pide que nos comportemos como hijos de Dios. Ser hijo quiere decir salir al padre, comportarse como el padre. Sólo alcanzando una conciencia clara de ser hijos, podremos considerarnos hermanos. Para los judíos, el concepto de hijo estaba mucho más ligado a la relación humana entre padre e hijo, que a la biológica. Hijo era el que salía al padre, el que cumplía en todo la voluntad del padre, el que imitaba en todo al padre, el que, donde quiere que fuera, hacía presente al padre, porque se comportaba como él se hubiera comportado. Alcanzar la plenitud humana, es imitar a Dios como Padre. Por eso Jesús consideró a Dios como único Padre.
Lo difícil es compaginar este amor con la lucha por la justicia, por los derechos humanos. Jesús habla de no oprimir, pero también, de no dejarse oprimir. Tenemos la obligación de enfrentarnos a todo el que oprime a otro o trata de oprimirme a mí. Tolerar la violencia es hacerse cómplice de esa violencia. Si no ayudamos a los demás a conseguir los derechos mínimos que no se le pueden negar a un ser humano, se nos calificará, con razón, de inhumanos. Pero la defensa de la justicia, nunca se debe hacer con odio o venganza. Sin la experiencia interior, será imposible armonizar la lucha por la justicia y el verdadero amor, menos aún con violencia. Sin renunciar a la lucha por la justicia, debemos tener claro que esa lucha, tenemos que llevarla a cabo con amor.

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Fernando Armellini

Introducción

Ernesto dice, frente a sus colegas en la escuela: “Respeto a todos, pero si secuestran a mi hijo, mato a los responsables”. José es un empleado; un día llega a su casa molesto de ira por la injusticia sufrida y confiesa a su esposa: “¡Luis me las va a pagar! Cuando necesite un favor, tendrá que pedírmelo de rodillas y lo haré esperar hasta cuando yo quiera”. A Jorge, un joyero, lo robaron tres veces y también fue amenazado de muerte; ahora tiene un arma a mano para defenderse.

Vamos a evaluar estas tres actitudes. Todos estamos de acuerdo en considerar que Ernesto, José y Jorge no son malos: no atacan a los que hacen el bien; simplemente reaccionan contra los que hacen el mal. La violencia, las represalias y la venganza tienen su propia lógica y pueden justificarse.

Tal vez no compartimos la forma en que intentan restaurar la justicia, pero el objetivo al que apuntan los tres no es el mal. Solo quieren castigar y disuadir a quienes cometen acciones reprensibles. Podríamos decir que solo son personas: responden al bien con el bien y con el mal a lo que es malo. ¿Pero es suficiente ser considerado cristiano por ser justo?

Quien se transforma interiormente por el Amor y por el Espíritu de Cristo va más allá de la lógica de las personas y coloca en el mundo un nuevo signo: el amor hacia aquellos que no lo merecen.

Evangelio: Lucas 6,27-38

Después de proclamar benditos a los discípulos porque son pobres, tienen hambre, lloran, son perseguidos, Jesús se dirige a las multitudes que lo escuchan y enuncia un principio impactante: “Ama a tus enemigos, haz el bien a los que te odian … y ora por los que te tratan mal” (vv. 27-28). Cuatro imperativos: amar, hacer el bien, bendecir, ¡orar! Eso no deja ninguna duda sobre cómo debe comportarse un cristiano ante el mal. Son la evidencia inequívoca de que Jesús rechaza, en los términos más fuertes, el uso de la violencia.

Contra los culpables reaccionamos instintivamente con la agresión. Creemos que, haciéndole pagar su culpa, se restablece la justicia y todos reciben una lección en la vida. Jesús no está de acuerdo con soluciones tan apresuradas. Repudia el uso de la violencia porque esto nunca mejora las situaciones. Esto lo complica aún más y no ayuda a los malvados a mejorar. Lo aplasta, desencadena el odio y despierta el deseo de venganza. La única actitud que crea lo nuevo es el amor.

Hay cristianos que reconocen muy honestamente que, al intentarlo, lograron amar a quienes les causaron daños irreparables: aquellos que los difamaron, arruinaron su carrera y destruyeron la serenidad y la paz en su familia –que puede suceder– cuando alguien mata a un miembro de la familia. Jesús no exige que nos hagamos amigos de quienes nos hacen daño. Ni siquiera sintió simpatía por Anás y Caifás, los fariseos, ni por Herodes, al que apodó ‘zorro’ (Lc 13,32), ni por Herodías, que mató al Bautista (Mc 6,14-29). La simpatía está más allá de nuestro control; no puede ser mandada, surge espontáneamente entre personas que se respetan, que están sintonizadas entre sí.

El Maestro pide amar; eso implica trasladar la mirada, desde los propios derechos, a las necesidades del otro. No es suficiente no responder al mal con el mal, con un insulto al daño. Uno tiene que controlarse para aceptar a los demás. Es imprescindible dar siempre el primer paso para llegar a alguien que nos hizo el mal, para ayudarlo a salir de su difícil situación.

No es fácil. Por eso se recomienda la oración. Solo la oración desata la agresión, desarma el corazón, comunica los sentimientos del Padre que está en el cielo, da la fuerza que proviene del amor de Dios. La oración por el enemigo es el punto más alto del amor porque presupone un corazón dispuesto a purificarse de todas las formas de odio. Cuando uno se pone delante de Dios, no puede mentir. Uno solo puede pedirle que se llene con el bien al que hace el mal, y cuando uno se las arregla para orar de esta manera, el corazón está en sintonía con el corazón del Padre que está en el cielo, quien solo puede pedir que llenemos con deseos de bien al que está dolido. Y cuando puedes orar así, tu corazón está en sintonía con el del Padre que está en el cielo, “que hace salir el Sol sobre los malos y los buenos, y que llueva tanto sobre los justos como los injustos” (Mt 5,45).

En la segunda parte del pasaje, Jesús explica su solicitud con cuatro ejemplos concretos: “Al que te golpee en una mejilla, ofrécele la otra; al que te quite el manto, no le niegues la túnica; da a todo el que te pide; al que te quite algo no se lo reclames” (vv. 29-30). A los discípulos no les está prohibido exigir justicia, defender su propio derecho, proteger sus propiedades, su honor y su vida. No son cobardes que toleran la opresión, el abuso de poder, el hostigamiento hacia los débiles.

El amor no significa aguantar en silencio, sin reaccionar. El cristiano está muy activamente comprometido con poner fin a la injusticia, la intimidación y los robos. Para restablecer la justicia, rechaza los métodos condenados por el Evangelio. No recurre a las armas, a la violencia, a la falsedad, al odio, a la venganza. “Él no paga el mal con el mal… Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber …. No permitas que el mal te derrote, sino vence al mal con el bien” (Rom 12,17-21). Cuando uno no puede restaurar la justicia con medios evangélicos, lo que queda para el cristiano es tener paciencia. Esta virtud indica la capacidad de soportar, resistir bajo un peso pesado. Cuando el único camino que queda abierto es lastimar a un hermano, el que es capaz de soportar el peso de la injusticia demuestra que es discípulo de Cristo.

El pasaje continúa con la llamada regla de oro: “Traten a los demás como quieren que ellos los traten a ustedes” (v. 31). No significa que nuestro egoísmo debe ser la medida del bien que hagamos. Jesús solo da un sabio consejo sobre qué hacer para ayudar a los que están en dificultades. Él sugiere que nos hagamos esta pregunta: Si estuviéramos en su condición, ¿qué nos gustaría que otros hicieran por nosotros? ¿Cómo nos gustaría ser ayudados? ¿Seríamos felices si nos atacaran, nos humillaran y usasen violencia contra nosotros? Seamos honestos cuando exigimos justicia por un mal sufrido. A menudo no buscamos el bien del otro; solo pensamos en vengarnos. Observamos, por ejemplo, cómo, frente a un delincuente, el comportamiento del juez es diferente al de la madre. El primero emite su juicio sobre la base de un código y desea restablecer el estado de derecho; el segundo pasa por arriba a todos los códigos, se guía por su amor y solo piensa en recuperar al hijo.

En los siguientes versículos (vv. 32-34), Jesús considera tres casos de personas “justas”: aman a quienes los aman, hacen bien a aquellos de quienes reciben bien y hacen préstamos y luego son retribuidos. Estas son personas que hacen buenas obras, sin duda, pero su comportamiento aun puede ser dictado por el cálculo, buscando una ventaja.

La expresión “¿qué mérito tienes?”, repetida tres veces en estos versículos, traduce erróneamente el griego original. Es el texto paralelo de Mateo el que habla de ‘méritos’ (Mt 5,46). Lucas elige en cambio, y con mucha finura, otro término. Dice: “¿dónde está tu gracia?” (es decir: “¿qué haces gratis?”). Es ‘la propina’ lo que caracteriza la acción del cristiano, lo que nos permite identificar, inequívocamente, a los hijos de Dios.

Jesús continúa: “Ama a tus enemigos” (v. 35). Aquí se indica la situación privilegiada en la que es posible manifestar amor gratuito. Aquí tocamos el pináculo de la ética cristiana. La propuesta de Jesús fue anticipada en algunos textos del Antiguo Testamento: “Si ves que el buey o el asno de tu enemigo se extravían, devuélvelo. Cuando veas a un burro de un hombre que te odia caer bajo su carga, no pases de largo; ayúdalo” (Éx 23,4-5; cf. Lev 19,17-18.33-34).

Incluso los sabios paganos dieron consejos similares. Recordamos a Epicteto –“Si te golpean como a un burro, haz como el burro, que al ser golpeado, ama a quien lo golpea como padre de todos, como a un hermano”– y a Séneca –“Si quieres imitar a los dioses, haz bien también a los ingratos, porque el sol también se levanta sobre los impíos”. Al parecer, las declaraciones de los filósofos estoicos mencionados parecen idénticas a las del Evangelio; en realidad, responden a una perspectiva radicalmente diferente.

“Haz el bien y presta sin esperar nada a cambio”, sugiere Jesús (v. 35). Y esta recomendación excluye toda búsqueda de una ventaja propia, incluso espiritual. A diferencia de los estoicos, que no actuaban por el bien de los demás, sino que buscaban el logro de la paz interior, de la imperturbabilidad, del completo dominio de sí mismos, el discípulo de Cristo no se deja tocar por ningún pensamiento egoísta, ninguna complacencia, ninguna búsqueda de gratificación personal. Ni siquiera piensa en acumular méritos para el cielo. Ama y cede en pura pérdida.

¿Qué recompensa recibirán aquellos que son guiados por este amor desinteresado? “¡Será genial!”, responde Jesús. ¿Tendrán un lugar mejor en el cielo? No, mucho más: “Así será grande su recompensa y serán hijos del Altísimo, que es generoso con ingratos y malvados” (v. 35). Este será el premio: la similitud con el Padre, su propia felicidad, experimentando, ya en esta Tierra, la alegría inefable que experimenta quien ama sin esperar nada a cambio.

El pasaje termina con la exhortación a los miembros de la comunidad cristiana para que hagan visible ante los ojos de los hombres el rostro del Padre celestial (vv. 36-38). En el Antiguo Testamento, Dios se presenta a sí mismo con las siguientes palabras: “El Señor es un Dios compasivo y clemente, rico en bondad y lealtad” (Éx 34,6).

El primer rasgo de la misericordia es que no debe identificarse con la compasión, la tolerancia, el perdón por las ofensas. Misericordioso significa, en lenguaje bíblico, “ser sensible al dolor, a las desgracias y a las necesidades de los pobres y desafortunados”. Dios no solo siente esta emoción, sino que interviene realizando acciones de Amor y Salvación.

Jesús invita a sus discípulos a cultivar sentimientos e imitar las acciones del Padre que está en el cielo. Con dos prohibiciones (no juzgar, no condenar) y dos advertencias positivas (perdonar, dar), también explica cómo imitar la conducta del Padre. Quien está en sintonía con los pensamientos, sentimientos y comportamientos de Dios no pronuncia las oraciones de condena contra el hermano. El Padre, que conoce los corazones, no lo hace ni lo hará ni siquiera al final de los tiempos. Quien tiene una mirada tan penetrante como la suya, quien ve a una persona como la ve el Padre del cielo, no condena a nadie. “¿Cómo podré dejarte? Me das un vuelco el corazón, se conmueven mis entrañas” (Os 11,8) y se compromete de todas las maneras para que vuelva a la Vida.

En consecuencia, podríamos resumir el mensaje del Evangelio diciendo que hay tres categorías de personas: en el peldaño más bajo, están los malvados (aquellos que, aunque reciben el bien, hacen el mal); más alto están los justos (aquellos que responden al bien con el bien y el mal con el mal) y, finalmente, hay quienes responden al mal con el bien. Solo ellos son hijos de Dios y reproducen en sí mismos el comportamiento del Padre.

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