Parroquia peregrina y misionera

Al 65 km de la capital gallega, en el llamado Camino francés de Santiago de Compostela, se encuentra la parroquia de San Tirso que los misioneros combonianos gestionan desde 2014.

Texto y fotografías: P. Francisco Javier Ochoa Gracián, mccj
Desde Palas de Rei, España

La parroquia de San Tirso es una unidad pastoral que aglutina 25 parroquias. Está situada en la localidad de Palas de Rei, en la provincia gallega de Lugo. El templo parroquial, de estilo románico, tiene un pórtico medieval y en su interior se equilibran la austeridad y el neoclasicismo.

La comunidad está formada por cuatro sacerdotes misioneros combonianos: dos españoles, un polaco y un mexicano. Todos han trabajado en diferentes países del continente africano e intentan transmitir un espíritu misionero y de esperanza a los feligreses y peregrinos que pasan cada día por la parroquia, sobre todo para participar en la “misa del peregrino”.

La mayoría de los feligreses de esta unidad pastoral son personas mayores. Hay una ausencia muy marcada de jóvenes y niños en las celebraciones eucarísticas. Solo aparecen en fiestas como San Tirso, el 28 de enero; San Cristóbal, en julio y Ecce Homo, en septiembre.

También los días de catequesis de primera comunión y confirmación. Las aldeas se van vaciando poco a poco y no siempre es fácil llevar adelante un programa de evangelización que refuerce la fe y el entusiasmo en Cristo.

En este contexto, el sacerdote mexicano Francisco Javier Ochoa Gracián ha querido compartir con nosotros una anécdota sobre su experiencia personal de misión, trabajando en esta parroquia peregrina de San Tirso.

«Hace algunos meses, un grupo de jóvenes provenientes del pueblo mexicano donde viví y crecí, me hicieron la invitación de hacer la experiencia del Camino de Santiago, a través del “camino portugués”. Mi tarea fue animarlos en la parte espiritual con charlas diarias misas en campo abierto, el rezo del rosario misionero, confesiones y, el último día, con una adoración al Santísimo en agradecimiento a Dios por los días vividos juntos. Fueron días de mucha lluvia, viento, subidas y bajadas, cansancio, paisajes increíbles y encuentros significativos. Esta experiencia única, me ayudó bastante para entender un poco más el espíritu de muchos peregrinos que pasan por nuestra parroquia en búsqueda de algo valioso para sus vidas».

10 días de animación misionera en España

Por: José de Jesús García
desde Palencia, España

La Hna. Sonia De Jesús García (mi hermana), originaria de Chilpancingo, Guerrero, realiza su misión en Zambia, África. En Zambia, la lengua oficial es el inglés.  Sonia al venir de vacaciones para México, tuvo la oportunidad de pasar a España del 25 de agosto al 04 de septiembre para visitarme. Tiempo que aprovechamos para realizar animación misionera visitando comunidades combonianas, amigos e incluso la feria del libro en Palencia.  Al día siguiente de su llegada partimos hacia Granada, al sur de España.

En Granada se encuentra el Escolasticado Comboniano y una Comunidad de las Misioneras Combonianas. El miércoles 27, la Hna. Lilia Karina Navarrete Solís, comboniana mexicana, organizó con las hermanas de su comunidad la Santa Misa y una comida para dar la bienvenida a Sonia.  Lilia y Sonia fueron compañeras de grupo y se prepararon juntas en Roma para su profesión perpetua. En la misa, durante la homilía Sonia, nos compartió su experiencia misionera, en Zambia, todos escuchamos con gran interés. Y durante la comida, las Hnas. Isabel González y Carmen Martín le hicieron muchas preguntas a nuestra misionera visitante, sobre las dificultades y esperanzas en la misión. Sonia les dio respuestas, con la alegría y el optimismo que la caracterizan. 

Posteriormente el viernes 29, partimos de mañana en autobús hacia Palencia. En nuestra comunidad comboniana, Sonia fue recibida con grande alegría. Actualmente vivimos 13 misioneros, la mayoría ya mayores.  El domingo siguiente, me tocó presidir la Santa Eucaristía en nuestra casa y Sonia compartió sus vivencias misioneras durante la misa, estando presentes: el P. Ángel Lafita, el P. José Javier Parladé y el P. José Luis Vale Insua, grandes veranos de la misión. Fue un tiempo oportuno, en que Sonia nos compartió su experiencia reavivando en ellos, los tiempos buenos, en que ellos estuvieron activos en las misiones.

El lunes 1 de septiembre visitamos a la familia Lorenzo Pérez, en Relea de la Loma, ubicada a 70 kilómetros de distancia de Palencia. Una familia, amiga de los combonianos y bienhechora desde hace más de 50 años, fuimos el P. Juan Manuel Rodríguez (español), Sonia y yo. Fue un día muy alegre, para recordar a muchos misioneros que pasaron por Palencia y también en Saldaña (ciudad próxima a Relea), lugar donde muchos años antes, estuvo una casa comboniana, y por falta de personal se tuvo que cerrar. La familia aprovechó para hacer muchas preguntas sobre la misión de Sonia en Zambia. Sonia animó a dicha familia a continuar orando por los misioneros y a no dejar que se apague o enfríe su fe.

El martes 2 de septiembre viajamos de Palencia a Madrid. Nos recibió Sor Elena Hernández González, religiosa de la congregación de las Hijas de María, Madre de la Iglesia, congregación que lleva adelante su pastoral centrada en la educación escolar de niños de primaria y secundaria. El colegio que atienden se llama Colegio San José. Tiene un número aproximado de 300 alumnos. Sor Elena nos compartió parte de lo que es su carisma y también aprovechó para preguntar a Sonia cuales son los retos y desafíos en tierras africanas. Sonia, después de responder a sus preguntas y felicitarla por su trabajo en la educación, la invitó a organizar voluntarios misioneros, que apoyen en la salud o la educación, que estén dispuestos a salir de su pequeño mundo y vean que hay otras realidades de misión que nos esperan.  

El miércoles 3 de septiembre, La Hna. María del Prado Fernández Martín, misionera comboniana, nos invitó a su comunidad. Fue un encuentro muy emotivo. En su comunidad hay 25 misioneras combonianas mayores, de las cuales varias conocen a Sonia, de muchos años atrás, porque habían coincidido en México, Perú, Ecuador, Zambia o incluso en Roma, Italia. La Hna. Prado es consejera de la nueva provincia comboniana: Europa Unida (Italia, España, Portugal, Inglaterra y Escocia). Es también la responsable de los medios de comunicación de su comunidad y de su nueva provincia y también del SCAM (Servicio Conjunto de Animación Misionera a nivel Nacional de España). Aprovechando nuestra visita, pidió entrevistarnos a los dos. Dijo que era un momento especial y único, por estar dos hermanos de sangre misioneros juntos y sobre todo por pertenecer a la misma congregación. Le preguntó a Sonia cómo fue que ella se decidió a ser misionera. Sonia dijo que desde muy pequeña sentía ese deseo e inquietud y que por mucho tiempo estuvo buscando en diferentes congregaciones, donde sentía, que Dios la llamaba. Explicó que hasta que conoció a las misioneras combonianas, se sintió plenamente identificada con el carisma misionero comboniano. Gracias a Dios hoy se está realizando como misionera. Es superiora de la comunidad comboniana ubicada en la localidad de Kaande, situada al sur-oeste del país.

Fueron 10 días intensos, pero llenos de alegría y de esperanza misionera. Hacía más de 10 años que Sonia y yo no nos veíamos en persona, porque por nuestra mamá, que gracias a Dios vive, alternamos nuestras vacaciones y no coincidimos nunca. Escribo este artículo para compartir a nuestros bienhechores, familiares y amigos, esta rica experiencia de ser misioneros. Y sobre todo para agradecerles, por todo lo que ya han hecho por las misiones. Y para pedirles que continúen orando por las vocaciones misioneras y también colaborando para que la buena noticia siga llegando hasta los últimos rincones de la tierra.

Laicos Misioneros Combonianos en Kitelakapel, West Pokot

Kitelakapel pertenece a la parroquia de Kacheliba. Cuenta con 17 aldeas y 17 ancianos, con un jefe que trabaja estrechamente para velar por el bienestar de la comunidad.

El condado de West Pokot es uno de los 14 condados de la región del Valle del Rift. Está situado en el norte del Rift, en la frontera occidental de Kenia con Uganda. Limita con el condado de Turkana al norte y noreste, con el condado de Trans Nzoia al sur, y con los condados de Elgeyo Marakwet y Baringo al sureste y este, respectivamente. El condado tiene una superficie aproximada de 9,169.4 km2. El condado de West Pokot, cuya capital es Kapenguria, está habitado principalmente por la comunidad pokot y la comunidad minoritaria sengwer. Son personas religiosas, en su mayoría cristianas, pero también hay musulmanes. La cultura es rica y la acogemos con entusiasmo.

El condado es conocido por su rico patrimonio cultural, la agricultura y la ganadería. El sector agrícola y ganadero es la columna vertebral de la economía, ya que más del 80% de la población se dedica a la agricultura y actividades relacionadas. El condado se caracteriza por una gran variedad de accidentes topográficos. En las partes norte y noreste se encuentran las llanuras secas, con una altitud inferior a 900 m sobre el nivel del mar. En la parte sureste se encuentran las colinas de Cherangani, con una altitud de 3370 m sobre el nivel del mar. Los paisajes asociados a esta gama de altitudes incluyen espectaculares acantilados de más de 700 m. Las zonas de gran altitud tienen un alto potencial agrícola, mientras que las de altitud media se encuentran entre 1500 y 2100 m sobre el nivel del mar y reciben pocas precipitaciones, además de ser predominantemente tierras de pastoreo. Las zonas de baja altitud incluyen Alale, Kacheliba, Kongelai y Kitelakapel.

Los pokot siempre han estado sólidamente arraigados en sus propias tradiciones y estilo de vida, por lo que solo recientemente han comenzado a valorar la educación escolar, y el nivel general de escolarización sigue siendo bajo. Las familias son principalmente polígamas, las niñas suelen casarse a una edad muy temprana, lo que significa, para las que van a la escuela, abandonar los estudios, como en el caso de los embarazos precoces, que también son bastante comunes.

Las familias están bastante fragmentadas, con casos de divorcios y separaciones, lo que tiene consecuencias inevitables en el comportamiento, los sentimientos y el bienestar de los niños. Entre los jóvenes y los adultos existe un problema generalizado de adicción al alcohol y las drogas, así como de VIH y otras enfermedades de transmisión sexual. La comunidad de Kitelakapel tiene un 90% de personas muy pobres y un 10% de clase media, compuesta principalmente por profesores y funcionarios del gobierno local y unos pocos agricultores dedicados al comercio.

El sector agrícola está creciendo y mejorando gracias a las lluvias favorables y constantes y a la fertilidad del suelo gracias a la aplicación de estiércol de vaca. En su mayoría, plantan maíz y hortalizas en amplias zonas valladas para evitar que los animales en régimen de pastoreo libre las destruyan, y se han introducido animales de cría selectiva en algunas explotaciones para aumentar la producción de leche y carne.

Miembros de KICE-CBO durante la junta general anual «Era un ambiente lleno de alegría, gran unidad, sonrisas para la foto y una buena sensación de pertenencia a una organización comunitaria certificada en uno de los pueblos más pobres y abandonados».

Gracias a la mejora del suelo y a las lluvias constantes, los miembros se dedican plenamente al cultivo de maíz a gran escala, que se utiliza para el consumo doméstico y comercial. Dado que la mayoría tiene mucha tierra, la necesidad de equipos como tractores, suelo fértil y buenas semillas ayudará a la comunidad a disponer de suficientes alimentos que puedan almacenarse y utilizarse en las estaciones secas y de sequía. Dado que el maíz es un cultivo alimenticio y comercial, algunos hogares lo utilizan para criar pollos y otros animales, lo que ha aumentado los ingresos y los alimentos como la carne, los huevos, etc. Gracias a la recuperación de las tierras secas e idóneas mediante el riego, que requiere la disponibilidad de agua bombeada del subsuelo, en las tierras abandonadas están creciendo cebollas, tomates y verduras.

Un nuevo proyecto: la Organización Comunitaria Integrada para el Empoderamiento Comunitario de Kitelakapel (KICE-CBO)

Se trata de una organización comunitaria que hemos creado recientemente en Kitelakapel como instrumento para empoderar a nuestra comunidad y a los hogares familiares. 175 miembros se han inscrito oficialmente y se han unido a la organización comunitaria, y seguimos recibiendo más solicitudes de personas que desean unirse al grupo. Ahora estamos totalmente registrados y certificados por el gobierno, y nos encontramos en la fase de poner en marcha una serie de actividades generadoras de ingresos, como la apicultura, la artesanía, la restauración, la avicultura, etc. También es una cooperativa de ahorro y crédito, por lo que los ingresos se entregarán a los miembros en forma de préstamos, así como intereses por sus ahorros. Esperamos que esto permita a hombres y mujeres, especialmente a aquellos que no tienen ninguna otra fuente de ingresos, participar en actividades económicas que les permitan ser independientes y mantenerse alejados de las adicciones y la violencia. A la gente le encantan los grupos de unidad y autoayuda, a través de los cuales pueden obtener oportunidades, ahorrar dinero, comerciar y participar en actividades socioeconómicas.

El laico misionero comboniano Pius Oyoma muestra el certificado de registro y constitución a los miembros de The Kitelakapel Integrated Community Empowerment-CBO.

Como coordinador de la comunidad internacional de Kitelakapel, miembro del comité de desarrollo parroquial y tesorero de CLMK, con mi profesión de administrador de empresas y contable y mis habilidades en gestión de proyectos, compartir mis habilidades para unir y empoderar a las personas me da satisfacción a través de una influencia positiva e impactante en la población local que necesita mi trabajo. Esto ayudó al grupo a ser certificado y reconocido por el gobierno y la comunidad. La Iglesia católica universal fomenta la unidad y el desarrollo a través de JPIC, CARITAS, el consejo parroquial, el comité de desarrollo y otras ONG.

Los miembros de la junta directiva y los líderes de la KICE CBO.

Otros efectos positivos de la creación de la KICE-CBO:

En mi encuentro durante el primer año, la mayoría de los hombres nunca querían ir a la iglesia, solo se podían encontrar dos, pero después de la campaña “envía a los hombres a la iglesia” a través de CMA y KICE-CBO, hoy celebramos que más de 30 hombres asisten a la iglesia y están entusiasmados por integrarse con las mujeres para trabajar por un objetivo común.

La CWA y la CMA se visitan mutuamente y apoyan a quienes tienen necesidades graves con contribuciones económicas y oraciones.

Reunión de la Asamblea General Anual de la KICE-CBO

La integración y el empoderamiento de la CMA, la CWA, los jóvenes y los no católicos para construir una comunidad sólida supone un cambio radical para Kitelakapel, ya que antes la gente no estaba unida, sino muy separada entre sí.

Pius Oyoma, LMC Kitelakapel (Kenia)

Desaprender para aprender

Texto y fotos: P. José Vieira
Desde Quillénso, Etiopía

El servicio misionero, especialmente en un nuevo contexto lingüístico-cultural, comienza con un proceso de (des)aprendizaje para preparar el camino hacia el nuevo mundo de la cultura anfitriona donde el enviado debe insertarse.

En este proceso inicial de deconstrucción, Cristo Jesús, el misionero del Padre, es el paradigma. Un himno cristológico de la Iglesia naciente proclama que «Él, siendo por naturaleza Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse, sino que se despojó de sí mismo, tomando la naturaleza de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Siendo hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» ( Filipenses 2:6-8).

Al inicio de cada envío misionero está este proceso de humilde despojo de experiencia humana y cristiana, de referencias para abrazar un nuevo modo de ser persona y de creer, a través de la lengua y de la cultura, de vivir.

Confieso que es difícil para un adulto aceptar volver a ser niño y reaprender la vida casi desde cero. Sin embargo, sin este “salto”, es imposible emprender una misión inculturada y aceptar al pueblo anfitrión como su nueva patria.

Tenía casi 33 años cuando llegué a Etiopía el 9 de enero de 1993. Robe, maestro de primaria en la misión Qillenso, me dio mis primeras clases de guji. Tras comprender la mecánica del idioma, cambié sus lecciones por socializar con los niños, quienes, a diferencia de los adultos, no tuvieron ningún problema en corregir y burlarse de mis errores gramaticales.

Me costaba balbucear “buenos días” en guji —que literalmente significa “¿Tuviste una buena noche?”— con las palabras jugando al escondite en mi memoria… Una vez, viajaba a Adís Abeba (la capital de Etiopía), casi 450 kilómetros, por una mezcla de tierra y asfalto. A mitad de camino, sediento, paré en una tienda de carretera. Quería pedir un refresco (lasselasse) y me dieron un Trinity (Selassie). Me di cuenta de la confusión al ver la cara de asombro del vendedor.

Para aprender un idioma, es necesario superar el miedo a cometer errores e intentar pensar en el idioma local en lugar de realizar una traducción mental simultánea. El proceso requiere tiempo y una ruptura radical con la lengua materna. Esto dificulta que los “nativos digitales” —que pasan gran parte de su tiempo en línea en su propio idioma— aprendan el idioma anfitrión.

La evangelización inculturada requiere conocimiento de la cultura local. Ilustrar el mensaje del Evangelio con un proverbio o una historia es muy útil. Un anciano, vecino de la misión de Haro Wato, mi segundo hogar en Etiopía, fue un apoyo fundamental. Al preparar la homilía dominical, lo visitaba, leíamos juntos el Evangelio y luego le preguntaba si había algún dicho similar al mensaje de Jesús. Sigo haciéndolo hoy, con la ayuda de la cocinera —quien, cuando no sabe, le pregunta a su padre— y de una pequeña colección de proverbios publicada por un colega mexicano.

Otra experiencia estimulante es aprender cómo se habla de Dios en su propia cultura. Los guji comienzan sus oraciones tradicionales evocando a Dios como «nuestro padre y madre, nuestro abuelo y abuela, nuestro bisabuelo, quien nos dio la vida». Y tienen muchas historias y proverbios sobre Dios. El uso de este lenguaje localiza el mensaje del evangelio, diluyendo su impronta extranjera.

El proceso de aprendizaje también es físico. Soy de Cinfães, un pueblo en medio de la sierra de Montemuro, en Portugal. Pensaba que era demasiado alto. Qillenso, mi hogar en Etiopía, está a 2300 metros sobre el nivel del mar, y mi cuerpo tardó casi un año en adaptarse al aire enrarecido y húmedo del bosque donde vivimos. Después de doce años en estos lugares, todavía me siento un poco mareado cuando celebro en la capilla de Gosa, a 2800 metros.

Hay otras cosas que aprender: el ritmo de vida (cuando no había luz, nos acostábamos con las gallinas y nos levantábamos con los gallos); hacer tiempo para las reuniones con la gente en lugar de para la agenda (en África, el tiempo no se cuenta, se crea); descubrir nuevos conceptos de justicia y equidad (en un proceso de reconciliación tradicional, nadie es completamente culpable ni nadie es completamente víctima); ralentizar la rutina diaria; los alimentos locales (que a veces provocan algún malestar intestinal).

Se dice que la paciencia es el mayor escudo del misionero. Es cierto: la paciencia se aprende y se practica en los diversos procesos en los que participamos. Un proverbio africano enseña que solos vamos más rápido, ¡pero juntos llegamos más lejos! Los gujis dicen que «el huevo caminó lentamente» para explicar que el proceso de crecimiento (de huevo a pollito) lleva tiempo.

La gramática del (des)aprendizaje puede parecer hecha de pérdidas, luchas y sacrificios. Sin embargo, esto es lo que hace de la vida misionera la aventura más privilegiada de todas, una experiencia humanizadora que lleva al misionero a abrazar nuevas formas de ser humano y experimentar a Dios. Al fin y al cabo, ¡lo que nos falta es lo que tenemos!

Fuente: agencia.ecclesia.pt

Campamentos de verano en Cisjordania

Texto y fotos: Hna. Cecilia Sierra
Desde Jerusalén

“¿Vamos a ir al paseo?” Es la primera y crucial pregunta de los niños beduinos al comenzar el campo de verano. Bajo un sol abrasador que supera los 40 °C, un único árbol en el patio del kínder se convierte en oasis de juegos, risas y aprendizajes. Allí, los pequeños tejen recuerdos felices en medio de un desierto que es su hogar y que hoy corre el riesgo de serles arrebatado.

En los diez campamentos que tenemos planeados, las dinámicas se centran en la paz, la esperanza y la resiliencia. Son semillas que, aún en tierra árida, pueden florecer para sostener la dignidad y los sueños de estos niños y niñas palestinos que crecen en medio de la incertidumbre.

Hoy el tema era la esperanza. En el campamento beduino, el aire estaba lleno de risas. Risas que brotaban de niños cuyos ojos, a pesar de reflejar la dureza del desierto y la incertidumbre de su futuro, brillaban con una vitalidad desbordante. Su deseo de vivir, su creatividad, el gusto por la vida, las ansias de aprender y, sobre todo, de ser tomados en cuenta, se convirtieron en el mejor reflejo de lo que significa la esperanza en Cisjordania.

Viven en medio de la amenaza constante de que su hogar y su aldea —el único mundo que han conocido— puedan ser borrados del mapa para siempre. Sin embargo, ayer, sentados sobre el pasto sintético y polvorientas, bajo la sombra de un arbol, en medio del desierto, hablamos de algo poderoso: la actitud positiva ante la adversidad, la resiliencia, la fuerza de no rendirse incluso cuando todo alrededor parece invitarlos a hacerlo.

Khalil Gibran escribió: “La esperanza es la mitad de la felicidad.” Quizá por eso, cuando vi a esos pequeños lanzar globos al cielo —globos en los que habían escrito sus sueños, sus oraciones y lo que para ellos hace que la vida valga la pena— sentí que la esperanza tomaba forma entre sus dedos. Sabían que sus globos no eran de helio y que muchos caerían pronto, destrozándose contra las piedras ásperas del desierto. Y, en efecto, algunos cayeron demasiado rápido. Pero otros lograron elevarse, desafiando el aire caliente, hasta perderse en el azul infinito.

Así es la esperanza: no todas sobreviven intactas, pero basta con que una se eleve para recordarnos que un futuro digno es posible y merece ser protegido.

En este desierto árido y abrasador de Tierra Santa, estos niños nos muestran que la esperanza no es una ilusión frágil, sino una fuerza terca, tenaz, que brota incluso entre las rocas. Por eso estamos aquí: para unirnos a sus plegarias, para acompañarles en el cuidado de sus sueños, para decirles con nuestra presencia que no están solos.

Y cuántas más manos y corazones deberían sumarse… para que ningún viento, por más violento que sea, logre arrancar del cielo las esperanzas que a estos niños les pertenecen y tienen derecho.

Los subestimamos. Pensamos que, tras un año sin escuela, su atención sería fugaz, su interés limitado. Pero su activa y ferviente participacion superó nuestras expectativas. Niños beduinos, acostumbrados a la inmensidad del desierto y a la ausencia de reglas, espíritus libres que cada día nos enseñan lecciones de resiliencia. El autobús a Anata dejó de llegar; las distancias se volvieron imposibles. Perdieron clases, sí, pero no perdieron el hambre de aprender ni la alegría de vivir.

A las 7 de la mañana ya están allí, bajo el árbol del kinder, con corazones abiertos, ojos grandes, listos para jugar, reír, y absorber cada palabra, cada gesto. En este campamento de verano hablamos de respeto, esperanza, paz. Mientras tanto, ráfagas de aire cargado de arena barren el espacio arenoso. La aldea se llama Kasarat, “romper”, por la cantera cercana que quiebra piedra… y también pulmones. El sol abrasa, pero ellos no se detienen: corren, saltan, ríen. Aquí nadie queda fuera. Un niño con capacidades diferentes participa con entusiasmo y es acogido como el más ágil.

“¿Quieres que te lea una historia?”, me dice Rafig, con su vocecita aguda y una seguridad que desarma. Sujud, a su lado, se levanta para ofrecerme una silla, y luego un globo: “Para ti también”, dice con una sonrisa. Participativa, vivaz, servicial… Sujud contesta a todas las preguntas de la maestra. Tiene ocho años y hace pulseras de bisutería. Me regala una. Luego otra para las maestras.

“Gracias por su paciencia, por estar con nosotros estos días”, dice en nombre del grupo, con una madurez que sorprende. Recoge la basura, ayuda en todo, juega, se divierte. En sus ojos hay un fuego: un profundo deseo de vivir, de ser, de libertad… incluso en este desierto incandescente y cada día más ardiente.

La historia de Qais

Lo más hermoso de este día, dijo un niño beduino al evaluar el segundo día del campo de verano, “es que ayudamos a Qais y jugamos con él”.

Hace casi tres años conocimos a Qais, con sus grandes ojos llenos de vida pero sin poder moverse. Su mamá, dulce y fuerte, nos decía con preocupación: “No crece, no se mueve”. Hoy lo vimos lanzar la pelota lentamente y jugar con su hermano, sentarse en el círculo, reír y jugar a la lotería con los demás. Yo estaba extasiada, viendo cómo el amor y la inclusión abren caminos de esperanza.

En diciembre una amiga le consiguió una carriola doble para él y su hermanita mas pequeña, porque la mamá no podía cargar con los dos. Los niños lo cuidan, lo besan, le dan abrazos en medio de sus juegos y risas. Aquí juegan, aprenden, se apoyan. Hoy el valor que compartimos es la resiliencia, y eso es lo que Qais, estos niños y sus comunidades beduinas del desierto en  cisjordania encarnan cada día.

En un entorno marcado por una creciente violencia, evacuaciones forzadas y el sol abrasador del desierto, ellos nos enseñan que la resiliencia no es solo resistencia, sino también la capacidad de seguir jugando, riendo y soñando, vulnerables como son  en medio de la adversidad.

El segundo campamento

¿De dónde salieron estos niños? Llegaron muy temprano, con los pies llenos de polvo y el corazón rebosante de ilusión. Bajo la tienda improvisada de lonas y telas en medio del desierto, sus risas son más fuertes que el silencio árido que los rodea. Son pequeños, muy pequeños, pero saben esperar; este es apenas el segundo campamento de verano en sus cortas vidas, y lo esperan como se espera el agua en tierra sedienta.

A su alrededor, los asentamientos de colonos crecen como heridas abiertas en la tierra. Cercan, limitan, ahogan. Aquí no hay kinder. Nos lo han pedido tantas veces… pero aún no es posible. Primero deben reunirse los jefes de la aldea, decidir y preparar un lugar. Pero ¿dónde? Las casas, hechas de zinc y mantas, se apiñan unas contra otras, sin espacio para soñar. No pueden construir con cemento. No pueden ampliar el terreno. Hasta las ovejas viven pegadas a las casas, compartiendo ese pequeño y frágil rincón de existencia.

Y sin embargo, aquí están. Los niños juegan, aprenden, sueñan. Sus ojazos inmensos, llenos de gratitud, me atrapan y no me dejan mover. Hay calor, hay carencias, hay límites por todas partes… pero dentro de esta tienda late la vida. En medio del ardiente desierto de Cisjordania, los niños beduinos resisten jugando, aprendiendo, soñando. Porque mientras sueñen, hay futuro. Y mientras rían, hay esperanza.

Paciencia, Esperanza, Resiliencia y Alegría

Contra todo pronóstico, hemos logrado llevar a cabo ya  siete campamentos de verano en aldeas beduinas. Aún faltan tres, pero ya celebramos con gratitud lo que parecía imposible. La situación en estas comunidades es cada vez más compleja, y temíamos que este año los niños no pudieran tener un espacio para jugar, encontrarse, respirar.

A pesar del calor agobiante y las tensiones diarias, las risas de los niños han sido más fuertes que el miedo. Muchos de ellos nunca han ido a la escuela. Por eso, verlos jugar, aprender, expresarse… ha sido un regalo inmenso. Su alegría se ha convertido en nuestra fuerza.

Esta semana, en uno de los campamentos, un grupo de colonos israelíes llegó durante dos días consecutivos. Incluso entraron en una de las casas donde las mujeres trabajaban con dedicación en el bordado palestino. No quedó claro qué buscaban. “Me temblaban las piernas”, confesó la maestra cuando se marcharon. También los niños estaban asustados. Pero una vez que se fueron, volvieron a sonreír, refugiándose en esa ligereza que solo la infancia sabe preservar.

Nos sentimos profundamente agradecidas: siete aldeas han podido saborear, al menos por unos días, el gusto de la esperanza. Pero también seguimos preocupadas. El temor a evacuaciones forzadas sigue presente. Y en medio de tanta incertidumbre, seguimos apostando por la vida. Por estos pequeños que, incluso en el corazón del desierto, logran florecer con una resiliencia que nos toca lo más profundo del alma.

Huyendo de la guerra

Hna. Elena Balatti
Misionera Comboniana en Sudán del Sur

Me llamo Elena Balatti y soy Misionera Comboniana. Trabajo como directora de Cáritas de la diócesis de Malakal.

Malakal es una ciudad situada a orillas del Nilo y está muy cerca de la frontera. El gobernador de la región ha abierto aquí un gran campamento para los refugiados. Desde hace dos años hay una guerra muy fuerte en Sudán y muchas familias han tenido que abandonar ese país y desplazarse hasta Sudán del Sur. 

Los padres y sus hijos llegan a la frontera y se dirigen en grandes barcazas por el río Nilo hasta Malakal. El barco puede transportar hasta 500 personas. El número de personas que llegan en barcazas es muy grande, y el campo acoge a veces a más de 5.000 personas que han llegado de Sudán o que son desplazados.

Cuando las barcazas llegan al campamento de Malakal, empieza entonces nuestro trabajo. Los niños y sus padres vienen de un largo viaje en el que muy a menudo no han tenido suficiente comida. Además, los padres y las madres se han gastado casi todo el dinero para pagar el viaje desde Jartum, que es la capital de Sudán, hasta Sudán del Sur, por lo que no pueden conseguir buenos alimentos en el mercado. Por eso, nada más llegar, las personas que trabajan en la oficina de Cáritas organizan inmediatamente una distribución de alimentos.

El Programa Mundial de Alimentos (PMA) ofrece ayuda a todos los desplazados durante una semana, pero muchas veces la gente se queda en el campamento más tiempo. Los miembros de cada familia reciben una pequeña tarjeta de papel donde se registra su nombre. A los que no pueden abandonar el campamento en una semana, la oficina de Cáritas les proporciona una ración de comida cada día. Consiste en alimentos muy sencillos: harina de sorgo, con la que se hacen una especie de gachas y que forma parte de las comidas principales, y también lentejas, aceite y sal.

En estos campamentos siempre hay muchos niños. Mi deseo es que se queden en el campamento pocos días y puedan encontrar un transporte que los lleve a los pueblos o ciudades donde sus familias quieren ir. De hecho, mientras están en el campamento no pueden ir a la escuela y se pasan el día jugando, esperando la hora de su comida diaria, a menudo sólo una al día.

Además de la cuestión escolar, los niños que vienen de Sudán hablan árabe y, cuando quieren ir a la escuela en Sudán del Sur, tienen que aprender inglés. Es cierto que los niños aprenden rápido un nuevo idioma, pero algunos de ellos que ya estaban en quinto curso en Jartum, cuando llegan a Sudán del Sur, como no saben inglés, tienen que empezar de nuevo, por ejemplo, en segundo o tercer curso, porque les falta inglés. Es un gran desafío para ellos.

Siempre me asombra la paciencia que tienen los niños que llegan de zonas de guerra y esperan en el campamento hasta que por fin llega el día de partir hacia su destino final. Un día, por ejemplo, vi a un niño pequeño que estaba con su padre esperando su pequeña ración diaria de comida. Acompañaba a su padre, que llevaba muletas y no podía estar en la cola con los demás. Así que, cuando le tocaba a papá recibir la comida, era el hijo, de unos siete años, quien iba a recoger el paquete. Luego los dos volvían juntos a la tienda, donde la mamá les esperaba para cocinar.

Como misionera, me alegra que junto con otras personas podamos ayudar a estas familias. Recordamos que el Señor nos dijo: ‘Tuve hambre y me disteis de comer’, e intentamos hacer precisamente eso en el campamento de Malakal. En los niños y sus familias vemos a Jesús diciéndonos estas palabras: Estoy aquí y te necesito.

Misioneras Combonianas España