Evangelizar en Estados Unidos

Isabelle Kahambu Valinande, mc
Desde S. Antonio Texas (EEUU)

Me llamo Isabelle Kahambu Valinande y soy de la República Democrática del Congo. Después de haber trabajado casi 10 años en México, ahora vivo otra misión diferente en San Antonio Texas, Estados Unidos, trabajando con los migrantes. ¡Nunca antes había podido imaginar que un país tan grande y poderoso como Estados Unidos necesitara ser evangelizado!

En mi vida he tenido que afrontar muchos retos, uno de los más grandes ha sido la inserción en una nueva cultura. He tenido que dejar de lado lo mío y acoger costumbres y modos de hacer nuevos. He tenido que empezar de cero, haciéndome “ignorante” para dejarme enseñar y aprender a amar lo desconocido. No ha sido fácil para mí.

Actualmente en los Estados Unidos vivo retos nuevos y situaciones que a veces no entiendo. Trabajo en un centro de acogida de migrantes donde llegan personas de diferentes partes del mundo. El sufrimiento que ellos viven en su periplo, es una realidad que destroza mi corazón. Sólo ellos y Dios saben cómo pueden sobrevivir a tales experiencias. ¡Al escuchar sus historias se te encoge el corazón!

Al conocer sus realidades, experimento una gran dificultad e impotencia, al no poder brindarles la ayuda que ellos necesitan. Sin embargo, el tiempo compartido con ellos, la escucha, la acogida, la sonrisa que les brindo, alientan también mi esperanza. Frente a estas actitudes, ellos también, en confianza, abren sus corazones y comparten sus experiencias. Yo correspondo ofreciendo mis oraciones. Algo bello que me inspira esperanza es el contemplar su persistencia, lucha y determinación en alcanzar sus sueños, lograr una vida mejor para sus familias.

Muchas veces me pregunto, ¿por qué tantas personas deben dejar sus tierras, sus costumbres y arriesgar sus vidas para llegar a un nuevo lugar donde nadie los espera, ni tienen casa ni trabajo? Muchas personas han sido obligadas a dejar todo en sus países a cambio de una seguridad en otro país buscando un trato digno para vivir en paz y empezar una nueva vida. ¿Y qué encuentran? Dificultades, incomprensiones, rechazo… ¡Es muy duro sentirse tratado de ese modo!

He conocido a mucha gente que me reta, diciendo que no hay necesidad de ir en misión a Europa o América o Asia porque ellos lo tienen todo… e incluso me dicen que no estoy en misión, que estoy de paseo por Estados Unidos. Desgraciadamente, muchas veces nos quedamos en las apariencias sin conocer la realidad. La verdadera riqueza no se limita a las cosas materiales, sino que se encuentra en la persona de Cristo que nos ama y dio su vida para salvarnos… y no sólo los países o continentes del Tercer Mundo merecen o necesitan ser evangelizados.

Yo vivo también esas incomprensiones e incoherencias. Sin embargo, mi fuerza para seguir adelante ha sido la oración y el aceptar aprender de los demás. He abrazado esta vida para servir a Cristo a través de los demás. Como congregación internacional, estamos dispuestas a entrar en la realidad del mundo donde nos encontremos, es decir, conocer su cultura, sus costumbres y tradiciones, incluyendo el idioma del lugar, lo que nos permite insertarnos. Todo esto me hace sentir feliz y realizada, y es un impulso para seguir adelante.

Me siento orgullosa y feliz de aportar mi contribución a la evangelización allí donde he ido en misión, de compartir mi riqueza familiar, cultural, diocesana y nacional con otras razas, pueblos, naciones… pero también de aprender de ellos.

He descubierto en mi vida que mientras más se comparte con los demás, más se aprende y se adquieren nuevos conocimientos y existe mayor apertura al mundo. Mi felicidad está en el compartir con lo demás los dones y talentos que Dios me ha regalado, es decir, mi vida.

Compartir la vida de la gente

Por: Hna. Soledad Sáenz, mc
Desde Mamelodi West, Sudáfrica

Soy María Soledad Sáenz Rico, misionera comboniana mexicana. Desde hace más de un año vivo y sirvo en la zona semiurbana de Mamelodi West, cerca de Pretoria, Sudáfrica.

Mamelodi es un municipio de la ciudad de Twane, al noreste de Pretoria, en la provincia de Gauteng. Este pueblo se creó durante la época del apartheid, que suponía la segregación racial y era una zona exclusiva para negros. Por esta razón, fue marginada y abandonada durante décadas, y aún sigue siéndolo hoy.

Nuestra presencia misionera abarca una gran extensión de territorio y una densa población, cuya mayoría vive en asentamientos informales o en pequeñas habitaciones alquiladas. Las condiciones de vida son de gran marginación. Faltan servicios básicos como agua, electricidad y letrinas; hay mucha pobreza, altos índices de inseguridad, vandalismo, drogas, violencia y, sobre todo, segregación racial.

La población está formada principalmente por inmigrantes de distintas provincias de Sudáfrica y de otros países africanos. La gran diversidad de culturas y etnias provoca fragmentación social y añade xenofobia, rechazo y violencia contra los inmigrantes. Además, Sudáfrica es el país con la tasa de desempleo más alta del mundo y las consecuencias son desastrosas en esta región.

Mi día inicia temprano. Me levanto a las cuatro y media de la mañana para hacer mi oración personal. A continuación participamos en la eucaristía y en la oración comunitaria con los misioneros combonianos en la parroquia, después tomamos un rápido desayuno.
Los lunes y miércoles acompaño a un grupo de mujeres que siguen un curso de corte y confección en la parroquia. Iniciamos las actividades con ellas a las 10 de la mañana con una oración y una pequeña reflexión. Luego trabajamos hasta la una y media de la tarde. Los martes, jueves y viernes visito a familias y enfermos, aprovechando que no hay actividades parroquiales debido a que la mayoría de la gente trabaja durante toda la semana y no pueden venir a la parroquia. Los fines de semana tengo encuentros con algunos grupos que acompaño y con los que participo en la celebración de la eucaristía con la comunidad.

Un día, llegó una señora muy preocupada y angustiada. Habló inmediatamente al grupo diciendo: «Hermana, por favor hagamos una fuerte oración, pues ayer desapareció la hija de mi vecina que tiene 12 años y no se sabe qué pasó». Estaba tan preocupada que todas dejamos lo que estábamos haciendo e inmediatamente nos pusimos a rezar.

Alguna sugirió rezar una decena de Ave María a la Virgen para pedir su intercesión, y otra, la oración a los Ángeles Custodios. Cuando estábamos terminando de rezar, sonó el celular de la señora, era su vecina para decirle que su hija ya había aparecido; gracias a Dios, la habían encontrado sana y salva. Nuestra alegría fue grande y muchas de las señoras descubrieron que la potencia de la oración es nuestra fuerza. La clase se convirtió en una fiesta de gozo, con cantos y danzas de todas las que estábamos ahí.

Vivimos y compartimos los gozos y esperanzas de esta gente, a la vez que los sufrimientos y preocupaciones de todas las personas con quienes convivimos sin importar raza, edad o religión. Siempre con el deseo de salir adelante y transformar nuestras vidas para hacer de esta sociedad y de este mundo, un lugar más justo y humano donde reine la paz.

Oración en medio del camellón de la carretera

Por: P. Pedro Pablo Hernández, mccj
Desde Hawassa, Etiopía

Desu, mi compañero de misión, un hermano comboniano etíope, regresó el viernes pasado de un viaje de dos semanas visitando en diferentes partes del país a los jóvenes candidatos que desean entrar a nuestro seminario. Platicamos sobre su viaje y sus ‘aventuras misioneras’ al ir de un pueblo a otro, de encontrarse con los párrocos de los jóvenes y de las entrevistas que les hizo en sus casas. Al final de la conversación lo noté cansado y no me llamó la atención de que no se presentara a la oración vespertina ni a la cena… dejé que descansara.

Al día siguiente lo noté más débil y al preguntarle si se encontraba bien, me contestó que estaba saliendo de un resfriado que no sabía dónde lo había agarrado.

El Domingo no lo vi en el día y pensé que después de ir a Misa en la catedral, había ido a visitar una familia. Sin embargo, cuando lo vi en la noche me dijo que se había vuelto a sentir mal y había dormido todo el día en su cuarto.

El lunes lo vi muy activo durante todo el día realizando todas sus tareas. Su entusiasmo y energía en lo que estaba haciendo era tan solo temporal pues el martes en la mañana, después de que regresé de misa, no lo vi. Así que fui a su cuarto y al verlo metido en cama y enfermo todavía, le dije que se parara, que se lavara y que en 10 minutos lo llevaría al hospital de las Hermanas Franciscanas para que valorizaran qué tenía.

Así lo hicimos y en el camino me dijo que estaba muy cansado y débil pues no había dormido nada durante la noche. Al salir del carro lo dejé caminar delante de mí mientras yo iba a registrarlo, y vi que se tambaleaba y caminaba en zig-zag. Tres de las Hermanas Franciscanas vinieron rápido y lo ayudaron a sentarse en la sala de espera. El doctor de turno lo vio y le pidió que se hiciera varios tipos de análisis, llevando al de la sangre a mostrar lo que padecía: había agarrado la terrible malaria. Lo más probable es que un mosquito lo haya picado en la visita que hizo al candidato que se encuentra cerca de la frontera con Sur Sudan.

El doctor les dijo de inmediato a las hermanas que le llevaran la medicina que les indicó, que le hicieran una canaleta en la vena de la mano y empezaran a subministrarle los medicamentos vía intravenosa. Así lo hicieron y me dijo que lo tendrían bajo observación y con medicamentos fuertes por 24 horas.

Las hermanas hicieron todo lo posible para hacerlo sentir bien, le llevaron comida y, como es de costumbre en toda religiosa y mamá de casa, le empezaron a dar miles de consejos, recomendaciones o indicaciones de lo que tenía que hacer para mejorar más rápido. A eso había que multiplicarlo por tres, pues no era una monjita, sino tres, y las tres hablando al mismo tiempo. (¡!!)  Al final me dio gusto que lo había dejado en buenas manos: con la medicina del doctor y el cuidado de las religiosas. 

Al finalizar la misa de esta mañana que presidí junto con el diácono que fue ordenado el sábado pasado y otros cinco sacerdotes de diferentes países: Tanzania, Uganda y Etiopía, (estaban de paso para la reunión de directores de escuelas que el Vicariato organizó para las cinco zonas étnicas donde la Iglesia Católica tiene presencia), le hablé al Hermano Desu para preguntarle cómo estaba y si necesitaba algo de casa. Le llevé un cambio de ropa y al encontrarlo lo vi ya muy recuperado y con entusiasmo, la alegría y la sonrisa habían regresado a su rostro, pues ya había dormido toda la noche y los medicamentos estaban dando resultado. Pero no lo dieron de alta todavía; tenía que seguir recibiendo la medicina y seguir observando si la malaria abandonaba su cuerpo. Sabiendo esto, empecé mi camino de regreso.

Pero no me fui derecho a casa. Entre el pequeño pueblo de Bushulo y la ciudad de Hawassa que ya están prácticamente pegados, hay un lugar muy bonito y relajante donde las aguas del lago llegan hasta la carretera. Ahí me paré no solamente para contemplar la belleza del lugar, sino para elevar también una pequeña oración de acción de gracias por la salud del Hermano Desu.

Mientras lo hacía, escuché a dos hombres que desde lejos me decían algo que no entendía, pero al acercarse más comprendí su pregunta amárico: “¿Has visto las barcas? Tienen pescado por si quieres comprar”. Les dije que no, pues el de ahí era más pequeño que el que vendían al otro lado del lago. Pensé que comenzarían a molestarme, insistiendo en que le comprara algo a sus amigos pescadores.

Sin embargo, la conversación poco a poco se volvió muy amena, platicando de las diferencias de estilo de vida en diferentes países. Yo les hacía notar, por ejemplo, el gran don que tienen los etíopes de hacer amigos con mucha facilidad y que saludaban a todos con mucho respeto. Y como muestra, los invité a que nos paráramos en medio del camellón de la calle-carretera y que se pusieran a ver que a todas las personas que yo saludaría, responderían elevando la mano y mostrando una sonrisa. Lo hice con las personas que pasaba a pie, en moto, en tuk-tuk (triciclo motorizado), o en minibús. Cada vez que alguien contestaba mi saludo, ellos reían abiertamente, junto con los otros jóvenes que ya se habían acercado a seguir nuestra platica.

Entre ellos uno de repente me dijo ‘Padre’. Me sorprendí y le pregunté cómo sabía que era sacerdote. Me contestó que era porque me había puesto a platicar con ellos, así como otros misioneros lo hacían antes cuando empezaron su misión por esos rumbos. Después me dio una lista de los primeros misioneros Combonianos que habían llegado ahí, empezando con el P. Bruno Lonfernini y con el P. Tomasoni quien empezó el hospital.

Posteriormente otro de ellos, el que me había preguntado si quería pescado, salió con que él también era católico, y lo mismo dijo el que estaba a su lado. Al final de nuestra plática, uno de ellos me preguntó: “Bueno, y al final de todo, ¿por qué te detuviste aquí, frente al lago?” Le dije que hice porque quería orar un tenish gizie, un ratito. Al escuchar mi respuesta, uno ellos, me dijo que se despedía para que siguiera mi oración.

En ese momento, en mi mente una ‘vocecita’ me dijo: si ya te dijeron que eran católicos, que conocen a varios misioneros y ya han entablado el inicio de una amistad, ¿qué te detiene a que los invites a orar contigo? Así que inmediatamente les dije, “antes de que nos vayamos, ¿les parece si rezamos el Padre Nuestro juntos?” Sin ninguna demora asintieron a mi pregunta y al poner mis manos en señal de oración, poniendo las palmas hacia arriba, ahí donde estábamos, sin movernos y mientras pasaban carros y motores de un lado y el otro del camellón donde estábamos parados, nos pusimos a rezar juntos el Padre Nuestro en amárico. Mientras lo hacíamos, me fijé que uno de ellos, el que me había preguntado si quería pescado y que decía que era católico, no había abierto la boca durante la oración. Le pregunté por qué no lo había hecho y me contestó que era porque sólo la sabía en Sidamo. Por tal motivo, los invité a que rezaran ahora la misma oración, pero en su lengua.

Terminamos, de mi parte, con mi bendición y de su parte con una invitación: “Padre, ¿cuándo vienes a nuestra capilla a saludar a la comunidad que tenemos aquí cerca y a orar un rato con nosotros? Les dije que con alegría lo haría en el futuro, cuando se lo comente al párroco de ahí me de permiso de ir.

No me sorprendió que antes de que, así como dice el dicho mexicano “aquí se rompió una taza y cada uno se va a su casa”, Fierewu, el joven que me quería vender pescado me pidiera que intercambiáramos números telefónicos. Por este motivo ahora conozco también su nombre y lo recordaré no solamente porque me invitó a visitar la comunidad cristiana (capilla) a la cual pertenece, sino también porque hoy rezamos junto con sus amigos y conocidos sobre el camellón de la calle-carretera.

No hay lugar en el mundo que impida a uno entablar una relación con Dios por más incómodo o impropio que pueda parecer.  En cualquier lugar se puede hacer oración y en cualquier lugar uno puede dar testimonio de su fe, incluso en momentos cuando uno menos lo espera. ¡Dios conceda total salud al Hermano Desu y bendiga a Firewu y su comunidad cristiana!

Cuidando la creación

Texto y fotos: Hna. Eulalia Capdevila, mc
Desde Madrid, España

Me llamo Eulalia y soy natural de Barcelona. De mi infancia recuerdo las horas pasadas junto a mis hermanos y primos entre frutales y huertas. Éramos agricultores y mi amor al campo, a las plantas y a los árboles creció de forma natural. La situación de nuestra familia hizo que, desde muy pequeños, trabajásemos la tierra y en el mercado para contribuir a la economia familiar.

Mi madre era catequista y mi padre había sido misionero laico en África y nos contaba muchas historias de cuando él estuvo en Camerún. Fui creciendo en este ambiente en el que las narraciones sobre África y las de Jesús se entrelazaban de manera armoniosa.

En mis años de adolescente, los telediarios mostraron la terrible hambruna que sufrieron Etiopía y, más tarde, otros países africanos. Me preguntaba cómo podía morir la gente mientras nosotros teníamos donde cultivar y obtener alimento. Tuve por primera vez el sentimiento de que el mundo era injusto y de que tenía que hacer algo. Más tarde entré en la Escuela de Ingeniería Agrícola pensando en ser útil un día en algún lugar de África, pero la verdad es que todavía no sabía por donde tirar.

En 1997, junto con jóvenes de mi parroquia, participé en la Jornada Mundial de la Juventud en París. Éramos más de un millón de jóvenes y nunca olvidaré la noche en la que Juan Pablo II nos dio una catequesis sobre Juan 1,38: “Maestro, ¿dónde vives? Ven y verás”. Aquella noche comprendí que si no confiaba en la palabra de Jesús no llegaría a ningún lugar. Había que lanzarse.

Conocí a las Misioneras Combonianas a través de un Laico Misionero Comboniano y a través de los mismos Misioneros Combonianos. En mis primeros años de formación puse cimientos sólidos a mi deseo de donación a los demás, sobre todo a los más desfavorecidos, sin olvidar que el seguimiento de Jesús es un camino continuo de crecimiento humano y espiritual.

Mi primera experiencia misionera en Zambia me moldeó de tal manera que fui “bendecida”. Mis palabras se han quedado siempre cortas frente a la generosidad, la acogida y la humanidad que experimenté en este país. Allí viví mi vocación misionera durante 12 años.

Un momento importante de ese período fue cuando comenzamos la sensibilización de la población local sobre el cuidado de la creación, porque la quema de árboles para la producción de carbón vegetal estaba convirtiendo nuestra zona en un desierto. La iniciativa empezó de manera muy humilde, pero con el apoyo del jefe tradicional local, hoy existe un centro llamado Mother Earth (Madre Tierra), que sigue sensibilizando sobre la necesidad de cuidar y gestionar con sabiduría los recursos naturales. Además, acoge varias iniciativas de formación sobre agricultura orgánica, nutrición y otras prácticas sostenibles, cuyo funcionamiento asegura una comunidad internacional de hermanas combonianas.

Me gusta pensar que experiencias como estas han transformado mi mentalidad y mi espiritualidad, esta escuela de vida y de humanidad me ha permitido poner en relación todos los aspectos de la vida. Debemos predicar a Jesús y, al mismo tiempo, intentar aliviar el dolor de nuestros hermanos.

Después de esta experiencia he prestado mi servicio como consejera en el equipo de la Dirección General durante 6 años y ahora estoy en Madrid desde donde coordino los diferentes grupos de trabajo de nuestras provincias en un proceso de cambio y de transformación. Todo ello esperando poder regresar no muy tarde a Zambia.

Martas y Marías

Por: Mons. Jesús Ruíz Molina, mccj
Desde Mbaïki, República Centroafricana

Betania fue para Jesús un lugar de reposo, un oasis donde cargar pilas humana y espiritualmente. La casa de Lázaro y sus hermanas, Marta y María, sabía a hogar, a amistad profunda, a lugar donde solazar el corazón. ¿Qué habría sido de Jesús y sus discípulos si Marta no se hubiera afanado en acogerles, darles una buena comida y proporcionales un lugar para descansar? ¿Dónde se habría explayado el corazón de Jesús si María no hubiera sabido escuchar y acoger los secretos del Maestro? Y ese Lázaro amigo, al que Jesús tanto quería. Marta y María, dos caras de una misma realidad que no siempre es fácil conjugar. Marta, la ama de casa que supo arranca a Jesús palabras de vida eterna: «Yo soy la resurrección y la vida, el que crea en mí, aunque haya muerto, vivirá». María, que a los pies del Maestro aprende los secretos que esconde su corazón: «María ha escogido la mejor parte y no se la arrebatarán».

Me vienen a la memoria estas reflexiones sobre la vida de Jesús mientras escribo en mi diario todo lo que voy viviendo junto al pueblo centroafricano de la diócesis de Mbaiki, que me ha sido encomendada como obispo. Tal vez me equivoque, pero tengo la sensación de que desde hace un buen tiempo, en la Iglesia hemos inclinado la balanza del lado de María en detrimento de Marta. El hecho de que el papa Francisco se haya ido a vivir a la Casa de Santa Marta es todo un símbolo que pudiera equilibrar esa realidad del discípulo que tiene que nadar entre dos aguas, la acción y la contemplación, dos alas de un mismo pájaro. No es cuestión de escoger una en detrimento de la otra, las dos juntas nos permiten volar hacia las alturas del Reino.

Este difícil equilibrio debe existir también dentro de la vida religiosa y misionera. En estos últimos tiempos me enfrento a una situación que genera conflicto entre las dos alas de la vida del discípulo. En la diócesis trabajan 40 religiosas de una docena de congregaciones, entre las que apenas hay cinco Martas con las que puedo contar incondicionalmente para cualquier misión. El resto no necesariamente son Marías. Estas cinco Martas de las que hablo son mujeres preparadas, activas, dispuestas a afrontar nuevos retos, a romper moldes, a mezclarse con el pueblo pigmeo aka, a curar enfermos que nadie se atreve a tocar, a emprender caminos inexplorados por una religiosa antes, a vivir un liderazgo femenino en la Iglesia…, pero lo que descubro es que el hecho de actuar como Martas, mujeres del Evangelio en el servicio diocesano, las pone en serio conflicto con sus congregaciones. Varias superioras provinciales han venido a quejarse: que si siempre están fuera de la comunidad, que si viajan demasiado, que si duermen en los poblados con la gente, que si abandonan la comunidad de la que son a veces las superioras, que si privilegian los compromisos diocesanos antes que los congregacionales… Esto está haciendo sufrir a tres de ellas.

En algunos casos, el conflicto es latente con sus congregaciones y les lleva a acentuar su identidad y pertenencia a una Iglesia diocesana, pero otras veces el conflicto me huele a celos escondidos, como si hubiera infidelidad a la congregación cuando hay gran donación a la pastoral diocesana. Y me digo: si el carisma de la congregación no está al servicio de una Iglesia particular, entonces hay riesgo de «capillismo». Pero, también, si el carisma se edulcora suprimiendo la comunidad, entonces la Iglesia se empobrece. ¡Qué difícil ese equilibrio entre esa Marta y esa María que cada institución, cada congregación, cada discípulo, lleva dentro! La Iglesia, durante siglos ha idealizado a María y ha encerrado a las religiosas en los conventos sin apenas percatarnos de que Marta es imprescindible para las cosas de Jesús.

Sufro viendo el conflicto de las cinco religiosas con sus congregaciones, que les recriminan su alejamiento. Intento no meterme en asuntos internos, pero qué difícil me resulta cuando lo que está en juego es un estilo de Misión, un estilo de Iglesia. Sufro porque presiento las amenazas que acechan a algunas de ellas y que sean cambiadas de comunidad. Una de las superioras me dijo que había dado un ultimátum a una. Le dije: «Sé qué tenéis la sartén por el mango, pero os pido también que reviséis vuestro carisma fundacional. Estoy seguro de que vuestra fundadora fue una mujer que rompió esquemas, que franqueó no pocas fronteras eclesiales y sociales. Ah, y por favor, diga a sus superioras de Roma que el obispo está muy agradecido de vuestra preciosa presencia en la diócesis, y sobre todo de la ­hermana N…». ¡Qué difícil equilibrio!

Más tarde, hablando con una de las Martas, sabiendo la espada de Damocles que tiene sobre su destino, le he pedido que no rompa con su congregación, que cree puentes, que intente ejercitar el ala de las Marías que su orden le reclama. No quisiera perderla.

Acción y contemplación, Marta y María. La una sin la otra no generan vida de Dios.

Misión en Macao: el nacimiento de una comunidad cristiana

Como primer párroco de la parroquia de San José Obrero, el padre Corrado De Robertis reflexiona sobre los tiempos difíciles pero extraordinarios que vivió en Macao. Considera su estancia allí un don precioso y un capítulo inolvidable de su vida misionera.

Por: P. Corrado de Robertis, mccj

comboni.org

Mi primera visita a Macao fue en 1992. Era una ciudad muy diferente de lo que es hoy. Por aquel entonces, yo y dos compañeros, el P. Manuel y el P. Daniel, estudiábamos cantonés en Hong Kong. En 1993 me trasladé a Macao lleno de ilusión por comenzar nuestro trabajo misionero, pero a pesar de dos años de cursos intensivos de lengua cantonesa, mi dominio era todavía limitado. El entonces obispo de Macao, Domingos Lam, me nombró vicepárroco de la catedral de Macao, lo que me dio la oportunidad de familiarizarme con el lugar, su cultura y su gente, y de practicar el idioma como preparación para mi servicio misionero. Esta fase inicial duró aproximadamente tres años.

Durante este tiempo, el obispo Lam planeó establecer una nueva parroquia en el distrito norte de Macao, una zona muy necesitada de presencia pastoral, en la parte más densamente poblada de la ciudad, más pobre y notablemente carente de presencia cristiana. Dialogando con los Misioneros Combonianos, nos confió a nosotros, los primeros misioneros combonianos en territorio chino, la responsabilidad de supervisar el territorio de misión de Iau Hon. Este territorio estaba formado principalmente por trabajadores inmigrantes de la China continental y prácticamente no tenía población católica.

El obispo nos encomendó a mí y a mis compañeros encabezar los esfuerzos para explorar y establecer una nueva comunidad cristiana en la zona, mientras esperábamos la construcción de la iglesia de San José Obrero, llamada así en honor de la población predominantemente obrera de la zona.

Comenzamos nuestra labor misionera en un lugar muy modesto -una habitación en la planta baja de un edificio muy antiguo-, que bautizamos como Centro Misionero Iao Hon. Aquí establecimos una pequeña oficina y una sala de reuniones. Cerca de allí estaban las hermanas Maryknoll, que dirigían un centro pastoral centrado principalmente en actividades de asistencia social. Empezamos a colaborar con ellas para trazar nuestro camino a seguir.

Nuestra prioridad inicial fue realizar una encuesta en la zona para averiguar el número de católicos que residían allí, si es que había alguno. Basándome en una lista de direcciones meticulosamente recopilada por las hermanas en años anteriores, me embarqué en visitas a numerosos hogares, encontrándome con respuestas dispares que iban desde puertas abiertas hasta la negativa directa. Al final nos dimos cuenta de que había muy pocos católicos en la zona. Pero, además del número de católicos, era igualmente importante conocer el entorno local, las necesidades y los retos a los que se enfrentaba la gente.

Nuestros incipientes esfuerzos se vieron muy favorecidos por el apoyo de fieles de otras parroquias de Macao. Nos ayudaron a organizar las clases de catequesis inaugurales, las ceremonias litúrgicas y las actividades iniciales de compromiso con la comunidad. Recuerdo claramente nuestra misa inaugural en el centro, a la que asistieron sólo doce personas: un comienzo humilde pero auspicioso, que tal vez sugiriera la providencia divina.

Los primeros años fueron difíciles, caracterizados por unos resultados modestos en relación con nuestros esfuerzos, la falta de instalaciones, las numerosas discusiones y la ardua tarea de entablar relaciones con la población local. Sin embargo, en menos de dos años, se terminó la construcción de la iglesia de San José Obrero y, en 1998, nos trasladamos a los nuevos locales con el primer grupo de neófitos. Coincidió con el primer domingo de Adviento de 1998. El principal reto fue dotar a la iglesia de los servicios esenciales y del personal necesario. Debo reconocer la inmensa generosidad de los fieles de Macao, cuyas aportaciones facilitaron el establecimiento y el funcionamiento de la naciente comunidad.

Posteriormente, formulamos un plan pastoral, adaptado a las circunstancias específicas de la zona y a los recursos disponibles. Milagrosamente, las filas de voluntarios aumentaron día a día, lo que nos permitió ampliar los servicios a la comunidad local. Inauguramos clases extraescolares de deberes para niños, clases de interés para adultos, actividades de verano y varios grupos juveniles, todos ellos fundamentales para la construcción de la comunidad. Aunque el edificio físico de la iglesia ya estaba terminado, nuestra tarea consistía en fomentar una comunidad de creyentes viva y palpitante: la ecclesia de piedras vivas, por así decirlo.

Este empeño también presentó desafíos, siendo el principal de ellos la amalgama de orígenes, lenguas y contextos socioculturales dispares dentro de nuestra pequeña comunidad.

Principalmente, nos enfrentamos a tres grupos distintos: Trabajadores de China continental que hablaban mandarín, locales que hablaban cantonés y filipinos expatriados que hablaban inglés. Nuestro enfoque pastoral requería un compromiso integrador con cada grupo étnico, a pesar de las complejidades y aprensiones inherentes. Otro imperativo era llegar a los marginados. Se llevó a cabo una evaluación exhaustiva de la situación y se encomendó a un grupo especializado la tarea de identificar y ayudar a los más necesitados del territorio.

La evangelización, en su esencia polifacética, exigía una comunidad vibrante y misionera, que encarnara el mensaje del Evangelio con palabras y hechos. De hecho, esto constituyó la piedra angular del crecimiento de nuestra comunidad, un testimonio del imperativo evangélico del testimonio gozoso en todas las facetas de la vida. La parroquia, concebida como un oasis de esperanza en medio del abandono, ha evolucionado a lo largo de los años, acogiendo anualmente a nuevos fieles. La solemne consagración de la iglesia el 1 de mayo de 1999 (unos meses antes de la entrega de Macao a China) marcó un hito, y en los años siguientes se produjo una afluencia constante de bautizos de adultos cada Semana Santa. La comunidad creció no sólo en número, sino también en espíritu misionero.

La presencia y la participación de fieles chinos continentales fue esencial para este crecimiento, que fomentó una animada comunidad de habla mandarín dentro de la parroquia. Su papel se extendió más allá de los confines de la parroquia, sirviendo como misioneros a sus compatriotas del continente. Simbólicamente, la puerta principal de entrada y salida de la iglesia da exactamente a la China continental, y los lados derecho e izquierdo del edificio se asemejan a dos brazos abiertos extendidos hacia China, como en un gesto de abrazo. Así, haciéndonos eco de los sentimientos de San Daniel Comboni, nuestra misión consistía en salvar a los chinos con los chinos, manteniendo al mismo tiempo un apoyo firme y la oración con nuestra presencia activa.

Permanecí en Macao hasta 2009, con una breve interrupción de tres años que pasé en Filipinas como redactor «de urgencia» de la prestigiosa revista World Mission Magazine. Los recuerdos de la gente y de los momentos difíciles y extraordinarios que viví en Macao están indeleblemente grabados en mi memoria. Tuve el inmerecido honor de ser el primer párroco de San José Obrero y considero mi estancia allí tanto un don precioso como un capítulo inolvidable de mi vida misionera.

Aunque se ha avanzado mucho, la tarea del anuncio del Evangelio sigue inacabada. Sin embargo, las semillas plantadas han echado raíces, prometiendo un futuro iluminado por la esperanza. La parroquia se erige como un faro de esperanza, irradiando valores cristianos y vida en un lugar antaño descuidado, en medio de un mundo a menudo atrapado por meras búsquedas materiales. El Evangelio, predicado y vivido en Iau Hon, sirve de recordatorio tangible de que la verdadera esencia de la vida trasciende el ámbito del materialismo y el trabajo.