Me llamo Eulalia y soy natural de Barcelona. De mi infancia recuerdo las horas pasadas junto a mis hermanos y primos entre frutales y huertas. Éramos agricultores y mi amor al campo, a las plantas y a los árboles creció de forma natural. La situación de nuestra familia hizo que, desde muy pequeños, trabajásemos la tierra y en el mercado para contribuir a la economia familiar.
Mi madre era catequista y mi padre había sido misionero laico en África y nos contaba muchas historias de cuando él estuvo en Camerún. Fui creciendo en este ambiente en el que las narraciones sobre África y las de Jesús se entrelazaban de manera armoniosa.
En mis años de adolescente, los telediarios mostraron la terrible hambruna que sufrieron Etiopía y, más tarde, otros países africanos. Me preguntaba cómo podía morir la gente mientras nosotros teníamos donde cultivar y obtener alimento. Tuve por primera vez el sentimiento de que el mundo era injusto y de que tenía que hacer algo. Más tarde entré en la Escuela de Ingeniería Agrícola pensando en ser útil un día en algún lugar de África, pero la verdad es que todavía no sabía por donde tirar.
En 1997, junto con jóvenes de mi parroquia, participé en la Jornada Mundial de la Juventud en París. Éramos más de un millón de jóvenes y nunca olvidaré la noche en la que Juan Pablo II nos dio una catequesis sobre Juan 1,38: “Maestro, ¿dónde vives? Ven y verás”. Aquella noche comprendí que si no confiaba en la palabra de Jesús no llegaría a ningún lugar. Había que lanzarse.
Conocí a las Misioneras Combonianas a través de un Laico Misionero Comboniano y a través de los mismos Misioneros Combonianos. En mis primeros años de formación puse cimientos sólidos a mi deseo de donación a los demás, sobre todo a los más desfavorecidos, sin olvidar que el seguimiento de Jesús es un camino continuo de crecimiento humano y espiritual.
Mi primera experiencia misionera en Zambia me moldeó de tal manera que fui “bendecida”. Mis palabras se han quedado siempre cortas frente a la generosidad, la acogida y la humanidad que experimenté en este país. Allí viví mi vocación misionera durante 12 años.
Un momento importante de ese período fue cuando comenzamos la sensibilización de la población local sobre el cuidado de la creación, porque la quema de árboles para la producción de carbón vegetal estaba convirtiendo nuestra zona en un desierto. La iniciativa empezó de manera muy humilde, pero con el apoyo del jefe tradicional local, hoy existe un centro llamado Mother Earth (Madre Tierra), que sigue sensibilizando sobre la necesidad de cuidar y gestionar con sabiduría los recursos naturales. Además, acoge varias iniciativas de formación sobre agricultura orgánica, nutrición y otras prácticas sostenibles, cuyo funcionamiento asegura una comunidad internacional de hermanas combonianas.
Me gusta pensar que experiencias como estas han transformado mi mentalidad y mi espiritualidad, esta escuela de vida y de humanidad me ha permitido poner en relación todos los aspectos de la vida. Debemos predicar a Jesús y, al mismo tiempo, intentar aliviar el dolor de nuestros hermanos.
Después de esta experiencia he prestado mi servicio como consejera en el equipo de la Dirección General durante 6 años y ahora estoy en Madrid desde donde coordino los diferentes grupos de trabajo de nuestras provincias en un proceso de cambio y de transformación. Todo ello esperando poder regresar no muy tarde a Zambia.
El pasado 12 de mayo fallecía en Santa María de los Cayapas (Ecuador) la Hna. Amparo Flores Torres, misionera comboniana mexicana (en el centro de la foto). En su memoria publicamos este pequeño artículo de otra comboniana, la Hna. Gabriella Botani, en el que nos comparte la realidad de la misión en la que vivió y murió la Hna. Amparito.
“Madre”. Oí repetir esta palabra cientos de veces mientras visitaba la comunidad de las Hermanas Misioneras Combonianas en Santa María de los Cayapas. La comunidad de las Hermanas es un lugar de encuentro, un espacio para ser escuchado, para encontrar a alguien en quien confiar. A Santa María, en el río Cayapas, se llega en poco más de dos horas de canoa a motor. Las Hermanas Misioneras Combonianas llegaron aquí hace más de cincuenta años y desde entonces se dedican a la formación de la comunidad cristiana, formando líderes comunitarios como catequistas y diáconos permanentes, promoviendo la educación y la salud, y prestando especial atención a las mujeres. No lejos de la frontera con Colombia, la región está habitada por las comunidades indígenas del pueblo Chachi y afrodescendientes, que han vivido pacíficamente en este territorio durante cientos de años. Esta tierra es rica en agua, vegetación y minerales. En este contexto, que hoy está profundamente marcado por la falta de oportunidades para los jóvenes, la contaminación de las aguas debido a la explotación ilegal de las minas, los combonianos continúan su presencia misionera privilegiando su compromiso con la pastoral educativa formal en la escuela: que acoge a alumnos de primaria y estudiantes hasta la graduación de bachillerato, con dos cursos superiores de perito agrícola e informático. En estas zonas de difícil acceso, el principal reto es ofrecer una escuela de calidad que permita a los alumnos acceder a estudios universitarios. Escuchar los sueños de los jóvenes de la escuela Santa María es maravilloso: Yo sueño con ser veterinaria, yo profesora de idiomas, yo azafata…. Y pensar que hasta hace unos años, los jóvenes de aquí no soñaban. Hay muchos alumnos de Santa María que han ido a la universidad, entre ellos muchos de los profesores de la escuela. Otros dos éxitos registró esta pequeña escuela en 2023/24: un alumno obtuvo el primer puesto como mejor estudiante de todas las universidades católicas del Ecuador; la escuela, por el curso de perito agrícola, ganó un importante premio por un proyecto que hizo autónoma a la ciudad de Santa María para la producción de esquejes de cacao, un cultivo particularmente apreciado en la región.
Estamos en el vicariato de ‘Esmeraldas’, que corresponde al distrito administrativo, cuya capital y sede episcopal lleva el mismo nombre del distrito. Llegué aquí bajando de los Andes ecuatorianos hacia la costa norte del país. Estamos en la “provincia verde esmeralda”, de ahí el nombre de esta región Esmeraldas. Aquí llegaron las Hermanas Misioneras Combonianas a mediados de los años cincuenta para colaborar con los Misioneros Combonianos del Corazón de Jesús, a quienes el Papa Pío XII había confiado el vicariato.
Con vistas al océano Pacífico en la costa norte del país, hasta la frontera con Colombia, esta tierra está habitada por descendientes de africanos traídos a estas tierras como esclavos y por comunidades indígenas, que han coexistido pacíficamente durante siglos.
Desde sus inicios, los Padres, Hermanos y Hermanas Combonianos han recorrido el territorio en canoa, a pie, en coche y otros medios de transporte para organizar comunidades cristianas y formar catequistas, respetando la realidad cultural local. La familia comboniana ha marcado la formación de la Iglesia y la Sociedad en Esmeraldas: San Daniel Comboni es reconocido como el padre fundador de la Iglesia y las Misioneras y Misioneros como verdaderos testigos del Evangelio, mujeres y hombres comprometidos con el anuncio de la Palabra de Dios y la promoción del desarrollo humano integral, construyendo escuelas y centros de salud, e impulsando procesos para contrarrestar la discriminación que vive la población afrodescendiente. Hoy, las Hermanas Combonianas viven el gran desafío de la creciente violencia causada por la penetración de grupos armados y del narcotráfico en el territorio, continuando con el mismo compromiso y pasión. La presencia de las “Madres”, mujeres del Evangelio, es una presencia profética, testigos y sembradoras de paz.
Gabriella Botani, smc Coordinación General de Misiones
«Pías Madres de la Nigrizia» es el nombre oficial que usamos las Combonianas en Israel. En documentos oficiales y a la entrada de nuestra casa en Betania, junto al muro que divide Israel y Palestina está escrito el nombre, Pie Madri della Nigrizia. Parecería un poco arcaico, pero este nombre nos confiere más que nunca una misión y nos da identidad.San Daniel Comboni entendió la nigrizia como la representación de la pobreza y el abandono extremos en el mundo, y en respuesta, nos quería presentes y cercanas con corazón de madre en esas realidades desgarradoras.
Po: Hna Cecilia Sierra, smc
Desde 1872, año de nuestra fundación, san Daniel Comboni nos llamó Pie Madri della Nigrizia o «Piadosas Madres de la Negritud». San Daniel Comboni entendió la nigrizia como la representación de la pobreza y el abandono extremos en el mundo, y en respuesta, nos quería presentes y cercanas con corazón de madre en esas realidades desgarradoras.
Inspiradas por el carisma de nuestro fundador, abrazamos nuestra vocación como madres compasivas, llevando consuelo y esperanza a quienes más lo necesitan en las nigrizias contemporáneas: las partes más pobres y abandonadas de nuestro mundo. De ahí que por opción y por vocación estemos presentes en las periferias, fronteras y lugares, donde en tantos casos, somos la única presencia de Iglesia.
Comboni nos propuso a las mujeres del Evangelio como el modelo clave de seguimiento a Jesús. Como María y las mujeres que seguían a Jesús y permanecieron junto a Él en su ministerio, sufrimiento y muerte en cruz, las Misioneras Combonianas estamos presentes en las situaciones difíciles ofreciendo consuelo y esperanza.
Como madres, compartimos el dolor y el exilio del pueblo sudanés. Debido a la guerra, en mayo de 2023, todas las combonianas tuvieron que abandonar el país después de más de 150 años de presencia. Como miles de sudaneses, nuestras hermanas dejaron atrás colegios, dispensarios, clínicas, casas, parroquias, sin perspectivas de retorno a corto plazo. En una carta a la Madre General, el papa Francisco elogió su valentía, «le agradezco por el testimonio valiente de amor que sus hermanas han manifestado hacia sus hermanos en contextos bastante difíciles y arriesgados para su integridad física».
Así como las mujeres estuvieron al pie de la cruz y muy de mañana se encaminaron al sepulcro, nos hacemos compañeras de camino, pan partido en las alegrías y tristezas de pueblos y comunidades donde la esperanza y la fe languidecen. La comboniana, Rachele Fassera, por ejemplo, persiguió valientemente a los secuestradores del Lord’s Resistance Army (LRA). Eran 139 las chicas secuestradas del Colegio St. Mary’s de Aboke, Uganda, dirigido por nuestras misioneras. Nuestra hermana los siguió por los montes y, desesperadamente, tocó todas las puertas diplomáticas en África, Estados Unidos y Europa. Su persistencia logró la liberación de la mayoría de las estudiantes. Su compromiso y amor, así como sus reuniones con autoridades políticas y religiosas dieron fuerza a la lucha contra el uso de niños en conflictos armados.
Como María Magdalena, Salomé y las mujeres que acompañaron a Jesús durante su ministerio, las Combonianas acompañamos a personas y pueblos en su viaje de fe, siendo testigos de la esperanza y la transformación que trae el Evangelio. En mis 34 años de vida misionera, he conocido hermanas con corazón de madre, como Odette, egipcia en Sudán del Sur, quien sabiamente guiaba la comunidad y era consejera del obispo en tiempos de guerra, además de valerosa y emprendedora.
En la celebración del Día de la mujer de marzo pasado, el presidente de Egipto honró a la comboniana Samiha Ragheb, directora de la Escuela de San José, en Zamalek, por sus más de 50 años de servicio educativo en Egipto, y por recibir varios premios, certificados de aprecio y honores de foros locales e internacionales. La Escuela de San José fue establecida por las combonianas en 1888. Debido a la revolución mahdista, combonianos y combonianas tuvieron que abandonar Sudán y se refugiaron en Zamalek, en El Cairo. La hermana Samiha ha contribuido a la educación de cientos de niñas durante sus 50 años de generoso y cualificado servicio.
Hay otras madres en los evangelios que también ofrecen lecciones valiosas. Por ejemplo, la madre del joven endemoniado, que buscó desesperadamente la ayuda de Jesús para liberar a su hijo. Francisca Sánchez, misionera comboniana en República Democrática del Congo, destaca en su labor maternal por rescatar a niños rechazados, señalados como «brujos». El centro Saint Laurent recibe a niños de la calle, muchos acusados injustamente, ofreciéndoles educación y apoyo emocional. A través del teatro y la música, les brinda medios de expresión y fortaleza.
Otra madre es la viuda de Naim, cuyo hijo fue resucitado por Jesús. De manera similar, las combonianas aportamos esperanza y vida a comunidades que han sido golpeadas por la pobreza, la enfermedad y la violencia. En el hospital italiano de El Cairo, la comboniana Pina De Angelis brinda ayuda a las familias afectadas por la violencia en Gaza. En sus 38 años de servicio, se esfuerza por dar apoyo a quienes lo necesitan. El hospital, fundado en 1903 y único en África (con una iglesia y una mezquita) continúa recibiendo a niños palestinos heridos.
Inspiradas por el carisma de nuestro fundador, abrazamos nuestra vocación como madres compasivas, llevando consuelo y esperanza a quienes más lo necesitan en las nigrizias contemporáneas: las partes más pobres y abandonadas de nuestro mundo. De ahí que por opción y por vocación estemos presentes en las periferias, fronteras y lugares donde, en tantos casos, somos la única presencia de Iglesia.
La solicitud de María en las bodas de Caná, donde pide a su hijo un milagro para resolver una necesidad práctica, refleja la actitud de las misioneras de buscar soluciones concretas a los problemas que enfrentan las comunidades. Esto lo evidencia la gran trayectoria de otra comboniana: Adela González, enfermera española de gran corazón y muy versátil. Ha estado en México, Ecuador, Sudán del Sur y Kenia. Una vida de entrega en diversos dispensarios en la misión y, últimamente, en un hospital en Lomin, frontera con Uganda, donde, desde la post guerra, atiende con corazón de madre a quienes lo han perdido todo.
Además, la figura de la madre de los hijos de Zebedeo, quien buscó un lugar prominente para sus hijos en el Reino de Dios, nos inspira a abogar por la igualdad y la superación profesional a través de la educación. El 28 de febrero de 2023, el Ministerio de Educación de Etiopía premió a los mejores estudiantes y escuelas secundarias del país. Unos 273 alumnos fueron reconocidos por su desempeño sobresaliente, cinco de ellos, de la Escuela Secundaria Superior Comboni. Su directora, la hermana Lucia Disconsi, recibió el premio en nombre de la comunidad. Este logro refleja nuestro deber de mejorar la educación en Etiopía y en otros países.
La historia de la Siro-fenicia, una madre que imploró a Jesús curara a su hija enferma, encuentra eco en el compromiso de las combonianas de interceder por quienes sufren. Son muchas nuestras hermanas ancianas y enfermas, quienes después de años en África, Asia y América regresan a Italia y continúan su misión perseverante en su búsqueda de justicia y sanación para los marginados y oprimidos a través de la oración.
El lema de Comboni «Salvar África con África» se encarna en las combonianas africanas que se hacen hermanas y madres de jóvenes nativas. Benjamine Kimala, de Chad, tras 21 años de misión fuera de su país, hoy acompaña a 20 chicas en su educación universitaria en medio de las dificultades. Su trabajo también aborda la prevención de la trata de personas, una problemática relevante del país. Además, se dedica a la orientación vocacional, la animación misionera y al desarrollo de la juventud local.
Como lo expresan nuestras Actas Capitulares, las combonianas nutrimos el «sentido del misterio», contemplando a Cristo y su Palabra con amor, «deteniéndonos en sus páginas y leyéndolas con el corazón». Esto se hace realidad en nuestros centros de espiritualidad en Limone Sul Garda, en el Monte de los Olivos, en Uganda, en Ciudad de México y otros sitios. El abandono a Dios también se forja a través de la formación de nuevas misioneras, como el caso de Maite Rivera, Rosita y otras religiosas en casas de formación en Italia, Texas, Zambia, Uganda y Eritrea. La comboniana mexicana Ylenia Ramos se dedica en Zambia a formar futuras misioneras. Su experiencia previa incluye labor en Uganda, donde se desempeñó como educadora de jóvenes y en la prevención del tráfico de niños.
En el último Capítulo General reafirmamos nuestra misión de «ser alimento para quienes tienen hambre de pan, de justicia y paz, y compartir las esperanzas y el sacrificio de tantos pueblos al ofrecer la Palabra de vida que puede hacer nuevas todas las cosas». Desde esta perspectiva maternal y compasiva, en diversos espacios –educación, cuidado de la salud, apoyo a refugiados y promoción de la justicia social–, nos comprometemos a continuar el legado de san Daniel Comboni.
Nuestro sentido maternal encuentra su raíz en el ejemplo de las mujeres del Evangelio, que acompañaron a Jesús con amor y dedicación hasta la cruz y al sepulcro, y fueron testigos de la resurrección. Así como las mujeres del Evangelio, queremos ser madres compasivas en medio de las nigrizias contemporáneas, llevando consuelo, esperanza y amor a quienes más lo necesitan en nuestro mundo. Y con ellos esperamos y celebramos la resurrección.
María Reina Ametepé Adjovi Essenam es una misionera comboniana originaria de Togo, que acaba de llegar a México después de una primera experiencia misionera en Perú. Su destino es la comunidad que las combonianas tienen en Tapachula, Chiapas, para trabajar con los migrantes que llegan de Centroamérica y de Haití principalmente. Antes de viajar a su nueva misión hablamos con ella sobre su vocación, su trabajo en Perú y su futuro destino en Tapachula. Esto fue lo que nos contó.
Me llamo María Reina Ametepé, soy de Togo y vengo de la parroquia de Adidogome, donde trabajan los combonianos y las combonianas. Recibí el bautismo a los 13 años. Mi madrina me preguntó si no me gustaría ser religiosa, pero en aquel entonces yo ni siquiera sabía lo que era ser religiosa y no le dije nada. Más tarde, su sobrina me invitó a participar en el grupo de vocaciones de la parroquia y empecé a ir de manera esporádica. A ese grupo iban los misioneros a compartirnos sus experiencias. Poco a poco me iba interrogando y le preguntaba a Dios: «¿Qué quieres que sea en el futuro?».
Cuando obtuve mi bachillerato, que da acceso a la universidad, una comboniana me preguntó qué esperaba para decidirme a visitar alguna congregación religiosa. Le dije que el tiempo aún no había llegado y participé en un retiro en el Centro de Animación Misionera de los combonianos. Ahí, a punto de empezar la universidad, le pregunté de nuevo al Señor: «¿Qué quieres que haga de mi vida?».
En la capilla de los combonianos había una foto de san Daniel Comboni y en un momento de adoración ante el Santísimo, me crucé con ella y me marcó su mirada. Había leído algunos libros sobre su vida, los combonianos nos hablaban de él, sabía que era el único hijo sobreviviente de su familia y que dedicó su vida para ayudar a los africanos. No dejaba de mirar esa foto y esa mirada y al final empecé a llorar, no sabía qué me pasaba.
Empecé el camino vocacional con las combonianas en 2007. El cuarto domingo de Pascua, Jornada mundial de las vocaciones, me marcó mucho el texto del Evangelio que dice «la mies es mucha, pero los obreros son pocos». Empecé a dejarme acompañar por otras personas y eso me ayudó a ir descubriendo poco a poco mi vocación. También participaba en varios grupos, como animadora, coordinadora o secretaria, y eso me estimuló a ser un ejemplo y a dar forma a mi vocación.
Mi madre me decía: «quédate ya en la parroquia, dile al padre que te haga una casa y ya te quedas ahí», porque siempre estaba en las actividades parroquiales. Me fui dando cuenta de que mi felicidad estaba en realizar actividades al servicio del Señor y fui tomando conciencia de que si consagraba mi vida a Dios, tendría más tiempo para servir a los demás. Eso y el lema de Comboni de «salvar África con África», fue la chispa que me ayudó a decidirme para ser un instrumento africano y ayudar a mis hermanos africanos.
Tras cinco años de acompañamiento con las combonianas y una vez que obtuve mi licenciatura en Sociología de la Educación, entré en el postulantado, en República Democrática del Congo. Luego hice el noviciado en Uganda. Después de los votos me enviaron a Ecuador, donde llegué en octubre de 2017 para estudiar español y en junio de 2018 fui destinada a trabajar en Perú.
Perú
Mi primer trabajo fue en un proyecto de educación social de los jesuitas, de educación básica para jóvenes que no tuvieron oportunidad de terminar la secundaria. Estábamos en la periferia de Lima, una zona muy poblada por gente de todas las regiones del país que huyen de la violencia o el terrorismo. La gente sobrevive con trabajos mal pagados, los niños llegan a casa y sus papás no están porque van a trabajar, muchos están en la calle. El programa «Casita» tiene como finalidad reagrupar a estos niños, ayudarles a hacer sus tareas escolares, realizar talleres de autoestima, etcétera. Yo iba a visitar a las familias para conocer sus realidades. Poco a poco la gente se iba abriendo y me contaban sus preocupaciones e inquietudes. Según lo que ellos me contaban iba elaborando los temas de formación.
Cada año, en época de verano daba un curso de misionología a los catequistas a partir de los documentos de la Iglesia. También atendía a grupos de infancia y adolescencia misionera, especialmente trabajaba con las mamás, porque estaba convencida de que hay que empezar en las familias. Asimismo, colaboré con Cáritas, distribuyendo ropa visitando a los enfermos y con lo que llamábamos las «Ollas comunes» durante el tiempo de la pandemia, preparando comida para mucha gente.
En diciembre de 2022 fui a Italia, a prepararme para los votos perpetuos, que hice el 2 de septiembre pasado en mi parroquia, en Togo. En la preparación coincidí con dos hermanas mexicanas, Ana Rosa Herrera y Lourdes García, que también hicieron los votos perpetuos. Después, debía regresar a Perú, pero me cambiaron el destino por México.
Lo de «salvar África con África» en Perú lo viví con alegría. Yo esperaba quedarme en mi África natal, pero me he encontrado a África en Perú. Aunque no tienen la piel negra, para mí es mi África, en ellos encontré el motivo por el que consagré mi vida.
Tapachula
Ahora con mi nuevo destino a Tapachula, Chiapas, siento que debo volver a empezar; es un nuevo trabajo, nueva gente, otra realidad. Me dijeron que Tapachula es una comunidad abierta al trabajo con los migrantes. Voy muy abierta para saber lo que el Señor quiere de mí. Para mí es un gran desafío y a veces incluso siento impotencia, porque uno no puede satisfacer todas las necesidades que tienen. Aún no sé cuál será mi labor, porque además estoy completando algunos estudios y de vez en cuando tendré que ir a Guadalajara para algunas clases. Para mí es importante ir entrando poco a poco en la realidad y conocer el plan de la comunidad para ver mejor qué puedo hacer.
Lo único que me exijo a mí misma es estar abierta para ver qué es lo que puedo ofrecer o qué puedo dar. Voy con muchas ganas de aprender y con mucha alegría. Una nueva realidad como la de Tapachula exige tiempo para escuchar a la gente, a la comunidad, a mí misma; un espacio para aprender. Necesito darme tiempo de observación, dejarme enseñar por la gente. Es el Señor quien me envía y yo me pongo a su disposición. No me esperaba el cambio, pero como dicen en Perú, «por algo será», y estoy contenta de ir. Los caminos de Dios no son los nuestros, tenemos que ponernos a su disposición con apertura.
Por Hna. Expedita Pérez, desde Al Azarieh (Israel)
Nuestra comunidad de Al Azarieh se encuentra muy cerquita de Jerusalén, en el lugar que en tiempos de Jesús se llamaba Betania. Desde aquí, solemos ir los sábados a visitar algunas comunidades beduinas de Cisjordania, pero dejamos de hacerlo una temporada debido a la inseguridad que nos rodea desde el pasado 7 de octubre.
Un sábado, muy temprano, decidimos que era el momento de reiniciar nuestras visitas y nos pusimos en camino. Cuando nos vieron llegar, las mujeres y los niños no cabían en sí de alegría. Algunas de ellas nos dijeron que los pequeños se quedaban esperándonos todos los sábados y que, cuando veían caer la tarde, decían con tristeza: «Tampoco hoy vienen las hermanas».
En estas visitas trabajamos con las mujeres haciendo bordados típicos palestinos en las pañoletas y ofreciéndoles clases de inglés. También jugamos con los niños, aunque, siendo sincera, creo que lo que más les gusta son los regalos que reciben si consiguen ganar en alguna actividad de las que hacemos con ellos. En cualquier caso, tanto con las mujeres como con los niños nos divertimos muchísimo.
Las mujeres nos dijeron que llevaban desde el estallido del conflicto sin salir de su poblado por miedo a los colonos. De hecho, para llegar a uno de los cuatro poblados que visitamos ese primer día, tuvimos que dar un rodeo por el desierto porque los colonos habían cerrado dos de las entradas más cercanas. Algunas de las mujeres nos confesaron también que apenas habían dormido durante las primeras semanas por el miedo a ser atacadas.
Los niños estuvieron más de un mes sin escuela. El primer día que reabrieron las aulas, emplearon unas tres horas para entrar y otras tres para salir de Jericó. Allí se encuentra la escuela de la ONU para los beduinos que viven en el campo de refugiados y para los que lo hacen en el desierto cercano. Aquel día, obviamente, no llegaron a tiempo a clase. Gracias a Dios, el responsable de la escuela ha llegado a un acuerdo con los soldados israelíes que controlan la entrada de Jericó y ahora dejan pasar inmediatamente el autobús escolar.
Me contaba una señora que uno de los niños de la guardería hace todos los días la misma pregunta a su madre: «¿Hoy hay guerra o guardería?». Si la madre le dice que va a la guardería, se levanta inmediatamente muy feliz, pero si la respuesta es que no va a hacerlo, se queda en la cama triste y en silencio porque intuye que está en peligro. Así son los niños.
En los cuatro poblados que visitamos aquel sábado, las mujeres nos contaron lo difícil que es el momento que están atravesando. Viven con miedo y, además, sus maridos están en casa sin trabajo porque no pueden entrar en Israel ni en los asentamientos donde trabajaban antes, en el desierto de Judea. La alimentación, ya de por sí muy sencilla, se ha vuelto todavía más sobria.
Cuando nos despedimos, casi todas las mujeres nos preguntaron si íbamos a volver la semana próxima. Nos dijeron que para ellas es muy importante nuestra presencia, porque les ofrecemos la posibilidad de vivir un día diferente, relajado y alegre, más allá de que puedan aprender inglés y la técnica de los bordados. Para nosotras, misioneras combonianas, es también muy importante estar y caminar con ellas, especialmente en este tiempo tan doloroso y difícil. Les dijimos que sí, que volveríamos. Además, acompañamos nuestra respuesta con palabras de ánimo, porque tenemos encendida en nuestros corazones, cada uno desde nuestra fe, seamos musulmanes, hebreos o cristianos, la esperanza de poder vivir como hermanos, en paz y justicia.