Mensaje del Papa para la Jornada Mundial de la Paz
Perdona nuestras ofensas, concédenos tu paz
I. Escuchando el grito de la humanidad amenazada
1. Al inicio de este nuevo año que nos da el Padre celestial, tiempo jubilar dedicado a la esperanza, dirijo mi más sincero deseo de paz a toda mujer y hombre, en particular a quien se siente postrado por su propia condición existencial, condenado por sus propios errores, aplastado por el juicio de los otros, y ya no logra divisar ninguna perspectiva para su propia vida. A todos ustedes, esperanza y paz, porque este es un Año de gracia que proviene del Corazón del Redentor.
2. En el 2025 la Iglesia católica celebra el Jubileo, evento que colma los corazones de esperanza. El “jubileo” se remonta a una antigua tradición judía, cuando el sonido de un cuerno de carnero —en hebreo yobel— anunciaba, cada cuarenta y nueve años, uno de clemencia y liberación para todo el pueblo (cf. Lv 25,10). Este solemne llamamiento debía resonar idealmente en todo el mundo (cf. Lv 25,9), para restablecer la justicia de Dios en distintos ámbitos de la vida: en el uso de la tierra, en la posesión de los bienes, en la relación con el prójimo, sobre todo respecto a los más pobres y a quienes habían caído en desgracia. El sonido del cuerno recordaba a todo el pueblo —al que era rico y al que se había empobrecido— que ninguna persona viene al mundo para ser oprimida; somos hermanos y hermanas, hijos del mismo Padre, nacidos para ser libres según la voluntad del Señor (cf. Lv 25,17.25.43.46.55).
3. También hoy, el Jubileo es un evento que nos impulsa a buscar la justicia liberadora de Dios sobre toda la tierra. Al comienzo de este Año de gracia, en lugar del cuerno nosotros quisiéramos ponernos a la escucha del «grito desesperado de auxilio» que, como la voz de la sangre de Abel el justo, se eleva desde muchas partes de la tierra (cf. Gn 4,10), y que Dios nunca deja de escuchar. También nosotros nos sentimos llamados a ser voz de tantas situaciones de explotación de la tierra y de opresión del prójimo. Dichas injusticias asumen a menudo la forma de lo que san Juan Pablo II definió como «estructuras de pecado», porque no se deben sólo a la iniquidad de algunos, sino que se han consolidado —por así decirlo— y se sostienen en una complicidad extendida.
4. Cada uno de nosotros debe sentirse responsable de algún modo por la devastación a la que está sometida nuestra casa común, empezando por esas acciones que, aunque sólo sea indirectamente, alimentan los conflictos que están azotando la humanidad. Así se fomentan y se entrelazan desafíos sistémicos, distintos pero interconectados, que asolan nuestro planeta. Me refiero, en particular, a las disparidades de todo tipo, al trato deshumano que se da a las personas migrantes, a la degradación ambiental, a la confusión generada culpablemente por la desinformación, al rechazo de toda forma de diálogo, a las grandes inversiones en la industria militar. Son todos factores de una amenaza concreta para la existencia de la humanidad en su conjunto. Por tanto, al comienzo de este año queremos ponernos a la escucha de este grito de la humanidad para que todos, juntos y personalmente, nos sintamos llamados a romper las cadenas de la injusticia y, así, proclamar la justicia de Dios. Hacer algún acto de filantropía esporádico no es suficiente. Se necesitan, por el contrario, cambios culturales y estructurales, de modo que también se efectúe un cambio duradero.
II. Un cambio cultural: todos somos deudores
5. El evento jubilar nos invita a emprender diversos cambios, para afrontar la actual condición de injusticia y desigualdad, recordándonos que los bienes de la tierra no están destinados sólo a algunos privilegiados, sino a todos. Puede ser útil recordar lo que escribía san Basilio de Cesarea: «¿Qué cosa, dime, te pertenece? ¿De dónde la has tomado para ponerla en tu vida? […] ¿Acaso no saliste desnudo del vientre de tu madre?, ¿no tornarás desnudo nuevamente a la tierra? Los bienes presentes, ¿de dónde te vienen? Si dices del azar, eres impío, porque no reconoces al Creador, ni das gracias al que te ha dado». Cuando falta la gratitud, el hombre deja de reconocer los dones de Dios. Sin embargo, el Señor, en su misericordia infinita, no abandona a los hombres que pecan contra Él; confirma más bien el don de la vida con el perdón de la salvación, ofrecido a todos mediante Jesucristo. Por eso, enseñándonos el “Padre nuestro”, Jesús nos invita a pedir: «Perdona nuestras ofensas» (Mt 6,12).
6. Cuando una persona ignora el propio vínculo con el Padre, comienza a albergar la idea de que las relaciones con los demás puedan ser gobernadas por una lógica de explotación, donde el más fuerte pretende tener el derecho de abusar del más débil. Como las élites en el tiempo de Jesús, que se aprovechaban de los sufrimientos de los más pobres, así hoy en la aldea global interconectada, el sistema internacional, si no se alimenta de lógicas de solidaridad y de interdependencia, genera injusticias, exacerbadas por la corrupción, que atrapan a los países más pobres. La lógica de la explotación del deudor también describe sintéticamente la actual “crisis de la deuda” que afecta a diversos países, sobre todo del sur del mundo.
7. No me canso de repetir que la deuda externa se ha convertido en un instrumento de control, a través del cual algunos gobiernos e instituciones financieras privadas de los países más ricos no tienen escrúpulos de explotar de manera indiscriminada los recursos humanos y naturales de los países más pobres, a fin de satisfacer las exigencias de los propios mercados. A esto se agrega que diversas poblaciones, más abrumadas por la deuda internacional, también se ven obligadas a cargar con el peso de la deuda ecológica de los países más desarrollados. La deuda ecológica y la deuda externa son dos caras de una misma moneda de esta lógica de explotación que culmina en la crisis de la deuda. Pensando en este Año jubilar, invito a la comunidad internacional a emprender acciones de remisión de la deuda externa, reconociendo la existencia de una deuda ecológica entre el norte y el sur del mundo. Es un llamamiento a la solidaridad, pero sobre todo a la justicia.
8. El cambio cultural y estructural para superar esta crisis se realizará cuando finalmente nos reconozcamos todos hijos del Padre y, ante Él, nos confesemos todos deudores, pero también todos necesarios, necesitados unos de otros, según una lógica de responsabilidad compartida y diversificada. Podremos descubrir «definitivamente que nos necesitamos y nos debemos los unos a los otros».
III. Un camino de esperanza: tres acciones posibles
9. Si nos dejamos tocar el corazón por estos cambios necesarios, el Año de gracia del jubileo podrá reabrir la vía de la esperanza para cada uno de nosotros. La esperanza nace de la experiencia de la misericordia de Dios, que es siempre ilimitada.
Dios, que no debe nada a nadie, continúa otorgando sin cesar gracia y misericordia a todos los hombres. Isaac de Nínive, un Padre de la Iglesia oriental del siglo VII, escribía: «Tu amor es más grande que mis ofensas. Insignificantes son las olas del mar respecto al número de mis pecados; pero, si pesamos mis pecados, respecto a tu amor, se esfuman como la nada». Dios no calcula el mal cometido por el hombre, sino que es inmensamente «rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó» (Ef 2,4). Al mismo tiempo, escucha el grito de los pobres y de la tierra. Bastaría detenerse un momento, al inicio de este año, y pensar en la gracia con la que cada vez perdona nuestros pecados y condona todas nuestras deudas, para que nuestro corazón se inunde de esperanza y de paz.
10. Por eso Jesús, en la oración del “Padre nuestro”, establece una afirmación muy exigente: «como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden», después de que hemos pedido al Padre la remisión de nuestras ofensas (cf. Mt 6,12). Para perdonar una ofensa a los demás y darles esperanza es necesario, en efecto, que la propia vida esté llena de esa misma esperanza que llega de la misericordia de Dios. La esperanza es sobreabundante en la generosidad, no calcula, no exige cuentas a los deudores, no se preocupa de la propia ganancia, sino que tiene como punto de mira un sólo fin: levantar al que está caído, vendar los corazones heridos, liberar de toda forma de esclavitud.
11. Al inicio de este Año de gracia, quisiera, por tanto, sugerir tres acciones que puedan restaurar la dignidad en la vida de poblaciones enteras y volver a ponerlas en camino sobre la vía de la esperanza, para que se supere la crisis de la deuda y todos puedan volver a reconocerse deudores perdonados.
Sobre todo, retomo el llamamiento lanzado por san Juan Pablo II con ocasión del Jubileo del año 2000, de pensar «en una notable reducción, si no en una total condonación, de la deuda internacional, que grava sobre el destino de muchas naciones». Que, reconociendo la deuda ecológica, los países más ricos se sientan llamados a hacer lo posible para condonar las deudas de esos países que no están en condiciones de devolver lo que deben. Ciertamente, para que no se trate de un acto aislado de beneficencia, que lleve a correr el riesgo de desencadenar nuevamente un círculo vicioso de financiación-deuda, es necesario, al mismo tiempo, el desarrollo de una nueva arquitectura financiera, que lleve a la creación de un Documento financiero global, fundado en la solidaridad y la armonía entre los pueblos.
Además, pido un compromiso firme para promover el respeto de la dignidad de la vida humana, desde la concepción hasta la muerte natural, para que toda persona pueda amar la propia vida y mirar al futuro con esperanza, deseando el desarrollo y la felicidad para sí misma y para sus propios hijos. Sin esperanza en la vida, en efecto, es difícil que surja en el corazón de los más jóvenes el deseo de generar otras vidas. Aquí, en particular quisiera invitar una vez más a un gesto concreto que pueda favorecer la cultura de la vida. Me refiero a la eliminación de la pena de muerte en todas las naciones. Esta medida, en efecto, además de comprometer la inviolabilidad de la vida, destruye toda esperanza humana de perdón y de renovación.
Me atrevo también a volver a lanzar otro llamamiento, apelándome a san Pablo VI y a Benedicto XVI, para las jóvenes generaciones, en este tiempo marcado por las guerras: utilicemos al menos un porcentaje fijo del dinero empleado en los armamentos para la constitución de un Fondo mundial que elimine definitivamente el hambre y facilite en los países más pobres actividades educativas también dirigidas a promover el desarrollo sostenible, contrastando el cambio climático. Debemos buscar que se elimine todo pretexto que pueda impulsar a los jóvenes a imaginar el propio futuro sin esperanza, o bien como una expectativa para vengar la sangre de sus seres queridos. El futuro es un don para superar los errores del pasado, para construir nuevos caminos de paz.
IV. La meta de la paz
12. Aquellos que emprenderán, por medio de los gestos sugeridos, el camino de la esperanza, podrán ver cada vez más cercana la tan anhelada meta de la paz. El salmista nos confirma en esta promesa: cuando «el Amor y la Verdad se encontrarán, la Justicia y la Paz se abrazarán» ( Sal 85,11). Cuando me despojo del arma del préstamo y restituyo la vía de la esperanza a una hermana o a un hermano, contribuyo al restablecimiento de la justicia de Dios en esta tierra y me encamino con esta persona hacia la meta de la paz. Como decía san Juan XXIII, la verdadera paz sólo podrá nacer de un corazón desarmado de la angustia y el miedo de la guerra.
13. Que el 2025 sea un año en el que crezca la paz. Esa paz real y duradera, que no se detiene en las objeciones de los contratos o en las mesas de compromisos humanos. Busquemos la verdadera paz, que es dada por Dios a un corazón desarmado: un corazón que no se empecina en calcular lo que es mío y lo que es tuyo; un corazón que disipa el egoísmo en la prontitud de ir al encuentro de los demás; un corazón que no duda en reconocerse deudor respecto a Dios y por eso está dispuesto a perdonar las deudas que oprimen al prójimo; un corazón que supera el desaliento por el futuro con la esperanza de que toda persona es un bien para este mundo.
14. El desarme del corazón es un gesto que involucra a todos, a los primeros y a los últimos, a los pequeños y a los grandes, a los ricos y a los pobres. A veces, es suficiente algo sencillo, como «una sonrisa, un gesto de amistad, una mirada fraterna, una escucha sincera, un servicio gratuito». Con estos pequeños-grandes gestos, nos acercamos a la meta de la paz y la alcanzaremos más rápido; es más, a lo largo del camino, junto a los hermanos y hermanas reunidos, nos descubriremos ya cambiados respecto a cómo habíamos partido. En efecto, la paz no se alcanza sólo con el final de la guerra, sino con el inicio de un mundo nuevo, un mundo en el que nos descubrimos diferentes, más unidos y más hermanos de lo que habíamos imaginado.
15. ¡Concédenos tu paz, Señor! Esta es la oración que elevo a Dios, mientras envío mis mejores deseos para el año nuevo a los jefes de estado y de gobierno, a los responsables de las organizaciones internacionales, a los líderes de las diversas religiones, a todas las personas de buena voluntad.
Perdona nuestras ofensas, Señor,
como nosotros perdonamos a los que nos ofenden,
y en este círculo de perdón concédenos tu paz,
esa paz que sólo Tú puedes dar
a quien se deja desarmar el corazón,
a quien con esperanza quiere remitir las deudas de los propios hermanos,
a quien sin temor confiesa de ser tu deudor,
a quien no permanece sordo al grito de los más pobres.
Vaticano, 8 de diciembre de 2024
FRANCISCO
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