Category Comentarios dominicales

Domingo VI ordinario. Año C

¿Dónde hundimos nuestras raíces?

Año C – Tiempo Ordinario – 6º domingo
Lucas 6,17.20-26: “Bienaventurados vosotros, los pobres… ¡Pero ay de vosotros, los ricos!”

El Evangelio de hoy nos presenta las Bienaventuranzas en la versión de san Lucas. El texto se compone de cuatro bienaventuranzas y cuatro advertencias, marcadas por cuatro “bienaventurados vosotros” y cuatro “¡ay de vosotros!”. Jesús declara bienaventurados a los pobres, los hambrientos, los afligidos y los perseguidos; y advierte a los ricos, los saciados, los que ríen y los que son alabados por los demás.

Por un lado, las palabras de Jesús nos fascinan, pero por otro, nos incomodan, porque proponen criterios que chocan profundamente con nuestra mentalidad actual. ¿Quién puede realmente decir que es pobre y tiene hambre? Quizás afligido y perseguido, a veces. San Mateo las “espiritualiza”: “Bienaventurados los pobres de espíritu”, “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia”… Sin embargo, san Lucas las “materializa” sin concesiones.

Nuestro espíritu percibe la verdad y la belleza de esta nueva visión de la vida, encarnada en la misma persona de Jesús, pero nuestra mente inmediatamente comienza a relativizarla, considerándola irrealista, mientras que nuestro inconsciente trata de suprimirla lo más rápido posible. Es realmente una gracia dejarse interpelar por esta palabra. De hecho, es grande la tentación de decir, como en otra ocasión: “Esta palabra es dura, ¿quién puede escucharla?” (Juan 6,60).

En esta palabra, como en muchas otras del Evangelio, se cumple lo que dijo el profeta Jeremías: “¿No es mi palabra como fuego – oráculo del Señor – y como un martillo que quebranta la roca?” (Jeremías 23,29). En otro pasaje, dice que la palabra, en lo más profundo del corazón, provoca un gran dolor interno (Jeremías 4,29). ¿Qué mejor deseo, entonces, que salir de la celebración dominical con “un gran dolor de estómago”? Sería una señal de que estamos en el camino correcto. La alternativa, de hecho, es irse tristes, como el joven rico. ¡Escuchar esta palabra nos sana y nos salva del peligro de llevar una vida sin sentido!

El contexto de este evangelio

San Lucas nos dice que Jesús se retiró solo a la montaña y pasó toda la noche en oración. Jesús es el Maestro de la oración porque enseña a partir de su propia experiencia. El evangelista destaca que Jesús siempre rezaba antes de tomar grandes decisiones. La narración continúa diciendo que, por la mañana, Jesús llamó a todos sus discípulos y eligió a doce de ellos, a quienes llamó apóstoles (Lc 6,12-13).

Después, Jesús baja con sus discípulos y se detiene en un lugar llano. Mientras que en san Mateo Jesús pronuncia su discurso en la montaña, símbolo de la cercanía con Dios, en san Lucas lo hace en la llanura, símbolo de cercanía con la gente, donde puede ser fácilmente alcanzado por todos. De hecho, “había una gran multitud de sus discípulos y una gran muchedumbre de gente” que habían venido de todas partes “para escucharlo y ser sanados de sus enfermedades”. Toda la multitud intentaba tocarlo, “porque salía de él una fuerza que sanaba a todos” (Lc 6,17-19).

En esta vasta escena de humanidad, Jesús, levantando los ojos hacia sus discípulos, proclama las bienaventuranzas. El Señor levanta la mirada porque habla desde abajo. Dios es humilde y no se sitúa por encima de nosotros.

Algunas claves de lectura

Bienaventurados vosotros, los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios.Bienaventurados vosotros, los que ahora tenéis hambre, porque seréis saciados.Bienaventurados vosotros, los que ahora lloráis, porque reiréis.Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien… por causa del Hijo del Hombre.

Observemos que:

  • En la Sagrada Escritura ya encontramos esta forma literaria de bendiciones y maldiciones (véase la primera lectura de Jeremías y el Salmo 1). Los rabinos en tiempos de Jesús también la utilizaban.
  • Mientras que san Mateo presenta las bienaventuranzas en un estilo sapiencial, enunciándolas en tercera persona del plural: “Bienaventurados los pobres”, san Lucas adopta un estilo profético, más directo, dirigiéndose a sus discípulos en segunda persona: “Bienaventurados vosotros, los pobres”.
  • Cada bienaventuranza está acompañada de un “porque”. Pero, ¿cuál es la razón fundamental de estas afirmaciones tan paradójicas? Jesús no consagra ni idealiza la pobreza. La pobreza, el hambre, la aflicción y la persecución son realidades negativas que deben ser combatidas. La buena noticia es que Dios no tolera estas injusticias, tan extendidas en nuestro mundo, y se hace cargo de la causa de los pobres. Jeremías, en la primera lectura, afirma que la verdadera bienaventuranza nace de la confianza en el Señor: “Bendito el hombre que confía en el Señor y pone en él su esperanza”.
  • En la primera bienaventuranza, Jesús emplea el verbo en presente: “Bienaventurados vosotros, los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios”, mientras que despues usa el futuro. ¿Cómo explicarlo? Las bienaventuranzas tienen una dimensión ya presente, pero también una proyección futura hacia su plena realización. Paradójicamente, por lo tanto, en la misma experiencia del sufrimiento es posible encontrar la alegría. Un ejemplo elocuente es el de los apóstoles Pedro y Juan, quienes, después de haber sido azotados, “salieron del sanedrín gozosos de haber sido considerados dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús” (Hechos 5,41).

En una estructura simétrica, Jesús presenta cuatro advertencias, los cuatro “ayes”:

¡Ay de vosotros, los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo!¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados, porque tendréis hambre!¡Ay de vosotros, los que ahora reís, porque os lamentaréis y lloraréis!¡Ay de vosotros cuando todos los hombres hablen bien de vosotros…!

Observemos que:

  • Mientras que en la versión de san Mateo Jesús se limita a proclamar las ocho bienaventuranzas (más una dirigida directamente a sus discípulos), en la versión de Lucas encontramos solo cuatro, pero con la adición de cuatro “ayes”, en contraposición a los “bienaventurados vosotros”.
  • El término “ay” se usaba en el ámbito profético para anunciar calamidades. Sin embargo, estos “ayes” de Jesús no son maldiciones, sino expresiones de dolor y compasión. Podrían traducirse como “¡pobres de vosotros!”. Mientras que las bienaventuranzas son una felicitación a los “bienaventurados”, los “ayes” tienen el tono de un mensaje de duelo.
  • ¿Por qué Jesús advierte a los ricos? No se trata de una visión clasista. En realidad, la riqueza a menudo está asociada con la injusticia, que genera pobreza y sufrimiento.

Para la reflexión personal

Las bienaventuranzas son el camino que Jesús propone hacia la felicidad, para llevar una vida hermosa, fecunda y significativa. El profeta Jeremías la compara con un árbol siempre verde y fructífero, cuyas raíces se extienden hacia el río. En contraste, una vida no arraigada en Dios es como el tamarisco del desierto, que “no verá el bien cuando llegue y habitará en una tierra árida, en un desierto salado donde nadie puede vivir”. Todo depende, pues, de dónde hundimos nuestras raíces. ¿Dónde hunden las mías?

P. Manuel João Pereira Correia, mccj


Por aquel tiempo Jesús subió a una montaña a orar y se pasó la noche orando a Dios. Dirigiendo la mirada a los discípulos, les decía: “Felices los pobres, porque el reino de Dios les pertenece. Felices los que ahora pasan hambre, porque serán saciados. Felices los que ahora lloran, porque reirán. Felices cuando los hombres los odien, los excluyan, los insulten y desprecien su nombre a causa del Hijo del Hombre. Alégrense y llénense de gozo, porque el premio en el cielo es abundante. Del mismo modo los padres de ellos trataron a los profetas. Pero, ¡ay de ustedes, los ricos, porque ya tienen su consuelo!; ¡ay de ustedes, los que ahora están saciados!, porque pasarán hambre; ¡ay de los que ahora ríen!, porque llorarán y harán duelo; ¡ay de ustedes cuando todos los alaben! Del mismo modo los padres de ellos trataron a los falsos profetas.

Las Bienaventuranzas
Papa Francisco

El Evangelio de hoy (cf. Lc 6, 17-20-26) nos presenta las Bienaventuranzas en la versión de San Lucas. El texto está articulado en cuatro Bienaventuranzas y cuatro admoniciones formuladas con la expresión “¡ay de vosotros!”. Con estas palabras, fuertes e incisivas, Jesús nos abre los ojos, nos hace ver con su mirada, más allá de las apariencias, más allá de la superficie, y nos enseña a discernir las situaciones con la fe.

Jesús declara bienaventurados a los pobres, a los hambrientos, a los afligidos, a los perseguidos; y amonesta a los ricos, saciados, que ríen y son aclamados por la gente. La razón de esta bienaventuranza paradójica radica en el hecho de que Dios está cerca de los que sufren e interviene para liberarlos de su esclavitud; Jesús lo ve, ya ve la bienaventuranza más allá de la realidad negativa. E igualmente, el “¡ay de vosotros!”, dirigido a quienes hoy se divierten sirve para “despertarlos” del peligroso engaño del egoísmo y abrirlos a la lógica del amor, mientras estén a tiempo de hacerlo.

La página del Evangelio de hoy nos invita, pues, a reflexionar sobre el profundo significado de tener fe, que consiste en fiarnos totalmente del Señor. Se trata de derribar los ídolos mundanos para abrir el corazón al Dios vivo y verdadero; solo él puede dar a nuestra existencia esa plenitud tan deseada y sin embargo tan difícil de alcanzar. Hermanos y hermanas, hay muchos, también en nuestros días, que se presentan como dispensadores de felicidad: vienen y prometen éxito en poco tiempo, grandes ganancias al alcance de la mano, soluciones mágicas para cada problema, etc. Y aquí es fácil caer sin darse cuenta en el pecado contra el primer mandamiento: es decir, la idolatría, reemplazando a Dios con un ídolo. ¡La idolatría y los ídolos parecen cosas de otros tiempos, pero en realidad son de todos los tiempos! También de hoy. Describen algunas actitudes contemporáneas mejor que muchos análisis sociológicos.

Por eso Jesús abre nuestros ojos a la realidad. Estamos llamados a la felicidad, a ser bienaventurados, y lo somos desde el momento en que nos ponemos de la parte de Dios, de su Reino, de la parte de lo que no es efímero, sino que perdura para la vida eterna. Nos alegramos si nos reconocemos necesitados ante Dios, y esto es muy importante: “Señor, te necesito”, y si como Él y con Él estamos cerca de los pobres, de los afligidos y de los hambrientos. Nosotros también lo somos ante Dios: somos pobres, afligidos, tenemos hambre ante Dios. Somos capaces de alegría cada vez que, poseyendo los bienes de este mundo, no los convertimos en ídolos a los que vender nuestra alma, sino que somos capaces de compartirlos con nuestros hermanos. Hoy, la liturgia nos invita una vez más a cuestionarnos y a hacer la verdad en nuestros corazones.

Las Bienaventuranzas de Jesús son un mensaje decisivo, que nos empuja a no depositar nuestra confianza en las cosas materiales y pasajeras, a no buscar la felicidad siguiendo a los vendedores de humo —que tantas veces son vendedores de muerte—, a los profesionales de la ilusión. No hay que seguirlos, porque son incapaces de darnos esperanza. El Señor nos ayuda a abrir los ojos, a adquirir una visión más penetrante de la realidad, a curarnos de la miopía crónica que el espíritu mundano nos contagia. Con su palabra paradójica nos sacude y nos hace reconocer lo que realmente nos enriquece, nos satisface, nos da alegría y dignidad. En resumen, lo que realmente da sentido y plenitud a nuestras vidas. ¡Qué la Virgen María nos ayude a escuchar este Evangelio con una mente y un corazón abiertos, para que dé fruto en nuestras vidas y seamos testigos de la felicidad que no defrauda, la de Dios que nunca defrauda!

Angelus 17/02/2019


FELICIDAD
José A. Pagola

Uno puede leer y escuchar cada vez con más frecuencia noticias optimistas sobre la superación de la crisis y la recuperación progresiva de la economía.

Se nos dice que estamos asistiendo ya a un crecimiento económico, pero ¿crecimiento de qué? ¿crecimiento para quién? Apenas se nos informa de toda la verdad de lo que está sucediendo.

La recuperación económica que está en marcha, va consolidando e, incluso, perpetuando la llamada “sociedad dual”. Un abismo cada vez mayor se está abriendo entre los que van a poder mejorar su nivel de vida cada vez con más seguridad y los que van a quedar descolgados, sin trabajo ni futuro en esta vasta operación económica.

De hecho, está creciendo al mismo tiempo el consumo ostentoso y provocativo de los cada vez más ricos y la miseria e inseguridad de los cada vez más pobres.

La parábola del hombre rico “que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día” y del pobre Lázaro que buscaba, sin conseguirlo, saciar su estómago de lo que tiraban de la mesa del rico, es una cruda realidad en la sociedad dual.

Entre nosotros existen esos “mecanismos económicos, financieros y sociales” denunciados por Juan Pablo II, “los cuales, aunque manejados por la voluntad de los hombres, funcionan de modo casi automático, haciendo más rígidas las situaciones de riqueza de los unos y de pobreza de los otros”.

Una vez más estamos consolidando una sociedad profundamente desigual e injusta. En esa encíclica tan lúcida y evangélica que es la “Sollicitudo rei socialis”, tan poco escuchada, incluso por los que lo vitorean constantemente, Juan Pablo II descubre en la raíz de esta situación algo que sólo tiene un nombre: pecado.

Podemos dar toda clase de explicaciones técnicas, pero cuando el resultado que se constata es el enriquecimiento siempre mayor de los ya ricos y el hundimiento de los más pobres, ahí se está consolidando la insolidaridad y la injusticia.

En sus bienaventuranzas, Jesús advierte que un día se invertirá la suerte de los ricos y de los pobres. Es fácil que también hoy sean bastantes los que, siguiendo a Nietzsche, piensen que esta actitud de Jesús es fruto del resentimiento y la impotencia de quien, no pudiendo lograr más justicia, pide la venganza de Dios.

Sin embargo, el mensaje de Jesús no nace de la impotencia de un hombre derrotado y resentido, sino de su visión intensa de la justicia de Dios, que no puede permitir el triunfo final de la injusticia.

Han pasado veinte siglos, pero la palabra de Jesús sigue siendo decisiva para los ricos y para los pobres. Palabra de denuncia para unos y de promesa para otros, sigue viva y nos interpela a todos.

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DICHOSO EL POBRE,
NO POR SERLO SINO POR NO CAUSAR POBREZA
Fray Marcos

Siempre que tengo que hablar de las bienaventuranzas me viene a la mente la frase de Jesús: “pase de mí este cáliz”. La experiencia que tengo es que ni me entienden los pobres ni me entienden los ricos. Lo grave es que esta actitud tiene la más férrea lógica, porque trato de explicarlas y las bienaventuranzas sobrepasan toda racionalidad. Cualquier intento de aclarar racionalmente su sentido está abocado al fracaso. Sin una experiencia profunda de lo humano las bienaventuranzas son un sarcasmo. Ni el sentido común ni el instinto pueden aceptarlas. Solo desde un profundo sentido espiritual puede tener comprensión y sentido.
Es el texto más comentado de todo el evangelio, pero es también el más difícil. Invierte radicalmente nuestra escala de valores. ¿Puede ser feliz el pobre, el que llora, el que pasa hambre, el oprimido? La misma formulación nos despista porque está hecha desde la perspectiva mítica. Solo desde la perspectiva de un Dios que actúa desde fuera se puede entender “Dichosos los que ahora pasáis hambre porque quedaréis saciados”. Si para mantener la esperanza tenemos que acudir a un más allá, podemos caer en la trampa de dar por buena la injusticia que está sucediendo hoy aquí, esperando que un día Dios cambien las tornas.
En los mismos evangelios encontramos ya reflejada la dificultad. Lc dice sencilla­mente: dichosos los pobres. Mt ve la necesidad de añadir una matización: dichosos los pobres de espíritu; dichosos los que tienen hambre y sed de justicia; dichosos los limpios de corazón. Tanto una formula­ción como la otra se puede entender mal. Mal si damos por supuesto que el pobre es dichoso por el hecho de serlo. Mal, si entendemos que al rico le basta con tener un espíritu de pobre, sin que eso le obligue a cambiar su actitud egoísta para con los demás.
Hablar de los pobres, los que nadamos en la abundancia, es ligereza. ¿Qué pasó cuando los realmente pobres empezaron a pensar en el evangelio? Surgió la teología de la liberación, que la institución se apresuró en calificar de nefasta. ¿Es que puede haber un tratado sobre Dios que no libere? Lo que debía preocuparnos es que sigamos haciendo una teología para tranquilizar a los satisfechos, que no libera ni a los opresores ni a los oprimidos. El fallo de esa teología estaba en que creía que liberar a los pobres de su pobreza material era la solución definitiva. Hay que liberar al pobre de su pobreza y al rico de su riqueza.
La Iglesia no debe conformarse con una “opción preferencial por los pobres”. La Iglesia tiene que ser pobre si quiere ser fiel al evangelio. No podemos justificarnos diciendo que la institución puede tener grandes posesiones pero sus dirigentes pueden vivir en la pobreza. Esa dinámica sería posible, pero no es lo que vemos todos los días a nuestro alrededor.
Se proclama dichoso al pobre, no la pobreza. Dichoso, no por ser pobre, sino porque él no es causa de que otro sufra. Dichoso porque a pesar de todos, él puede desplegar su humanidad. Este es el profundo mensaje de las bienaventuranzas. El comunismo sigue creyendo que basta con nivelar materialmente las necesidades de todos los seres humanos, pero eso no es verdadera liberación. Es verdad que el origen del comunismo está en los Hechos de los Apóstoles, pero se hicieron eco solo de la letra olvidando el espíritu. Lo humano solo llegará cuando voluntariamente cada uno se solidarice con todos los demás sin apegarse a nada.
Hay otra consideración a tener en cuenta. Todos somos pobres en algún aspecto y todos somos ricos en otros. Por eso, yo haría una formulación distinta: Bienaventurado el pobre, si no permite que su “pobreza” le atenace. Bienaventurado el rico, si no se deja dominar por su “riqueza”. No sabría decir qué es más difícil. En ningún momento debemos olvidar los dos aspectos. Ser dichoso es ser libre de toda atadura que te impida desplegar tu humanidad.
El colmo del cinismo llegó cuando se intentó convencer al pobre de que aguantara estoicamente su pobreza incluso diera gracias a Dios por ella, porque se lo iban a pagar con creces en el más allá. Tampoco quiere decir el evangelio que tenemos que renunciar a la riqueza para asegurarnos un puesto en el cielo. Debemos renunciar a ser la causa del sufrimiento de los demás. Las bienaventuranzas no son un sí de Dios a la pobreza ni al sufrimiento, sino un rotundo no de Dios a las situaciones de injusticia. Siempre que actuamos desde el egoísmo hay injusticia. Siempre que impedimos que el otro crezca hay injusticia.
Al añadir Lucas ¡Ay de vosotros los ricos!, deja claro que no habría pobres si no hubiera ricos. Si todos pudiéramos comer lo suficiente, nadie nos consideraría ricos. Si todos pasáramos la misma necesidad, nadie nos consideraría pobres. La parábola del rico Epulón lo deja claro. No se le acusa de ningún crimen; No se dice que haya conseguido las riquezas injustamen­te. El problema era no haberse enterado de que Lázaro estaba a la puerta. Sin Lázaro a la puerta, su riqueza no tendría nada de malo. El evangelio no anima a valorar la pobreza en sí, sino a no ser causa del sufrimiento de otro. La pobreza del evangelio hace siempre referencia al otro.
Las bienaventuranzas quieren decir, que, aún en las peores circunstancias que podamos imaginar, las posibilidades de ser no nos las puede arrebatar nadie. Recordad lo que decíamos el domingo pasado: “Rema mar adentro”, busca en lo hondo de ti, lo que vale de veras. Si creemos que la felicidad nos llega del consumir, no hemos descubierto la alegría de ser. Nosotros, al poner la confianza en las seguridades externas, en el hedonismo a todos los niveles, estamos equivocándonos y en vez de bienaventuranza encontra­remos desdicha. Nunca se ha consumido más y sin embargo nunca ha habido tanta infelicidad.
Las bienaventuranzas son ‘la prueba del algodón’ del cristiano. Un cristianismo como capote externo, que busca las seguridades espirituales además de las materiales, no tiene nada que ver con Jesús. Llevamos dos mil años intentando armonizar cristianismo y riqueza; salvación y poder. Nadie se siente responsable de los muertos de hambre. Vivimos en el hedonismo más absoluto y no nos preocupa la suerte de los que no tienen un puñado de arroz para evitar la muerte. Jesús nos dice claramente que, si tal injusticia acarrea muerte, alguien tiene la culpa. Buscar por encima de todo mi seguridad, y si me sobra dar a los demás, no funciona.
Decimos: Yo no puedo hacer nada por evitar el hambre. Tú lo puedes hacerlo todo, porque no se trata de eliminar la injusticia sino de que tú salgas de toda injusticia. No se trata de hacerles un favor a ellos, aunque sea salvarles la vida, se trata de que tú salgas de cualquier inhumanidad. Nosotros, los “ricos”, somos los que tenemos que cambiar buscando esa humanidad que nos falta. Tu salvación está en no ser causa de opresión para nadie sino en ayudar a los demás a salir de toda opresión. Si damos de comer al pobre le salvamos la vida biológica. Si salgo de mi egoísmo, salvo la vida al pobre y me libero de mi inhumanidad.
Las bienaventuranzas ni hacen referencia a un estado material ni preconizan una revancha futura de los oprimidos ni pueden usarse como tranquilizante, con la promesa de una vida mejor para el más allá. Las bienaven­turanzas presuponen una actitud vital escatológica, es decir, una experiencia del Reino de Dios, que es Dios mismo como fundamento de mi propio ser. El primer paso hacia esa actitud es el superar la idea de individualidad que nos lleva al egoísmo, dejar de creer que somos lo que no somos y vivir de ese engaño.

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LAS BIENAVENTURANZAS: UNA BUENA NOTICIA
Fernando Armellini

Introducción

Quién tiene dinero para invertir, no confía en lo primero que se ofrece. Solicita información, busca el asesoramiento de algunos expertos en economía, comprueba qué acciones están caídas y cuáles están aumentando, lo que da mayor fiabilidad y cuáles están a la venta. Solo al final, después de una cuidadosa consideración de los riesgos, elige qué comprar.

Nuestra vida es un capital precioso que Dios ha puesto en nuestras manos y debe ser productivo. ¿Cuáles son los valores en juego? ¿Cuáles las acciones que impulsarán el capital? Algunas tienen una gran demanda y la mayoría de las personas apuestan todo: éxito a cualquier costo, carrera, dinero, salud, fama, la apariencia, la búsqueda del placer… ¿Será una elección correcta?

Otras acciones, en cambio, pierden valor: el servicio a los últimos sin ganancia alguna, la paciencia, la resistencia, la renuncia a lo superfluo, la generosidad con los necesitados, la rectitud moral …. ¿Cómo se considera en nuestra cultura al que tiene estos valores? ¿Sabio, ingenuo, soñador, idealista?

Si tuviésemos muchas vidas, nos gustaría jugar una en cada apuesta, pero solo tenemos una vida irrepetible: no se nos permite cometer errores. El consejo de un experto confiable es esencial y urgente, pero existe el peligro inminente de elegir al asesor incorrecto. El dicho sabio siempre es correcto: “No confíes en nadie, ni siquiera en amigos”. Concéntrate en los valores que Dios garantiza.

Evangelio: Lucas 6,17.20-26

A todos nos gustan los cumplidos. Los de personas prestigiosas, poderosas e ilustres son particularmente apreciados. Jesús también hace cumplidos (‘bendito’ significa: ‘Felicitaciones por la elección que has hecho’). Los dirige a cuatro categorías de personas y advierte contra otras opciones opuestas y peligrosas porque son atractivas y aparentemente gratificantes. Los rabinos de la época de Jesús a menudo usaban la forma literaria de las bienaventuranzas y las maldiciones.

Para inculcar valores sobre los que vale la pena construir la vida, dicen: “Bendito sea él…”, y para advertir contra las propuestas engañosas e ilusorias, en cambio, usan la expresión: “¡Ay de quien se comporte de una u otra manera!”. Jeremías –lo escuchamos en la primera lectura– también usa el mismo lenguaje de sabiduría; habla de benditos y de malditos. Siendo esta la forma de comunicación utilizada por los sabios en Israel, no es de extrañar que, en los Evangelios, se encuentren decenas de beatitudes y amenazas repetidas. Recordamos algunas de estas bienaventuranzas: “Bienaventurada la que creyó” (Lc 1,45); “Bendito el vientre que te llevó” (Lc 11,27); “Bienaventurados los siervos que el maestro a su regreso encuentra aún despiertos” (Lc 12,37); “Bienaventurados los que creerán aun sin ver” (Jn 20,29); “Cuando hagas banquetes, invita a los pobres, a los discapacitados, a los cojos, a los ciegos, y serás bendecido” (Lc 14,13-14); “Bienaventurado el que no se escandaliza de mí” (Mt 11,6); “Bienaventurados sus ojos, que ven” (Mt 13,16).

Estas pocas citas son suficientes para probar cómo, en tiempo de Jesús, era común el recurso a las bienaventuranzas para transmitir una enseñanza. Las Bienaventuranzas más notables son las de Mateo (Mt 5,1-12) y las de Lucas (Lc 6,20-26) que se proponen en el evangelio de hoy. Vale la pena señalar las principales diferencias entre estas dos listas.

En Mateo, Jesús proclamó las Bienaventuranzas sentado en la cima de una montaña (Mt 5,1), mientras que, en Lucas, las anuncia en una llanura (Lc 6,17) y este es un detalle menor. El hecho de que en Mateo haya ocho Bienaventuranzas mientras que en Lucas solo cuatro y estén acompañadas por muchos “¡Ay de ti!” es más significativo.

Mateo ‘espiritualiza’ las bienaventuranzas. Habla de “… los pobres de espíritu”, de personas que “tienen hambre y sed de justicia…”. En Lucas, las Bienaventuranzas son bastante ‘terrestres’. Dice: “Bienaventurados ustedes, pobres, ustedes que tienen hambre ahora, tú que ahora lloras” y denuncia como peligrosas las situaciones opuestas: “¡Ay de ti que eres rico, para ti que estás lleno ahora, tú que ríes ahora!” ‘Nada ‘espiritual’. En Lucas, todo es muy real.

Ahora llegamos al pasaje de hoy. Para entenderlo, es necesario establecer a quién se dirigen las Bienaventuranzas. “Había una gran multitud de sus discípulos y una gran multitud de personas… levantó la vista hacia sus discípulos y dijo: «Bienaventurados ustedes, pobres…» (vv. 17-20). Está claro que los destinatarios de las Bienaventuranzas y el subsiguiente “¡Ay de ti!” no son para la multitud sino solo para los discípulos y, en última instancia, para la comunidad cristiana.

Comencemos con la primera Bienaventuranza: ¡Felices los pobres! ¿En qué sentido Pedro, Andrés, Juan y los otros apóstoles son considerados pobres? Ciertamente, no son ricos, ni miserables. Poseen una casa y un barco; muchas personas están en peor situación. ¿Por qué son los únicos que son proclamados bienaventurados? ¿Qué cosa extraordinaria han hecho?

Para entender el significado de esta Bienaventuranza, podemos comenzar desde el último versículo del evangelio del domingo pasado. Después de la captura milagrosa de peces, Jesús le confía a Simón la tarea de sacar a los hombres de la muerte y darles vida. Lucas concluye: “Tiraron de sus botes a tierra, dejaron todo y lo siguieron” (Lc 5,11). Un poco más tarde, en el mismo capítulo, se narró otra llamada, la de Leví, y la conclusión es la misma: “Y dejando todo, se levantó y lo siguió” (Lc 5,28).

En el evangelio de Lucas, dejar todo se toma como una especie de refrán, al final de cada llamada: “Vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres”, le dice Jesús al rico aristócrata (Lc 18,22). Esta pobreza voluntaria no es algo opcional, no es un consejo reservado para algunos que quieren comportarse como héroes o ser mejores que los demás. Es lo que caracteriza al cristiano: “Cualquiera de ustedes que no renuncia a todas sus posesiones no puede ser mi discípulo” (Lc 14,33).

¿Cómo privarse de todos los bienes? ¿Deben tirar por la ventana lo que tienen, con el riesgo de que acaben en manos de holgazanes, y reducirse a la miseria, convirtiéndose en mendigos? Sería una interpretación tonta y sin sentido de las palabras de Jesús. Nunca despreciaba la riqueza, nunca los invitaba a destruirla. Denunció, sí, los riesgos y peligros: el corazón se puede unir a ella y puede convertirse en un obstáculo insuperable para aquellos que quieren entrar en el reino de Dios (Lc 18,24-25). Los bienes de este mundo son preciosos, esenciales para la vida, pero deben mantenerse en su lugar. ¡Ay si los sobreestimamos o, peor aún, los convertimos en ídolos!

El que, iluminado por la Palabra de Cristo, da a los bienes su valor apropiado, es pobre en el sentido evangélico. Los aprecia, los estima; sabe que son un regalo de Dios. Precisamente porque son un regalo, uno no debería apropiarse de ellos. Se da cuenta de que no le pertenecen, que solo es un administrador y los invierte de acuerdo con los planes del Maestro. Recibió todo como regalo, los transforma en regalo.

Pobre en el sentido evangélico es aquel que no posee nada para sí mismo, que abandona la adoración del dinero, rechaza el uso egoísta de su tiempo, de sus capacidades intelectuales, erudición, diplomas, posición social… Es alguien que imita al Padre del cielo que, aunque lo posee todo, es infinitamente pobre porque no guarda nada para sí mismo; es un total don. El ideal del cristiano no es la pobreza, sino un mundo de pobres evangélicos, un mundo donde nadie acumula para sí mismo, nadie desperdicia, y cada uno pone a disposición de los hermanos todo lo que ha recibido de Dios. “¡Felices los pobres!” no es un mensaje de resignación sino de esperanza, esperanza en un mundo nuevo donde nadie pase necesidad (Hch 4,34).

La promesa que acompaña a esta Bienaventuranza no se refiere a un futuro lejano, no garantiza la entrada al cielo después de la muerte, sino que anuncia un gozo inmediato: “El reino de Dios les pertenece”. Desde el momento en que uno elige ser y permanecer pobre, entra al ‘Reino de Dios’ en una nueva condición.

Los que no dan este paso decisivo siguen pensando según la lógica terrenal. Tienen el corazón atado a la riqueza que poseen y han depositado en ella sus esperanzas de felicidad. No son libres… Aun no son felices. Solo los verdaderos discípulos son bendecidos porque entendieron que la vida humana no depende de los bienes que poseen y, al no tener el corazón atado al dinero, también pueden abrirlo a la Salvación que va más allá de este mundo.

¿Cuáles son las consecuencias de la elección de la pobreza evangélica? ¿Qué deben esperar los discípulos que renuncian al uso egoísta de la riqueza? Jesús responde a estas preguntas con la segunda Bienaventuranza: “Felices los que ahora pasan hambre, porque serán saciados” (v.21). Ninguna ilusión, ningún engaño, ninguna promesa de una vida fácil, rica y cómoda. El hambre real, no la espiritual, será una consecuencia inevitable para aquellos que ponen todo lo que tienen al servicio de los demás. Ellos experimentarán la pobreza, las dificultades y las privaciones; a veces les faltará lo necesario, pero serán bendecidos.

Jesús les responde a sus cumplidos y les asegura: “El Señor te llenará’”. A través de ti, Dios construirá el nuevo mundo en el que toda hambre, cada necesidad, será satisfecha; a través de ti, Dios preparará un banquete para todos aquellos que no tienen el mínimo requerido para la subsistencia (Is 25,6-8), a través de ti Él “satisfará a sus pobres con pan” (Sal 132,15), “dará alimento a los hambrientos” (Sal 146,7).

La tercera Bienaventuranza –“Felices los que ahora lloran, porque reirán”– también toma en consideración un estado de angustia y dolor (v. 21). Quien se hizo pobre experimenta tristeza y desesperación porque, a pesar de todos sus sacrificios y compromisos, no ve resueltos de manera inmediata y milagrosa los problemas de los pobres. Experimenta la decepción e incluso llega al punto de llorar.

Dios los consolará transformando su grito en gozo. Las semillas del bien que Él arroja en dolor crecerán y darán abundante fruto (Sal 126,6). Su condición es similar a la de la mujer que está a punto de dar a luz: “está afligida, pero cuando ella ha dado a luz al niño, ya no recuerda la angustia, por la alegría de que un hombre ha venido al mundo” (Jn 16,21).

La última Bienaventuranza –“Felices cuando los hombres los odien, los excluyan, los insulten y desprecien…”– es diferente de las anteriores. Es más larga; no describe la condición actual de los discípulos sino que anuncia que algo doloroso sucederá en el futuro; no contiene la promesa de una reversión de la situación sino que los invita a regocijarse incluso cuando se convierten en objeto de hostigamiento debido al Hijo del Hombre (vv.22-23).

Quien se niega a cumplir con los principios que dominan en este mundo –los del egoísmo, la competencia, la opresión, la búsqueda del interés propio– es combatido y prohibido como peligroso para el orden establecido. El mundo antiguo no se resigna a desaparecer, no consiente en entregar pacíficamente el paso a una sociedad fundada en los principios del don gratuito, la disponibilidad del servicio desinteresado, la búsqueda del último lugar. Quien opta por este nuevo mundo está en desacuerdo con la mentalidad compartida por muchos y es inmediatamente aislado y perseguido. La aprobación y el consentimiento de las personas es un signo negativo. La persecución es el destino que todos los justos comparten: los profetas del Antiguo Testamento fueron tratados de esa manera.

El discípulo no es feliz ‘a pesar’ de la persecución; no se regocija porque un día el sufrimiento terminará y en el futuro disfrutará de una recompensa en el cielo. Él es feliz en el preciso momento en que es perseguido. La persecución, de hecho, es la prueba irrefutable de que está siguiendo al Maestro. Los cuatro males no añaden nada a este mensaje; simplemente reafirman, de manera negativa, las Bienaventuranzas. Están dirigidos a los discípulos para advertirles sobre el peligro que aun se cierne sobre ellos de dejarse engañar por la “lógica de Satanás”, por los principios de este mundo.

Quien comienza a adorar la cuenta bancaria y la carrera, piensa en los propios intereses, se pierde detrás de los halagos y la seducción de la riqueza, quien acumula para sí mismo y despilfarra, mientras que otros lloran y mueren de hambre, es ‘maldito’. No es que Dios lo odie o lo castigue. Él es “maldito” porque ha tomado la decisión equivocada. Se colocó fuera del ‘Reino de Dios’. Recibe la alabanza y los cumplidos de las personas, pero no los de Dios.

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Bienaventuranzas:
retrato de Jesús y del Misionero
Romeo Ballan, mccj

“El sermón de la montaña ha ido derecho a mi corazón. Gracias a este sermón he aprendido a amar a Jesús”,afirmaba Gandhi, padre de la India moderna y promotor de la estrategia de la noviolencia-activa. La admiración nace en particular de las Bienaventuranzas, que constituyen el corazón del programa de Jesús. Un claro mensaje sobre el sentido de la existencia humana: acertar o equivocarse, vencer o perder, lograrlo o ser derrotados, conformarse o ir a contracorriente, acabar con un ‘bendito’ o con un ‘maldito’ (cfr. Mt 25). La lista de alternativas opuestas podría continuar. Jesús añade su alternativa en el sermón programático de las Bienaventuranzas (Evangelio): “Dichosos… ay de ustedes…” (v. 20.24). El estilo literario empleado por Jesús es parecido al de Jeremías (I lectura). Enseñar con imágenes contrastantes, paralelas y repetitivas, era una praxis común entre los maestros de esa época, a fin de facilitar el aprendizaje a pueblos de cultura oral. Es un método didáctico que los misioneros conocen bien y se encuentra hasta nuestros días entre numerosos grupos humanos.

Más que el estilo literario, es importante captar el mensaje: la puesta en juego entre las dos alternativas expresadas por Jeremías y por Jesús es la vida, la salvación, la misma salvación eterna. Las dos opciones son: ser como un cardo en la estepa, es decir, vivir en un desierto sin frutos y sin vida; o bien ser como un árbol plantado junto al agua, que no siente el estío y no deja de dar fruto. Opciones que el profeta califica con un veredicto contundente: maldito… o bendito... La razón moral de tanta severidad, reside, para Jeremías, en la elección de confiar en el hombre (v. 5), o de confiar en el Señor (v. 7). ‘Confiar’ es el verbo de la fe: o sea, fijar el punto de solidez de la casa, poner el fundamento del edificio sobre la roca. El salmo responsorial retoma el tema con abundantes imágenes tomadas de la vida agrícola y de las costumbres sociales.

Jesús propone un programa idéntico (Evangelio): organizar la vida, poniendo a Dios como centro de toda referencia, lleva naturalmente a un resultado positivo, o sea al ‘dichosos ustedes…’, y no un ‘ay de ustedes’ Optar por Jesús significa trabajar en favor de los necesitados, descubrir motivos de gozo aun dentro de realidades que normalmente se consideran negativas, perdedoras, según las opiniones de la mayoría: bienaventurados los pobres, los que ahora tienen hambre, los que lloran, los que reciben insultos y repulsas… ¡Alégrense! (v. 20-23). El paralelismo de Lucas continúa con las imágenes opuestas, ritmadas por el ‘ay de ustedes’ (v. 24-26). El ‘ay de ustedes‘, sin embargo, no es una amenaza o un castigo, sino el lamento de Jesús, la tristeza por la situación de los que persiguen planes mundanos de opulencia, poder, satisfacciones egoístas, atropellos, prestigio, honores… Jesús lo lamenta: ¡lo siento por ustedes!

Solamente el que se fía completamente de Dios logra vivir la gratuidad, compartir sin acumular, alegrarse con pocas cosas, encontrar ‘perfecta alegría’ aun recibiendo insultos, rechazos y persecución. El gozo espiritual de las bienaventuranzas no tiene nada que ver con satisfacciones masoquistas. Sin embargo, no elimina el sufrimiento propio de las situaciones difíciles, pero sabe leer en ellas un mensaje superior, una sabiduría nuevaun camino de salvación, una misteriosa fecundidad pascual, un “signo de humanidad renovada” (oración colecta). Aunque de no fácil comprensión.

Las Bienaventuranzas son un autorretrato de Jesús: Él mismo es el pobre, sufriente, perseguido… Ha escogido el camino de la pasión, muerte y resurrección para dar la vida al mundo (II lectura). El programa que Jesús confía a los apóstoles -y a los misioneros de todos los tiempos- no puede ser distinto: el misionero es el hombre/mujer de las Bienaventuranzas, como los ha definido Juan Pablo II. En particular, las Bienaventuranzas de la persecución y de la pobreza, vividas compartiendo la vida. Lo confirman las decenas de misioneros que cada año caen víctimas de la violencia. A su testimonio hay que asociar el de otros testigos (voluntarios, periodistas, agentes del orden público…) caídos en acto de servicio. En el origen de tales asesinatos están a menudo bandidos y asaltantes; otras veces son más evidentes las motivaciones religiosas y sociales. Optar por Cristo significa actuar siempre en favor de los débiles y de los necesitados, con los cuales Él se identifica: hambrientos, desnudos, enfermos, encarcelados, forasteros… Tenemos certeza de ello con las dos sentencias finales: “vengan, benditos de mi Padre”, o “aléjense, malditos…” (Mt 25,34.41). Hay coherencia entre el Evangelio de las Bienaventuranzas y el test del juicio final. El camino de las Bienaventuranzas lleva a la bendición definitiva. A la felicidad auténtica y duradera.

V Domingo ordinario. Año C

Lucas 5,1-11

En aquel tiempo la gente se agolpaba junto a él para escuchar la Palabra de Dios, mientras él estaba a la orilla del lago de Genesaret. Vio dos barcas junto a la orilla; los pescadores se habían bajado y estaban lavando sus redes. Subiendo a una de las barcas, la de Simón, le pidió que se apartase un poco de la orilla. Se sentó y se puso a enseñar a la multitud desde la barca. Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: “Navega lago adentro y echa las redes para pescar”. Le replicó Simón: “Maestro, hemos trabajado toda la noche y no hemos sacado nada; pero, ya que lo dices, echaré las redes”. Lo hicieron y capturaron tal cantidad de peces que reventaban las redes. Hicieron señas a los socios de la otra barca para que fueran a ayudarlos. Llegaron y llenaron las dos barcas, que casi se hundían. Al verlo, Simón Pedro cayó a los pies de Jesús y dijo “¡Apártate de mí, Señor, que soy un pecador!”, ya que el temor se había apoderado de él y de todos sus compañeros por la cantidad de peces que habían pescado. Lo mismo sucedía a Juan y Santiago, hijos de Zebedeo, que eran socios de Simón. Jesús dijo a Simón: “No temas, en adelante serás pescador de hombres”. Entonces, amarrando las barcas, lo dejaron todo y lo siguieron.


La fuerza del Evangelio
José A. Pagola

El episodio de una pesca sorprendente e inesperada en el lago de Galilea ha sido redactado por el evangelista Lucas para infundir aliento a la Iglesia cuando experimenta que todos sus esfuerzos por comunicar su mensaje fracasan. Lo que se nos dice es muy claro: hemos de poner nuestra esperanza en la fuerza y el atractivo del Evangelio.

El relato comienza con una escena insólita. Jesús está de pie a orillas del lago, y la gente se va agolpando a su alrededor para oír la Palabra de Dios. No vienen movidos por la curiosidad. No se acercan para ver prodigios. Solo quieren escuchar de Jesús la Palabra de Dios.

No es sábado. No están congregados en la cercana sinagoga de Cafarnaún para oír las lecturas que se leen al pueblo a lo largo del año. No han subido a Jerusalén a escuchar a los sacerdotes del Templo. Lo que les atrae tanto es el Evangelio del Profeta Jesús, rechazado por los vecinos de Nazaret.

También la escena de la pesca es insólita. Cuando de noche, en el tiempo más favorable para pescar, Pedro y sus compañeros trabajan por su cuenta, no obtienen resultado alguno. Cuando, ya de día, echan las redes confiando solo en la Palabra de Jesús que orienta su trabajo, se produce una pesca abundante, en contra de todas sus expectativas.

En el trasfondo de los datos que hacen cada vez más patente la crisis del cristianismo entre nosotros hay un hecho innegable: la Iglesia está perdiendo de manera imparable el poder de atracción y la credibilidad que tenía hace solo unos años. No hemos de engañarnos.

Los cristianos venimos experimentando que nuestra capacidad para transmitir la fe a las nuevas generaciones es cada vez menor. No han faltado esfuerzos e iniciativas. Pero, al parecer, no se trata solo ni primordialmente de inventar nuevas estrategias.

Ha llegado el momento de recordar que en el Evangelio de Jesús hay una fuerza de atracción que no hay en nosotros. Esta es la pregunta más decisiva: ¿Seguimos “haciendo cosas” desde un Iglesia que va perdiendo atractivo y credibilidad, o ponemos todas nuestras energías en recuperar el Evangelio como la única fuerza capaz de engendrar fe en los hombres y mujeres de hoy?

¿No hemos de poner el Evangelio en el primer plano de todo?. Lo más importante en estos momentos críticos no son las doctrinas elaboradas a lo largo de los siglos, sino la vida y la persona de Jesús. Lo decisivo no es que la gente venga a tomar parte en nuestras cosas, sino que puedan entrar en contacto con él. La fe cristiana solo se despierta cuando las personas se encuentran con testigos que irradian el fuego de Jesús.

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Todos estamos llamados a ser más, sin límites
Fray Marcos

Empezamos hoy el capítulo 5 del evangelio de Lc con un episodio múltiple: La multitud que se agolpa en torno a Jesús para escuchar la palabra de Dios; la enseñanza desde la barca; la invitación a remar mar adentro; pesca inesperada; la confesión de la indignidad de Pedro; la llamada de los discípulos y el inmediato seguimiento. No nos dice de qué les habla Jesús, pero lo que sigue, nos da la verdadera pista para descubrir de qué se trata.

Este relato tiene gran parecido con el que Jn narra en el capítulo 21, después de la resurrección. Allí es Pedro el que va a pescar en su barca. Se habla de una noche de pesca sin fruto alguno y Jesús les manda, contra toda lógica, que echen las redes a esa hora de la mañana. El mismo resultado de abundante pesca y la precipitada decisión de Pedro de ir hacia Jesús. Dado el simbolismo que envuelve el relato, tiene más sentido en un ambiente pascual. Pedro llama a Jesús “Señor”, título que solo los primeros cristianos le dieron.

Hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada. El hecho de que la pesca abundante sea precedida de un total fracaso tiene un significado teológico muy profundo. ¿Quién no ha tenido la sensación de haber trabajado en vano durante décadas? Solo tendremos éxito cuando actuemos en nombre de Jesús. Esto quiere decir que debemos actuar de acuerdo con su actitud vital, más allá de nuestras posiciones raquíticas y a ras de tierra. Esa actitud vital no se puede dar por hecho solo por decir: por Jesucristo nuestro Señor.

Rema mar adentro. La multitud se queda en tierra, solo Pedro y los suyos (muy pocos) se adentran en lo profundo. Esta sugerencia de Jesús es también simbólica. En griego “bados” y en latín “altum” significan profundidad (alta mar), y expresa mejor el simbolismo. Solo de las profundidades del hombre se puede sacar lo más auténtico. Todo lo que buscamos en vano en la superficie, está dentro de nosotros mismos. Pero ir más adentro exige traspasar las falsas seguridades del yo superficial y adentrarse en aguas incontroladas. Adentrarse en lo que no controlamos exige una fe-confianza auténtica. Decía Teilhard de Chardin: “Cuando bajaba a lo hondo de mi ser, dejé de hacer pie y parecía que me deslizaba hacia el vacío”.

Fiado en tu palabra, echaré las redes. El que Pedro se fíe de la palabra de  Jesús, que le manda contra toda lógica, echar las redes a una hora impropia, tiene mucha miga. Las tareas importantes las debemos hacer siempre fiándonos de otro. Tenemos que dejarnos conducir por la Vida. Cuando intentamos domesticar y controlar lo que es más que nosotros, aseguramos nuestro fracaso. El mismo Nietzsche dijo: “El ser humano nunca ha llegado más lejos que cuando no sabía a donde le llevaban sus pasos”. Lo que trasciende a nuestro ser consciente es mucho más importante que el pequeñísimo espacio que abarca nuestra razón. Dejarnos llevar por lo que es más que nosotros es signo de verdadera sabiduría.

No temas. El temor y el progreso son incompatibles. Mientras sigamos instalados en el miedo, la libertad mínima indispensable para crecer será imposible. Más de 130 veces se habla en la Biblia del miedo ante lo divino. Casi siempre, sobre todo en los evangelios, se afirma que no hay motivo para ello. El miedo nos paraliza e impide cualquier decisión hacia la Vida. Si el acercamiento a Dios nos da miedo, ese Dios es falso. Cuando la religión sigue apostando por el miedo, está manipulando el evangelio y abusando de Dios.

El mar era el símbolo de las fuerzas del mal. “Pescar hombres” era un dicho popular que significaba sacar a uno de un peligro grave. No quiere decir, como se ha entendido con frecuencia, pescar o cazar a uno para la causa de Jesús. Aquí quiere decir: ayudar a los hombres a salir de todas las opresiones que el impiden crecer. Solo puede ayudar a otro a salir de la influencia del mal, el que ha encontrado lo auténtico de sí mismo. Crecer en mi verdadero ser es lo mejor que puedo hacer por todos los demás. La principal tarea de todo ser humano está dentro de él. Dios quiere que crezcas, siendo lo que debes ser.

Y, dejándolo todo, lo siguieron. Seguimos en un lenguaje teológico. Es imposible que Pedro y sus socios dejaran las barcas, los peces cogidos, la familia y se fueran físicamente detrás de Jesús desde aquel instante. El tema de la vocación es muy importante en la vida de todo ser humano. La vida es siempre ir más allá de lo que somos, por lo tanto, el mismo hecho de vivir nos plantea las posibilidades que tenemos de ir en una dirección o en otra. Con demasiada frecuencia se reduce el tema de la “vocación” al ámbito religioso. Nada más ridículo que esa postura. Quedaría reducido el tema a una minoría. Todos estamos llamados a la plenitud, a desplegar todas nuestras mejores posibilidades.

La vocación no es nada distinto de mi propio ser. No es un acto puntual y externo de Dios en un momento determinado de mi historia. Dios no tiene manera de decirme lo que espera de mí, más que a través de mi ser. Elige a todos de la misma manera, sin exclusiones ni preferencias. La meta es la misma para todos. Dios no puede tener privilegios con nadie. Soy yo el que tengo de adivinar todas las posibilidades de ser que yo debo desarrollar a lo largo de mi existencia. Ni puede ni tiene que añadir nada a mi ser. Desde el principio están en mí todas esas posibilida­des, no tengo que esperar nada de Dios.

Mi vocación sería el encontrar el camino que me llevará más lejos en esa realización personal, aprovechando al máximo todos mis recursos. Los distintos caminos no son, en sí, ni mejores ni peores unos que otros. Lo importante es acertar con el que mejor se adecúe a mis aptitudes personales. La vocación la tenemos que buscar dentro de nosotros mismos, no fuera. No debemos olvidar nunca que toda elección lleva con sigo muchas renuncias que no se tienen que convertir en obsesión, sino en la conciencia clara de nuestra limitación. Si de verdad queremos avanzar hacia una meta, no podemos elegir más que un camino. El riesgo de equivocarnos no debe paralizarnos, porque aunque nos equivoquemos, si hacemos todo lo que está de nuestra parte, llegaremos a la meta, aunque sea con un mayor esfuerzo.

Este relato está resumiendo el proyecto de todo ser humano. Jesús había desarrollado su proyecto de vida y quiere que los demás desarrollen el suyo. Pedro lo ve como imposible y hace patente su incapacidad. Está instalado en su individualidad y en su racionalidad. Es figura de todos nosotros que no somos capaces de superar el ego psicológico y el ego mental. Todo lo que no son mis sentimientos y mis proyectos racionales lo considero inalcanzable. Todas las posibilidades de ser que están más allá de esta ridícula acotación no me interesan.

Pero la verdad es que más allá de lo que creo ser, está lo que soy de verdad. Aquí está la clave de nuestro fracaso espiritual. Descubrimos que hay seres humanos que han alcanzado ese nivel superior de ser, pero nos parece inalcanzable porque “soy un pecado”. “¿Quién te ha dicho que estabas desnudo?” Dios se lo pregunta a Adán, dando por supuesto que Él no ha sido. Notad el empeño que ha tenido la religión en convencernos de que estábamos empecatados y que no debíamos aspirar más que a reconocer nuestros pecado y hacer penitencia. Ojalá superásemos esa tentación y aspirásemos todos a la plenitud a la que podemos llegar. Ni lo biológico, ni lo psicológico, ni lo racional, constituyen la meta del hombre.

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“En mar abierto”: amplitud y profundidad de la Misión
Romeo Ballan, mccj

Rema mar adentro y echen las redes… Y, dejándolo todo, lo siguieron” (Evangelio, v. 4.11). Así, Pedro y sus compañeros. Lo mismo que Isaías, Pablo… y todos los que, a lo largo de los siglos, han acogido la invitación-mandato del mismo Señor de salir para una misión. Múltiples son las vocaciones y misiones, distintas en sus formas, recorridos y circunstancias, pero idénticas en su origen y finalidad. Las tres lecturas de este domingo presentan tres vocaciones típicas: Isaías, Pablo, Pedro, las cuales, aun siendo vocaciones personales y específicas, tienen muchos elementos comunes, como estos:

– 1. La iniciativa de Dios es el punto de partida de cualquier vocación-misión. Él es el que llama y envía. Isaías, en medio de una extraordinaria manifestación divina (I lectura), escucha la llamada de Dios que busca a alguien para enviarlo (v. 8). A Pablo se le aparece el mismo Cristo resucitado (II lectura) y le revela lo que debe anunciar (v. 3.8). Jesús predica desde la barca de Pedro (Evangelio), luego lo invita a remar mar adentro, a echar las redes, y hace de él un pescador de hombres (v. 4.10).

– 2. La experiencia de Dios, percibido como grande y santo, en contraste con la pobreza e indignidad del apóstol, es fundamental en la aventura de la vocación-misión. No se trata de tener visiones, sino experiencias interiores, que son diferentes para cada uno, pero necesarias para todos. Ante Aquel que es Tres-veces-SantoIsaías se siente perdido, hombre de labios impuros, luego purificado (v. 3.5.7). Por su parte, Pablo se declara el último, indigno y perseguidor (v. 8.9). Y Pedro, ya tocado por la palabra de Jesús y asombrado por la pesca milagrosa, se reconoce pecador, se arroja a los pies de Jesús y le ruega que se aparte de él (v. 8.9). Por tanto, queda claro que Dios ha optado por servirse de instrumentos frágiles para realizar su salvación: los purifica y habilita para ser mensajeros y operadores de la misma (v. 10).

– 3.El Señor llama para una misión. Puede ocurrir que al comienzo la tarea no sea clara; se hará concreta más adelante. Lo que importa es la disponibilidad incondicional por parte de la persona llamada, una firma en blanco, como en el caso de Isaías (v. 8). Para Pablo la tarea consiste en anunciar el Evangelio: Cristo muerto y resucitado (v. 3-4.11). Pedro y los otros están llamados a remar mar adentro, a ser pescadores de hombres en un mundo vasto y complejo (v. 4.10).

– 4. La respuesta es el seguimiento: una respuesta que cambia la vida del apóstol. “Aquí estoy, mándame”, contesta Isaías (v. 8). Pablo está contento con ser lo que es, de haber trabajado y predicado (v. 10.11). Pedro y sus compañeros dejan las barcas y siguen al nuevo Rabí (v. 11). El encuentro con un acontecimiento, con una Persona, es indispensable para toda vocación-misión.

– 5. La fuerza de la misión viene de Dios, no del apóstol. El fuego purificador ha quemado todas las resistencias e Isaías se anima a ir, enviado por el Señor (v. 8). Pablo reconoce que está actuando “por la gracia de Dios” (v. 10). A Pedro ya no le importa exponerse al riesgo de otra pesca infructuosa, e incluso a lo ridículo de pescar en pleno día, en contra de toda lógica humana. Se fía de Cristo: “por tu palabra…” (v. 5).

El “duc in altum” (rema mar adentro, v. 4) es la orden audaz de Jesús a Pedro: sumérgete en el vasto mar del mundo, enfréntate al poder del mal y a sus fuerzas mortíferas. Una orden que exige valentía, porque en el lenguaje bíblico el mar es también el lugar del ‘mal’, de la nada, del caos, de los poderes adversos; por eso, resulta aún más patente el señorío divino de Jesús que se impone a la tempestad, la calma, increpa al mar (cfr. Lc 8,22-25). La invitación a convertirse en ‘pescadores de personas’ significa encontrar a las personas allí donde estén, llevarles un mensaje de salvación, sacarlas del mal, devolverlas a la vida, así como ya lo explicaba S. Ambrosio: “Los instrumentos de la pesca apostólica son como las redes; en efecto, las redes no causan la muerte del que queda atrapado, sino que lo guardan con vida, lo sacan de los abismos a la luz”.

Mientras las redes de la pesca hacen morir al pez fuera del agua, la red del Evangelio salva y hace vivir. Pero ‘pescar personas’ excluye todo tipo de violencia, incluso psicológica; no significa atrapar a la gente, ni siquiera para hacer unos prosélitos. La invitación de Jesús es a sacar fuera del mar (=mal) personas vivientes. El proyecto de Dios es siempre para la vida y la libertad. Cristo no retira a sus pescadores del mar, del mundo, los quiere presentes en ellos, pero los guarda del Maligno (cfr. Jn 17,15) y los envía a salvar, hacer que las personas vivan. Esta era para Él la prioridad: salvar a las personas de la marginación, exclusión, muerte…, dar a todos vida y esperanza. Así Él lo hizo con leprosos, poseídos, adúlteros, samaritanos, pecadores, enfermos de todo tipo.

La acción del “duc in altum” (gr. ‘eis to bathos’) indica la vastedad, la dispersión por los caminos del mundo, pero sobre todo la profundidad a la que está llamada la misión. Jesús no confía a Pedro y a sus amigos una tarea sencilla, de superficie, sino de alta mar. Se señala aquí la obra de la evangelización en su complejidad, que abarca metas vitales, como: anuncio de Cristo, inicio de la comunidad, inculturación, promoción humana, etc. Una misión exigente, abierta a cada pueblo y cultura. El “duc in altum” es un estímulo para empresas valientes. Partiendo del ‘duc in altum’ San Juan Pablo II presentó el programa misionero de la Iglesia para el Tercer Milenio, como se lee en la Carta apostólica Novo Millennio ineunte (6-1-2001). Un programa a realizarse “aguzando la vista” y con un “gran corazón” (n. 58). Si se quiere llegar lejos, es preciso mirar muy alto. Sin mediocridad, ni miedo. El Espíritu empuja a la Iglesia misionera a ir siempre más allá. A todos.

Llevamos un gran tesoro en vasijas de barro
Fernando Armellini

Introducción

Hoy las lecturas nos presentan a algunos personajes que han sido llamados a desarrollar la misión de ser anunciadores de la Palabra de Dios. Todos han tenido la misma reacción: se sienten incómodos, incapaces, inadecuados.

Isaías declara que es un hombre de labios impuros. Pedro pide a Jesús que se aleje de él porque sabe que es un pecador. Pablo afirma que el Resucitado se ha manifestado también a él, pero como “a un aborto”, es decir, a un ser imperfecto, a un anormal de nacimiento. La lista de las declaraciones de indignidad podría continuar con las objeciones de Jeremías: “¡Ay, Señor mío! Mira que no sé hablar, que soy un muchacho” (Jer 1,6) y de Moisés: “Yo no tengo facilidad de palabra… soy torpe de boca y de lengua” (Éx 4,10).

Evangelio: Lucas 5,1-11

Como el Señor, también el cristianismo es “amante de la vida” (cf. Sab 11,26), desea la vida, se compromete con la vida. “Yo vine para que tengan vida y la tengan en abundancia”, dice Jesús refiriéndose a su misión entre los hombres (Jn10,10). ¿Cómo lleva a cumplimiento esta misión suya? ¿Qué tarea ha asignado a sus discípulos? A estas preguntas, Lucas no responde con razonamientos sino con un relato: la llamada de los tres primeros apóstoles.

El episodio se desarrolla en el lago de Genesaret. Jesús se encuentra entre apretujones en medio de la muchedumbre y, viendo dos barcas de pescadores, sube a la de Pedro, le pide separarse un poco del embarcadero, se sienta y comienza a enseñar a las gentes (vv. 1-3). La escena es poco realista (baste pensar en la incomodidad de hablar desde una barca a una gran muchedumbre). La escena es idealizada a propósito para transmitir un mensaje teológico.

Notemos ante todo el contexto en el que se ambienta la escena: en la orilla del lago en un día laboral, mientras los hombres están inmersos en sus trabajos, mientras están sudando para ganarse la vida. No es solamente durante la liturgia del sábado y en los ambientes y lugares de culto donde Jesús anuncia la Palabra de Dios. Él la proclama en todos los contextos, en los sagrados y en los profanos, porque la Palabra inspira y guía toda actividad humana.

Se sienta –es decir, asume la posición de maestro– estando en la barca de Pedro. El simbolismo es evidente: la barca representa la comunidad cristiana. Es éste el lugar privilegiado desde el que se debe esperar la voz del Maestro; es a esta barca a la que somos invitados a dirigir nuestra mirada en busca de luz, de la consolación y de esperanza.

Junto a Jesús, no hay en la barca personas excepcionales, santas, perfectas. Solo Dios es santo. Hay gente buena, sí, pero también pecadora. Pedro lo reconocerá en nombre de los otros: “¡Apártate de mí, Señor, que soy un pecador!” (v. 8). Sin embargo, a pesar de estar ocupada por pecadores, es desde esta barca desde donde se anuncia la Palabra de Dios.

Al anuncio de la Palabra, sigue la acción (vv. 1-3). A una orden del Maestro, la barca se adentra en el lago, se aventura sobre las aguas del mar. Mar adentro es donde los discípulos son invitados a echar las redes y pescar (vv. 4-7). Es la comunidad cristiana que, animada por el mensaje evangélico que ha escuchado y asimilado, se dispersa por los caminos del mundo para llevar a cabo su misión.

Pedro objeta, le parece insensata la orden dada por Jesús; es mediodía… Aquella no es hora de pescar. Pero se fía. Es la primera persona que, durante la vida pública, pone su fe en la palabra del Maestro. Es un riesgo que Pedro está dispuesto a correr. Sabe que, en caso de fracaso, se expone al ridículo y a las bromas de sus colegas. La lógica humana le sugiere renunciar, pero prefiere obedecer. Después de un primer momento de incertidumbre, se decide y pone manos a la obra. Cree que la palabra de Jesús puede realizar lo imposible. Ha experimentado ya la fuerza de esta Palabra cuando su suegra fue instantáneamente curada de la fiebre por Jesús (cf. Lc 4,38-39).

El resultado es sorprendente; la cantidad de peces capturada es enorme y el evangelista lo subraya con algunos detalles: la red está a punto de romperse, se debe recurrir a la ayuda de otros; la barca está sobrecargada y hay peligro de que se hunda.

En este momento, Lucas introduce la reacción de Pedro y de los que han asistido al prodigio. Simón se echa a los pies de Jesús y declara la propia indignidad: “¡Apártate de mí, Señor, que soy un pecador!” (vv. 8-10a).

Es la manera como viene narrado en la Biblia todo encuentro del hombre con el Señor: Moisés se tapa el rostro porque tiene miedo (cf. Éx 3,6); Elías se cubre la cabeza con el manto (cf. 1 Re 19:13). Como Isaías –lo hemos visto en la primera lectura– también Pedro se siente pecador. No porque haya llevado una vida inmoral hasta aquel momento sino porque se ha dado cuenta de la distancia que lo separa de lo divino y confiesa la propia indignidad.

Llegamos así al tema central del pasaje (vv. 10b-11). El motivo principal por el que Lucas narra el episodio es el de hacer comprender a los discípulos de sus comunidades cuál es la misión a que han sido llamados: ser pescadores de hombres.

Sabemos bien que los peces están muy a gusto en el agua y no son para nada felices si son sacados fuera. En el agua, sin embargo, los hombres no se encuentran en su elemento, especialmente cuando se trata del mar inmenso, profundo, oscuro, agitado. Los peces fuera del agua mueren; los hombres, por el contrario, viven. Jesús se sirve de este simbolismo para explicar a sus discípulos cuál es su misión. No los invita a “pescar a los hombres con anzuelo”, sino a sacarlos vivos con la red de las olas impetuosas en las que corren el peligro de verse zarandeados, sumergidos, arrastrados a las profundidades.

El verbo usado por el evangelista para describir esta misión no es propiamente pescar, sino capturar vivos (“agarrar para mantener en vida”) (cf. Núm 31,18; Deut 20,16: Jos 2,13; 6,24…), es decir, llevar a la vida.

En la Biblia las aguas del mar son el símbolo del poder del mal, de las fuerzas que llevan a la muerte. Las personas que deber ser ‘pescadas’, es decir ayudadas a vivir, son aquellas que, si se sienten atrapadas por los vicios, a la merced de sus ídolos, de sus pasiones desenfrenadas, que solo saben hacer el mal a los otros y a ellas mismas. «Pez» que debe ser sacado fuera de su condición desesperada es la humanidad entera que corre el riesgo de ser engullida por la violencia, por los odios, las guerras, la corrupción moral…

San Ambrosio decía: “Los instrumentos de la pesca apostólica son las redes; de hecho, no hacen morir a quienes atrapa, sino que los devuelven a la vida, los sacan de los abismos a la luz; de lo profundo conducen a la superficie a quienes estaban sumergidos”. Esta misión no ha sido confiada solamente a los sacerdotes sino a toda la comunidad cristiana.

Un último elemento que se subraya con esta metáfora es el ministerio confiado a Pedro. Es él quien guía la barca hacia el lugar indicado (v. 4), es él quien proclama su fe en el poder de la palabra del Señor (v. 5), es él quien lo reconoce como Señor (v. 8); es a él a quien se dirige la invitación a ser pescadores de hombres (v. 10).

Todos estos elementos indican que Pedro tiene una misión particular que desarrollar en la Iglesia: la de escuchar con atención la Palabra del Señor y dirigirse después, junto a los otros discípulos, no donde la experiencia y la habilidad profesional le sugieren ir sino allí donde el Maestro les indica.

El pasaje no tiene como objetivo invitar a aquellos que, en la comunidad cristiana, ejercen el ministerio de la presidencia a reivindicar para sí el derecho a mandar, a imponerse, o incluso a actuar como dueños del pueblo de Dios (cf. 1 Pe 5:3). Se trata, más bien, de una invitación a que evalúen la manera como ejercen el carisma de la autoridad. ¿Tienen plena confianza en la Palabra del Maestro? ¿Saben reconocer su voz? ¿Son capaces de distinguirla de la “sabiduría de este mundo”, del “sentido común”, de cálculos humanos, de sus instituciones, de sus convicciones personales?

A este examen de conciencia es llamado todo cristiano. Todo cristiano debería preocuparse si constatara que no ha sorprendido a nadie, que nadie lo ha tachado de iluso, de soñador, de alguien que está siempre dispuesto “a pescar al medio día” si el Maestro se lo pide.

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“Rema mar adentro”

En este evangelio de la pesca milagrosa Jesús llega donde sus discípulos, que habían estado pescando toda la noche y no habían cogido nada, y les exhorta a que vuelvan a tirar las redes otra vez, y ahí es donde sucede la pesca milagrosa. Los discípulos fueron fieles a Jesús, le hicieron caso, confiaron en su palabra y volvieron a tirar las redes.

Pero es muy fácil ser fiel cuando todo nos va bien, mucho más complicado es ser fiel sin haber pescado nada, en los momentos más duros de nuestra vida. Este evangelio nos llama a la fidelidad, a la entrega y a la perseverancia.

Aunque nos parezca poco eso que le vamos a entregar a Dios, ofrezcámoselo y Él sabrá transformarlo. Porque ante la experiencia de la noche oscura y estéril, del esfuerzo desgastante y sin frutos, Jesús nos propone la experiencia de navegar mar adentro, nos está pidiendo que confiemos en Él, aunque solamente sea porque nos lo está pidiendo Él. Es lo que hizo Pedro, que asume el protagonismo en este evangelio, y eso porque, aunque todo el mundo sabe que nadie se pone a pescar al mediodía en el lago, sobre todo sino ha pescado nada por la noche, Pedro confió totalmente en Jesús y volvió a echar las redes otra vez en el lago porque se lo pidió Jesús.  

Este relato prepara a los discípulos para seguir a Jesús, porque era frecuente en la Biblia que, antes de confiar una tarea importante a alguna persona, Dios se revelaba a través de algún signo que manifestaba su poder. En este caso lo hizo a través de la pesca.

El evangelio de hoy nos sugiere tres momentos.

Jesús quiere subirse a nuestra barca, es decir, entrar en nuestro mundo, en nuestras relaciones, en nuestra familia, en nuestro trabajo, en lo que sabemos hacer… Quiere entrar de lleno en nuestro mundo.

Jesús quiere que naveguemos mar adentro y echemos las redes: Jesús quiere que naveguemos mar adentro en la relación con él, en nuestro mundo, donde estemos acostumbrados; quiere que naveguemos y profundicemos en la relación con Él para que transformemos nuestra vida.

Jesús quiere hacernos salir de nuestro mundo y llevarnos a otro mundo nuevo: “te haré pescador de hombre”. Quiere hacernos usar todas nuestras cualidades para hacernos un gran instrumento de Él.

Pero, ¿cómo podemos llevar a cabo todo esto en la práctica, siguiendo el modelo y el ejemplo de Jesús?

Si nos fijamos bien, la escena que se describe en este evangelio cambia de escenario: a diferencia de otros evangelios donde Jesús habla en la sinagoga, este evangelio se enclava en medio de la naturaleza. La gente escucha desde la orilla; Jesús habla desde las aguas del lago. No está sentado en una cátedra, sino en una barca, un escenario humilde y sencillo desde donde enseñaba a la gente sencilla, que eran los únicos que estaban hambrientos por aprender de Él.

Y, a diferencia de otros predicadores, Jesús no repite lo que oye a otros, no cita a ningún maestro de la Ley, Jesús les habla desde el corazón y les pone en comunicación con Dios, porque la gente no quiere de Él unas palabras cualesquiera, esperan unas palabras diferentes nacidas de Dios.

Y eso es probablemente lo que mucha gente espera hoy de nosotros los cristianos, una palabra humilde, sentida, realista, extraída del evangelio, meditada personalmente en el corazón y pronunciada con el Espíritu de Jesús, como dice José Antonio Pagola y no tantos discursos, oraciones y palabras repetidas, vacías de contenido.

Al final, Jesús nos sigue invitando a seguir confiando en Él y a que sigamos intentándolo de nuevo, volviendo a echar las redes al lago.

Cuando nos vienen las situaciones adversas y pensamos que no pescamos nada, qué nos ayuda a no perder la fe y confiar en que Dios está con nosotros y eso nos da fuerza para poder afrontar esas adversidades. ¿En qué situaciones hemos sido capaces de superarnos o hemos podido ayudar a otros a superarse?

Dominicos.org
Fr. Luis Martín Figuero O.P.
Comunidad Virgen de la Vega. Babilafuente (Salamanca)

2 de febrero. Fiesta de la Presentación del Señor

Lucas 2,22-40

Cuando llegó el día de su purificación, de acuerdo con la ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentárselo al Señor, como manda la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor». Además ofrecieron el sacrificio que manda la ley del Señor: un par de tórtolas o dos pichones. Había en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que esperaba la liberación de Israel y se guiaba por el Espíritu Santo. Le había comunicado el Espíritu Santo que no moriría sin antes haber visto al Mesías del Señor. Conducido, por el mismo Espíritu, se dirigió al templo. Cuando los padres introducían al niño Jesús para cumplir con él lo mandado en la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: “Ahora, Señor, según tu palabra, puedes dejar que tu sirviente muera en paz, porque mis ojos han visto a tu salvación, la que has dispuesto ante todos los pueblos como luz para iluminar a los paganos y como gloria de tu pueblo Israel”. El padre y la madre estaban admirados de lo que decía acerca del niño. Simeón los bendijo y dijo a María, la madre: “Mira, este niño está colocado de modo que todos en Israel o caigan o se levanten; será signo de contradicción y así se manifestarán claramente los pensamientos de todos. En cuanto a ti, una espada te atravesará el corazón”. Estaba allí la profetisa Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era de edad avanzada. Casada en su juventud, había vivido con su marido siete años; desde entonces había permanecido viuda y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del templo, sirviendo noche y día con oraciones y ayunos. Se presentó en aquel momento, dando gracias a Dios y hablando del niño a cuantos esperaban la liberación de Jerusalén. Cumplidos todos los preceptos de la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y el favor de Dios lo acompañaba.


La Fiesta del Encuentro

Año C – Fiesta de la Presentación del Señor
Lucas 2,22-40: “Luz para iluminar a las naciones”

El 2 de febrero, exactamente 40 días después de la Navidad, la Iglesia celebra la fiesta litúrgica de la Presentación de Jesús en el Templo. Este año, al caer en domingo, tiene prioridad sobre las lecturas dominicales. Esta fiesta es popularmente conocida como la Candelaria, ya que en este día se bendicen las velas, símbolo de Cristo, luz del mundo.

Esta fiesta es muy antigua: se originó en Oriente y se difundió en Occidente después del siglo VI. En el pasado, estaba dedicada a la Purificación de la Virgen María, como lo recuerda el Evangelio de hoy. Según la costumbre judía, una mujer era considerada impura debido a la sangre menstrual durante un período de 40 días después del nacimiento de un varón (¡y 80 días en el caso de una niña!). Como toda mujer judía observante, María, después de cuarenta días, va al Templo para purificarse y ofrecer un sacrificio en obediencia a la Torá (Levítico 12,1-8): un cordero y una paloma o, si era pobre, dos tórtolas o dos pichones. Esto explica por qué María y José fueron al Templo con Jesús y ofrecieron dos tórtolas o dos pichones (Lucas 2,22-24).
Con la reforma litúrgica de Pablo VI (1969), la celebración de hoy recuperó su título original de Presentación del Señor.

Según las Sagradas Escrituras, todo primogénito, ya fuera humano o animal, pertenecía a Dios (Éxodo 13,2). El hijo primogénito era rescatado mediante el pago de cinco siclos de plata, dentro de los 30 días posteriores a su nacimiento (Números 18,15-16). Este rescate era un signo de la consagración de los primogénitos a Dios, en memoria de la liberación de Egipto, cuando Dios hirió a los primogénitos egipcios pero perdonó a los de los israelitas (Éxodo 13,1-2.11-16).

Sin embargo, notamos que en las Sagradas Escrituras no existe una ley específica que imponga la presentación del hijo primogénito en el Templo. San Lucas no menciona el pago del rescate, sino que habla de su presentación en el Templo.

Las lecturas nos ayudan a comprender teológicamente el sentido profundo de esta fiesta.
En la primera lectura, el profeta Malaquías (3,1-4) anuncia la entrada mesiánica del Señor en su Templo para purificar tanto el sacerdocio como al pueblo de sus infidelidades. Así, la presentación del Niño anuncia proféticamente su entrada en el Templo para purificar tanto el culto como el mismo Templo. De hecho, su cuerpo se convierte en el nuevo Templo.
En la segunda lectura, el autor de la Carta a los Hebreos (2,14-18) presenta a Jesús, quien, haciéndose semejante a sus hermanos en todo, se convirtió en el sumo sacerdote misericordioso, que vino a purificar al pueblo de sus pecados.

El pasaje del Evangelio está lleno de referencias a las Sagradas Escrituras. San Lucas es un narrador refinado y, en sus escritos, logra fusionar textos bíblicos y diversas tradiciones judías. Su intención no es tanto histórica como catequética y teológica.
Detrás de este relato, aparentemente sencillo y lineal, se pueden entrever alusiones a varios textos: la profecía de Malaquías sobre la entrada de Dios en su Templo (Malaquías 3); el episodio del pequeño Samuel, llevado al Templo de Silo por su madre Ana (1 Samuel 1-2); la narración de la subida del Arca de la Alianza a Jerusalén (1 Reyes 8); la visión de Ezequiel sobre el regreso de la “Gloria del Señor” (Shekiná); y, finalmente, alusiones a la visión del profeta Daniel sobre Jerusalén y el Templo (Daniel 9).

Podemos decir, entonces, que “Jesús entra en el Templo no para consagrarse, sino para consagrarlo y tomar posesión de él. La referencia, de hecho, a Malaquías, Samuel y Daniel revela la intención profunda de Lucas, quien no se limita a narrar simples ‘hechos’, sino ‘acontecimientos’, ‘kairòi’, que abarcan y determinan toda la historia: la de Israel y la nueva que comienza con el nacimiento de Jesús” (Paolo Farinella).

Pistas para la reflexión

1. Fiesta del “Aquí estoy”
La Presentación de Jesús en el Templo puede releerse a la luz del Salmo 40,7-9, reinterpretado por el autor de la Carta a los Hebreos en estos términos: “Al entrar en el mundo, Cristo dijo: […] ‘Aquí estoy, vengo para hacer tu voluntad’” (Hebreos 10,5-10). Este “Aquí estoy” de Cristo al Padre es, al mismo tiempo, un “Aquí estoy” dirigido a cada ser humano. La relación de fe es un diálogo de amor continuo entre el “Aquí estoy” de Dios y el nuestro. Sin embargo, la verdad de nuestro “Aquí estoy” se manifiesta concretamente en nuestra respuesta a las necesidades del prójimo.

El drama de Dios y del ser humano se expresa bien en estas palabras: “Me dejé buscar por los que no preguntaban por mí, me dejé encontrar por los que no me buscaban; dije: ‘Aquí estoy, aquí estoy’ a una nación que no invocaba mi nombre” (Isaías 65,1).

2. Fiesta del Encuentro
Esta fiesta nació en Oriente con el nombre de “Hypapanté”, que significa “Encuentro”. Dios viene al encuentro de su pueblo y nosotros vamos a su encuentro. La procesión, como acto comunitario, expresa esta profunda realidad de la fe cristiana: caminar juntos hacia el Señor. El movimiento físico recuerda el movimiento espiritual del alma.

Esta dimensión del encuentro es multifacética. Simeón y Ana representan al Israel creyente y al Antiguo Testamento que acoge al Nuevo. Además, esta pareja simboliza a toda la humanidad que camina hacia la luz de Cristo. Finalmente, el encuentro entre la pareja anciana y la joven pareja, José y María, expresa la comunión entre generaciones. La fiesta de hoy es, por tanto, una hermosa y elocuente imagen de la vocación cristiana y del ideal de una humanidad en camino hacia el encuentro con Dios y entre nosotros.

3. Fiesta de la Luz
La dimensión de la luz es una característica fundamental y distintiva de esta fiesta. Jesús es la Luz que viene a iluminar a todo ser humano, pero las tinieblas no la recibieron (Juan 1,4-9). Por eso, Jesús y cada uno de sus discípulos se convierten en un “signo de contradicción”. Para vivir en la Luz y ser testigos de la Luz, hay que aceptar ser un signo de contradicción, dispuestos a enfrentar la oposición de las “tinieblas” que intentarán apagar la Luz.

P. Manuel João Pereira Correia, mccj

Bandera discutida

«Será como una bandera discutida.»

Simeón es un personaje entrañable. Lo imaginamos casi siempre como un sacerdote anciano del Templo, pero nada de esto se nos dice en el texto. Simeón es un hombre bueno del pueblo que guarda en su corazón la esperanza de ver un día «el consuelo» que tanto necesitan. «Impulsado por el Espíritu de Dios», sube al templo en el momento en que están entrando María, José y su niño Jesús.
El encuentro es conmovedor. Simeón reconoce en el niño que trae consigo aquella pareja pobre de judíos piadosos al Salvador que lleva tantos años esperando. El hombre se siente feliz. En un gesto atrevido y maternal, «toma al niño en sus brazos» con amor y cariño grande. Bendice a Dios y bendice a los padres. Sin duda, el evangelista lo presenta como modelo. Así hemos de acoger al Salvador.
Pero, de pronto, se dirige a María y su rostro cambia. Sus palabras no presagian nada tranquilizador: «Una espada te traspasara el alma». Este niño que tiene en sus brazos será una «bandera discutida»: fuente de conflictos y enfrentamientos. Jesús hará que «unos caigan y otros se levanten». Unos lo acogerán y su vida adquirirá una dignidad nueva: su existencia se llenará de luz y de esperanza. Otros lo rechazarán y su vida se echará a perder. El rechazo a Jesús será su ruina.
Al tomar postura ante Jesús, «quedará clara la actitud de muchos corazones». El pondrá al descubierto lo que hay en lo más profundo de las personas. La acogida de este niño pide un cambio profundo. Jesús no viene a traer tranquilidad, sino a generar un proceso doloroso y conflictivo de conversión radical.
Siempre es así. También hoy. Una Iglesia que tome en serio su conversión a Jesucristo, no será nunca un espacio de tranquilidad sino de conflicto. No es posible una relación más vital con Jesús sin dar pasos hacia mayores niveles de verdad. Y esto es siempre doloroso para todos.
Cuanto más nos acerquemos a Jesús, mejor veremos nuestras incoherencias y desviaciones; lo que hay de verdad o de mentira en nuestro cristianismo; lo que hay de pecado en nuestros corazones y nuestras estructuras, en nuestras vidas y nuestras teologías.

Fe sencilla

El relato del nacimiento de Jesús es desconcertante. Según Lucas, Jesús nace en un pueblo en el que no hay sitio para acogerlo. Los pastores lo han tenido que buscar por todo Belén hasta que lo han encontrado en un lugar apartado, recostado en un pesebre, sin más testigos que sus padres.

Al parecer, Lucas siente necesidad de construir un segundo relato en el que el niño sea rescatado del anonimato para ser presentado públicamente. ¿Qué lugar más apropiado que el Templo de Jerusalén para que Jesús sea acogido solemnemente como el Mesías enviado por Dios a su pueblo?

Pero, de nuevo, el relato de Lucas va a ser desconcertante. Cuando los padres se acercan al Templo con el niño, no salen a su encuentro los sumos sacerdotes ni los demás dirigentes religiosos. Dentro de unos años, ellos serán quienes lo entregarán para ser crucificado. Jesús no encuentra acogida en esa religión segura de sí misma y olvidada del sufrimiento de los pobres.

Tampoco vienen a recibirlo los maestros de la Ley que predican sus “tradiciones humanas” en los atrios de aquel Templo. Años más tarde, rechazarán a Jesús por curar enfermos rompiendo la ley del sábado. Jesús no encuentra acogida en doctrinas y tradiciones religiosas que no ayudan a vivir una vida más digna y más sana.

Quienes acogen a Jesús y lo reconocen como Enviado de Dios son dos ancianos de fe sencilla y corazón abierto que han vivido su larga vida esperando la salvación de Dios. Sus nombres parecen sugerir que son personajes simbólicos. El anciano se llama Simeón (“El Señor ha escuchado”), la anciana se llama Ana. Ellos representan a tanta gente de fe sencilla que, en todos los pueblos de todas los tiempos, viven con su confianza puesta en Dios.

Los dos pertenecen a los ambientes más sanos de Israel. Son conocidos como el “Grupo de los Pobres de Yahvé”. Son gentes que no tienen nada, solo su fe en Dios. No piensan en su fortuna ni en su bienestar. Solo esperan de Dios la “consolación” que necesita su pueblo, la “liberación” que llevan buscando generación tras generación, la “luz” que ilumine las tinieblas en que viven los pueblos de la tierra. Ahora sienten que sus esperanzas se cumplen en Jesús.

Esta fe sencilla que espera de Dios la salvación definitiva es la fe de la mayoría. Una fe poco cultivada, que se concreta casi siempre en oraciones torpes y distraídas, que se formula en expresiones poco ortodoxas, que se despierta sobre todo en momentos difíciles de apuro. Una fe que Dios no tiene ningún problema en entender y acoger.

José Antonio Pagola
http://www.musicaliturgica.com


Todos lo esperaban, sólo Ana y Simeón lo reconocieron

Han pasado cuarenta días desde la Navidad y, quizás con un poco de nostalgia, recordamos aun las emociones que experimentamos en esos días, sobre todo por el gozoso mensaje que nos trajo el Niño, astro venido del cielo para iluminar nuestras noches: “nos visitará desde lo alto un amanecer que ilumina a los que habitan en tinieblas y en sombras de muerte” (Lc 1,78-79). ¿A qué se debe que la Iglesia nos invite a contemplar de nuevo al Niño Jesús?

La fiesta de la Presentación del Señor tiene orígenes muy antiguos. En Oriente ya se celebraba en el siglo IV con el nombre y el significado de “Fiesta del Encuentro” porque evocaba el encuentro de Jesús en el tempo con el Padre, con Simeón y Ana, representantes del resto de Israel que permaneció fiel a Dios como Abrahán. Cuando en el siglo VII fue introducida en Roma, recibió el nombre de “Fiesta de la Purificación de María”. Y, como se caracterizaba por una procesión nocturna con candelas, tomó también el nombre de “La Candelaria”. El rito de la luz la asociaba a la Navidad, fiesta de Cristo-luz.

En Belén la gloria del Señor envolvió de luz a los pastores; en los lejanos países de Oriente la estrella brilló para los Magos; en el templo de Jerusalén ha aparecido la luz para iluminar a la gente.

Han pasado ya cuarenta días desde Navidad y pudiera ser que la luz de Belén que “habíamos visto surgir” se haya ofuscado un poco, que no nos parezca tan fascinante como entonces o que no sea ya la única en captar nuestra atención. Quizás nos hayamos dejado deslumbrar por otras estrellas fugaces y más concretas, por otros ‘astros’ que reflejan mejor nuestros sueños y expectativas. Es por eso que la Iglesia nos invita a encontrarnos de nuevo con el Niño: nos invita a recibirlo en los brazos como lo han hecho Simeón y Ana, los pobres de Israel, personas atentas a la voz del Espíritu.

Israel ha celosamente custodiado y meditado la profecía de Malaquías que encontramos en la primera lectura. Por siglos ha invocado y esperado su cumplimiento, cultivando la certeza de que, un día, Dios manifestaría su fuerza contra los incumplidores de la ley.

En el evangelio de hoy Lucas nos narra la desconcertante respuesta del Señor a esta esperanza. Se imaginaban, quizás, su ingreso triunfal en el santuario, entre legiones de ángeles, cual juez severo pronto para condenar. He aquí, sin embargo, su sorprendente ingreso en el templo: es un recién nacido, débil e indefenso, envuelto en pañales, en brazos de una muchacha poco más que adolescente, acompañada de su joven marido. Es difícil reconocer en aquel niño, en todo igual a los otros, “al fuego y la lejía” enviados desde el cielo para purificar a Israel. Solamente personas muy sensibles espiritualmente podían vislumbrar en él a la “luz que ilumina a toda la gente”.

En la primera parte del relato (vv. 22-24) se narra el episodio de la presentación de Jesús en el templo. La Ley judía mandaba que todos los primogénitos, tanto de hombres como de animales, fueran consagrados al Señor (cf. Éx 13,1-16). Como los niños no podían ser sacrificados, se los rescataban con la oferta de un animal puro que era inmolado en su lugar. Los padres pudientes ofrecían a los sacerdotes un cordero; los pobres, un par de palomas o de tórtolas.

María y José han cumplido esta prescripción de la Torah y Lucas no pierde la ocasión para indicar que la familia de Nazaret pertenecía a la categoría de los pobres: no podía ofrecer un cordero. El amor de Dios por los pobres, los pecadores, las personas impuras es un tema preferido del evangelista. Con un matiz del lenguaje casi imperceptible, Lucas, desde el principio de su evangelio, coloca a la familia de Jesús no solo entre los pobres sino también entre los impuros. Según la Ley de Israel (cf. Lv 12) solo la parturienta debía someterse al rito de la purificación. Lucas, sin embargo, habla de “su (en plural) purificación” (v. 22), como si, en solidaridad con la humanidad pecadora, toda la familia hubiera ido al templo en busca de purificación.

Un segundo tema que interesa al evangelista: la observancia escrupulosa, por parte de la Sagrada Familia, de las prescripciones de la Ley del Señor. Con casi arrogante insistencia se repite el estribillo: “Según la Ley de Moisés” (v. 22); “como está escrito en la Ley del Señor” (v. 23); “como prescribe la Ley del Señor” (v. 24); “para cumplir la Ley” (v. 27); “según la Ley del Señor” (v. 39).

Lucas quiere presentar a Jesús a sus comunidades como modelo de adhesión a la voluntad del Padre desde los primeros momentos de su vida. Esta sintonía con los designios de Dios es solo posible para aquellos que, como los miembros de la Sagrada Familia, han escogido como guía de sus pasos la Palabra de la Sagrada Escritura.

María y José saben que el niño que llevan en brazos no es suyo: les ha sido confiado por Dios para que cuiden de Él, pero pertenece a Dios. Lo cuidarán con toda premura y amor hasta el día en que comenzará la extraordinaria misión para la que ha sido destinado, misión que a ellos no les ha sido revelada y que todavía permanece totalmente envuelta en el misterio. Lo llevan al templo y lo consagran al Señor pues reconocen que es suyo. No se apropiarán de él, sino que lo prepararán para entregarlo como un don al mundo en el tiempo establecido por Dios.

María y José son un modelo para todos los padres a quienes Dios confía sus hijos. Estos no son criaturas en que replegarse con amor posesivo: los hijos son regalos del cielo para donarlos al mundo. Los padres son llamados a consagrar sus hijos al Señor para así descubrir la misión a la que el Padre los ha destinado y, por tanto, prepararlos para el cumplimiento de dicha misión.

La segunda parte del pasaje (vv. 25-35) constituye el centro del evangelio de hoy. La escena se desarrolla en el templo. La inmensa explanada que construyera Herodes el Grande en el templo reconstruido hervía de peregrinos que venían al lugar santo para orar, para recibir las instrucciones de los rabinos sentados bajo el pórtico de Salomón, o para ofrecer holocaustos. Son personas religiosas y devotas que parecen poseer la condición espiritual ideal para acoger al enviado del Señor.

Sin embargo cuando, perdidos en medio del gentío, José y María entran en el templo llevando al hijo en brazos, ninguno se da cuenta del acontecimiento extraordinario que está sucediendo; ninguno intuye que aquel recién nacido es “la luz del mundo”.

Solo Simeón, cuando los ve, se ve invadido de un repentino temblor, de una emoción incontenible. Se abre paso entre la gente y, dirigiéndose a ellos, toma al niño en sus brazos, lo levanta al cielo conmovido y exclama: “Ahora Señor, según tu palabra, puedes dejar que tu siervo muera en paz porque mis ojos han visto tu salvación” (vv. 29-30). ¿Cómo ha podido Simeón, hombre piadoso que ha pasado tantos años de su vida en el templo del Señor meditando las Escrituras, reconocer en aquel recién nacido a “la luz del mundo”? ¿Qué había de distinto en aquel niño respecto a los demás israelitas presentes en el templo?

Simeón no era un anciano, como suele ser representado. Lucas lo caracteriza así: “era justo, devoto y esperaba la consolación de Israel” (v. 25). Y más adelante añade: era un hombre “movido por el Espíritu” (v. 27). Son estas las disposiciones interiores que caracterizan a los contemplativos, a aquellos que saben percibir la verdadera realidad más allá de las apariencias de este mundo. No basta ser personas religiosas y devotas para ver a los hombres y al mundo con los ojos de Dios.

Simeón es un hombre ejemplar. Durante toda su vida ha escogido como confidente al Espíritu del Señor, ha mantenido viva la certeza de que Dios es fiel a sus promesas y ha vivido a la luz de las Sagradas Escrituras y, por tanto, es un hombre sereno y feliz. Su mirada va más allá de los estrechos horizontes del tiempo presente, contempla su destino lejano y pide al Señor que lo acoja en su paz.

Hay personas que a medida que avanzan en años se entristecen y a veces se convierten en intratables. Su insatisfacción depende frecuentemente de la enfermedad, del declinar de las fuerzas, pero otras veces nace del no haber gastado la vida por ideales elevados o por el miedo a la muerte. En un último intento de permanecer aferrados a este mundo, se repliegan más sobre sí mismos, se lamentan si no ocupan el centro de atención, si todos los demás no satisfacen inmediatamente sus necesidades.

No es así Simeón; no piensa en sí mismo sino en los demás, en la entera humanidad, en la alegría que embargará a los hombres con la instauración del reino de Dios. No lamenta el pasado y, aunque sí se da cuenta de que el mal que existe en el mundo es grande, no cultiva una visión pesimista del presente ni del futuro. Dialoga con Dios y mira hacia adelante. Sabe que nada cambiará a corto plazo, pero es igualmente feliz porque ha tenido la fortuna de contemplar la aurora de la Salvación. Se alegra como el campesino que, al término de una jornada de siembra, sueña ya con las grandes lluvias y la abundancia de la cosecha.

Es el símbolo del resto del Israel fiel que, por tantos siglos, ha esperado al Mesías. No se contenta con tomar a Jesús en sus brazos, sino que lo toma para donarlo al mundo, para presentarlo a todos como “la luz”. Ha comprendido que el Mesías no pertenece solo a su pueblo, sino que ha sido enviado para llevar la Salvación a toda la gente, para ser la luz de todas las naciones (vv. 30-32).

Simeón pronuncia otra profecía, esta vez dirigida a María: Jesús se convertirá en signo de contradicción (vv. 34-35). La imagen de la espada que le traspasará el alma ha sido interpretada a veces como el anuncio del dolor que embargará a María a los pies de la cruz. No es así. La Madre de Jesús es entendida aquí como símbolo de todo el pueblo. En la Biblia, el pueblo de Israel es imaginado como la Mujer-Madre que dará el Salvador al mundo.

¿Quién mejor que María podía prefigurar esta Madre-Israel? Es, pues, a Israel al que Simeón se dirige, intuyendo el drama que le espera. Anuncia el surgir de una profunda e inevitable laceración al interior del pueblo. Frente al Mesías enviado del cielo, habrá israelitas que abran la mente y el corazón a la Salvación; muchos otros, sin embargo, se encerrarán en el rechazo decretando así su ruina.

En la tercera parte (vv. 36-38), Lucas introduce a Ana, la anciana profetisa que descubre al Señor en el niño considerado por todos como un recién nacido más. ¿Quién le ha dado esta sensibilidad espiritual? ¿Cómo ha llegado a tener una mirada tan penetrante?

Ana, explica el evangelista, era una mujer profundamente unida a Dios. En toda su vida no ha pensado más que en él: “No se alejaba nunca del templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones” (v. 37).Tenía 84 años y este número (que equivale a 7×12) tiene un significado simbólico: el 7 indica la perfección; 12 es el pueblo de Israel. Ana representa al pueblo santo que, conseguida la plena madurez, entrega al mundo al tan esperado Salvador. Ana pertenecía a la tribu de Aser, la más pequeña e insignificante de las tribus de Israel.

Lucas pone de relieve este detalle, quizás sin importancia para los demás, pero no para Lucas, el evangelista de los pobres, de los últimos y que quiere que los cristianos de su comunidad se convenzan de que los pequeños y los humildes están mejor dispuestos a reconocer en Jesús al Salvador.

Ana había permanecido fiel al marido hasta el punto de no volver a casarse. Su decisión, tiene para el evangelista un significado teológico. Como Simeón, Ana representa al Israel fiel. La esposa-Israel ha tenido en su vida un solo amor; después ha vivido en el luto de la viudez hasta el día en que, en Jesús, ha reconocido a ‘su esposo’, el Señor. Entonces, ha comenzado a ser feliz como la esposa que recupera su único amor. Ana no se aleja del templo porque era la casa de ‘su esposo’. No tienen necesidad de otros dioses, pues no buscan amantes los que viven en la intimidad con el Señor y, como Ana y todos los enamorados, solo hablan de la persona amada.

El episodio concluye (vv. 39-40) con el regreso de la Sagrada Familia a Nazaret y con una referencia al crecimiento de Jesús en nada se diferenciaba de los niños de su aldea, a excepción de que “crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y el favor de Dios lo acompañaba”.

Fernando Armellini
http://www.bibleclaret.org


La gracia de Dios estaba con Él

“Entrará el Señor a quien buscáis, el mensajero que vosotros deseáis” “¿Quién es ese rey de la gloria? El es el Rey de la gloria” “Tenía que parecerse en todo a sus hermanos” “Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del Niño” (Cfr. Lecturas de hoy)

Esta puede ser en síntesis el mensaje de la Palabra de Dios para nosotros cristianos del siglo XXI que nos toca ser testigos de esta verdad que creemos en un mundo que nos rodea de cierta oscuridad. Ante la gran situación de increencia, y lo que es peor, ante la vivencia de un cristianismo rutinario y sin compromiso, necesitamos de mensajeros que nos ayuden a un verdadero encuentro con el Señor que se nos manifiesta “parecido en todo a sus hermanos”

Necesitamos, en verdad, evangelizadores que anuncien “con nuevo vigor” la Buena Noticia que hemos recibido y que tiene que manifestarse en nuestra vida comprometida con una apertura de corazón a Dios que ha venido a salvarnos. Esto nos ayudara a tener también un corazón abierto para acoger a nuestros hermanos, y juntos ir construyendo una nueva fraternidad universal, es decir el Reino según quiere el Señor.

En el Evangelio hemos escuchado cómo se nos hace sencilla esa venida. José y María, como buena familia de creyentes y cumplidores de La Ley, cumplen con lo mandado. Así es como entra en el Templo “a quien vosotros buscáis, el mensajero de la Alianza que vosotros deseáis”

Los ancianos Simeón y Ana lo descubren y se les manifiesta en el Templo. Simeón vive con la serenidad madura de los años este encuentro y le hace exclamar: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos, luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”.

Dios ha encendido en el experimentado Simeón una luz que le hace vivir con esperanza e ilusión poder conocer a Jesús. Él sabe, por la experiencia vivida, que con la venida del Mesías esperado todo va a cambiar. Sería deseable que nosotros tuviéramos estos sentimientos profundos de Simeón. Estamos en este año Jubilar donde la “esperanza, que no defrauda, es nuestro camino”.

Para dar a conocer a este Jesús, Mesías esperado, que muchos no conocen, necesitamos en primer lugar, tener la experiencia profunda de quien es Jesús para mi vida y cómo influye en ella. Desde esa experiencia personal podre ser “luz”.

Tal vez, de esta idea, la piedad popular inició la tradición de encender las candelas como “luz para alumbrar a las naciones”. Por eso este simbolismo le hemos de dar todo el significado que tiene. Ser primero compromiso personal de llenarnos nosotros de la luz del Evangelio para, después, poderla trasmitir a los demás.

Que la mesa de la Eucaristía nos ayude a tener esta experiencia profunda de Jesús, nuestro Mesías, y luego ayudados también por nuestra Madre María, podamos ser verdaderos evangelizadores para los que no creen o están adormilados en su fe. Que la cercanía, la compasión, la fidelidad, el perdón de los pecados, sean una ayuda para construir fraternidad, que es el inicio del Reino aquí y ahora. También nos ayudará a “caminar en esperanza” tal como se nos pide en este Año Jubilar.

Fr. Manuel Gutiérrez Bandera, OP
Virgen del Camino (León)

dominicos.org

III Domingo ordinario. Año C

Vivir el Hoy de la Palabra de Dios

Año C – Tiempo Ordinario – 3er Domingo
Lucas 1,1-4; 4,14-21: “Hoy se ha cumplido esta Escritura”

Hoy comenzamos la lectura continua del Evangelio de San Lucas, que nos acompañará durante este año litúrgico en nuestro camino como discípulos del Señor. Además, este tercer domingo del Tiempo Ordinario es el “Domingo de la Palabra de Dios”, instituido por el Papa Francisco en 2019 para promover el conocimiento y el amor por las Sagradas Escrituras.

El pasaje del Evangelio de hoy comienza con la introducción de San Lucas a su Evangelio (Lucas 1,1-4), dedicado a un cierto Teófilo. Teófilo, cuyo nombre significa “Amante de Dios” o “Amado por Dios”, puede interpretarse como un símbolo de cada uno de nosotros. Acojamos, por tanto, estas palabras como una dedicación personal: “Para ti, excelentísimo Teófilo, para que puedas estar seguro de la solidez de las enseñanzas que has recibido”.

La segunda parte del pasaje presenta el inicio del ministerio público de Jesús: “En aquel tiempo, Jesús regresó a Galilea con la fuerza del Espíritu, y su fama se extendió por toda la región. Enseñaba en sus sinagogas y todos lo alababan” (4,14-15). En este contexto, se narra su regreso a la aldea natal y su homilía en la sinagoga de Nazaret (4,16-21). Este episodio nos presenta la “primera palabra” pública de Cristo adulto en el Evangelio de San Lucas.

La homilía programática en la sinagoga de Nazaret

Detengámonos un momento en el discurso de Jesús en Nazaret. Regresa a su aldea después de meses de ausencia. La fama de su predicación, que se había extendido por toda la región de Galilea, también había llegado a Nazaret. Como era su costumbre, en sábado, día de culto, entró en la sinagoga. Todos estaban presentes, curiosos por volver a verle y escuchar sus palabras. ¡Nosotros también, hoy, estamos allí para escucharle!

La celebración de la Palabra comenzaba con la recitación del Shemá Israel (“Escucha, Israel”) y algunas oraciones de bendición, seguida por la proclamación de dos lecturas. La primera se tomaba de la Torá, es decir, el Pentateuco, los cinco primeros libros de Moisés y la parte más sagrada de las Escrituras, equivalente, en importancia, a los Evangelios para los cristianos. La Torá estaba dividida en secciones semanales, para ser leída íntegramente en el transcurso de tres años. Esta lectura constituía el corazón de la liturgia y era realizada por el sacerdote o el jefe de la sinagoga. El texto se proclamaba en hebreo y a menudo se acompañaba de una traducción al arameo para hacerlo comprensible al pueblo.

La segunda lectura se tomaba de los Profetas, y Jesús fue invitado a realizarla. Cualquier persona mayor de treinta años estaba autorizada a leerla. Jesús se levantó y “le entregaron el rollo del profeta Isaías”. Quizá se trataba del único rollo de los Profetas que una sinagoga pequeña y pobre como la de Nazaret podía permitirse, ya que los pergaminos eran muy costosos. Jesús “desenrolló el rollo y encontró el pasaje donde estaba escrito:
‘El Espíritu del Señor está sobre mí; porque me ha ungido para anunciar la Buena Nueva a los pobres. Me ha enviado a proclamar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos; para liberar a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor’.
Enrolló el rollo, lo devolvió al ayudante y se sentó”.

Después de la lectura, solía seguir una homilía o exhortación, pronunciada por un miembro respetado de la comunidad. En esta ocasión, Jesús fue invitado a hacerla. Se sentó en la cátedra, como un nuevo Moisés, y “en la sinagoga, todos tenían los ojos fijos en él”. Nosotros también, como sugiere la Carta a los Hebreos, “fijemos la mirada en Jesús” (Hebreos 12,2).
El evangelista resume su homilía en pocas pero extraordinarias palabras: “Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír”.

Puntos de reflexión

El Hoy de la Palabra de Dios

El texto leído por Jesús (Isaías 61,1-2) habla de un profeta anónimo enviado por Dios para liberar a su pueblo. Con las palabras: “Hoy se ha cumplido esta Escritura”, Jesús declara que Él es ese profeta anónimo, que ha sido “ungido” por el Espíritu (Mesías) y enviado por el Padre, en particular, a cuatro categorías de personas: los pobres, los cautivos, los ciegos y los oprimidos. Aquí parece anticiparse la visión de las bienaventuranzas. Su misión es “proclamar un año de gracia del Señor”, es decir, ¡un Jubileo!

En este año de gracia, cada uno está llamado a recuperar la posesión de su propia “tierra”, es decir, de sí mismo; a ser liberado de las cadenas causadas por decisiones erróneas; a pasar de las tinieblas de la ceguera del egoísmo a la luz de una fraternidad redescubierta; a ser aliviado de la opresión de tantos pesos innecesarios para caminar en libertad.

Todo esto sucede HOY, no mañana, no en un futuro lejano ni en un “más allá” etéreo. El Evangelio de San Lucas está lleno de numerosos “hoy”, comenzando por el primero en Belén, dirigido a los pastores: “Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador” (Lc 2,11); hasta el último, pronunciado en Jerusalén en la cruz, dirigido a uno de los malhechores crucificados con Jesús: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23,43). La vida del cristiano se sitúa entre estos dos “hoy”.

La Palabra de Dios, por lo tanto, debe ser acogida hoy, como pan fresco dado por el Padre: “Danos hoy nuestro pan de cada día”. Al acoger la Palabra en el hoy, entramos en el presente eterno de Dios, capaz de sanar nuestro pasado y abrirnos al futuro. El autor de la Carta a los Hebreos dedica dos capítulos enteros (3 y 4) a exhortarnos a vivir en el hoy de la Palabra de Dios: “Hoy, si escucháis su voz, no endurezcáis vuestros corazones […] Exhortaos mutuamente cada día, mientras dure este hoy”.

Un nuevo Hoy

En la lectura del texto de Isaías, Jesús omite una frase particularmente importante y significativa: “[El Señor me ha enviado a proclamar] el día de la venganza de nuestro Dios”. ¿Por qué?
“En el Antiguo Testamento, ‘el día del Señor’ siempre tiene una doble consecuencia: representa salvación para los pobres y condena para quienes se colocan fuera del proyecto de Dios. Sin embargo, Jesús ejerce su autoridad suspendiendo el juicio y posponiéndolo, como si quisiera conceder un tiempo adicional de gracia, un kairós, para ofrecer a todos la oportunidad de elegir el sentido de sus vidas” (Paolo Farinella). Este tiempo adicional recuerda la parábola de la higuera estéril (Lucas 13,6-9), en la que se concede una nueva oportunidad antes del corte definitivo.

La Carta a los Hebreos describe este tiempo de forma emblemática: “Dios vuelve a fijar un día, hoy” (Hebreos 4,7). Depende de cada uno decidir si quiere o no entrar en este nuevo hoy.

P. Manuel João Pereira Correia, MCCJ


Presentación de Jesús como Profeta de Dios
En una aldea perdida de Galilea, llamada Nazaret, los vecinos del pueblo se reúnen en la sinagoga una mañana de sábado para escuchar la Palabra de Dios. Después de algunos años vividos buscando a Dios en el desierto, Jesús vuelve al pueblo en el que había crecido. La escena es de gran importancia para conocer a Jesús y entender bien su misión.

Ojos fijos en Jesús y en su misión

Nehemías 8,2-4a.5-6.8-10;
Salmo 18;
1Corintios 12,12-31;
Lucas 1,1-4; 4,14-21

Reflexiones
El evangelista Lucas afirma claramente que no tiene la intención de escribir una novela, sino un libro de historia, basado en  hechos ciertos. Quiere dar a sus lectores una seguridad total acerca del protagonista del libro que está a punto de escribir. No quiere inventar hechos, escenas o mensajes; quiere relatar (Evangelio) tan solo “los hechos que se han verificado entre nosotros” (v. 1), transmitidos “por los que primero fueron testigos oculares y luego predicadores de la Palabra” (v. 2). Para el evangelista los hechos son los que inspiran las palabras; los ministros de la Palabra se basan en los hechos. Con documentos en la mano, “después de comprobarlo todo exactamente desde el principio”, Lucas está en condiciones de escribir un relato “por su orden” sobre la historia de Jesús. Con rigor y honestidad, basándose en testigos oculares y creíbles, garantiza a sus lectores la “solidez de las enseñanzas” que han recibido (v. 3-4).

Lucas tiene un claro proyecto catequético y misionero: fortalecer la fe en quienes ya creen y dar seguridad a los que están buscando, a los que se acercan y están en camino hacia Jesús, en cuanto personaje histórico y soporte de la fe. El Evangelio de Jesús se funda en hechos ciertos, en los cuales no tienen cabida inventos humanos o creaciones mitológicas. “La fe bíblica no es la adhesión a una serie abstracta de teoremas teológicos, sino la aceptación de la irrupción de Dios y de su palabra en la trama histórica de los acontecimientos humanos, en la ‘casa’ de carne de nuestras genealogías, en la ‘tienda’ de carne de la encarnación de Cristo… Cristo es centro y explicación del nudo enmarañado de nuestras generaciones, de nuestras esperanzas, de nuestras vicisitudes” (G. Ravasi). Juan Pablo II ha ilustrado varias veces esta centralidad de Cristo (*) y Benedicto XVI afirma: “Hoy, como en tiempos de Jesús, la Navidad no es un cuento para niños, sino la respuesta de Dios al drama de la humanidad que busca la paz verdadera… A nosotros nos toca abrir de par en par las puertas para acogerlo” (20-12-2009).

Con las explicaciones sobre el método de búsqueda, la intención del autor y la finalidad de la obra, Lucas ofrece una guía de lectura de su Evangelio y nos introduce en el programa de vida y en el mensaje de su protagonista, Jesús de Nazaret. En la sinagoga de su aldea de infancia y de juventud, Jesús, a los treinta años, estrena su misión pública, asumiendo en primera persona el programa profético de Isaías (61,1-2): también Jesús, “con la fuerza del Espíritu” (v. 14), se siente “enviado para anunciar el Evangelio a los pobres”, a los cautivos la libertad y un año de gracia para todos (v. 18-19). Son estas las líneas programáticas de la misión de Jesús: más adelante, serán los milagros de curaciones, las parábolas de la misericordia, la acogida a los pecadores y a los excluidos… los que definan de manera concreta el rostro humano de un Dios que es misericordioso más allá de toda medida.

Jesús llena completamente la escena: como subraya Lucas, “toda la sinagoga tenía los ojos fijos en Él”. Jesús no se detiene en comentar el texto de Isaías, sino que proclama su plena actualización. Es el momento del hoy de Dios para el cumplimiento de las Escrituras (v. 20-21). Es legítimo pensar que, cuando Jesús pronunció la palabra ‘hoy’, hiciera también un gesto para indicar su cuerpo, su persona, como lugar del cumplimiento de todas las Escrituras: hoy, aquí, en mí, delante de ustedes que me están mirando… ¡Para Jesús se trató de un momento de plena identificación como enviado-misionero del Padre! El año de gracia ya está en marcha. A partir de ahora, los signos de la misericordia y de la cercanía de Dios al lado de cualquier persona que sufre, serán cada vez más patentes. Comenzando por Jesús y luego en la historia misionera de la Iglesia por doquier y en cualquier época.

También el pueblo de Israel hizo la experiencia de la actualidad permanente de la Palabra de Dios, cuando volvió a descubrirla después del exilio y la escuchó mientras era proclamada con solemnidad ante  la asamblea (I lectura) en la plaza pública, provocando conversión y gozo. Hoy, la eficacia y la visibilidad de la Palabra se requieren de manera urgente en el campo ecuménico (II lectura), a fin de que todos los creyentes en Jesús, convocados por la Palabra y saciados por “un solo Espíritu” (v. 13), formen el único cuerpo de Cristo, enriquecido por múltiples dones, unidos armónicamente para un proyecto vital, animados por ardor misionero, “para que el mundo crea” (Jn 17,21).

Palabra del Papa

(*) El cristianismo se diferencia de las otras religiones, en las que desde el principio se ha expresado la búsqueda de Dios por parte del hombre. El cristianismo comienza con la Encarnación del Verbo. Aquí no es solo el hombre quien busca a Dios, sino que es Dios quien viene en Persona a hablar de sí al hombre y a mostrarle el camino por el cual es posible alcanzarlo… El Verbo Encarnado es, pues, el cumplimiento del anhelo presente en todas las religiones de la humanidad… En Cristo la religión ya no es un ‘buscar a Dios a tientas’ (cf Hch 17,27), sino una respuesta de fe a Dios que se revela… Cristo es el cumplimiento del anhelo de todas las religiones del mundo y, por ello mismo, es su única y definitiva culminación.

Juan Pablo II
Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente (1994), n. 6

P. Romeo Ballan


Oportunidad de renovación
Un comentario a Lc 4, 14-21

A veces pensamos que la vida de Jesús era todo “amor, bondad, paz”, entendiendo estas palabras como si su vida fuera un lago de aguas siempre serenas y plácidas. Pero no, la vida de Jesús estuvo llena de conflictos hasta que terminó en el conflicto final de la cruz. Según Lucas, el incidente que nos cuenta en su capítulo cuarto es el primero de los seis que sucedieron en un sábado, día sagrado para los judíos; el séptimo sábado será el de la resurrección. De este modo la vida de Jesús misma, no sólo sus palabras, representa una propuesta de “año jubilar”, es decir un tiempo de perdón y renovación, tiempo de un nuevo comienzo.

El año jubilar era una institución judía; se celebraba cada 50 años y, en esa ocasión, los campos se dejaban en barbecho, las deudas eran perdonadas y los esclavos liberados. Jesús dice en Nazaret que él ha venido a anunciar este año de perdón y restauración en favor de los pobres, de los que se han equivocado en la vida y han caído en deudas y esclavitudes. Eso, que es una buena noticia para muchos, parece que no todos lo reciben con alegría, quizá porque están anclados en los privilegios o porque les falta fe.

Para nosotros que leemos este texto hoy, es una invitación a acoger el perdón, a dejar atrás nuestros errores del pasado y renovar nuestra vida, guiados por el mismo Espíritu que descendió sobre Jesús. Acoger el perdón es un gran camino de renovación. De la misma manera, nosotros, discípulos misioneros de Jesús, estamos llamados a ser anunciadores e instrumentos de perdón y renovación para otros.

Esperemos que en ningún caso seamos personas de corazón duro que, por desconfianza o enrocamiento, nos neguemos a la novedad de Dios, una novedad que se hace perdón, renovación, restauración, nuevo comienzo.
P. Antonio Villarino, MCCJ


PROFETA
José A. Pagola

Lucas 1,1-4; 4,14-21

En una aldea perdida de Galilea, llamada Nazaret, los vecinos del pueblo se reúnen en la sinagoga una mañana de sábado para escuchar la Palabra de Dios. Después de algunos años vividos buscando a Dios en el desierto, Jesús vuelve al pueblo en el que había crecido.

La escena es de gran importancia para conocer a Jesús y entender bien su misión. Según el relato de Lucas, en esta aldea casi desconocida por todos, va a hacer Jesús su presentación como Profeta de Dios y va a exponer su programa aplicándose a sí mismo un texto del profeta Isaías.

Después de leer el texto, Jesús lo comenta con una sola frase: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”. Según Lucas, la gente “tenía los ojos clavados en él”. La atención de todos pasa del texto leído a la persona de Jesús. ¿Qué es lo que nosotros podemos descubrir hoy si fijamos nuestros ojos en él?

Jesús actúa movido por el Espíritu de Dios. La vida entera de Jesús está impulsada, conducida y orientada por el aliento, la fuerza y el amor de Dios. Creer en la divinidad de Jesús no es confesar teóricamente una fórmula dogmática elaborada por los concilios. Es ir descubriendo de manera concreta en sus palabras y sus gestos, en su ternura y en su fuego, el Misterio último de la vida que los creyentes llamamos “Dios”.

Jesús es Profeta de Dios. No ha sido ungido con aceite de oliva como se ungía a los reyes para transmitirles el poder de gobierno o a los sumos sacerdotes para investirlos de poder sacro. Ha sido “ungido” por el Espíritu de Dios. No viene a gobernar ni a regir. Es profeta de Dios dedicado a liberar la vida. Solo le podremos seguir si aprendemos a vivir con su espíritu profético.

Jesús es Buena Noticia para los pobres. Su actuación es Buena Noticia para la clase social más marginada y desvalida: los más necesitados de oír algo bueno; los humillados y olvidados por todos. Nos empezamos parecer a Jesús cuando nuestra vida, nuestra actuación y amor solidario puede ser captado por los pobres como algo bueno.

Jesús vive dedicado a liberar. Entregado a liberar al ser humano de toda clase de esclavitudes. La gente lo siente como liberador de sufrimientos, opresiones y abusos; los ciegos lo ven como luz que libera del sinsentido y la desesperanza; los pecadores lo reciben como gracia y perdón. Seguimos a Jesús cuando nos va liberando de todo lo que nos esclaviza, empequeñece o deshumaniza. Entonces creemos en él como Salvador que nos encamina hacia la Vida definitiva.
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El programa de Jesús

Un comentario Lc 1, 1-4; 4, 14-21

Después de leer la breve introducción metodológica de Lucas (1, 1-4) y, saltando los primeros capítulos (sobre la infancia de Jesús, sus relaciones con el Bautista y su paso por el desierto), la liturgia nos presenta hoy el gran proyecto apostólico que Jesús, “lleno de la fuerza del Espíritu”, anuncia en la sinagoga de Nazaret. Es un texto que conviene leer pausadamente, situándolo en el contexto de la promesa salvadora del Antiguo Testamento, específicamente del profeta Isaías. Por mi parte destaco los siguientes puntos:

1. “Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu”

Después de haber compartido con el Bautista el deseo profundo de cambio y conversión, expresado en las orillas del Jordán, río que el pueblo de Israel atravesó para entrar en la tierra prometida y que ahora tiene que cruzar de nuevo  (bautismo) para renovarse profundamente. Después de haber superado en el desierto las tentaciones de un mesianismo “patriótico”, orgulloso y prepotente, Jesús regresa a Galilea para tomar, “con la fuerza del Espíritu”, la misión para la que ha sido ungido y consagrado: anunciar un año de gracia, un jubileo.

2. En la sinagoga y en sábado

La actividad de Jesús, según Lucas, empieza un sábado (en Nazaret) y termina otro sábado (en Jerusalén). Toda ella se extiende a lo largo de siete semanas, como si quisiera decir que con Jesús la Creación comienza de nuevo. Y la predicación de Jesús se da en la SINAGOGA, que representa a Israel; en la CASA, que representa a la comunidad cristiana; en LOS CAMINOS, que representan la misión abierta a la humanidad entera.

Pienso que también hoy Jesús predicaría en los templos, en las casas y por los caminos, es decir, en todas partes. Lo importante no son los lugares, si no el Espíritu que acompañaba a Jesús y que hoy acompaña a sus discípulos.

3. Proclamar un año de gracia, un jubileo

Recordemos que en la tradición judía el jubileo –o año de gracia- era precisamente eso: un tiempo de gracia y perdón, para perdonar las deudas del pasado y tener la oportunidad de empezar de nuevo, de enmendar los errores de una vida pasada.

Y eso es precisamente lo que Jesús anuncia de mil maneras a lo largo de su ministerio:

  • Al paralítico le permite superar su enfermedad y volver a caminar
  • A Zaqueo le da la oportunidad de superar el error de una vida centrada en la riqueza y encontrar la alegría de la vida compartida en fraternidad y justicia
  • A la mujer adúltera la libera de una muerte segura y la invita a “no pecar más” y aprovechar el perdón para enderezar su vida.
  • A Pedro no le tiene en cuenta su traición y simplemente le invita a “cuidar sus ovejas”.

Todo el evangelio de Jesús es un anuncio concreto, hecho de palabras y de acciones, de la misericordia de Dios para con los pobres, los enfermos y pecadores. El objetivo es que “los oprimidos” por otros o por sus propios errores olviden un pasado equivocado y aprovechen la oportunidad de empezar de nuevo. En eso consiste el Jubileo. Para eso ha sido consagrado y enviado Jesús. Y en eso consiste la misión de la Iglesia hoy: en anunciar con palabras y hechos la misericordia de Dios para todos aquellos que se sienten atrapados en sus dependencias, opresiones y pecados.

P. Antonio Villarino, MCCJ


Palabra de Vida

El texto de Nehemías narra un hecho importante para el pueblo judío: la lectura pública de la Palabra de Dios. A partir de ese momento va ser considerada una religión del Libro, y va a adquirir una identidad: la relación de Dios con su pueblo, a través de su Palabra.

La Palabra de Dios, tiene como destinatarios a todos los habitantes del pueblo de Israel. Por consiguiente, esta Palabra adquiere una dimensión existencial, porque contiene un mensaje que se actualiza en cada ciudadano judío.

La Iglesia como heredera del antiguo pueblo de la Alianza, valora positivamente la Palabra de Dios, porque encontramos una tradición que anuncia al Mesías esperado. Por tanto, se abre una perspectiva en la revelación del Evangelio de Cristo, que es el que realmente da sentido a nuestra identidad cristiana. La Buena Noticia que trae Jesús es capaz de ofrecernos un nuevo modo de vida, de encuentro y de fraternidad.

Diversidad y Unidad en la Comunidad

La comparación que realiza San Pablo en esta carta, al considerar a la Iglesia como comunidad de creyentes, con el cuerpo humano, es acertada e iluminadora. La cabeza y centro de la Iglesia es el mismo Cristo.

El cuerpo humano está compuesto por distintos miembros y órganos, que a su vez desarrollan una tarea determinada, para un correcto funcionamiento. De igual modo cada cristiano, lleva a cabo una misión o un servicio concreto: unos cumplen el ministerio del sacerdocio, otros tienen la tarea de educar en la fe en la catequesis, otros trabajan en el ámbito social, algunos organizan la liturgia, etc.… En definitiva cada cual vive y realiza un cometido que enriquece a toda la asamblea comunitaria, logrando una Iglesia dinámica y viva.

La Iglesia debe ser una auténtica comunidad que aglutine la diversidad de personas con su propio carisma, personalidad e identidad, dándole un toque de diversidad y pluralidad, y ofreciendo posibilidades de crecimiento. Está encaminada a vivir un espíritu de unidad, como el mismo cuerpo, en el que todas sus partes son necesarias para un funcionamiento óptimo. Sin embargo no podemos confundir la unidad que representan los miembros de la Iglesia, con la uniformidad, ya que el ámbito eclesial está instituido por el Espíritu de Cristo.

La diversidad dentro de la Iglesia va orientada a realizar un proceso dinámico, potenciando la acogida, el encuentro y la realización particular de cada persona. El modelo a seguir es Jesucristo, que nos convoca, y es el centro de la comunidad, en su nombre nos reunimos en cada Eucaristía.

Buena Noticia como itinerario de Vida

El relato de Lucas comienza con una presentación del autor, poniendo por escrito la Buena Noticia de Jesucristo. Ha tenido acceso a otros textos: buscando, indagando y reflexionando. El procedimiento que ha realizado le capacita para poder transmitir esas verdades a su comunidad, dentro de su contexto.

Este ejercicio de Lucas, se hace necesario para nuestra vida de fe, porque en nuestro itinerario descubrimos progresivamente a Cristo, a través de su Palabra, y la aplicamos a nuestras experiencias vitales. El conocimiento de Jesús se hace imprescindible en la oración, en nuestro interior, para luego vivirlo y ofrecerlo a los demás.

En este pasaje Jesús es presentado en su entorno familiar, y en su pueblo de Nazaret, y lo hace en el lugar más importante: la Sinagoga, donde se congrega el pueblo para escuchar la proclamación y la enseñanza de la Palabra de Dios.

La elección del texto del profeta Isaías, no es una casualidad, porque va a marcar un nuevo rumbo en su vida. Jesús va a recuperar el sentido original profético, y lo va a actualizar en su propia persona. Él es el enviado, por eso dice: ‘hoy se cumple está escritura’.

El mensaje que trae Jesús es el anuncio del Reino de Dios, un nuevo tiempo para proclamar y evangelizar, palabras que repite, y que dan una verdadera dimensión de su misión profética y mesiánica. Su enseñanza es activa y renovadora, con el objetivo de no quedarnos ensimismados en tradiciones y modos antiguos, que en ocasiones están vacíos. Recuperar el espíritu profético, para anunciar la Buena Noticia, aquí y ahora, en nuestra realidad, en nuestros ámbitos, porque es una tarea más que necesaria en la actualidad.

El Espíritu de Cristo nos invita a seguir su estela, para llevarla al mundo con nuestros lenguajes y modos, para que se encarnen en nuestra sociedad. Pero sobre todo fijándonos en la autoridad de Jesús, pues no solo enseñaba con palabras y parábolas, sino también con sus obras: curando enfermos, liberando oprimidos, ofreciendo alternativas de vida nueva, sobre todo a los últimos de la sociedad, a los que apenas tienen esperanza, ni ilusiones. Ese debe ser nuestro itinerario de vida cristiana.

Fr. Julio César Carpio Gallego O.P.
dominicos.org

II Domingo ordinario. Año C

Juan 2,1-11

En aquel tiempo, hubo una boda en Caná de Galilea, a la cual asistió la Madre de Jesús. Éste y sus discípulos también fueron invitados. Como llegara a faltar el vino, María le dijo a Jesús: Ya no tienen vino. Jesús le contestó: Mujer. ¿qué podemos hacer tú y Yo? Todavía no llega mi hora Pero Ella dijo a los que servían: Hagan lo que él les diga. Había allí seis tinajas de piedra, de unos cien litros cada una, que servían para las purificaciones de los judíos. Jesús dijo a los que servían: Llenen de agua esas tinajas.Y las llenaron hasta el borde. Entonces les dijo: Saquen ahora un poco y llévenselo al mayordomo. Así lo hicieron, y en cuanto el mayordomo probó el agua convertida en vino, sin saber su procedencia, porque sólo los sirvientes la sabían, llamó al novio y le dijo: Todo el mundo sirve primero el vino mejor, y cuando los invitados ya han bebido bastante, se sirve el corriente. Tú, en cambio, has guardado el vino mejor hasta ahora. Esto que Jesús hizo en Caná de Galilea fue la primera de sus señales milagrosas. Así mostró su gloria y sus discípulos creyeron en Él.


En vez de ayuno, banquete de bodas
José Luis Sicre

El domingo pasado leímos el relato del bautismo de Jesús. Si hubiéramos seguido el orden del evangelio de Lucas (base de este ciclo C), hoy deberíamos leer el ayuno de Jesús en el desierto y las tentaciones. Sin embargo, con un salto imprevisible, la liturgia cambia de evangelio y nos traslada a Caná. ¿Por qué?

Las tres epifanías (o “manifestaciones”)

Para la mayoría de los católicos, solo hay una fiesta de Epifanía, la del 6 de enero: la manifestación de Jesús a los paganos, representados por los magos de oriente. Sin embargo, desde antiguo se celebran otras dos: la manifestación de Jesús en el bautismo (que recordamos el domingo pasado) y su manifestación en las bodas de Caná.

Los grupos de peregrinos que van a Israel, cuando llegan a Caná tienen dos focos de interés: la iglesia, en la que bastantes parejas suelen renovar su compromiso matrimonial; y la tienda en la que venden vino del lugar. La boda y el vino son los dos grandes símbolos del evangelio de este domingo.

Un comienzo sorprendente

Si recordamos lo que ha contado hasta ahora el cuarto evangelio, el relato de la boda de Caná resulta sorprendente. Juan ha comenzado con un Prólogo solemne, misterioso, sobre la Palabra hecha carne. Sin decir nada sobre el nacimiento y la infancia de Jesús, lo sitúa junto a Juan Bautista, donde consigue sus primeros discípulos. ¿Qué hará entonces? No se va al desierto a ser tentado por Satanás, como dicen los otros evangelistas. Tampoco marcha a Galilea a predicar la buena noticia. Lo primero que hace Jesús en su vida pública es aceptar la invitación a una boda.

¿Qué pretende Juan con este comienzo sorprendente? Quiere que nos preguntemos desde el primer momento a qué ha venido Jesús. ¿A curar a unos cuantos enfermos? ¿A enseñar una doctrina sublime? ¿A morir por nosotros, como un héroe que se sacrifica por su pueblo? Jesús vino a todo eso y a mucho más. Con él comienza la boda definitiva de Dios y su pueblo, que se celebra con un vino nuevo, maravilloso, superior a cualquier otro.

El simbolismo de la boda: 1ª lectura (Is 62,1-5)

Para los autores bíblicos, el matrimonio es la mejor imagen para simbolizar la relación de Dios con su pueblo. Precisamente porque no es perfecto, porque se pasa del entusiasmo al cansancio, porque se dan momentos buenos y malos, entrega total y mentiras, el matrimonio refleja muy bien la relación de Dios con Israel. Una relación tan plagada de traiciones por parte del pueblo que terminó con el divorcio y el repudio por parte de Dios (simbolizado por la destrucción de Jerusalén y la deportación a Babilonia).

Pero el Dios del Antiguo Testamento no conocía el Código de Derecho Canónico y podía permitirse el lujo de volver a casarse con la repudiada. Es lo que promete en un texto de Isaías:

“El que te hizo te tomará por esposa:
su nombre es Señor de los ejércitos.
Como a mujer abandonada y abatida te vuelve a llamar el Señor;
como a esposa de juventud, repudiada –dice tu Dios–.

La primera lectura de hoy, tomada también del libro de Isaías, recoge este tema en la segunda parte. Para el evangelista, la presencia de Jesús en una boda simboliza la boda definitiva entre Dios e Israel, la que abre una nueva etapa de amor y fidelidad inquebrantables.

El simbolismo del vino

En el libro de Isaías hay un texto que habría venido como anillo al dedo de primera lectura:

“El Señor de los ejércitos prepara para todos los pueblos en este monte
un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera;
manjares enjundiosos, vinos generosos”.

Este es el vino bueno que trae Jesús, mucho mejor que el antiguo. Además, este banquete no se celebra en un pueblecito de Galilea, con pocos invitados. Es un banquete para todos los pueblos. Con ello se amplía la visión. Boda y banquete simbolizan lo que Jesús viene a traer e Israel y a la humanidad: una nueva relación con Dios, marcada por la alegría y la felicidad.

El primer signo de Jesús, gracias a María

A Juan no le gustan los milagros. No le agrada la gente como Tomás, que exige pruebas para creer. Por eso cuenta muy pocos milagros, y los llama “signos”, para subrayar su aspecto simbólico: Jesús trae la alegría de la nueva relación con Dios (boda de Caná), es el pan de vida (multiplicación de los panes), la luz del mundo (ciego de nacimiento), la resurrección y la vida (Lázaro).

Pero lo importante de este primer signo es que Jesús lo realiza a disgusto, poniendo excusas de tipo teológico (“todavía no ha llegado mi hora”). Si lo hace es porque lo fuerza su madre, a la que le traen sin cuidado los planes de Dios y la hora de Jesús cuando está en juego que unas personas lo pasen mal. Jesús dijo que “el hombre no está hecho para observar el sábado”; María parece decirle que él no ha venido para observar estrictamente su hora. En realidad no le dice nada. Está convencida de que terminará haciendo lo que ella quiere.

Juan es el único evangelista que pone a María al pie de la cruz, el único que menciona las palabras de Jesús: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”, “Ahí tienes a tu madre”. De ese modo, Juan abre y cierra la vida pública de Jesús con la figura de María. Cuando pensamos en lo que hace en la boda de Caná, debemos reconocer que Jesús nos dejó en buenas manos.

La tercera Epifanía

El final del evangelio justifica por qué se habla de una tercera manifestación de Jesús. “Así, en Caná de Galilea Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria, y creció la fe de sus discípulos en él.” Ahora no es la estrella, ni la voz del cielo, sino Jesús mismo, quien manifiesta su gloria. Debemos pedir a Dios que tenga en nosotros el mismo efecto que en los discípulos: un aumento de fe en él.

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Un gesto poco religioso
José A. Pagola

“Había una boda en Galilea”. Así comienza este relato en el que se nos dice algo inesperado y sorprendente. La primera intervención pública de Jesús, el Enviado de Dios, no tiene nada de religioso. No acontece en un lugar sagrado. Jesús inaugura su actividad profética “salvando” una fiesta de bodas que podía haber terminado muy mal.

En aquellas aldeas pobres de Galilea, la fiesta de las bodas era la más apreciada por todos. Durante varios días, familiares y amigos acompañaban a los novios comiendo y bebiendo con ellos, bailando danzas festivas y cantando canciones de amor.

El evangelio de Juan nos dice que fue en medio de una de estas bodas donde Jesús hizo su “primer signo”, el signo que nos ofrece la clave para entender toda su actuación y el sentido profundo de su misión salvadora.

El evangelista Juan no habla de “milagros”. A los gestos sorprendentes que realiza Jesús los llama siempre “signos”. No quiere que sus lectores se queden en lo que puede haber de prodigioso en su actuación. Nos invita a que descubramos su significado más profundo. Para ello nos ofrece algunas pistas de carácter simbólico. Veamos solo una.

La madre de Jesús, atenta a los detalles de la fiesta, se da cuente de que “no les queda vino” y se lo indica a su hijo. Tal vez los novios, de condición humilde, se han visto desbordados por los invitados. María está preocupada. La fiesta está en peligro. ¿Cómo puede terminar una boda sin vino? Ella confía en Jesús.

Entre los campesinos de Galilea el vino era un símbolo muy apreciado de la alegría y del amor. Lo sabían todos. Si en la vida falta la alegría y falta el amor, ¿en qué puede terminar la convivencia? María no se equivoca. Jesús interviene para salvar la fiesta proporcionando vino abundante y de excelente calidad.

Este gesto de Jesús nos ayuda a captar la orientación de su vida entera y el contenido fundamental de su proyecto del reino de Dios. Mientras los dirigentes religiosos y los maestros de la Ley se preocupan de la religión, Jesús se dedica a hacer más humana y llevadera la vida de la gente.

Los evangelios presentan a Jesús concentrado, no en la religión sino en la vida. No es solo para personas religiosas y piadosas. Es también para quienes viven decepcionados por la religión, pero sienten necesidad de vivir de manera más digna y dichosa. ¿Por qué? Porque Jesús contagia fe en un Dios en el que se puede confiar y con el que se puede vivir con alegría, y porque atrae hacia una vida más generosa, movida por un amor solidario.

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Las bodas de Cana o el realismo cristiano
Maurice Zundel

A la vida ordinaria su nobleza y su belleza

Contra toda previsión, el evangelio más espiritual cobra un sentido muy concreto, que manifiesta el espíritu de Jesús y de María. Jesús es sensible a la confusión de esa familia en un día de bodas, que puede dejarla abochornada toda una vida. Él participa en esta catástrofe doméstica que en la circunstancia no permite a los esposos honorar a los invitados.

No hay que evadirse en un cielo imaginario, hay que darle a la vida la nobleza y la belleza que permitan afirmar la bondad de Dios. Es una muestra de autenticidad que Jesús comience por glorificar la vida en lo que parece más profano, esa fiesta de bodas cuya armonía inaugura toda la vida, y la intervención de Jesús tiene lugar a petición de María.

El amor del prójimo tiende a hacer la vida más hermosa y feliz. La caridad supera todos los milagros, es una atención amorosa hacia la vida para que el rostro de Dios pueda brillar.

El cristiano está llamado a concurrir a la alegría de los demás y los cristianos oran por la felicidad de los demás. Todas las oraciones, visiones, revelaciones o milagros responden a esa exigencia del amor del prójimo que tiende a hacerles la vida más hermosa y feliz. La caridad supera todos los milagros, es una atención amorosa hacia la vida para que el rostro de Dios pueda brillar.

Comenzar por lo más material para poder pensar de manera diferente

Glorificar el universo sensible, liberando el espíritu de las necesidades materiales y asegurándole al hombre un confort suficiente, se crea un espacio de luz que permite hacer del mundo una ofrenda de amor.

Justamente, se debe comenzar por las cosas más materiales, porque cuando se hace sentir la falta material, el hombre se aleja de Dios. Es necesario disponer de bienes materiales para no tener que pensar más en ellos, o mejor, para poder pensar en ellos de otro modo. Cuando tenemos lo necesario para vivir, podemos percibir la bondad de Dios más fácilmente.

Al glorificar el universo sensible, liberando el espíritu de las necesidades materiales y asegurándole al hombre un confort suficiente, se crea un espacio de luz que permite hacer del mundo una ofrenda de amor.

La liturgia exige nuestra presencia

Si la liturgia no lleva al silencio, falla en su primer objetivo. La soledad con Dios está en el centro de la comunidad cristiana cuando cada uno puede llegar a la Presencia de Dios.

Mientras más se sumerge el alma en la Presencia silenciosa se Dios, más capaz es de compartir la presencia de sus hermanos.

Jesús reúne toda la humanidad en torno a la mesa eucarística. La Cena tiene como condición esencial la reunión de todas las almas. Debemos instalar toda la humanidad entre Él y nosotros.

Jesús no hizo ningún discípulo antes de morir; trató de hacerlos entrar en el drama de la cruz pero ellos huyeron o se durmieron en el huerto de la agonía. No entendieron nada del mensaje de Jesús. Si huyeron cuando todo pareció perdido, fue porque veían a Jesús del exterior y no del interior, como lo corrobora esta frase: “conviene que yo me vaya pues si no me voy, el Espíritu no vendrá sobre vosotros”. Los discípulos se querellan aun sobre el primer puesto a la mesa en la cena del Jueves Santo, y Jesús trata de curar todo su error lavándoles los pies.

Juntos, ser la reunión de la humanidad

Si la Iglesia reúne en nuestra oración la humanidad, el universo entero será puesto en el corazón de Dios.

La misa no es un rito mágico que nos santifica automáticamente. La liturgia exige nuestra presencia. Jesús siempre está presente, pero nosotros no. Los apóstoles se equivocaron sobre él y también nosotros corremos el riesgo de equivocarnos haciendo de Él un Señor conforme a nuestras ideas. Mientras no pensemos en las dimensiones del universo haciéndonos cuerpo místico de Jesucristo, no oiremos la respuesta infalible de la consagración. Si la Iglesia reúne en nuestra oración la humanidad y todos los valores o las experiencias del mundo, el universo entero será puesto en el corazón de Dios.

Todo sufrimiento debe hacer otro punto de partida. Nuestra reunión debe reunir toda la humanidad. Que todos los que se consumieron de miedo o de dolor ante una muerte imprevista, en Perú, en Argelia, en el Congo o en otros lugares, que todos reciban la bienaventuranza a través de nosotros. En el corazón del Señor, el tiempo queda suprimido y, en la realidad intemporal, nosotros realizamos la comunión de todos los que no tuvieron tiempo de hacerla: nosotros podemos compensar todo lo que se ha hecho o lo que ha faltado por hacer, sin ninguna exclusión.

Homilía de Mauricio Zúndel en el Cenáculo de Ginebra el domingo 14 de enero de 1962.

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Reflexión del Evangelio de hoy
Fr. Antonio Gómez Gamero O.P.
Convento de San Vicente Ferrer (Valencia)

Tanto en el primer domingo como en este segundo domingo del tiempo ordinario, las lecturas tienen una cierta continuidad con la fiesta de la Epifanía. En el evangelio de la visita de los magos, Jesús se manifiesta (epifanía) a todas gentes (representadas por los magos de oriente). Por su parte, en el Evangelio del Bautismo, Jesús protagoniza la primera manifestación pública de su misión, realizando un gesto programático de humildad sometiéndose voluntariamente al bautismo de penitencia de Juan. En este segundo domingo, Jesús protagoniza la tercera de las epifanías realizando su primer signo en las bodas de Caná.

Esta tercera manifestación de Jesús surge con motivo de una anécdota acontecida en una boda en la que María, Jesús y sus discípulos son invitados. Los judíos no concebían un banquete festivo, ni unas bodas sin vino. El vino se había terminado antes de hora y María advierte el problema. Nadie perdonaría la falta de vino por imprevisión o poca generosidad de los esposos. María comunica la situación a Jesús. A pesar de la evasiva inicial de Jesús, María sabe que Jesús va a solucionar el problema y pone a los criados a las órdenes de Jesús, quien convierte el agua de las purificaciones en un vino excelente, ante el asombro del mayordomo y los servidores.

Es evidente que San Juan en este episodio pretende comunicarnos algo más que una mera anécdota. Varias significaciones de este acontecimiento narrado por San Juan podemos señalar:

Lo primero que llama la atención es que la primera intervención pública de Jesús, (que hemos de considerar también programática) no tiene aparentemente nada de “religioso”. No acontece en el templo o en una sinagoga. Jesús inaugura su actividad profética asistiendo a una boda, con una actitud que define su radiante cordialidad social. Con su presencia Jesús viene a bendecir cristianamente una sana participación en un humanísimo encuentro profano y lúdico, de los que tantas veces el ser humano tiene necesidad.

Es asimismo muy importante notar que la primera acción del ministerio de Jesús es su contribución a una existencia gozosa y feliz compartida con los demás. No hay que olvidar esta dimensión fundamentalísima del cristianismo: su carácter reparador y alegre. Cuando Cristo se hace presente aparece el júbilo y el gozo. Cuando Jesús acontece se hace más feliz la vida dura y dolorosa que tantas veces atraviesa la existencia humana. Es preciso recuperar esa perspectiva gozosa del evangelio de Jesús, capaz de aliviar el sufrimiento y la dureza de la vida. Cuantas personas se han apartado de la fe porque no han visto en la vida de los cristianos esta dimensión, que sin embargo está latente en este primer signo de Jesús. En la conversión de agua en vino se nos propone la clave para captar la acción transformadora de Jesús, que es fermento de vida, gozo y alegría; e indica, asimismo, lo que hemos de vivir y transmitir también sus seguidores.

Con su participación en las bodas de Caná, Jesús bendice también la realidad humana del matrimonio, recalcando que es algo bello y querido por Dios. Pero si relacionamos el evangelio con la primera lectura, la boda de estos dos jóvenes apunta también a la Alianza de Dios con su pueblo. En numerosas ocasiones los profetas expresan la primera Alianza como una relación esponsal entre Dios y el pueblo, y, de manera análoga, también el Nuevo Testamento, con respecto al amor de Cristo por su Iglesia. Las dos realidades se iluminan mutuamente: un verdadero matrimonio humano ayuda a entender el amor de Dios por su pueblo y de Cristo por su Iglesia; y al mismo tiempo, el amor de Dios por el ser humano y la entrega de Cristo por su Iglesia hasta dar la vida, sirven de modelo para los matrimonios humanos.

El agua representa en este evangelio la Alianza ya caduca (el agua de las purificaciones de los judíos) que será sustituida por la Nueva Alianza, sellada en la sangre de Cristo: su amor desbordante por la humanidad y su entrega en su vida, muerte y resurrección. Pero las palabras “no tiene vino” deben hacernos reflexionar no solamente sobre una alianza ya caduca y sustituida por una nueva alianza en Cristo, sino también sobre nuestra manera de vivir la fe. Con frecuencia vivimos una “religiosidad aguada”, que no aporta alegría ni convence. El evangelio es una invitación a redescubrir la fuerza renovadora de un Cristo vivo que viene a ensanchar la vida del hombre y a sacarlo de su mediocridad.

Finalmente resaltar que se alude a la hora de Jesús. Todos los hechos de la vida de Jesús (los hechos de su encarnación) son presentados por el evangelista como manifestación de su indisociable trascendencia divina y como anticipo de su misión (su hora) Todos los signos que el evangelista presenta (el agua convertida en vino, el agua de la samaritana, el pan de vida, la curación del ciego, la resurrección de Lázaro, etc), son signos de su Pascua (Habiendo llegado la hora de pasar (pascua) de este mundo al padre, habiendo amado a los suyos…) La hora, sobre la que Jesús dice que no ha llegado todavía es la hora de su glorificación, el paso de su muerte a la resurrección, el paso de este mundo al Padre (según palabras del mismo evangelista). Pero a pesar de que su hora no ha llegado todavía, todo el evangelio de San Juan es una permanente presentación de los signos que apuntan a la hora de la glorificación de Jesús, su auténtica misión en la Tierra.

¿Vivo la fe como una experiencia gozosa llena de alegría por el acontecer de Cristo en mi vida? ¿Sé transmitir y contagiar la alegría del evangelio en mi trato con los demás, sobre todo con los que más sufren? ¿Se acudir a Cristo para que transforme el agua caduca de mi religiosidad o de mi matrimonio o vida familiar en vino nuevo?

dominicos.org

Bautismo del Señor. Año C

Hoy, también nosotros hemos sido bautizados

«Tú eres mi Hijo amadoLucas 3,15-16.21-22

La Fiesta del Bautismo del Señor actúa como un puente entre las celebraciones navideñas y el Tiempo Ordinario del año litúrgico. Por un lado, concluye el tiempo de Navidad; por otro, inaugura el Tiempo Ordinario, del cual esta fiesta representa el primer domingo.

Todos los Evangelios narran el bautismo de Jesús: los tres primeros, llamados sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas), de manera explícita, mientras que Juan lo menciona indirectamente. Este evento se describe como una verdadera “epifanía trinitaria”. Tras siglos sin profetas, en los que los cielos parecían cerrados, Dios responde finalmente a la súplica de su pueblo: «¡Ojalá rasgaras los cielos y descendieras!» (Isaías 63,19). En el bautismo de Jesús, el cielo se abre, el Espíritu Santo desciende sobre Él, y el Padre hace oír su voz.

Este año litúrgico, ciclo C, la liturgia propone el relato del bautismo según San Lucas, que se distingue por dos particularidades. En primer lugar, la escena del bautismo de Jesús no se describe directamente, sino que ocurre de forma anónima, con Jesús mezclado entre la multitud que se bautiza. En segundo lugar, San Lucas destaca que la apertura del cielo, el descenso del Espíritu y la voz divina tienen lugar mientras Jesús ora, después del bautismo.

El sentido profundo del bautismo del Señor

Hoy, acostumbrados como estamos a escucharlo, no nos damos cuenta de cuánto escándalo supuso para los primeros cristianos el hecho de que Jesús, quien era sin pecado, comenzara su misión siendo bautizado por Juan el Bautista en las aguas del Jordán.

¿Por qué Jesús fue bautizado? Podemos identificar tres razones principales:

  • Jesús está “allí” donde percibe que Dios está actuando. Al escuchar los ecos de la voz del Bautista, deja Nazaret y se dirige a «Betania, al otro lado del Jordán, donde Juan estaba bautizando» (Juan 1,28).
  • Jesús llega no como un privilegiado, sino solidario con sus hermanos. El pecado no es solo un asunto individual, sino que también tiene una dimensión colectiva. Jesús, en su solidaridad, carga con este peso nuestro.
  • Jesús manifiesta desde el principio de su misión la elección de estar entre los pecadores. Se deja contar entre ellos, hasta el punto de morir entre dos malhechores.

Hoy, en la Fiesta del Bautismo del Señor, celebramos también nuestro bautismo. En este día, los cielos se rasgan para nosotros, el Espíritu viene a habitar en nuestros corazones, y el Padre hace oír su voz, diciendo a cada uno/a de nosotros: «¡Tú eres mi Hijo amado!»; «¡Tú eres mi Hija amada!».

Puntos de reflexión

1.    La expectativa del pueblo

El pueblo de Dios esperaba la llegada del Mesías, pero esta expectativa se había debilitado tras tres siglos sin profetas. Juan el Bautista reavivó esta esperanza, orientándola, sin embargo, hacia «Aquel que bautizará en Espíritu Santo y fuego».

Hoy vivimos en un mundo que parece ya no esperar, decepcionado por tantas esperanzas frustradas, promesas incumplidas y sueños rotos. Como cristianos, estamos llamados a reavivar la esperanza, la nuestra y la de la sociedad, abriéndonos a la acción del Espíritu de Dios. El cristiano sabe que las

aspiraciones más profundas de la humanidad –la paz, la justicia y un sentido auténtico de la vida– encuentran su respuesta última en Dios. Pero esta conciencia nos interpela: ¿somos realmente hombres y mujeres de esperanza? ¿En qué ponemos, concretamente, nuestra confianza?

2.    La humildad de Dios

San Lucas presenta a Jesús en fila con los pecadores que descienden a las aguas del Jordán. «Aquel que no conoció pecado, Dios lo hizo pecado en nuestro favor, para que en él lleguemos a ser justicia de Dios» (2 Corintios 5,21). Dios no nos salva desde lejos: se hace cercano, es el Emmanuel. Jesús se revela profundamente solidario con sus hermanos, hasta el punto de escandalizar a los bienpensantes. Será llamado «amigo de los pecadores».

El Mesías lleva un título nuevo, que nos honra particularmente: es el amigo de los pecadores. ¡Es nuestro amigo! Jamás un Dios se ha revelado así. Un Dios humilde es el mayor escándalo para el “hombre religioso”. Es inconcebible pensar que aquel que está en los cielos pueda descender para habitar entre nosotros. Nuestra conversión comienza con el cambio de nuestra idea de Dios. ¿En qué Dios creo yo? Esta es la pregunta que deberíamos plantearnos a menudo.

3.    La oración de Jesús

En San Lucas, la manifestación trinitaria ocurre mientras Jesús ora, como ocurrirá en la Transfiguración. Para el evangelista, la oración es un tema central y recurrente en la vida y el ministerio de Jesús. Su vida pública no comienza con un prodigio o un discurso, sino con el bautismo y la oración. Jesús no ora para “dar ejemplo”, sino por una necesidad intrínseca tanto como Hijo como hombre.

El bautismo constituye nuestra identidad más profunda: ser hijos de Dios. No es un mero acto jurídico de pertenencia, como podría sugerir el registro bautismal, sino una realidad viva y transformadora. Esta realidad es hermosa, pero también frágil, y necesita el humus de la oración para crecer y desarrollarse. Es en la oración donde se revive y fructifica la gracia del Bautismo.

Un nuevo comienzo

Hoy, Jesús comienza su ministerio, sostenido por la fuerza de la revelación del Padre y por la dulce presencia del Espíritu, semejante a una paloma que encuentra nido en su corazón. También nosotros estamos llamados a recomenzar, volviendo a la cotidianeidad tras las festividades navideñas, con una nueva conciencia y una confianza renovada en la gracia de nuestro bautismo.

Para recordar esta gracia, comienza cada día sumergiéndote simbólicamente en las aguas regeneradoras del bautismo con la señal de la cruz.

P. Manuel João Pereira Correia, mccj

Del Bautismo nace la Misión

Is 40,1-5.9-11; Sl 103; Tito 2,11-14; 3,4-7; Lc 3,15-16.21-22

Reflexiones

El Bautismo de Jesús en las aguas del río Jordán es una de las tres epifanías o manifestaciones más significativas, que la liturgia de la Iglesia canta en la solemnidad de la Epifanía del Señor, junto con la manifestación a los magos que llegaron de Oriente y con el milagro en las bodas de Caná.

También el bautismo es una presencia y una manifestación misionera de Jesús. Litúrgicamente, celebramos hoy una fiesta-puente entre la infancia de Jesús y su vida pública. Pero hay mucho más: desde sus comienzos, la predicación misionera de los Apóstoles arrancaba “a partir del Bautismo de Juan hasta el día en que Jesús nos fue llevado” (Hch 1,22).

El hecho del Bautismo del Señor arroja una luz intensa sobre la identidad y la misión de Jesús (Evangelio). En Él se manifiesta la santa Trinidad: el Padre es la voz, el Hijo es el rostro, el Espíritu es el vínculo. Grande teofanía, que Jesús vive estando en oración, mientras el cielo se abre sobre Él (v. 21). El Espíritu desciende sobre Él como una paloma (v. 10); el Padre presenta Jesús al mundo y lo proclama su “Hijo, el amado” (v. 22), delante de la nueva comunidad humana, de la que Él es “el Primogénito entre muchos hermanos” (Rom 8,29). Desde entonces el Padre nos dice también a cada uno/una de nosotros esas tres palabras: Tú eres mi hijo, amado – mi hija, amada mi gozo (cfr. v. 22).

En el Evangelio Jesús se siente, al mismo tiempo, hijo y hermano; por eso, se pone en fila con los pecadores, no como un soberano sino como un hombre común, hace cola como todos, espera su turno para recibir, también Él, inocente, el bautismo de Juan el Bautista para el perdón de los pecados. Jesús, obviamente, no necesitaba bautizarse, pero acepta que se le considere como cualquier otro pecador. Se manifiesta aquí la total solidaridad que Jesús, “hijo del hombre”, siente con todos los miembros de la familia humana, de la que forma parte. Una solidaridad hasta el punto de que “no se avergüenza de llamarles hermanos” (Heb 2,11). Profundo es el comentario de san Gregorio Nacianceno sobre la escena del bautismo por inmersión: Jesús sube del agua y eleva con Él hacia lo alto al mundo entero (cfr. Oficio de Lecturas). Él es verdaderamente el Siervo solidario y sufriente, el Cordero que carga sobre sí los delitos de todos (cfr. Is 53,4-5.12). ¡Él es el Hijo, el amado, en el cual el Padre se complace! ¡Él es nuestro hermano!

La reflexión teológica de Gregorio Nacianceno tiene también una correlación geográfica con el lugar donde, presumiblemente, ha ocurrido el bautismo de Jesús. El lugar pudo ser Bet-Araba, en el mismo punto del río por el cual Josué hizo entrar al pueblo en la Tierra prometida (Jos 3,14s).

Según los geólogos, este sería el punto más bajo de la tierra: – 400 metros por debajo del nivel del mar. Desde esa profundidad deprimida, Jesús emerge del agua del Jordán, se eleva hacia lo alto, cargando sobre sus hombros a la humanidad entera, el cosmos. Su oración al Padre pudo ser muy bien la del salmo De profundis: “Desde lo hondo a Ti grito, oh Señor… Porque del Señor viene la misericordia y la redención copiosa” (Sal 130,1.7).

Justamente allí, en ese momento, sobre Jesús se abren los cielos, desciende el Espíritu, la voz del Padre lo proclama hijo amado (v. 22). Jesús no comienza su misión pública en el Templo entre los Maestros de la Ley, entre aquellos que se consideran perfectos, sino a orillas del río Jordán, estando en la cola con los pecadores; empieza con un gesto de solidaridad, mezclándose con la gente común, haciéndose compañero de ruta de los últimos. Nuestro Dios se ha identificado con el hambriento, con el enfermo, con el encarcelado… al punto de decirnos al final: “¡A mí me lo hicieron!” (cfr. Mt 25). Una tradición hebrea decía: “Cuando pasa un pobre, quítate el sombrero.

Porque pasa la imagen de Dios”. El bautismo de Jesús ilumina nuestro Bautismo: también nosotros nos convertimos en hijos/hijas de Dios, amados por Él, hermanos de todos. Por tanto, damos gracias al Dios de la Vida por este inmenso don, a la vez que nos sentimos llamados

a ponernos en fila con los hermanos/hermanas más débiles y hacernos cargo de los más necesitados.

La experiencia de ser salvados por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo (II lectura v. 5-6) es la fuente del compromiso misionero que nace del Bautismo, para dar nueva vida al mundo, según el mandato de Jesús a los Apóstoles: Vayan por el mundo entero, anuncien, bauticen… (cfr. Mt 28; Mc 16). La Navidad nos ha revelado que nuestra manera de vivir puede y debe ser mejor, renovada, más justa, fraterna, solidaria. ¡Un mundo mejor es posible! Ya lo anunciaba con voz poderosa y sin miedo el profeta Isaías (I lectura): “Ahí viene el Señor Yahveh con poder” (v. 9- 10). También en este tiempo de tribulación por la pandemia, nuestro Dios nos habla al corazón con un mensaje de consuelo. Y de esperanza (v. 1-2).

P. Romeo Ballan, MCCJ


BAUTISMO DE JESUS

José A. Pagola Lucas 3,15-16 y 21-22

INICIAR LA REACCIÓN?

El Bautista no permite que la gente lo confunda con el Mesías. Conoce sus límites y los reconoce. Hay alguien más fuerte y decisivo que él. El único al que el pueblo ha de acoger. La razón es clara. El Bautista les ofrece un bautismo de agua. Solo Jesús, el Mesías, los “bautizará con el Espíritu Santo y con fuego”.

A juicio de no pocos observadores, el mayor problema de la Iglesia es hoy “la mediocridad espiritual”. La Iglesia no posee el vigor espiritual que necesita para enfrentarse a los retos del momento actual. Cada vez es más patente. Necesitamos ser bautizados por Jesús con su fuego y su Espíritu.

En no pocos cristianos está creciendo el miedo a todo lo que pueda llevarnos a una renovación. Se insiste mucho en la continuidad para conservar el pasado, pero no nos preocupamos de escuchar las llamadas del Espíritu para preparar el futuro. Poco a poco nos estamos quedando ciegos para leer los “signos de los tiempos”.

Se da primacía a certezas y creencias para robustecer la fe y lograr una mayor cohesión eclesial frente a la sociedad moderna, pero con frecuencia no se cultiva la adhesión viva a Jesús. ¿Se nos ha olvidado que él es más fuerte que todos nosotros? La doctrina religiosa, expuesta casi siempre con categoría premodernas, no toca los corazones ni convierte nuestras vidas.

Abandonado el aliento renovador del Concilio, se ha ido apagando la alegría en sectores importantes del pueblo cristiano, para dar paso a la resignación. De manera callada pero palpable va creciendo el desafecto y la separación entre la institución eclesial y no pocos cristianos.

Es urgente crear cuanto antes un clima más amable y cordial. Cualquiera no podrá despertar en el pueblo sencillo la ilusión perdida. Necesitamos volver a las raíces de nuestra fe. Ponernos en contacto con el Evangelio. Alimentarnos de las palabras de Jesús que son “espíritu y vida”.

Dentro de unos años, nuestras comunidades cristianas serán muy pequeñas. En muchas parroquias no habrá ya presbíteros de forma permanente. Qué importante es cuidar desde ahora un núcleo de creyentes en torno al Evangelio. Ellos mantendrán vivo el Espíritu de Jesús entre nosotros. Todo será más humilde, pero también más evangélico.

A nosotros se nos pide iniciar ya la reacción. Lo mejor que podemos dejar en herencia a las futuras generaciones es un amor nuevo a Jesús y una fe más centrada en su persona y su proyecto. Lo demás es más secundario. Si viven desde el Espíritu de Jesús, encontrarán caminos nuevos.

PASAR DE DIOS

A nuestra vida, para ser humana, le falta una dimensión esencial: La interioridad. Se nos obliga a vivir con rapidez, sin detenernos en nada ni en nadie, y la felicidad no tiene tiempo para penetrar hasta nuestra alma.

Pasamos rápidamente por todo y nos quedamos casi siempre en la superficie. Se nos está olvidando escuchar y mirar la vida con un poco de hondura y profundidad.

El silencio nos podría curar, pero ya no somos capaces de encontrarlo en medio de nuestras mil ocupaciones. Cada vez hay menos espacio para el espíritu en nuestra vida diaria. Por otra parte,

¿quién se atreve a ocuparse de cosas tan sospechosas como la vida interior, la meditación o la búsqueda de Dios?.

Privados de vida interior, sobrevivimos cerrando los ojos, olvidando nuestra alma, revistiéndonos de capas y más capas de proyectos, ocupaciones, ilusiones y planes. Nos hemos adaptado ya y hasta hemos aprendido a vivir “como cosas en medio de cosas”

Pero lo triste es observar que, con demasiada frecuencia, tampoco la religión es capaz de dar calor y vida interior a las personas. En un mundo que ha apostado por lo “exterior”, Dios queda como un objetivo demasiado lejano y, a decir verdad, de poco interés para la vida diaria.

Por ello, no es extraño ver que muchos hombres y mujeres “pasan de Dios”, lo ignoran, no saben de qué se trata, han conseguido vivir sin tener necesidad de El. Quizás existe, pero lo cierto es que no les “sirve” para nada útil.

Los evangelistas presentan a Jesús como el que viene a “bautizar con Espíritu Santo, es decir, como alguien que puede limpiar nuestra existencia y sanarla con la fuerza del Espíritu. Y, quizás, la primera tarea de la Iglesia actual sea, precisamente, la de ofrecer ese “Bautismo de Espíritu Santo” al hombre de hoy.

Necesitamos ese Espíritu que nos enseñe a pasar de lo puramente exterior a lo que hay de más íntimo en el hombre, en el mundo y en la vida. Un Espíritu que nos enseñe a acoger a ese Dios que habita en el interior de nuestras vidas y en el centro de nuestra existencia.

No basta que el Evangelio sea predicado con palabras. Nuestros oídos están demasiado acostumbrados y no escuchen ya el mensaje de las palabras. Sólo nos puede convencer la experiencia real, viva, concreta de una alegría interior nueva y diferente.

Hombres y mujeres, convertidos en paquetes de nervios excitados, seres movidos por una agitación exterior vacía, cansados ya de casi todo y sin apenas alegría interior alguna, ¿podemos hacer algo mejor que detener un poco nuestra vida, invocar humildemente a un Dios en el que todavía creemos y abrirnos confiadamente al Espíritu que puede transformar nuestra existencia?

CREER, ¿PARA QUE?

Son bastantes los hombres y mujeres que un día fueron bautizados por sus padres y hoy no sabrían definir exactamente cuál es su postura ante la fe.

Quizás la primera pregunta que surge en su interior es muy sencilla: ¿Para qué creer? ¿Cambia algo la vida el creer o no creer? ¿Sirve la fe realmente para algo?

Estas preguntas nacen de su propia experiencia. Son personas que poco a poco han arrinconado a Dios de su vida diaria. Hoy Dios ya no cuenta en absoluto para ellos a la hora de orientar y dar sentido a su vivir cotidiano.

Casi sin darse cuenta, un ateísmo práctico se ha ido instalando en el fondo de su ser. No les preocupa que Dios exista o deje de existir. Les parece todo ello un problema extraño que es mejor dejar de lado para asentar la vida sobre unas bases más realistas.

Dios no les dice nada. Se han acostumbrado a vivir sin El. No experimentan nostalgia o vacío alguno por su ausencia. Han abandonado la fe y todo marcha en su vida tan bien o mejor que antes.

¿Para qué creer?

Esta pregunta sólo es posible cuando uno “ha sido bautizado con agua” pero no ha descubierto nunca qué significa “ser bautizado con el Espíritu de Jesucristo”. Cuando uno sigue pensando equivocadamente que tener fe es creer una serie de cosas enormemente extrañas que nada tienen que ver con la vida, y no ha vivido nunca la experiencia viva de Dios.

La experiencia de sentirse acogido por El en medio de la soledad y el abandono, sentirse consolado en el dolor y la depresión, sentirse perdonado en el pecado y el peso de la culpabilidad, sentirse fortalecido en la impotencia y caducidad, sentirse impulsado a vivir, amar y crear vida en medio de la fragilidad.

¿Para qué creer? Para vivir la vida con más plenitud. Para situarlo todo en su verdadera perspectiva y dimensión, Para vivir incluso los acontecimientos más banales e insignificantes con más profundidad.

¿Para qué creer? Para atrevemos a ser humanos hasta el final. Para no ahogar nuestro deseo de vida hasta el infinito. Para defender nuestra verdadera libertad sin rendir nuestro ser a cualquier ídolo esclavizador. Para permanecer abiertos a todo el amor, toda la verdad, toda la ternura que se puede encerrar en el ser. Para seguir trabajando nuestra propia conversión con fe. Para no perder la esperanza en el hombre y en la vida.

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BAUTISMO DE JESÚS

José Luis Sicre

Un ejercicio sencillo y una sorpresa

Imagina todo lo que has hecho o te ha ocurrido desde que tenías doce años hasta los treinta (suponiendo que hayas llegado a esa edad). Si escribes la lista necesitarás más de una página. Si la desarrollas con detalle, saldrá un libro.

La sorpresa consiste es que de Jesús no sabemos nada durante casi veinte años. Según Lucas, cuando subió al templo con sus padres tenía doce años de edad; cuando se bautiza, “unos treinta”.

¿Qué ha ocurrido mientras tanto? No sabemos nada. Cualquier teoría que se proponga es pura imaginación.

Este silencio de los evangelistas resulta muy llamativo. Podían haber contado cosas interesantes de aquellos años: de Nazaret, con sus peculiares casas excavadas en la tierra; de la capital de la región, Séforis, a sólo 5 km de distancia, atacada por los romanos cuando Jesús era niño, y cuya población terminó vendida como esclavos; de la construcción de la nueva capital de la región, Tiberias, en la orilla del lago de Galilea, empresa que se terminó cuando Jesús tenía poco más de veinte años.

Nada de esto se cuenta; a los evangelistas no les interesa escribir la biografía de su protagonista.

Pero más llamativo que el silencio de los evangelistas es el silencio de Dios. Al profeta Samuel lo llamó cuando era un niño (según Flavio Josefo tenía doce años); a Jeremías, cuando era un muchacho y se sentía incapaz de llevar a cabo su misión; a Isaías, con unos veinte años. ¿Por qué espera hasta que Jesús tiene “unos treinta años”, edad muy avanzada para aquella época? No lo sabemos. “Los caminos de Dios no son nuestros caminos”. Buscando explicaciones humanas, podríamos decir que Isaías y Jeremías tenían como misión transmitir lo que Dios les dijese; Jesús, en cambio, además de esto formará un grupo de seguidores, será para ellos un maestro, “un rabí”, algo que no puede ser con veinte años. Pero esto no soluciona el problema. Seguimos sin saber qué hizo Jesús durante tan largo tiempo. Para los evangelistas, lo importante comienza con el bautismo.

El bautismo de Jesús

Es uno de los momentos en que más duro se hace el silencio. ¿Por qué Jesús decide ir al Jordán?

¿Cómo se enteró de lo que hacía y decía Juan Bautista? ¿Por qué le interesa tanto? Ningún evangelista lo dice.

Lucas sigue muy de cerca al relato de Marcos, pero añade dos detalles de interés: 1) Jesús se bautiza, “en un bautismo general”; con ello sugiere la estrecha relación de Jesús con las demás personas; 2) la venida del Espíritu tiene lugar “mientras oraba”, porque Lucas tiene especial interés en presentar a Jesús rezando en los momentos fundamentales de su vida, para que nos sirva de ejemplo a los cristianos.

Por lo demás, Lucas se atiene a los dos elementos esenciales: el Espíritu y la voz del cielo.

La venida del Espíritu tiene especial importancia, porque entre algunos rabinos existía la idea de que el Espíritu había dejado de comunicarse después de Esdras (siglo V a.C.). Ahora, al venir sobre Jesús, se inaugura una etapa nueva en la historia de las relaciones de Dios con la humanidad.

Porque ese Espíritu que viene sobre Jesús es el mismo con el que él nos bautizará, según las palabras de Juan Bautista.

La voz del cielo. A un oyente judío, las palabras «Tú eres mi Hijo querido, mi predilecto» le recuerdan dos textos con sentido muy distinto. El Sal 2,7: «Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy», e Isaías 42,1: «Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero». El primer texto habla del rey, que en el momento de su entronización recibía el título de hijo de Dios por su especial relación con él. El segundo se refiere a un personaje que salva al pueblo a través del sufrimiento y con enorme paciencia. Lucas quiere evocarnos las dos ideas: dignidad de Jesús y salvación a través del sufrimiento.

El lector del evangelio podrá sentirse en algún momento escandalizado por las cosas que hace y dice Jesús, que terminarán costándole la muerte, pero debe recordar que no es un blasfemo ni un hereje, sino el hijo de Dios guiado por el Espíritu.

El programa futuro de Jesús

Pero las palabras del cielo no sólo hablan de la dignidad de Jesús, le trazan también un programa. Es lo que indica la primera lectura de este domingo, tomada del libro de Isaías (42,1-4.6-7).

El programa indica, ante todo, lo que no hará: gritar, clamar, vocear, que equivale a amenazar y condenar; quebrar la caña cascada y apagar el pabilo vacilante, símbolos de seres peligrosos o débiles, que es preferible eliminar (basta pensar en Leví, el recaudador de impuestos, la mujer sorprendida en adulterio, la prostituta…).

Dice luego lo que hará: promover e implantar el derecho, o, dicho de otra forma, abrir los ojos de los ciegos, sacar a los cautivos de la prisión; estas imágenes se refieren probablemente a la actividad del rey persa Ciro, del que espera el profeta la liberación de los pueblos sometidos por Babilonia; aplicadas a Jesús tienen un sentido distinto, más global y profundo, que incluye la liberación espiritual y personal.

El programa incluye también cómo se comportará: «no vacilará ni se quebrará». Su misión no será sencilla ni bien acogida por todos. Abundarán las críticas y las condenas, sobre todo por parte de las autoridades religiosas judías (escribas, fariseos, sumos sacerdotes). Pero en todo momento se mantendrá firme, hasta la muerte.

Misión cumplida: pasó haciendo el bien

La segunda lectura, de los Hechos de los Apóstoles, Pedro, dirigiéndose al centurión Cornelio y a su familia, resumen en pocas palabras la actividad de Jesús: «Pasó haciendo el bien». Un buen ejemplo para vivir nuestro bautismo.

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Quiso remontar un abismo con nosotros Fernando Armellini

Los lugares bíblicos tienen con frecuencia un significado teológico. El mar, el monte, el desierto, la Galilea de las naciones, Samaria, las tierras del otro lado del lago de Genesaret… son mucho más que simples indicaciones geográficas (a menudo ni siquiera exactas).

Lucas no especifica el lugar del bautismo de Jesús; Juan, sin embargo, lo especifica: “tuvo lugar en Betania, al otro lado del Jordán, donde Juan estaba bautizando” (Jn 1,28). La tradición ha localizado justamente el episodio en Betabara, el vado por el que también el pueblo de Israel, guiado por Josué, atravesó el río, entrando en la Tierra Prometida. En el gesto de Jesús se hacen presentes el recuerdo explícito del paso de la esclavitud a la libertad y el comienzo de un nuevo éxodo hacia la Tierra Prometida.

Betabara tiene otra particularidad menos evidente pero igualmente significativa: los geólogos aseguran que este es el punto más bajo de la tierra (400 m bajo el nivel del mar).

La elección de comenzar precisamente aquí la vida pública no puede ser simple casualidad. Jesús, venido de las alturas del cielo para liberar a los hombres, ha descendido hasta el abismo más profundo con el fin de demostrar que quiere la Salvación de todos, aun de los más depravados, aun de aquellos a quienes la culpa y el pecado han arrastrado a una vorágine de la que nadie imagina que se pueda salir. Dios no olvida ni abandona a ninguno de sus hijos.

Evangelio: Lucas 3,15-16.21-22

El evangelio de hoy comienza con una constatación significativa: “El pueblo estaba a la expectativa”. Es fácil imaginarse de qué cosa: el esclavo esperaba la libertad; el pobre, una vidamejor; el jornalero explotado, la justicia; el enfermo, la salud; la mujer humillada y violentada, la recuperación de su dignidad. Todos aspiraban a un mundo nuevo donde no se dieran másabusos entre los hombres, donde desaparecieran las prevaricaciones, la corrupción, y se establecieran relaciones de paz.

Era sobre todo en el campo religioso en el que pueblo alentaba la esperanza, quizás no deltodo consciente, de un cambio radical. Hacía trecientos años que se había apagado la voz de los profetas. El Cielo se había cerrado y el silencio de Dios era considerado como un merecido castigo por los pecados cometidos.

Dejando a un lado las imágenes de un Dios aliado fiel, Padre afectuoso, tierno Esposo, los guías espirituales del pueblo habían comenzado, desde hacía siglos, a presentar al Señor, sobre todo, como un legislador severo e intransigente. La religión no comunicaba ya alegría sino inquietud, miedo, angustia. Una vida así era insostenible. ¡Algo tenía que cambiar!

Éstas eran las razones de la espera a la que el Bautista debía dar una respuesta. Cuando seviven situaciones límites, insoportables, y se desea ardientemente un cambio, uno se va detrás de cualquiera que nos dé unpoco esperanza, aunque no estemos seguros de que ese tal resulte ser el verdadero libertador.

El pueblo de Israel que –como dirá un día Jesús– era un rebaño sin pastor (cf. Mc 6,34) esperaba del Señor una guía y piensa que ese guía es el Bautista, el Mesías esperado. Juan corrige y aclara: No soy yo; está por venir uno que es más fuerte que yo. Él los bautizará con el “Espíritu Santo y fuego”. Tiene en la mano el „rastrillo‟ que separará el grano de la paja; ésta será quemada sin piedad en un „fuego inextinguible‟ (cf. Lc 3,17). Poco antes, ha dicho que la guadaña está puesta ya en la raíz de los árboles (cf. Lc 3,9). El juicio de Dios es, por lo tanto, inminente y será severo.

El lenguaje del Bautista es duro y amenazador, igual al empleado por algunos profetas. Malaquías ha hablado de un día “ardiente como un horno, cuando los arrogantes y los malvados serán la paja. Ese día futuro los quemaré” (Ml 3,19). También Isaías ha lanzado una amenaza parecida: “Está dispuesta, ancha y profunda, una hoguera con leña abundante y el soplo del Señor, como un torrente de azufre, le prenderá fuego” (Is 30,33).

No podemos dejar de notar el contraste estridente entre estas imágenes terroríficas y las expresiones dulces y delicadas con las que, en la primera lectura, se nos presenta la figura del «Siervo del Señor». Allí no se habla de violencia, de intolerancia, de agresión, de fuego destructor, sino de paciencia, de respeto a todos, de ayuda para quien está en dificultad, de la recuperación de la caña quebrada, de la esperanza para quien se ha visto reducido a una mecha que se apaga.

Las palabras del Bautista reflejan la mentalidad de un pueblo cuyos guías espirituales lohabían educado en el miedo a Dios. Como todos los demás, también Juan creía que la injusticia y el pecado habían llegado al colmo y que era inminente una intervención resolutiva de Dios contra los malvados.

Tenía razón: con la venida de Cristo el mal no tendría más escapatoria. Pero acerca de la manera cómo Dios purificaría el mundo del pecado o qué clase de fuego usaría… el Bautista probablemente se engañaba. No sabemos con exactitud lo que pasaba por su mente; en cambio, sabemos muy bien cómo Jesús se comportaba: no ha agredido a los pecadores, se ha sentado a comer con ellos; no se ha alejado de los leprosos; no ha condenado a la adúltera, sino que la ha defendico contra todos los que la juzgaban y la despreciaban; no ha rechazado a la pecadora, se ha dejado acariciar y besar por ella.

Con Jesús, se ha cerrado definitivamente la época en que Dios ha sido imaginado como un soberano severo, justiciero, intransigente. Él ha revelado el verdadero rostro de Dios, el Dios que solo salva. Con su vida, ha proyectado también una luz sobre las imágenes impresionantes usadas por el Bautista y los profetas, dándonos la clave de su lectura. Era verdad lo que éstos habían afirmado:

Dios habría enviado su fuego sobre la tierra, pero no para destruir a sus hijos (aunque fueran malvados) sino para quemar, hacer desaparecer del corazón de cada uno todaforma de maldad.

Este pensamiento aparece en la segunda parte del evangelio de hoy (vv. 21-22). A primera vista, el relato del bautismo de Jesús parece idéntico al de los otros evangelistas pero, en realidad, presenta algunos particulares diferentes y significativos.

Ante todo, a diferencia de los otros, Lucas no describe el bautismo de Jesús, sino que habla de él como de un hecho ya ocurrido (v. 21). El centro del relato, para el evangelista, no está en el bautismo en sí, sino lo que ocurre inmediatamente después: la apertura del cielo, el descenso del Espíritu y, sobre todo, la voz del cielo.

Estamos al comienzo de la vida pública y Lucas quiere que los cristianos de sus comunidades –ya bautizados– lean el evangelio como dirigido expresamente a ellos. Los invita a iniciar el camino, a mover sus pasos, todavía inciertos, tras los del Maestro que ha sido bautizado como ellos, y camina a su lado.

Despues, solo Lucas refiere que Jesús se sumergió en las aguas del Jordán junto a todo el pueblo, confundido con la gente. Jesús se presenta como aquel que se pone al lado de los pecadores: no los juzga, no les grita, no los condena, no los desprecia. Participa de su condición de esclavitud y con ellos recorre el camino que lleva a la libertad.

El tercer detalle que aparece solo en Lucas es la referencia a la oración. Jesús recibe el Espíritu Santo mientras reza. La insistencia en la oración es una de las características de Lucas.El evangelio de hoy presenta a Jesús por primera vez en diálogo con el Padre; después, lo hará otras doce veces más.

Jesús no reza para darnos buen ejemplo. Él tiene necesidad, como nosotros, de descubrir la voluntad del Padre, de recibir su luz y su fuerza para cumplir en todo momento lo que le es agradable. Tiene necesidad de orar ahora, al comienzo de su misión; rezará también antes de la elección de los apóstoles (cf. Lc 6,12), antes de su Pasión (cf. Lc 22,41) y lo hará, sobre todo, en la cruz (cf. Lc 23,34.46) en el momento de la prueba más difícil. Ha sentido, pues, la necesidad de orar durante toda su vida para mantenerse fiel al Padre.

Después de esta introducción original, también Lucas, como Mateo y Marcos, describe la escena posterior al bautismo con tres imágenes: la apertura de los cielos, la paloma y la voz del cielo. No está contando hechos prodigiosos que realmente ocurrieron, sino que emplea imágenes con las que sus lectores estaban muy familiarizados, cuyo significado tampoco nos resulta muy difícil de captar a nosotros hoy, incluso a la distancia de dos mil años.

a)    Comencemos por la apertura del cielo

No se trata de un detalle metereológico (como si un inesperado y luminoso rayo de sol hubiese penetrado la densa capa de nubes). De ser así, Lucas nos hubiera referido un detalle del todo banal y sin ninguna importancia para nuestra fe. Lo que el evangelista quiere comunicar a sus lectores es otra cosa bien distinta. Está aludiendo de manera clara a un texto del AntiguoTestamento, bien conocido también para sus lectores.

En los últimos siglos antes del nacimiento de Cristo, el pueblo de Israel tenía la sensación de que los cielos se hubiesen cerrado. Pensaban que Dios, indignado a causa de los pecados e infidelidades de su pueblo, se había recluido en su mundo divino, puesto fin al envío de profetas y haber roto todo diálogo con el hombre. Los israelitas piadosos se preguntaban:¿Cuándo terminará este silencio

de Dios? ¿No volverá el Señor a hablarnos? ¿No nos mostrará ya más su rostro sereno como en los tiempos antiguos? Y lo invocaban así: “Señor, tú eres nuestro Padre; nosotros la arcilla y tú el alfarero: somos todos obra de tus manos. No te irrites tanto; no recuerdes siempre nuestra culpa; mira que somos tu pueblo… ¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!” (Is 64,7-8; 63, 9).

Afirmando que, con el comienzo de la vida pública de Jesús, los cielos se habían abierto, Lucas da a sus lectores una gran y alegre noticia: Dios ha oído la súplica de su pueblo, ha abierto de par en par el cielo para ya no cerrarlo más. Se ha puesto fin para siempre a la enemistad entre el cielo y la tierra. La puerta de la casa del Padre permanecerá eternamente abierta para dar la bienvenida a todo hijo que quiera entrar. Quizás alguno llegue un poco tarde tarde, pero nadie será rechazado.

b)    La segunda imagen es la paloma

Lucas no nos dice que una paloma descendió del cielo (este sería otro detalle banal y superfluo), sino que el Espíritu Santo descendió “como una paloma”.

El Bautista sabe perfectamente que del cielo no solamente descendió el maná, sino también el agua destructora del diluvio (cf. Gén 7,12) y el fuego y el azufre que convirtieron en cenizas a las ciudades de Sodoma y Gomorra (cf. Gén 29,24). Él probablemente espera la venida del Espíritu como un „fuego‟ devorador de los malvados. El Espíritu, en cambio, se posa sobre Jesús como una

„paloma‟, todo ternura, afecto y bondad. Movido por el Espititu, Jesús se acercará siempre a los pecadores con la dulzura y la amabilidad de la paloma.

La paloma también era el símbolo de la atracción y querencia hacia el propio nido. Si el evangelista tiene en mente esta referencia, entonces quiere decirnos que el Espíritu Santo busca a Jesús como la paloma busca su nido. Jesús es el templo donde el Espíritu encuentra su morada estable.

c)    La tercera imagen es la voz del cielo

Se trata de una expresión que los rabinos solían usar cuando querían introducir una afirmación como venida de Dios. En nuestro relato, tiene porobjetivo presentar públicamente, en nombre de Dios, quién es Jesús.

Para comprender la importancia del mensaje de esta voz, hay que tener en cuenta que este relato ha sido compuesto después de los acontecimientos de la Pascua y quiere responder al enigma surgido entre los discípulos acerca de la muerte ignominiosa del Maestro. Jesús aparecía a sus ojos como un derrotado, como un rechazado y abandonado por Dios. Sus enemigos –custodios y garantes de la pureza de la fe de su pueblo– lo han juzgado como blasfemo. ¿Ha estado Dios de acuerdo con esta condena?

Lucas, pues, presenta a los cristianos de sus comunidades el juicio del Señor sobre la condena y muerte de Jesús con una frase que hace referencia a tres textos del Antiguo Testamento.

“Tú eres mi hijo querido” es una cita del Salmo 2,7. En la cultura semita, el término „hijo‟ no indica solamente la generación biológica sino que también significa que la persona en cuestión se comporta como su padre. Presentando a Jesús como “su hijo”, Dios garantiza que se reconoce en Él, en sus palabras, en sus gestos, en sus obras, sobre todo en el gesto supremo de su Amor: el don de su Vida. Para conocer al Padre, los hombres solo tenemos que contemplar a este Hijo.

“Mi predilecto” hace referencia al relato de Abrahán, dispuesto a ofrecer por amor a su único hijo, Isaac (cf. Gén 22,2.12.16). Jesús no es un rey o un profeta como los otros, es el Único.

“A quien prefiero” (mi predilecto). Conocemos ya esta expresión porque se encuentra en el primer versículo de la lectura de hoy (cf. Is 42,1). Dios declara que Jesús es el „Siervo‟ de quien ha hablado el profeta, el Siervo enviado para “establecer el derecho y la justicia” en el mundo entero, que ofrecerá su vida para llevar a cabo esta misión.

La „voz del cielo‟ desautoriza, por tanto, el juicio pronunciado por los hombres y desmiente las expectativas mesiánicas del pueblo de Israel. Un Mesías humillado, derrotado, ajusticiado era inconcebible para la cultura religiosa judía de aquel tiempo. Cuando Pedro, en la casa del sumo sacerdote, jura no conocer a aquel hombre, en el fondo está diciendo la verdad: no podía reconocer en Él al Mesías; no se parecía en nada al salvador de Israel que le habían enseñado los rabinos en la catequesis.

El cumplimento de las profecías por parte de Dios ha sido demasiado sorprendente para todos; también para el Bautista.

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